Domingo XXIII Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 23 agosto, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Sab 9, 13-18: ¿Quien comprende lo que Dios quiere?
Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación
Flm 1, 9b-10. 12-17: Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido
Lc 14, 25-33: El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mio
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (07-09-1980)
domingo 7 de septiembre de 1980[...] 2. Las lecturas bíblicas, que nos propone la liturgia de este domingo, se centran en torno al concepto de la sabiduría cristiana que cada uno de nosotros está invitado a adquirir y profundizar. Por esto el versículo del Salmo responsorial está formulado con estas hermosas palabras: "Danos. Señor, la sabiduría del corazón". Efectivamente, sin ella, ¿cómo sería posible plantear dignamente nuestra vida, afrontar sus muchas dificultades y, más aún, conservar siempre una actitud profunda de paz y serenidad interior? Pero para hacer esto, como enseña la primera lectura, es necesaria la humildad, es decir, el sentido auténtico de los propios límites, unido al deseo intenso de un don de lo alto, que nos enriquezca desde dentro. El hombre de hoy, en efecto, por una parte encuentra arduo abrazar y entender todas las leyes que regulan el universo material, que también son objeto de observación científica. pero, por otra parte, se atreve a legislar con seguridad sobre las cosas del espíritu, que por definición escapan a los datos físicos: "Si apenas adivinamos lo que en la tierra sucede, ...¿quién rastreará lo que sucede en el cielo, ...si tú no enviaste de lo alto tu espíritu santo?" (Sab 9, 16-17).
Aquí se configura la importancia de ser verdaderos discípulos de Cristo porque, mediante el bautismo. El se ha convertido en nuestra sabiduría (cf. 1 Cor 1, 30), y por lo mismo la medida de todo lo que forma el tejido concreto de nuestra vida. El Evangelio que se ha leído pone en evidencia que Jesucristo es necesariamente el centro en nuestra existencia. Y lo hace con tres frases condicionales: si no le ponemos a El por encima de nuestras cosas más queridas, si no nos disponemos a ver nuestras cruces a la luz de la suya, si no tenemos el sentido de la relatividad de los bienes materiales, entonces no podemos ser sus discípulos, esto es, llamarnos cristianos. Se trata de interpelaciones esenciales a nuestra identidad de bautizados; sobre ellos debemos reflexionar siempre mucho, aunque ahora basta aludir brevemente.
Homilía (05-09-2004)
domingo 5 de septiembre de 20041. "¿Qué hombre conoce el designio de Dios?" (Sb 9, 13). Esta pregunta, formulada por el libro de la Sabiduría, tiene una respuesta: sólo el Hijo de Dios, que se hizo hombre por nuestra salvación en el seno virginal de María, puede revelarnos el designio de Dios. Sólo Jesucristo sabe cuál es el camino para "adquirir un corazón sensato" (Salmo responsorial) y obtener paz y salvación.
Y ¿cuál es este camino? Nos lo ha dicho él en el evangelio de hoy: es el camino de la cruz. Sus palabras son claras: "Quien no lleva su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío" (Lc 14, 27).
"Llevar la cruz detrás de Jesús" significa estar dispuestos a cualquier sacrificio por amor a él.
Significa no poner nada ni a nadie antes que él, ni siquiera a las personas más queridas, ni siquiera la propia vida.
2. Amadísimos hermanos y hermanas... Vosotros sabéis que adherirse a Cristo es una opción exigente. Jesús no habla de "cruz" por casualidad. Sin embargo, precisa inmediatamente: "detrás de mí". Esta es la gran verdad: no estamos solos al llevar la cruz. Delante de nosotros camina él, abriéndonos paso con la luz de su ejemplo y con la fuerza de su amor.
3. La cruz aceptada por amor genera libertad. Lo experimentó el apóstol san Pablo, "anciano y prisionero por Cristo Jesús", como se define a sí mismo en la carta a Filemón, pero en su interior plenamente libre. Esta es precisamente la impresión que produce la página recién proclamada: san Pablo se encuentra encadenado, pero su corazón está libre, porque habita en él el amor de Cristo. Por eso, desde la oscuridad de la prisión en la que sufre por su Señor puede hablar de libertad a un amigo que está fuera de la cárcel. Filemón es un cristiano de Colosas: a él se dirige san Pablo para pedirle que libere a Onésimo, todavía esclavo según el derecho de la época, pero ya hermano por el bautismo. Al renunciar al otro como su posesión, Filemón recibirá como don un hermano.
La lección que se desprende de toda esta historia es clara: no existe amor más grande que el de la cruz; no hay libertad más verdadera que la del amor; no existe fraternidad más plena que la que nace de la cruz de Jesús.
[...]
Benedicto XVI, papa
Homilía (09-09-2007)
domingo 9 de septiembre de 2007Queridos hermanos y hermanas:
"Sine dominico non possumus!" Sin el don del Señor, sin el Día del Señor no podemos vivir: así respondieron en el año 304 algunos cristianos de Abitina, en la actual Túnez, cuando, sorprendidos en la celebración eucarística dominical, que estaba prohibida, fueron conducidos ante el juez y se les preguntó por qué habían celebrado en domingo la función religiosa cristiana, sabiendo que esto se castigaba con la muerte. "Sine dominico non possumus".
En la palabra dominicum / dominico se encuentran entrelazados indisolublemente dos significados, cuya unidad debemos aprender de nuevo a percibir. Está ante todo el don del Señor. Este don es él mismo, el Resucitado, cuyo contacto y cercanía los cristianos necesitan para ser de verdad cristianos. Sin embargo, no se trata sólo de un contacto espiritual, interno, subjetivo: el encuentro con el Señor se inscribe en el tiempo a través de un día preciso. Y de esta manera se inscribe en nuestra existencia concreta, corpórea y comunitaria, que es temporalidad. Da un centro, un orden interior a nuestro tiempo y, por tanto, a nuestra vida en su conjunto. Para aquellos cristianos la celebración eucarística dominical no era un precepto, sino una necesidad interior. Sin Aquel que sostiene nuestra vida, la vida misma queda vacía. Abandonar o traicionar este centro quitaría a la vida misma su fundamento, su dignidad interior y su belleza.
Esa actitud de los cristianos de entonces, ¿tiene importancia también para nosotros, los cristianos de hoy? Sí, es válida también para nosotros, que necesitamos una relación que nos sostenga y dé orientación y contenido a nuestra vida. También nosotros necesitamos el contacto con el Resucitado, que nos sostiene más allá de la muerte. Necesitamos este encuentro que nos reúne, que nos da un espacio de libertad, que nos hace mirar más allá del activismo de la vida diaria hacia el amor creador de Dios, del cual provenimos y hacia el cual vamos en camino.
Si reflexionamos en el pasaje evangélico de hoy y escuchamos al Señor, que en él nos habla, nos asustamos. "Quien no renuncia a todas sus propiedades y no deja también todos sus lazos familiares, no puede ser mi discípulo". Quisiéramos objetar: pero, ¿qué dices, Señor? ¿Acaso el mundo no tiene precisamente necesidad de la familia? ¿Acaso no tiene necesidad del amor paterno y materno, del amor entre padres e hijos, entre el hombre y la mujer? ¿Acaso no tenemos necesidad del amor de la vida, de la alegría de vivir? ¿Acaso no hacen falta también personas que inviertan en los bienes de este mundo y construyan la tierra que nos ha sido dada, de modo que todos puedan participar de sus dones? ¿Acaso no nos ha sido confiada también la tarea de proveer al desarrollo de la tierra y de sus bienes?
Si escuchamos mejor al Señor y, sobre todo, si lo escuchamos en el conjunto de todo lo que nos dice, entonces comprendemos que Jesús no exige a todos lo mismo. Cada uno tiene su tarea personal y el tipo de seguimiento proyectado para él. En el evangelio de hoy Jesús habla directamente de algo que no es tarea de las numerosas personas que se habían unido a él durante la peregrinación hacia Jerusalén, sino que es una llamada particular para los Doce. Estos, ante todo, deben superar el escándalo de la cruz; luego deben estar dispuestos a dejar verdaderamente todo y aceptar la misión aparentemente absurda de ir hasta los confines de la tierra y, con su escasa cultura, anunciar a un mundo lleno de presunta erudición y de formación ficticia o verdadera, y ciertamente de modo especial a los pobres y a los sencillos, el Evangelio de Jesucristo. En su camino a lo largo del mundo, deben estar dispuestos a sufrir en primera persona el martirio, para dar así testimonio del Evangelio del Señor crucificado y resucitado.
Aunque, en esa peregrinación hacia Jerusalén, en la que va acompañado por una gran muchedumbre, la palabra de Jesús se dirige ante todo a los Doce, su llamada naturalmente alcanza, más allá del momento histórico, todos los siglos. En todos los tiempos llama a las personas a contar exclusivamente con él, a dejar todo lo demás y a estar totalmente a su disposición, para estar así a disposición de los otros; a crear oasis de amor desinteresado en un mundo en el que tantas veces parecen contar solamente el poder y el dinero. Demos gracias al Señor porque en todos los siglos nos ha donado hombres y mujeres que por amor a él han dejado todo lo demás, convirtiéndose en signos luminosos de su amor. Basta pensar en personas como Benito y Escolástica, como Francisco y Clara de Asís, como Isabel de Hungría y Eduviges de Polonia, como Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila, hasta la madre Teresa de Calcuta y el padre Pío. Estas personas, con toda su vida, han sido una interpretación de la palabra de Jesús, que en ellos se hace cercana y comprensiva para nosotros. Oremos al Señor para que también en nuestro tiempo conceda a muchas personas la valentía para dejarlo todo, a fin de estar así a disposición de todos.
Pero si volvemos al Evangelio, podemos observar que el Señor no habla solamente de unos pocos y de su tarea particular; el núcleo de lo que dice vale para todos. En otra ocasión aclara así de qué cosa se trata, en definitiva: "Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ese la salvará. Pues, ¿de qué le sirve al hombre haber ganado el mundo entero, si él mismo se pierde o se arruina?" (Lc 9, 24-25). Quien quiere sólo poseer su vida, tomarla sólo para sí mismo, la perderá. Sólo quien se entrega recibe su vida. Con otras palabras: sólo quien ama encuentra la vida. Y el amor requiere siempre salir de sí mismo, requiere olvidarse de sí mismo.
Quien mira hacia atrás para buscarse a sí mismo y quiere tener al otro solamente para sí, precisamente de este modo se pierde a sí mismo y pierde al otro. Sin este más profundo perderse a sí mismo no hay vida. El inquieto anhelo de vida que hoy no da paz a los hombres acaba en el vacío de la vida perdida. "Quien pierda su vida por mí...", dice el Señor. Renunciar a nosotros mismos de modo más radical sólo es posible si con ello al final no caemos en el vacío, sino en las manos del Amor eterno. Sólo el amor de Dios, que se perdió a sí mismo entregándose a nosotros, nos permite ser libres también nosotros, perdernos, para así encontrar verdaderamente la vida.
Este es el núcleo del mensaje que el Señor quiere comunicarnos en el pasaje evangélico, aparentemente tan duro, de este domingo. Con su palabra nos da la certeza de que podemos contar con su amor, con el amor del Dios hecho hombre. Reconocer esto es la sabiduría de la que habla la primera lectura de hoy. También vale aquí aquello de que de nada sirve todo el saber del mundo si no aprendemos a vivir, si no aprendemos qué es lo que cuenta verdaderamente en la vida.
"Sine dominico non possumus!". Sin el Señor y el día que le pertenece no se realiza una vida plena. En nuestras sociedades occidentales el domingo se ha transformado en un fin de semana, en tiempo libre. Ciertamente, el tiempo libre, especialmente con la prisa del mundo moderno, es algo bello y necesario, como lo sabemos todos. Pero si el tiempo libre no tiene un centro interior, del que provenga una orientación para el conjunto, acaba por ser tiempo vacío que no nos fortalece ni nos recrea. El tiempo libre necesita un centro: el encuentro con Aquel que es nuestro origen y nuestra meta. Mi gran predecesor en la sede episcopal de Munich y Freising, el cardenal Faulhaber, lo expresó en cierta ocasión de la siguiente manera: "Da al alma su domingo, da al domingo su alma".
Precisamente porque, en su sentido profundo, en el domingo se trata del encuentro, en la Palabra y en el Sacramento, con Cristo resucitado, el rayo de este día abarca toda la realidad. Los primeros cristianos celebraban el primer día de la semana como día del Señor porque era el día de la Resurrección. Sin embargo, muy pronto la Iglesia tomó conciencia también del hecho de que el primer día de la semana es el día de la mañana de la creación, el día en que Dios dijo: "Hágase la luz" (Gn 1, 3). Por eso, en la Iglesia el domingo es también la fiesta semanal de la creación, la fiesta de la acción de gracias y de la alegría por la creación de Dios.
En una época, en la que, a causa de nuestras intervenciones humanas, la creación parece expuesta a múltiples peligros, deberíamos acoger conscientemente también esta dimensión del domingo. Más tarde, para la Iglesia primitiva, el primer día asimiló progresivamente también la herencia del séptimo día, del sabbat. Participamos en el descanso de Dios, un descanso que abraza a todos los hombres. Así percibimos en este día algo de la libertad y de la igualdad de todas las criaturas de Dios.
En la oración de este domingo recordamos ante todo que Dios, mediante su Hijo, nos ha redimido y adoptado como hijos amados. Luego le pedimos que mire con benevolencia a los creyentes en Cristo y que nos conceda la verdadera libertad y la vida eterna. Pedimos a Dios que nos mire con bondad. Nosotros mismos necesitamos esa mirada de bondad, no sólo el domingo, sino también en la vida de cada día. Al orar sabemos que esa mirada ya nos ha sido donada; más aún, sabemos que Dios nos ha adoptado como hijos, nos ha acogido verdaderamente en la comunión con él mismo.
Ser hijo significa —lo sabía muy bien la Iglesia primitiva— ser una persona libre; no un esclavo, sino un miembro de la familia. Y significa ser heredero. Si pertenecemos al Dios que es el poder sobre todo poder, entonces no tenemos miedo y somos libres; entonces somos herederos. La herencia que él nos ha dejado es él mismo, su amor.
¡Sí, Señor, haz que este conocimiento penetre profundamente en nuestra alma, para que así aprendamos el gozo de los redimidos! Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
En el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a «renunciar a todos los bienes» y a «posponer al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y así mismo». Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá ese edificio que es la Iglesia ni se vencerá la batalla contra las fuerzas del mal.
Lo que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios «nos dé sabiduría enviando su santo Espíritu desde el cielo» (1ª lectura) para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección.
Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por él, a no poner condiciones, a no anteponer a él absolutamente nada. Cuando no existe ese amor o se ha enfriado, todo son «peros», se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega....
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Renunciar a todo para seguir a Cristo. Por eso hemos de buscar las intenciones de Dios sobre nosotros, de este modo podemos organizar nuestra vida, para corresponder a lo que Dios exige de nosotros (lecturas primera y tercera). En la segunda lectura vemos el cariño y la comprensión con respecto a un esclavo que se había fugado.
Se nos invita en este Domingo a una meditación profunda sobre el sentido de nuestra existencia en medio del mundo y sobre la necesidad de alcanzar la maduración necesaria para vivir permanentemente nuestra fidelidad a Cristo en medio de las criaturas.
–Sabiduría 9,13-19: ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los planes de Dios sobre nuestra vida no siempre son coincidentes con nuestros planes y proyectos humanos. La fidelidad filial a la Voluntad de Dios sólo es posible en la medida en que, con humildad y en la oración, el hombre abre su conciencia al Señor para buscar y seguir su beneplácito. San Agustín escribe:
«El alma entregada a los placeres temporales, continuamente se abrasa en deseos que no puede saciar y, henchida de múltiples y ruinosos pensamientos, no le dejan contemplar el simple bien; tal es aquella de la cual se dice: «el cuerpo corruptible embaraza el alma y la morada terrena abate la razón, que piensa muchas cosas» (Sab 9,15). Este alma, por el acceso y el receso de los bienes temporales, desde el tiempo del trigo, del vino y del óleo, de tal modo se halla acrecentada y repleta de innumerables imaginaciones, que no puede poner por obra lo preceptuado: «sentid el bien del Señor y buscadle con sencillez de corazón» (Sab 1,1). Esta multiplicidad se opone con vehemencia a aquella sencillez y, por tanto, el varón fiel, habiendo abandonado a estos, que en realidad son muchos y que, sin duda, acrecentados por los bienes temporales, dicen: ¿Quién nos mostrará los bienes? Los que no debe buscarse fuera con los ojos de la carne, sino dentro, con la sencillez de corazón» (Comentario al Salmo 4,9).
–Por eso, en el Salmo 89 cantamos al Señor «que ha sido nuestro refugio de generación en generación» y le pedimos que nos enseñe a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sensato, que baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos.
–Filemón 9-10.12-17: Recíbelo no como esclavo, sino como un hermano querido. La renuncia al propio egoísmo por amor a Dios es también clave de nuestro amor fraterno..., de nuestro perdón, y de nuestra convivencia caritativa con los hombres, que son hermanos nuestros.
La actitud de San Pablo con respecto a Filemón es un cierto modo de ejercer la autoridad en cualquier aspecto que se mire. Como apóstol podía mandar, ordenar, prescribir; sin embargo, prefiere persuadir apelando a los sentimientos de fraternidad y de amistad que deben animar a todo cristiano. Es cierto, en el ejercicio de la autoridad hay que tener en cuenta el derecho y el amor que se manifiesta en la persuasión. Si se descuida el derecho se hace mal al individuo y a la sociedad; si se deja el amor también. No se oponen estas dos actitudes. Dios es justísimo y, al mismo tiempo, sumamente misericordioso.
–Lucas 14,25-33: El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mis discípulo. El Evangelio impone y reclama la negación de sí mismo y el control del propio corazón para mantener la fidelidad a la Voluntad de Dios y seguir realmente a Cristo, Sabiduría de Dios que nos salva (1 Cor 1,24). Comenta San Agustín:
«He aquí que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido... No dejaron grandes fortunas, puesto que eran pobres; pero se puede decir que han dejado grandes riquezas quienes han vencido todos sus deseos... Los apóstoles abandonaron todo lo que poseían... ¿Qué has dejado, oh Pedro? Una navichuela y una red... La pobreza total, es decir, el pobre de todo, tiene pocas riquezas, pero muchos deseos. Dios no se fija en lo que tienen, sino en lo que desean. Se juzga la voluntad que escruta invisiblemente el Invisible. Por tanto, todo lo dejaron, y hasta el mundo entero dejaron, puesto que cortaron todas sus esperanzas en este mundo y siguieron a quien hizo el mundo y creyeron en sus promesas. Muchos hicieron esto mismo después de ellos... No solo los plebeyos, no solo los artesanos, los pobres, los necesitados, los de la clase media, sino también muchos ricos opulentos, senadores, e incluso mujeres de la más alta alcurnia social renunciaron a todas sus cosas...» (Sermón 301,A).
Seguir a Cristo exige elecciones radicales, que excluyen todo compromiso y ha de ser objeto de una gran reflexión ponderada e iluminada por la fe y el amor. Solo así se puede explicar estar despegado de todo.
Seguir realmente a Cristo no es hacer de Él una filosofía o un conjunto de convencionalismos piadosos. Exige una renuncia permanente a todo cuanto esté en contradicción con Cristo y su Evangelio en nuestra vida cotidiana.
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Algo difícil: elegir...
La reflexión de este domingo, que en gran medida vuelve sobre temas vistos en domingos anteriores, puede ser original si, teniendo en cuenta también el texto de la Sabiduría (primera lectura), nos animamos a plantearnos todo lo que implica en la vida hacer una opción o elección, siendo una de ellas, desde luego, la elección de Jesucristo como perspectiva fundamental de la vida.
Jesús compara el seguimiento del discípulo tras él con una empresa muy seria, tal como construir una torre o hacer una batalla. Antes de decidirse, es mejor medir bien todas las consecuencias, calcular las propias posibilidades, costos, riesgos, etc., y finalmente elegir, consciente de aquello en lo que uno se mete.
Efectivamente, dice Jesús, seguirlo a él tiene sus riesgos y el costo que se debe pagar es bastante alto: posponerlo todo, aun los seres más queridos, por él, y renunciar a todos los bienes materiales. Más simplemente: «todo o nada». Ese es el pacto.
Antes de comentar lo que implica este seguimiento -aunque ya lo hemos hecho en ocasiones recientes- será interesante que nos detengamos en el mismo hecho de la elección, una de las cosas más difíciles en la vida del hombre.
La opción es lo que provoca la crisis en el hombre que camina por el desierto. Más aún, es la opción lo que le permite al hombre adquirir su propia identidad; simplemente: ser persona.
Pero, ¿qué implica optar? Existen opciones que tienen un planteamiento fácil en su resolución: cuando tenemos que elegir entre algo claramente bueno y algo claramente malo. En tal caso, en realidad ni siquiera existe la opción; sí, el asumir las consecuencias de ver el único camino posible de uno.
La opción que provoca crisis y desgarramiento, la que nos sumerge en la duda y en la angustia, la opción difícil es la que debe hacerse entre algo bueno que ya se tiene, y otra cosa, también buena, que se nos presenta delante en exclusiva con la anterior. Toda la vida humana transcurre entre opciones de este estilo, siendo la primera de ellas el nacimiento: el feto ha de abandonar el bien del seno materno por otro bien que está delante o afuera, bien que tiene sus riesgos, que implica un proceso de crecimiento... pero que exige irremediablemente el abandono del útero protector de la madre. De la misma manera que también la madre opta entre retener o expulsar al bebé... Una opción que sembrará de tensión y dolor las relaciones entre padres e hijos.
El paso siguiente es el destete, importante etapa en el proceso de autonomía afectiva de un individuo. La etapa siguiente -de hondas repercusiones simbólicas para la vida del niño que quiere hacerse hombre- es el instante en que comienza a caminar por sí solo. Entonces se consuma algo que Jesús dirá aplicado a sí mismo: hay que abandonar a la madre si se quiere caminar. «La madre» es el poder afectivo que contiene y retiene; que alimenta, protege, cuida y acaricia. En la madre se gestan los procesos.
En los primeros años del niño, en cambio, es «el padre» el poder que separa al hijo de la madre, el que lo obliga a ponerse de pie, a abandonar las faldas maternas para hacer algo por su cuenta, aun con el riesgo de caerse y golpearse. El padre llama al hijo para que lo siga por un camino nuevo y arriesgado.
Sobre estos datos elementales que la psicología ha desarrollado abundantemente, se va gestando en el hombre la conciencia y la experiencia de la opción, que lo hace crecer pasando por la «angostura» del parto, puerta estrecha que señala y marca para siempre al hombre, haciéndole comprender que todo nacimiento no podrá tener otra salida más que la renuncia, la exigencia, el dolor y el riesgo.
En la vida se nos presentan múltiples situaciones de opción, más o menos similares a las que brevemente hemos descrito, opciones que de alguna manera estarán condicionadas por el feliz o desgraciado desenlace de nuestras primeras opciones infantiles. Así, una madre afectuosa pero no retentiva, y un padre firme y sereno, seguramente le transmitirán al hijo la confianza en sí mismo y la alegría de crecer, aun pasando por el trago amargo del desprendimiento o renuncia de lo querido.
Repetimos que lo duro de la opción está en dos cosas que se complementan al mismo tiempo: hay que tomar algo bueno que se nos presenta como oportunidad de crecer, pero abandonando otra cosa buena en la que nos hallamos cómodos y bien instalados. Elegir lo nuevo exige necesariamente dejar lo viejo, aunque sea la madre, el padre, la escuela, los amigos, etc...
En la vida cristiana también se plantean muchas de estas opciones. Una de las más conocidas es la elección, por ejemplo, de la vida religiosa o sacerdotal. Quien lo haga, debe ser consciente de que la vida laical o matrimonial es algo bueno, hermoso, digno, etc.; sin embargo, existe la posibilidad de renunciar a ello -algo agradable- por otra cosa o estado de vida, también bueno y digno. Entre ambos estados está la puerta estrecha de la renuncia. Y viceversa: un religioso puede tener crisis en cualquier momento y plantearse la posibilidad de elegir el camino evangélico del matrimonio.
El error que se ha cometido muchas veces ha sido el de plantear esta elección como la renuncia a algo malo o inferior o degradante por otra cosa buena, superior, etc. En tal caso, el candidato no tiene más remedio que seguir un solo camino, presionado por un criterio ético, moral o ascético.
Nada digamos del caso de quien elige una de las opciones con plena ignorancia de lo que la otra significa. En tal caso no podemos hablar de libre elección; por lo tanto, no hay opción ni podrá haber madurez psicológica ni religiosa.
El problema se agudiza y deforma cuando se aplican muchas frases del Evangelio que Jesús pronunció para todos sus discípulos indistintamente -para todos los cristianos, cualquiera que sea su estado- como referidas exclusivamente a la vida religiosa. Por desgracia, mas de una vez se recurrió a este artilugio para «conseguir vocaciones» religiosas o sacerdotales o para presionar la conciencia de los sujetos.
Ahora sí, podemos ceñirnos a la reflexión del texto evangélico de hoy, un texto que, como todo el Evangelio de Lucas, se refiere a todos los cristianos en general sin distinción alguna.
Llama la atención que Jesús no parece tener ningún interés en un gran número de seguidores; al contrario, presenta la opción por él como algo muy duro, y sólo los que se atrevan a hacerlo tendrán que optar, si les place.
Más aún, como se desprende de las dos breves parábolas -construir la torre y hacer una guerra- no se trata de elegir entre lo malo y lo bueno, sino simplemente entre vivir tal como se presenta Jesucristo o vivir con otro estilo de vida. La elección queda siempre a cargo del candidato con su conciencia. Allí se juega la fidelidad de uno consigo mismo, y es esa fidelidad la que, al fin y al cabo, determina que seamos «esta persona» y no otra. En esa fidelidad cada uno es uno mismo, es alguien, es persona, es un ser humano. Es esa fidelidad la que nos madura como personas y como creyentes.
Según las dos parábolas, Jesús prefiere que el hombre posponga su elección cristiana, la retarde o la anule para no tener después que enfrentarse con un peso que no pueda sobrellevar. Entonces será objeto de la mofa de la gente que dirá: «Este hombre empezó a construir (su fe en Cristo) y no ha sido capaz de acabar.»
Siendo así las cosas, alguno podrá preguntar: ¿Y nosotros, cuándo hicimos una opción así de clara y madura por Jesucristo?
Este es el problema del cristianismo de nuestros llamados países cristianos. Seguimos a Cristo sin haberlo elegido con una clara y consciente opción. Se nos bautiza a los pocos días de nacer, hacemos la comunión y recibimos la "confirmación en la fe" cuando apenas hemos llegado al uso de la razón, y después..., después viene esa vida ambigua, sosa, híbrida, que es como si no se hubiera optado por Jesús, pero con un barniz de cristianismo.
Cuando el cristiano, ya mayor, se plantea a fondo el problema, no parece tener más que una de estas siguientes opciones: abandonar la fe, lo que no deja de plantearle un problema de conciencia, pero, al menos, será un poco más auténtico que quienes eligen el segundo camino: ya que no hay más remedio, seguir adelante con la doble vida, con esa cosa híbrida que ni es seguimiento evangélico ni es nada, pero que, «por si acaso», conviene tenerlo a mano para el «otro mundo». Y está la tercera posibilidad, la que consideramos más madura: revisar ahora todo lo que implica seguir a Jesucristo, ver sus pros y sus contras, sus riesgos, lo que supone de cambio personal y social; analizar el Evangelio, pensar, reflexionar y... de esto nadie nos libra; finalmente decidir, pero decidir de tal manera que esta opción adulta y consciente no nos deje dudas sobre qué camino queremos seguir.
Nuestro siglo es testigo de muchos cristianos que abandonaron la Iglesia por seguir un camino que consideraban más justo y apropiado para servir a los hermanos. Pero también están los cristianos que, sin abandonar la Iglesia, han creado un movimiento de reforma interna, de crítica sana, de reflexión bíblica, con los logros que ya sabemos: el renacer de un cristianismo que sin perder su fidelidad a Jesucristo, sino precisamente por fidelidad a él, es completamente fiel al hombre de hoy en sus grandes opciones por un mundo más justo y saludable.
Como comentábamos en domingos anteriores, si Jesucristo es lo absoluto, no tengamos miedo a provocar la crisis dentro de la misma Iglesia en pro de una fe más consciente. Otro error que se comete a menudo es enfocar el problema solamente desde una perspectiva moral; es decir: si elijo a Cristo, hago algo moralmente bueno; si elijo otro camino, aunque lo crea más razonable para mí, cometo un pecado, hago algo malo. No parece ser ésta la perspectiva de Jesús, tal como la presenta el Evangelio. Jesús quiere que el hombre se enfrente consigo mismo; que se pregunte quién es, qué quiere, qué quiere hacer (la torre o una casa simple, la guerra o la paz..., como dice la parábola), cuál es su proyecto, qué está dispuesto a arriesgar, qué considera lo mejor para su vida. Después, que decida. Y esa decisión, así de consciente y responsable, es la que tiene un valor ético. Dicho en forma negativa: el cristiano que sigue adelante porque estando bautizado no tiene más remedio, amén de ser un pobre-hombre, está en pecado consigo mismo; aunque rece y vaya a misa, su vida no es auténtica: no vive éticamente.
Decíamos al comienzo de esta complicada reflexión que es el "padre" el que llama al niño y lo separa de la madre. Me atrevería a sugerir que Jesús es el padre que nos llama para que nos separemos de la madre, esa madre que hasta ahora ha hecho la elección por nosotros, la madre que nos ha bautizado y enseñado el catecismo, la que nos dijo que esto está bien y lo otro mal, etc. Esa madre cumple su cometido cuando el hijo es pequeño, pero no puede mantener en el infantilismo a su hijo durante toda la vida.
Entiendo que así tenemos que recibir la palabra que Jesús nos dirige hoy: es la voz del padre que nos dice: «Ahora que ya eres grandecito, a ver si eres capaz de decidir por ti mismo. El camino que yo te presento es éste..., tiene sus riesgos..., tú verás. Cuesta mucho dejar las faldas y el pecho protector de la madre pero, si no lo haces, ni creces ni te transformas en un hombre, en un discípulo mío. Si todavía te consideras un niño pequeño, si crees que lo mío es muy grande para ti, sigue con tu madre, pero quiero advertirte que quizá nunca más podrás aprender a caminar con tus propias piernas. Piénsalo bien y decídete...»
2. Abandonar a la «madre»...
Quienes han tenido la paciencia de seguirnos hasta aquí no tendrán ya mayores dificultades para comprender las dos frases que definen las condiciones para seguir a Jesús: la primera: posponer eso que hemos llamado «la madre»: padre, madre, mujer, hijos, hermanos. Más, dice Jesús: posponerse a sí mismo. (El texto arameo dice: el que no «odia» a su padre, etc...; expresión hebrea que significa: el que no tiene en menos, el que no relativiza, etc.)
¿Quién es, entonces, esa «madre» simbólica que debemos posponer y relativizar, incluso abandonar, para poder seguir a Cristo?
Es, como se desprende claramente ahora, todo ese mundo afectivo-social que nos ha engendrado y criado dentro de cierto estilo de vida, no necesariamente malo, pero que ahora tiene que sufrir una crisis de crecimiento. Esa madre es toda la sociedad que nos infiltró sus esquemas, pensamientos, prohibiciones, amenazas y recompensas. Es lo que nosotros no hemos elegido (recuérdese, incluso, que en la antigüedad eran los padres los que elegían esposa para sus hijos, como todavía sucede en muchos pueblos) porque se nos consideraba como inmaduros o porque la misma ley de la naturaleza lo exigía. Esa madre -familia, educación, sociedad- nos ha hecho llegar hasta aquí. Se puede seguir sin introducir cambios, sin tener crisis, sin evolucionar, o se puede mirar otro camino, otra manera de ver la vida, otro punto de vista. Jesús nos presenta el suyo: tomar la cruz; es decir: asumir la vida como una forma de servicio a la humanidad.
Podremos, por supuesto, seguir amando a nuestros parientes y paisanos, pero con una perspectiva amplia y universal. La puerta de Jesús es estrecha, pero sólo por ella podremos ver la gran luz de la vida. Elegirlo es nacer de nuevo. Como le decía Jesús al viejo Nicodemo: puedes seguir en el pequeño y protegido recinto de tu madre, el judaísmo, o puedes salir de su seno por la puerta estrecha que te propongo, y entonces «verás la luz» y te encontrarás en medio del gran mundo de la historia.
La segunda frase que define el seguimiento de Jesús también habla de abandonar algo muy querido: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo.» En realidad, esta segunda frase no agrega nada nuevo a lo ya dicho anteriormente, si tenemos en cuenta cuáles son los criterios de la madre-sociedad al respecto.
Pero, como ya sabemos por otras reflexiones anteriores, Jesús insiste en el desprendimiento del útero de las riquezas, porque era consciente de lo mucho que atan a la hora de decidirse por una estructura humana más justa.
Por tratarse de un tema ya elaborado hace poco, sólo insistimos en esta idea: seguir a Jesús significa que hasta los bienes materiales, considerados en nuestro esquema como «cosa de uno», propiedad privada inviolable, etc., («mi madre»), hasta esos bienes deben ser mirados desde una perspectiva más absoluta. Optar por Cristo es poner los bienes al servicio del bien común de la humanidad, particularmente de los más necesitados. Concluimos con unas breves reflexiones complementarias:
-La primera: Jesús, consciente de lo que pide, no nos exige que ahora hagamos una opción. El mismo nos aconseja no hacerla a tontas y a locas. Tenemos, incluso, el derecho de mirar a otros frentes, de preguntar a otros viajantes de la vida: ¿qué se piensa por allí?, ¿qué se hace por allá?
Por tanto, cuidémonos de etiquetarnos con tanta facilidad: «Yo soy cristiano..., yo estoy muy comprometido..., yo asumo el Evangelio...», etc. Con humildad y prudencia, como sugieren las dos parábolas, más bien dediquemos el tiempo a pensarlo bien, a ensayar caminos, a probar, a volver a revisar, etc. Quizá sea esta postura humilde la que pone nuestros pies, sin darnos cuenta, detrás de los de Cristo.
-La segunda: Todo el Evangelio es una llamada a la libertad interior y al crecimiento del hombre. Y sólo la opción nos da esta libertad y este crecimiento. Por lo tanto: estamos cerca de Jesús, estamos a las puertas del Reino si, con toda conciencia y con todos nuestros esfuerzos, somos fieles a nosotros mismos en la gran opción de la vida: optar por el sentido de nuestra existencia.
Parafraseando al evangelio, quizá hoy podríamos decir: «¿De qué le vale al hombre ganar todo: familia, sociedad, riquezas, Iglesia y hasta al propio Cristo..., si se pierde a sí mismo como persona?»
O, como decía Pablo en la misma Carta a los gálatas en la que escribió: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (5,1). «Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea maldito!» (1,8).
-La tercera: Recojamos lo que nos dice la primera lectura y abrámonos al Espíritu -como Nicodemo- para saber hacer nuestra opción cuando llegue la hora: «¿Qué hombre conoce el designio de Dios?... Los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles... ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo? Sólo así serán rectos los caminos de los terrestres [...] y se salvarán con la sabiduría los que te agradan, Señor, desde el principio.»
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo: Ser libre para entender al Señor
-Renunciar a los bienes para ser discípulo (Lc 14, 25-33).
Una primera lectura de este texto deja la impresión de desorden redaccional y de cierta incoherencia. Por eso, los especialistas intentan descubrir en el pasaje cuáles son las palabras mismas de Jesús y cual la redacción que corresponde a san Lucas. Las dos breves parábolas si se acomodan a la manera de Jesús, por más que las refiera sólo Lucas. Por otro lado, los versos 26 y 27, sobre la renuncia a las afecciones y la obligación de llevar la propia cruz, se leen en el evangelio de san Mateo (10, 38; 16, 24) y en san Marcos (8, 34), mientras que san Lucas ya ha referido las palabras de Jesús sobre la necesidad de llevar la cruz en el capítulo 9 de su evangelio (9, 23). También estos versículos parecen ser las palabras mismas de Jesús. San Lucas, pues, ha redactado todo el pasaje con vistas a la instrucción de sus cristianos. Era de primordial importancia quitarles toda ilusión y enseñarles las verdaderas exigencias de la vida propia de un cristiano.
El discípulo es, por de pronto, un hombre que se despega de todo. Es la primera condición exigida para ser discípulo. No se puede servir a dos señores. Ese despego querido para ser una persona incondicionada y seguir a Jesús, caracteriza o debería caracterizar a todo cristiano. Por eso, dada su importancia capital, su necesidad se expresa en términos duros y un tanto agresivos para nuestra psicología. Sin embargo, no habría que entender el término "odiar" en su sentido literal. Se trata más bien de un juicio de valor, de la búsqueda de un no-condicionamiento que nada tiene que ver con la negación del amor fraterno y el egoísmo. Jesús exige para sí un amor absoluto que haga pasar a primer plano todo lo que a él se refiere, dejando a las demás personas y cosas en segundo plano. Es un amor de preferencia en orden al cual es necesario el abandono de las demás cosas. Las afecciones humanas legítimas son un amor subordinado al que se profesa a Jesús. Pero éste propone un absoluto, no un poco-más-o-menos. San Lucas quiere manifestar esta radical exigencia, y se complace en enumerar la lista de los objetos de nuestra afección que deben pasar, en caso de conflicto, a un segundo término. En la lista de esos objetos a los que hay que renunciar, no olvida la propia vida: renunciar a sí mismo. En nuestra civilización, un poco cristiana todavía, la obligación de llegar a separarse de la familia se plantea menos; se presentaba con frecuencia a los cristianos del tiempo de Lucas, que experimentaban la oposición de los suyos en el momento de abrazar la vida cristiana y de separarse del judaísmo o de las prácticas paganas.
Dicha exigencia va tan lejos que es necesario estar dispuestos a dar la vida. "Llevar su cruz" se ha convertido para nosotros, en demasía, en un adagio corriente que significa aceptar y aguantar voluntariamente las contrariedades de la existencia y las pruebas pesadas. Pero es legítimo pensar que, ya en tiempos de Cristo, significaba llegar hasta el sacrificio de la propia vida. Para los discípulos, acostumbrados a ver el suplicio de la cruz impuesto a los condenados que llevaban ellos mismos el instrumento de su tortura, la expresión debía de adquirir todo su relieve después de los acontecimientos de la pasión. El cristiano ve que se le impone compartir la suerte de su maestro. Tanto, que "seguir a Jesús" y "tomar su cruz" resultan dos maneras enérgicas de expresar la misma exigencia del don absoluto de sí, incluido el de la vida. No se trata de no importa qué cruz haya que llevar o a qué persona haya que seguir, sino que se alude a la cruz de Cristo y a la persona de Cristo.
Por lo tanto, no hay que decidirse a seguir a Cristo a la ligera. Por eso, propone Jesús dos pequeñas parábolas que quieren invitar a una profunda reflexión antes de decidirse a la renuncia para seguirle. El cristiano, lo mismo que el discípulo en tiempos de Jesús, no debe, pues, dejarse seducir por una visión idealista o "romántica" de la vida cristiana; no es una filosofía, sino una realidad que vivir. No es posible ningún compromiso: es preciso caminar en lo absoluto, y eso no es cuestión de un momento o de un día; es la actitud de una vida.
-La sabiduría da la comprensión de la voluntad de Dios (Sab 9, 13-18)
Si no leyésemos este pasaje relacionándolo con la lectura del evangelio, correríamos el riesgo de experimentar una sensación de temor o desaliento. El encuadre litúrgico del texto es lo que le da su profundo significado. Al oírlo, nos sentimos, en principio, desconcertados. ¿Quién comprende lo que Dios quiere y cómo? Si ya lo que está al alcance de la mano lo conseguimos con esfuerzo, cómo descubrir lo que corresponde al cielo? Sólo la sabiduría y el Espíritu permiten descubrir la voluntad de lo alto. Fuera de tales mediaciones, el hombre permanece en la incertidumbre y camina en la oscuridad, sin optimismo. En este mismo sentido hay que cantar el salmo 89, elegido como respuesta:
Enséñanos a calcular nuestros años,
para que adquiramos un corazón sensato.
Pero hay una frase que nos hace reencontrar el pensamiento del evangelio: "El cuerpo mortal es lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente que medita". Volvemos a hallar aquí la necesidad de un no-condicionamiento en la renuncia y la liberación de nosotros mismos. Para conocer la voluntad de Dios, para seguirla, hay que abandonar el lastre de arcilla que son nuestro cuerpo y nuestra voluntad propia.
La lección de este domingo es de peso. Constituye la carta de toda vida cristiana y nos sitúa ante lo absoluto cristiano. No se vive el propio cristianismo a la ligera; la vida de discípulo ha de tomarse en serio.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «El que no renuncia a todos sus bienes... ».
Esto es lo que Jesús exige en el evangelio cuando alguien quiere ser discípulo suyo. Bienes en este contexto son también las relaciones con los demás hombres, incluidos los parientes y la propia familia. Y Jesús utiliza la palabra «odiar», un término ciertamente duro que adquiere toda su significación allí donde algún semejante impide la relación inmediata del discípulo con el maestro o la pone en cuestión. Jesús exige, por ser el representante de Dios Padre en la tierra, aquel amor indiviso que la ley antigua reclamaba para Dios: «con todo el corazón, con todas las fuerzas». Nada puede competir con Dios, y Jesús es la visibilidad del Padre. El que ha renunciado a todo por Dios está más allá de todo cálculo. El hombre tiene que deliberar y calcular sólo mientras aspira a un compromiso. Si fija la mirada en este compromiso, no terminará su construcción, no ganará su guerra. Jesús plantea esta escandalosa exigencia a una gran multitud de gente que le sigue externamente: ¿pero quién en esta gran masa está dispuesto a cargar con su cruz detrás de Jesús? (Los romanos habían crucificado a miles de judíos revoltosos, todo el mundo podía entender lo que significaba la cruz: disponibilidad para una muerte ignominiosa en la desnudez más completa). Jesús había renunciado a todo: a sus parientes, a su madre; no tiene dónde reclinar la cabeza. El mismo tendrá que «llevar a cuestas su cruz» (Jn 19,17). Sólo el que lo ha dejado todo puede -en la misión recibida de Dios- recibirlo, «con persecuciones» (Mc 10,30).
2. «Me harás este favor con toda libertad».
En la segunda lectura Pablo intenta educar a su hermano Filemón en este desprendimiento, en esta renuncia a todo lo propio, un desasimiento que no sólo es compatible con el amor puro, sino que coincide con él. Cuando le remite al esclavo fugitivo, Pablo hace saber a Filemón que le hubiera gustado retenerlo a su servicio, pero que deja que sea él, Filemón, el que tome la decisión; le desliga de su propiedad (el esclavo pertenecía a Filemón), pero también de todo cálculo (pues no gana nada si se lo devuelve a Pablo). E incluso le expropia aún más profundamente, al enviar a Onésimo no como esclavo sino como hermano querido, pues en eso es en lo que se ha convertido para Pablo; por eso «cuánto más ha de quererlo» Filemón, y esto tanto «como hombre» (pues el esclavo se ha convertido para Filemón mediante el amor de Pablo en un semejante, en un hermano) como «según el Señor», que es el desasimiento por excelencia, superior a todo deseo de poseer.
3. «Se salvarán con la sabiduría».
El mandamiento de Jesús sobre la perfecta expropiación -con vistas a la pura disponibilidad para Dios- no es algo que pueda conseguir el hombre con su esfuerzo, es una sabiduría (en la primera lectura) que viene dada de lo alto. El que piensa con categorías puramente intramundanas, tiene que preocuparse de muchas cosas, porque las cosas terrenales son muy precarias; y esta preocupación le impide divisar el panorama de la despreocupación celeste. Su obligación de calcular no le permite hacerse una idea de los «planes de Dios», que se fundamentan siempre en la entrega generosa y no en cálculos o razonamientos. Sólo «la sabiduría» puede «salvar» al hombre de esta preocupación que le impide toda visión de las cosas del cielo.