Domingo XX Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 8 agosto, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Jer 38, 4-6. 8-10: Me engendraste hombre de pleitos para todo el país
Sal 39, 2. 3. 4. 18: Señor, date prisa en socorrerme
Heb 12, 1-4: Corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos
Lc 12, 49-53: No he venido a traer paz, sino división
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Raniero Cantalamessa
Homilía (19-08-2007)
domingo 19 de agosto de 2007El pasaje del Evangelio de este domingo contiene algunas de las palabras más provocadoras jamás pronunciadas por Jesús: «¿Creéis que estoy aquí para dar paz a la tierra? No, os lo aseguro, sino división. Porque desde ahora habrá cinco en una casa y estarán divididos; tres contra dos, y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre; la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra».
¡Y pensar que quien dice estas palabras es la misma persona cuyo nacimiento fue saludado con las palabras: «Paz en la tierra a los hombres», y que durante su vida había proclamado: «Bienaventurados los que trabajan por la paz»! ¡La misma persona que, en el momento de su prendimiento, ordenó a Pedro: «¡Mete la espada en la vaina!» (Mt 26, 52)! ¿Como se explica esta contradicción?
Es muy sencillo. Se trata de ver cuál es la paz y la unidad que Jesús ha venido a traer y cuál es la paz y la unidad que ha venido a suprimir. Él ha venido a traer la paz y la unidad en el bien, la que conduce a la vida eterna, y ha venido a quitar esa falsa paz y unidad que sólo sirve para adormecer las conciencias y llevar a la ruina.
No es que Jesús haya venido a propósito para traer la división y la guerra, sino que de su venida resultará inevitablemente división y contraste, porque Él sitúa a las personas ante la disyuntiva. Y ante la necesidad de decidirse, se sabe que la libertad humana reaccionará de forma variada. Su palabra y su propia persona sacará a la luz lo que está más oculto en lo profundo del corazón humano. El anciano Simeón lo había predicho al tomar en brazos a Jesús Niño: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones» (Lucas 2, 35).
La primera víctima de esta contradicción, el primero en sufrir la «espada» que ha venido a traer a la tierra, será precisamente Él, que en este choque perderá la vida. Después de Él, la persona más directamente involucrada en este drama es María, Su Madre, a la que de hecho Simeón, en aquella ocasión, dijo: «Y a ti una espada te traspasará el alma».
Jesús mismo distingue los dos tipos de paz. Dice a los apóstoles: «Mi paz os dejo, mi paz os doy. No os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni tenga temor» (Juan 14,27). Después de haber destruido, con su muerte, la falsa paz y solidaridad del género humano en el mal y en el pecado, inaugura la nueva paz y unidad que es fruto del Espíritu. Ésta es la paz que ofrece a los apóstoles la tarde de Pascua, diciendo: «¡Paz a vosotros!».
Jesús dice que esta «división» puede ocurrir también dentro de la familia: entre padre e hijo, madre e hija, hermano y hermana, nuera y suegra. Y lamentablemente sabemos que esto a veces es cierto y doloroso. La persona que ha descubierto al Señor y quiere seguirle en serio se encuentra con frecuencia en la difícil situación de tener que elegir: o contentar a los de casa y descuidar a Dios y las prácticas religiosas, o seguir éstas y estar en contraste con los suyos, que le echan en cara cada minuto que emplea en Dios y en las prácticas de piedad.
Pero el choque llega también más profundamente, dentro de la propia persona, y se configura como lucha entre la carne y el espíritu, entre el reclamo del egoísmo y de los sentidos y el de la conciencia. La división y el conflicto comienzan dentro de nosotros. Pablo lo explicó de maravilla: «La carne de hecho tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu tiene deseos contrarios a la carne; estas cosas se oponen recíprocamente, de manera que no hacéis lo que querríais».
El hombre está apegado a su pequeña paz y tranquilidad, aunque es precaria e ilusoria, y esta imagen de Jesús que viene a traer el desconcierto podría indisponerle y hacerle considerar a Cristo como un enemigo de su quietud. Es necesario intentar superar esta impresión y darnos cuenta de que también esto es amor por parte de Jesús, tal vez el más puro y genuino.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
«No he venido a traer paz, sino división». Misteriosa frase de Jesús que contrasta con otras salidas de sus mismos labios: «La paz os dejo, mi paz os doy». Ello quiere decir que no hemos de entender las palabras de Cristo según nuestros criterios puramente humanos: «No os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27).
La paz de Cristo no consiste en la carencia de lucha, no se identifica con una situación de indiferencia donde todo da igual, ni proviene de la eliminación de las dificultades. Cristo es todo lo contrario a es falsa paz, a esa actitud anodina que en el fondo delata que uno no tiene nada por lo que valga la pena luchar, vivir y morir; él es pura pasión, fuego devorador: «He venido a prender fuego en el mundo».
También el cristiano vive en una lucha a muerte contra el mal: «Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado». El profeta es perseguido por denunciar el mal. Una paz que nace de tolerar el mal no es la paz de Cristo. Hay que contar con que los que rechazan a Cristo, aunque sean de la propia familia, siempre nos perseguirán, precisamente por seguir a Cristo ser fieles al evangelio. Una paz cobarde, lograda a base de traicionar a Cristo, no es paz. Él es el primero, el único, el absoluto. Cristo y su evangelio no son negociables. Poner como criterio máximo el no chocar, el estar a bien con todos a cualquier precio, el no crearse problemas, acaba llevando a renegar de Cristo. Y a veces se impone la opción: «O conmigo o contra mí».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
A Cristo se le profetizó que sería signo de contradicción (Lc 2,34) y lo fue de hecho. Este ha de ser el signo del cristiano en nuestro mundo y lo es de hecho. Recuérdense las persecuciones recibidas en la Iglesia durante los veinte siglos de su existencia.
–Jeremías 38,4-6.8-10: Me engendraste hombre de pleito para todo el país. En la Historia de la Salvación, Jeremías, en su condición de profeta fiel al designio de Dios, fue «el varón de contradicción», por denunciar la frivolidad y las falsas esperanzas de su pueblo, como también lo serían siglos más tarde Cristo y su Evangelio.
Frente a la tribulación muchos cristianos se cierran en sí mismos y dudan de la Providencia divina. La confianza adamantina de Jeremías es una enseñanza muy elocuente y eficaz también para nosotros, cuando nos visita el dolor. Como enseña San Pablo, el cristiano sabe que «la tribulación produce la paciencia, la paciencia una virtud probada, y la virtud probada la esperanza» (Rom 5,3ss). En otras palabras, el sufrimiento despega al hombre de sí mismo y le abre al don de Dios. Se trata de una purificación que nos aparta del orgullo y nos acerca confiadamente a Dios, que es el único que puede colmar nuestra pobreza radical.
–El Salmo 39 es muy adecuado a la lectura anterior. El salmista se ve rodeado de muchos males y clama al Señor: «Señor, date prisa en socorrerme». En la Carta a los Hebreos se ponen en boca de Cristo algunos versos del mismo. La tradición cristiana lo ha aplicado a Cristo paciente. Con este salmo aprendemos la sumisión y la obediencia, que son un sacrificio muy agradable a Dios: «Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito. Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa; afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos. Me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios. Muchos al verlo quedaron sobrecogidos y confiaron en el Señor. Yo soy pobre y desgraciado, pero el Señor se cuida de mí. Tú eres mi auxilio y mi liberación, Dios mío, no tardes».
–Hebreos 12,1-4: Corramos la carrera que nos toca sin retirarnos. «No puede ser el discípulo de mejor condición que su Maestro» (Mt 10,24; Lc 6,40). El auténtico creyente cristiano habrá de vivir su fidelidad a Cristo en medio de una nube de testigos, que difícilmente aceptarán su vida y su ejemplo de virtud y santidad.
El cristiano, en el camino hacia la meta, no procede ciegamente. Le ha precedido un guía seguro: Cristo. Sobre Él hemos de dirigir nuestra mirada, siendo el autor y el perfeccionador de la fe. El mensaje de salvación ha sido proclamado por Él. Con su sacrificio cruento ha penetrado en el santuario celeste, abriéndonos el camino hacia la gloria y perfeccionando la fe, esto es, llevando a cumplimiento las promesas y actuando las esperanzas de los justos del Antiguo Testamento, nos ha alcanzado los bienes mesiánicos.
–Lucas 12,49-53: No he venido a traer la paz, sino la división. Paradójicamente, el Corazón de Jesucristo, que es nuestra paz (Ef 2,14) y nuestra reconciliación con Dios, ha venido a provocar el choque y la ruptura entre la verdad y el error, el bien y el mal, la santidad y el pecado. Es el misterio de la cruz aceptado o repudiado por los hombres. San Ambrosio explica el contenido de esta perícopa en sentido espiritual:
«Aunque de casi todos los pasajes evangélicos se puede extraer un sentido espiritual, sin embargo, en este actual se exige con mayor insistencia, para ablandar el sentido literal con una profundización espiritual, para que a nadie le resulte dura esta sencilla narración, sobre todo tratándose de la sacrosanta religión, que invita siempre, con exhortaciones llenas de humanidad y con el ejemplo de una piedad humilde, a todos, aun a los extraños a la fe, a que la reverencien, con el fin de lograr, por medio de una educación atrayente, la aniquilación de unos prejuicios, endurecidos por supersticiones, y obligar dulcemente los corazones, cautivos del error, a creer con la fe, con esa fe que ha logrado vencerles a base de bondad... No se te prohíbe amar a tus padres, sino anteponerlos a Dios; porque las cosas buenas de la naturaleza son dones del Señor, y nadie debe amar más el beneficio que ha recibido que a Dios, que es quien conserva el beneficio recibido de Él» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII, 134.136).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Lo nuevo y lo viejo
Los domingos anteriores, centrados en el tema de la vigilancia cristiana, pusieron de relieve la seriedad con que el hombre debe asumir su vida; seriedad que no se opone a la alegría sino a la pereza y a la inconsciencia.
Hoy, continuando con esta tónica de reflexiones, Jesús afirma la seriedad con que él mismo asume su papel en la salvación humana. A medida que camina, el sendero se vuelve cada vez más estrecho y la hora del fuego se acerca.
«He venido a prender fuego en el mundo...» El fuego ocupa un lugar importante en la simbología relativa al final de los tiempos. No se trata del pequeño y familiar fuego del hogar sino de ese fuego que se desata a impulsos del viento y que arrasa en pocos instantes cuanto encuentra a su paso. Las antiguas mitologías relacionaron siempre el fuego con la divinidad y algo similar sucede en la Biblia: el fuego aparece como un instrumento del juicio de Dios. A menudo Jesús alude a ese fuego que quema la mala hierba o el árbol estéril, por donde también el fuego ha sido asociado al castigo de los condenados en el infierno.
En la predicación de Jesús el fuego ha sido relacionado casi siempre -refiriéndose a los tiempos mesiánicos- con el espíritu y con el bautismo, como si los tres elementos "espirituales" de la naturaleza: el viento, el agua y el fuego representaran, por sus propias características, la destrucción del mundo viejo y pecador y la instauración de un mundo nuevo. Por ello mismo, los tres elementos se relacionan simbólicamente con la muerte y con la regeneración, con el nacimiento y con la muerte. Ya el Bautista había predicado que Jesús traería un bautismo de fuego y espíritu, y hoy nos encontramos con un texto que, aunque breve, recoge esta interesante simbología relacionada con la obra y misión de Jesús en el mundo.
Jesús se impacienta porque no ve el momento en que ese fuego que vino a prender en el mundo, arda con toda intensidad; es un fuego por el que él mismo ha de atravesar, por lo que su corazón se angustia.
Este fuego no es, desde luego, ese ardor que a veces sentimos en el corazón cuando decimos que amamos a alguien; tampoco parece ser el fuego del entusiasmo. El fuego mesiánico de Cristo no es otro que el mismo Reino de Dios que conlleva en sí un elemento destructor, no de la obra del hombre, sino del pecado. No puede surgir una nueva estructura de vida si, previa o simultáneamente, no se destruye la estructura que oprime al hombre por dentro y por fuera.
Bien nos lo recuerda hoy la Carta a los hebreos: "Quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús, que renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia [...]. Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra lucha contra el pecado".
También Jesús tiene que sufrir ese bautismo de fuego: es la muerte en la cruz, allí donde quedará crucificado el pecado del mundo para que se sepulte bajo las cenizas la estructura de la ignominia, del vicio, del odio y de la muerte.
Este fuego, fuego del Espíritu, destruye y purifica; es el fuego que unido al agua engendra una nueva raza de hombres.
Sol, fuego, viento, agua... es la simbología apropiada para reflejar lo definitivo que viene a instaurar Jesucristo, creando un nuevo tipo de hombre según el modelo del Padre.
¿Y qué sucede si no se enciende este fuego? ¿Cuándo no está encendido? Cuando el cristianismo no es vivido como novedad original sino como un agregado más de la sociedad, cuando convive sin oponerse con las estructuras que crean en la humanidad un estado de injusticia, de hambre, de violación de los derechos humanos, de violencia sobre los débiles, de cercenamiento de las libertades, de adoración de los líderes... No hay fuego cuando la Iglesia comparte calladamente el poder que oprime, que divide o que aplasta las conciencias. No hay fuego cuando todo sigue igual: con bautismo o sin bautismo; cuando los sacramentos de la confirmación, de la eucaristía, del matrimonio no significan más que un acto social, un papel sellado, una fiesta mundana.
Bien lo recordaba Pablo: "No extingáis el fuego del Espíritu"... Jesús ha encendido el fuego y suspira porque arda intensamente. Sería interesante averiguar si los cristianos, a lo largo de los siglos, no hemos funcionado como bomberos de ese fuego; como viento o soplo que apaga en lugar de atizar; como agua que vuelve sosas las cosas, no como agua que engendra vida nueva de la aridez del desierto.
Atenta contra este fuego cierta pasmosa quietud de nuestras comunidades, cierta secular inercia de una institución religiosa que se contenta con repetir mecánicamente lo que los hombres de hoy no entienden ni les interesa.
Jesús ha encendido el fuego y hoy se nos invita a mantenerlo encendido. Un fuego que si está prendido dentro de la Iglesia debiera quemar tantas cosas viejas, tantos trastos inútiles, tantos organismos estériles, tantas palabras vacías...
Con razón en la simbología el fuego ha sido asociado también con la sangre, y por lo tanto, con el vino. No hay redención ni liberación ni sociedad nueva sin efusión de sangre, real o simbólica; pues, algo tiene que morir, alguien debe ser colgado en la cruz para que pueda haber pascua.
En la eucaristía comulgamos con el pan y con el vino; el vino es la sangre, y la sangre es fuego. La sangre eucarística es el fuego de Cristo, un fuego que está allí para quemar nuestro interior como nos quema el vino. Unirnos a este vino-fuego es asumir nuestro bautismo de fuego, porque a veces los cristianos damos la sensación de que comulgamos pan y agua.
Qué más significa este fuego del Espíritu nos lo revela lo que sigue del Evangelio.
2. Provocar la crisis
No vine a traer la paz, sino la división...
Jesús nos sorprende con esta frase: no ha venido a unir a la familia humana sino a dividirla: padres contra hijos, hijas contra madres... Puede ser que no sea tan fácil comprender su sentido cuando ella ha servido, en algunas oportunidades, para que los cristianos empuñen la espada o el fusil en nombre de Cristo. Pero, ¿es éste su significado? Cualquiera que sea, lo cierto es que expresa, globalmente, la radicalidad del mensaje de Jesucristo y la tensión que necesariamente ha de provocar en la sociedad.
Como muchas otras expresiones de Jesús, también ésta puede ser vista desde el contexto histórico y desde una perspectiva más universal.
En el primer caso, no caben dudas de la alusión a la familia judía que sería dividida irremediablemente a partir de Jesucristo. Hoy, veinte siglos después, las dos ramas de la misma familia siguen enfrentadas sin visos de reconciliación alguna. Pero hoy nos parece hasta normal esta división, porque ya estamos acostumbrados al dualismo cristianos-judíos; pero visto el hecho desde el siglo primero, desde toda la historia hebrea, cuya mayor tensión histórica se estaba viviendo en tiempos de Jesús con la expectativa del Mesías, ciertamente que la frase de Jesús tenía mucho de dramático y, según se considere, de blasfemo: dividir al pueblo de Dios por su causa. ¡Había que estar muy convencido interiormente para poder afirmarlo sin un asomo de dudas! Lucas y Pablo, en los Hechos y en las Cartas, respectivamente, explican cómo se produjo la gran división y desde qué perspectiva de fe tenía que ser vista.
Lo importante para nosotros es descubrir qué novedad y originalidad asignaba Jesús a su mensaje y misión liberadora para que los llevara a cabo aun a costa de una división tan irreparable. Aquello fue un verdadero corte con la historia, una verdadera encrucijada frente a la cual no hubo más que una de dos opciones: seguir a Cristo o rechazarlo.
En el segundo caso, de mayor interés para nosotros, la expresión semita de Jesús, atrevida como todas las paradojas, pone de relieve la radicalidad del Reino de Dios, que se constituye en el único absoluto en la vida del creyente.
En efecto, si hay algo que une a los seres humanos entre sí, son los lazos de la sangre y de la raza. Tan cierto es esto, que la estructura social de todos los pueblos se cimenta sobre la íntima relación entre los miembros de cada familia y de las familias que tienen un mismo destino histórico entre sí. Como se suele decir: Patria y familia.
También las antiguas religiones, incluso la hebrea, se sostenían sobre el soporte familia-raza, por lo que, paradójicamente, si la familia y la raza eran motivo de unión hacia dentro, representaban siempre motivo de división y de enfrentamientos hacia afuera. Cada pueblo, identificado con su dios, transformaba automáticamente toda guerra en guerra religiosa.
Ahora sí podemos entender mejor la paradoja de Jesús: si la humanidad quiere lograr una unidad universal, debe superar un esquema de relaciones basadas puramente en los lazos de familia y raza. El Reino de Dios se presenta como una opción entre los particularismos raciales -sólo existe unión con los de la propia raza o credo- y la unidad universal sobre un fundamento que pueda aglutinar a toda la humanidad. Esto no quiere decir que elegir la unidad universal signifique automáticamente romper con la propia familia o país, pero sí entender a la propia familia o país desde la perspectiva del Reino de Dios.
En otras palabras: al nacer, nadie elige a sus padres ni a su país ni a su raza, pero el Reino de Dios, la opción por una vida evangélica, etc., sí deben ser el fruto de una opción. Las divisiones entre los hombres responden a circunstancias muy relativas frente a lo absoluto del proyecto divino. Y la opción por este proyecto -diría Jesús- debe ser tal, que se debe correr cualquier riesgo con tal de conseguir un nuevo esquema de sociedad que supere divisiones, odios y enfrentamientos, por más "racionales y lógicos" que parezcan. Si este esquema vale para la perspectiva cristiana hacia afuera, también vale hacia dentro. La opción por Cristo puede provocar divisiones en el mismo seno de la Iglesia; de nada vale mantener cierta uniformidad conseguida artificialmente con fórmulas o códigos, o regida por la simple costumbre o tradición, si esa uniformidad y esa paz significan la renuncia a ciertos postulados del Evangelio.
Por eso la crítica interna es necesaria en la comunidad cristiana aun con riesgo de que caigan muchas fachadas.
En efecto, la paz de Cristo, esa paz que regala a los suyos después de la cruz, es el fruto de la renuncia a toda forma de egoísmo en obediencia total al Padre. La historia de la Iglesia nos ofrece interesantes ejemplos al respecto: todas las grandes reformas de la Iglesia, todos los grandes movimientos de renovación como, por ejemplo, el último Concilio, ponen en crisis cierta paz cristiana fruto de la inercia, y cierta unidad lograda sobre el inmovilismo y la rutina. Un auténtico cristianismo siempre remueve las conciencias, como la levadura remueve la masa; siempre quema mucha cosa inútil, y siempre discierne, juzga y separa lo que estaba unido artificialmente.
Durante los últimos siglos de la historia cristiana, a menudo se amordazó toda crítica interna o se censuró la investigación histórica o teológica en nombre de la unidad de la Iglesia. El evangelio de hoy pone los puntos sobre las íes: la conciencia cristiana debe estar siempre despierta para purificar internamente la praxis de la fe cristiana. La crítica interna es necesaria en la Iglesia a fin de que el cristianismo crezca al unísono con la historia y con la conciencia que el hombre adquiere de sí, de su vida y de sus valores. ¡Cuántas veces se ha confundido el cristianismo con ciertas costumbres latinas o sajonas, con ciertas filosofías o sistemas políticos que no sólo pusieron en peligro la universalidad de la fe cristiana sino que la redujeron a una híbrida mezcolanza folclórica social!
La crítica cristiana tampoco destruye el principio de autoridad, ya que, como subraya el Evangelio tantas veces, debe realizarse siempre desde la escucha de la Palabra de Dios y desde la fidelidad absoluta a los criterios del Reino.
Por eso es una crítica a la que todos deben abocar: jerarquía y laicos que forman el único cuerpo que reconoce a Jesucristo como cabeza y como criterio absoluto. Si aplicamos estas reflexiones a la dinámica de nuestra comunidad o grupo de fe, quizá provocaríamos una pequeña revolución o cierta crisis necesaria que destruya esa falsa paz, detrás de la cual se esconden formas hipócritas de vivir el compromiso cristiano, estructuras de poder que aplastan la conciencia de los individuos y, seguramente, mucha rutina, hastío, cansancio y miedo de vivir y de enfrentar los problemas modernos con ojos nuevos.
Esta crisis, siempre necesaria y siempre removedora, puede ser hoy el bautismo de fuego que cada uno de nosotros y la comunidad necesitan. Menos agua que suaviza la fuerza de la fe, y más fuego que la atice, pudiera ser la síntesis de este domingo.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-La violencia por el Reino (Lc 12, 49-53)
Como muchas veces sucede en los Evangelistas, lo que escriben de las palabras de Jesús, sin que sea invención propia, refleja sin embargo, bajo la inspiración del Espíritu Santo, sus preocupaciones como jefes de sus respectivas comunidades. En el pasaje que proclamamos hoy, hay una superposición interesante: por un lado se presenta a Cristo como el que viene a instaurar el Reino; esto exige una purificación que El mismo se encargará de llevar a término. Por otra parte, está la preocupación de S. Lucas: la situación en que se encuentra una joven comunidad en medio de un mundo hostil que no puede comprenderla.
Jesús ha sido enviado a "poner fuego en la tierra", y El mismo afirma que desea vivamente que este fuego arda cuanto antes. ¿Qué puede significar este modo de anunciar su misión? Es imposible suponer que la función de Cristo consista en sembrar la división. Debemos más bien pensar que Jesús se refiere a los últimos días y a los fenómenos escatológicos que purificarán al mundo. De hecho, en el Antiguo Testamento, el fuego es simultáneamente imagen del juicio que condena a los malvados (Gn 19, 24; Am 1, 4.7.10.14), el fuego de los últimos días (Is 66, 15-16; Ez 28, 22), y el fuego que purifica (Is 1, 25; Za 13, 9). Este último sentido introduce lo que va a seguir: el bautismo que desea Jesús.
Se trata de un bautismo en el sentido semítico de la palabra, es decir, de una purificación; esta anuncia la Pasión de Cristo. Todos los que creen en El y quieren seguirle, deben tener una actitud radical; deben elegir. Es posible que en este pasaje S. Lucas esté pensando en situaciones concretas de su Iglesia. No duda en renunciar a la imagen de Cristo que él mismo ha presentado en otras ocasiones: la del profeta que trae la paz (1, 79; 2, 14; 7, 50) en conformidad con el modo como los profetas presentaban al Mesías (Is 9, 5-6; 11, 6-9). Ahora le presenta como portador del fuego.
El canto que prepara al Evangelio expresa perfectamente la lección concreta que se desprende de su proclamación: "Yo soy el camino, la verdad y la vida. Quien quiera ir al Padre, debe pasar por Mí". El bautismo en el que Jesús debe ser bautizado y que espera con impaciencia, debe ser también el bautismo de cada uno de nosotros: seguir a Cristo en su Pasión purificadora significa una opción que frecuentemente supone desgarramiento y contradicción. La venida de Cristo es, por tanto, anuncio de paz pero también anuncio de violencia. Es la situación paradójica de la Iglesia y de sus miembros. Así sucedió ya con el diácono Esteban: anunciaba la paz de Cristo, pero no pudo evitar la violencia de la división y de la persecución. El cristianismo no es el arte de la diplomacia ni la ciencia del justo medio religioso.
-El profeta, hombre de discordia (Jr 38, 4-6.8-10)
La lectura de este día se refiere a sucesos tan concretos, que es posible fecharlos. Jerusalén fue sitiada por Nabucodonosor entre los comienzos del 588 y julio del 587. Jeremías ya estaba en prisión, acusado de desmoralizar a los pocos combatientes que quedaban y a toda la población. No parece que esté buscando el bien del pueblo, sino su ruina. ¿De qué se le acusa exactamente? Nos lo aclaran los versículos precedentes. Jeremías anuncia de parte de Dios que la ciudad será tomada; quien se rinda a los caldeos vivirá. El ejército del rey de Babilonia se apoderará de la ciudad. No es sencillo comprender esta actitud de Jeremías que nos puede parecer traición a su patria. Pero hay que ver los hechos con otra perspectiva. El Señor utiliza a los caldeos como instrumento de castigo de su Pueblo y, aun siendo paganos, se han convertido ahora en gentes al servicio de Dios. Jeremías, según las palabras de Dios, debe tomar partido por aquellos que, aunque ahora son enemigos del rey, están al servicio de Dios, mientras que la ciudad es infiel. El enemigo es el instrumento de la justicia de Dios. Jeremías no puede escabullirse de anunciar lo que el Señor le ordena transmitir. Esta toma de postura es incomprensible para los judíos; ¿cómo pueden imaginar a Dios aliado con otro pueblo distinto a él? En estas condiciones era normal que Jeremías fuera martirizado. Pero el Señor le salvó de la muerte. Jeremías sigue viviendo, pero toda su vida será un martirio continuado porque tendrá que seguir pronunciando los juicios de Dios y acatando sus órdenes. Se convirtió para siempre en causa aparente de discordia.
El salmo 39 vuelve al tema del martirio de Jeremías:
Me levantó de la fosa fatal,
de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca
y aseguró mis pasos.
-La oposición de los pecadores (Hb 12, 1-4)
El azar permite conectar esta lectura con las otras dos de este domingo. La Carta a los Hebreos nos presenta el significado de la prueba y del sufrimiento cristianos, el sentido de la violencia que se nos impone a todos en diversa medida.
Jesús es a la vez el origen y el término de nuestra fe. Hacia El marchamos a través de las pruebas. La primera contradicción que encontramos en el seguimiento de Cristo es el pecado que nos traba. Y tenemos que elegir. Jesús tuvo que afrontar la hostilidad de los pecadores. Pasó la humillación de la cruz; pero está sentado a la derecha del Padre y reina con El. Esto nos da ánimos. La carta nos lanza, a la vez, una advertencia: todavía no hemos resistido hasta la sangre en la lucha contra el pecado. Se nos propone, por tanto, un programa de resistencia y violencia.
Las lecturas de este domingo contrarían nuestros pensamientos habituales. En ellas no se presenta la vida cristiana como una observancia de mandamientos en el equilibrio de una paz dulce y fácil. Sino un clima de violencia como atmósfera propia de la vida cristiana.
Esto debe hacernos reflexionar. El ideal que debemos proponer al mundo de hoy no supone una especie de dimisión ante las exigencias de Dios. Lo que tenemos que proponer no es una felicidad de tejas abajo, ni la paz humana que podría proporcionar una práctica religiosa, por ejemplo. Sólo tenemos una cosa que proponer al mundo: la cruz de Cristo que hay que seguir sin componendas; lo que significa ser signo de contradicción en uno mismo y ante los demás. ¿Es ésta la imagen que damos de nuestro cristianismo? No que tengamos que confinarnos en una cerrazón de espíritu y en la negativa a comprender a los demás, pero, aun abriéndose al mundo, intentando comprender las situaciones más diversas, el cristiano no puede hacer componendas con las exigencias del mundo, sino que se debe a la Palabra y al lenguaje de Dios, hasta al despedazamiento.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «No paz, sino división».
El fuego que según el evangelio Jesús ha venido a prender en el mundo, es el fuego del amor divino que debe alcanzar a los hombres. A partir de la cruz, su terrible bautismo, comenzará a arder. Pero no todos se dejaran inflamar por la exigencia absoluta e incondicional de este fuego, de manera que aquel amor, que querría y podría conducir a los hombres a la unidad, los divide a causa de su resistencia. Más clara e inexorablemente que antes de Cristo, la humanidad entera se dividirá en dos reinos, bloques o Estados, lo que Agustín designa como la «ciudad de Dios», dominada por el amor, y la «ciudad de este mundo», dominada por la concupiscencia. Jesús muestra que la división rompe los vínculos familiares más íntimos y, según la descripción de Pablo, a menudo atraviesa incluso los corazones de los hombres, donde la carne lucha contra el espíritu (Ga 5,17), y el «hombre desgraciado» «no hace lo que quiere, sino lo que (en el fondo) detesta» (Rm 7,15). Pero esto no es para Jesús ni para Pablo una trágica fatalidad, sino una lucha que ha de mantenerse hasta la victoria final: porque el amor y el odio no son dos principios igualmente eternos (como pensaban los maniqueos), sino porque nosotros podemos «vencer al mal a fuerza de bien» (Rm 12,21), para lo cual se nos da la fuerza de la gracia de Dios.
2. «Jeremías se hundió en el lodo».
La lucha es dura, porque el «reino de este mundo» está lleno de crueldad. La guerra, la tortura y las múltiples formas de crueldad han reinado en el mundo desde siempre, y parece como si hubieran aumentado más aún a raíz de la aparición de Cristo, el «príncipe de la paz». Jesús divide y agrava las oposiciones. Lo que le sucede a Jeremías en la primera lectura no es más que un ejemplo de las innumerables atrocidades que se cometen en el mundo, a veces también en nombre de la religión. El profeta es sometido a semejante tortura, que según las intenciones de sus autores debería haberlo matado, a causa de la palabra de Dios que se oponía al ciego deseo de guerra de Israel. Los hombres piadosos piden a Dios en los salmos con bastante frecuencia que los libre del lodo en el que se encuentran hundidos (Sal 40,3; 69,15) y Job se compara a sí mismo con este lodo (10,9; 13,12 etc.). Pablo dice que ha sido relegado al último lugar y considerado como «la basura del mundo» (1 Co 4,9.13).
3. «Sin miedo a la ignominia».
En esta «pelea» de la que habla también la segunda lectura, y de la que el cristiano siente la tentación de retirarse, sólo importa una cosa: tener «fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe», recordando «al que soportó la oposición de los pecadores». Innumerables hombres, «una nube ingente de espectadores», de testigos de la fe, han hecho esto antes que nosotros y han sido puestos a prueba, a menudo más duramente, llegando incluso a derramar su «sangre». Jesús ha tomado sobre sí abundantemente la ignominia del mundo, todo su viacrucis estuvo acompañado del escarnio y del desprecio. Fue precisamente a través de este fango de la ignominia como él llegó a sentarse «a la derecha del Padre». El que contempla este ejemplo se avergonzará de permanecer tan lejos de él en lo que a la ignominia se refiere.
José María Solé Romá
Ministros de la Palabra: Ciclo C
Jeremías 38, 4-6; 8-10
Podríamos calificar a Jeremías como Profeta en agonía: en contradicción con todo y con todos:
— En agonía consigo mismo. Su temperamento le guía a la paz hogareña, al calor de familia. Pero su vocación le lanza a la agitación de la vida activa; sin hogar, sin esposa, sin hijos, sin amor. En agonía con su pueblo. Le gustaría ganar su amor y su adhesión con predicación y mensajes de paz y optimismo. Siente como nadie el legítimo amor a la Tierra Santa, a sus tradiciones, a su capital, a su templo. Pero sólo puede ofrecer perspectivas de destrucción: «Siempre que hablo tengo que gritar: ¡Ruina! ¡Guerra! ¡Devastación!» (20, 8). El mensaje que transmite en nombre de Yahvé es duramente antipatriótico: «Que se rindan a Babilonia; que se expatríen; que abran las puertas al enemigo.» Debe cumplir su misión: «destruir, arrancar, asolar, arruinar» (Jer 1, 10). Sólo sobre estas ruinas, con el «Resto» purificado y convertido, realizará Dios su Obra Salvífica.
— Es normal que los Profetas palaciegos y los sacerdotes, en nombre de la religión tradicional que consideraba invulnerable el templo, y todos los jefes civiles y militares en nombre del fiero patriotismo que siempre animó a Israel, se pusieran en contra de este Profeta de calamidades: «¡Ay de mí, madre mía!. ¿Por qué me engendraste? Soy objeto de querella y de contienda para todos: Todos me maldicen» (Jer 15, 10).
— Es notable Jeremías como tipo de Jesús-Profeta, rechazado por su pueblo. En la escena que leemos hoy (vv 4-6) vemos un esbozo de otra que vivirá Cristo: «Con estos discursos va a perder a todo el pueblo», dicen de Jeremías. «Conviene que muera Este para que no perezca la nación» (Jn 11, 50), dirán de Jesús Caifás y el Sanedrín. Y el Rey Sedecías entrega a Jeremías en manos de sus verdugos con estas palabras: «Ahí le tenéis. El Rey nada puede contra vosotros», tan semejante a las que usa Pilatos para entregar a Jesús a la muerte: «Soy inocente de la sangre de este Justo... Y tras hacer flagelar a Jesús, se lo entregó para que fuera crucificado» (Mt 27, 35).
Hebreos 12, 1-4
El autor de la Carta a los Hebreos sigue exhortándonos a la «Fidelidad»:
— Para ello nos invita a tener ante los ojos a cuantos han sido fieles con perseverancia y heroísmo en medio de persecuciones y tormentos. Ahora ellos, ya vencedores, forman una «nube de testigos» (v 1), innumera y gloriosa que contemplan nuestra lucha. Su recuerdo y su mirada nos sostienen y nos enardecen. En el N. T. tenemos todavía modelos más ejemplarizantes que en el A. T.
— Pero, sobre todo, debemos fijar los ojos en Jesús «Caudillo y Guía» de nuestra fe. En este ejército de peregrinos que caminamos hacia la Patria, tenemos a Jesús como Jefe y Precursor. El va delante; y nos alienta a todos con su ejemplo, a la fidelidad y perseverancia. Jesús ha pasado victoriosamente por todas las pruebas y tentaciones; incluso por la prueba de la sangre (v 4). Su fidelidad al Padre se muestra a lo largo de toda la vida de Jesús. En Getsemaní y en la cruz la fidelidad de Jesús tiene su respuesta más valiente y radiante: «Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mt 26, 39). «Padre, sálvame de esta hora. Mas para esto he venido, para esta hora» (Jn 12, 26).
— En la traducción del v 2 hay una preposición en el original griego (antí) que permite a los exegetas una doble interpretación: «Jesús, rechazando el gozo que se le ofrecía, escogió la cruz.» Podemos aceptar este sentido y recordar cómo a cuantos le proponían un mesianismo de comodidad Jesús los rechazó como tentadores (Mt 4, 11; Mc 9, 33; 15, 30; Jn 6, 14). Eligió la cruz. Pero puede también interpretarse: «Jesús, a la vista del gozo que se le ofrecía como premio, soportó la cruz.» La lección en su sentido ambivalente nos es muy provechosa. La de Jesús que nunca se deja desviar a mesianismos terrenos. Y la de Jesús que, con rasgo muy humano, se anima a sufrir las ignominias de la cruz teniendo a la vista su glorificación por el Padre (Jn 12, 28; 17, 1).
Lucas 12, 49-53
San Lucas nos presenta, una vez más, con trazos claros e infalsificables el programa mesiánico: el que Jesús vive y predica; y el que nosotros debemos vivir y practicar:
— El «Bautismo» que Jesús ha de recibir y por el que suspira no es otro que el de su pasión y crucifixión. De este Bautismo habla a los Apóstoles (Mc 10, 38), y se lo propone como condición necesaria para ser de verdad seguidores y discípulos.
— El «Fuego» con que Jesús quiere y anhela abrasar la tierra es el Espíritu Santo. Como fruto de su Pasión tendremos el Pentecostés, el diluvio del Espíritu Santo. Al «Bautismo» de Jesús, bautismo de su Pasión, sucederá el «Bautismo» de Espíritu Santo de toda su Iglesia: « Vosotros seréis bautizados con Espíritu Santo» (Hch 1, 5).
— Ya no nos extraña la ineludible exigencia de participar en la Pasión de Cristo para ser partícipes de ese Bautismo de Espíritu Santo y vida divina. De ahí que Jesús nos avise a todos: « ¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, por cierto, os lo aseguro, sino más bien la guerra» (v 31). Para todos los seguidores de Cristo, lo que de inmediato se les plantea es el serio compromiso de renuncias. La fidelidad sincera a la Persona y al programa de Cristo es siempre pasión y crucifixión: del cuerpo, del corazón, del espíritu: «Sólo me glorío en la cruz de Cristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6, 14).