Domingo XIX Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 7 agosto, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Sab 18, 6-9: Con una misma acción castigabas a los enemigos y nos honrabas, llamándonos a ti
Sal 32, 1 y 12. 18-19. 20 y 22: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad
Heb 11, 1-2. 8-19: Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios
Lc 12, 32-48: Estad en vela y preparados, porque a la hora que menos pensáis viene el Hijo del hombre
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Raniero Cantalamessa
Homilía (12-08-2007)
domingo 12 de agosto de 2007Después de haber instruido a los discípulos en el correcto uso de las cosas –en el Evangelio del domingo pasado-, en el pasaje evangélico del próximo domingo Jesús les exhorta sobre el correcto uso del tiempo. Estamos ante una serie de imágenes y parábolas con las que Jesús exhorta a la vigilancia en la espera de su retorno. La cintura ceñida es señal de quien está preparado para emprender viaje, como los judíos durante la celebración de la Pascua en Egipto (v. Ex 12, 11), y es también la disposición al trabajo. La lámpara encendida indica a quien se prepara para pasar la noche velando en espera de alguien. Jesús ilustra la necesidad de la vigilancia con otra imagen más, la del ladrón de noche.
Desearía proseguir en la línea de Jesús y añadir también yo una imagen y una parábola. Se trata del Himno de la perla que se remonta a la literatura de Oriente Medio del siglo I o II d.C. y que se nos ha transmitido por el apócrifo Hechos de Tomás . Trata de un joven príncipe enviado por su padre de Oriente (Mesopotamia) a Egipto para recuperar una determinada perla que ha caído en manos de un cruel dragón que la custodia en su cueva. Llegado al lugar, el joven se deja descaminar; se sacia de un alimento se le habían preparado con engaño los habitantes del sitio y que le hace caer en un profundo e inacabable sueño. El padre, alarmado por el prolongamiento de la espera y por el silencio, envía, como mensajera, un águila que lleva una carta escrita de su puño y letra. Cuando el águila sobrevuela al joven, la carta del padre se transforma en un grito que dice: «¡Despiértate, acuérdate de quién eres, recuerda qué has ido a hacer a Egipto y adónde debes regresar!». El príncipe se despierta, recupera el conocimiento, lucha y vence al dragón y, con la perla reconquistada, vuelve al reino donde se ha preparado para él un gran banquete.
El significado religioso de la parábola es transparente. El joven príncipe es el hombre enviado de Oriente a Egipto, esto es, por Dios al mundo; la perla preciosa es su alma inmortal prisionera del pecado y de satanás. Él se deja engañar por los placeres del mundo y se hunde en un tipo de letargo, o sea, en el olvido de sí, de Dios, de su destino eterno, de todo. Le despierta, en este caos, no el beso de un príncipe o de una princesa, sino el grito de un mensajero celestial. Para los cristianos este mensajero enviado por el Padre es Cristo, que grita al hombre, como hace en el Evangelio de hoy, que se despierte, que esté alerta, que recuerde para qué está en el mundo. El grito del Himno de la perla se encuentra casi tal cual en la carta a los Efesios: «Despiértate tú que duermes, y levántate de entre los muertos, y te iluminará Cristo» (Ef 5, 14).
La exhortación: «¡Estad preparados!» no es una invitación a pensar en cada momento en la muerte, a pasar la vida como quien está en la puerta de casa con la maleta en la mano esperando el autobús. Significa más bien «estar en regla». Para el propietario de un restaurante o para un comerciante estar preparado no quiere decir vivir y trabajar en permanente estado de ansiedad, como si de un momento a otro pudiera haber una inspección. Significa no tener necesidad de preocuparse del tema porque normalmente se tienen los registros en regla y no se practican por principio fraudes alimentarios. Lo mismo en el plano espiritual. Estar preparados significa vivir de manera que no hay que preocuparse por la muerte. Se cuenta que a la pregunta: «¿Qué harías si supieras que dentro de poco vas a morir?», dirigida a quemarropa a San Luis Gonzaga mientras jugaba con sus compañeros, el santo respondió: «¡Seguiría jugando!». La receta para disfrutar de la misma tranquilidad es vivir en gracia de Dios, sin pendencias graves con Dios o con los hermanos.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Toda palabra de la Escritura es expresión del amor de Dios por nosotros. También cuando a primera vista no lo parece. La invitación de Jesús es clara: «Vended vuestros bienes, y dad limosna». Pero ese imperativo no va contra nosotros, sino a nuestro favor: nos invita a hacernos «talegas que no se echen a perder», a depositar nuestros bienes allí «donde no se acercan los ladrones ni roe la polilla». Con otras palabras: nos invita a realizar la mejor inversión posible haciendo que nuestros bienes se transformen en «un tesoro inagotable en el cielo».
«Estad preparados». La parábola siguiente nos recuerda una verdad esencial de la enseñanza de Jesús: que Él va a volver y que hay que permanecer vigilantes, a la espera. Los bienes materiales pueden hacernos olvidar lo único importante: ¡sería trágico! Todo lo de aquí abajo es provisional, es relativo (cf. 1Cor 7,29-31).
«Administrador fiel y solícito». Mientras estamos en este mundo somos nada más –¡y nada menos!– que administradores de los bienes que Dios nos confía. Unos bienes que –empezando por la misma vida– no nos pertenecen en propiedad y hemos de saber administrar con sensatez según el querer de Dios. Sólo con sentido de eternidad podemos administrar rectamente. Sólo a la luz de los bienes del cielo –los definitivos y eternos– podemos valorar y usar justamente los de la tierra.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Vigilar siempre, como los criados que aguardan a su Señor. El «paso» del Señor en la noche para librar a su pueblo y de noche salió del sepulcro Cristo Jesús. En todo momento necesitamos la fe, como lo expone el autor de la Carta a los Hebreos en la segunda lectura.
Todas las lecturas de este Domingo nos ofrecen una meditación seria y serena sobre el problema de nuestra salvación eterna. Es una invitación a hacer una revisión de vida.
–Sabiduría 18,6-9: Castigaste a los enemigos y nos honraste llamándonos a Ti. La noche de la liberación de Egipto y la primera celebración del sacrificio pascual fueron para los israelitas el memorial permanente del amor de Dios, que los puso en camino de salvación.
El pueblo de Dios pasa la noche en vigilia esperando el doble acontecimiento: su salvación y el castigo de sus enemigos. Yahvé con el mismo gesto castiga a los enemigos y salva a los israelitas, haciendo de ellos un pueblo consagrado a su servicio y a su culto. La liberación de Israel es el acto de su glorificación ante las naciones y antes la historia. Su destino al culto del Dios verdadero es su gran vocación.
El culto de Israel comenzó en aquella noche. El hombre, a través de la sabiduría, de la ley y de la fe, es llamado a entrar en comunión con Dios. Ahí está su éxito, su felicidad, su prosperidad; fuera de esto están la ruina y la muerte.
–Por eso cantamos como responsorial el Salmo 32, en el que se invita a los justos a alabar al Señor: «La misericordia de Dios es justicia y derecho, porque todas sus obras son verdad y sinceridad». Pero el derecho y la justicia son en Él misericordia, porque en todas sus obras busca con amor la autenticidad y la verdad de nuestro ser. Si el creyente de todos los tiempos tiene motivo para confiar alegre y esperanzado en la Palabra divina, llena de amor y misericordia, el cristiano sabe que esa misma Palabra se ha hecho hombre (Jn 1,14), para realizar los proyectos del Corazón de Dios: la redención.
–Hebreos 11,1-2.8-19: Esperaba la ciudad cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios. La verdadera salvación se realiza en nosotros por la fe en Cristo, nuestra Pascua (1 Cor 5,7) y por la esperanza que nos mantiene fieles a los designios de salvación que el Padre nos ofrece. Comenta San Agustín con gran belleza:
«Es la fe anticipo para los que esperan, prueba de las cosas que no se ven» (Heb 11,1). Si no se ven, ¿cómo persuadirles de su existencia? Y ¿de dónde procede lo que ves sino de un principio invisible? Si, en efecto, tú ves algo para llegar por ahí a creer en algo; la fe en lo invisible se apoya en lo que vemos. No seas desagradecido a quien te dio los ojos, por donde puedes llegar a creer lo que todavía no ves. Dios te puso en la cara los ojos y la razón en el alma; despierta esa razón, despierta al que mora dentro de tus ojos, asómate a esas ventanas y mira por ellas la creación divina. Porque alguien hay que mira por los ojos. ¿No te sucede alguna vez que, ocupado ese que mora dentro de ti en otros pensamientos, no ves lo que tienes delante de los ojos? En vano están de par en par las ventanas si está ausente quien por ellas mira.
«No son, pues, los ojos quienes ven, sino que alguien ve por los ojos; levántale, despiértale. No, no te fue rehusado; hízote Dios animal racional, te antepuso a las bestias, te formó a su imagen. ¡Qué! Esos tus ojos, ¿no van a servirte para ver de hallar, como los animales, cebo para el vientre y nada para la mente? Levanta, pues, la mirada de la razón, usa de los ojos cual hombre, ponlos en el cielo y en la tierra: en las bellezas del firmamento, en la fecundidad del suelo, en el volar de las aves, en el nadar de los peces, en la vitalidad de las semillas, en la ordenada sucesión de los tiempos; pon los ojos en las hechuras y busca al Hacedor; mira lo que ves, y sube por ahí al que no ves» (Sermón 126,3).
–Lucas 12,32-38: Estad preparados. Mientras vivimos en el cuerpo, vamos peregrinando lejos del Señor y caminamos en la fe» (2 Cor 5,6), por ello, el desprendimiento de los bienes perecederos, el corazón fijo en la alegría de la salvación y la vigilancia en estado de alerta permanente constituyen las actitudes de la esperanza constante del cristiano. Comenta San Agustín:
«Tenéis también la advertencia clarísima del Señor que dice: «tened la cintura ceñida y las lámparas encendidas, y sed como siervos que esperan a su señor» (Lc 12,35-36). Estemos a la espera de su llegada; no nos encuentre adormilados. Vergonzoso es para una mujer casada no desear el retorno de su marido. ¡Cuánto más vergonzoso para la Iglesia no desear el de Cristo!... Ha de venir el Esposo de la Iglesia a traer los abrazos eternos, a hacer sus herederos para siempre consigo, ¡y nosotros vivimos de tal manera que no solo no deseamos su venida, sino que hasta la tememos! ¡Cuán verdad es que ha de llegar aquel día, como en los tiempos de Noé! ¡A cuántos ha de hallar así, incluso entre los que se llaman cristianos!» (Sermón 361,19).
El misterio de nuestra salvación es, a diario, problema real para nuestra autenticidad cristiana, vivida no solo en el templo o en el altar, sino en cada momento de nuestra vida y de nuestra conducta ante Dios, ante los hombres y ante nuestra propia conciencia.
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. A cualquier hora
A medida que avanza el Evangelio de Lucas, también avanza el camino de Jesús, ese largo camino que ha de terminar en Jerusalén. Jesús es el gran caminante que va abriendo una brecha en la historia, confiado en la palabra del Padre, palabra oscura pero cierta. Es el nuevo Abraham que camina hacia una tierra desconocida sin poder fijar su tienda en ninguna parte, como nos lo recuerda la segunda lectura: «Por fe obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba. Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida, habitando en tiendas [...] mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios.»
Es ésa la situación del hombre, peregrino en el desierto de la vida: caminar... ¿Hacia dónde? Si se supiera con demasiada certeza, ya no se caminaría; simplemente, se acortaría camino. El caminar del hombre está dado por la constante incertidumbre de lo que nos espera, como en el desierto: el que no camina se muere, el que camina puede llegar a algún lado...
Y caminar sin detenerse: hoy, mañana, siempre, hasta que la muerte sobrevenga para rubricar que, efectivamente, somos «huéspedes y peregrinos de la tierra» (segunda lectura).
Por eso Jesús vuelve hoy a insistir en el tema de la vigilancia, que se va entrelazando con el tema del juicio divino. Nuestro andar por la tierra no es un viaje turístico que puede darse o no darse, que puede provocar cierto placer pero sin mayor trascendencia para nuestra vida y para los demás. No... No es un «tour» de placer el que hacemos por el desierto. Es la necesaria travesía para llegar a la vida, a la plenitud de la vida. Y es un servicio que prestamos a quienes caminan con nosotros.
Sobre estas ideas esenciales se desarrolla el mensaje bíblico de este domingo. Dos breves comparaciones de Jesús aluden a la necesidad de vigilar constantemente, sobre todo en los momentos más críticos de la vida. Cuando el joven dueño de la finca vuelva, avanzada la noche, después de haber celebrado su boda, los criados han de estar atentos para recibirle con los honores que corresponda. La misma vigilancia ha de mantener toda persona que sospeche que puede ser asaltada de noche por un ladrón...
De la misma manera sucederá con el Hijo del Hombre: llegará como el novio o el ladrón en cualquier momento, en el más crítico, cuando uno menos se lo imagine. Entonces, no queda más remedio que estar preparados. Feliz el hombre que nunca baja su guardia...
¿Qué significa esta llegada del Señor a horas tan intempestivas? Por un lado, el texto, encuadrado en la temática apocalíptica que inundaba el pensamiento religioso de aquella época, alude ciertamente a la inminente venida dei Señor, cuando venga a pedir cuentas a los hombres de su vida y a inaugurar un nuevo tiempo en la historia humana con el definitivo advenimiento del Reino.
Por otro lado, podemos encontrar en el texto un significado más inmediato y cercano al hombre, tanto el de ayer como el de hoy. El domingo pasado aludíamos al sentido de la vida, y es evidente que el tema de hoy está íntimamente relacionado con él. Cada día y cada hora el hombre se encuentra ante la tarea de "estar despierto" en su conciencia de hombre, de persona, de ser histórico, de miembro de la comunidad, de creador de su futuro.
En cada momento de su vida se va produciendo el nacimiento o advenimiento del «hijo del hombre», del hombre nuevo que madura y se desarrolla sobre los despojos del hombre viejo.
Esto no quiere decir que debemos estar enfermizamente obsesionados por la muerte, por el juicio o por evitar un pecado, o que debemos estar todo el tiempo pensando en Dios y en el más allá, como en alguna época se exigía a los novicios. Pero tampoco corresponde el extremo opuesto: el de quienes piensan que ya tendrán tiempo algún día para pensar en cosas más serias y trascendentes. Entre la obsesión enfermiza y la despreocupación inconsciente existe un camino intermedio de serena madurez ante la vida.
En efecto, lo que nos permite esta vigilancia a la que alude Jesús es la orientación global de nuestra vida; es el sentirnos en búsqueda de una personalidad más adulta, más libre, más digna; es descubrirnos cada día insatisfechos con lo que somos como para poder crecer cada vez más, al mismo ritmo de la vida, desde los mismos acontecimientos que inevitablemente vendrán a nuestro encuentro.
La vigilancia cristiana no nos exige encerrarnos en una cabina aséptica que nos aísle del mundo y sus peligros.
Sólo con los pies en la arena podemos caminar por el desierto. O como sugiere Jesús: los criados deben esperar a su señor estando dentro de la finca; el dueño debe esperar al ladrón nocturno estando dentro de la casa. No es huyendo del mundo como nos acercamos a Dios.
Por lo tanto: cada uno debe mantener esta vigilancia allí donde vive y trabaja; no huyendo de la realidad de todos los días sino, como sugiere la parábola final del evangelio de hoy, realizando a conciencia su cometido en la comunidad.
Hemos aludido al crecimiento y a la maduración de la persona. Pues bien, cada tiempo de la vida evolutiva del hombre tiene su razón de ser con relación a este crecimiento. No solamente ha de madurar el niño y el joven, como si el adulto sólo tuviera que pensar en trabajar y descansar. A medida que avanzan los años, por el contrario, el hombre vigilante descubre el verdadero horizonte de la vida. Cuanto más nos adentramos en la vida, con la experiencia de los años y de los acontecimientos vividos, más madura cada uno en la realidad del vivir; caen los idealismos más o menos utópicos y uno se encuentra con lo que realmente es. Detrás de las fachadas y de las apariencias, encontramos nuestro auténtico rostro, quizá oculto para quienes nos rodean, pero desnudo ante Dios y, ojalá, también desnudo ante nosotros mismos.
En otras palabras: el hombre jamás puede decir "basta" en el crecimiento interior de sí mismo. El proceso sólo finaliza cuando llegue el día del Señor. Entre tanto, hagámonos la cuenta de que cada día es el del Señor.
La celebración litúrgica dominical debiera tener, entre otros, también este objetivo: ayudarnos a madurar constantemente nuestra fe. Lo que ayer recibimos como formación en la fe, vale para ayer; si cada día es nuevo, cada día podemos madurar en la manera de enfrentar la vida y sus problemas. Para esto está la palabra de Dios de cada domingo: no para recordar lo que Jesús hizo en el pasado, sino para enfrentarnos hoy con nosotros mismos a la luz de un mensaje que hoy es actual. No venimos para estudiar la Biblia, sino para mirar nuestra vida a la luz del mensaje de Jesucristo. Y esto exige que cada uno ponga algo de sí, reflexión y esfuerzo, para que el mensaje adquiera actualidad. De lo contrario, también la liturgia de la Palabra se hace rutina; y quien vive en la rutina, ya no vigila; sólo vegeta.
2. Exigiendo "lo mucho"
La parábola sobre los administradores de la finca completa nuestras reflexiones anteriores y, si se quiere, le da a la vigilancia cristiana un sentido más dinámico y comprometido, más de acuerdo con la concepción moderna del hombre.
La parábola alude a que el hombre no es el dueño absoluto de su vida, sino tan sólo un administrador. En efecto, hemos recibido la vida de Dios, una vida que se relaciona con los demás miembros de la comunidad humana. Por lo tanto, ni cabe la pereza ni el derroche. Estamos en el mundo cumpliendo un servicio, que si es servicio al Reino de Dios, es por eso mismo, servicio a la humanidad. De ahí la responsabilidad histórica de cada hombre. La pereza es el pecado «profesional» del hombre: es negarse a ser más hombre, a crecer interiormente, a dar más, a soportar más a la comunidad. También es negarse o limitarse en la propia capacitación, tanto en el plano individual como en el familiar, profesional, cultural, etc.
La bondad del hombre no radica en el eslogan "no hacer mal a nadie", sino en vivir intensamente la vida como un servicio positivo a la comunidad, de la misma forma que nosotros somos alguien porque otros hicieron algo positivo por nosotros. No es «evitando el pecado» como crece el hombre, sino creciendo positivamente en la elaboración de ese proyecto, proyecto que en ningún caso es la «salvación de uno mismo» sino la restauración de una humanidad nueva.
Ante la pregunta de los apóstoles, Jesús subraya que cada hombre debe administrar su existencia de tal modo que pueda sentirse responsable de su vida. Y no puede haber responsabilidad cuando otros organizan nuestra vida, o cuando hacemos algo sin saber por qué ni para qué.
Entonces caemos en la postura de Marta, ahogada bajo el yugo de las cosas o de las circunstancias o de las estructuras...
Según la parábola, el administrador «sabe lo que su amo quiere», lo que hoy podemos traducir de la siguiente manera: el hombre debe ser consciente de su vida, de lo que quiere, de cuáles son sus proyectos e ideales, cuáles los criterios rectores de sus actos, cuáles sus valores. y también: el cristiano no puede ignorar cuál es su misión en la tierra, porque tiene una misión que cumplir, misión que debe descubrir y elegir.
En este sentido, aun hoy debemos lamentarnos de mucho infantilismo en los cristianos, tanto laicos como religiosos. Cada uno tiene el derecho de cuestionar su vida y de elegir lo que él siente «que Dios quiere». En caso contrario: ¿cómo se le podrá exigir responsabilidad?
Sólo en la medida que las estructuras de la Iglesia se pongan al servicio del crecimiento del hombre, éste podrá sentirse «administrador de su vida», para rendir un día cuenta, no a los hombres, sino a Dios. Si no salvamos esta última responsabilidad del hombre y de su conciencia libre, es inútil que hablemos de vigilancia cristiana. Nadie, por tanto, puede ejercer coerción sobre la conciencia del hombre para que elija éste o el otro camino, ni para que opte por esto o por lo otro. Y por lo mismo: nadie puede eximirse de la obligación social y religiosa de elegir la forma de vida más oportuna para su propia felicidad y para el bien de la comunidad.
Laicos y jerarquía, todos administran un bien que no les es propio. Y todos deben buscar en el Evangelio lo que «el amo quiere», empleando la expresión de la parábola. Por eso, el juicio del Señor no se dará solamente al final de la vida, sino que se va realizando en la medida en que el hombre se enfrenta consigo mismo y juzga sus actos según su proyecto, proyecto fundamental que justifica su paso por la tierra. No somos niños pequeños que esperan el último día de clase para saber si hemos aprobado o nos han suspendido. Un cristiano maduro tiene que adquirir la capacidad para sentirse aprobado o reprobado por su propia conciencia en la medida que se siente bien o mal consigo mismo.
En esta fidelidad a uno mismo está el secreto de la vigilancia cristiana. El que no es capaz de asumirla, debe ser vigilado por otros que asumen su responsabilidad y deciden por él. Es hora de que los cristianos nos liberemos de la tutela y de la vigilancia «de nuestros padres y mayores» -en su sentido más amplio- para asumir la plena responsabilidad de nuestra vida.
Esta es la gran tarea de la educación cristiana, educación liberadora, y es, por lo mismo, tarea de nuestras celebraciones litúrgicas que también tienen que ser liberadoras. No venimos como niños pequeños para que se nos diga qué tenemos que hacer esta semana para ser buenos, sino para encontrar nuestro propio esquema de vida, a la luz de la palabra de Dios, y sentirnos entonces responsables ante nuestra conciencia, ante toda la comunidad y, en definitiva, ante el mismo Dios. Los que presiden las comunidades -sean sacerdotes, religiosos o laicos- no pueden hacerse cargo de la administración de cada miembro de la comunidad. En todo caso, deben ayudarlo para que asuma la parte que le corresponde, aun con el riesgo de cometer errores. Así se cumple la enigmática conclusión de la parábola: «Al que mucho se le dio, mucho se le pedirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá.»
A todos se nos confió y dio ese «mucho»; a los que presiden la comunidad, un poco «más»; pero cada uno ha de responder por lo suyo.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-Estad preparados (Lc 12, 32-48)
Lo que aquí nos describe Lucas por boca de Cristo es la actitud de espera de los discípulos y de sus cristianos. El pequeño rebaño espera en las dificultades, en la lucha, en la monotonía. Pero sabe que el Padre ha tenido a bien darle el Reino. En consecuencia, la actitud que debe mantener es lógica, y Jesús desea desentrañarla exponiendo cuatro ejemplos que pueden ayudarles a comprender lo que tienen que hacer. Para Lucas, estas cuatro parábolas indican a los cristianos a los que él evangeliza el carácter que debe tener su actitud interior. Una tras otra, las imágenes del tesoro en el cielo, de los sirvientes que aguardan el regreso de su señor, del ladrón que se presenta de improviso, y del administrador infiel, ayudan a precisar cuál es la naturaleza de la espera cristiana. Estas parábolas siguen siendo actuales, tanto para la Iglesia de hoy como para cada uno de nosotros: esperar y estar preparados en la espera.
Apegarse al tesoro del cielo, no porque las cosas terrestres sean malas, sino por causa de un juicio de valor: el tesoro del cielo es inagotable, no se echa a perder ni lo roe la polilla.
Esperar al señor, como lo esperan los servidores. Indudablemente, los que escuchan a Jesús esperan el Reino de Dios, pero lo esperan con miras no siempre claras y, muchas veces, bastante políticas. Ahora bien, para los lectores de Lucas parece que se trata, como para la Iglesia actual y para cada uno de nosotros, del encuentro con Dios ahora y al final de los tiempos. De esta forma podemos ver aquí, por encima del texto en sí y de las circunstancias en que se pronunció, la significación que Lucas quiere darle cuando escribe: la venida de Cristo al final de los tiempos, descrita por Marcos (13, 26; 14, 62), por Mateo (10, 23; 24, 44) y por el mismo Lucas (18, 8).
No hay duda de que estas parábolas, que ilustran el deber de esperar, se prestan a ser provechosamente desarrolladas desde el punto de vista moral. Pero no deberían dejar en un segundo plano la visión mas profunda de lo que, por su misma naturaleza, es el cristiano, nacido de arriba, El cristiano está construido espiritualmente para esperar y, a la vez, marchar al encuentro de Dios. Su actitud, siempre referida a este encuentro, le impide ser cogido de improviso. Su tesoro está en el cielo; ha recibido del Señor sus talentos espirituales y naturales, y los ha recibido para ser utilizados en bien de todo el mundo y de los demás; él no es más que su administrador fiel; por consiguiente, ¿cómo va a ser sorprendido por el Señor del mismo modo que podría ser sorprendido por un ladrón? Estar preparado no es, pues, ni para la Iglesia ni para el cristiano, una especie de cualidad sobreañadida, sino que forma parte de la ontología de la Iglesia y del cristiano. Únicamente si se olvida de lo que significa estar preparado, puede el cristiano llegar a ser sorprendido por el encuentro con Cristo; normalmente desea, busca, espera y bendice dicho encuentro.
-Llamados a la gloria (Sab 18, 6-9)
Esta lectura, de alta calidad literaria, sitúa al pueblo de Dios en la espera de la gloria. Aquella noche de liberación que nos narra el capitulo 12 del Éxodo había sido conocida de antemano por los patriarcas, a los que el Señor se la había prometido. Especialmente Abraham había recibido, como sabemos, las promesas del Señor, a las cuales él respondió con la fe (Gn 15, etc.). La realización de esta liberación debía necesariamente suponer, de un solo golpe, la destrucción de los enemigos y la salvación de los justos. Esta es la característica del paso del Mar Rojo, como fue la del Diluvio. Dios golpea a los adversario y, al mismo tiempo, da a su pueblo la gloria.
Es esta espera en la fe lo que celebraban las familias en ocasión de la Pascua. Esta Pascua debe celebrarla el pueblo de Dios en la solidaridad de un pueblo que se construye: compartirán lo bueno y lo malo. Esta comida, que conmemora el encuentro de Dios al crear a su pueblo, finaliza con un canto de alabanza, como solía hacerse al final de la comida pascual: es el canto del Hal-lel (Salmos 113 a 118 y 136).
-Nosotros aguardamos al Señor: él es nuestro auxilio y escudo; que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti ( Sal 32).
Es este el salmo responsorial de hoy, y esa es su profunda significación, como la de toda la celebración de este domingo. Abraham acepta gozoso la promesa, pero la recibe en plena oscuridad y su fe, ella sola, puede triunfar sobre las tinieblas.
Es en la noche cuando se realiza la liberación del pueblo de Dios y su reconstrucción en la Alianza. Alianza que hallará su forma definitiva en el Sacrificio de Jesús, actualizado en la Cena y en la celebración eucarística de la Iglesia. Cada cristiano es invitado a unirse a este Sacrificio de construcción de un mundo que Cristo ha querido renovar: cada cristiano es llamado en la noche de su fe a estar preparado para el encuentro definitivo al que Dios nos llama para darnos la gloria. Todo debe posponerse a estas realidades; esta es la enseñanza de hoy: tener la lámpara encendida, ser administrador fiel, estar siempre pendiente del "que-vive-y-reina" de la fe. De hecho, la Iglesia vive siempre una gran e interminable vigilia en la que espera, a través de los siglos, el encuentro, estando preparada, segura de la gloria definitiva que Cristo le ha prometido, permitiéndole tocar ya con los dedos su signo en la celebración eucarística.
-A la espera de la ciudad de Dios (Heb 12, 1-2.8-19)
Por una feliz coincidencia, la segunda lectura de hoy está en consonancia con las líneas de fuerza que sugieren las otras dos lecturas. Su comienzo es lapidario: "La fe es seguridad de lo que se espera y prueba de lo que no se ve". Sin embargo, si tenemos en cuenta las relaciones entre este texto y el del evangelio de hoy, es el aspecto de la espera v la actitud que ésta exige lo que salta a la vista.
Abraham parte sin saber a dónde va. Con la fe que le da una cierta seguridad. espera algo y a alguien. Para él, los verdaderos valores son los que el Señor le ha indicado. El espera la ciudad que tendrá verdaderos cimientos, aquella ciudad de la que Dios mismo es arquitecto y constructor. Muchos hombres escogidos por Dios han muerto sin haber palpado la realización de las promesas. Pero la habían vislumbrado y afirmaban que eran extranjeros y peregrinos en la tierra. Estaban en busca de una patria, aspiraban a una patria mejor que la que habían dejado; la del cielo. Sin embargo, esta espera constituyó un tiempo de prueba, y Abraham debió ofrecer a Isaac en sacrificio. Estaba dispuesto a llegar al extremo en la ofrenda a Dios, porque pensaba que el Señor puede resucitar a los muertos; podía, pues, obedecer sacrificando a su hijo único del que debía nacer una descendencia... Y esta descendencia nació, porque su hijo fue librado.
A la luz del evangelio, este texto adquiere un colorido admirablemente justo y actual. Nosotros esperamos al Señor; por ello nos esforzamos por acordarnos de que no somos más que peregrinos. Y sin embargo, es en la fe como avanzamos hacia Dios. Pero, al creer, conocemos y sabemos que poseemos la vida eterna ya comenzada: "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3).
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
Todos los textos de esta celebración nos exigen vivir en tensión, en movimiento (éxodo), desinstalados, en estado de peregrinación; en una palabra: vivir en vela, en vela en razón de la fe, en razón de la promesa de Dios, en razón de las cuentas que habremos de rendir pronto.
1. «La fe es seguridad de lo que se espera».
La segunda lectura llama a esta existencia desinstalada simplemente «fe». La fe se apoya en una palabra recibida de Dios que anuncia una realidad invisible y futura. Esto se muestra en la existencia de Israel, que comienza con el éxodo de Abrahán y se continúa a través de los siglos; esta fe puede ser sometida a duras pruebas, como cuando se exige a Abrahán que sacrifique a su hijo, como demuestra también el hecho de que todos los representantes de la Antigua Alianza «murieron sin haber recibido la tierra prometida». Estos aprendieron casi más drásticamente que los cristianos lo que significa vivir «como huéspedes y peregrinos en la tierra», y buscar una patria que está más allá de toda su existencia perecedera. Porque en el destino de Jesús y en la recepción del Espíritu Santo los cristianos no solamente «han visto y saludado de lejos» la patria celeste, sino que, como dice Juan, «han oído, visto y palpado la Palabra que es la vida eterna», y según Pablo han recibido el Espíritu Santo como arras, como prenda o garantía de lo que esperan, por lo que pueden y deben ir al encuentro del cumplimiento de la promesa con mayor seguridad, y por ello también con mayor responsabilidad.
2. «La noche de la liberación se les anunció de antemano».
La primera lectura muestra que ya en la Antigua Alianza la fe no estaba desprovista de toda garantía: hubo anuncios que se cumplieron, como el de la noche de la comida pascual o la promesa de Dios al rey David, como la predicción de los profetas sobre el exilio y su duración. Todo hombre atento recibe tales signos: Dios le muestra así que está en el buen camino; si exige de él la fe, Dios no le deja en la incertidumbre, aunque a veces sea sometido a una dura prueba como Abrahán o algunos profetas, pues en último término su fe no puede apoyarse sobre signos y milagros, sino sobre la fidelidad de Dios, que mantiene su palabra de un modo inquebrantable.
3. «Al que mucho se le dio, mucho se le exigirá».
En el evangelio aparecen múltiples variantes de la exigencia dirigida a los cristianos de vivir siempre preparados, en vela. Y esto tanto más cuanto mayores sean los dones y tareas que Dios les ha dado y encomendado. Las tareas encomendadas por Dios se cumplen de la mejor manera cuando el criado no pierde de vista que en cualquier momento puede ser llamado a rendir cuentas; por tanto, cuando cada uno de sus momentos temporales es inmediatamente vivido y configurado de cara a la eternidad. Si el cristiano olvida esta inmediatez, olvida también el contenido de su tarea terrena y de la justicia que ésta implica («empieza a pegarles a los mozos y a las muchachas»); ahora queda claro que el cristiano no practicará esta justicia, si no es capaz de mirar más allá del mundo para poner sus ojos en las exigencias de la justicia eterna, que no es una mera «idea», sino el Señor viviente cuya aparición espera toda la historia del mundo.