Domingo XVIII Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 18 julio, 2016 / EvangeliosLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Si 1, 2; 2, 21-23: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos?
Sal 89, 3-4. 5-6. 12-13. 14 y 17: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación
Col 3, 1-5. 9-11: Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo
Lc 12, 13-21: Lo que has acumulado, ¿de quién será?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (03-08-1980)
domingo 3 de agosto de 1980En el conjunto de las lecturas de la liturgia de hoy está contenida una profunda paradoja, la paradoja entre "la vanidad y el valor". Las primeras palabras del libro del Cohelet hablan de la vanidad de todas las cosas; en cierto sentido, de la vanidad de los esfuerzos, de las actividades del hombre en esta vida, de la vanidad de todas las criaturas en cierto modo; de la vanidad del hombre, él también una criatura destinada a pasar y a la muerte.
En este Salmo que cantamos en la liturgia de hoy, escuchamos, inmediatamente después, el elogio a lo creado. Por otra parte, ese elogio es un lejano eco primogénito contenido en todo el Génesis, del elogio a la creación: cuando Dios dijo que toda su obra fue un bien, o más aún, vio que fue un bien del hombre, creado a su imagen y semejanza, dijo que era muy bueno. Vio que era muy bueno. Por tanto nos encontramos ante un interrogante: ¿por qué la vanidad y por qué el valor? ¿Qué relación los une entre si? La respuesta, al menos la principal, se encuentra en el Evangelio que hemos leído hoy. No se trata de dar un juicio sobre lo creado. Se trata del camino de la sabiduría. No olvidemos que el Génesis es, ante todo, un libro (tengo presentes sus primeros capítulos). Es pues un libro sobre el mundo, en cierto sentido un libro-manual teológico sobre la cosmología y la creación. El libro del Cohelet, en cambio, es un libro sobre la sabiduría. Enseña cómo vivir. Y lo que dice Cristo en el Evangelio de hoy es una prolongación de esa sabiduría del Antiguo Testamento. Cristo habla a través de ejemplos y parábolas: habla del hombre que ha limitado el sentido de su vida a los bienes de este mundo. Los ha poseído en tan gran cantidad que ha tenido que construir nuevos graneros para poder contenerlos todos. El programa de la vida, pues, es acumular y usar. Y a esto debe limitarse la felicidad. A un hombre así. Cristo le contesta: "necio, esta misma noche pedirán tu alma".
Si has interpretado así el sentido del valor, entonces se volverá contra ti la ley de la vanidad. Y ésta es ya una respuesta. No se trata, pues, de juicio sobre el mundo, sino de sabiduría del hombre; de su manera de actuar. En mis conversaciones con un amigo inolvidable, Jurek, llamábamos a todo esto jerarquía de valores. Es necesario establecer, en la propia vida, una jerarquía de valores. Cristo, a través de todo lo que ha dicho y, sobre todo, a través de todo lo que El ha sido, a través de todo el misterio pascual, ha establecido la jerarquía de valores en la vida del hombre.
En la segunda lectura de hoy, San Pablo enlaza precisamente con esta jerarquía cuando dice que debemos buscar lo que está en lo alto. Por tanto, el hombre no puede encerrar el horizonte de su vida en la temporalidad; no puede reducir el sentido de su vida al usufructo de los bienes que le han sido concedidos por la naturaleza, por la creación, que lo rodean y que se encuentran también dentro de él. No puede encerrar así la primacía de su existencia, sino que tiene que ir más allá de sí mismo. Estando hecho a imagen y semejanza de Dios, debe verse a sí mismo en un lugar más alto y debe buscar para si mismo un sentido en aquello que está por encima de él.
El Evangelio contiene la verdad sobre el hombre porque contiene todo aquello que está por encima del hombre y que, al mismo tiempo, el hombre puede alcanzar en Cristo colaborando con la acción de Dios que actúa dentro del hombre. Este es el camino de la sabiduría. Y sobre este camino de la sabiduría se resuelve la paradoja entre la vanidad y el valor; la paradoja que a menudo vive el hombre.
Muchas veces el hombre es propenso a mirar su vida desde el punto de vista de la vanidad. Sin embargo Cristo quiere que la veamos desde el punto de vista del valor, pero teniendo siempre cuidado de utilizar la justa Jerarquía de valores, la justa escala de valores.
Y cuando la liturgia de hoy, junto con la palabra Aleluya, nos recuerda también la bienaventuranza "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los cielos", resume en ella ese programa de vida.
Cristo ha exhortado al hombre a la pobreza, a adquirir una actitud que no le haga encerrarse en la temporalidad, que no le haga ver en ella el fin último de la propia existencia y no le haga basar todo en el consumo, en el goce. Un hombre así es pobre en este sentido, porque está continuamente abierto. Abierto a Dios y abierto a estos valores que nos vienen de su acción, de su gracia, de su creación, de su redención y de su Cristo
Es éste el breve resumen de los pensamientos encerrados en la liturgia de hoy; pensamientos siempre importantes. Nunca pierden su significado; permanecen perpetuamente actuales.
[...]
En cierto sentido buscábamos siempre una contestación a la pregunta: ¿qué quiere decir ser un cristiano? ¿Qué quiere decir ser un cristiano en el mundo moderno?: ¿ser cristiano cada día, siendo, al mismo tiempo, un profesor de universidad, un ingeniero, un médico, un hombre contemporáneo y, antes aún, un o una estudiante?
¿Qué quiere decir ser cristiano? Y descubriendo este valor y, sobre todo, este contenido de la palabra "cristiano" y el valor congénito en ella, encontrábamos también la alegría. No sólo un consuelo inmediato, sino una afirmación continua. Y aquí encuentra su afirmación una respuesta a la pregunta sobre si vale la pena vivir. En ese caso, vale la pena vivir. Con tal comprensión de la jerarquía de valores, de la escala de valores, vale la pena vivir. Si la vida tiene este sentido, vale la pena vivirla. Y vale la pena esforzarse y padecer, porque la vida humana no está libre de ello y cada uno de nosotros, individualmente y en nuestra comunidad, ha vivido grandes sufrimientos.
En esta perspectiva vale la pena esforzarse y padecer, porque "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos".
Así se formaba la Iglesia en sus comienzos, así empezó a formarla Cristo mismo y así ella se formaba gracias al ministerio de los Apóstoles y de sus Sucesores, y así se forma aún hoy. Construid la Iglesia en esta dimensión de la vida de la que sois partícipes. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (05-08-2007)
domingo 5 de agosto de 2007En este XVIII domingo del tiempo ordinario, la palabra de Dios nos estimula a reflexionar sobre cómo debe ser nuestra relación con los bienes materiales. La riqueza, aun siendo en sí un bien, no se debe considerar un bien absoluto. Sobre todo, no garantiza la salvación; más aún, podría incluso ponerla seriamente en peligro. En la página evangélica de hoy, Jesús pone en guardia a sus discípulos precisamente contra este riesgo. Es sabiduría y virtud no apegar el corazón a los bienes de este mundo, porque todo pasa, todo puede terminar bruscamente. Para los cristianos, el verdadero tesoro que debemos buscar sin cesar se halla en las "cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios". Nos lo recuerda hoy san Pablo en la carta a los Colosenses, añadiendo que nuestra vida "está oculta con Cristo en Dios" (Col 3, 1-3).
...La Virgen, que participó en el misterio de Cristo más que ninguna otra criatura, nos sostenga en nuestro camino de fe para que, como la liturgia nos invita a orar hoy, "al trabajar con nuestras fuerzas para subyugar la tierra, no nos dejemos dominar por la avaricia y el egoísmo, sino que busquemos siempre lo que vale delante de Dios" (cf. Oración colecta).
Ángelus (01-08-2010)
domingo 1 de agosto de 2010Estos días se celebra la memoria litúrgica de algunos santos. Ayer recordamos a san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Vivió en el siglo XVI; se convirtió leyendo la vida de Jesús y de los santos durante una larga hospitalización causada por una herida de batalla. Se quedó tan impresionado con aquellas páginas que decidió seguir al Señor. Hoy recordamos a san Alfonso María de Ligorio, fundador de los Redentoristas; vivió en el siglo XVIII y fue proclamado patrono de los confesores por el venerable Pío XII. Tuvo la conciencia de que Dios quiere que todos sean santos, cada uno según su propio estado, naturalmente. Esta semana la liturgia nos propone además a san Eusebio, primer obispo del Piamonte, valiente defensor de la divinidad de Cristo; y, finalmente, la figura de san Juan María Vianney, el cura de Ars, quien guió con su ejemplo el Año sacerdotal recién concluido y a cuya intercesión confío de nuevo a todos los pastores de la Iglesia. Empeño común de estos santos fue salvar a las almas y servir a la Iglesia con sus respectivos carismas, contribuyendo a renovarla y a enriquecerla. Estos hombres adquirieron «un corazón sabio» (Sal 89, 12) acumulando lo que no se corrompe y desechando cuanto irremediablemente es voluble en el tiempo: el poder, la riqueza y los placeres efímeros. Al elegir a Dios, poseyeron todo lo necesario, pregustando desde la vida terrena la eternidad (cf. Qo 1, 1-5)
En el Evangelio de este domingo, la enseñanza de Jesús se refiere precisamente a la verdadera sabiduría y está introducida por la petición de uno entre la multitud: «Maestro, di a mi hermano que reparta conmigo la herencia» (Lc 12, 13). Jesús, respondiendo, pone en guardia a quienes le oyen sobre la avidez de los bienes terrenos con la parábola del rico necio, quien, habiendo acumulado para él una abundante cosecha, deja de trabajar, consume sus bienes divirtiéndose y se hace la ilusión hasta de poder alejar la muerte. «Pero Dios le dijo: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?»» (Lc 12, 20). El hombre necio, en la Biblia, es aquel que no quiere darse cuenta, desde la experiencia de las cosas visibles, de que nada dura para siempre, sino que todo pasa: la juventud y la fuerza física, las comodidades y los cargos de poder. Hacer que la propia vida dependa de realidades tan pasajeras es, por lo tanto, necedad. El hombre que confía en el Señor, en cambio, no teme las adversidades de la vida, ni siquiera la realidad ineludible de la muerte: es el hombre que ha adquirido «un corazón sabio», como los santos.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Necedad y sensatez
El evangelio nos presenta el reverso de lo que es el núcleo esencial del mensaje de Cristo. Jesús ha venido a comunicarnos que somos hijos de Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y dejarnos cuidar (Mt 6,25-34).
El pecado del hombre del evangelio es que no se ha hecho como un niño: ha atesorado, fiándose de sus propios bienes, en vez de confiar en el Padre. La clave la dan las palabras de Jesús al principio: «Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Por eso este hombre es calificado como «necio». Su absurda insensatez consiste en olvidarse de Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar seguridad fuera de Dios.
En efecto, la autosuficiencia es el gran pecado y la raíz de todos los pecados, desde Adán hasta nosotros. La autosuficiencia que nace de no querer depender de Dios, sino de uno mismo, y lleva a acumular dinero, conocimientos, bienestar, ideas, amistades, poder, cariño e incluso virtudes o prácticas religiosas. Justamente lo contrario del hacerse como niño es el sensato; su humildad y confianza le abren a recibir todo como un don, incluidas las inmensas riquezas de «los bienes de allá arriba». El que busca afianzarse en sí mismo en lugar de recibirlo todo como don es necio y antes o después acabará percibiendo que todo es «vaciedad sin sentido».
Raniero Cantalamessa
Homilía (03-08-2007)
viernes 3 de agosto de 2007El Evangelio del domingo arroja luz sobre un problema fundamental para el hombre: el del sentido de actuar y trabajar en el mundo, que Qohélet en la primera lectura [Eclesiastés] expresa en términos desconsoladores: «¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?».
Uno entre la gente pidió a Jesús que interviniera en un litigio entre él y su hermano por cuestiones de herencia. Como a menudo, cuando presentan a Jesús casos particulares (si pagar o no el tributo al César; si lapidar o no a la mujer adúltera), Él no responde directamente, sino que afronta el problema en la raíz; se sitúa en un plano más elevado, mostrando el error que está en la base de la propia cuestión. Los dos hermanos están equivocados porque su conflicto no deriva de la búsqueda de la justicia y de la equidad, sino de la codicia. Entre ellos ya no existe más que la herencia para repartir. El interés acalla todo sentimiento, deshumaniza.
Para mostrar cuán errónea es esta actitud, Jesús añade, como es su costumbre, una parábola: la del rico necio que cree tener seguridad para muchos años por haber acumulado muchos bienes, y a quien esa misma noche se le pedirán cuentas de su vida.
Jesús concluye la parábola con las palabras: «Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Existe también una vía de salida al «todo es vanidad»: enriquecerse ante Dios. En qué consiste esta manera diferente de enriquecerse lo explica Jesús poco después, en el mismo Evangelio de Lucas: «Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón ni la polilla; porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón» (Lc 12, 33-34). Hay algo que podemos llevar con nosotros, que nos sigue a todas partes, también después de la muerte: no son los bienes , sino las obras; no lo que hemos tenido, sino lo que hemos hecho. Lo más importante de la vida no es por lo tanto tener bienes, sino hacer el bien. El bien poseído se queda aquí abajo; el bien hecho lo llevamos con nosotros.
Perdida toda fe en Dios, hoy con frecuencia muchos se encuentran en las condiciones de Qohélet, que no conocía aún la idea de una vida después de la muerte. La existencia terrena parece en este caso un contrasentido. Ya no se usa el término «vanidad», que es de sabor religioso, sino el de absurdo. «¡Todo es absurdo!». El teatro del absurdo (Beckett, Ionesco), que floreció en las décadas posteriores a la guerra, era el reflejo de toda una cultura. Los que evitan la tentación de la acumulación de las cosas, como ciertos filósofos y escritores, caen en algo que tal vez es peor: la «náusea» ante las cosas. Las cosas, se lee en la novela La náusea de Sartre, están «de más», son oprimentes. En el arte, vemos las cosas deformadas, objetos que se aflojan, relojes que cuelgan como el salchichón. Se le llama «surrealismo», pero más que una superación, es un rechazo de la realidad. Todo exhala putridez, descomposición. ¡El abandono de la idea del cielo ciertamente no ha hecho más libre y alegre la vida en la tierra!
El Evangelio del domingo nos sugiere cómo remontar esta peligrosa pendiente. Las criaturas volverán a parecernos bellas y santas el día en que dejemos de querer sólo poseerlas o sólo «consumirlas», y las restituyamos al objetivo para el que nos fueron dadas, que es el de alegrar nuestra vida aquí abajo y facilitarnos alcanzar nuestro destino eterno. Hagamos nuestra una oración de la liturgia: «Enséñanos, Señor, a usar sabiamente los bienes de la tierra, tendiendo siempre a los bienes eternos».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La codicia de que nos habla el Evangelio de hoy está relacionada con la primera lectura: «Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad». Nueva vida, nos dice San Pablo, han de vivir los que han sido bautizados, pues son un hombre nuevo. Esto hace que caminemos hacia el encuentro del Señor.
Las lecturas de este domingo nos recuerdan el «principio y fundamento» de los Ejercicios de San Ignacio de Loyola: «El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios y mediante esto salvar su alma». Todo lo demás vale «tanto» en «cuanto». Caminamos hacia Dios. Somos peregrinos. Nos realizamos en Cristo.
–Eclesiástico 1,2; 2,21-23: ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?. El insondable misterio de la muerte y de la limitación de la felicidad humana, sin perspectivas de eternidad, son una fuente permanente de defraudación, que sólo la fidelidad en Dios puede esperar». Dice San Gregorio Magno:
«Cosas vanas hacemos cuando pensamos en las cosas transitorias; y de aquí es que se dice envanecer lo que de repente es quitado de los ojos de los que lo miran... Así que «las cosas que pasan son vanas», según que dice Salomón (Ecl. 1,2). Pero convenientemente después de la vanidad sigue luego la maldad, porque, cuando somos llevados por algunas cosas transitorias, somos atados culpablemente en algunas de ellas; y como el alma no tiene estado de firmeza, procediendo de sí misma con inconstancia, cae en los vicios. Así que de la vanidad se cae en la maldad, porque el alma, acostumbrada a las cosas mudables, como siempre salta de unas cosas a otras, allégase a las culpas que nuevamente nacen» (Tratados morales sobre el libro de Job 10,20-21).
–El Salmo 94 recuerda al pueblo judío, y ahora a nosotros, las prevaricaciones de tiempos pasados: «No endurezcáis el corazón como en Meribá, como el día de Masá en el desierto». Podemos encontrarnos también nosotros en situaciones semejantes. Es mejor: «aclamar al Señor, postrados por tierra, bendiciendo al Señor, Creador nuestro», no sólo con nuestros labios, sino, sobre todo, con el corazón y las obras buenas.
–Colosenses 3,1-5.9-11: Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo. Incorporado al misterio redentor por la renuncia al «hombre viejo» y por la «nueva vida en Cristo», el auténtico cristiano puede superar a diario el riesgo de frustración de su vida para la eternidad. San Agustín ha comentado con frecuencia este pasaje paulino en sus sermones. Escogemos un sermón predicado en Hipona en la octava de Pascua:
«Escuchemos lo que dice el Apóstol: Si habéis resucitado con Cristo... ¿Cómo vamos a resucitar si aún no hemos muerto? ¿Qué quiso decir entonces el Apóstol con esas palabras? ¿Acaso Él hubiera resucitado si o hubiera muerto antes? Hablaba a personas que aún vivían, que aún no habían muerto y ya habían resucitado. ¿Qué significa esto?
« Ved lo que dice: «si habéis resucitado con Cristo saboread las cosas de arriba, buscad las cosas de arriba...» Si vivimos bien, hemos muerto y resucitado; quien, en cambio, aún no ha muerto ni resucitado, vive mal todavía; y, si vive mal, no vive; muera para no morir. ¿Qué significa muera para no morir? Cambie para no ser condenado... A quien aún no ha muerto, le digo que muera; a quien aún vive mal, le digo que cambie. Si vive mal, pero ya no vive, ha muerto; si vive bien, ha resucitado... Por tanto, mientras vivimos en esta carne corruptible, muramos con Cristo, mediante el cambio de vida, y vivamos con Cristo, mediante el amor a la justicia. La vida feliz no hemos de recibirla más que cuando lleguemos a Aquel que vino hasta nosotros y comencemos a vivir con quien murió por nosotros» (Sermón 231,3ss).
–Lucas 12,13-21: Lo que has acumulado ¿de quién será? La misión redentora de Cristo de Cristo Jesús no fue la de solucionarnos la felicidad materialista en el tiempo, sino la de abrir nuestras vidas íntegras a los verdaderos valores de la eternidad, que nos llevan hasta el Padre. Lo afirma San Ambrosio:
«El que había descendido para razones divinas, con toda justicia rechaza las terrenas, y no se digna hacerse juez de pleitos ni repartidor de herencias terrenas, puesto que Él tenía que juzgar y decidir sobre los méritos de los vivos y de los muertos. Debes, pues, mirar no lo que pides, sino a quien se lo pides, y no creas que un espíritu dedicado a cosas mayores puede ser importunado por menudencias. Por esto, no sin razón es rechazado este hermano que pretendía que el Dispensador de los bienes celestiales se ocupara en cosas materiales, cuando precisamente no debe ser un juez el mediador en el pleito de la repartición de un patrimonio, sino el amor fraterno.
«Aunque, en realidad, lo que debe buscar un hombre no es el patrimonio del dinero, sino el de la inmortalidad; pues vanamente reúne riquezas el que no sabe si podrá disfrutar de ellas, como aquél que, pensando derribar los graneros repletos para recoger las nuevas mieses, preparaba otros mayores para las abundantes cosechas, sin saber para quien las amontonaba (Sal 38,7). Ya que todas las cosas de este mundo se quedan en él y nos abandona todo aquello que acaparamos para nuestros herederos; y, en realidad, dejan de ser nuestras todas esas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud acompaña a los difuntos, sólo la misericordia nos sirve de compañera, esa misericordia que actúa en nuestra vida como norte y guía hacia las mansiones celestiales, y logra conseguir para los difuntos, a cambio del despreciable dinero los eternos tabernáculos» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib.VII,122).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Buscar el fondo del problema
Durante este tiempo la Iglesia, por medio del Evangelio de Lucas, nos llama la atención sobre el tema de la vigilancia cristiana. La vida nueva que Dios nos propone, la entrada en el Reino, es un tesoro que debe ser cuidado permanentemente. En los domingos anteriores se nos ha puesto de relieve la importancia de la escucha confiada de la palabra de Jesús y de la oración frente al acoso de las diarias preocupaciones.
Hoy, continuando con esta tónica, Ias lecturas bíblicas insisten sobre el peligro de las riquezas, un tema favorito de Lucas. En efecto, es Lucas el evangelista que más que ningún otro, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, subraya constantemente el peligro que entraña para la vida de fe y para la comunidad cristiana el apego a las riquezas y el afán de lucro.
¿Por qué esta particular insistencia de Lucas? Seguramente porque en aquella época (recuérdese el caso de Ananías, de Simón Mago, etc.) -al igual que ahora y que siempre- el desmedido afán de poseer bienes y riquezas resquebrajó profundamente la unidad de la comunidad, el amor fraterno y la vivencia de la espiritualidad evangélica, cuyo primer objetivo es, como ya sabemos de sobra, la búsqueda del Reino de Dios y de su justicia.
Esta amarga experiencia pudo llevar a Lucas a una desvalorización casi extrema de las riquezas, mientras subrayaba una y otra vez el espíritu de pobreza y desprendimiento radicales. Es así como presenta a las primeras comunidades cristianas, particularmente a la de Jerusalén, viviendo una especie de "socialismo evangélico" con la renuncia de muchos a la posesión de bienes raíces, hasta el punto de que muy pronto dicha comunidad quedó reducida a una pobreza tal, que las demás comunidades del cercano oriente y de Grecia realizaron una colecta para ayudarla. Es Lucas quien nos da todos estos pormenores. Por otra parte, a los efectos de comprender el espíritu de estos textos, es importante colocarse en la situación de aquella época en la que difícilmente se podría encontrar a algún acaudalado que se hubiera enriquecido con su trabajo honesto; al contrario, la explotación de los esclavos y de las clases humildes no tenía, en la práctica, atenuante alguno por parte de las instituciones públicas.
Por eso tanto la palabra «rico» como «riquezas» tenían de por sí, desde el contexto social, un claro y confirmado sentido peyorativo, de la misma manera que la profesión de los publicanos, los recaudadores de impuestos al servicio de Roma. En este sentido, la situación de los países del Tercer Mundo se asemeja mucho más a aquel contexto social. Que era difícil encontrar un rico honesto lo prueba el dicho de Jesús: Es más fácil que entre un camello por el ojo de una aguja que un rico por la puerta del Reino de Dios. Con estas aclaraciones introductorias, podemos releer los textos bíblicos de hoy, que por feliz casualidad coinciden en su temática, lo que seria deseable para todos los domingos. El evangelio nos trae un caso real y una parábola que generaliza el caso.
Ante el requerimiento de alguien que le pedía a Jesús que lo ayudara con su prestigio para la solución del litigio que mantenía con su hermano por la herencia, Jesús se negó rotundamente, ya que -según explicó- no había sido enviado para ser árbitro o juez de conflictos económico-jurídico-sociales.
Sin forzar el significado de este hecho, resulta evidente, a la luz de cuanto ya hemos reflexionado sobre la misión de Jesús y de sus discípulos, que es solamente el interés del Reino de Dios lo que mueve a Jesús y lo que debe mover a la Iglesia, que debe dejar a la propia gente interesada la solución concreta de sus problemas y conflictos. Jesús renuncia a cualquier forma de paternalismo y demagogia.
La respuesta negativa de Jesús no debe ser interpretada en el sentido de que las cuestiones económico-sociales no tengan ninguna relación con el Reino de Dios, como lo prueba la continuación del episodio, pero sí que es inútil pretender resolverlas desde una óptica individualista o pretendiendo que la autoridad religiosa asuma las funciones que corresponden a la civil.
Dicho de otra manera: la predicación de Jesús constituye un fundamento para la ética social, pero no es un código para resolver cada caso particular; y esto vale no sólo para el caso que cita el evangelio de hoy, sino para todas las cuestiones que se refieren al orden temporal de la sociedad. El olvido de tan elemental principio puede llevar a la Iglesia a innecesarios enfrentamientos con la autoridad civil, insistiendo en la regulación jurídica de la vida de los ciudadanos y olvidándose en cambio de su deber primero de explicar a los cristianos el sentido del Evangelio y la relación que pueda existir entre los auténticos valores cristianos -que provienen de Cristo- y las realidades temporales. En caso contrario, se cae en un frío moralismo que, a la hora de la verdad, no favorece ni a los cristianos practicantes ni a los demás ciudadanos del país que se trate. Una norma moral o jurídica, desprovista de su fundamento evangélico o humanista, no provoca más que el rechazo de quienes debieran cumplirla y, a la larga, el desprestigio de la Iglesia y de sus normas. Como muestra de cuanto vamos diciendo, basta observar la reacción de Jesús ante aquel «hermano» que quiso usarlo en beneficio propio.
2. El sentido de la vida
La parábola de Jesús que explica por qué hay que cuidarse de la codicia, nos da el criterio del Reino de Dios frente a la posible adquisición de bienes, vengan éstos por herencia o por trabajo personal.
Jesús desarrolla y perfecciona el criterio del Eclesiastés -libro escrito unos doscientos años antes de Jesucristo- con su característico pesimismo sobre la vida. Hoy no podemos pensar sin más que el trabajo no tiene sentido, ni siquiera que la adquisición de bienes o dinero no lo tenga. La reflexión sobre los valores humanos, sobre el cuerpo y sobre las realidades físicas relacionadas con el hombre, ha avanzado lo suficiente como para que, por no caer en un crudo materialismo, no nos vayamos al extremo opuesto de un angelical misticismo.
Por eso Jesús contrapone dos tipos de riqueza: la riqueza que se transforma en objetivo final del hombre, alienándolo y embruteciéndolo, y la riqueza del hombre-en-sí-mismo que emplea todo cuanto tiene y es al servicio de la riqueza del espíritu. Por este motivo se habla de la «codicia» que es la prostitución de la actividad humana.
El conocido texto de la segunda lectura -de hondas resonancias pascuales-contrapone, por su parte, los bienes de arriba y los bienes de abajo, de acuerdo con la simbología que contrapone con esquemas geográficos o espaciales los valores trascendentes e imperecederos con los intrascendentes y perecederos.
Pablo amplía la perspectiva del texto lucano: junto a la codicia, cita otras maneras de matar el espíritu, sobre todo la fornicación. Eran dos vicios que en el mundo pagano dificultaban la praxis del espíritu evangélico, por lo que Pablo apela al orden nuevo que ha establecido en el mundo la resurrección de Jesús. La Pascua establece una escala de valores y propicia el sentido de la vida humana que se afianza en la búsqueda del Reino y en la construcción de un hombre a la medida de Cristo.
Tan cierto es esto que, si se viviera a fondo el Evangelio, debieran desaparecer, postula Pablo, hasta las grandes diferencias raciales, sociales y religiosas sobre las que se asentaba la vida del imperio romano.
Si bien Pablo recuerda a los cristianos sus deberes morales -lo hace generalmente al final de sus carta-, anuncia, aclara y explica por qué los cristianos debemos vivir con una vida distinta. Para Pablo, Jesucristo muerto y resucitado es el comienzo de un nuevo orden social y religioso, a pesar de que ni él ni los demás cristianos de su época llegaron a entrever el cambio que se podría producir si esos criterios se hubieran llevado a la práctica. Hoy lo vemos más claro, con la desaparición de la esclavitud y una mayor justicia social; entonces, hubiera sido una utopía encontrar la aplicación total del Evangelio a nivel político-social, pero el principio que lentamente cambiaría la historia de occidente fue postulado con suficiente claridad.
En lo que al evangelio de hoy se refiere, los grandes y profundos cambios que se han producido a escala mundial en la concepción social de la vida -con los polos opuestos del capitalismo y el socialismo, y las diferentes posiciones más o menos intermedias- nos dicen que el pensamiento de Jesús sobre este tema no sólo no ha permitido sino que puede ayudar a la humanidad a encontrar una forma más justa de vida. Lo paradójico del caso es que hemos sido los cristianos -por lo general- los más reacios a propiciar un cambio social que disminuya las distancias entre los pocos ricos que tienen mucho y los muchos pobres que tienen poco. Pero también para eso está la liturgia dominical: para que, escuchando con el corazón sincero el Evangelio, reparemos viejos errores y entendamos que todavía tenemos un lugar que ocupar en la historia y una palabra que decir.
Pero el evangelio de hoy, más que en un contexto social se mueve en un contexto antropológico y religioso, como se desprende de la conclusión final de la parábola: de poco vale hacer grandes proyectos exclusivamente volcados en la acumulación de bienes, si, cuando llegue la hora decisiva, el hombre se encuentra vacío interiormente y vacío ante Dios.
El texto pone sobre el tapete la cuestión, siempre temible y seria, del sentido de la vida, tema sobre el cual hemos hecho nuestras reflexiones a lo largo de estos años.
Hablamos del «sentido de la vida», o sea, de la dirección fundamental, de su orientación, de eso hacia lo que tiende y camina. El sentido de la vida es lo que, al fin y al cabo, justifica este duro caminar por el desierto, sufriendo el cansancio y el trabajo, luchando y muriendo, estudiando, comprando o vendiendo... Y es ese sentido lo que da un valor humano no sólo a los bienes que poseamos sino a cualquier actividad que realicemos.
Es desde este sentido de la vida como el hombre se enriquece interiormente, dejando de ser -como decíamos en domingos anteriores- una máquina de hacer o tener cosas para transformarse en un ser creador y consciente de sí mismo y de su futuro.
Los cristianos afirmamos genéricamente que Jesucristo da sentido a nuestra vida, o, como decía Pablo: «Para mí, la vida es Cristo». Sin embargo, no basta esta genérica expresión para que las cosas cambien mucho. Se necesita la reflexión de cada uno para preguntarse si se refiere al Cristo del Evangelio, por un lado, y para ver qué implica vivir hoy y aquí conforme a Cristo, imagen del Padre y prototipo del hombre nuevo, por otro. Siguiendo con el caso de hoy, podríamos preguntarnos qué debiera hacerse para que tanto los bienes materiales, como los culturales, artísticos, científicos, etc., constituyan un bien de toda la humanidad y al servicio del crecimiento de cada hombre, como una forma práctica y concreta de vivir aquello de «amar al prójimo como a uno mismo».
En fin, que si sacáramos todas las consecuencias de estas breves reflexiones evangélicas, tendríamos motivo suficiente para afirmar nuestra confianza en la proyección humana del Evangelio y para iniciar ese cambio que nuestra sociedad tanto requiere.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-Ser rico ante Dios (Lc 12, 13-21)
El Evangelio de hoy afronta nuestras preocupaciones y nuestras tendencias instintivas. El Señor nos pone en guardia: "Guardaos de toda clase de codicia, pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes".
Según su habitual modo catequético, Jesús no se para en este aviso abstracto y lo ilustra con la parábola del rico que almacena sus tesoros para prevenir el futuro con una preocupación clara que es también muy de nuestros días: "Túmbate, come, bebe y date buena vida".
Pero para Jesús las riquezas son sospechosas. Ya el Antiguo Testamento tenía sobre ellas la misma sospecha. Sin embargo, la riqueza era señal de la bendición de Dios. Se atribuye riqueza a los Patriarcas (Gn 13, 2; 26, 12; 30, 43). El Deuteronomio nos dice que Dios desea el bienestar de su pueblo (Dt 8, 7-10; 28, 1-12). Se presenta la riqueza como una forma manifestativa de la gloria de Dios ( Sal 37, 19).
Pero el Antiguo Testamento es también muy consciente de los peligros de la riqueza. "Feliz el rico que es hallado sin mancha" (Eclo 31, 8); "el rico no debe vanagloriarse de sus riquezas" (Jer 9, 22); "la respuesta del rico es dura" (Prov 18, 23); "los ricos de la ciudad son hombres violentos" (Mi 6, 12); "las riquezas producen vanidad" ( Sal 48, 7); "al rico la ansiedad le impide dormir" (Ecle 5, 11). La riqueza es inútil al final de la vida: el rico que está empachado de sus riquezas terminará vomitándolas (cf. Job 20, 15); "el hombre opulento es semejante a un buey que se sacrifica" (Sal 48, 13); "en el día de la cólera la riqueza es inútil" (Prov 11, 4); la riqueza del hombre es el rescate de su vida" (Prov 13, 8); "la riqueza no es eterna" (Prov 27, 24). Aunque la riqueza es un don de Dios, hay que saberla sopesar con mesura y no deja de ser un bien relativo; hay que preferir la sabiduría (1 Re 3, 11; Job 28, 15-19; Sab 7, 8-ll, Prov 2, 4, 3, 15; 8, ll). Además es difícil vivir en la prosperidad siendo fiel, porque la abundancia embota el corazón (Dt 31, 20; Sal 73, 4-9). En Isaías podemos leer una maldición contra la riqueza: "Malditos los que acumulan casa a casa y campo a campo" (Is 5, 8). Es el "Malditos vosotros los ricos" del Evangelio (Lc 6, 24).
Esta es la óptica en la que Jesús presenta su parábola. Aunque la riqueza no es un mal en sí misma, hace muy difícil el camino hacia el Reino.
-¿Qué saca el hombre de su trabajo? (Ecle 1, 2; 2, 21-23) Este texto podría llevarnos a pensar que hay que desinteresarse del trabajo y del progreso. Todo vanidad. Sería comprender mal el pensamiento del autor. Lo que en realidad pide es un equilibrio. El trabajo no debe ser todo en nuestra vida, que debe estar, ante todo, orientada hacia Dios. Se trata de aprender a dar al trabajo su sentido exacto. Cosa, por lo demás, que no aparece del todo claramente en este libro de corte más bien pesimista.
En el Sermón del monte encontramos el pensamiento de Cristo sobre las riquezas; bueno será completarle con la enseñanza de la parábola de la perla preciosa (Mt 13, 45), de la obligación de no servir más que a un solo señor (Mt 6, 24), de la dificultad de seguir a Jesús en el camino de la perfección (Mt 19, 21), de la necesidad de renunciar a todos los bienes para ser discípulo de Cristo (Lc 14, 33).
La riqueza conlleva el peligro de cerrar el corazón; es la idea que expresa el salmo responsorial de hoy, el 94: "No cerréis hoy vuestros corazones".
-Buscar las realidades de arriba (Col 3, 1-5.9-11)
La actitud equilibrada del cristiano de hoy y de siempre, le viene dictada por la realidad que ha surgido en él con su bautismo. Resucitado con Cristo, debe buscar las realidades de arriba Ahí reside el sentido de su vida.
El cristiano es un hombre nuevo, rehecho sin cesar por el Creador a su imagen para irle conduciendo al verdadero conocimiento.
Si hay que hacer desaparecer lo vicios que S. Pablo enumera, entre los que subraya el deseo de placer y el culto a los ídolos, es por lograr el conocimiento verdadero que conduce a la gloria. Buscar las realidades de arriba no es únicamente un consejo moralizante de S. Pablo, sino una consecuencia de toda una ontología nueva: pertenecemos al Reino de arriba; es por tanto normal que estemos libres de las convulsiones y preocupaciones del hombre viejo.