Domingo XV Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 26 junio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Dt 30, 10-14: El mandamiento esté muy cerca de ti; cúmplelo
Sal 18, 8. 9. 10. 11: Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón
Col 1, 15-20: Todo fue creado por él y para él
Lc 10, 25-37: ¿Quién es mi prójimo?
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Raniero Cantalamessa
Homilía (15-07-2007)
domingo 15 de julio de 2007«¿De quién me puedo hacer prójimo, aquí, ahora?»
Nos hemos propuesto, decía, comentar algunos evangelios dominicales inspirándonos en el libro de Joseph Ratzinger-Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret. A la parábola del buen samaritano se dedican varias páginas del libro. La parábola no se comprende si no se tiene en cuenta la pregunta a la que, con aquella, Jesús intentaba responder: «¿Quién es mi prójimo?».
A este interrogante de un doctor de la ley, Jesús responde narrando una parábola. En la música y en la literatura mundial, hay comienzos que se han hecho célebres. Cuatro notas, en determinada secuencia, y cualquier entendido exclama inmediatamente, por ejemplo: «Quinta sinfonía de Beethoven: ¡el destino llama a la puerta!». Muchas parábolas de Jesús comparten esta característica: «Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó...», y todos entienden inmediatamente: ¡la parábola del buen samaritano!
En el ambiente judaico de aquel tiempo se discutía sobre quién debía ser considerado, para un israelita, el propio prójimo. Se llegaba en general a comprender, en la categoría de prójimo, a todos los compatriotas y a los prosélitos, esto es, a los gentiles que se habían adherido al judaísmo. Con la elección de los personajes (¡un samaritano que socorre a un judío!) Jesús viene a decir que la categoría de prójimo es universal, no particular. Tiene como horizonte el hombre, no el círculo familiar, étnico o religioso. ¡Prójimo es también el enemigo! Se sabe que de hecho los judíos «no tenían buenas relaciones con los samaritanos» (cfr. Jn 4, 9).
La parábola enseña que el amor al prójimo debe ser no sólo universal, sino también concreto y activo. ¿Cómo se comporta el samaritano de la parábola? Si el samaritano se hubiera contentado con acercarse y decir a ese desdichado que yacía en su propia sangre: «¡Pobrecito! ¡Cuánto lo siento! ¿Qué ha pasado? ¡Ánimo!», o palabras así, y después se hubiera marchado, ¿no habría sido todo ello una ironía y un insulto? Hizo otra cosa: «Acercándosele, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. A día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y dijo: «Cuida de él y, si gastas algo más, te lo pagaré cuando vuelva»».
Pero lo verdaderamente nuevo, en la parábola del buen samaritano, no es que en ella Jesús exija un amor universal y concreto. La auténtica novedad, observa el Papa en su libro, está en otro punto. Después de narrar la parábola, Jesús pregunta al doctor de la ley que le había interrogado: «¿Quién de estos tres [el levita, el sacerdote, el samaritano] te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?».
Jesús opera una inversión inesperada respecto al concepto tradicional de prójimo. Prójimo es el samaritano, no el herido, como nos habríamos esperado. Esto significa que no hay que esperar pasivamente a que el prójimo se cruce en nuestro camino, tal vez con luces de emergencia y alarmas. Nos toca a nosotros estar dispuestos a percibir quién es, a descubrirle. ¡Prójimo es aquello a lo que cada uno de nosotros está llamado a convertirse! El problema del doctor de la ley aparece derribado; de problema abstracto y académico, se hace problema concreto y operativo. La cuestión que hay que plantearse no es: «¿Quién es mi prójimo?», sino: «¿De quién me puedo hacer prójimo, ahora, aquí?».
En su libro, el Papa realiza una aplicación actual de la parábola del buen samaritano. Ve a todo el continente africano simbolizado en el desventurado que ha sido despojado, herido y dejado medio muerto en la cuneta, y ve en nosotros, los de los países ricos del hemisferio norte, a los dos personajes que pasan de largo, si no incluso a los salteadores que le han dejado en esas condiciones.
Desearía apuntar otra posible actualización de la parábola. Estoy convencido de que si Jesús viviera hoy en Israel, y un doctor de la ley le preguntara de nuevo: «¿Quién es mi prójimo?», cambiaría ligeramente la parábola, ¡y en el lugar de un samaritano pondría a un palestino! Si después le interrogara un palestino, ¡en el lugar del samaritano encontraríamos a un judío!
Pero es muy cómodo limitar el tema a África o a Oriente Medio. Si fuéramos uno de nosotros el que le preguntara a Jesús: «¿quién es mi prójimo?», ¿qué respondería? Nos recordaría ciertamente que nuestro prójimo no es sólo el compatriota, sino también el extracomunitario; no sólo el cristiano, sino también el musulmán; no sólo el católico, sino también el protestante. Pero añadiría enseguida que no es esto lo más importante; lo más importante no es saber quién es mi prójimo, sino ver de quién me puedo hacer yo prójimo, ahora, aquí; para quién puedo ser yo el buen samaritano.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Entrañas de misericordia
«Dio un rodeo y pasó de largo». Hay tantas formas de pasar de largo... Y lo peor es cuando además las enmascaramos con justificaciones «razonables»: «No tengo tiempo», «los pobres engañan», «ya he hecho todo lo que podía...» O peor aún: «hoy día ya no hay pobres». Es exactamente dar un rodeo –aunque sea muy elegante– y pasar de largo. Lo que hicieron el sacerdote y el levita. Y, sin embargo, el pobre es Cristo, que nos espera ahí, que nos sale al encuentro bajo el ropaje del mendigo: «tuve hambre... Estuve enfermo... Estuve en la cárcel».
«Se compadeció de él». Este es el secreto. El verdadero cristiano tiene entrañas de misericordia. No sólo ayuda: se compadece, se duele del mal del otro, sufre con él, comparte su suerte... Y porque tiene entrañas de misericordia llega hasta el final; no se conforma con los «primeros auxilios». Y porque tiene entrañas de misericordia lo toma a su cargo, como cosa propia; y eso que era un desconocido, un extranjero –incluso de un país enemigo, pues «los judíos no se trataban con los samaritanos»–. «Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana».
El buen samaritano es Cristo. Es él quien «siente compasión, pues andaban como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Es él quien no sólo nos ha encontrado «medio muertos», sino completamente «muertos por nuestros pecados» (Ef 2,1). Es él quien se nos ha acercado y nos ha vendado las heridas derramando sobre nosotros el vino de su sangre. Es él quien nos ha liberado de las manos de los bandidos... ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?» «Anda, haz tú lo mismo».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La parábola del Buen Samaritano es una enseñanza para vivir el mandato del amor para con Dios y para con el prójimo. La ley del Señor, recuerda la primera lectura, no es algo exterior a nosotros mismos, sino que se encuentra dentro de nosotros y hemos de llevarla a la práctica. San Pablo, en la segunda lectura, delinea ante nosotros la imagen de Cristo en toda su grandeza. Es el principio de la nueva humanidad en su resurrección de entre los muertos.
Cristo y la caridad serán siempre la clave de toda autenticidad cristiana. El Corazón de Jesucristo, su iniciador y consumador, el Maestro y el Modelo a seguir (LG 40). En el cristianismo todo lo que no se centra en la caridad, puede ser equívoco. Ciertamente es infructuoso para nuestra salvación (1 Cor 13,10).
–Deuteronomio 30,10-14: El mandamiento está muy cerca de ti; cúmplelo. Por la revelación divina, Dios mismo se ha puesto en actitud de diálogo amoroso al alcance de toda conciencia recta. Es en lo íntimo de su corazón donde cada hombre se abre a su Voluntad o la rechaza.
Al autor de este libro interesa sobre todo exhortar al pueblo de su tiempo a reflexionar sobre su vocación y elección y obre las consecuencias nefastas a que ha conducido el abandono de Yahvé, el Dios de los padres, mediante la infidelidad a la alianza sancionada después del éxodo y renovada repetidas veces por Dios a través de los profetas. Como tantas veces ya hemos expuesto con textos patrísticos, todo se concreta en la observancia del Pacto, pues por parte de Dios siempre estará firme su fidelidad.
–El Salmo 68 nos exhorta a buscar al Señor para que viva nuestro corazón. Es como una continuación de la lectura anterior: «Mi oración se dirige a Ti, Dios mío, el día de tu favor; que me escuche tu gran bondad, que tu fidelidad me ayude. Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia, por tu gran compasión vuélvete hacia mí. Yo soy un pobre malherido, Dios mío, tu salvación me levante. Alabaré el nombre del Señor con cantos, proclamaré su grandeza con acción de gracias. Miradlo, los humildes, y alegraos, buscad al Señor y vivirá vuestro corazón. Que el Señor escucha a sus pobres, no desprecia a sus cautivos. El Señor salvará a Sión...»
–Colosenses 1, 15-20: Todo fue creado por Él y para Él. El acercamiento amoroso de Dios a los hombres ha culminado en el misterio entrañable del Corazón de Cristo, centro y culmen de la revelación de la caridad del Padre. Orígenes dice:
«Ahora bien, el alma es movida por el amor y deseo celestes cuando, examinadas a fondo la belleza y la gloria del Verbo de Dios, se enamora de su aspecto y recibe de Él como una saeta y una herida de amor. Este Verbo es, efectivamente, la imagen y el esplendor del Dios invisible, «primogénito de toda creación, en quien han sido creadas todas las cosas en el cielo y en la tierra, las visibles e invisibles» (Col 1,16). Por consiguiente, si alguien logra con la capacidad de su inteligencia vislumbrar y contemplar la gloria y hermosura de todo cuanto ha sido creado por Él, pasmado por la belleza misma de las cosas y traspasado por la magnificencia de su esplendor, como por una saeta bruñida, en expresión del profeta (Isaías 49,2), recibirá de Él una herida salutífera, y arderá en el fuego deleitoso de su amor» (Comentario al Cantar de los Cantares, prólogo).
–Lucas 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo? Cristo, Dios y hombre, en unidad de Persona, ha hecho de la caridad a Dios y a los hombres la plenitud de la ley, como norma de salvación para todos nosotros. Siempre tenemos necesidad de insistir en el precepto del amor. La apologética esencial al cristianismo será siempre la de la caridad». Escuchemos a San Agustín:
«Aquel hombre que yacía en el camino, abandonado medio muerto por los ladrones, a quien despreciaron el sacerdote y el levita que por allí pasaron y a quien curó y auxilió un samaritano que iba también de paso, es el género humano. ¿Cómo se llegó a esta narración? A cierta persona que le preguntó cuáles eran los mandamientos más excelentes y supremos de la ley, el Señor respondió que eran dos... Jesucristo, el Señor, quiso que viésemos a Él representado en el Samaritano... El Señor se nos hace cercano en el prójimo. Él, para hacerse cercano a ti, asumió tu pena, pero no tu culpa, y si la asumió fue para borrarla, no para perpetrarla. Siendo justo e inmortal, estaba lejos de los injustos y mortales. Tú, en cuanto pecador y mortal estabas lejos del justo e inmortal. Él no se hizo pecador, como lo eras tú, pero se hizo mortal como tú. Permaneciendo justo se hizo mortal. Asumiendo la pena sin la culpa, destruyó pena y culpa. Por tanto, el Señor está cerca, no os inquietéis por nada. Aunque corporalmente ascendió por encima de todos los cielos, con su majestad no se alejó. Quien hizo todo está presente en todas partes (Sermón 171,2-3).
Prescindiendo o infravalorando la caridad evangélica (sobrenatural y positiva) el «moralismo» sólo sirve para justificar posturas naturalistas, privadas o sociales, pero nunca de autenticidad cristiana.
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Amar a Dios
El hombre es un peregrino; viajero que no conoce el inmovilismo. Aunque las apariencias le den la sensación de reposo o quietud, jamás respira el mismo aire. Camina por el desierto buscando siempre, aun cuando encuentre, como si avanzara de espejismo en espejismo hacia una meta que no sabe si está dentro o fuera de sí mismo. Pero, ¿qué busca?... O mejor: ¿qué buscamos?
Se lo preguntó un letrado a Jesús: ¿Cómo conseguir la vida, simplemente la vida llena y total, eso que día y noche estoy buscando?
Preguntó para ponerlo a prueba, porque quien sepa responder es un sabio y profeta; de lo contrario de nada sirve su filosofía o su religión. Sin darse cuenta, aquel hombre había puesto el dedo en la llaga. Vivía inmerso en una aparatosa estructura religiosa, tenía toda la experiencia y sabiduría de la ley de los profetas, pero, ¿servía eso para vivir?
En efecto, ¿de qué nos sirve todo lo que tenemos y somos, si en ese todo no está incluida la vida, una vida con sentido, una vida que trascienda el espejismo de hoy y el de mañana?
Por extraño que parezca, pocas veces la teología cristiana ha hecho una pregunta tan concreta. Y si recordamos los años de nuestra formación religiosa, comenzando ya desde el primer catecismo, qué poco se nos dijo de la vida y cuán pocas veces se enfocaron los problemas desde la perspectiva de esto tan urgente y tan universal: vivir.
A menudo las personas que nos llamamos religiosas estamos ocupadas en cumplir una variedad infinita de normas, organizamos esto y lo otro, nos reunimos y discutimos, rezamos y meditamos..., pero ¿todo eso nos hace vivir? ¿Y cuándo se puede decir que una persona realmente vive y no solamente vegeta, o sufre vivir o se resigna a vivir?
En realidad, todo lo que el hombre hace tiene la secreta intención de ser un elemento de vida, y de alguna manera lo es. Pero importa saber si esa vida es -como decía el letrado- "eterna", es decir, plena, auténtica, completa.
Hablamos de un vivir como ser más, recreando permanentemente nuestra existencia desde dentro de nosotros. El que no se recrea a sí mismo no vive; «es vivido» por otros. Y eso se llama dependencia y alienación. El que vive recrea desde su libertad su todo: su yo y su mundo. Eso se llama «autenticidad»: ser uno mismo...
Jesús, como auténtico sabio, no dio una respuesta nueva ni original. Simplemente apeló a la vieja sabiduría humana, a esa corriente vital que recorre a menudo subterráneamente la historia, que a veces desborda y otras se sumerge, permitiendo una y otra vez encontrar sentido al largo caminar. Por eso le preguntó: ¿Qué hay escrito por allí? ¿Qué dice la experiencia de tu pueblo?
La originalidad de Jesús no está en la respuesta que dio al letrado, sino en la conclusión final: «Anda, haz tú lo mismo.» Como si le dijera: Nadie puede hacerte vivir, ni siquiera la religión o la Biblia. Si quieres vivir, camina, construye, recrea. Sé tú mismo. Lo demás son palabras. Y eso lo explicó mejor después con una parábola.
Jesús no le dijo nada «nuevo», sino que cumpliera aquello del amor. Que ame a Dios y que ame al prójimo. Eso es vida. Lo demás es muerte, aunque parezca vida. Lo original no era la idea; ya estaba escrita en la Ley.
Pero sí que amara a Dios con todo su ser. Que amara efectivamente; que redujera todo su aparato religioso a una sola cosa: amar. Eso era más difícil.
Hay cosas en la vida que parecen perogrulladas y, por eso mismo, nadie las cumple. Una de ellas es que lo primero y esencial en la religión es amar a Dios con todo el ser. No es ninguna novedad, y sin embargo...
¿Vivimos el cristianismo como una forma de amor a Dios?
El cristianismo que surge del Evangelio no reconoce otra forma de relación con Dios más que el amor. Sólo el amor. No el miedo al castigo o el deseo de un premio.
No la ley que me obliga bajo pena de pecado mortal, ni la tradición de la familia o del país en el que vivo.
Se nos ha enseñado la ley y los profetas, se nos ha atiborrado de nociones, definiciones, dogmas y normas morales, pero ¿se nos enseñó a amar a Dios? ¿Se nos preparó para una vivencia serena de la fe, para un saber descubrirnos sin temor ante Dios, para darle una respuesta muy «nuestra», salida desde el fondo de nuestra conciencia, amasada de libertad y de convicción personal?
El amor anula la ley, porque el que ama no cumple algo porque está mandado sino que vive lo que la ley del amor le exige. Cumplir la ley es una forma infantil e inmadura de ser cristiano o religioso. La ley del amor libera interiormente; no ata ni esclaviza. Por eso produce paz y alegría, porque es un amor maduro que sabe recibir y sabe dar. No el amor narcisista del niño pequeño que necesita del amor del padre para subsistir. Sí un amor humilde que recibe al otro porque necesita darle al otro.
Dios es «padre», pero padre que separa al hijo del narcisismo que lo une al pecho de la madre. Por eso no nos da la vida, sino que es la vida en cuanto estamos relacionados con él por amor. El que busca las cosas del padre es un hijo inmaduro. Y como hijos inmaduros también a menudo hicimos un Dios Padre a nuestra imagen y semejanza. Hicimos de él una mezcla de tío solterón y de policía...
Revisar nuestra fe desde esta perspectiva ya nos daría trabajo suficiente como para cortar aquí nuestras reflexiones. Pero si queremos encontrar la vida, aún hay algo más.
2. Amar al prójimo
La parábola popularmente conocida como «del buen samaritano» nos dice que el amor al Dios que no vemos debe hacerse realidad en el prójimo a quien vemos. Hoy diríamos que es una parábola de «denuncia» porque pone al descubierto la falsedad de una religión que se contenta con adorar a Dios en el templo, rezar y ofrecerle lo que la ley manda.
En efecto, la ley judía no inculcaba el amor entre judíos y samaritanos; al contrario, preconizaba el desprecio de los heréticos y odiados hermanastros de raza y fe. Pero para amar hace falta hacerse prójimo del otro, sin mirarle la cara, sin preguntarle por sus opiniones. Y esto es más duro que amar a Dios. Por eso aquel letrado tuvo que escudarse en la pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?»
En efecto, la ley prescribía amar al prójimo como a uno mismo, de tal manera que el otro se hace carne de nuestra carne, es decir, hermano. Por eso, quien no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie. Amarse a sí mismo es descubrirse y sentirse como persona, libre y creador de sí mismo. El que ha sabido encontrarse consigo mismo, el que ha roto las dependencias ajenas, el que ha sabido hacer su opción por sí mismo, el que ha sufrido en esa lucha por ser «alguien», podrá amar al otro de la misma manera: como alguien, como persona, deshaciéndose tanto de la indiferencia -como el levita y el sacerdote- como del odio o de la opresión.
A menudo los cristianos no amamos a los demás porque no se nos ha enseñado a amarnos a nosotros. Me refiero a esa ascética religiosa mezcla de dureza y de masoquismo con uno mismo. Después nos volvemos duros y sádicos con los demás. Y a eso lo llamamos "virtud", como si la ternura no fuese más virtud que la dureza.
Si nos odiamos a nosotros, si vivimos una fe sombría y triste, si no descubrimos la alegría de vivir cuidando nuestro cuerpo y nuestra psique, si reprimimos en nosotros los impulsos del amor y de la ternura, ¡pobre del prójimo a quien amemos de la misma forma!
Por lo tanto, hay dos maneras de no amar al prójimo: una, la de los que no saben amarse a si mismos; o sea: la de los que no han descubierto aún su libertad interior y el gozo sereno de estar en el mundo. El masoquismo siempre se une al sadismo, y cuando nos odiamos a nosotros, terminamos odiando al prójimo. Dicho simplemente: cuando vivimos «amargados», terminamos amargando a todo el mundo que nos rodea, pues nadie puede dar lo que no tiene.
Y está la segunda manera de evitar el amor al prójimo: a eso se refiere la parábola. Se trata de los que están dispuestos a amar a todo el mundo, pero nunca encuentran a nadie a quien amar. Son los que preguntan: ¿Dónde está mi prójimo?
Cada uno de nosotros tiene en algún rincón de su corazón a aquel letrado de la ley que, queriendo justificarse, preguntó: ¿Y quién es mi prójimo?
Cuando llega el momento del compromiso, siempre encontramos la excusa salvadora, la pregunta inteligente.
Siempre hay un motivo para prolongar las discusiones, los diálogos, las mesas redondas, los congresos y las reflexiones... y acabar diciendo: «Es un gran problema... Hay que pensarlo bien... No podemos improvisar... Uno nunca sabe lo que puede pasar...» O bien: "Hay que unirse a los demás, pero sin fiarse demasiado... Es cierto que los pobres sufren, pero poco les gusta el trabajo... Se podría hacer mucho por los niños, pero antes hay que reformar a sus padres..." Y así sucesivamente. Es increíble cómo se nos agudiza la inteligencia cuando hay que pasar de las palabras a las obras.
La palabra de Jesús de hoy nos desenmascara y deshace nuestra trampa. Pocas parábolas tan claras como ésta: Alguien está tirado en el camino. No importa su nombre, país, sexo o edad. Bástenos saber que es un hombre que necesita de otro hombre para vivir.
Podemos pasar con alma de levita o sacerdote del templo: con los ojos bajos y cara de piadosos, pensando lo contento que estará Dios por lo bien que cumplimos con el acto litúrgico. Cumplimos hasta el último ritual, incluida la moneda en la alcancía. Pero el ritual no nos dice qué hacer con un hombre necesitado. Lo mejor será «seguir de largo dando un rodeo».
Podemos llegar también con alma de samaritano y descubrir que ese hombre tirado en medio del camino no pertenece a nuestro país, raza, credo o condición social. Y precisamente por eso nos acercamos y, no contentos con prestarle los primeros auxilios, hacemos que otros hagan lo que resta para que ningún detalle sea descuidado. La parábola relata cuidadosamente hasta la cuantiosa suma que el samaritano dejó al dueño de la posada...
Y la misteriosa pregunta de Jesús: «¿Quién de los tres fue prójimo del hombre caído?» Hubiéramos esperado más bien la otra pregunta: ¿Quién amó más a ese prójimo?, porque el prójimo es el otro.
No. «Prójimo» no es alguien que está cerca de nosotros y con el que inevitablemente debemos relacionarnos.
Lo importante es sentirse prójimo del otro; o sea, cercano a uno mismo; tan cercano que se lo ama como a uno mismo. Los tres vieron a aquel hombre caído; pero uno solo se sintió identificado con él; uno solo lo cuidó como se hubiera cuidado a sí mismo.
Con esto, Jesús nos indica claramente que el amor al prójimo es mucho más que la simple simpatía hacia un amigo, la camaradería o la defensa de los que pertenecen a nuestra familia o nación. Es un amor, fruto de una renuncia y del olvido de uno mismo para hacernos «uno-mismo-con-el-otro». Si el amor a Dios es sin límite alguno, tampoco puede haber límite en el amor a los que no-son-yo pero que debo amar como si fueran yo...
La conclusión final es decisiva: Si queremos vivir de veras y no hacer de esta vida un infierno o algo parecido, cumplamos al pie de la letra este evangelio.
La parábola puede ser escrita hoy con otros nombres y personajes: países desarrollados y subdesarrollados, norte y sur, este y oeste, marxismo y capitalismo, patronos y obreros, cristianos y no cristianos, blancos y negros...
Larga es la lista de los anti-prójimos que devuelven actualidad a esta vieja página evangélica. No se trata de amar al que nos ama: eso lo hace cualquiera; no se trata de fraternizar con los que están en nuestra acera. Quien quiere vivir con total intensidad, quien ha roto sus dependencias internas, debe también romper tantos convencionalismos como separan a los hombres, sea por egoísmo, sea por afán de dominio o, simplemente, por la relativa circunstancia de que hemos nacido en este lugar y otros han nacido algunos kilómetros más allá...
Está bien la patria, el hogar y la pequeña comunidad de cada uno; pero eso es una simple circunstancia intrascendente. Lo que trasciende y lo que hace avanzar la conciencia de la humanidad es lograr un poco mas de «proximidad» los unos con los otros.
El cristiano debiera tomar la iniciativa también en esto: hacerse prójimo del otro; crear proximidad afectiva allí donde no la hay.
Al fin y al cabo, cualquiera ama al prójimo. Eso lo cumplen hasta los paganos, decía Jesús. El cristiano es invitado a crear proximidad, a romper barreras, a destruir el odio y la indiferencia.
Es el camino de la vida. Lo demás es muerte...
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
¿Quién es el prójimo? (Lc 10, 25-37)
Lucas es discípulo de Pablo. No es extraño, pues, que sienta una cierta alergia por la letra de la Ley y prefiera el espíritu y el amor. Esta es la mentalidad con que nos refiere la parábola del buen samaritano. La pregunta formulada por un doctor de la ley no deja de ser típica: ~Qué debo hacer? Toda la pregunta gira sobre la obligación: "qué debo" y sobre una Ley que hay que observar: "hacer". Sin embargo, el doctor conoce la Ley y su respuesta a la pregunta que, a su vez, le hace Jesús, es perfecta. Pero su segunda pregunta, provocada por una cierta ostentación, demuestra que no ha calado a fondo en el problema del amor y que el enunciado de la Ley se ha quedado para él en la superficie. Pero esto es importante, porque Cristo le ha respondido: "haz eso"; es decir, observa el amor a Dios y al prójimo "y tendrás la vida". Cristo no rechaza la tradición judía que acaba de citarle el doctor de la Ley haciendo alusión al Deuteronomio (6, 5) y al Levítico (19, 18). La obtención de la vida eterna tiene que ver con la observancia concreta de este doble y único mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
La parábola arroja una gran luz acerca de la identidad del prójimo. Ni el sacerdote, ni el levita que pasan junto al herido tienen sentido del "otro". Este sentido del prójimo lo muestra Jesús, con toda intención, en un samaritano, considerado por los judíos como hereje.
-Poner en práctica la palabra de Dios (Dt 30, 10-14) Para Moisés, se trata de mostrar cómo la Ley no es un código separado del hombre e inaccesible en su majestad, como si estuviera en los cielos. La Ley está muy cerca, está en la boca y en el corazón, es dinámica y principio de vida. De hecho no debería estar separada de la práctica: quien dice Ley debe decir eficacia, práctica concreta. La Ley no está por encima de nuestras fuerzas, ni fuera de nuestro alcance, sino que está muy íntimamente dentro de nosotros. No hay dificultad en unir este pasaje con el capítulo 6 (versículos 4-9), donde leemos precisamente los mandamientos del amor. La Ley se nos presenta allí como principio de vida que se extiende lentamente en el hombre que la pone en práctica.
De este modo somos llevados hacia el evangelio y sus exigencias. Nuestra época apenas es legalista. Esto no significa que no tengamos nada que aprender de este pasaje de la Escritura.
El cristianismo se caracteriza precisamente por esta práctica dinámica del amor a Dios y al prójimo. Este es el testimonio más directo que podemos dar al mundo del dinamismo de nuestra fe: Tener esta palabra de amor en nuestra boca y en nuestro corazón y ponerla en práctica. En nuestra época, en que pretendemos haber descubierto al "otro" y en que se producen cada vez más antagonismos, en el interior mismo de grupos que deberían distinguirse por su sentido del amor y en los que nos devoramos mutuamente en nombre de la apertura a los demás, no deja de tener utilidad el mensaje de este domingo. Se trata de un mandamiento que abre a la vida; y la vida no es accesible si este mandamiento del amor no se vive concretamente, con relación a todos y a cada uno de los hombres. Son muchos los esfuerzos y las prácticas ascéticas, las horas de oración y contemplación que resultan ineficaces en la Iglesia cuando esta palabra de Dios sobre el amor no está en la boca y en el corazón, o cuando permanece en ellos como un principio muerto, sin incidencia en la realidad de la vida. "En esto se conocerá que sois mis discípulos: si os amáis los unos a los otros". ¿Manifestamos este signo?
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Anda, haz tú lo mismo».
La parábola del buen samaritano es aparentemente una historia en la que Jesús no aparece. Y sin embargo lleva claramente su marca; nadie más que él podía contarla en estos términos: que los que debían practicar la misericordia, el sacerdote y el levita, se muestren indiferentes y pasen de largo, y que sea precisamente el extranjero el que tenga compasión del malherido «medio muerto», lo cure, le vende las heridas, lo cuide y, tras su marcha, siga preocupándose de él. Sólo Jesús puede contar esto así, pero no por sus sentimientos humanitarios, sino porque lo que hace el extranjero con el malherido, él mismo lo ha hecho por todos más allá de toda medida. El samaritano es un pseudónimo de Jesús, y cuando se dice al letrado: «Haz tú los mismo», se le está invitando a imitar a Cristo. Un humanista habría hecho algo a medio camino entre la omisión descarada de los dos primeros y la maravillosa obra de misericordia del tercero: quizá se habría dirigido a un puesto de guardia de los samaritanos, habría dado su informe y después habría proseguido su camino. En la sobreabundancia de la obra de misericordia se encuentra el sello de Cristo, algo que remite a la respuesta que Jesús había dado cuando se le preguntó qué hay que hacer para heredar la vida eterna: «Amarás con todo tu corazón», no sólo a Dios, sino también al prójimo.
2. «Por él quiso Dios reconciliar consigo todos los seres». Jesús, que se oculta tras el extranjero de la parábola del evangelio, es en la segunda lectura «el primogénito» en el que "se mantiene» toda la creación. Sin este primogénito, sin este arquetipo, no habría creación alguna. La creación sólo existe porque «en él quiso Dios que residiera toda plenitud y por él quiso reconciliar consigo todos los seres», eliminar todas las disonancias existentes en el mundo, hacer coincidir a todos los contrarios que pugnan entre sí en su paz, lograda «por la sangre de su cruz». También la injusticia social de la que se habla en la parábola, que un hombre esté malherido en medio del camino, que las clases altas de la sociedad, los acomodados espiritual y corporalmente, pasen de largo sin hacer nada, también esto es expiado y reconciliado en la obra del Buen Samaritano, que ha derramado su sangre por el mundo. Por lo demás, no conviene olvidar las palabras del final «Anda, haz tú lo mismo». Pero antes de esta acción, está la obra universal de reconciliación realizada por Jesús, y antes de ésta, su elección como fundamento y arquetipo de la creación entera. La cadena entre estos tres eslabones es irrompible.
3. «El mandamiento está muy cerca de ti». Es precisamente esto lo que inculca ya la Antigua Alianza en la primera lectura, suprimiendo la aparente distancia entre Dios con su mandamiento y el hombre, que debe escucharlo y cumplirlo. La disculpa es tan fácil: el mandamiento del cielo es demasiado elevado, no es aplicable en la vida cotidiana, está demasiado lejos, más allá del mar, sólo pueden ponerlo en práctica los emigrantes y algunos ascetas especiales. No, porque todas las cosas tienen en Cristo su consistencia, el mandamiento está muy cerca de ti: tu conciencia puede percibirlo, está en tu espíritu, puedes comprenderlo, meditarlo, aplicarlo. Si el Logos es el arquetipo de todos los seres, entonces tú eres su imagen, llevas su impronta en ti.
El humanismo no niega la posibilidad de poseer esta ley primordial y de obedecer su imperativo; únicamente no ve que el hombre no es más que expresión y no el sello mismo, y que hay que mirar a este último para saber hasta dónde llega el deber del amor.