Domingo XIV Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 26 junio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 66, 10-14c: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Sal 65, 1-3a. 4-5. 16 y 20: Aclamad al Señor, tierra entera
Ga 6, 14-18: Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Lc 10, 1-12. 17-20: Descansará sobre ellos vuestra paz
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Francisco, papa
Homilía (07-07-2013)
domingo 7 de julio de 2013Queridos hermanos y hermanas:
[...] Nos reunimos de nuevo para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor... Hoy la palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta es sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por Él lo es para ser enviado. ¿Cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la oración.
1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría: «Festejad… gozad… alegraos», dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la alegría? Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un «torrente» de consolación, un torrente de consolación –así llenos de consolación-, un torrente de ternura materna: «Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las rodillas las acariciarán» (v. 12). Como la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo acaricia, así el Señor hará con nosotros y hace con nosotros. Éste es el torrente de ternura que nos da tanta consolación. «Como a un niño a quien su madre consuela, así os consolaré yo» (v. 13). Todo cristiano, y sobre todo nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser consolados por Él, de ser amados por Él. Esto es importante para que nuestra misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla. A veces me he encontrado con personas consagradas que tienen miedo a la consolación de Dios, y… pobres, se atormentan, porque tienen miedo a esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es padre y Él dice que nos tratará como una mamá a su niño, con su ternura. No tengan miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en nuestro corazón: «Consolad, consolad a mi pueblo» (40,1), y esto convertirse en misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios, ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios!
2. El segundo punto de referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los Gálatas, dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (6,14). Y habla de las «marcas», es decir, de las llagas de Cristo Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación. He aquí el misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad, en la hora de la prueba está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y los fracasos. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz –siempre la Cruz con Cristo, porque a veces nos ofrecen la cruz sin Cristo: ésa no sirve–. Es la Cruz, siempre la Cruz con Cristo, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como «criatura nueva» (Ga 6,15).
3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos escuchado: «Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies» (Lc 10,2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias o llamadas al servicio de la generosidad, sino que son «elegidos» y «mandados» por Dios. Él es quien elige, Él es quien manda, Él es quien manda, Él es quien encomienda la misión. Por eso es importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; ¡y cuántas veces nosotros, los consagrados, pensamos que es nuestra! La convertimos… en lo que se nos ocurre. Pero no es nuestra, es de Dios. El campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es sobre todo gracia. La misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración, encontrará en ella la luz y la fuerza de su acción. En efecto, nuestra misión pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor.
Queridos seminaristas, queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino vocacional. Uno de ustedes, uno de sus formadores, me decía el otro día: évangéliser on le fait à genoux, la evangelización se hace de rodillas. Óiganlo bien: «la evangelización se hace de rodillas». ¡Sean siempre hombres y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios la misión se convierte en función. Pero, ¿en qué trabajas tú? ¿Eres sastre, cocinera, sacerdote, trabajas como sacerdote, trabajas como religiosa? No. No es un oficio, es otra cosa. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras, está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada decisión y acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de los compromisos más urgentes y duros. Cuanto más les llame la misión a ir a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo, lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la fecundidad pastoral, de la fecundidad de un discípulo del Señor!
Jesús manda a los suyos sin «talega, ni alforja, ni sandalias» (Lc 10,4). La difusión del Evangelio no está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor.
Queridos amigos y amigas, con gran confianza les pongo bajo la intercesión de María Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas con libertad, sin miedo. Que Ella les ayude a dar testimonio de la alegría de la consolación de Dios, sin tener miedo a la alegría; que Ella les ayude a conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez más intensa con el Señor en la oración. ¡Así su vida será rica y fecunda! Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Poneos en camino...
«¡Poneos en camino!». Todo cristiano es misionero. Bautizado y confirmado, es enviado por Cristo al mundo para ser testigo suyo. En cualquier situación o circunstancia, en cualquier época o ambiente, el cristiano es un enviado, va en nombre de Cristo, para hacerle presente, para ser sacramento suyo. Y las palabras de Jesús revelan la urgencia de esta misión ante las inmensas necesidades del mundo y, sobre todo, por el anhelo de su corazón. ¿Me veo a mí mismo como un enviado de Cristo en todo momento y lugar?
«No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias». El que va en nombre de Cristo se apoya en el poder del Señor. Su autoridad no viene de sus cualidades, ni su eficacia de los medios de que dispone. Al contrario, su ser enviado se pone de relieve en su pobreza, y el poder del Señor se manifiesta en la desproporción de los medios: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (Hch 3,6), Lo más contradictorio con el apóstol es la búsqueda de seguridades fuera de Cristo.
En este contexto la expresión «el obrero merece su salario» significa «comed y bebed de lo que tengan», es decir, vivid de limosna. Una Iglesia que no es pobre no es ya la Iglesia de Jesucristo y, por tanto, no puede producir frutos de vida eterna.
«Os he dado potestad para pisotear todo él ejercito del enemigo». Una Iglesia que va en nombre de Cristo, pobre apoyada sólo en él, no tiene motivos para asustarse ni desanimarse ante el mal. Con las armas de Cristo –no las de este mundo: 1 Cor 2,1-5; 2 Cor 10,4-5– ha recibido poder para combatir y vencer el mal.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Los profetas vaticinaron como signo de los tiempos mesiánicos la alegría del espíritu. Esto aparece en la primera lectura, tomada de Isaías. En el Evangelio los 72 discípulos vienen alegres después de la misión que les confió Cristo entre los samaritanos. Pero a esa alegría no se llega sino a través de la cruz, como nos lo dice San Pablo en la segunda lectura.
A la luz del Evangelio es difícil pensar que tenga vida auténticamente cristiana quien, aun siendo fiel a sus deberes religiosos y morales, nunca se ha tomado en serio su vocación y su responsabilidad en el apostolado, con la palabra, con el propio comportamiento y con la oración.
–Isaías 66,10-14: Yo haré derivar hacia ella como un río la paz. Frente a la religiosidad cerrada y racial del «Israel de la carne», Dios anunció ya en los oráculos mesiánicos la universalidad salvífica de la Nueva Jerusalén, esto es, la Iglesia, y el gozo y la alegría de los que la aman y evangelizan.
El Dios del creyente es el Dios de la paz, como aparece en muchos pasajes del Antiguo Testamento y del Nuevo. Sus intervenciones entre los hombres son siempre portadoras de la paz. Con ese término se quiere resumir la situación del pleno bienestar en todos los órdenes de la vida humana desde lo más elemental para su propia subsistencia hasta los dones más preciados del orden sobrenatural: la justicia, el gozo, la alegría, el consuelo, el perdón, la misericordia y la gloria futura. San Beda dice:
«La verdadera y única paz de las almas en este mundo consiste en estar llenos del amor de Dios y animados de la esperanza del cielo, hasta el punto de considerar poca cosa los éxitos o reveses de este mundo... Se equivoca quien se figura que podrá encontrar la paz en el disfrute de los bienes de este mundo y en las riquezas. Las frecuentes turbaciones de aquí abajo y el fin de este mundo deberían convencer a este hombre de que ha construido sobre arena los fundamentos de la paz» (Homilía 12, Vigilia de Pentecostés).
También San Cirilo de Alejandría dice:
«Se promete la paz a todos los que se consagran a la edificación del templo de la Iglesia, ya sea que su trabajo consiste en el oficio de catequistas y pregoneros de los sagrados misterios, ya sea que se entreguen a la santificación de sus propias almas, para que resulten piedras vivas y espirituales de todo el edificio» (Comentario al profeta Ageo).
–Con el Salmo 65 proclamamos: «aclamad al Señor, tierra entera». La Iglesia canta jubilosa al ver cumplidas en ella las promesas del Antiguo Testamento. Son muchas las actuaciones del Señor en su Iglesia durante veinte siglos de cristianismo. Así ha considerado este Salmo la tradición patrística: «Tocad en honor de su nombre, cantad himnos a u gloria; decid a Dios; ¡Qué temibles son tus obras! Que se postre ante Ti la tierra entera, que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre. Venid a ver las obras de Dios, sus temibles proezas en favor de los hombres... Alegrémonos con Dios, que con su poder gobierna eternamente. Fieles de Dios, venid a escuchar, os contaré lo que ha hecho conmigo. Bendito sea Dios que no rechazó mi súplica; ni me retiró su favor».
–Gálatas 6,14-18: Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La actuación del Apóstol ha sido valiente y en todo similar a la de Cristo, por eso se considera como un crucificado para el mundo y de modo especial para los judíos. De este modo se libra de las realidades mundanas, que tienen ante Dios un valor muy relativo. Sobre el valor de la cruz, comenta San Juan Crisóstomo:
«La realidad de la cruz parece algo vergonzoso, pero sólo en el mundo y entre los incrédulos, ya que en el cielo y entre los creyentes es una gloria y una gloria grandísima. Ser pobre, en efecto, parece algo vergonzoso, mas para nosotros es un motivo de gloria; ser despreciado es para muchos algo que provoca risa, nosotros, en cambio, nos gloriamos de ello. Para nosotros, efectivamente, la cruz es motivo de gloria...
«¿Qué es la gloria de la cruz? Que Cristo tomó para mí la forma de siervo y cuanto sufrió lo sufrió por mí, un esclavo, un enemigo, un ingrato, y así fue su amor, hasta el punto de entregarse por mí. ¿Podría existir algo semejante? Si los siervos se sienten orgullosos porque sus amos, que tienen su misma naturaleza, los alaban, ¿cómo no hemos de gloriarnos cuando el Señor, el verdadero Dios, no se avergüenza de la cruz por amor nuestro?... Llevo en mi cuerpo las señales de Jesucristo. No dijo «tengo», sino «llevo», como el que se enorgullece por los trofeos o las insignias reales, aunque éstas, de nuevo, parezcan un motivo de deshonor. Sin embargo, èl se enorgullece de sus heridas y como los soldados condecorados, él se regocija en llevarlas» (Comentario a la Carta a los Gálatas 4).
–Lucas 10,1-12.17-20: Vuestra paz descansará sobre ellos. El camino de Jesús hacia los hombres pasa por los hombres. No son los cristianos meta del mundo; ellos son los preparadores del camino, los que ponen, sin imponer, ante los hombres, la Buena Nueva. San Ireneo explica esta mediación de la Iglesia en la transmisión del Evangelio:
«La única fe verdadera y vivificante es la que la Iglesia distribuye a sus hijos, habiéndola recibido de los apóstoles. Porque, en efecto, el Señor de todas las cosas confió a sus apóstoles el Evangelio, y por ellos llegamos nosotros al conocimiento de la verdad, esto es, de la doctrina del Hijo de Dios. A ellos dijo el Señor: «el que a vosotros oye a Mí me oye»... (Lc 10,16). No hemos llegado al conocimiento de la economía de nuestra salvación si no es por aquellos por medio de los cuales nos ha sido transmitido el Evangelio. Ellos entonces lo predicaron, y luego, por voluntad de Dios, nos lo entregaron en las Escrituras, para que fueran columna y fundamento de nuestra fe (1Tim 3,15)» (Contra las herejías 3,1,1-2).
Y San Agustín insiste:
«Nadie es docto si a la razón contradice; nadie es cristiano si rechaza las Escrituras; nadie es amigo de la paz, si lucha contra la Iglesia» (Tratado sobre la Santísima Trinidad 4,6,10).
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Como corderos en medio de lobos».
En el gran discurso misional del evangelio, Jesús envía a sus discípulos «como corderos en medio de lobos». La imagen es terrible. Humanamente considerado, semejante envío podría parecer irresponsable. Jesús puede decir algo semejante únicamente porque él mismo ha sido enviado por el Padre como el «Cordero» en medio de los hombres, que se comportan como lobos con respecto a él, para que así se consiga el triunfo del «Cordero como degollado» que le hace digno y capaz de soltar todos los sellos de la historia del mundo (Ap 5). Jesús ha venido a los hombres completamente indefenso; su única arma era su misión, la cual, mientras duró, le protegió contra el ataque de sus enemigos, aunque a veces tuvo que librarse de ellos a escape. Jesús desarma primero completamente a los que tienen que anunciar su mensaje: a los «pocos obreros»; éstos en primer lugar deben desear la paz: no importa que ésta sea aceptada o no; y si esa paz no es aceptada, en modo alguno hay que tratar de imponerla por la fuerza, sino que hay que marcharse a otro sitio. Pero tanto a los que los acogen como a los que los rechazan, sus mensajeros deben anunciarles que el reino de Dios está cerca, para que la gente pueda prepararse convenientemente, pues el tiempo apremia. No deben alegrarse o entristecerse por el éxito o el fracaso; el éxito no está incluido en la misión; el verdadero éxito se encuentra únicamente en el Señor de las misiones, que mediante su cruz ha expulsado a Satanás del cielo. El Cordero de Dios solo «ha vencido»: «ha vencido el león de la tribu de Judá», en cuyo honor se entonan grandes cantos de alabanza en el cielo (Ap 5,5.9ss). Únicamente en él, y no en sí mismos, tienen los enviados «potestad para pisotear... todo el ejército del enemigo». Esta certeza debe bastarles a los enviados como consuelo.
2. «Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús».
En la segunda lectura el apóstol habla en nombre de la Iglesia de Cristo. La indefensión de Jesús y de sus discípulos se ha transformado ahora en su estar crucificados, en el que la aparente derrota se mostrará como la verdadera victoria. El mundo aparentemente victorioso está crucificado, es decir, está muerto y es inofensivo, mientras que el apóstol «está crucificado para el mundo», ha hecho inofensivo lo que es mundano en él. Y estas dos cosas en virtud de la cruz de Cristo, que es lo único de lo que Pablo se gloría. Que lleve «en su cuerpo las marcas de Jesús», es sólo el signo de su seguimiento estricto, un seguimiento en el que Pablo es ciertamente consciente de la distancia que le separa del Señor («¿Ha muerto Pablo en la cruz por vosotros?»: 1 Co 1,13). Sólo a partir de la cruz de Cristo puede Pablo, en nombre de la Iglesia (del «Israel de Dios»), prometer «paz y misericordia» a todos los que «se ajustan a esta norma»: que la victoria sobre el mundo se encuentra únicamente en la cruz de Jesús y en sus efectos sobre la Iglesia y sobre el mundo.
3. «Como a un niño a quien su madre consuela».
En esta «norma» se encuentra toda la riqueza de la Iglesia, que es la madre que nos alimenta y de cuyas ubres abundantes, como dice la primera lectura, debemos mamar hasta saciarnos. La Iglesia no tiene más consuelo para sus hijos que el que le ha sido dado por Dios: que en la cruz de Jesús el amor de Dios se ha convertido en algo definitivamente tangible para el mundo; que sólo a partir de ella puede hacerse derivar hacia la Iglesia, y a través de ella hacia el mundo, «la paz como un torrente en crecida».
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Al servicio del Reino
En los domingos anteriores hemos reflexionado acerca de las exigencias del discipulado. Si Jesús no establece divisiones ni discriminaciones entre él y los suyos, también es cierto que les propone el mismo camino de fidelidad al Padre que él ha adoptado para sí mismo. Hoy cerramos este ciclo de meditaciones sobre el seguimiento de Cristo preguntándonos cuál pueda ser la misión del discípulo de Jesús en el mundo. Este tema que Lucas desarrolla tan ampliamente en los Hechos de los Apóstoles, nos es propuesto hoy a raíz de la elección y misión de los «Setenta y dos discípulos», que, si parecen tener una categoría inferior con respecto a los Doce en cuanto a organización interna de la comunidad cristiana, no parecen tener una misión distinta en cuanto a la evangelización.
Estos setenta y dos laicos que formaron con las mujeres y los Doce la primera comunidad cristiana, forman lo que hoy llamaríamos un laicado comprometido que interpretó su vocación cristiana como un servicio al Reino de Dios. Su elección a cargo directo de Jesús, su misión y la forma de desarrollarla son como la «regla fundamental» de toda comunidad cristiana que se precie de tal, sea ésta laica o religiosa, ya que las exigencias cristianas son iguales para todos por el simple hecho de ser llamados por Cristo, sin que la diferencia de estructuras o formas de vida sea motivo para que supongamos que existen dos formas de cristianismo. Por todo ello, el texto evangélico de hoy tiene una importancia particular.
Lo primero que nos llama la atención y que debe ser punto de entrada de nuestras reflexiones es el encuadre general del relato. En efecto, todo él tiene como perspectiva general la cercanía del Reino de Dios, cercanía y presencia que constituyeron no sólo el contenido de la predicación de los Doce y de los Setenta y dos, sino que son el horizonte que jamás hemos de perder de vista cuanto queremos referirnos a la acción de la Iglesia en el mundo y a la misión concreta de los cristianos.
Jesús, ante la visión de un mundo maduro para la acción del Reino de Dios, parece tomar conciencia de lo exigua que podrá ser su acción y la de los Doce si no incorpora otros obreros para la siega mesiánica. A menudo la presencia definitiva de Dios en el mundo es comparada, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, con la obra de un segador que junta en gavillas a los hombres, buenos y malos.
El gran segador ha llegado. No es él el dueño de la mies, sino el obrero principal, el hijo que trabaja para el Padre. Quienes se unan a Cristo para su empresa evangelizadora, no pueden perder esta perspectiva fundamental: Trabajáis para el Reino de Dios, un Reino que «está cerca de vosotros».
Sabido es que Jesús no se ocupó directamente de organizar una Iglesia tal como hoy la entendemos. Su mente estaba puesta en otra tarea mucho más importante: dirigir la mirada de los suyos hacia el Reino de Dios para que todo lo que se haga en adelante lo sea teniendo en cuenta esa perspectiva. Bien vale aquí la conocida frase del Señor: «Buscad primero el Reino y su justicia (su salvación) y todo lo demás vendrá por añadidura.» La organización de la Iglesia es una tarea pospascual y estará a cargo, de una manera más bien improvisada, de los Doce y sus colaboradores, tal como lo describe el segundo libro de Lucas. Es que la Iglesia -o sea, la comunidad de los que siguen a Jesús- nace de la conciencia de la pertenencia al Reino y de la conciencia de una misión particular en el mundo con relación al anuncio de ese mismo Reino. No estaba en la mente de Jesús fundar una nueva religión tal como hoy la entendemos ni crear un aparato eclesiástico como el que hoy tenemos, entre otros motivos por la conciencia que él tenía de la proximidad absoluta del Reino, que pronto sería instaurado tal como los profetas lo anunciaron, de lo que se hace eco el texto de Isaías que hoy constituye la primera lectura: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella... porque así dice el Señor: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz...»
Fue sólo con el correr del tiempo cuando los cristianos tomaron conciencia de que la Parusía o Segunda Venida del Señor se prolongaba más de lo calculado. Y entonces las numerosas comunidades desparramadas por los rincones del imperio romano se vieron en la necesidad de afirmar día a día su organización, adoptando por lo general los modelos hebreos con las adaptaciones del caso.
Lo que hoy nos interesa no es describir ese proceso sino afirmarnos en el punto de partida: los cristianos hemos sido llamados para trabajar en la mies del Reino de Dios cuya salvación universal -justicia y paz- es el objetivo último. Lo demás es añadidura, relativa y precaria al mismo tiempo.
Es posible que hoy se nos haga un tanto difícil entender esto, ya que estamos tan imbuidos de un cristianismo institucionalizado y clericalizado, que hemos llegado a perder de vista lo más esencial. Dicho más claramente: la Iglesia no es fin en sí misma ni debe predicarse a sí misma, sino que toda ella está metafísicamente en relación con el Reino de Dios, a quien debe obediencia y para quien sirve con todas sus fuerzas.
A menudo a lo largo de estos tres ciclos litúrgicos hemos tenido la oportunidad de reflexionar sobre este tema que, si nada tiene que ver con una posición hostil o descalificadora hacia la Iglesia en cuanto comunidad organizada, sí pone el dedo en la llaga sobre un abuso histórico que aún sobrevive: la absolutización de la Iglesia como tal y con ella la sobrevaloración de la burocracia clerical, en detrimento, no sólo del laicado, sino de toda la misión de la Iglesia, cuerpo de Cristo, como comunidad de salvación, de justicia y de paz universales.
Para comprender todo esto, nada mejor que ponernos en la posición del mismo Jesús: no se predicó a sí mismo en ningún momento, renunció a todo título de nobleza religiosa, y, sin embargo, fue condenado a muerte porque anunció el punto de vista de Dios sobre la vida humana, a pesar de que ello lo ponía en contradicción con lo que era entonces la religión oficial de su pueblo y de él mismo.
Hoy, veinte siglos después, acercándonos al segundo milenario de su nacimiento Y muerte, los cristianos necesitamos volver a la página evangélica de hoy para corregir cierto rumbo que, en cierta manera, ha desvirtuado lo que Jesús consideró como lo único importante.
Si todavía nos quedaran dudas al respecto, nada mejor que continuar con el relato evangélico, duro y radical como nunca.
2. Total pobreza evangélica
Todas las indicaciones que Jesús da para el viaje misionero y para la actividad de los Setenta y dos, si tenemos en cuenta su espíritu, pueden resumirse en una sola idea general: desprendeos de vosotros mismos, desprendeos de todo apoyo material, poned vuestra confianza en la fuerza de Dios y caminad en su nombre.
Como es característico de Lucas cuando de la pobreza se trata, exagera el lenguaje en beneficio de la radicalidad de su mensaje.
Hasta los peregrinos más pobres tenían derecho a un pequeño bolso, un bastón y un manto para cubrirse por la noche. Jesús soslaya la importancia de estos elementos, dada la trascendencia del anuncio del Reino y la premura con que se debía actuar. De ahí la indicación de no detenerse en «saludar», cosa que en los pueblos orientales implica un gran ahorro de tiempo, pues el saludo lleva a largas charlas intrascendentes.
Por lo demás, que no se olviden que su único saludo es dar la paz, la paz de Dios, sin que les preocupe si será bien o mal recibida. El cristiano es el hombre de la paz, a pesar de que a menudo podrá parecer un extraño por eso mismo. ¿Y cómo vivir? A medida que la paz avanza y crece en los de buen corazón, esa paz volverá a ellos en forma de ayuda, de comida y de hospedaje, «porque el obrero merece su salario».
En cuanto a lo que tienen que hacer es también muy simple: hacer presente el Reino con el cuidado y curación de los enfermos y predicar la cercanía de ese Reino que ya ha llegado.
Aún hoy nos quedamos pasmados ante tan tremenda sencillez, y más pasmados cuando comprobamos que de esa pobreza espiritual y material surgió «eso» que hoy llamamos cristianismo.
Si bien es cierto que hoy no pretendemos cumplir estas indicaciones al pie de ]a letra, como sucedió con ciertas órdenes mendicantes en sus comienzos históricos, no menos cierto es que a la luz de este texto podríamos revisar el espíritu de nuestras comunidades apostólicas, tanto laicas como religiosas.
Los cristianos somos llamados por Cristo para ponernos al servicio de la paz y de la salud de todo el pueblo, tomando las palabras «paz» y «salud» en su sentido más amplio. Esta tarea nos exige aligerar la carga institucional, no sea que todo el tiempo y todas las energías se nos vayan en aprovisionarnos nosotros para terminar en un trabajo cuyo único objetivo es aumentar las vituallas y comodidades.
Una de las formas de vivir la pobreza evangélica es la pobreza institucional. Si pensamos en todo el potencial económico, político, humano, etc. de la Iglesia y lo poco que se invierte en una acción desinteresada en beneficio «de los pobres del Señor», no podemos menos de sentirnos avergonzados. Pero hay más: el escándalo de una Iglesia que se avitualla a sí misma en detrimento de los pobres es un constante sabotaje a la presencia del Reino de Dios en el mundo y una traición a Jesucristo.
De ahí nuestro punto de partida: la Iglesia debe estar al servicio del Reino de Dios y de su justicia; de lo contrario se transforma pronto en una anti-Iglesia que necesita ser evangelizada primero para que sus palabras puedan tener algún sentido.
Pastoralmente todo esto es muy importante: no se sirve al Reino de Dios con grandes iglesias, suntuosos edificios y toda una maquinaria económica y burocrática, sino con un desapego total a toda forma de poder para confiar solamente en que vale la pena empeñar una vida para que en el mundo haya un poco más de paz y de justicia.
El evangelio de hoy nos invita a una reflexión comunitaria para tocar el fondo del problema. Se nos invita a «ponernos en camino», rompiendo el inmovilismo de nuestras comunidades laicas y religiosas que quieren alabar a Dios sin servir a los hermanos; se nos urge a desprendernos de un secular peso que nos coarta para actuar con la libertad interior, fruto de la verdad de Cristo hecha carne en nuestra vida.
También es Pablo el que hoy nos dice: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo.» El cristiano clava en la cruz los criterios de felicidad mundana y se clava a sí mismo para sentirse servidor de la comunidad.
Lo que queda de esta reflexión está a cargo de vosotros ya que no estamos ante un texto falto de claridad, sino todo lo contrario. Revisemos la forma de vida de nuestra comunidad, sus objetivos, su manera de vivir y de relacionarse con los demás, sus intereses encubiertos, la sinceridad de su preocupación por los demás..., y entonces nos encontraremos con que la página de hoy nos traza un modelo ejemplar de lo que tiene que ser la Iglesia universal y cada comunidad en particular.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
Alegría de la misión (Lc 10, 1... 20) El Evangelio del domingo 11.° (ciclo A) proclama el texto paralelo de S. Mateo (9, 36-10, 8). Pero en S. Lucas tiene características especiales que merece la pena descubrir. Además, la primera lectura nos invita a leerlo con un ángulo de mira particular: el de la paz y la alegría de los que han cumplido su tarea y anunciado el Reino.
Jesús escogió a los que iba a enviar. Pero la insistencia no se pone este domingo en la elección, como en los domingos 11.° y 15.° del ciclo A. En esta ocasión se pone el acento en la actividad misionera y particularmente en el gozo que de ella resulta. Con todo es importante la atribución de la función al mensajero que anuncia la venida de Jesús. Jesús envía a sus discípulos a aquellos mismos sitios a los que El irá luego. Por tanto, Ia misión consistirá, sobre todo, en anunciar su venida, hacer su presentación a las gentes, hacer una primera apertura a la fe y abrir el apetito ante su llegada. El texto tiene un significado muy particular para los lectores de S. Lucas. En la Iglesia de estos primeros tiempos, Ia de los Hechos de los Apóstoles, también se designan y envían discípulos (Hech 1. 24: 6. 3-6: 13. 2-3: etc.) y su misión consiste en anunciar a Cristo que vendrá al final de los tiempos. Jesús recomienda que se haga oración por ellos, como hemos visto en S. Mateo (13. 39). Y después baja a los detalles de la actividad misionera. El papel de los enviados no es fácil: corderos en medio de lobos. A pesar de esta situación de oposición que a veces llegará a ser tan neta que ni siquiera serán recibidos, los misioneros al entrar en las casas desearán para ellas la paz. Vienen efectivamente a anunciar el Reino de Dios. El deseo de paz se convierte y toma entidad concreta: "la paz reposará sobre la gente de paz y si no volverá a vosotros". La paz, fruto del Espíritu según la carta a los Gálatas (Ga 5, 22), está vinculada a la llegada del Reino de Dios. Los misioneros no llevarán nada consigo. Pueden aceptar la alimentación a cambio de los servicios incomparables que ofrecen: dar la paz a las casas. S. Pablo da también la misma consigna (1 Co 9, 14; 1 Tim 5, 18). Los misioneros pueden detenerse algo en las aldeas y ciudades y darán consistencia a su anuncio del Reino curando a los enfermos y dando la explicación: "El Reino de Dios ha llegado hasta vosotros".
Pero los misioneros que llevan la paz y anuncian el Reino no siempre son recibidos. Entonces, de parte de Dios, harán el signo profético del juicio. Los Hechos nos cuentan este mismo gesto de Pablo y Bernabé en Antioquía de donde son expulsados. Sacuden el polvo de sus pies (Hech 13, 51). Al final del texto que leemos hoy se levanta la perspectiva del juicio que será más severo para estas aldeas y ciudades en las que el Reino ha sido anunciado que para la misma Sodoma.
Asistimos ahora a la vuelta de los misioneros. Vuelven llenos de alegría, con admiración propia de gente joven: hasta los espíritus malos se les han sometido cuando les han expulsado en nombre de Jesús.
La respuesta de Jesús está llena de ánimos para los discípulos y es un complemento teológico sobre la eficacia de la misión en nombre de Jesús. Su apostolado en nombre de Jesús significa el fin del reinado de Satanás al que Jesús ve caer del cielo como un rayo. Visión apocalíptica del fin de los tiempos. Jesús les ha dado sus propios poderes de aplastar a las serpientes: de destruir las fuerzas del mal. Pero sobre todo les da ánimos y alegría anunciándoles que sus nombres están inscritos en el cielo.
La alegría de los tiempos mesiánicos (Is 66, 10-14) Los que llevaban luto reciben la invitación a alegrarse. Efectivamente Jerusalén, por sus infidelidades, fue castigada con el látigo del exilio. Pero el destierro ha terminado y ya se está produciendo el regreso progresivo de los exilados; la ciudad comienza a animarse nuevamente; esto provoca la admiración del Profeta en los versículos que preceden inmediatamente al texto que se proclama en este día (Is 66, 8). La paz vuelve a Jerusalén, el Señor la encauza hacia ella como un río. Y el Profeta describe la alegría de la paz que vuelve.
Toda esta alegría se expresa en el canto de salmos que hoy nos son familiares:
Cuando Yahve hizo volver a los cautivos de Sión
como soñando nos quedamos;
entonces se llenó de risa nuestra boca
y nuestros labios de gritos de alegría.
¡Sí, grandes cosas hizo con nosotros Yahvé,
el gozo nos colmaba! (Sal 126).
Este domingo nos trae la frescura de sentimiento de la primera Iglesia que ve cómo lentamente van siendo realidad los frutos de su misión en nombre del Señor Jesús. Se palpa el estremecimiento de alegría que pasa por ella, la palpitación de sentido de Dios al ver que su Reino se extiende. Los discípulos han anunciado la venida del Señor y de su paz.
¿Experimentamos también nosotros, hoy día, este mismo estremecimiento? ¿No es verdad que nuestras reacciones son mucho menos entusiastas? Los siglos se han ido sucediendo y sin embargo la historia, con sus páginas dramáticas y a veces tan poco edificantes, guarda tanto del pasado como del presente un panorama magnífico que debería provocar en nosotros alegría y paz.
Esto que es verdad referido a la Iglesia lo es también referido a cada uno de nosotros. ¿Está centrada suficientemente nuestra misión en el anuncio del Reino de Cristo y damos siempre la paz y la alegría? Aquellos con quienes nos relacionamos, ¿pueden detectar en nosotros la alegría de la paz porque nos ven convencidos de lo que vivimos y de que el Reino está cercano y presente? Estas reflexiones son importantes y se imponen como fundamento primero de toda técnica misionera: expandir la alegría de la paz porque el Reino está ahí. Estas reflexiones se imponen también a cada uno de nosotros...