Domingo XI Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 6 junio, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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2 S 12, 7-10. 13: El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás
Sal 31, 1-2. 5. 7. 11: Perdona, Señor, mi culpa y mi pecado
Ga 2, 16. 19-21: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí
Lc 7, 36—8, 3: Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Congregación para el Clero
Homilía
Es verdaderamente un mensaje de alegría y liberación el que nos ofrece la Palabra de Dios en este Domingo: es la alegría de sentirnos liberados del pecado, por pequeño o grande que sea, que nos oprime, que nos atormenta, nos encierra en nosotros mismos, disminuye nuestras energías, está siempre allí, demostrándonos que estamos demasiado atados a nuestras miserias, como si fuéramos un pájaro con las alas heridas.
Quisiéramos volar hacia lo alto, hacia el cielo, pero nos sentimos aplastados en la tierra... Esto provoca en el cristiano una gran tristeza.
De aquí que la Iglesia nos proponga hoy la posibilidad de celebrar y, por tato, de tener presente en nuestra vida la misericordia de Dios: una misericordia que se difunde continuamente por todo el mundo, que alcanza a todo hombre y se agiganta en el momento en que el hombre mismo, confesando su pecado, se reconoce pecador. En este reconocerse débil se lleva a cabo un encuentro entre el amor de Dios que perdona y el gemido del hombre, que explota en un himno de alegría al sentirse aceptado nuevamente por Dios.
Esta es la enseñanza que se extrae de la primera Lectura, en la cual el autor pone en evidencia el gran pecado de David: nada menos que haber organizado la muerte de Urías para tomar como mujer a su consorte Betsabé.
En el pasaje de la Escritura, David representa todas las conductas que hoy se difunden en la sociedad: traiciones, engaños, violencias, pero al mismo tiempo es considerado como el santo del Antiguo Testamento, el predilecto de Dios, colmado de beneficios. En síntesis, podemos definirlo como “el santo-pecador”, en cuanto que alterna momentos de gran elevación espiritual, con miserias, culpas, bajezas.
David es realmente santo, porque sabe cada vez huir de la situación de pecado mediante dos fuerzas que corrigen y vencen sus pecados: la humildad y la ilimitada confianza en Dios.
Estas dos prerrogativas se condicionan mutuamente, en cuanto que nadie puede abrirse a la confianza en Dios si no es humilde, y nadie puede ser humilde si no encuentra en el mismo Dios su apoyo, su justificación, su refugio.
Por estas dos virtudes, David sabe huir de la morsa del pecado que lo atenaza, consiguiendo levantarse tenazmente de las pasiones que lo alteran, para volver a Dios, a la misericordia de Dios en la cual confía completamnte.
Este tema se retoma en el pasaje del Evangelio. En él se reafirma no sólo la alegría del perdón en una pobre criatura, sino que, más aún, se demuestra la fuerza creadora de un gesto de perdón que sólo Dios puede dar.
El relato evangélico de la pecadora, transmitidio sólo por Lucas, pone en evidencia un gesto de amor fuerte, al que le sigue un gran acto de misericordia. La pecadora se sabe objeto de desprecio público, pero no por eso siente miedo se enfrentar a la gente y de entrar a la casa del fariseo en la que se encuentra Jesús.
Es el suyo un comportamiento del que el mismo Jesús dirá que sólo puede darse por la fe grande que ella tiene. Es una fe que ha encendido en su corazón un impulso irrefrenable de amor, de reconocimiento, de devoción y de gozo. La mujer, en efecto, ha descubierto que, en Jesús, Dios ofrece, a todos los que verdaderamente se arrepienten y cambian de vida, el perdón de los pecados.
La pecadora descubrió la santidad de Jesús, por lo cual no se atreve a ungir su cabeza sino sólo los pies, para no contaminarlo. Pero el contacto le es suficiente para poder comenzar una vida nueva, completamente renovada por el amor.
Todo ello es fruto de la fe, de la certeza de haber recibido el perdón de los propios pecados y de la conciencia de que el sincero arrepentimiento había sido acogido por el Señor, que había visto en la profundidad de su corazón un corazón penitente.
Por este motivo, Jesús cuenta la parábola de los dos deudores: para hacer entender a Simón la realidad de aquella situación y para demostrar que Él es verdaderamente profeta y mucho más que profeta, en cuanto que lee sus pensamientos y conoce bien los sentimientos de la mujer que llora a sus pies. En efecto, si el mayor reconocimiento es el de quien ha sido más beneficiado, es comprensible lo que se ha obrado en la mujer que, habiendo cometido muchos pecados, capta mucho más la grandeza de ese perdón.
En el fariseo Simón no se podía encontrar un comportamiento semejante, puesto que se reconocía justo a sí mismo. Había invitado a Jesús a su casa, pero su amor por el Maestro no iba más allá del simple respeto. Jesús le hace notar su actitud repasando todos los gestos de la mujer y subrayando el significado de todos ellos.
En pocas palabras, Jesús señala la nueva situación que se crea en el creyente por medio de la fe. En Cristo, Dios nos ofrece el perdón total de nuestros pecados. Esta es la novedad inaudita de la historia humana, el misterio conmovedor de la infinita benevolencia de Dios: todos somos pecadores y el único camino para la salvación es el de la fe, porque ella conduce al arrepentimiento y el arrepentimiento al amor.
Nos lo recuerda también San Pablo, afirmando que la fe nace del descubrimiento de que en Cristo somos amados sin medida y la prueba es que el mismo Jesús se ha ofrecido por nosotros. Así ha demostrado su amor, un amor que de tal manera nos atrae, que podemos decir con San Pablo: “ya no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí”.
Raniero Cantalamessa
Homilía (17-06-2007)
domingo 17 de junio de 2007Fue una mujer con un frasco de perfume
Hay páginas del Evangelio en las que la enseñanza está tan unida al desenvolvimiento de la acción que no se percibe plenamente la primera si se la separa de la segunda. El episodio de la pecadora en casa de Simón –que se lee en el Evangelio del XI domingo del Tiempo Ordinario- constituye una de éstas. Se abre con una escena callada; no hay palabras, sino sólo gestos silenciosos: entra una mujer con un frasco de aceite perfumado; se acurruca a los pies de Jesús, los empapa en lágrimas, los seca con sus cabellos y, besándolos, los unge con perfume. Se trata casi con certeza de una prostituta, porque esto significaba entonces el término «pecadora» referido a una mujer.
En ese momento, el objetivo se desplaza al fariseo que había invitado a Jesús a comer. La escena es aún callada, pero sólo en apariencia. El fariseo «habla para sí», pero habla: «Al verlo, el fariseo que le había invitado, se decía para sí: "Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora"».
En ese punto del Evangelio toma la palabra Jesús para dar su juicio sobre la acción de la mujer y sobre los pensamientos del fariseo, y lo hace con una parábola: «"Un acreedor tenía dos deudores: uno debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Como no tenían para pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?". Respondió Simón: "Supongo que aquél a quien perdonó más". Le dijo Jesús: "Has juzgado bien"». Jesús, sobre todo, da a Simón la posibilidad de convencerse de que Él es, de hecho, un profeta, visto que ha leído los pensamientos de su corazón; al mismo tiempo, con la parábola, prepara a todos para comprender lo que está a punto de decir en defensa de la mujer: «"Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor. En cambio, a quien poco se le perdona, poco amor muestra". Y le dijo a ella: "Tus pecados quedan perdonados"».
Este año se celebra el octavo centenario de la conversión de Francisco de Asís. ¿Qué tienen en común la conversión de la pecadora del Evangelio y la de Francisco? No el punto de partida, sino el punto de llegada, que es lo más importante en toda conversión. Lamentablemente, cuando se habla de conversión, el pensamiento se dirige instintivamente a lo que uno deja: el pecado, una vida desordenada, el ateísmo... Pero esto es el efecto, no la causa de la conversión.
Cómo sucede una conversión es perfectamente descrito por Jesús en la parábola del tesoro escondido: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra y lo esconde de nuevo; después va, lleno de alegría, vende todo lo que tiene y compra ese campo». No se dice: «Un hombre vendió cuanto tenía y se puso a buscar un tesoro escondido». Sabemos cómo acaban las historias que empiezan así. Uno pierde lo que tenía y no encuentra ningún tesoro. Historias de ilusos, de visionarios. No: un hombre encontró un tesoro y por ello vendió todo lo que tenía para adquirirlo. En otras palabras: es necesario haber encontrado el tesoro para tener la fuerza y la alegría de vender todo. Fuera metáforas: primero hay que haber encontrado a Dios; después se tendrá la fuerza de vender todo. Y esto se hará «llenos de gozo», como el descubridor del que habla el Evangelio Así aconteció en el caso de la pecadora del Evangelio, en el caso de Francisco de Asís. Ambos han encontrado a Jesús y es esto lo que les ha dado la fuerza de cambiar.
He dicho que el punto de partida de la pecadora del Evangelio y de Francisco era distinto, pero tal vez no es del todo exacto. Era diferente en apariencia, en el exterior, pero en profundidad era el mismo. La mujer y Francisco, como todos nosotros, estaban en busca de la felicidad y se percataban de que la vida que llevaban no les hacía felices, dejaba una insatisfacción y un vacío profundo en sus corazones.
Leía estos días la historia de un famoso converso del siglo XIX, Hermann Cohen, un músico brillante idolatrado como niño prodigio de su tiempo en los salones de media Europa. Una especie de joven Francisco en versión moderna. Después de su conversión, escribía a un amigo: «He buscado la felicidad por todas partes: en la elegante vida de los salones, en el ensordecedor jaleo de bailes y fiestas, en la acumulación de dinero, en la excitación de los juegos de azar, en la gloria artística, en la amistad de personajes famosos, en el placer de los sentidos. Ahora he encontrado la felicidad, de ella tengo el corazón rebosante y querría compartirla contigo... Tu dices: "Pero yo no creo en Jesucristo". Te respondo: "Tampoco yo creía y es por eso que era infeliz"».
La conversión es el camino a la felicidad y a una vida plena. No es algo penoso, sino sumamente gozoso. Es el descubrimiento del tesoro escondido y de la perla preciosa.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: La gratitud del perdonado
«Tus pecados están perdonados». Destaca en este relato la gratitud y la alegría por el perdón. Todos los gestos de esta mujer muestran que a Jesús le debe todo: «sus muchos pecados están perdonados». El gozo la inunda. Y la gratitud también. Sus lágrimas no son de arrepentimiento, sino de alegría, de gozo agradecido. Su amor a Jesús es respuesta de quien se sabe amada generosamente, gratuitamente; es respuesta a aquel que la amó primero (cf. 1Jn 4,19).
«Tu fe te ha salvado». Como buen discípulo de Pablo, Lucas sabe bien que sólo Jesús salva, y que esta salvación se acoge por la fe. Esta mujer se sabe sin méritos propios. No se ha salvado ella: ha sido salvada. Ella ha creído en Jesús, se ha fiado de él; y Jesús ha volcado sobre ella todo su poder salvífico convirtiéndola en una mujer nueva.
«Has juzgado rectamente». Todo esto es lo que muestra claramente la parábola que Jesús propone a Simón el fariseo. La parábola es de una lógica aplastante. Sin embargo, Simón no es capaz de sacar sus consecuencias en el plano religioso. El fariseo que todos llevamos dentro se rebela ante el hecho de recibir la salvación como don gratuito. Quisiéramos poder exhibir derechos ante Dios, quisiéramos no depender de Él totalmente. La gratitud y el gozo son los mejores signos de que hemos sido salvados.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-El perdón y el amor (Lc 7, 36-8, 3)
El episodio de la pecadora que baña con sus lágrimas los pies de Jesús, los enjuga con sus cabellos, los cubre de besos y los unge con perfume es uno de los episodios más conocidos. No se ha dejado de explotar este episodio indiscriminadamente, sobre todo en nuestros días, en favor del primado del amor; palabra ambigua que habría que utilizar con más precisión.
Lo importante para nosotros es la parábola que Cristo propone a su anfitrión, que duda del carácter de profeta de Jesús porque éste no parece saber quién es esa mujer. La parábola es sencilla y no vamos a insistir en ella. Pero la conclusión puede dejarnos perplejos. La traducción española constituye ya una cierta interpretación del texto, interpretación, por otra parte, muy válida; los pecados de esa mujer le son perdonados porque tiene mucho amor. Jesús ha podido constatar este amor en las actitudes de la pecadora arrepentida. Y la perdona: "Tus pecados están perdonados".
Como de costumbre, los invitados se preguntan quién es éste que tiene el poder de perdonar los pecados. Los invitados tienen a su alcance todos lo elementos necesarios para responder por sí mismos a la pregunta. pero ¿cómo ver a Dios en aquel hombre Jesús? Y Jesús insiste: "Tu fe te ha salvado". En otras palabras: la pecadora ha reconocido que la salvación únicamente viene de Dios. Es la fe de todo cristiano lo que se expresa aquí.
Cristo continúa su recorrido anunciando el Reino de Dios. El hecho de que perdona los pecados ha permitido a muchos comprender la presencia del reino.
-El Señor ha perdonado (2 Sam 12, 7-10.13)
La historia de David prepara de algún modo la comprensión de la proclamación del evangelio de hoy. Lo que debe atraer nuestra atención en esta lectura del libro de Samuel no es tanto el severo reproche de Dios, sino el acto inmediato de arrepentimiento de David. El relato no deja que se produzca retraso alguno en la concesión del perdón por parte del Señor. Apenas David ha reconocido su pecado, cuando ya ha sido perdonado. Por otra parte el texto litúrgico ha reducido el texto bíblico original, abreviando los reproches del Señor; lo importante en la celebración de hoy efectivamente, es la misericordia del Señor. Los dos relatos que nos ofrece la liturgia de hoy tienen una misma estructura de fondo. La misma actitud del Señor se repite una y otra vez: al arrepentimiento siempre corresponde el perdón. En ambas lecturas tenemos sendos ejemplos bien significativos.
Las dificultades que los cristianos encuentran hoy con respecto al sacramento de la penitencia podrían hallar una vía de solución en la meditación de estos dos ejemplos. El acto de fe en el Señor, a través de su instrumento y su "sacramento" que es la Iglesia, perdona el pecado y hace que el pasado quede borrado. Indudablemente, una casuística demasiado humana y una presentación de un Dios difícil e irritable han podido contribuir a crear un obstáculo que muchos cristianos no consiguen superar. El sacramento de la penitencia ha conservado una fisonomía demasiado negativa; no se experimenta en el suficientemente y de modo sensible la vida que el Señor desea devolver a quien se arrepiente, y muchas veces el mismo confesionario no irradia esa alegría pascual de la reconciliación.
La reconciliación con Dios es acto de fe y, por consiguiente, acto de culto en la alegría y la adoración. Evidentemente, las celebraciones comunitarias podrán hacer que se recupere progresivamente el sentido de este sacramento, a condición de que se presente sobre todo en sus aspectos positivos de reconstrucción del hombre pecador y de restauración de su unión con el Señor.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «He pecado contra el Señor»
El pecado de David, del que informa la primera lectura, es grande: abrasado por la concupiscencia, para conseguir a una mujer, se ha convertido en un asesino. Su pecado es más grave porque David ha sido agraciado por Dios con esplendidez. Ha sido ungido como rey de Israel, su enemigo ha sido sometido y las mujeres de éste han caído en sus brazos. Pero éstas no le bastaban, quería acostarse con otra, con la mujer de Urías el hitita. Se le impone un castigo: la espada no se apartará de su casa, y también el hijo de Betsabé morirá. Sólo entonces se llena de compunción y confiesa su pecado; y tras esta confesión, se le perdona su culpa.
2. Muy distinto es el perdón del que se habla en el evangelio.
A la pecadora que importuna en el convite del fariseo, se le perdonan sus muchos pecados porque tiene mucho amor. ¡Qué declaración más misteriosa! Ciertamente con el «mucho amor» no se está pensando en sus pecados eróticos. Y sin embargo, aunque la prostituta era una amante extraviada y pecaminosa, era y es una mujer de alguna manera amable y amada, no instalada en su propia justicia, y en su amor aún impuro encontrará la gracia divina del perdón un punto de contacto para impulsarla a este maravilloso testimonio de arrepentimiento. «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios» (Mt 21,31). No es que el amor de la prostituta haya movido a la misericordia de Dios a perdonarla, para que ella pueda después demostrar al Señor un amor grande y puro. Pero el concurso de la gracia siempre preveniente y del principio de un amor auténtico en la mujer constituye un todo que no debemos intentar disociar. En el escaso amor del que se cree justo, el amor divino que perdona sólo puede arraigar difícil e insuficientemente. La parábola que Jesús cuenta a su anfitrión fariseo (la del prestamista que tenía dos deudores: uno que le debía quinientos y otro cincuenta denarios), es y seguirá siendo paradójica: pues en realidad el fariseo debe mucho más a Dios que la pecadora. La parábola se pronuncia desde el horizonte espiritual del fariseo. Pero quizá se pueda establecer un nexo con la historia de David, pues el gravísimo pecado de éste tampoco procede en último término de un corazón malvado y obstinado, sino de un amor extraviado por el pecado. Por eso se hunde enseguida cuando se le acusa, se arrepiente y confiesa su culpa.
3. «El hombre no se justifica por cumplir la ley».
La enseñanza de Pablo en la segunda lectura puede entenderse como una explicación del evangelio. Pablo es un fariseo y un pecador que ha sido perdonado. Pero Jesús le ha convencido de su pecado («¿por qué me persigues?»), y su falso celo ha sido transformado por la gracia en un celo autentico. Por eso está «muerto para la ley, porque la ley me ha dado muerte»; con su perseverancia en el camino de la ley (que produce el pecado: Rm 7) ha llegado a su fin; no por sus propias luces sino por la gracia del que se le ha revelado como el Crucificado -por la ley, pero Crucificado por mí- y lo ha crucificado con él. Crucificado en el amor a Cristo, un amor que -Pablo lo sabe bien- es la única causa de mi conversión a la pura entrega. Ahora ya no están frente a frente mi yo y la ley que yo debo guardar, sino el Cristo que me ama y mi fe (es decir, mi entrega) en él, o mejor: esta relación ha quedado superada porque el Señor, que me ha tomado consigo, a mí y a mi pecado, me posee en sí, de manera que ya no vivo en mí mismo, sino en él; o mejor aún: «Es Cristo quien vive en mí».
Alfredo Sáenz, S.J.
Palabra y Vida
El evangelio de hoy nos presenta a Jesús frente a la pecadora. La escena es como una concreción de la novedad del Testamento Nuevo.
Cristo vino para revelarnos las verdades del orden sobrenatural, una de las cuales, y no la menor, es la caridad. "Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros". ¿Qué caracteriza al amor cristiano? ¿Qué lo distingue de las otras formas de amor, del amor humano?
1. El amor a los pobres
Los más necesitados fueron siempre los que recibieron con mayor disposición el mensaje de Cristo. Los primeros en acudir a su presencia fueron los pastores, los primeros llamados a adorar al Humilde. Jesús mismo quiso identificarse con ellos: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis".
En los últimos años, distintos sectores de la vida social y política, e incluso de la misma Iglesia, han intentado manipular el tema de los "pobres", no siempre con fines y métodos auténticamente cristianos.
El Señor nos enseñó que debemos amar a los pobres en silencio y con obras. Pobre es el "necesitado", sea de cosas materiales, sea de espirituales. Hay quienes no tienen techo, pasan hambre, o sufren diversas injusticias. Pero también existen los que viven en el error, en la ignorancia o en el pecado; los que no saben de Cristo y de su gracia. Los que carecen de paz, alegría o felicidad. ¡Son tantos los pobres que nos rodean! Su presencia constituye una exhortación implícita para que ejercitemos con ellos nuestra caridad, para que la demostremos en hechos, y no con palabras o discursos.
2. El amor a los pecadores
Amar a los pobres. Y amar también a los pecadores. Toda la obra redentora de Cristo puede resumirse en el perdón al hombre que había pecado. El Divino Redentor vino a curar nuestras enfermedades: "No son los sanos sino los enfermos los que necesitan médico". Las figuras del buen pastor, del padre del hijo pródigo o del buen samaritano; los casos concretos del buen ladrón, de san Mateo o de María Magdalena, ilustran expresivamente el amor de Dios manifestado en Cristo.
Lo que caracteriza justamente al amor de Dios es la misericordia. ¿Un Dios que ame al hombre? Podría ser... ¿Un Dios que ame al justo? Era lógico... ¡Pero un Dios que ame al pecador! He aquí la gran locura divina. Ante ello reaccionaron indignados los fariseos, cerrándose así a la gracia de Cristo.
El perdón de Cristo exige, por cierto, un previo arrepentimiento del hombre pecador, pide de él un cambio de vida. "No peques más" le dirá a la mujer prostituta. Nada alegra más a Dios que la conversión de un pecador. San Lucas nos habla de esa alegría divina en tres parábolas de su evangelio: la de la oveja perdida, la de la dracma y la del hijo pródigo. Alegría de Dios porque ha encontrado la oveja, la dracma y al hijo perdido... "Alegría por un pecador que se convierte".
La gran novedad del Evangelio es la misericordia de Dios. El fariseo del episodio de hoy representa al Antiguo Testamento. Cristo deja que la mujer se le acerque (lo mismo que el leproso), le permite que derrame el perfume, que llore sobre sus pies y los seque con sus cabellos. ¡Tamaño escándalo! Imaginemos a María Magdalena, al leproso, a Zaqueo, a san Pedro o a san Pablo buscando el perdón o la salud en Anás, en Caifás o en los escribas y fariseos. Jamás habrían alcanzado el perdón. Las puertas del cielo hubieran permanecido cerradas para ellos, y en esta vida hubiese sido menester apedrearlos...
Cristo nos exhorta a no desesperar. Desde la Cruz quiere conquistar nuestro corazón, recordándonos todo lo que hizo para perdonamos. Por graves que hayan sido nuestros pecados, recordemos siempre aquella verdad: "Antes se va a cansar el hombre de pecar que Dios de perdonar".
Lo único que el Señor espera de nosotros es nuestro sincero arrepentimiento. Anhela que nos convirtamos haciendo todo lo posible para dejar atrás nuestra vida de pecado. Pero lo que más nos pide es que tengamos misericordia con los demás. Habrá un juicio sin misericordia para quien no practicó la misericordia. Quiere que perdonemos para ser "perdonados". Que no juzguemos para no ser "juzgados".
3. El amor a los enemigos
Además del amor a los pobres y a los pecadores, el Señor nos exhorta al amor de nuestros propios enemigos. He aquí lo máximo del amor cristiano. La gran locura. Lo que parece un imposible. Tal vez perdonar a los amigos que nos han ofendido pueda resultar relativamente fácil. ¡Pero amar al enemigo! ¡Amar al que me hizo mal! ¡Amar al que me odia, al que me calumnia, al que me margina, al que me quitó el trabajo! ¿Cómo se debe entender esto? ¿Cómo se logra llevar a la práctica este amor?
Ciertamente que Cristo no nos pide que amemos lo malo del enemigo. Tampoco nos pide que experimentemos un amor sensible hacia el que nos hace un mal. Pero sí que lo amemos con nuestra voluntad. Él nos enseñó, mediante su ejemplo y su palabra, que se trata de un amor arduo y difícil, pero no imposible. Nos enseñó que debemos hacer el bien al que nos aborrece, ayudarlo en sus necesidades, rezar por él para que se convierta y se salve. Pero lo más heroico, lo máximo del amor cristiano, es llegar a perdonar como lo hizo Cristo desde la Cruz: "Padre perdónalos..." Con sus palabras nos perdona y con su muerte nos redime. ¡Al fin y al cabo qué es la Redención sino el perdón de todos nuestros pecados!
La misericordia de Cristo resplandece en que nos ha perdonado con su sufrimiento y con su muerte, dando la vida por nosotros cuando todavía éramos enemigos suyos. No le bastó con hacemos el bien o ayudamos, como el buen samaritano, o interceder con plegarias por el hombre caído. Si Dios Padre quiso manifestar cuánto nos amaba "entregándonos a su Hijo único" para salvamos, el Hijo "se entregó a sí mismo", y así nos redimió.
"Obras son amores", nos enseña Santa Teresa. Practiquemos el amor a nuestros enemigos. Poniendo pequeños actos de amor, haremos posible lo que creemos un imposible a los ojos humanos.
Dentro de unos instantes nos vamos a acercar al sacramento del Amor, al sacramento del "Amor de los amores". Pidámosle a Jesús escondido en la Eucaristía que nos contagie de su caridad, de su amor. Pidámosle la gracia de amar lo que Él amó: a los necesitados, a los pecadores y a los enemigos. Pidamos también la gracia de amar como Él amó: con un amor sin límites, hasta el propio sacrificio. Tengamos por cierto que si tenemos en nuestro corazón y expresamos con nuestras obras este triple amor, podemos en verdad decir que nuestro amor es auténticamente cristiano.
José María Solé Romá
Ministros de la Palabra: Ciclo C
II Samuel 12, 7-10. 13:
Esta narración ha dejado en la Historia Salvífica y en la Teología profunda huella por las interesantes enseñanzas que contiene:
— El pecado de David narrado con toda su objetividad y crudeza. Ni se calla ninguna de las circunstancias agravantes. El Rey ha sido elegido por Dios; y colmado de honores, victorias y predilecciones como ningún otro personaje de la Historia de Israel. A estas predilecciones divinas va ahora a responder David con pecados gravísimos que ofenden a Dios, manchan la Alianza y escandalizan a todo el pueblo: Adulterio del Rey con agravio despiadado de uno de sus más fieles soldados: mientras este leal soldado —Urías— está en campaña, David comete adulterio con Bersabé, esposa de Unas. Al adulterio sigue el asesinato. Un asesinato tramado villanamente, cínicamente. El mismo Unas lleva en sus manos, en pergamino sellado que ha de entregar a Joab, la sentencia que David ha fulminado contra el fiel servidor. A sangre fría la ejecuta Joab; y al recibir David la noticia de: «Misión cumplida», celebra la boda con Bersabé, sin que asome el mínimo remordimiento a su conciencia. Es uno de esos asesinos a los que la conciencia no les advierte que sus manos chorrean sangre, porque la astucia al servicio de las pasiones conduce al cinismo y a la insensibilidad moral.
— Tan grave ataque a la Ley de la Alianza no puede dejar mudos a los Profetas, guardianes de su pureza y fidelidad. El Profeta Natán se enfrenta con el poderoso y atolondrado Rey; y en nombre de Dios le conmina con los castigos divinos. Su apólogo o parábola, ordenada a despertar la conciencia y el arrepentimiento del Rey David, hizo impacto inmediato; y lo sigue haciendo a través de los siglos en miles de conciencias. Haríamos bien en leerlo y aplicárnoslo hoy, que tanto se va perdiendo la conciencia del pecado.
— David será ejemplar de pecador penitente. Su humildad, su dolor, sus lágrimas de contrición sincera parecen palpitar en el Salmo «Miserere», que será por siempre más la oración del corazón contrito y humillado. Nos sería muy provechoso recitarlo siempre que nos acercamos al Sacramento de la Penitencia.
Gálatas 2, 16. 19-21:
Ante la asamblea de Antioquía y ante una falta de tacto de Pedro (no error doctrinal), Pablo defiende el camino a seguir. El Evangelio ni es ni debe parecer una secta Mosaica:
— La Ley no puede dar otra santidad que la ritual o cultual; mera sombra y preanuncio de la que lo es de verdad: la gracia. Pedro defendió esta verdad en Act 11, 1-18. Si en Antioquía se atiene a la Ley Mosaica es en consideración de los judíos allí residentes; para evitar su escándalo. Pero con ello hace daño a los muchos cristianos de la gentilidad que hay en la Comunidad de Antioquía. La gran autoridad de Pedro podría convertir en un deber lo que él hace sólo para no exacerbar a los «judaizantes». Pablo ve el peligro de que éstos hagan de la conducta de Pedro una tesis y una bandera; e impongan la Ley Mosaica a todos los convertidos de la gentilidad. Esto era cerrar la puerta al Evangelio entre los gentiles. Y contenía el peligro de un gravísimo error dogmático: que la «Salvación» pendiera de la Ley y no de Cristo. S nos salva Moisés, ¿a qué ha venido Cristo? Pablo, que fue celoso fariseo, conoce esto existencialmente y con claridad meridiana desde que en Damasco se pasó de los brazos yertos de la Ley a los brazos salvadores de Cristo crucificado y resucitado.
— Esta su hermosa experiencia vivencial nos queda cincelada en aquella su frase inmortal, de la que teólogos y místicos extraerán sus luces y sus ardores:
«Vivo, mas ya no yo; es Cristo quien vive en mí» (20). Mi «yo», mi persona, si sólo cuenta con el propio caudal o si sólo recibe ayuda de otro débil y limitado como yo, ni que sea Moisés, no tiene más destino que el fracaso y la muerte. Pero Cristo, Hijo de Dios, se me entra en lo más íntimo de mi ser y sin destruir mi personalidad física e individual me llena de su Espíritu; ya vivo de El; ya vive El en mí; ya soy hijo de Dios; ya soy inmortal. La fe y adhesión vital a Cristo, por tanto, no me empobrece. Me dignifica. Me plenifica.
Lucas 7, 36-8, 3:
Este Evangelio nos recuerda cómo encontrarse con Jesús es encontrarse con la Salvación, por grandes que sean nuestros pecados. El los perdona todos porque los expía todos. Él los perdona todos porque es la Misericordia de Dios, el rostro visible de la Bondad de Dios.
— Esta «pecadora» no es la Magdalena (8, 2), ni María de Betania (Jn 11, 1). Es innominada.
— La Ley es sólo para llegar a Cristo. Sólo Cristo nos da la Salvación. Retornar a la Ley y exigirla como condición salvífica sería anular a Cristo. Es evidente:
— La clave para interpretar la parábola de Jesús nos la da el v 47: La pecadora responde con señales de inmensa gratitud y amor porque sabe que se le perdona mucho. El fariseo es incapaz de todo esto, porque es incapaz de entender y reconocer que necesita el perdón.
— Es muy exacta la definición que los fariseos han dado de Jesús, bien que la dan maliciosamente. Sí, Jesús es amigo de pecadores. Esta es nuestra suerte. Su misericordia no tiene medida. Sólo se pierde el que por orgullo o contumacia rechaza el perdón del Salvador, que todos necesitamos.