Domingo X Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 23 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
1 R 17, 17-24: Mira, tu hijo está vivo
Sal 29, 2y 4. 5-6. 11-12a y 13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Ga 1, 11-19: Reveló a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles
Lc 7, 11-17: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
«Le dio lástima». Este relato –que sólo Lucas nos refiere– muestra la compasión y la bondad de Cristo. El corazón se le va espontáneamente hacia los más pobres y más desprotegidos. El difunto es un joven, la mujer –que además era viuda– queda completamente desvalida, este hijo era el único... Es un milagro que nadie pide, sino que brota totalmente de las entrañas misericordias de Cristo el Señor.
«A ti te lo digo, levántate». Al mismo tiempo, llama la atención en toda la escena la autoridad soberana de Jesús: Él toma absolutamente la iniciativa, manda a la mujer no llorar, manda al joven levantarse... Junto con la misericordia, irrumpe en la historia el poder de Dios. Porque todo sucede conforme a su palabra: lo dice y lo hace.
«Dios ha visitado a su pueblo». En efecto, la visita de Dios es salvífica. Todos quedan sobrecogidos, pues los acontecimientos se han desarrollado de manera contraria a las previsiones. La muerte ha sido derrotada. Ningún mal puede resistir a la acción todopoderosa de Dios en su Hijo Jesucristo. Basta que nos dejemos visitar por Él. ¿Cómo seguir diciendo que «todo tiene remedio menos la muerte»? Es contradictorio ser cristiano y poner límites a la esperanza.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La resurrección del hijo de la viuda de Naín, que relata el Evangelio de hoy es una prefiguración de la resurrección del mismo Cristo, pero ante todo es un gesto de piedad por parte del Señor a una madre. El profeta Elías había actuado de una manera semejante ante la angustia de la pobre viuda de Sarepta, un país pagano, que le había dado hospitalidad.
–1 Reyes 17,17-24: Tu hijo está vivo. Elías fue aun entre los paganos el hombre de Dios. Como profeta de Yahvé era también un instrumento del poder divino sobre la muerte y la vida entre los hombres. Dios nos ha dado la vida y nos ha dado la gracia divina. Nuestra vida humana es un don de Dios. Pero más aún lo es nuestra vida divina por la gracia. Estábamos muertos por el pecado y hemos resucitado por el perdón otorgado por Cristo. Por eso gozosos cantamos en el salmo responsorial: «Te ensalzaré, Señor, porque me has librado».
–El Salmo 29 es un himno de acción de gracias por la salvación recobrada; pero podemos recitarlos en sentido individual y colectivo por la liberación de todo peligro, angustia y dolor. La gran victoria es la que Cristo obtuvo de la muerte, del pecado, del abismo eterno. El dolor es un misterio, aun para el mismo creyente, pero en Cristo se ha hecho luz y amanecer radiante con su gloriosa resurrección. El dolor sufrido con Cristo se hace redentor, capaz de satisfacer por los pecados propios y por los de todo el pueblo. Con tal modelo podrá el cristiano resistir firme la prueba, con la fortaleza de la fe y la seguridad de la esperanza. Esto es una lección para el futuro. Las pruebas que Dios permite son medios para acercarnos más a Dios (Rom 2,28).
–Gálatas 1,11-19: Se dignó revelar a su Hijo en mí para que yo lo anunciara a los gentiles. San Juan Crisóstomo se fija en las palabras con las que San Pablo describe su vida:
«¿Observas cómo señala cada acontecimiento y no se avergüenza? No se limitó a perseguir a la Iglesia, sino que lo hizo con furia, no sólo fue tras ella, sino que también la devastó, es decir, intentó apagar a la Iglesia, destruirla, aniquilarla, hacerla desaparecer, porque eso es lo propio del que devasta... Para que no creas que se comportaba así por cólera, señala que actuaba por celo y, aunque no sabía qué hacía, perseguía, no por vanagloria, ni por odio, sino porque era ‘celoso’ de las tradiciones paternas. Sus palabras quieren decir lo que sigue: si lo que hice contra la Iglesia no lo hice por motivos humanos, sino por celo divino, equivocado, pero celo al fin, ¿cómo ahora corro en favor de la Iglesia y conozco la verdad podría actuar por vanagloria? Una pasión semejante no se apoderó de mí por error, sino que me guió el celo de Dios, por lo que ahora, que he conocido la verdad, sería más justo verme libre de esa sospecha. Al tiempo que pasé a la doctrina de la Iglesia, me liberé de todo prejuicio judaico, con un celo entonces mucho mayor, lo que, ya en posesión de un celo divino, es una prueba de haber cambiado realmente. Si no fuera así, dime: ¿qué otra cosa podría motivar un cambio semejante: ultraje a cambio de honores, peligros en lugar de tranquilidad, tribulación en lugar de seguridad? No se trata de nada que no sea amor por la verdad» (Comentario a la Carta a los Gálatas).
–Lucas 7,11-17: ¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate! La misión salvadora de Cristo es integral, abarca por igual las almas y los cuerpos. Es la Resurrección y la Vida (Jn 11,25). San Ambrosio comenta este pasaje del Evangelio:
«Este pasaje es rico en un doble provecho. Creemos que la misericordia divina se inclina pronto a las lágrimas de una madre viuda, principalmente cuando está quebrantada por el sufrimiento y por la muerte de su hijo único, viuda, sin embargo, a quien la multitud del duelo restituye el mérito de la maternidad. Por otra parte, esta viuda, rodeada por una multitud de pueblo, nos parece algo más que una mujer: ella ha obtenido por sus lágrimas la resurrección del adolescente, su hijo único; es que la Iglesia santa llama a la vida desde el cortejo fúnebre y desde las extremidades del sepulcro al pueblo más joven, en vista de sus lágrimas; está prohibido llorar a quien está reservada la resurrección... Aunque existe un pecado grave que no puede ser lavado con las lágrimas de tu arrepentimiento, llora por ti la madre Iglesia, que interviene por cada uno de su hijos únicos; pues ella se compadece, por un sufrimiento espiritual que le es connatural, cuando ve a sus hijos arrastrarse hacia la muerte por vicios funestos. Somos nosotros entrañas de sus entrañas...» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. V, 89 y 92).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. La iniciativa de Jesús
Tal como sucede con otros pasajes evangélicos que narran milagros de Jesús, el evangelio de hoy puede ser analizado desde dos vertientes. En efecto, una de ellas puede ser detenernos en contemplar la bondad de Jesús y su poder milagroso, enfatizando su carácter heroico al modo de los grandes héroes o «supermanes» que satisfacen la imaginación, pero sin provocar un cambio profundo en los admiradores.
La otra es la señalada por el mismo evangelista, que nos da la clave de interpretación del hecho en las expresiones de fe del pueblo-testigo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo.»
Es la misma perspectiva que nos llega desde la primera lectura cuando aquella mujer reconoce a Elías como «un hombre de Dios» al ver que éste había devuelto la vida a su hijo.
Desde este segundo aspecto, lo que interesa fundamentalmente no es el hecho en sí mismo; ni siquiera es su carácter más o menos milagroso o espectacular, sino el carácter de signo que le confiere el autor sagrado en relación con el Reino de Dios que llega en la persona y obra de Jesucristo.
Al fin y al cabo es ésta la perspectiva de todo el Evangelio: que los hombres conozcamos y reconozcamos que el Reino de Dios se hace presente mediante signos que suscitan la fe en la obra salvadora de un Dios «más fuerte que la muerte».
Los cristianos somos tales por el hecho de reconocer a Jesucristo como «el hombre de Dios», no sólo porque «la palabra del Señor es verdad en su boca» (primera lectura) desde un punto de vista teórico o especulativo, sino porque se hace verdad en la misma vida de los hombres.
Y no hay signo más verdadero de vida que, precisamente, dar la vida al que no la tiene. Ciertamente que el episodio de hoy no sólo no es ninguna novedad en los evangelios, sino que es su permanente constante: Dios visita a su pueblo por medio de Jesús porque la vida es devuelta a los hombres por mediación suya.
Sin embargo, el texto de hoy no es la simple repetición de otros similares, sino que contiene ciertos elementos propios y originales que Lucas pone de relieve y sobre los cuales también nosotros vamos a concentrar nuestra atención.
En efecto, Lucas nos pone ante lo que podemos llamar un "caso-límite", un caso que rebasa lo normalmente doloroso entre los hombres, un caso que pone al descubierto la tremenda situación de una humanidad o de una parte de ella que, como decimos comúnmente, parece «abandonada de la mano de Dios».
No sólo se trata de un niño que ha muerto, o mejor de un joven, sino también de una mujer que habiendo perdido ya a su marido, ahora se encuentra con el drama de perder también a su hijo, que por ser su único hijo, la sumía en el más total abandono.
No podemos olvidar, en efecto, que el episodio es narrado por Lucas, el evangelista que más enfatiza el carácter liberador de Jesucristo sobre todo hacia las clases sociales más marginadas. Y es también Lucas el que subraya la acción de Jesús en favor de las mujeres que, en aquella época, formaban una verdadera clase social subyugada y desprovista de todo derecho.
Jesús, pues, realiza su milagro en favor de una mujer triplemente desamparada: por ser mujer, por ser viuda y por haber perdido a su único hijo.
También es significativo que en esta ocasión Jesús no espera la petición de la madre o del resto del pueblo como respondiendo a un acto de fe o confianza en él, sino que toda la iniciativa parte de él mismo. Este detalle de Lucas tiene su significado: por un lado, era tal el desconsuelo de aquella mujer, que ya no había en ella ni la más remota esperanza de recuperarse; por otro lado, la fe del pueblo parecía detenerse ante el poder de la muerte, por lo que fue el mismo Jesús el que tomó la iniciativa precisamente para manifestar que el signo máximo del Reino de Dios era la victoria sobre el más temible de los enemigos del hombre.
En efecto, es Jesús el que detiene el cortejo fúnebre, el que se compadece de la mujer y el que devuelve la vida al joven al conjuro de su «palabra», esa palabra que en su boca «se hace verdad». Bien lo subraya Lucas: «A ti te lo digo, muchacho: ¡levántate!» Y el joven se levantó y fue devuelto a su madre.
Y aquel acontecimiento, sigue subrayando Lucas, se transformó en «evangelio», en buena noticia que se desparramó por los pueblos vecinos de la llanura galilea y por toda Judea.
Es la buena noticia del Reino de Dios ya hecho presente en medio de los hombres: la humanidad desamparada es invitada a revivir en el aquí y ahora de la historia. Es éste otro importante elemento de este evangelio consolador: Jesús no es sólo promesa de vida futura, sino que es la actualización de la vida en el aquí y ahora de cada hombre. El Reino de Dios se hace presente en el espacio humano y en el tiempo humano. Es un Reino redactado en tiempo presente: "No llores", se le dice a la madre; «levántate», se le ordena al hijo.
Y por tratarse de un evangelio que actualiza la vida en el espacio y en el tiempo presentes de cada hombre, es un evangelio que compromete a los cristianos y a la Iglesia en general de este aquí y de este ahora que es el nuestro.
2. La iniciativa de la Iglesia
Hasta ahora nos ha sido relativamente fácil hilvanar nuestra reflexión, procurando interpretar el texto evangélico desde su mismo contexto y guiados por el mismo Lucas. Mas al procurar ahora transformar el texto evangélico en un auténtico «evangelio» para el hombre de nuestro siglo, o sea, en una realidad de vida para que las palabras «se hagan verdad en nuestra boca», nos encontramos con la necesidad de hacer un verdadero esfuerzo para que el espíritu de este texto de Lucas, el espíritu de la liberación de los más abandonados, sea también hoy un acontecimiento que suscite la fe de los hombres en el Dios que nos visita y nos salva.
La segunda lectura puede servirnos de ayuda, aunque sin forzar el significado de las palabras de Pablo: así como el Saulo perseguidor de los hermanos -de los pobres del Señor, de la comunidad de Cristo- se transformó en un Pablo defensor de los paganos ante el monopolio que los judíos pretendían hacer de Dios, así también este evangelio es una severa invitación para que los cristianos no sólo abandonemos toda postura dominante o desvalorizada de los más humildes y abandonados, sino para que hagamos verdad la palabra de Dios en la iniciativa de restaurar la vida allí donde esté bajo el poder de la muerte.
Frente al nacionalismo orgulloso de las clases dominantes judías, los paganos formaban una verdadera raza de malditos, desheredados del Reino de Dios y portadores de impureza para todo creyente que osara acercarse a ellos en forma fraterna y amistosa. Pablo -con la fuerza del Espíritu y no sin fuertes resistencias por parte de los cristianos conservadores judaizantes- realiza el gran milagro de derribar el muro de la humillación para restituir a los paganos o gentiles sus derechos de pertenencia al Reino de Dios. También éste era un caso-límite que llevó a Pablo a ser acusado de blasfemo y profanador, de herético innovador y de falso profeta. Precisamente la Carta a los gálatas -de la que está tomada la segunda lectura de hoy- es la fogosa defensa que Pablo hace de un evangelio «que no ha aprendido de ningún hombre sino por revelación de Jesucristo», evangelio que no es exclusivo de la raza judía sino patrimonio de toda la humanidad.
Desde estas iniciales consideraciones podemos preguntarnos cuáles son los casos-límite que hoy deben obligar a los cristianos a asumir una iniciativa liberadora aun cuando su postura pudiera parecer algo insólita o desacostumbrada; aunque más bien debiéramos decir lo contrario: que una auténtica postura evangélica es de por sí algo insólito y desacostumbrado según los cánones ordinarios de cualquier sociedad.
Si aquella mujer de Naím era triplemente abandonada y socialmente marginada, no nos será difícil, mirando a nuestro alrededor, preguntarnos por los que se encuentran hoy más abandonados y marginados. Que la acción de la Iglesia debe ser la defensa y promoción de estas clases sociales es la más clara conclusión de este evangelio, y solamente así «la palabra del Señor es verdad en su boca», porque solamente así ella testifica en favor de un Dios que está visitando a «su pueblo», y este «pueblo» no es otro que el pueblo más pobre, desamparado y oprimido.
Insistimos en que los cristianos debemos tomar la iniciativa en favor de los que yacen bajo la muerte -muerte biológica, muerte política, muerte social, muerte cultural, etc.- y no sólo contentarnos con seguir detrás del carro de la historia, adoptando ciertas pseudoposturas más o menos humanitarias cuando no tenemos más remedio y cuando las circunstancias nos obligan irremisiblemente a ello, algo así como las grandes potencias colonialistas que se ven obligadas a adoptar posturas más liberales cuando se dan cuenta de que, de no hacerlo, su pérdida sería total e irremediable.
Lamentablemente, muchas veces los cristianos tuvimos que hacer gala de humanitarismo -en sus diversas formas- cuando vimos en peligro nuestros intereses o nuestro prestigio. No es ésta la postura evangélica que surge del texto lucano: los cristianos debemos asumir la iniciativa precisamente porque ésa es nuestra misión y por esa misión nos definimos como los discípulos de Jesucristo.
Es dando la vida a los más necesitados, a los más débiles, a los más pobres y a los más marginados como testificamos en favor de nuestro Dios. Este es el signo profético de la Iglesia de la misma forma que fue el signo profético de Jesús.
A este respecto podría ser arriesgado poner ejemplos concretos que pudieran dar la impresión de que estas reflexiones están previamente marcadas por cierta tendencia; también es arriesgado ejemplificar fuera de un contexto local y teniendo en cuenta todas las circunstancias correspondientes.
Sin embargo -y sólo como una invitación a la reflexión de cada comunidad o grupo- podemos preguntarnos si la actitud política de los cristianos estuvo siempre marcada por el espíritu de este evangelio o si más bien no hemos defendido y defendemos sistemas político-sociales que, precisamente, defienden a los fuertes o a los más ricos o a los que detentan el poder para provecho de unos pocos y para desgracia de los muchos. También podríamos revisar nuestro sistema educativo y, en general, la obra cultural de la Iglesia, que en más de un caso da de comer al que está harto y priva de alimento al que padece hambre.
Podemos también preguntarnos por aquellos sectores de nuestra sociedad que, por un motivo o por otro, viven bajo el signo de la desesperanza y del abandono: tal es el caso de los miles de refugiados políticos, de los hombres y mujeres sin patria, de los que no tienen el apoyo de la sociedad ni de la ley, de los despreciados por un defecto físico, por una determinante sexual o por determinado «vicio» sobre cuyas causas no se quiere profundizar.
Lo importante es que -aleccionados por el Espíritu- descubramos en nuestro aquí y ahora esa humanidad doble o triplemente abandonada, humanidad para quien en primer lugar se anuncia el evangelio de la liberación y por quien la Iglesia ha de jugárselo todo por propia iniciativa, que le viene de su compromiso de fe.
No es hoy el momento de agotar esta temática que en realidad conforma la gran temática de la Iglesia, de la misma forma que es la constante de todo el Evangelio.
Pero sí podemos percibir en qué medida la acción de los cristianos puede pasar por coordenadas que están a kilómetros o a años-luz de la gran coordenada de Jesucristo: dar la vida a los que más la necesitan, tanto por su dramática situación como por el abandono en que se encuentran.
Cristo detuvo el cortejo de la muerte... como si dijésemos: detuvo el paso de una humanidad que lloraba sobre los despojos de la muerte de la persona, la muerte de los derechos humanos, la muerte de las libertades cívicas, la muerte de la cultura, la muerte de la fe esperanzadora; obligó, como subraya Lucas, a que los que llevaban el ataúd se detuvieran, y dijo una sola palabra: «Levántate.»
Si esta palabra -levántate-, palabra de Dios, retornara hoy a nuestros labios, podríamos no sólo resucitar la fe y la esperanza de los millones de desconsolados del mundo, sino, y en primer lugar, resucitar nuestra fe en Jesucristo y nuestra fe y sentido en la vida.
Alfredo Sáenz, S.J.
Palabra y Vida
El sentido cristiano de la muerte.
Los textos escriturísticos de hoy nos ponen frente a un tema trágico, el de la muerte. En la primera lectura, tomada del libro de los Reyes, escuchamos cómo el profeta Elías resucitó, con el poder de Dios, al hijo de la viuda de Sarepta. El evangelio nos presenta a otra viuda, oriunda de Naím, cuyo hijo único era conducido para ser enterrado. Cristo detiene el cortejo y ordena con imperio: "Levántate". El muerto se incorporó y se puso a hablar, nos dice el evangelio.
En el joven muerto podemos ver como en símbolo a toda la humanidad que yacía postrada por el pecado, que es la muerte del alma. Desde el día en que se cometió el pecado original, y luego, a lo largo de los siglos, la humanidad se dirigía procesionalmente, en caravana, hacia la muerte. En el joven de nuestro evangelio, la procesión de la humanidad desahuciada se topa con Cristo, que es la Vida. Frente al muerto está Aquel que dijo: "Yo soy la resurrección y la vida". La escena evangélica de hoy constituye, así, una especie de resumen visual de la historia de la salvación.
Gracias a Cristo, la muerte ha cambiado de signo. A tal punto que ahora podemos decir: "Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor", como se lee en el Apocalipsis. Bienaventurados los que en la muerte se encuentran con Cristo, como el joven de Naím. Es cierto que la vida pasa, y de manera ineluctable. Los años suceden a los años. El día de hoy empuja al de ayer, y el de mañana nace empujando al de hoy. Pero nuestro itinerario tiene un sentido. ¿Quieres andar? Cristo te dice: Yo soy el Camino. ¿No quieres equivocar el rumbo? Cristo te dice: Yo soy la Verdad. ¿No quieres morir? Cristo te dice: Yo soy la Vida. Bienaventurados los que en el lecho de su muerte sienten, como el joven de Naím, la mano del Señor, preludio y prenda del abrazo definitivo que ha de dar a los suyos en el cielo.
Con la ayuda de Dios tratemos de penetrar, aunque sea parcialmente, en el misterio de la muerte. Porque la muerte no es un problema, es un misterio, sólo inteligible a la luz de la revelación. Su origen es remoto, tan remoto como el origen de la historia. Fue el hombre mismo quien la introdujo, cuando optó por cerrarse al amor de Dios. "El día en que comieres de esta fruta morirás", le había prevenido el Señor. Adán no murió en seguida, pero sí su alma y la de sus descendientes. Abandonada a sí misma, la humanidad hubiera sido definitivamente presa de la muerte. Los hombres hubieran nacido para morir. Hubiera sido verdadero aquello del filósofo de que el hombre es un ser-para-la-muerte, siempre con el gusto de la muerte a flor de labios. Tal era la consecuencia lógica del pecado original.
Pero Dios nos miró con compasión y se inclinó misericordiosamente sobre nuestro cadáver, para extender la mano al hombre que yacía. Siendo Él la Vida por naturaleza, la fuente de la vida, se hizo carne, se apropió un cuerpo sujeto a la muerte, para asumir en sí nuestra muerte atroz y sin esperanza. En Cristo, la muerte y la vida se trabaron en un duelo crucial. El Calvario fue el estadio final de esa lucha frontal. Cristo "gustó la muerte de todos", saboreó el cáliz del dolor hasta las heces, el mismo cáliz que el celebrante, en esta renovación de la Pasión y la Muerte de Cristo que es el sacrificio de la Misa, bebe hasta el fondo. Murió Cristo, asumiendo voluntariamente esta terrible peripecia.
Y precisamente en el momento mismo en que la muerte parecía haber alcanzado su victoria, refloreció la vida en Jesús resucitado. De tal modo que así como todos hemos muerto en Adán, así en Cristo, segundo Adán, todos somos vivificados. Un Adán se opone al otro, como la muerte se opone a la Vida. Y así como por el pecado del primer hombre entró la muerte en el mundo, así por la resurrección de Cristo la vida volvió a hacer su ingreso en la historia. Por eso la Iglesia puede hacer eco a San Pablo cantando en su liturgia: "¿Dónde está, muerte, tu victoria?".
Cada uno de nosotros ha de tener parte en esa muerte vivificante de Cristo. Ya hemos entroncado con ella gracias al Bautismo, que ha sido nuestra muerte sacramental "Cuantos hemos sido bautizados en Cristo, fuimos bautizados en su muerte", dice el Apóstol. Y agrega: "Por el Bautismo hemos quedado sepultados con Él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva". Eso ha sido el Bautismo para nosotros: una tumba, porque en él quedó sepultada la herencia de Adán, pero al mismo tiempo un seno, el seno de la Iglesia virgen, porque fue el lugar de nuestro nacimiento a la vida divina. Tumba y seno. Muerte y vida.
Sin embargo, ello no es todo. Aquella muerte bautismal, aquella participación en la muerte de Cristo, debe continuarse a lo largo de todos los días por el espíritu y la práctica de la mortificación. Y aquella vida bautismal, aquella participación en la resurrección de Cristo, debe prolongarse también por una siempre retomada vivificación. Toda la existencia cristiana es una derrota cada vez más completa de las potencias de la muerte, y una victoria cada vez más decisiva de las potencias de la vida. Morir para el pecado es vivir para Dios. Desprendámonos, pues, de los apegos excesivos a la tierra, muramos un poco todos los días, como dice San Pablo, muramos cada vez más a todo lo que se opone a la vida de Dios en nosotros.
El combate espiritual se prolongará hasta que llegue el día de la muerte corporal, que será la expresión visible de nuestro soltar amarras hacia Dios. Por cierto que la muerte sigue teniendo algo de terrible. Pero la esperanza se encargará de ir diluyendo dicho temor. Temerá, sí, y temerá sin esperanza, el que se haya negado a renacer el agua y del Espíritu. Temerá morir el que no es de Cristo por la participación de la cruz. Temerá morir el que sabe que de esta muerte pasará a una segunda muerte, la definitiva.
No así nosotros, amados hermanos. Nuestra hermana la muerte, como confiadamente la llamaba San Francisco de Asís, será el preludio de la victoria final. Ante ella lloraremos, es cierto, pero al modo de un niño que, a punto de nacer, gime al salir del claustro materno. Desde ya advertimos, según lo señalaba San Ignacio de Antioquía en vísperas de su martirio, que nuestra existencia tiene sentido si la empleamos para irnos convirtiendo en trigo de Dios, trigo molido por el dolor de la vida y por la angustia de la muerte, trigo que acabará por convertirse en el pan puro del Señor. El trigo comienza a germinar cuando muere la semilla. Muere el grano de trigo para las grandes cosechas de la eternidad.
Así la muerte será nuestra última pascua, como la de Cristo, nuestro tránsito postrero hacia el Señor. No podemos ingresar a la Vida eterna, sin habernos arrancado de este mundo. Y el arrancón siempre duele. Sin embargo, al sentir el contacto vivificante de la mano del Señor, como lo sintió el joven de Naím, nuestra muerte, bañada ya de vida, será lúcida. "Padre –diremos con Jesús–, en tus manos encomiendo mi espíritu". Al fin y al cabo la vida se trueca, no fenece. Por eso no nos es lícito llorar sin consuelo a nuestros queridos difuntos: no desaparecen, sino que nos preceden. "No os aflijáis, dice San Pablo, como los que no tienen esperanza". No enlutemos nuestra alma en el preciso momento en que reciben la vestidura blanca. No es justo llorar como perdidos y muertos a quienes decimos que han encontrado a Dios y en Él viven. No prevariquemos de nuestra fe y de nuestra esperanza, como si creyéramos falso todo cuanto confesamos con los labios.
La Iglesia ha querido que nuestra muerte fuese una liturgia, un acto de culto, ya que implica el ingreso a la comunidad de los que celebran la liturgia celestial, prefigurada por esta terrena que hoy nos reúne. "Sal, alma cristiana, de este mundo –dirá el sacerdote en esa ocasión–, sal en nombre de Dios Padre que te creó; en nombre de Jesucristo que te redimió; en nombre del Espíritu Santo que se derramó sobre ti". La muerte de un fiel es impresionante por su grandeza y su belleza. Cuando Dios asiste a la muerte de un cristiano no puede dejar de recordar la muerte de Cristo. Ha de haber una cierta emoción en Dios: un espectáculo como el del Calvario no se olvida con facilidad.
Mientras esperamos en este tiempo de destierro el día de nuestro tránsito al cielo, tenemos hoy ocasión de ahondar nuestra nunca acabada muerte en Cristo, participando en la Sagrada Eucaristía, el Pan que da Vida al mundo. "Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, dice San Pablo, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga". Pidamos a Jesús que nos permita apoyar nuestros labios sobre su costado para beber de su seno aquella muerte que da la Vida eterna.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-Yo te lo mando: Levántate (Lc 7, 11-17)
La resurrección del hijo de la viuda de Naím es un relato propio de Lucas que se inscribe en la lista de episodios que anuncian el don de la vida del que todos nosotros somos beneficiarios.
Cuando Juan Bautista envía a sus discípulos a Jesús, este responde dando una especie de aclaración acerca de su persona: "los muertos resucitan" (Lc 7, 22). La resurrección del hijo de la viuda de Naím había sido un ejemplo de ello (Lc 7, 11-17). El profeta Isaías ya había anunciado este signo del Mesías: "Revivirán tus muertos, sus cadáveres resurgirán" (Is 26, 19).
San Lucas observa que Jesús se compadeció de esta pobre viuda. En la emoción de Jesús podemos ver más que la emoción provocada por el sufrimiento de la viuda. Lo que va a hacer Jesús y provoca su emoción es la realización de la vida, el don de la vida y de la resurrección a todos los que crean en él. Esto es ciertamente lo que Lucas quiere poner aquí de relieve. Y es, por otra parte, el signo que Jesús recordará al Bautista para expresarle su verdadera identidad: es el Mesías esperado.
Si Lucas ha narrado este episodio, lo ha hecho para afirmar la fe de sus lectores en el Cristo Profeta y Dios que ha visitado a su pueblo.
Dios ha visitado a su pueblo. Lucas se aferra a esta fórmula y a este hecho. El viejo Simeón lo canta: Dios ha visitado a su pueblo (Lc 1, 68). Más tarde, Lucas pone estas palabras de reproche en boca de Jesús: "no has conocido el tiempo de tu visita" (Lc 19, 44). El Antiguo Testamento había proporcionado a Lucas un modelo. El Éxodo habla de la visita de Dios: "Yo os he visitado, dice el Señor a Moisés" (Ex 3, 16) y José, en el Éxodo, había dicho: "Ciertamente Dios os visitará" (Ex 13, 19). El salmista se maravilla de esta visita y exclama: "¿Qué es el hombre para que de él te acuerdes?" (Sal 8, 5). Esta visita de Dios que canta Lucas por boca del viejo Simeón en el Benedictus (Lc 1, 68) es la visita mesiánica del rescate y la liberación, de los cuales la salida y la liberación de Egipto no habían sido más que una figura. Jesús es el profeta que ha triunfado sobre la muerte y otorga la vida. No olvidemos que Lucas escribe después de que se hubieran producido los acontecimientos de la muerte y la resurrección de Jesús. El relato de Naím le sirve para aplicar las resonancias de la experiencia de la Iglesia.
-Tu hijo está vivo (1 Re 17, 17-24).
La elección de la lectura del Antiguo Testamento debía basarse en una figura del milagro de Naím: la resurrección del hijo de una viuda por parte del profeta Elías. El Antiguo Testamento nos ofrece un caso parecido de resurrección: la del hijo de la Sunamita por parte de Eliseo (2 Re 4, 34).
¿Qué consecuencias hay que sacar de este milagro, como del de Naím, para nuestra vida cristiana actual?
El progreso de las ciencias y un cierto aumento del paganismo nos hacen olvidar con demasiada frecuencia que la vida, lo mismo que la muerte, está en las manos de Dios. Sin quedarnos al nivel de la vida física, es preciso que accedamos a la significación más profunda de los milagros como "tipos" de la resurrección y de la vida en Dios en el último día. Es el Señor quien nos da la vida definitiva y nos realiza. El bautismo como nueva vida, los sacramentos que la sustentan y la hacen crecer hasta que vuelva Cristo, constituyen la significación más profunda de estos milagros, a los que hay que añadir la resurrección de Lázaro como "tipo" de la resurrección de Cristo y de nuestra propia resurrección .
Al pensar en este don de la vida y en la realización completa en el más allá de todo aquello que debemos ser, no deberíamos aislarnos en una visión de la vida que no afectara más que a nuestro ser individual, sino que debemos considerar la vida dada a todo el pueblo de Dios. La Iglesia, encargada por Cristo de resucitar a los que han muerto espiritualmente, debe ella misma esperar del Señor su propia existencia y su vida; debe ser signo de la resurrección para cada uno, actualmente al modo de una promesa, pero haciendo que podamos ya palpar las garantías de la vida definitiva. En realidad, la predicación de la Iglesia no tiene más que este fundamento: la resurrección otorgada a los hombres ya desde ahora, que hace que podamos escapar a la muerte del pecado, a la vez que los sacramentos vivifican a la Iglesia y a sus miembros, en marcha hacia la vida definitiva. Aunque estos milagros no sean tan espectaculares como el de Elías o como los de Jesús con el hijo de la viuda de Naím o con Lázaro, en la Iglesia no dejan de producirse milagros de resurrección, desconocidos para todos pero reales, en vistas al último día.
Nuestro cristianismo es una religión de la vida; si bien supone una cierta forma de muerte que es la ascesis y la renuncia, éstas no son sino instrumentos de liberación, y toda la vida del cristiano se desarrolla en un clima de vida intensa. Es cierto que muchas veces nos es dado palpar en un ser débil, en un enfermo o en un moribundo los signos mismos de una vida que supera en intensidad la vida de los que gozan de salud. Esta debería ser para nosotros la significación profunda de la eucaristía y del bautismo, sacramentos de vida; y en este sentido, también el sacramento de la unción de los enfermos debería constituir para nosotros signo de la vida del cuerpo y de la vida del alma. Los cristianos somos seres perpetuamente resucitados a la vida, aunque parecemos ignorarlo. El mundo debería ver en nosotros testigos de la vida, de una vida constantemente animada por Cristo, Hijo del Dios vivo que da la vida.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Que vuelva al niño la respiración».
La resurrección del niño operada por Elías en la primera lectura se diferencia de la que realiza Jesús en el evangelio en la persona del hijo de la viuda de Naín. La viuda veterotestamentaria hace amargos reproches al profeta: le dice que ha venido a su casa para avivar el recuerdo de sus culpas, a causa de las cuales (se sobrentiende) habría muerto su hijo. En el fondo Elías pide primero a Dios que devuelva la fe a la mujer, se echa después tres veces sobre el cadáver de niño y finalmente se lo entrega vivo a su madre, quien acto seguido confiesa su fe.
2. «Al verla, le dio lástima».
La resurrección operada por Jesús en el evangelio está motivada únicamente por su compasión. Nadie le pide que haga semejante cosa (como tampoco en los otros casos de resurrecciones que se narran en el evangelio), y para la realización del milagro no precisa ni de una oración especial de súplica ni de una especie de transmisión de la vida (como el ritual de echarse tres veces sobre el cadáver que realiza el profeta en la primera lectura), sino únicamente del mayestático gesto que hace que se detenga el cortejo fúnebre y ordena levantarse al muerto. Jesús se muestra aquí (como en el caso de la hija muerta de Jairo y en la tumba de Lázaro) como el Señor de la vida y de la muerte. Por eso para él la resurrección de un muerto no es más difícil que la curación de un enfermo, y precisamente por eso puede ordenar de una vez a los discípulos que envía a la misión: «Resucitad muertos, limpiad leprosos» (Mt 10,8). Para él tanto lo segundo como lo primero es sólo un signo de lo decisivo: la resurrección y la liberación del hombre de la muerte espiritual del pecado, como muestra el episodio de Mc 2,1-12, donde al paralítico primero se le perdonan sus pecado y después se produce la curación: «¿Qué es más fácil: decirle al paralítico "tus pecados quedan perdonados" o decirle "levántate, coge la camilla y echa a andar"?». Como Jesús, por su muerte en la cruz, tiene el poder de perdonar los pecados, posee también el poder («más fácil») de curar físicamente a los enfermos y de resucitar corporalmente a los muertos.
3. «Pero cuando Dios se dignó revelar a su Hijo en mi».
La segunda lectura confirma en la conversión de Pablo el poder superior del Señor glorificado para operar una resurrección espiritual, que aparece como un acontecimiento mucho más poderoso en sus efectos que toda resurrección física a una vida física. La soberanía del Señor glorificado que se aparece a Pablo es mucho más elevada que su gesto terreno ante el ataúd del hijo de la viuda de Naín. Pues aquí toda una existencia es transformada en su contrario espiritual. La conducta pasada de Pablo era la de una existencia fanáticamente militante, que defendía con celo extremo las «tradiciones de los antepasados» y por eso perseguía con saña la novedad de la predicación de Jesús; pero esa existencia es desposeída ahora de toda esa tradición nacional para anunciar un evangelio que no ha recibido ni aprendido de ningún hombre, sino «por revelación de Jesucristo». Y sin embargo, esa expropiación para ponerse al servicio de una verdad extraña es precisamente para lo que Pablo había sido «escogido desde el seno de su madre», algo que marcó mucho más profundamente su personalidad que todo lo que había aprendido de la tradición. La violenta expropiación que se produce cerca de Damasco es en realidad un retorno a la vocación más originaria. Esto muestra una vez más que para Jesús la muerte física puede ser un simple episodio (la llama dos veces «sueño»: Mt 9,24; Jn 11,11). El mismo es «la vida», indivisa, y no una síntesis de vida y muerte.