Domingo VIII Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 16 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Si 27, 4-7: No elogies a nadie antes de oirlo hablar
Sal 91, 23. 13-14. 15-16: Es bueno darte gracias, Señor
1 Co 15, 54-58: Nos da la victoria por medio de Jesucristo
Lc 6, 39-45: De lo que rebosa el corazón, habla la boca
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Guías Ciegos
El texto evangélico de hoy es ante todo una llamada a no juzgar. Jesús no dice que «estaría bien» no juzgar, sino que el que juzga necesariamente se equivoca. En efecto, sólo Cristo conoce lo que hay en el corazón del hombre (Jn 2, 24-25), pues «los hombres miran las apariencias, pero Dios ve el corazón» (1 Sam 16,7). Y además el ojo del que juzga está incapacitado para ver por la viga que le ciega.
Jesús insiste en la absoluta necesidad de la limpieza de corazón. Todos tenemos de algún modo la tarea de guiar a los demás: el padre o la madre de familia, el catequista, el maestro, el sacerdote...
Pues bien, corremos el riesgo de ser guías ciegos que conduzcan a los demás a la fosa. Sólo el que tiene el corazón purificado, el que ha quitado la viga del propio ojo, es capaz de ver claro y con acierto, es capaz de conducir a los demás hacia el bien, de orientarles con seguridad y evitarles los peligros. El que no ha quitado la viga del propio ojo se equivoca continuamente y rotundamente, aun sin saberlo; como no ve y está ciego, hace más mal que bien, incluso cuando cree hacer bien.
El evangelio siempre nos lleva a la interioridad, a lo profundo: no hay árbol bueno que dé fruto malo ni árbol malo que dé fruto bueno. Frente a la tentación de vivir las apariencias, de cara a la galería, Cristo nos invita a ser hombres que echan raíces en él (Col 2,7) para dar fruto bueno, nos impulsa a mirar el propio corazón para arrancar toda hierba mala.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Cada vez hemos de transformarnos más y más en Cristo. Esto implica una progresiva configuración moral a Él, que la gracia va obrando en nosotros por las virtudes y los dones del Espíritu Santo, y que en la Eucaristía actúa en nosotros con especial eficacia. Partiendo de la transformación interior del hombre en Cristo, toda su conducta personal, comunitaria y social, irá evidenciando su condición de hombre nuevo (Col 3,10). Esta maravilla del amor de Dios se preparó en el Antiguo Testamento, y tiene su plena realización en el Nuevo con la obra redentora de Jesucristo.
–Eclesiástico 27,5-8: El fruto muestra la calidad de un árbol. Las palabras y las apariencias del hombre engañan fácilmente. Sólo Dios penetra en el corazón del hombre. La verdad del hombre ha de medirse más por sus obras que por sus palabras. Comenta San Agustín:
«Todo en este mundo es como un lagar, y de aquí se saca otra semejanza: como el oro y la plata se acrisolan en el fuego, así la tribulación pone a prueba a los justos (Prov 17,21; Eclo 27,6). Con eso se acude a la imagen del horno del artífice. En un pequeño crisol hay tres cosas: fuego, oro y paja. En él contemplas la imagen del mundo entero: dentro de él se encuentra paja, oro y fuego. La paja se quema, el fuego arde y el oro se acrisola.
«Pues bien, en este mundo existen los justos, los malvados y la tribulación. El mundo es como el crisol del orífice, los justos como el oro, los malvados como la paja, la tribulación como el fuego. ¿Acaso se purificaría el oro sin que se queme la paja? Acontece que los malvados se convierten en cenizas; cuando blasfeman y murmuran contra Dios, se convierten en ceniza. Pero allí mismo el oro purificado –los justos, que con paciencia soportan todas las molestias de este mundo y alaban a Dios en medio de las tribulaciones–, es oro purificado que pasa a los tesoros de Dios.
«En efecto, Dios tiene tesoros a donde enviar el oro purificado; tiene también lugares sólidos a donde envía la ceniza de la paja. Una y otra cosa sale de este mundo. Tú considera qué eres, pues es preciso que venga el fuego. Si te hallare siendo oro, te limpiará de las manchas; pero si te encontrare siendo paja te quemará y te reducirá a cenizas. Elige lo que vas a ser, pues no podrás decir: me libraré del fuego. Ya estás dentro del horno del orífice, al que es preciso aplicar el fuego. Es de todo punto necesario que estés allí, porque sin fuego de ninguna manera podrás estar» (Sermón 113, A,11).–Con el Salmo 91 decimos: «Es bueno dar gracias al Señor y tañer para tu nombre, oh Altísimo... El justo crecerá como la palmera, se alzará como el cedro del Líbano; plantado en la Casa del Señor; crecerá en los atrios de nuestro Dios».
–1 Corintios 15,54-58: Dios nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo. Como fruto de la Resurrección de Cristo, el hombre, transformado en Él y renacido de su gracia (Jn 3,3.5), alcanza la victoria sobre el pecado y la muerte, sobre el diablo y el mundo, y vence el combate de la vida en el tiempo y para la eternidad. Comenta San Agustín:
«Te consuela el Señor tu Dios, te consuela tu Creador, te consuela tu Redentor. Te consuela tu hermano, que no es avaro. En efecto, nuestro Señor se dignó hacerse nuestro hermano. Es el único hermano merecedor de toda confianza, sin duda, con quien has de vivir en concordia. Dije que no es avaro, pero tal vez lo encuentres avaro.
«Sí; es avaro, pero porque quiere poseernos a nosotros, quiere adquirirnos a nosotros. Por nosotros pagó precio tan grande, como grande es Él mismo; nada más se puede añadir. Se dio a Sí mismo como precio y se constituyó así en nuestro Redentor... Se entregó a la muerte, dando muerte a la muerte... Dando muerte a la muerte, nos libró de la muerte. La muerte vivía, gracias a nuestra muerte, y morirá cuando vivamos nosotros en el momento en que se le diga: «¿dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Cor 15,55)» (Sermón 359,2).
–Lucas 6,39-45: Lo que rebosa del corazón, lo habla la boca. En el Evangelio de Cristo es la santidad interior la que nos hace auténticos ante el Padre, y verdaderos creyentes en medio de los hombres. La hipocresía del fariseísmo nada tiene que ver con el Evangelio. Comenta San Agustín:
«Entre los judíos, los escribas y fariseos eran zarzas y abrojos y, sin embargo, [dice el Señor:] «haced lo que dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen» (Mt 23,3)... A veces, en un seto de zarzas, se entrelazan los sarmientos de la parra, y de la zarza penden los racimos. Al oír que se habla de zarzas, quizá desprecias la uva. Pero busca la raíz de la zarza, y verás lo que encuentras. Sigue la raíz del racimo, y mira dónde la encuentras. Y entiende que lo uno pertenece al corazón del fariseo, y lo otro a la cátedra de Moisés» (Sermón 74,4).
Muchos hombres aún no conocen a Cristo ni lo aman tal vez porque nosotros mismos, los cristianos, «velamos, más que revelamos», su vida y su evangelio con nuestras palabras y obras.