Domingo VII Tiempo Ordinario (Ciclo C) – Homilías
/ 23 febrero, 2019 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
1 S 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23: El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano
Sal 102, 1bc-2. 3-4. 8 y 10. 12-13: El Señor es compasivo y misericordioso
1 Co 15, 45-49: Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial
Lc 6, 27-38: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
El Rostro de Dios: Vivir en la presencia de Dios
Para captar la afirmación teológica de esta lectura, hay que intentar comprender en primer lugar a sus dos principales actores, Saúl y David. En primer lugar, tenemos la trágica figura del rey Saúl, que no logró establecer una relación positiva respecto a Samuel, el sacerdote y profeta; así se situó contra la fuerza espiritual más fuerte de Israel y no tenía más remedio que fracasar. De ahí surgió el empeoramiento de la situación política y militar y el peligro que se cernía sobre el amenazado rey por parte del joven jefe militar cargado de éxitos y amado del pueblo, David, que era, a su vez, el protegido de Samuel. Así cae en la depresión hasta llegar a obsesionarse con perseguir a David y pretender matarlo. David, por su parte, que debía considerarse como fuera de la ley, se había convertido en una especie de capitán de bandidos y de esa forma se hallaba siempre comprometido.
En esa situación, encuentra él a Saúl durmiendo y desarmado. Esta parece que es su hora. Nada más oportuno que entonces para dar un audaz golpe y conquistar de una vez el reino. Dios mismo parecía que había entregado a Saúl en sus manos. Para David, la tentación debía ser casi invencible. Pero David se niega a aprovecharse de esa oportunidad, a pesar de que los amigos le incitan a ello. El motivo para contenerse no es el «amor a los enemigos». Hay otros motivos determinantes, y en cierto sentido más profundos: en primer lugar, la reverencia a la autoridad establecida por Dios, incluso en un portador deficiente de la misma; luego, y todavía más, el temor ante el poder presente de la justicia de Dios. Esto último es el rasgo que determina propiamente la vida de David, tal como nos narran con plena claridad los libros de los Reyes. Este hombre, que, ciertamente, se veía marcado por algunas faltas y bastante graves, se hallaba, no obstante, embargado siempre por un sentimiento profundamente real de la presencia de Dios, la cual en todas partes le parecía una realidad determinante: Dios está ahí. Su ley es poder. Un éxito en contra de él, no es éxito. A veces este temor adquiere curiosos rasgos, pero no tiene nada de servil o de impuro en sí; y, a la vez, se halla empapado en una profunda confianza: situado ante la opción de caer en manos de sus enemigos o de Dios, David elige sin vacilar no el caer en manos de los hombres, sino en las manos de Dios, el cual siempre es misericordioso, aun cuando castiga. La realidad presente de Dios es para David, también en lo que aquí se nos relata, más fuerte que la realidad inmediata de su propio poder, más que su espada, que no tenía más que empuñar. Pero no la desenvaina ni la empuña porque se da cuenta de la presencia de Dios.
Ahora bien, esta historia, que nos puede parecer a primera vista como curiosamente arcaica, puede ser muy actual para nosotros. Ambos aspectos, de los que nos hemos ocupado, nos afectan. En primer lugar, la reverencia hacia la autoridad. Ciertamente, debe existir la crítica de conciencia respecto a la autoridad; sin esa crítica, el cristianismo no habría entrado en la historia. Pero la crítica cae en el vano, cuando pierde respeto y sólo tiene como normas la plausibilidad y el interés. Donde ocurre eso, incluso la democracia cae en la anarquía y se da vía libre al terror y al poder brutal. Pero todavía más central es el segundo aspecto, a saber, la vida en la presencia de Dios; el sometimiento de nuestros intereses bajo su justicia. De esta forma el antiguo testamento nos introduce en medio del sermón de la montaña del que trata el evangelio de hoy. Todas sus afirmaciones particulares no son, en último extremo, más que imágenes de una sola cosa: no hay que vivir del poder, sino del derecho; la actuación debe seguir las mismas normas; no hay que vivir del interés, sino de la verdad. Donde sucede esto, ya se han cumplido le ley y los profetas, y allí se abre e inaugura la «nueva alianza».
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
La propia medida
Lc 6,27-38
Es inconcebible la capacidad de los cristianos de reducir el evangelio a cuatro normas éticas razonables, es decir, a la propia medida. Sin embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Quizá el pecado radical es precisamente no contemplar al Padre.
Porque sólo desde ahí es inteligible el mandato de Cristo de amar a los enemigos. No sólo de perdonar –menos todavía el «perdono, pero no olvido», que no es perdón ni es nada–, sino de amar positivamente, hasta dar la vida por los mismos enemigos como ha hecho Cristo.
Bien visto, muchos cristianos tienen de tales sólo el nombre. Aman a los que los aman a ellos, hacen el bien a quien se lo hace a ellos, prestan cuando esperan sacar alguna ganancia. Y lo malo es que no sólo son fallos de hecho pero repudiados, sino que la misma mentalidad, la manera de pensar, no es evangélica, no es la de Cristo.
Y no digamos nada de la sentencia evangélica: «A quien te pide, dale». O del «no juzguéis». Se hace urgente una conversión de los católicos en la mente y en corazón para acercarnos al evangelio del que hemos renegado.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Si por la fe reconocemos a Dios como Padre nuestro; si por la esperanza confesamos la bondad de Dios, que nos ha redimido a todos para una vida común eterna; si por la caridad vivimos el mandato de Cristo Jesús, de amarnos como Él mismo nos amó..., nuestra vida se hace un reflejo constante de la misma bondad divina.
–1 Samuel 26,2.7-9.12-13.22-23: El Señor te puso hoy en mis manos, pero yo no he querido atentar contra ti. David figura en la historia de la salvación como un símbolo viviente de Cristo Rey. Su bondadosa magnanimidad ante su enemigo Saúl es solo una sombra de la infinita caridad de Cristo para con nosotros. Todos sabemos cómo es fácil caer en la tentación de la venganza, del odio, de hacer la justicia por uno mismo, de responder con dureza a los agravios recibidos. David, figura anticipadora de Jesús, sabe compadecerse y perdonar. San Juan Crisóstomo dice:
«El amor que se tiene, cuando su motivo es Cristo, es un amor firme, inquebrantable e indestructible. Nada, ni las calumnias, ni los peligros, ni la muerte, ni cosa semejante, será capaz de arrancarlo del alma. Quien así ama, aun cuando tenga que sufrir cuanto se quiera, no dejará nunca de amar, si mira el motivo por el que ama. En cambio, al que ama por ser amado se le terminará su amor apenas sufra algo desagradable. Pero quien está unido a Cristo jamás se apartará de ese amor» (Homilía 60 sobre San Mateo).
–Con el Salmo 102 proclamamos: «El Señor es compasivo y misericordioso. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. El Señor es lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas. Como dista el oriente del ocaso, así aleja de nosotros nuestros delitos; como un padre siente ternura por su hijos, siente el Señor ternura por sus fieles».
–1 Corintios 15,45-49: Nosotros, que somos imagen del hombre terreno, seremos también imagen del hombre celestial. Oigamos a San León Magno:
«Dice el Apóstol: «el primer hombre fue de la tierra, terreno; el segundo fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales. Y como llevamos la imagen del terreno, llevaremos también la imagen del celestial» (1 Cor 15,47-49). Debemos alegrarnos mucho de este cambio, que nos hace pasar de la oscuridad terrestre a la dignidad celeste, por un efecto de la inefable misericordia de aquel que, para elevarnos hasta sus dominios, ha descendido al nuestro, pues no ha tomado sólo la sustancia, sino también la condición de la naturaleza pecadora, y ha permitido que su inefable divinidad sufra todo lo que, en su extrema miseria, experimenta la humana mortalidad» (Sermón 71).
–Lucas 6,27-38: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. La bondad y el amor, superando toda enemistad, odio o indiferencia ante nuestros hermanos los hombres, nos hacen realmente semejantes a nuestro Padre celestial. Nos hacen, como dice San Pablo, «hombres celestiales». Enseña San Ambrosio:
«La virtud no sabe medir el beneficio que hace; en efecto, no se contenta con dar lo que ha recibido, quiere acumular sobre lo que se le ha dado, para no ser inferior en el beneficio, aunque sea igual en el servicio...
«El cristiano está formado en esta escuela, de tal modo que, no contento con el derecho natural, busca la delicadeza [del amor]. Si todos, aun los pecadores, están de acuerdo en corresponder al afecto, aquél cuyas convicciones son de un orden más elevado, debe inclinarse más generosamente a la virtud, hasta llegar a amar también a aquellos que no le aman... Así como te avergonzaría no corresponder al que te ama, y así como el deseo de hacer un beneficio hace nacer en ti el amor del que antes no amabas, así también debes amar al que no te ama por amor a la virtud, de tal modo que, amando la virtud, comenzarás a amar al que no amabas.
«Débil y caduco es, por otra parte, el salario del amor; y eterno el premio de la virtud... «Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. V,74-75).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo 5
Ser compasivos como Dios lo es con nosotros (Lc 6, 27-38)
Tenemos que remitir al evangelio de san Mateo, proclamado en el Ciclo A de este mismo domingo. San Lucas recoge el mismo texto que san Mateo, inspirándose como él en la lectura del Levítico proclamada este mismo domingo, en el Ciclo A: "Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo" (Lv 19, 2). Sin embargo san Lucas ha modificado el texto del Levítico y escribe: "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo". El final de este pasaje -"La medida que uséis la usarán con vosotros"- nos remite a la oración del Señor, el Padre nuestro: "Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos". Los comentarios de los Padres insisten en que somos nosotros quienes señalamos a la infinita misericordia de Dios sus límites: estos son los que nosotros mismos pongamos al perdón que otorguemos a los demás. Aquí es donde encontramos la verdadera originalidad del evangelio y el modo de vivir propio del cristiano. En medio de su actuación en el mundo, el cristiano se conduce como un ser original, incomprendido, tenido por ingenuo por los que juzgan según los caminos de los hombres. Ideal difícil de alcanzar. Y sin embargo, nadie puede llamarse verdaderamente cristiano, si no se pone a perseguirlo.
Perdonar a nuestro enemigo (1 Sam 26, 2... 23)
La lectura del Antiguo Testamento nos coloca ante un caso noble de liberalidad y de respeto a la vida del enemigo y a su persona ungida por el Señor. El relato es fascinante; lo es más, si se le encuadra en su contexto. En efecto, el Señor se arrepiente de haber ungido a Saúl (1 Sam 15, 11. 35). El Espíritu del Señor vino sobre David (16, 13). Las circunstancias de este episodio en que se ve a David perseguido por los soldados de Saúl, se ponen muy de relieve, y el compañero de David, Abisay, comprendió como comprendería cualquier hombre: Saúl cayó en sus manos; el hecho es providencial, así que hay que aprovecharlo. En cambio, la reacción de David, precisamente por estar inspirado por el Señor, es completamente distinta.
Tiene un respeto instintivo a la elección hecha por Dios y a su acción. Necesita tener otras indicaciones más claras para suprimir así a quien fue ungido por el Señor; se niega a descargar su mano sobre el rey que recibió la unción del Señor. Confía en que el Señor le hará justicia. "El Señor -grita David a Saúl- recompensará a cada uno su justicia y su lealtad". Pero no quiere tomarse la justicia por su mano. Abisay había entendido que el Señor le entregaba en sus manos a David. David interpreta de modo totalmente distinto las circunstancias. Prefiere respetar los planes mismos de Dios y quedar a la espera de su justicia.
El relato es grandioso; todavía hoy, al leerlo, consideramos que honra a la humanidad. Así debería ocurrir hoy día por parte de cada cristiano respetuoso con el plan de Dios sobre cada uno de los hombres creados por él. En David compasivo se ha visto el tipo mismo de Cristo. Es el ungido que anuncia al que ha de venir y que en su cruz habrá de perdonar a sus amigos.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
Los textos de la celebración de hoy hablan de la magnanimidad. Ya los filósofos y los moralistas paganos conocían y admiraban esta virtud; en el Antiguo Testamento la magnanimidad recibe un fundamento más profundo; con Cristo se convierte, como amor a los enemigos, en la imitación del propio Dios.
1. «David cogió la lanza y el jarro de agua».
David (según la primera lectura) tenía la ocasión de matar a su enemigo Saúl mientras éste dormía, y su compañero Abisay así se lo aconseja, de acuerdo con la lógica de la guerra. Pero David no lo hace, sin duda por magnanimidad, aunque la razón que da para no hacerlo es la siguiente: «No se puede atentar impunemente contra el Ungido del Señor». El temor ante el que ha sido consagrado a Dios le lleva a ser magnánimo, una magnanimidad que David no practica con otros enemigos. En efecto, cuando está a punto de morir, ordena a su hijo Salomón que practique la venganza contra sus enemigos.
2. "Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo".
Jesús va mucho más lejos: «Amad a vuestros enemigos,... orad por los que os injurian». Ya no se trata de actos externos de magnanimidad, sino de una actitud del corazón expresamente asimilada a los sentimientos del propio Dios, «que es bueno con los malvados y desagradecidos». Y lo es no en virtud de una bondad superior al mundo que reposa en sí misma, como lo demuestra la entrega de su Hijo por los pecadores, por los «enemigos» (Rm 5, 10). Jesús se eleva expresamente de la magnanimidad humana limitada (que ama a los que aman, da para después recibir, etc.) a la magnanimidad divina absoluta, que dispensa su amor a los que ahora le odian y desprecian. Jesús puede permitirse esta elevación porque él mismo es el don de Dios a todos sus enemigos, un don de amor no calculador que ahora convierte a todos los que han sido colmados con él en «ungidos del Señor». Lo que Saúl era para David, lo es ahora cualquier hombre para nosotros, pues todo hombre ha sido ungido por la muerte expiadora de Jesús. Y con ello la magnanimidad pasa de ser una virtud humana admirada (eso era en la filosofía pagana) a convertirse en algo natural y cotidiano desde el punto de vista cristiano, porque el cristiano sabe que él mismo es un producto de la magnanimidad divina. Y todo hombre lo es también, por lo que no tengo necesidad de demostrarle que soy más magnánimo que él, sino que simplemente le recuerdo con mi acción que todos nos debemos a la magnanimidad divina.
3. «Igual que el celestial son los hombres celestiales».
En la segunda lectura a la actitud y la virtud terrenas se contraponen una vez más la actitud y la virtud celestes. El hombre, que procede de abajo, de la naturaleza, por más que se considere a sí mismo como la flor suprema del cosmos, sigue siendo un ser «terreno» en el que están encarnadas las normas que rigen en la naturaleza: el amor bien entendido comienza por uno mismo. Como los recursos del mundo son limitados, una justa distribución, en la que yo recibo lo mío, es el primer mandamiento (cfr. Ap 6, 5b-6). Pero el primer Adán ha sido superado por el segundo Adán, el celeste. Este, que viene del Dios infinito, no conoce los límites y las normas de la finitud: puede darse a sí mismo y repartir el amor celeste de una manera ilimitada, y legar a sus «descendientes», los cristianos, que están hechos a su imagen, el mismo don.