Domingo VI de Pascua (C) – Homilías
/ 18 abril, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Hch 15, 1-2. 22-29: Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables
Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
Ap 21, 10-14. 22-23: Me enseñó la ciudad santa, que bajaba del cielo
Jn 14, 23-29: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (17-05-1998)
domingo 17 de mayo de 19981. «El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, ser á quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).
Durante la última cena, antes de afrontar los acontecimientos dramáticos de la pasión y muerte en la cruz, Jesús promete a los Apóstoles el don del Espíritu. El Espíritu Santo tendrá la misión de «enseñar» y «recordar» sus palabras a la comunidad de los discípulos. El Verbo encarnado, a punto de volver al Padre, anuncia la venida del Espíritu Santo, que ayudará a los discípulos a comprender a fondo el Evangelio, a encarnarlo en su existencia y a hacerlo vivo y operante a través de su testimonio personal.
Desde entonces, los creyentes continúan siendo guiados por el Espíritu Santo. Gracias a su acción comprenden, cada vez con mayor conciencia, las verdades reveladas. Esto lo subraya el concilio Vaticano II a propósito de la tradición viva de la Iglesia, que «con la ayuda del Espíritu Santo (...) camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios» (Dei Verbum, 8).
2. «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Hch 15, 28).
Ya desde los comienzos, la comunidad apostólica de Jerusalén se siente responsable de conservar fielmente el patrimonio de verdad que Jesús le ha dejado. También es consciente de poder contar con la asistencia del Espíritu Santo, que guía sus pasos; por eso, recurre dócilmente a él en cada ocasión. Lo vemos asimismo en la narración de la primera lectura de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles. Después de haber reflexionado sobre las obligaciones que había que imponer a los paganos que se convertían al cristianismo, los Apóstoles escriben a las comunidades griegas: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» (Hch 15, 28).
Pedro, Santiago, Pablo y los demás Apóstoles son plenamente conscientes de la tarea que les ha confiado el Señor. Deben proseguir su misión salvífica con generosa disponibilidad al Espíritu Santo, para que por doquier se difunda el Evangelio, semilla de nueva humanidad. Esta es una condición indispensable para que el reino de Dios avance por los caminos de la historia.
[...]
4. Amadísimos hermanos y hermanas... no os desaniméis si a veces vuestras fuerzas os parecen limitadas o inadecuadas ante la amplitud de la misión. En el evangelio de hoy, Jesús asegura que el Paráclito, el Espíritu Santo mandado por el Padre en nombre de Jesús, está siempre con nosotros. Él es el agente principal de la obra de la nueva evangelización. Enseña a los discípulos y, por tanto, a nosotros, todas las cosas y nos recuerda todo lo que Jesús dijo.
5. «Es su templo el Señor Dios todopoderoso y el Cordero» (Ap 21, 22). La visión de la ciudad celestial, descrita en el libro del Apocalipsis, orienta nuestra mirada hacia la meta a la que tiende el camino de toda la humanidad: la comunión perfecta con Dios.
Amadísimos hermanos y hermanas, sostenidos por esta esperanza y atraídos por el resplandor de la luz divina, intensifiquemos los pasos de nuestro itinerario espiritual hacia el Señor. Mientras se acerca el gran jubileo del año 2000, en este año dedicado de modo particular al Espíritu Santo, invoquemos con fe su presencia viva y su apoyo.
El Espíritu Santo nos ilumine a todos y, en particular, a vuestra comunidad parroquial; la disponga a acoger sus siete santos dones y a ser valiente e intrépida, para anunciar con alegría a todos a Jesús muerto y resucitado, salvación de cuantos acuden a él con confianza.
María, que en este mes de mayo se hace peregrina en las casas de vuestra parroquia con la visita de su venerada imagen, os proteja con su ayuda materna. Ella os haga discípulos cada vez más conformes con su Hijo divino, y convierta vuestra parroquia en una comunidad de hermanos dispuestos a testimoniar el Evangelio con la vida. Amén.
Homilía (20-05-2001)
domingo 20 de mayo de 20011. "El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26). Esta es la gran promesa que hizo Jesús durante la última Cena. Al acercarse el momento de la cruz, tranquiliza a los Apóstoles, diciéndoles que no se quedarán solos: el Espíritu Santo, el Paráclito, estará con ellos y los sostendrá en la gran misión de llevar el anuncio del Evangelio a todo el mundo.
En la lengua original griega, el término Paráclito indica al que acompaña, para proteger y ayudar a una persona. Jesús vuelve al Padre, pero continúa la obra de enseñanza y animación de sus discípulos mediante el don del Espíritu.
¿En qué consiste la misión del Espíritu Santo prometido? Como acabamos de escuchar en el texto tomado del evangelio de san Juan, es Jesús mismo quien la explica: "Será él quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho" (Jn 14, 26). Jesús ya ha comunicado todo lo que quería decir a los Apóstoles: con él, Verbo encarnado, se ha completado la revelación. El Espíritu hará "recordar", es decir, comprender en plenitud y vivir concretamente las enseñanzas de Jesús. Esto es lo que sucede aún hoy en la Iglesia. Como afirma el concilio ecuménico Vaticano II, bajo la guía y con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, "la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios" (Dei Verbum, 8).
[...]
5. "El ángel (...) me enseñó la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria" (Ap 21, 10). La visión de la Jerusalén celestial, descrita de modo impresionante en el Apocalipsis, nos muestra la meta hacia la que tienden la Iglesia y la humanidad entera. Es la meta de la comunión plena y definitiva de los hombres con Dios. Teniéndola a la vista, los creyentes se comprometen a vivir el Evangelio y contribuyen al mismo tiempo a la construcción de una ciudad terrena según el corazón de Dios.
María, a la que durante este mes de mayo veneramos e imploramos con devoción especial como nuestra Madre celestial, proteja siempre vuestra comunidad y toda la diócesis de Roma. Ella, la primera que acogió en su seno virginal al Verbo divino, nos ayude a asemejarnos cada vez más a su divino Hijo, dispuestos a anunciar fielmente la palabra del Evangelio y a testimoniarlo con la coherencia de nuestra vida. Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (13-05-2007)
domingo 13 de mayo de 2007Venerables hermanos en el episcopado;
queridos sacerdotes y vosotros todos, hermanas y hermanos en el Señor:
[...] A todos les quiero decir: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo" (1 Co 1, 3).
Considero un don especial de la Providencia que esta santa misa se celebre en este tiempo y en este lugar. El tiempo es el litúrgico del sexto domingo de Pascua: ya está cerca la fiesta de Pentecostés y la Iglesia es invitada a intensificar la invocación al Espíritu Santo. El lugar es el santuario nacional de Nuestra Señora Aparecida, corazón mariano de Brasil: María nos acoge en este cenáculo y, como Madre y Maestra, nos ayuda a elevar a Dios una plegaria unánime y confiada.
Esta celebración litúrgica constituye el fundamento más sólido de la V Conferencia, porque pone en su base la oración y la Eucaristía, Sacramentum caritatis. En efecto, sólo la caridad de Cristo, derramada por el Espíritu Santo, puede hacer de esta reunión un auténtico acontecimiento eclesial, un momento de gracia para este continente y para el mundo entero.
Esta tarde tendré la posibilidad de tratar sobre los contenidos sugeridos por el tema de vuestra Conferencia. Ahora demos espacio a la palabra de Dios, que con alegría acogemos, con el corazón abierto y dócil, a ejemplo de María, Nuestra Señora de la Concepción, a fin de que, por la fuerza del Espíritu Santo, Cristo pueda "hacerse carne" nuevamente en el hoy de nuestra historia.
La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así llamado "Concilio de Jerusalén", que afrontó la cuestión de si a los paganos convertidos al cristianismo se les debería imponer la observancia de la ley mosaica. El texto, dejando de lado la discusión entre "los Apóstoles y los ancianos" (Hch 15, 4-21), refiere la decisión final, que se pone por escrito en una carta y se encomienda a dos delegados, a fin de que la entreguen a la comunidad de Antioquía (cf. Hch 15, 22-29).
Esta página de los Hechos de los Apóstoles es muy apropiada para nosotros, que hemos venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia encuentra a lo largo de su camino y que son aclarados por los "Apóstoles" y por los "ancianos" con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el evangelio de hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14, 26) y así ayuda a la comunidad cristiana a caminar en la caridad hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Los jefes de la Iglesia discuten y se confrontan, pero siempre con una actitud de religiosa escucha de la palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden afirmar: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros..." (Hch 15, 28).
Este es el "método" con que actuamos en la Iglesia, tanto en las pequeñas asambleas como en las grandes. No es sólo una cuestión de modo de proceder; es el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo en el Espíritu Santo...
"Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros...". Esta es la Iglesia: nosotros, la comunidad de fieles, el pueblo de Dios, con sus pastores, llamados a hacer de guías del camino; junto con el Espíritu Santo, Espíritu del Padre enviado en nombre del Hijo Jesús, Espíritu de Aquel que es el "mayor" de todos y que nos fue dado mediante Cristo, que se hizo el "menor" por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Ad-vocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la escucha de su Palabra, sin inquietud ni temor, teniendo en el corazón la paz que Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).
El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la primera y la segunda venida de Cristo: "Me voy y volveré a vosotros" (Jn 14, 28), dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la "ida" y la "vuelta" de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora; están también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los sacramentos y sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha producido el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno. Tiempo de la Iglesia, tiempo del Espíritu Santo: Él es el Maestro que forma a los discípulos: los hace enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón, pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10).
Así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte en el "camino" por donde avanza el discípulo. "El que me ama guardará mi palabra", dice Jesús al inicio del pasaje evangélico de hoy. "La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 23-24). Como Jesús transmite las palabras del Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y como el amor al Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro amor a Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a la voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu Santo, que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5, 5).
El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del Padre. Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo, también en el texto de hoy. Jesús dice: "La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre que me ha enviado" (Jn 14, 24). En este momento, queridos amigos, somos invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la misión de la Iglesia subsiste solamente en cuanto prolongación de la de Cristo: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).
El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta transmisión de consignas acontece en el Espíritu Santo: "Sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo..."" (Jn 20, 22). La misión de Cristo se realizó en el amor. Encendió en el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12, 49). El Amor es el que da la vida; por eso la Iglesia es enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para que los hombres y los pueblos "tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). También a vosotros, que representáis a la Iglesia en América Latina, tengo la alegría de entregaros de nuevo idealmente mi encíclica Deus caritas est, con la cual quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje cristiano.
La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor: misionera sólo en cuanto discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con renovado asombro, por Dios que nos amó y nos ama primero (cf. 1 Jn 4, 10). La Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por "atracción": como Cristo "atrae a todos a sí" con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así la Iglesia cumple su misión en la medida en que, asociada a Cristo, realiza su obra conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.
Queridos hermanos y hermanas, este es el rico tesoro del continente latinoamericano; este es su patrimonio más valioso: la fe en Dios Amor, que reveló su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor: esta es vuestra fuerza, que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, la paz que Cristo conquistó para vosotros con su cruz. Esta es la fe que hizo de Latinoamérica el "continente de la esperanza".
No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo, el auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos desde la primera evangelización hasta hoy.
Así lo atestigua la serie de santos y beatos que el Espíritu suscitó a lo largo y ancho de este continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para una nueva evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la generosidad y el compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y con palabras de esta V Conferencia os digo: sed discípulos fieles, para ser misioneros valientes y eficaces.
La segunda lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén celeste. Es una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente decorativo, sino que todo contribuye a la perfecta armonía de la ciudad santa. Escribe el vidente Juan que esta "bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios" (Ap 21, 10). Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto, la Jerusalén celeste es icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27), iluminada en el centro y en todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es llamada "novia", "la esposa del Cordero" (Ap 20, 9), porque en ella se realiza la figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres; ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.
Este icono estupendo tiene un valor escatológico: expresa el misterio de belleza que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado su plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por la cual suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no debe ser motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia compartiendo las alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la humanidad contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf. Gaudium et spes, 1).
Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es precisamente y solamente en la caridad como podemos acercarnos a ella y, en cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios uno y trino, como hemos escuchado en el evangelio: "Vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta maravillosa "morada de Dios con los hombres". ¡Qué magnífica vocación!
Una Iglesia totalmente animada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación de la ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella brota una fuerza misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.
Que la Virgen María alcance para América Latina y el Caribe la gracia de revestirse de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24, 49) para irradiar en el continente y en todo el mundo la santidad de Cristo. A él sea dada gloria, con el Padre y el Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.
Francisco, papa
Homilía (13-05-2013)
lunes 13 de mayo de 2013Queridos hermanos y hermanas, habéis tenido valor para venir con esta lluvia... El Señor os lo pague...
1. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los Apóstoles sus últimas recomendaciones antes de dejarles, como un testamento espiritual. El texto de hoy insiste en que la fe cristiana está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Quien ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio...
2. También el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la Iglesia naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que era esencial para ser cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un primer «concilio» sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial, es decir, creer en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera, sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad popular es una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una gran variedad antes de paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se reconduce a la unidad, la variedad reconducida a la unidad y la unidad es encuentro con Cristo.
3. Quisiera añadir una tercera palabra que os debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión específica e importante, que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y también a la comunidad, que es necesario seguir a Cristo en el camino concreto de la vida para que nos transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la profunda devoción a la Virgen María, señaláis al más alto logro de la existencia cristiana, a Aquella que por su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así como por la meditación de las palabras y las obras de Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf. Lumen gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio «los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia los santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador» (Documento de Aparecida, 264). Cuando vais a los santuarios, cuando lleváis a la familia, a vuestros hijos, hacéis una verdadera obra evangelizadora. Es necesario seguir por este camino. Sed también vosotros auténticos evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes», senderos para llevar a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros del amor y de la ternura de Dios. Sed misioneros de la misericordia de Dios, que siempre nos perdona, nos espera siempre y nos ama tanto.
Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Tres palabras, no las olvidéis: Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia, para que todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un testimonio luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la meta de nuestra peregrinación terrena, hacia ese santuario tan hermoso, hacia la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay ningún templo: Dios mismo y el Cordero son su templo; y la luz del sol y la luna ceden su puesto a la gloria del Altísimo. Que así sea.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Test de amor
«Haremos morada en él». He aquí el fruto principal de la Pascua. La mayor realización del amor de Dios. El amor busca la cercanía, la intimidad, la unión. Dios no nos ama a distancia. Su deseo es vivir en nosotros, inundarnos con su presencia y con su amor. Esta es la alegría del cristiano en este mundo y lo será en el cielo. Somos templos, lugar donde Dios habita. Hemos sido rescatados del pecado para vivir en su presencia. ¿Cómo seguir pensando en un Dios lejano? Lo que deberemos preguntarnos es cómo recibimos esta visita, cómo acogemos esta presencia.
«El que me ama guardará mi palabra». Esta es la condición para que las Personas divinas habiten en nosotros: amar a Cristo. Lo cual no es un puro sentimiento, sino que supone «guardar su palabra», la actitud de fidelidad a Él y cada una de sus enseñanzas. Por el contrario, «el que no me ama no guardará mis palabras». Encontramos aquí un test para comprobar la autenticidad de nuestro amor a Cristo. Dios comprende y perdona los fallos, pero no puede aceptar al que reniega del evangelio.
«Él os lo enseñará todo». Estamos a la espera de Pentecostés y es conveniente conocer lo que el Espíritu Santo quiere hacer en nosotros. Él es el Maestro interior y su acción es necesaria para entender las palabras de Cristo. Si él no ilumina, si no hace atractiva la palabra de Cristo, si no da fuerzas para cumplirla, nunca llegaremos a vivir el evangelio. Sin él, el evangelio queda en letra muerta; sólo el Espíritu da vida (2 Cor 3,6).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La Iglesia es prolongación misteriosa viva y operante del mismo Cristo. Por la Iglesia, la presencia de Cristo resucitado actuará entre nosotros hasta el final de los tiempos.
–Hechos 15,1-2.22-29. Véase la primera lectura del viernes de la quinta semana de Pascua.
–Apocalipsis 21,10-14.22-23: Me enseñó la ciudad santa que bajaba del cielo. Al Espíritu de Dios, inhabitando en las almas, se debe el que sean los propios creyentes quienes hacen de la Iglesia entera un templo vivo de Dios.
–Juan 14,10-14 y 22-23: El Espíritu Santo os irá recordando todo lo que os he dicho. La acción íntima del Espíritu de Cristo es la que mantiene la fe auténtica de los creyentes y les enseña a vivir la realidad santificadora del misterio de Cristo. Véase el Evangelio del lunes y martes de la quinta semana de Pascua. San Máximo el Confesor dice:
«Por tanto el que no ama al prójimo, no guarda su mandamiento. Y el que no guarda su mandamiento, no puede amar a Dios... El que ha llegado a alcanzar en sí la caridad divina, no se cansa ni decae en el seguimiento del Señor, su Dios, según dice el profeta Jeremías, sino que soporta con fortaleza de ánimo todas las fatigas, oprobios e injusticias, sin desear mal a nadie... El fruto de la caridad consiste en la beneficencia sincera y de corazón para con el prójimo, en la liberalidad y la paciencia, y también en el recto uso de las cosas» (Centuria de la Caridad 1,16-17.28.40).
Santos Benetti
Caminando por el Desierto
1. Tenemos otro abogado
La ausencia física de Jesús en medio de los suyos fue siempre un problema para los cristianos, sobre todo para los apóstoles y los primeros discípulos tan marcados por la experiencia vital del Maestro.
Muchas eran las preguntas que podían hacerse: ¿Cómo continuar su obra? ¿Cómo escuchar su palabra? ¿Cómo hacer frente a los problemas y dificultades que seguramente se suscitarían con el correr del tiempo? ¿Cómo interpretar correctamente sus palabras y darles el sentido exacto? ¿Y cómo organizar una comunidad que apenas estaba esbozada al morir su fundador?
Y el evangelista Juan, preocupado por esta comunidad cristiana que debe ser la prolongación de Cristo en el tiempo y en el espacio, nos da una respuesta e insiste en ella: es el don del Espíritu Santo el que completará la obra de Jesús. Juan y Lucas son los dos evangelistas que subrayan constantemente la obra del Espíritu en la comunidad cristiana. Acercándonos ya inmediatamente a la celebración de la Ascensión del Señor y a Pentecostés, no nos extrañemos de que la liturgia incline hoy nuestra mirada hacia el Espíritu Santo que debe jugar un papel tan importante en la dinámica de la comunidad cristiana. Como sucede en estos domingos, mientras el Evangelio de Juan nos presenta el postulado teórico de la cuestión, el libro de los Hechos nos da la visión pragmática desde ciertas situaciones concretas.
Jesús se va al Padre y siente la preocupación de los apóstoles por esa ausencia que puede ser también una ruptura. Por eso les dice: "Os he hablado ahora que estoy a vuestro lado; pero el Paráclito [o Abogado], el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho". Teniendo en cuenta que el Evangelio de Juan fue redactado unos 70 años después de la muerte de Jesús, es fácil comprender el trasfondo de estas palabras y toda la importancia que tenían para la vida de la Iglesia, que ya había saboreado la amargura de duras crisis internas y que debía prepararse para otras aún más dolorosas.
El Espíritu Santo es llamado por Jesús "defensor" o «abogado» -literalmente, Paráclito-, porque no deja sola a la comunidad sino que está a su lado para siempre. No es un abogado para después de la muerte, sino un defensor para asesorar a la comunidad aquí, en esta larga marcha histórica. El Espíritu es el «otro» defensor, el segundo abogado, ya que el primero es el mismo Cristo, cabeza indiscutida de la Iglesia, como lo llama Pablo. El Espíritu Santo vive dentro de la comunidad y de cada miembro, ya que por medio de él obra el Padre. Es el espíritu de la verdad, el que enseñará todo y recordará lo enseñado por Jesús. Este enseñar y recordar todo tiene un valor muy especial: el Espíritu no agrega palabras a las de Cristo, sino que las recuerda, es decir, las vuelve a la superficie, las hace actuales de tal modo que cada comunidad cristiana tenga en ellas el criterio para resolver sus problemas y conflictos.
Y cuando la comunidad se reúne para recordar esas palabras, no puede cada uno interpretarlas a su gusto y placer. Es necesario abrirse al Espíritu de Cristo y del Padre, espíritu de verdad y sinceridad, espíritu de comunidad y de amor, para que en comunión con ese Espíritu, presente en toda la comunidad, aprendamos a ver más claro y a resolver nuestros problemas.
Recordar las palabras de Jesús es mucho más que acordarse con la memoria, como hacen los niños en la escuela; es hacer presente aquí y ahora el mensaje de Cristo que se dirige al hombre concreto de hoy que tiene preocupaciones propias y peculiares. A Jesús no lo podemos recordar como un simple personaje del pasado, ni sus palabras se han quedado petrificadas en las páginas del Nuevo Testamento. Cristo Resucitado está viviente en la comunidad y sus palabras tienen valor si son algo vivo para cada circunstancia. Por lo tanto, recordarlo es hacer que nuestra vida, nuestra conducta, nuestra vida comunitaria, nuestra relación con el mundo, etc., estén orientados por el Espíritu de Cristo y de su evangelio. Jesús no habló concretamente más que de los problemas de los judíos de su época, pero sí planteó un cierto esquema fundamental según el cual el discípulo de todos los tiempos debe regir su vida. Y esos discípulos se encuentran a menudo con interrogantes cuya respuesta directa e inmediata no está en las páginas de los evangelios ni en toda la Biblia tomada en su conjunto. Así, por ejemplo, podemos preguntarnos: ¿Qué dice hoy Cristo por medio de su Espíritu acerca de la cuestión social o racial? ¿Qué dice sobre la sexualidad, sobre el matrimonio y sus problemas actuales? ¿Qué dice sobre la relación entre la Iglesia y el Estado? ¿Qué dice sobre el papel de los laicos en el seno de la Iglesia? ¿Qué dice sobre la función de las mujeres? ¿Qué dice sobre la vida de los sacerdotes y religiosos? ¿Qué dice sobre la violencia? ¿Qué dice sobre la forma de vivir mejor la liturgia, sobre la actualización de la catequesis, sobre las nuevas formas de apostolado y evangelización?
En fin, cuántas cuestiones que no aparecen directamente en los evangelios porque hubieran sonado a anacronismo, y que, sin embargo, hoy son problemas candentes de la Iglesia contemporánea. Y ahí está la tarea asignada al Espíritu Santo, un Espíritu que no actúa mágicamente resolviendo nuestros conflictos desde el cielo, sino que obra dentro de la misma comunidad pluralista y compleja que hoy conforma esto que llamamos Iglesia.
En síntesis: la comunidad cristiana debe estar en permanente alerta y en constante escucha del Espíritu, con un corazón pobre, o sea, desinteresado, abierto y disponible para que toda la palabra de Jesús sea reflexionada y vivida. Decimos «toda» la palabra porque ya sabemos que, en cierta manera, Jesús directamente no pudo decirlo todo. Pero también es cierto que a menudo los cristianos sólo queremos recordar ciertas palabras para olvidar intencionadamente otras que nos resultan molestas o inoportunas. Y así en cada época los cristianos de pronto recuerdan ciertas palabras que tenían olvidadas. En nuestro siglo, sin ir más lejos, hemos recordado la palabra «liberación» con todo lo que ello implica; hemos sacado a la superficie la problemática de la justicia, de la paz, del diálogo, de la participación laical en la Iglesia, etc., etc.; palabras, conceptos y formas de vida propios del evangelio, que a lo largo del tiempo se habían esfumado de la vida de la Iglesia. Pues bien, ésa es la obra del Espíritu.
Pero si la comunidad eclesial se cierra al Espíritu y se instala en una posición cómoda y fija, si los intereses creados nos hacen saltar ciertas páginas del evangelio, si el mensaje de Cristo se transforma en un frío catecismo para aprender de memoria como una receta de farmacia; en fin, si pretendemos tener toda la palabra de Jesús para no tener que ver tantas cosas nuevas como nos obligan a rehacer nuestros esquemas mentales, entonces sí que la decadencia de la Iglesia es inevitable y ella deja de ser fermento de verdad en el mundo. Y alguien preguntará: ¿Y cómo se manifiesta el Espíritu cuando una seria crisis se hace sentir en la Iglesia?
El texto de los Hechos nos da una respuesta sugestiva...
2. La instancia suprema
La primera lectura de hoy se refiere a lo que tradicionalmente es conocido como «el Concilio de Jerusalén», acaecido aproximadamente hacia el año 49, unos veinte años después de la muerte de Jesús. La Iglesia se enfrenta por entonces con su primera gran crisis interna, una crisis que está a punto de provocar la ruptura. El motivo ya lo conocemos: Pablo y Bernabé, durante su primer viaje misionero por el Asia Menor, habían bautizado a los paganos que querían abrazar la fe, sin obligarlos al rito de la circuncisión y a otras prácticas propias de los judíos. Aquello fue una novedad tan sonada, que eminentes cristianos judaizantes, sobre todo los venidos del fariseísmo, e incluso el influyente pariente de Jesús, Santiago, al frente de la Iglesia de Jerusalén, reaccionaron con todas sus energías. Como dice Lucas: «Esto provocó un altercado y una violenta discusión con Pablo y Bernabé», por lo que se decidió hacer en última instancia una consulta a Jerusalén con todos los notables de la Iglesia, entre ellos Pedro, Santiago y Juan, como recuerda el mismo Pablo en la Carta a los gálatas (2,9).
Así tuvo lugar aquella memorable reunión de la que tenemos las dos versiones, con matices distintos, de Pablo en la citada carta y de Lucas en el texto de los Hechos. El Concilio llegó a una conclusión común, expresada, según Lucas, en una carta que se redactó y que se envió a la Iglesia de Antioquía. Pablo, por su parte, relata cómo los tres notables antes citados, «reconocieron el don que Dios me dio. Esos hombres -sigue Pablo- considerados como los principales, nos estrecharon la mano a mí y a Bernabé, en señal de comunión: nosotros iríamos hacia los paganos y ellos hacia los judíos».
No nos interesa ahora meternos de lleno en el conflicto surgido en la Iglesia, sino en la forma como se resolvió, subrayando cierto detalle fundamental de la famosa carta en cuestión. Después de una introducción en la que se recuerda el origen de la crisis, dice el texto: «Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros», continuando luego con la resolución del conflicto, o sea, autorizar la conducta de Pablo e imponer a los neobautizados ciertas normas relativas a la idolatría y a la fornicación.
«Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros»... He aquí la forma concreta de resolver las cuestiones internas y de recordar las palabras de Jesús cuando la memoria del Espíritu nos falla. A partir de entonces, cuando las crisis arreciaban muy fuerte, fueron los Concilios Ecuménicos el modo como los cristianos intentaron entenderse ante cuestiones tan fundamentales como la misma divinidad de Jesucristo en los concilios de Nicea (325) y Efeso (5,31). El último gran Concilio, el Vaticano II, fue entre otras cosas una gran manifestación del Espíritu en una Iglesia aletargada, y el despertar de una primavera bajo cuyos efluvios aún caminamos.
«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros» es la concreción de lo dicho por Jesús en el texto de Juan; es la incorporación oficial del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia, no como un miembro más, sino como el aliento de vida nueva, como la fuente de la auténtica verdad, como el defensor contra los peligros de naufragio.
Hoy también los cristianos debemos enfrentarnos con muchos problemas y situaciones que no pueden ser resueltos por uno o por otro imponiendo su verdad sobre los demás. La acción del Espíritu implica necesariamente un despojarnos de todo espíritu revanchista, dejando a un lado prejuicios y formas autoritarias de pensar que transforman a menudo a la Iglesia en un simple campo de batalla. No se trata de imponer nuestra verdad a los adversarios... En el concilio de Jerusalén no triunfó ningún bando sobre el otro; más aún: se buscó una fórmula conciliatoria que tuviese en cuenta los intereses de toda la Iglesia, que evitase el escándalo de los débiles y que garantizase la libertad en el espíritu.
Todo ello no se logra sino con una actitud interna de sincera búsqueda de la verdad, cueste lo que cueste.
El Espíritu y nosotros... Nosotros todos, toda la comunidad es la depositaria de este don por excelencia del Padre. Mientras los cristianos sepamos decir: «El Espíritu Santo y nosotros», no habrá peligro de divisiones ni de violencias internas, aun cuando los problemas planteados presenten puntos de vista distintos y hasta opuestos. Esta es la lección que debemos recoger del libro de los Hechos de los Apóstoles: una lección tan sabia como dura de aplicar cuando las pasiones ciegan al Espíritu.
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo
-El Espíritu Santo os lo enseñará todo
El evangelio desea preparar para la marcha de Jesús al Padre. El capítulo 14 es un discurso de despedida. En el momento en que se anuncia esta marcha, hacia el final de su discurso, Jesús promete a los que crean la venida de Dios y el envío del Espíritu, que les enseñará todo. Volvemos a encontrarnos aquí con el tema de la "morada": Vendremos a él y haremos morada en él".
La venida del Padre y del Hijo a los que crean con una fe suscitada por el Espíritu, la venida de la Trinidad al creyente es una revelación nueva para los discípulos. Pero esta venida sigue siendo imposible en los que no aman ni permanecen fieles a la palabra. La marcha de Jesús condiciona la venida del Espíritu, cuya misión será hacer comprender y vivificar las palabras de Cristo. Jesús inicia ya una explicación de la necesidad del misterio de la Ascensión. Si él no se va, no podrá ser enviado el Espíritu. Ahora bien, su envío es necesario para perfeccionar la obra de Jesús y hacer que los discípulos entiendan todo lo que él enseñó.
Los discípulos entendieron bien el anuncio de esta partida y se turbaron. Jesús les tranquiliza. Se va, pero volverá. Sin embargo, la joven Iglesia se verá envuelta en unos condicionamientos de pruebas y de vida de fe: Creer en Jesús sin verle. Esto no debe acobardar a los discípulos, y Cristo les da una paz que es la del mismo Dios: la alegría de saber que Cristo glorificado está a la derecha del Padre, la alegría de conocer con profundidad las enseñanzas de Jesús, la alegría de estar habitados por la Trinidad. Esta alegría no es la que el mundo entiende, como por otra parte tampoco entiende la paz deseada por Jesús antes de irse. Es una alegría en el sufrimiento y es una paz en medio de la lucha; pero es una segura realidad de esperanza para cuantos creen en Cristo vencedor.
-La Ciudad santa que baja del cielo
Esta marcha de Jesús y el envío del Espíritu anuncian la construcción de una Ciudad nueva, de un Reino nuevo y de la Iglesia de los que se salvan. Este es el sentido de la segunda lectura. Sin embargo, no debería verse en esta Ciudad a la Iglesia presente, ni se trata tampoco de la Iglesia futura, como si la visión presentara una realización de la Iglesia presente en toda su perfección. Se trata de una creación nueva; de una Ciudad celestial. Pero la Iglesia de hoy es el signo de ella y vive en continua referencia a este porvenir. Esa Ciudad nueva resplandece con la gloria de Dios. Apenas nos interesa aquí su descripción, salvo que en ella encontramos las 12 tribus de Israel y la muralla que se asienta sobre doce cimientos que llevan los nombres de los 12 Apóstoles.
En esa Ciudad no existe templo. ¿Qué quiere decir esto? ¿Pudiera ser la condenación de todo culto litúrgico? ¿Sería un eco de la voz de los profetas, que a veces prevenían contra un culto exterior? (Jr 7, 4). No se trata de eso. No existe oposición entre liturgia, culto y verdadera adoración; existe complementariedad desde el momento en que el gesto y la voz respondan a la interioridad y al amor. Pero no es necesaria en absoluto una construcción terrena: Dios mismo es el Templo de esa Ciudad nueva. El es, por otra parte, el todo de todo, y ni siquiera el sol ni la luna tendrán ya razón de ser, porque la única luz necesaria será el Señor.
Cabría preguntarse si semejante perspectiva no es desalentadora para la Iglesia, y si no viene a ser como cortar los brazos y las piernas a los que quisieran trabajar en ella. Sería un error pensar así. Pues es la Iglesia presente la que nos prepara para su propia destrucción en favor de una Ciudad nueva, así como toda celebración litúrgica significa apresurar la destrucción del templo y de toda liturgia. Porque aquí trabajamos en la obscuridad, y solo vemos las cosas a través de un espejo y a través del signo. En esa Ciudad nueva lo veremos todo sin espejo y a Dios le veremos cara a cara.
-Elección de jefes para la Comunidad
Es este un momento decisivo para la Iglesia naciente: ella tiene que decidir sobre su actitud con respecto al medio en que ha nacido. Hay que tomar en esto decisiones radicales, y por otra parte hay que conservar cierta flexibilidad. Tenemos aquí el primer ejemplo de un concilio, el de Jerusalén, célebre para lo sucesivo. Se eligen jefes que marchan a Antioquía con Pablo y Bernabé.
Dos puntos son importantes: jefes enviados por Jerusalén y elegidos por este concilio serán los que decidan. No hay que dejarse inquietar por gente que no ha recibido mandato. La segunda decisión fue tomada juntamente con el Espíritu; por estos rodeos podría parecerse esta lectura a la elegida para evangelio del día. El Espíritu enseña todo y da claridad de juicio a los responsables de la Iglesia. Así pues, no se impondrá la circuncisión; en cuanto a lo demás: no comer carne que haya sido ofrecida a los ídolos, ni sangre, ni carne de animales no sangrados, y abstenerse de uniones ilegítimas.
A primera vista, esta lectura no tiene mucho que ver con el tema elegido para este domingo. Se trata, sin embargo, de la construcción de la Iglesia, y nos encontramos aquí ante un ejemplo típico de las dificultades que tal construcción conlleva y de la ayuda del Espíritu de Cristo para un juicio recto en un asunto que había revuelto a una Iglesia local.
Hans Urs von Balthasar
Luz de la Palabra
1. «Mi paz os doy».
En el evangelio, que remite de nuevo a su salida de este mundo, ya muy próxima, Jesús inculca a su joven Iglesia una palabra: la paz. Se trata expresamente de la paz que proviene de él, que es la única auténtica y duradera, pues una paz como la da el mundo por lo general no es más que un armisticio precario o incluso una guerra fría. Los discípulos poseen el arquetipo de la verdadera paz en Dios mismo: el que guarda la palabra de Jesús por amor, ése es amado por el Padre. El Padre viene junto con el Hijo al creyente para hacer morada en él, y el Espíritu Santo le aclara en su corazón todo lo que Jesús ha hecho y dicho, toda la verdad que Jesús ha traído. Dios en su Trinidad es la paz verdadera e indestructible. En esta paz los discípulos deben dejar marchar a su amado Señor con alegría, porque no hay más alegría que el amor trinitario, y éste se debe desear a cualquiera, aun cuando haya que dejarle marchar.
2. «Hemos decidido por unanimidad».
La Iglesia tiene que ser un ejemplo de paz en el mundo sin paz. Pero ha de superar en su interior ciertos problemas que provocan tensiones y que sólo pueden resolverse bajo la guía del Espíritu Santo, en la oración y en la obediencia a sus designios. El problema quizá más grave se le planteó a la Iglesia (como muestra la primera lectura) ya en vida de los apóstoles: la convivencia pacífica entre el pueblo elegido, que poseía una revelación divina milenaria, y los paganos que empezaban a incorporarse a la Iglesia, que no aportaban nada de su tradición. Conseguir una convivencia verdaderamente pacífica exigía renuncias por ambas partes, y las largas deliberaciones de los apóstoles debían conducir necesariamente a exigir estas renuncias: los paganos no tenían necesidad de seguir importantes costumbres judías, por ejemplo la circuncisión; pero en contrapartida debían hacer algunas concesiones a los judíos en lo referente a ciertos usos alimentarios y a los matrimonios entre parientes. Estos compromisos, que quizá hoy pueden parecernos sobremanera extraños, eran entonces de palpitante actualidad, y debemos tomar ejemplo de ellos para todo aquello a lo que nosotros hemos de renunciar necesariamente aquí y ahora para que entre las diversas tendencias de la Iglesia reine la verdadera paz de Cristo, y no nos contentemos con un simple armisticio. Nunca un partido tendrá toda la razón y el otro ninguna. Hay que escucharse mutuamente en la paz de Cristo, sopesar las razones de la parte contraria, no absolutizar las propias. Esto puede exigir verdaderas renuncias hoy como ayer, pero solamente si aceptamos estas renuncias se nos dará la paz de Cristo.
3. "Los nombres de las doce tribus de Israel... los nombres de los doce apóstoles del Cordero».
La figura de la definitiva «ciudad de la paz», de la Jerusalén celeste, confirma en la segunda lectura la paz traída por Dios entre el Antiguo Testamento de los judíos y el Nuevo Testamento de los cristianos, la curación de la peor herida que ha desgarrado al pueblo de Dios desde los tiempos de Jesús. Mientras las puertas llevan grabados los nombres de las doce tribus de Israel, los cimientos llevan escritos «los nombres de los apóstoles del Cordero», y el número de los que aparecen delante del trono de Dios es de veinticuatro. Quizá esta escisión que se produjo con motivo de la venida de Jesús no se supere del todo hasta el final de los tiempos, pero nosotros debemos intentar superarla ya dentro de la historia en la medida de lo posible. Aunque la unidad en la fe no sea del todo realizable, la unidad en el amor es siempre posible.