Domingo VI Tiempo Ordinario (Ciclo C) – Homilías
/ 15 febrero, 2019 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jer 17, 5-10: Maldito quien confía en el hombre; bendito quien confía en el Señor
Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6: Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor
1 Co 15, 12-20: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido
Lc 6, 17. 20-26: Bienaventurados los pobres. Ay de vosotros, los ricos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (17-02-1980): ¿Qué significa creer en Cristo y en la Resurrección?
domingo 17 de febrero de 19801. Queridísimos hermanos y hermanas en Cristo: Dirijo ante todo un vivo y cordial saludo a todos los que habéis venido hoy tan numerosos a este encuentro con el Obispo de Roma. Quiero deciros enseguida cuánto aprecio vuestra presencia, que es ciertamente signo de vuestra fe cristiana y de vuestra comunión eclesial con vuestro Obispo, el Papa, el cual es también Obispo de la Iglesia universal.
[...]
2. En la liturgia de la Palabra de hoy, nos impresiona sobre todo la comparación del hombre justo con el árbol: "Será como un árbol plantado al borde de la acequia: da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas" (Sal 1, 3). Así dice el salmista. Y el profeta Jeremías, que emplea la misma comparación, añade que este árbol "no teme la venida del calor, conserva su follaje verde, en año de sequía no la siente, y no deja de dar fruto" (Jer 17, 8).
Se compara al hombre con un árbol. Y es justo. También el hombre crece, se desarrolla; mantiene la salud y las fuerzas, o las pierde. Sin embargó, la comparación de la Sagrada Escritura se refiere al hombre sobre todo en sentido espiritual. Efectivamente, habla de los frutos espirituales de sus obras, que se manifiestan por el hecho de que este hombre "no sigue el consejo de los impíos" y "no entra por la senda de los pecadores" (Sal 1, 1). En cambio, la fuente de esta conducta, esto es, de estos frutos buenos del hombre, está en que "su gozo es la ley del Señor" y "medita su ley día y noche" (Sal 1, 2).
Por su parte, el profeta subraya que este hombre "confía en el Señor y en El pone su confianza" (Jer 17, 7). El hombre que vive así, que se comporta de este modo es llamado en la Escritura bendito. En oposición a él está el hombre pecador, a quien el profeta Jeremías compara con "un desnudo arbusto en el desierto" (Jer 17, 6), y a quien el salmista parangona con la "paja que arrebata el viento" (Sal 1, 4). Si el primero merece la bendición, el otro es llamado "maldito" por el profeta (Jer 17, 5), porque sólo confía en el hombre (Jer 17, 5), esto es, en sí mismo, y "de la carne hace su apoyo, y aleja su corazón del Señor" (Jer 17, 5).
3. Así, pues, la liturgia de la Palabra de hoy tiene un mensaje claro. Trata del hombre. Juzga su conducta. Somete a valoración crítica su concepción del mundo. Toca los fundamentos mismos de donde la vida humana saca su sentido integral. Efectivamente, la integridad de la vida humana es el camino que se debe seguir (esta comparación, como se ve, tan antigua, permanece siempre fresca y viva); la vida humana es un camino que hay que recorrer.
"El Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal" (Sal 1, 6).
Esta mirada sobre el conjunto de los problemas humanos, sobre el complejo de la vida, ¿es sólo de ayer? ¿No se pueden aplicar estas comparaciones y estas valoraciones a los hombres de nuestro tiempo? ¿No se refieren también a nosotros?, ¿a cada uno de nosotros? ¿Acaso no se puede repetir al hombre de nuestra época —época de materialismo teórico y práctico— que él pone su fuerza en la "carne", es decir, en sí mismo y en la materia, y que mide el sentido de la vida sobre todo por los valores materiales? En efecto, está orientado a "poseer" y a "tener", hasta el punto de perder frecuentemente en todo esto lo que es más importante: aquello, gracias a lo cual, el hombre es hombre, capaz de hacerle crecer como árbol que produce frutos buenos.
4. El hombre debe crecer espiritualmente, madurando para la eternidad. También nos enseña esto la Palabra de Dios en la liturgia de hoy.
"Alegraos en aquel día y regocijaos, pues vuestra recompensa será grande en el el cielo" (Lc 6, 23): así recuerda el canto que precede al Evangelio, unido a un gozoso "Alleluia", que desaparecerá en la liturgia de los próximos domingos, porque entramos ya en el período de Cuaresma.
Para madurar espiritualmente hasta la eternidad, el hombre no puede crecer sólo en el terreno de la temporalidad. No puede poner su apoyo en la carne, es decir, en sí mismo, en la materia. El hombre no puede construir sólo sobre sí y "confiar" solamente en el hombre. Debe crecer en un terreno diverso del de lo transitorio y de lo caduco de este mundo temporal. Es el terreno de la nueva vida, de la eternidad y de la inmortalidad el que Dios ha puesto en el hombre, al crearlo a su propia imagen y semejanza.
Este terreno de la nueva vida se ha revelado plenamente en la resurrección de Cristo; como nos recuerda San Pablo en la liturgia de hoy en el pasaje de la primera Carta a los Corintios. Nosotros crecemos y maduramos espiritualmente (e incluso corporalmente), tendiendo con toda nuestra humanidad a la vida eterna; en efecto, "Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren" (1 Cor 15, 20): por esto la resurrección de Cristo confiere un dinamismo de crecimiento a la vida todos. Está bien que ya antes de la Cuaresma, la liturgia nos recuerde las verdades fundamentales de nuestra fe y de nuestra vida; de este modo, indica ya a lo que nos prepararemos, en el recogimiento espiritual, durante los domingos y las semanas próximas.
¿Qué significa creer en Cristo? ¿Qué significa creer en la resurrección? Significa precisamente (como dice Jeremías) confiar en el Señor, tener confianza en El solo, una confianza tal que no podamos ponerla en el hombre, porque la experiencia nos enseña que el hombre está sometido a la muerte.
¿Qué significa creer en Cristo y creer en la resurrección? Significa también complacerse en la ley del Señor, esto es, vivir de acuerdo con los mandamientos y las indicaciones que Dios nos ha dado, mediante Cristo. Entonces somos como ese árbol que, plantado junto a la acequia y fertilizado por ella, da fruto: fruto bueno, fruto de vida eterna.
La resurrección de Cristo se ha convertido en la fuente del agua vivificante del bautismo, de la que debe brotar toda la vida de un cristiano en crecimiento hacia la eternidad y hacia Dios.
5. Como se ve, el contenido de la liturgia de hoy es muy rico y nos hace pensar mucho. El hombre está situado entre el bien y el mal, y en este contraste crece y se desarrolla espiritualmente. Crece como un árbol, pero, al mismo tiempo, muy diversamente de él. Su crecimiento y su desarrollo espiritual dependen de sus decisiones y de sus opciones. Dependen de la libre voluntad, del estado de su conciencia, de su concepción del mundo, de la escala de valores que guía su vida y su comportamiento.
Y por esto, también nosotros, que creemos en Cristo y pertenecemos a su Iglesia, debemos preguntarnos siempre a nosotros mismos: los valores que nos guían, ¿están realmente conformes con nuestra fe? La concepción del mundo, que aceptamos cada día, ¿acaso no está construida sólo sobre la "carne", sobre la temporalidad? ¿Corresponde nuestro comportamiento a la verdad que confesamos? ¿No es conformista? ¿O hipócrita?
También Cristo Señor en el Evangelio de hoy hace esta contraposición. Por una parte, proclama las bienaventuranzas, y por otra, pronuncia los "ay". ¿En qué parte nos encontramos? ¿Nos importa que el Reino de Dios nos pertenezca (cf. Lc 6, 20), o más bien queremos tener todo nuestro consuelo ya en esta vida (cf. Lc 6, 24)? ¿No deseamos, tal vez, solamente esto?
6. Demos gracias a Dios por esta visita, queridos hermanos y hermanad, feligreses de San Martín "ai Monti"; Dios os recompense a todos. Hagamos juntos todo lo posible para no alejarnos de Cristo, para consolidar en El nuestra vida. El tiempo de Cuaresma nos ayudará de nuevo en este propósito. Son abundantes los recursos de la gracia y del amor de nuestro Señor, y ellos hacen, ciertamente, que podamos crecer como árbol que da fruto. Tendamos la mano a estos recursos con nuestra fe y nuestra confianza en Cristo Jesús.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: El peligro de las riquezas
Lc 6,7.20-26
Jesús no sólo pone las bienaventuranzas en positivo. El «¡ay de vosotros!» es un fuerte aldabonazo para que nadie se llame a engaño. Con ello está resaltando que no se puede ser rico y cristiano al mismo tiempo. Nunca más necesarias estas palabras de Cristo que ahora. Vivimos en una sociedad opulenta y con frecuencia se intenta compaginar las riquezas y la fe en Jesucristo.
Sin embargo, el evangelio es bastante explícito y Jesús no ahorra palabras para poner en guardia frente al peligro de las riquezas. Pocos males hay tan rechazados en los evangelios como este. Ante todo, porque las riquezas embotan, hacen al hombre necio e impiden escuchar la palabra de la salvación (Mt 13,22). Las riquezas llevan al hombre a hacerse auto-suficiente, endurecen su corazón y le impiden acoger a Dios; en vez de recibir todo como hijo, lleno de gratitud, el rico se afianza en sus posesiones y se olvida de Dios (Lc 12,15-21).
Por eso hemos escuchado en la primera lectura: «Maldito el hombre que confía en el hombre». La Virgen sabía bien al cantar el Magnificat: «A los ricos los despide vacíos» (Lc 1,53). Las riquezas empobrecen al hombre. Le impiden experimentar la inmensa dicha de poseer sólo a Dios.
A Cristo le duele que el rico se pierda al no haber encontrado el único tesoro verdadero (Mt 13,44) y por eso grita y denuncia el daño de las riquezas, que además cierran y endurecen el corazón frente al hermano necesitado. Epulón no ha hecho nada malo a Lázaro; es condenado simplemente porque no le ha atendido (Lc 16,19-31).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El Corazón de Cristo Redentor proclamó un día las actitudes fundamentales de los corazones elegidos por el Padre para realizar en ellos sus designios de salvación. No se trata de cumplir simplemente los mandamientos del decálogo, como en el Antiguo Testamento. Se requiere en el Nuevo un modo de vivir y de obrar totalmente nuevo. Pero esto sólo es posible con la fuerza del Espíritu Santo, que nos comunica el espíritu evangélico de las bienaventuranzas.
–Jeremías 17,5-8: Maldito quien confía en el hombre, y bendito aquel que confía en el Señor. Dos senderos se abren ante nuestra libertad: un camino de salvación divina, para cuantos confían en la Palabra y en el amor de Dios; y un camino de maldición, para cuantos ponen su confianza idolátrica en los bienes de la tierra. Comenta San Agustín:
«¿Qué es «negarse a sí mismo»? No presuma el hombre de sí mismo; advierta que es hombre y escuche el dicho profético: «¡maldito todo el que pone su esperanza en el hombre!». Así pues, sea el hombre guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, pero para adherirse a Dios. Cuanto tiene de bueno atribúyalo a Aquél por quien ha sido hecho; y entienda que cuanto tiene de malo es de cosecha propia. No hizo Dios lo que de malo existe en él.
«Por tanto, pierda el hombre lo que hizo, si fue algo que le llevó a la ruina. «Niéguese a sí mismo, dice el Señor, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24). ¿A dónde hay que seguir al Señor? Sabemos adónde fue... Resucitó y subió al cielo; allí hay que seguirle. No hay motivo alguno para perder la esperanza; no porque el hombre pueda algo, sino por la promesa de Dios. El cielo estaba lejos de nosotros, antes de que nuestra Cabeza subiese a él. ¿Por qué perder ahora la esperanza, si somos miembros de la Cabeza? Allí hemos de seguirle» (Sermón 96,2-3).
–Con el Salmo 1 proclamamos: «Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor, y no sigue el consejo de los impíos, ni entra por la senda de los pecadores, ni se sienta en la reunión de los cínicos, sino que su gozo es la ley del Señor, y medita su ley día y noche. Será como un árbol plantado al borde de la acequia. Da fruto en su sazón, y no se marchitan sus hojas; y cuanto emprende tiene buen fin. No así los impíos, no así; serán paja que arrebata el viento. Porque el Señor protege el camino de los justos, pero el camino de los impíos acaba mal».
–1 Corintios 15,12.16-20: Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido. Las bienaventuranzas de Cristo tienen su garantía plena en su Resurrección redentora. Por el contrario, las bienaventuranzas humanas quedan todas ahogadas en el sepulcro. La resurrección de Cristo es el tema fundamental de la predicación de San Pablo y de toda la Iglesia. En nuestro tiempo, en que todo se centra sobre el progreso técnico y el bienestar material del hombre, es preciso acentuar lo que está en el origen de nuestra fe: la Resurrección de Cristo y nuestra propia resurrección futura.
La revelación nos pone en guardia para que no centremos nuestra atención en el mundo presente, porque esto podría perdernos, al hacernos olvidar la meta a la que nos dirigimos, y al sofocar en nosotros la esperanza de la patria celestial, la Jerusalén celeste. Hagamos nuestra la actitud de los santos, como San Ignacio de Antioquía, que escribe camino de su martirio:
«Mi amor está crucificado, y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos. Únicamente oigo en mí interior la voz de un agua viva, que me habla y me dice: «ven al Padre»» (Romanos 4, 1-2).
Y San Cipriano:
«¡Qué gran dignidad, salir glorioso en medio de la aflicción y de la angustia, cerrar los ojos, con los que vemos a los hombres y el mundo, para volverlos a abrir en seguida y contemplar a Dios!» (Tratado a Fortunato 13).
–Lucas 6,17.20-26: Dichosos los pobres; y ay de vosotros, los ricos. Cristo es personalmente la clave necesaria para interpretar sus bienaventuranzas. Son ellas un autorretrato fidelísimo de su Corazón ante el Padre y ante los hombres. Las comenta San Ambrosio:
«San Lucas no ha consignado más que cuatro bienaventuranzas del Señor; San Mateo, ocho; pero en las ocho se encuentran las cuatro, y en las cuatro las ocho... Ven, Señor Jesús, enséñanos el orden de tus bienaventuranzas. Pues, no sin un orden, has dicho Tú primero: bienaventurados los pobres de espíritu; en segundo lugar, bienaventurados los mansos y en tercer lugar, bienaventurados los que lloran.
«Aunque conozco algo, no lo conozco más que en parte; pues, si San Pablo conoció en parte (1 Cor 13,9), ¿qué puedo yo conocer, que soy inferior a él, tanto en la vida cuanto en las palabras?... ¡Cuánto es más sabio San Pablo que yo! Él se gloría en los peligros, yo en los buenos acontecimientos; él se gloría, porque no se exalta en las revelaciones; yo, si tuviese revelaciones, me gloriaría en ellas. Mas, Dios, sin embargo, puede «suscitar hombres de la piedras» (Mt 3,9), sacar palabras de las bocas cerradas, hacer hablar a los mudos; y si abrió los ojos de la borriquilla para que viese al ángel (Num 22,27), Él tiene poder también para abrir nuestros ojos, a fin de que podamos ver el misterio de Dios...
«Aunque la abundancia de riquezas implica no pocas solicitaciones al mal, también en ellas hay más de una invitación a la virtud. Sin duda alguna, la virtud no tiene necesidad de ayudas, y la contribución de los pobres es más digna de elogios que la liberalidad de los ricos; sin embargo, a los que Él condena por la autoridad de la sentencia celestial, no son aquéllos que tienen riquezas, sino aquéllos que no saben usarlas» (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, lib. V,49,52 y 69).