Domingo V de Cuaresma (C) – Homilías
/ 28 febrero, 2016 / Tiempo de Cuaresma[lecturas parametros=»137|1|5|3|3″]
Juan Pablo II, papa
Homilía (01-04-2001)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Nuestra Señora del Sufragio y San Agustín de Canterbury.
5º Domingo de Cuaresma – Ciclo C
1. «El Señor ha estado grande con nosotros» (Sal 126, 3). Estas palabras, que hemos repetido como estribillo del Salmo responsorial, constituyen una hermosa síntesis de los temas bíblicos que propone este quinto domingo de Cuaresma. Ya en la primera lectura, tomada del llamado «Deutero-Isaías», el anónimo profeta del exilio babilónico anuncia la salvación preparada por Dios para su pueblo. La salida de Babilonia y el regreso a la patria serán como un nuevo y mayor Éxodo.
En aquella ocasión Dios había liberado a los judíos de la esclavitud de Egipto, superando el obstáculo del mar; ahora guía a su pueblo a la tierra prometida, abriendo en el desierto un camino seguro: «Mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo» (Is 43, 19).
«Algo nuevo»: los cristianos sabemos que el Antiguo Testamento, cuando habla de «realidades nuevas», se refiere en última instancia a la verdadera gran «novedad» de la historia: Cristo, que vino al mundo para liberar a la humanidad de la esclavitud del pecado, del mal y de la muerte.
2. «Mujer, (…) ¿ninguno te ha condenado? (…) Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 10-11). Jesús es novedad de vida para el que le abre el corazón y, reconociendo su pecado, acoge su misericordia, que salva. En esta página evangélica, el Señor ofrece su don de amor a la adúltera, a la que ha perdonado y devuelto su plena dignidad humana y espiritual. Lo ofrece también a sus acusadores, pero su corazón permanece cerrado e impermeable.
Aquí el Señor nos invita a meditar en la paradoja que supone rechazar su amor misericordioso. Es como si ya comenzara el proceso contra Jesús, que reviviremos dentro de pocos días en los acontecimientos de la Pasión: ese proceso desembocará en su injusta condena a muerte en la cruz. Por una parte, el amor redentor de Cristo, ofrecido gratuitamente a todos; por otra, la cerrazón de quien, impulsado por la envidia, busca una razón para matarlo. Acusado incluso de ir contra la ley, Jesús es «puesto a prueba»: si absuelve a la mujer sorprendida en flagrante adulterio, se dirá que ha transgredido los preceptos de Moisés; si la condena, se dirá que ha sido incoherente con el mensaje de misericordia dirigido a los pecadores.
Pero Jesús no cae en la trampa. Con su silencio, invita a cada uno a reflexionar en sí mismo. Por un lado, invita a la mujer a reconocer la culpa cometida; por otro, invita a sus acusadores a no substraerse al examen de conciencia: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8, 7).
Ciertamente, la situación de la mujer es grave. Pero precisamente de ese hecho brota el mensaje: cualquiera que sea la condición en la que uno se encuentre, siempre le será posible abrirse a la conversión y recibir el perdón de sus pecados. «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). En el Calvario, con el sacrificio supremo de su vida, el Mesías confirmará a todo hombre y a toda mujer el don infinito del perdón y de la misericordia de Dios.
[…] 5. «Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor» (Flp 3, 8). ¡Conocer a Cristo! En este último tramo del itinerario cuaresmal nos sentimos más estimulados aún por la liturgia a profundizar nuestro conocimiento de Jesús y a contemplar su rostro doliente y misericordioso, preparándonos para experimentar el resplandor de su resurrección. No podemos quedarnos en la superficie. Es necesario hacer una experiencia personal y profunda de la riqueza del amor de Cristo. Sólo así, como afirma el Apóstol, llegaremos a «conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11).
Como san Pablo, todo cristiano está en camino; la Iglesia está en camino. Queridos hermanos y hermanas, no nos detengamos ni reduzcamos el paso. Al contrario, dirijámonos con todas nuestras fuerzas hacia la meta a la que Dios nos llama. Corramos hacia la Pascua ya cercana. Nos guíe y nos acompañe con su protección María, la Virgen del Camino. Ella, la Virgen que veneráis aquí como «Nuestra Señora del Sufragio», interceda por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte, de nuestro encuentro supremo con Cristo. Amén.
Homilía (29-03-1998)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Jesús Adolescente.
5º Domingo de Cuaresma – Ciclo C
1. «No quiero la muerte del malvado, sino que cambie de conducta y viva » (Antífona antes del Evangelio; cf. Ez 33, 11).
Las palabras de la Antífona antes del Evangelio, que acabamos de proclamar, introducen el consolador mensaje de la misericordia de Dios, que después ha sido ilustrado por el pasaje de hoy tomado del evangelio de san Juan. Algunos escribas y fariseos, para «poder acusarlo » (Jn8, 6), llevan a Jesús una mujer sorprendida en flagrante adulterio. Quieren poner su enseñanza sobre el amor misericordioso en contradicción con la ley, que castigaba el pecado de adulterio con la lapidación.
Sin embargo, Jesús desenmascara su malicia: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra» (Jn 8, 7). Esta respuesta autorizada, a la vez que nos recuerda que el juicio pertenece sólo al Señor, nos revela la verdadera intención de la misericordia divina, que deja abierta la posibilidad del arrepentimiento, y muestra un gran respeto a la dignidad de la persona, que ni siquiera el pecado quita: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). Las palabras conclusivas del episodio indican que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta del mal cometido y viva.
2. «Todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús»(Flp 3, 8). El apóstol Pablo experimentó personalmente la justicia salvífica. Su encuentro con Jesús en el camino de Damasco le abrió la senda hacia una profunda comprensión del misterio pascual. Pablo comprendió con claridad cuán ilusoria es la pretensión de construirse una justicia fundada únicamente en la observancia de la Ley. Sólo Cristo justifica al hombre, a todo hombre, mediante el sacrificio de la cruz.
Tocado por la gracia, Pablo, de perseguidor acérrimo de los cristianos, se convierte en heraldo incansable del Evangelio, porque «fue conquistado por Cristo Jesús» (Flp 3, 8). También nosotros, especialmente durante este tiempo de Cuaresma, somos invitados a dejarnos conquistar por el Señor: por el atractivo de su palabra de salvación, por la fuerza de su gracia y por el anuncio de su amor redentor.
[…]5. «No recordéis lo de antaño (…); mirad que realizo algo nuevo» (Is 43, 18-19). El profeta Isaías nos invita hoy a mirar con gran atención las novedades que Dios realiza todos los días a través de sus fieles. «Mirad que realizo algo nuevo». El Espíritu actúa siempre, y sus frutos son las maravillas que él sigue realizando por medio de nosotros.
«No recordéis lo de antaño». No dirijáis vuestra mirada .dice el Señor. hacia el pasado; dirigidla, más bien, hacia Cristo, «ayer, hoy y siempre». Él, en el misterio de su muerte y de su resurrección, cambió definitivamente el destino de la humanidad. A la luz de los acontecimientos pascuales, la existencia humana no teme la muerte, porque el Resucitado abre de nuevo a los creyentes las puertas de la vida verdadera. En estos últimos días de Cuaresma que nos separan del Triduo pascual, dispongamos nuestro corazón para acoger la gracia del Redentor, muerto y resucitado, que afianza los pasos de nuestra fe.
María, que permaneció en silencio al pie de la cruz, y después se encontró con su Hijo resucitado, nos ayude a prepararnos para celebrar dignamente las fiestas pascuales.
Ángelus (29-03-1998)
1. La liturgia del quinto domingo de Cuaresma nos propone hoy la página del evangelio de san Juan que pone a Cristo ante una mujer sorprendida en adulterio. El Señor no la condena; por el contrario, la salva de la lapidación. No le dice: no has pecado, sino: yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11). En realidad, sólo Cristo puede salvar al hombre, porque toma sobre sí su pecado y le ofrece la posibilidad de cambiar.
Este pasaje evangélico enseña claramente que el perdón cristiano no es sinónimo de simple tolerancia, sino que implica algo más arduo. No significa olvidar el mal, o peor todavía, negarlo. Dios no perdona el mal, sino a la persona, y enseña a distinguir el acto malo, que como tal hay que condenar, de la persona que lo ha cometido, a la que le ofrece la posibilidad de cambiar. Mientras que el hombre tiende a identificar al pecador con su pecado, cerrándole así toda vía de salida, el Padre celestial, en cambio, envió a su Hijo al mundo para ofrecer a todos un camino de salvación. Cristo es este camino: muriendo en la cruz, nos ha redimido de nuestros pecados.
A los hombres y mujeres de todas las épocas, Jesús les repite: yo no te condeno; anda, y en adelante no peques más (cf. Jn 8, 11).
2. ¿Cómo reflexionar sobre este evangelio, sin experimentar una sensación de confianza? ¿Cómo no reconocer en él una «buena noticia» para los hombres y mujeres de nuestros días, deseosos de redescubrir el verdadero sentido de la misericordia y del perdón?
Hay necesidad de perdón cristiano, que infunda esperanza y confianza sin debilitar la lucha contra el mal. Hay necesidad de dar y recibir misericordia.
Pero no seremos capaces de perdonar, si antes no nos dejamos perdonar por Dios, reconociéndonos objeto de su misericordia. Sólo estaremos dispuestos a perdonar las faltas de los demás si tomamos conciencia de la deuda enorme que se nos ha perdonado.
3. El pueblo cristiano invoca a la Virgen como Madre de misericordia. En ella el amor misericordioso de Dios se hizo carne, y su corazón inmaculado es siempre y en todo lugar refugio seguro para los pecadores.
Guiados por ella, apresuremos nuestros pasos hacia Jerusalén, hacia la Pascua de nuestra salvación, ya cercana. Sigamos al Hijo que va al encuentro de su pasión, y que nos repite también a nosotros: «Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). En el Gólgota se realiza el juicio universal del amor de Dios, para que cada uno pueda reconocer que Cristo crucificado pagó el precio de nuestro rescate. Que la Virgen nos ayude a acoger con renovada alegría el don de la salvación, a fin de que reencontremos confianza y esperanza para caminar en una vida nueva.
Ángelus (02-04-1995)
2. «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11).
El evangelio de hoy, quinto domingo de Cuaresma, en el encuentro de Jesús con la «mujer sorprendida en adulterio», propone el camino del perdón.
Mientras los escribas sólo se preocupan por restablecer el orden, eliminando a quien se ha equivocado, Jesús busca la salvación de la adúltera y, con el perdón, le ofrece una nueva posibilidad de vida, comprometiéndola a no volver a caer en el error y en el pecado.
A quienes pretenden erigirse en jueces del que ha pecado, el Señor dirige una invitación a entrar en sí mismos para reconocer con humildad sus propias culpas y sentirse, a su vez, necesitados de la gracia del perdón. Sólo así los horizontes de muerte se pueden transformar en horizontes de vida.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (21-03-2010)
Hemos llegado al quinto domingo de Cuaresma, en el que la liturgia nos propone, este año, el episodio evangélico de Jesús que salva a una mujer adúltera de la condena a muerte (Jn 8, 1-11). Mientras está enseñando en el Templo, los escribas y los fariseos llevan ante Jesús a una mujer sorprendida en adulterio, para la cual la ley de Moisés preveía la lapidación. Esos hombres piden a Jesús que juzgue a la pecadora con la finalidad de «ponerlo a prueba» y de impulsarlo a dar un paso en falso. La escena está cargada de dramatismo: de las palabras de Jesús depende la vida de esa persona, pero también su propia vida. De hecho, los acusadores hipócritas fingen confiarle el juicio, mientras que en realidad es precisamente a él a quien quieren acusar y juzgar. Jesús, en cambio, está «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él sabe lo que hay en el corazón de cada hombre, quiere condenar el pecado, pero salvar al pecador, y desenmascarar la hipocresía.
El evangelista san Juan pone de relieve un detalle: mientras los acusadores lo interrogan con insistencia, Jesús se inclina y se pone a escribir con el dedo en el suelo. San Agustín observa que el gesto muestra a Cristo como el legislador divino: en efecto, Dios escribió la ley con su dedo en las tablas de piedra (cf. Comentario al Evangelio de Juan, 33, 5). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona. Y ¿cuál es su sentencia? «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Estas palabras están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (cf. Rm 13, 8-10). Es la justicia que salvó también a Saulo de Tarso, transformándolo en san Pablo (cf. Flp 3, 8-14).
Cuando los acusadores «se fueron retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos», Jesús, absolviendo a la mujer de su pecado, la introduce en una nueva vida, orientada al bien: «Tampoco yo te condeno; vete y en adelante no peques más». Es la misma gracia que hará decir al Apóstol: «Una cosa hago: olvido lo que dejé detrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús» (Flp 3, 13-14). Dios sólo desea para nosotros el bien y la vida; se ocupa de la salud de nuestra alma por medio de sus ministros, liberándonos del mal con el sacramento de la Reconciliación, a fin de que nadie se pierda, sino que todos puedan convertirse…
Queridos amigos, aprendamos del Señor Jesús a no juzgar y a no condenar al prójimo. Aprendamos a ser intransigentes con el pecado —¡comenzando por el nuestro!— e indulgentes con las personas. Que nos ayude en esto la santa Madre de Dios, que, exenta de toda culpa, es mediadora de gracia para todo pecador arrepentido.
Homilía (25-03-2007)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa Felicidad e Hijos Mártires.
5º Domingo de Cuaresma – Ciclo C
La palabra de Dios que acabamos de escuchar, y que resuena con singular elocuencia en nuestro corazón durante este tiempo cuaresmal, nos recuerda que nuestra peregrinación terrena está llena de dificultades y pruebas, como el camino del pueblo elegido a lo largo del desierto antes de llegar a la tierra prometida. Pero, como asegura Isaías en la primera lectura, la intervención divina puede facilitarlo, transformando el páramo en un país confortable y rico en aguas (cf. Is 43, 19-20).
El salmo responsorial se hace eco del profeta: a la vez que recuerda la alegría del regreso del exilio babilónico, invoca al Señor para que intervenga en favor de los «cautivos», que al ir van llorando, pero vuelven llenos de júbilo, porque Dios está presente y, como en el pasado, hará también en el futuro «grandes hazañas en favor nuestro».
Esta misma confianza, esta esperanza en que después de tiempos difíciles el Señor manifieste siempre su presencia y su amor, debe animar a toda comunidad cristiana a la que su Señor ha dotado de abundantes provisiones espirituales para atravesar el desierto de este mundo y transformarlo en un vergel florido. Estas provisiones son la escucha dócil de su Palabra, los sacramentos y todos los demás recursos espirituales de la liturgia y de la oración personal. En definitiva, la verdadera provisión es su amor. El amor que impulsó a Jesús a inmolarse por nosotros nos transforma y nos capacita para seguirlo fielmente.
En la línea de lo que la liturgia nos propuso el domingo pasado, la página evangélica de hoy nos ayuda a comprender que sólo el amor de Dios puede cambiar desde dentro la existencia del hombre y, en consecuencia, de toda sociedad, porque sólo su amor infinito lo libra del pecado, que es la raíz de todo mal. Si es verdad que Dios es justicia, no hay que olvidar que es, sobre todo, amor: si odia el pecado, es porque ama infinitamente a toda persona humana. Nos ama a cada uno de nosotros, y su fidelidad es tan profunda que no se desanima ni siquiera ante nuestro rechazo. Hoy, en particular, Jesús nos invita a la conversión interior: nos explica por qué perdona, y nos enseña a hacer que el perdón recibido y dado a los hermanos sea el «pan nuestro de cada día».
El pasaje evangélico narra el episodio de la mujer adúltera en dos escenas sugestivas: en la primera, asistimos a una disputa entre Jesús, los escribas y fariseos acerca de una mujer sorprendida en flagrante adulterio y, según la prescripción contenida en el libro del Levítico (cf. Lv 20, 10), condenada a la lapidación. En la segunda escena se desarrolla un breve y conmovedor diálogo entre Jesús y la pecadora. Los despiadados acusadores de la mujer, citando la ley de Moisés, provocan a Jesús —lo llaman «maestro» (Didáskale)—, preguntándole si está bien lapidarla. Conocen su misericordia y su amor a los pecadores, y sienten curiosidad por ver cómo resolverá este caso que, según la ley mosaica, no dejaba lugar a dudas.
Pero Jesús se pone inmediatamente de parte de la mujer; en primer lugar, escribiendo en la tierra palabras misteriosas, que el evangelista no revela, pero queda impresionado por ellas; y después, pronunciando la frase que se ha hecho famosa: «Aquel de vosotros que esté sin pecado (usa el término anamártetos, que en el Nuevo Testamento solamente aparece aquí), que le arroje la primera piedra» (Jn 8, 7) y comience la lapidación. San Agustín, comentando el evangelio de san Juan, observa que «el Señor, en su respuesta, respeta la Ley y no renuncia a su mansedumbre». Y añade que con sus palabras obliga a los acusadores a entrar en su interior y, mirándose a sí mismos, a descubrir que también ellos son pecadores. Por lo cual, «golpeados por estas palabras como por una flecha gruesa como una viga, se fueron uno tras otro» (In Io. Ev. tract. 33, 5).
Así pues, uno tras otro, los acusadores que habían querido provocar a Jesús se van, «comenzando por los más viejos». Cuando todos se marcharon, el divino Maestro se quedó solo con la mujer. El comentario de san Agustín es conciso y eficaz: «relicti sunt duo: misera et misericordia», «quedaron sólo ellos dos: la miserable y la misericordia» (ib.).
Queridos hermanos y hermanas, detengámonos a contemplar esta escena, donde se encuentran frente a frente la miseria del hombre y la misericordia divina, una mujer acusada de un gran pecado y Aquel que, aun sin tener pecado, cargó con nuestros pecados, con los pecados del mundo entero. Él, que se había puesto a escribir en la tierra, alza ahora los ojos y encuentra los de la mujer. No pide explicaciones. No es irónico cuando le pregunta: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?» (Jn 8, 10). Y su respuesta es conmovedora: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (Jn 8, 11). San Agustín, en su comentario, observa: «El Señor condena el pecado, no al pecador. En efecto, si hubiera tolerado el pecado, habría dicho: «Tampoco yo te condeno; vete y vive como quieras… Por grandes que sean tus pecados, yo te libraré de todo castigo y de todo sufrimiento». Pero no dijo eso» (In Io. Ev. tract. 33, 6). Dice: «Vete y no peques más».
Queridos amigos, la palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece indicaciones concretas para nuestra vida. Jesús no entabla con sus interlocutores una discusión teórica sobre el pasaje de la ley de Moisés: no le interesa ganar una disputa académica a propósito de una interpretación de la ley mosaica; su objetivo es salvar un alma y revelar que la salvación sólo se encuentra en el amor de Dios. Para esto vino a la tierra, por esto morirá en la cruz y el Padre lo resucitará al tercer día. Jesús vino para decirnos que quiere que todos vayamos al paraíso, y que el infierno, del que se habla poco en nuestro tiempo, existe y es eterno para los que cierran el corazón a su amor.
Por tanto, también en este episodio comprendemos que nuestro verdadero enemigo es el apego al pecado, que puede llevarnos al fracaso de nuestra existencia. Jesús despide a la mujer adúltera con esta consigna: «Vete, y en adelante no peques más». Le concede el perdón, para que «en adelante» no peque más. En un episodio análogo, el de la pecadora arrepentida, que encontramos en el evangelio de san Lucas (cf. Lc 7, 36-50), acoge y dice «vete en paz» a una mujer que se había arrepentido. Aquí, en cambio, la adúltera recibe simplemente el perdón de modo incondicional. En ambos casos —el de la pecadora arrepentida y el de la adúltera— el mensaje es único. En un caso se subraya que no hay perdón sin arrepentimiento, sin deseo del perdón, sin apertura de corazón al perdón. Aquí se pone de relieve que sólo el perdón divino y su amor recibido con corazón abierto y sincero nos dan la fuerza para resistir al mal y «no pecar más», para dejarnos conquistar por el amor de Dios, que se convierte en nuestra fuerza. De este modo, la actitud de Jesús se transforma en un modelo a seguir por toda comunidad, llamada a hacer del amor y del perdón el corazón palpitante de su vida.
Queridos hermanos y hermanas, en el camino cuaresmal que estamos recorriendo y que se acerca rápidamente a su fin, nos debe acompañar la certeza de que Dios no nos abandona jamás y que su amor es manantial de alegría y de paz; es la fuerza que nos impulsa poderosamente por el camino de la santidad y, si es necesario, también hasta el martirio. Eso es lo que les sucedió a los hijos y después a su valiente madre, santa Felicidad, patronos de vuestra parroquia.
Que, por su intercesión, el Señor os conceda encontraros cada vez más profundamente con Cristo y seguirlo con dócil fidelidad, para que, como sucedió al apóstol san Pablo, también vosotros podáis proclamar con sinceridad: «Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp 3, 8).
Que el ejemplo y la intercesión de estos santos sean para vosotros un estímulo constante a seguir el sendero del Evangelio sin titubeos y sin componendas. Que os obtenga esta generosa fidelidad la Virgen María, a quien mañana contemplaremos en el misterio de la Anunciación y a la que os encomiendo a todos vosotros y a toda la población de este barrio de Fidene. Amén
Francisco, papa
Homilía (17-04-2013)
Santa Misa en la Parroquia de Santa Ana, Ciudad del Vaticano.
V Domingo de Cuaresma, 17 de marzo de 2013.
Es hermoso esto: Jesús solo en el monte, orando. Oraba solo (cf. Jn 8,1). Después, se presentó de nuevo en el Templo, y todo el pueblo acudía a él (cf. v. 2). Jesús en medio del pueblo. Y luego, al final, lo dejaron solo con la mujer (cf. v. 9). ¡Aquella soledad de Jesús! Pero una soledad fecunda: la de la oración con el Padre y esa, tan bella, que es precisamente el mensaje de hoy de la Iglesia, la de su misericordia con aquella mujer.
También hay una diferencia entre el pueblo. Todo el pueblo acudía a él; él se sentó y comenzó a enseñarles: el pueblo que quería escuchar las palabras de Jesús, la gente de corazón abierto, necesitado de la Palabra de Dios. Había otros que no escuchaban nada, incapaces de escuchar; y estaban los que fueron con aquella mujer: «Mira, Maestro, esta es una tal y una cual… Tenemos que hacer lo que Moisés nos mandó hacer con estas mujeres» (cf. vv. 4-5).
Creo que también nosotros somos este pueblo que, por un lado, quiere oír a Jesús pero que, por otro, a veces nos gusta hacer daño a los otros, condenar a los demás. El mensaje de Jesús es éste: La misericordia. Para mí, lo digo con humildad, es el mensaje más fuerte del Señor: la misericordia. Pero él mismo lo ha dicho: «No he venido para los justos»; los justos se justifican por sí solos. ¡Bah!, Señor bendito, si tú puedes hacerlo, yo no. Pero ellos creen que sí pueden hacerlo… Yo he venido para los pecadores (cf. Mc 2,17).
Pensad en aquella cháchara después de la vocación de Mateo: «¡Pero este va con los pecadores!» (cf. Mc 2,16). Y él ha venido para nosotros, cuando reconocemos que somos pecadores. Pero si somos como aquel fariseo ante el altar – «Te doy gracias, porque no soy como los demás hombres, y tampoco como ese que está a la puerta, como ese publicano» (cf. Lc 18,11-12) –, no conocemos el corazón del Señor, y nunca tendremos la alegría de sentir esta misericordia. No es fácil encomendarse a la misericordia de Dios, porque eso es un abismo incomprensible. Pero hay que hacerlo. «Ay, padre, si usted conociera mi vida, no me hablaría así». «¿Por qué, qué has hecho?». «¡Ay padre!, las he hecho gordas». «¡Mejor!». «Acude a Jesús. A él le gusta que se le cuenten estas cosas». El se olvida, él tiene una capacidad de olvidar, especial. Se olvida, te besa, te abraza y te dice solamente: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (Jn 8,11). Sólo te da ese consejo. Después de un mes, estamos en las mismas condiciones… Volvamos al Señor. El Señor nunca se cansa de perdonar, ¡jamás! Somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón. Y pidamos la gracia de no cansarnos de pedir perdón, porque él nunca se cansa de perdonar. Pidamos esta gracia.
Ángelus (17-03-2013)
En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelio nos presenta el episodio de la mujer adúltera (cf. Jn 8,1-11), que Jesús salva de la condena a muerte. Conmueve la actitud de Jesús: no oímos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solamente palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más» (v. 11). Y, hermanos y hermanas, el rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia. ¿Habéis pensado en la paciencia de Dios, la paciencia que tiene con cada uno de nosotros? Ésa es su misericordia. Siempre tiene paciencia, paciencia con nosotros, nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito. «Grande es la misericordia del Señor», dice el Salmo.
[…] Un poco de misericordia hace al mundo menos frío y más justo. Necesitamos comprender bien esta misericordia de Dios, este Padre misericordioso que tiene tanta paciencia… Recordemos al profeta Isaías, cuando afirma que, aunque nuestros pecados fueran rojo escarlata, el amor de Dios los volverá blancos como la nieve. Es hermoso, esto de la misericordia.
Recuerdo que en 1992, apenas siendo Obispo, llegó a Buenos Aires la Virgen de Fátima y se celebró una gran Misa por los enfermos. Fui a confesar durante esa Misa. Y, casi al final de la Misa, me levanté, porque debía ir a confirmar. Se acercó entonces una señora anciana, humilde, muy humilde, de más de ochenta años. La miré y le dije: “Abuela —porque así llamamos nosotros a las personas ancianas—: Abuela ¿desea confesarse?” Sí, me dijo. “Pero si usted no tiene pecados…” Y ella me respondió: “Todos tenemos pecados”. Pero, quizás el Señor no la perdona… “El Señor perdona todo”, me dijo segura. Pero, ¿cómo lo sabe usted, señora? “Si el Señor no perdonara todo, el mundo no existiría”. Tuve ganas de preguntarle: Dígame, señora, ¿ha estudiado usted en la Gregoriana? Porque ésa es la sabiduría que concede el Espíritu Santo: la sabiduría interior hacia la misericordia de Dios.
No olvidemos esta palabra: Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. “Y, padre, ¿cuál es el problema?” El problema es que nosotros nos cansamos, no queremos, nos cansamos de pedir perdón. Él jamás se cansa de perdonar, pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir perdón. No nos cansemos nunca, no nos cansemos nunca. Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos. Invoquemos la intercesión de la Virgen, que tuvo en sus brazos la Misericordia de Dios hecha hombre.
Julio Alonso Ampuero: Un camino nuevo.
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
Si el evangelio del domingo pasado nos revelaba el pecado como ruptura con el Padre, hoy nos lo presenta como infidelidad al Esposo. Esa mujer adúltera somos cada uno de nosotros, que, en lugar de ser fieles al amor de Cristo (2 Cor 11,2), le hemos fallado en multitud de ocasiones. Ahí radica la gravedad de nuestros pecados: el amor de Cristo despreciado. Lo mismo que el pueblo de Israel (Os 1,2; Ez 16), también nosotros somos merecedores de reproche: «¡Adúlteros¡ ¿No sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (Sant 4,4).
Por otra parte, el conocimiento del propio pecado es lo que nos hace radicalmente humildes. Los acusadores de esta mujer desaparecen uno tras otro cuando Jesús les hace ver que son tan pecadores como ella. La presente Cuaresma quiere dejarnos más instalados en la verdadera humildad, la que brota de la conciencia de la propia miseria y no juzga ni desprecia a los demás (cfr. Lc 18, 9-14).
Finalmente, este relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en dar la capacidad de emprender un camino nuevo: «Vete, y en adelante no peques más». La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso para vencer el pecado y vivir sin pecar.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo II: Tiempo de Cuaresma, Fundación Gratis Date.
El proceso de conversión cuaresmal apunta a su fin. La liturgia de este domingo proclama la finalidad positiva y santificadora de la verdadera renovación pascual y de la genuina reconciliación cristiana. No se trata solo avivar el arrepentimiento por nuestra vida, marcada por el pecado, de detestar y superar el pecado.
La conversión cristiana no puede cifrarse simplemente en la purificación religiosa del pecado, a estilo hindú o budista. Tiene que apuntar a una nueva vida en Cristo, a una cristificación real de todo nuestro ser. La Pascua cristiana no es solo muerte al hombre viejo y al pecado. Es esencialmente una verdadera resurrección con Cristo, para vivir una vida nueva, empeñada en la santidad que solo en Él, con Él y por Él es posible para nosotros.
–Isaías 43,16-21: Mirad que realizo algo nuevo y daré bebida a mi pueblo. Isaías proclama la liberación mesiánica como un nuevo éxodo, como una nueva obra de Dios, para dar vida a su pueblo. San Gregorio de Nisa dice:
«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien; era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un Salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un Libertador» (Or. Catech. 15).
Y ese libertador vino, no por nuestros méritos, sino solo por el infinito amor de Dios. Libérrimamente realizó Cristo la Redención.. «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
–Con el Salmo 125 proclamamos: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres… cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar; la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares…»
–Filipenses 3,8-14: Todo lo estimo pérdida comparado con Cristo, configurado, como estoy, con su muerte. Para el cristiano, como para Pablo, la conversión a Cristo deberá significar una total renuncia al pasado, para alcanzar a vivir una vida nueva en Cristo, por Cristo y con Cristo. Este desprendimiento ha sido vivido por todos los santos, desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, y lo será siempre. San Ignacio de Antioquia habla de la muerte, del desasimiento, para poder resucitar a la vida nueva:
«No os doy yo mandatos, como Pedro y Pablo. Ellos eran apóstoles, yo no soy más que un condenado a muerte… Pero si logro sufrir el martirio, entonces seré liberto de Jesucristo y resucitaré libre con Él. Ahora, en medio de mis cadenas es cuando aprendo a no desear nada» (Carta a los Romanos 3,1-2).
–Juan 8,1,11: El que esté sin pecado que tire la primera piedra. La renovación pascual es necesaria para todos. Cualquier puritanismo condenatorio de la conducta ajena está más del lado de los fariseos inmisericordes que del Evangelio. Todos necesitamos la conversión a una vida nueva. San Gregorio Magno dice:
«He aquí que llama a todos los que se han manchado, desea abrazarlos, y se queja de que le han abandonado. No perdamos este tiempo de misericordia que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad, que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara, cuando volvamos a Él, el seno de su clemencia. Piense cada cual en la deuda que le abruma, cuando Dios le aguarda y no se exaspera con el desprecio. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva; el que menospreció estar firme a su lado, que se levante, por lo menos después de su caída… Ved cuán grande es el regazo de su piedad y considerad que tiene abierto el regazo de su misericordia» (Homilía 33 sobre los Evangelios).
Adrien Nocent
Reencontrar la dignidad perdida por el pecado
Celebrar a Jesucristo, Tomo III (Cuaresma), Sal Terrae, Santander 1980, pp. 168s.
El evangelio de hoy es bien conocido; a veces ha sido mal interpretado, como si Cristo demostrase allí su fácil indulgencia para los pecados de la carne. Pero la última frase (Jn. 8,11) es bien clara: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». Es lo mismo que comenta muy bien el canto de aclamación que precede al evangelio: «Yo no me complazco en la muerte del malvado, dice el Señor, sino en que el malvado cambie de conducta y viva» (Ez. 33,11). No tendríamos razón, por lo tanto, si comentáramos este pasaje de una manera moralizante o si sacásemos conclusiones falsamente apologéticas en favor de las debilidades de la carne. El significado de este pasaje es totalmente distinto: La misericordia del Señor es inagotable y él no condena sino que quiere la vida, a condición sin embargo, de que el pecador se arrepienta. En ese momento Dios rehabilitado al pecador: helo ahí restaurado en su dignidad. Lo constatamos en la mujer adúltera: se reencuentra en su dignidad de mujer, a quien en adelante ya nadie quiere condenar y ella se decide a llevar una vida nueva. Es también el tema de la 1ª lectura (Is. 43,16-21):
«No recordéis lo de antaño,
no penséis en lo antiguo;
mirad que realizo algo nuevo;
ya está brotando, ¿no lo notáis?
…El pueblo que yo formé
proclamará mi alabanza.
Así el cristiano que ha pecado pero que se arrepiente no tiene ya nada del pasado; si se convierte, es un hombre nuevo en un mundo nuevo, y helo ahí capaz de reemprender su actividad de rescatado: alabar al Señor.
La conversión y nuestra vuelta a la dignidad de hijos de Dios es la verdadera maravilla de Dios. Somos devueltos de la cautividad. «El Señor ha estado grande con nosotros», así se expresa el salmo responsorial (Sal. 125).
La esperanza de todo cristiano cristaliza en torno a esta entrada en una vida decididamente nueva con Cristo resucitado. San Pablo, que ha tenido esta experiencia, considera con entusiasmo que lo que supera todas las cosas en nuestra vida es el conocimiento de Cristo (Flp. 3,8-14). No hay más que un objetivo digno de la vida del cristiano: hallar a Cristo, en quien Dios le reconocerá como justo. En la fe se trata de conocer a Cristo, de experimentar el poder de su resurrección participando en los sufrimientos de su Pasión, reproduciendo en nosotros su muerte, con la esperanza de resucitar de entre los muertos. Por lo tanto, hay que olvidar todo lo que queda atrás y lanzarse hacia adelante para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.
Desde que nosotros, pecadores, volvemos a buscar a Cristo en la fe, nos volvemos a encontrar con nuestra dignidad primera, todo se hace nuevo para nosotros y hacemos la experiencia de un Dios que nos llama en su Hijo a la resurrección.
Hans Urs von Balthasar
Mirar hacia la meta
Luz de la Palabra: Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Ediciones Encuentro, Madrid, 1994, pp. 237s.
1. «Tampoco yo te condeno».
Curiosamente todos los textos de la misa de hoy remiten al futuro, a la salvación de Dios que crea algo nuevo y hacia la que nos dirigimos. Y esto precisamente como introducción a la semana de pasión. Pero justamente aquí se realiza lo nuevo, la salvación definitiva; y toda nuestra vida consistirá en dirigirnos hacia esta acción de Dios.
El evangelio nos muestra a pecadores que, en presencia de Jesús, se permiten acusar a una mujer pecadora. Jesús, que aparece escribiendo en el suelo, está como ausente. Sólo dos veces rompe su silencio: la primera vez para reunir a acusadores y acusada en la comunidad de la culpa; y la segunda para -como nadie puede ya condenar a otro- pronunciar su perdón. Ante su mudo sufrimiento por todos, toda acusación deberá enmudecer también, pues «Dios nos encerró a todos en desobediencia», no para castigarnos, como querrían los acusadores, sino «para tener misericordia de todos» (Rm 11,32). El que nadie pueda condenar a la pecadora pública se debe no sólo y no tanto a las primeras palabras de Jesús cuanto y sobre todo a las segundas; él ha sufrido por todos para conseguir el perdón del cielo para todos nosotros, y por esta razón ya nadie puede condenar a otro ante Dios.
2. «Olvidándome de lo que queda atrás».
Pablo, en la segunda lectura, está totalmente subyugado por este perdón de Dios otorgado mediante la pasión y resurrección de Cristo. Comparado con esta verdad, nada tiene ya valor: todo es abandonado como «basura» para ganar el acontecimiento de la pasión y resurrección de Cristo. El apóstol sabe que esto, que ya ha sucedido, es nuestro verdadero futuro, hacia el que nos dirigimos directamente, sin mirar a derecha o izquierda, mirando siempre hacia delante, con los ojos puestos sólo en la «meta». Porque esta meta está ya presente -el hombre ha sido ya «alcanzado» por Cristo»-, sigue corriendo como si aún no la hubiera conseguido (Pablo subraya esto dos veces). El cristiano no mira hacia atrás, sino siempre hacia lo que está por delante: toda su existencia recibe su sentido de esta carrera. Si corremos al encuentro de Cristo, todo mirar atrás, hacia una falta del pasado, para afligirse por ella, sólo puede hacernos daño, pues la falta está ya perdonada.
3. «Mirad que realizo algo nuevo».
Ya el Antiguo Testamento había hecho de este mirar hacia delante un mandamiento: «No recordéis lo de antaño» (primera lectura). En Israel era una costumbre profundamente arraigada recordar el comienzo de la salvación, la salida de Egipto: ciertamente pensando que este hacer memoria del comienzo podía fortalecer la fe en el Dios que camina actualmente con el pueblo. Pero Dios no quiere que Israel permanezca cautivo de este recuerdo del pasado, sobre todo no ahora, pues eso significaría pensar en el tiempo del exilio: el Señor promete algo nuevo, y es ciertamente algo que «ya está brotando», cuya presencia se puede «notar», al igual que en la Nueva Alianza el Espíritu Santo que se otorga a los creyentes será una «prenda» de la vida eterna. De este modo Dios traza una camino para Israel, a través del desierto, hacia la vida eterna; y para nosotros, que estamos redimidos, traza un camino que conduce a la bienaventuranza eterna.
Homilías en Italiano
San Giovanni Paolo II, papa
Omelia (12-03-1989)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SAN SATURNINO
Domenica, 12 marzo 1989.
1. “Chi di voi è senza peccato, scagli per primo la pietra contro di lei” (Gv 8, 7).
Conosciamo bene queste parole di Cristo. Esse, scritte nel Vangelo di Giovanni, dicono – pur tanto concisamente – molto. Pronunciandole, Gesù ha salvato la vita a una donna che, come adultera, doveva essere lapidata. Tale era la legge di Mosé. Quelli che condussero a Gesù quella donna, sorpresa in adulterio, si richiamano infatti alla prescrizione della legge.
“Mosé, nella legge, ci ha comandato di lapidare donne come questa. Tu che ne dici?” (Gv 8. 5).
Analoga pena di morte era prevista anche per l’uomo reo di adulterio (cf. Lv 20, 10).
Ponendo a Gesù la suddetta domanda, volevano metterlo alla prova e per avere di che accusare il maestro di Nazaret (cf. Gv 8, 6). L’Evangelista scrive che Cristo “si recò . . . nel tempio e tutto il popolo andava da lui ed egli li ammaestrava” (Gv 8, 2).
2. La risposta di Gesù alla domanda è una nuova rivelazione della verità. É la rivelazione di quella sapienza che era lui stesso.
Prima di tutto, Cristo tace. Invece di rispondere alla domanda, scrive col dito per terra (cf. Gv 8, 6).
E poiché non cessano di interrogarlo, a un certo punto dice: “Chi di voi è senza peccato, scagli per primo la pietra contro di lei”.
Pronuncia queste parole quasi di sfuggita, e continua a scrivere segni per terra.
Non rispondendo direttamente alla domanda, ha dato una risposta ancor più piena di quanto qualcuno degli interlocutori potesse attendersi. Ma simile risposta non era certamente da loro attesa.
Nello stesso tempo proprio questa risposta ha toccato l’essenza più profonda dell’argomento. Raggiunge le radici stesse della verità. Non potevano opporsi all’eloquenza della verità in essa contenuta.
L’Evangelista aggiunge: “Se ne andarono uno per uno, cominciando dai più anziani fino agli ultimi. Rimase solo Gesù con la donna, là in mezzo” (Gv 8, 9).
3. Questo avvenimento è meraviglioso. É uno di quelli che sempre di nuovo deve essere riletto e rimeditato. Uno di quelli che non può essere dimenticato.
In questo testo conciso è contenuta una insolita condensazione dei contenuti: divini e umani.
Se la Chiesa rilegge questo testo di Giovanni nell’odierna domenica, quinta di Quaresima, lo fa proprio perché in esso è contenuto brevemente, si può dire, l’intero Vangelo.
Cristo non riconferma forse ciò che aveva pronunciato tante volte (per esempio nel discorso della montagna), che la legge più grande è l’amore?
Ecco, sono venuti a lui i patrocinatori della legge, credendo che egli – essendo il maestro in Israele – dovesse pensare così come loro. E giudicare così come loro.
Egli invece “sapeva quello che c’è in ogni uomo” (Gv 2, 25) in ciò che la lettera della legge ha in suo favore, e in ciò che la legge ha contro l’uomo.
E Cristo non soltanto “sapeva quello che c’è in ogni uomo”. Egli portò con sé nel mondo, ed incarnò nella sua missione questo amore che Dio ha verso l’uomo. L’amore per ogni uomo – anche per colui che pecca anche per la donna adultera.
“Dio infatti ha tanto amato il mondo da dare il suo Figlio unigenito, perché chiunque crede in lui non muoia, ma abbia la vita eterna” (Gv 3, 16).
4. Ecco, questo Figlio sta davanti a voi, “scribi” e farisei.
Ecco questo Figlio sta davanti a te, donna adultera! Ascolta: egli dice a te: “Nessuno ti ha condannato? . . . Neanch’io ti condanno; va’ e d’ora in poi non peccare più” (Gv 8, 11).
Ti ha difesa dalla lapidazione, ti ha liberato dalla morte inevitabile. Ma non ti ha liberato dalla voce della coscienza, dal comando di Dio, in cui si manifesta la sapienza e la sollecitudine del santissimo legislatore per ogni uomo. Anche per te: “non peccare più”.
5. Ecco, questo Figlio sta anche davanti a noi, fratelli e sorelle, noi che oggi qui riuniti ascoltiamo la Parola di Dio indirizzata a noi.
Sì, questa parola è indirizzata a noi. Essa riguarda non soltanto un avvenimento antico. Questa parola cerca pure le nostre coscienze.
Traduciamo nella lingua della nostra vita ciò che allora Cristo disse – e ciò che fece. La verità contenuta in queste parole, e in tutto il fatto evangelico non passa più.
Ecco, sta davanti a noi colui che ci “ha amato e ha dato se stesso per noi” (cf. Ef 5, 2). Sta davanti a noi il Redentore del mondo. Il Redentore dell’uomo!
La Chiesa guarda a lui Cristo, attraverso il fatto del Vangelo odierno. E, per questo, ripete la confessione di Paolo della lettera ai Filippesi:
“Tutto ormai io reputo una perdita di fronte alla sublimità della conoscenza di Cristo Gesù, mio Signore . . . non con una giustizia derivante dalla legge, ma con quella che deriva dalla fede in Cristo” (Fil 3, 8-9).
Il fatto del Vangelo odierno non ci induce forse a paragonare queste due “giustizie”? La giustizia umana e quella di Dio?
Non vediamo come la giustizia umana è limitata? Come talvolta il “summum ius” può facilmente dimostrarsi “summa iniuria”?
Non vediamo come nella nostra esistenza e nel nostro comportamento umano, deve penetrare questa dimensione divina della giustizia, che è amore e misericordia, che è redenzione e remissione: “va’ e d’ora in poi non peccare più”?
[…]
8. “Grandi cose ha fatto il Signore per noi” (Sal 126, 3).
Le parole della salmodia dell’odierna liturgia ci rendono consapevoli di queste “grandi cose”, alle quali ci avviciniamo col passare dei giorni e delle settimane della Quaresima.
Dio stesso opera nella storia umana.
“Ecco, faccio una cosa nuova: proprio ora germoglia”. Così dice il profeta Isaia (Is 43, 19). E la Chiesa desidera che noi tutti attraversiamo questo periodo particolare, questo “tempo della salvezza”; secondo lo spirito dell’odierno Salmo: “Chi semina nelle lacrime / mieterà con giubilo. / Nell’andare, se ne va e piange, / portando la semente da gettare, / ma nel tornare, viene con giubilo, / portando i suoi covoni” (Sal 126, 5-6).
Preghiamo per la messe divina della Quaresima.
Omelia (05-04-1992)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SAN BRUNO ALLA PISANA
Domenica, 5 aprile 1992.
Carissimi fratelli e sorelle della Parrocchia “San Bruno” alla Pisana!
1. La liturgia di questa quinta domenica di Quaresima ci presenta il Signore Gesù a Gerusalemme in occasione della festa dei Tabernacoli: la celebrazione annuale che ricordava l’epopea degli Ebrei usciti dall’Egitto e vissuti per quarant’anni nel deserto sotto le tende. Gesù, dopo aver passato la notte sul monte degli Ulivi, dove era solito alternare ore di preghiera a un breve riposo, la mattina all’alba si reca nel Tempio. Ben presto si vede circondato da molte persone, che vanno da lui per ascoltarlo; ed egli, sedutosi, le ammaestra. In queste occasioni, spesso gli scribi e i farisei, che osteggiano la sua predicazione, gli pongono delle domande insidiose, per coglierlo in contraddizione con gli insegnamenti della Bibbia e così poterlo accusare. Anche quel giorno si presentano alcuni, ma hanno qualcosa di più di una domanda. Gli conducono una donna, sorpresa in flagrante adulterio. Puntando il dito accusatore contro di lei, dicono: “Mosè, nella Legge, ci ha comandato di lapidare donne come questa. Tu che ne dici?” (Gv 8, 5).
2. Di fronte a una così chiara provocazione, Gesù dapprima non risponde, ma si china a scrivere col dito per terra. Non guarda gli accusatori mostrando un divino distacco, e non guarda l’accusata per non aggravare la sua condizione di vergogna, di paura e di profondo disagio. Egli sa bene che l’adulterio è un peccato grave; tuttavia sa anche distinguere tra peccato e peccatore. Ai suoi interlocutori, che insistono per avere una risposta, alzando il capo dice: “chi di voi è senza peccato, scagli per primo la pietra contro di lei” (Gv 8, 7). E subito si china di nuovo a scrivere per terra. Le sue parole hanno una profonda risonanza nel cuore di quella gente che, vistasi messa a nudo nella sua vita più segreta, non trova di meglio che andarsene via. Uno alla volta, “cominciando dai più anziani fino agli ultimi” (Gv 8, 9). Gesù rimane solo con la donna “là in mezzo”. Allora, alzatosi, le dice: “Donna, dove sono? Nessuno ti ha condannata?”. “Nessuno, Signore”, risponde la peccatrice. E Gesù: “Neanch’io ti condanno, va’ e d’ora in poi non peccare più” (Gv 8, 9 ss.).
3. Questa toccante pagina del Vangelo va accostata alla parabola del figlio prodigo, che abbiamo letto domenica scorsa, e ad altre che documentano le espressioni della misericordia di Gesù verso i peccatori. Le generazioni cristiane le hanno ascoltate e meditate con grande commozione. In esse il Signore rivela la sua immensa comprensione per la fragilità umana, il profondo rispetto per la persona, anche quando è colpevole. Gesù vuole offrirle il suo aiuto per risollevarsi e aprirsi a vita nuova; egli ha il potere di rimettere i peccati. Alcune volte afferma espressamente: “I tuoi peccati ti sono rimessi”. Questa volta dice: “Anch’io non ti condanno”, espressione che equivale al perdono, aggiungendo, inoltre: “Va’ e non peccare più”.
4. Cristo rivolge oggi queste stesse parole a ciascuno di noi, che ci prepariamo a celebrare la Santa Pasqua. Egli legge nei nostri cuori, ci conosce nel profondo, sa quali sono le nostre necessità e le nostre debolezze. Egli ci incoraggia a non abbatterci, ci invita ad accostarci al sacramento della riconciliazione, nel quale, mentre perdona, rimette a nuovo, con la sua grazia, le nostre anime, perché riprendano il cammino della santità. Questo cammino, nella lettera di Paolo, è chiamato, con un termine sportivo: “corsa” verso la conquista del premio. Per tale corsa, il grande Apostolo si è prima alleggerito di ogni peso ingombrante, cioè del peccato, e di ogni vanto umano, chiamando “spazzatura” tutto ciò che non sia la conoscenza e il possesso di Cristo Gesù. In altri termini, San Paolo ha cercato sopra ogni cosa la grazia di Dio, ciò che deve essere anche il nostro impegno quotidiano. Solo così potremo rispondere sia all’esortazione di Gesù: “D’ora in poi non peccare più”, sia al dovere di riempire la nostra vita di opere di bene, di preghiera, di sollecitudine fraterna verso il prossimo e i bisognosi, cooperando alla crescita del Regno di Dio sulla terra.
6. […] Sia lodato Gesù Cristo.
Omelia (02-04-1995)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SANTA MARIA CONSOLATRICE
Domenica, 2 aprile 1995
“Grandi cose ha fatto il Signore per noi” (Sal 126, 3).
1. Il periodo di quaranta giorni della Quaresima fa costante riferimento ai quarant’anni del cammino compiuto dagli Israeliti, dopo l’uscita dalla schiavitù egizia, verso la Terra promessa. La prima lettura odierna, tratta dal Libro del profeta Isaia, evoca appunto l’esodo, che costituisce l’evento “pasquale” dell’Antica Alleanza. Non si tratta, tuttavia, di rivolgersi al passato. Dice infatti il Profeta: “Non ricordate più le cose passate, non pensate più alle cose antiche! Ecco, faccio una cosa nuova: proprio ora germoglia, non ve ne accorgete? Aprirò anche nel deserto una strada, immetterò fiumi nella steppa” (Is 43, 18-19).
Con le parole del profeta Isaia, la Chiesa ci introduce più profondamente nel senso cristiano della storia: gli eventi passati costituiscono come una grande profezia. Dio costantemente conduce il suo Popolo verso la nuova Pasqua. Di questo parla il Salmo responsoriale, col cui ritornello poc’anzi abbiamo insieme manifestato la nostra riconoscenza: “Grandi cose ha fatto il Signore per noi” (Sal 126, 3).
2. Domenica scorsa la Liturgia ci ha presentato la parabola del “figliol prodigo”. Oggi, il Vangelo secondo Giovanni pone davanti ai nostri occhi una scena tra le più toccanti della vita di Cristo, e per l’esistenza di ogni uomo. Viene condotta a Gesù una donna sorpresa in adulterio. Postala nel mezzo, gli scribi e i farisei interpellano il Maestro: “Mosè, nella Legge, ci ha comandato di lapidare donne come questa. Tu che ne dici?” (Gv 8, 5). L’Evangelista aggiunge: “Questo dicevano per metterlo alla prova e per avere di che accusarlo” (Gv 8, 6). Gesù accetta la prova – non è del resto la prima volta – e fornisce la risposta.
Dapprima rimane in silenzio, e quel silenzio possiede una particolare, misteriosa eloquenza. Gesù infatti, senza dir nulla, comincia a scrivere col dito per terra (Gv 8, 6). Nulla ci è detto di ciò che Egli scrisse in quel momento, l’unico in cui ci è dato di sapere che Gesù abbia scritto. I Vangeli infatti ci trasmettono le parole da Lui pronunziate, ma di Cristo non ci è giunto alcun documento scritto.
Quel silenzio non soddisfece gli scribi e i farisei, i quali aspettavano una risposta chiara e univoca. Se Gesù infatti avesse graziato la donna, sarebbe caduto in palese conflitto con la legge di Mosè. E poiché, come leggiamo altrove nel Vangelo, Gesù era accusato di essere “amico dei peccatori” (cf. Mt 11, 19), anche questa volta qualcuno auspicava una risposta in contrasto con la legge. Continuavano dunque ad insistere, attendendo la risposta.
Ed ecco che Gesù cessa di scrivere per terra, si alza e proferisce una frase concisa: “Chi di voi è senza peccato, scagli per primo la pietra contro di lei” (Gv 8, 7).
3. In che cosa consiste l’importanza di questa memorabile risposta di Gesù? Egli si appella alla coscienza di ciascuno dei presenti. La Legge, norma oggettiva della moralità degli atti umani, si attua sempre per il tramite della coscienza, la quale ha la facoltà di accusare interiormente l’uomo di peccato. E la risposta di Gesù suona alla mente degli accusatori più o meno in questi termini: la vostra coscienza non vi accusa di niente? Avete il diritto di condannare questa donna? O piuttosto anche voi siete complici degli stessi peccati?
Impostazione del problema che si dimostra efficace. “Quelli – infatti – udito ciò, se ne andarono uno per uno, cominciando dai più anziani fino agli ultimi. Rimase solo Gesù con la donna là in mezzo” (Gv 8, 9).
Ognuno degli accusatori è costretto a riconoscere di non essere senza peccato e di non avere il diritto di condannare quella donna, in particolare di non possedere i requisiti morali per eseguire la condanna a morte prevista in quel caso dalla legge di Mosè. In tal modo, Gesù dimostra ai suoi interlocutori che Dio solo ha il diritto di punire i peccatori, e che Dio non vuole prima di tutto punire, ma salvare (cf. Ez 18, 23)! Ancora una volta Gesù si colloca nell’ambito della tradizione come fautore di una nuova “economia” morale, che porta a compimento la Legge mosaica. Dio, che mediante Cristo offre alla donna adultera la possibilità del riscatto, è il Padre ricco di misericordia che accoglie il figlio prodigo e gioisce per il suo ritorno.
4. Ma riflettiamo ancora sulle ultime parole dell’odierno brano evangelico. Rimasto solo con la donna salvata dalla lapidazione, Gesù le chiede: “Donna, dove sono? Nessuno ti ha condannata?”. Ed ella risponde: “Nessuno, Signore”. E Gesù: “Neanch’io ti condanno; va’ e d’ora in poi non peccare più” (cf. Gv 8, 10-11).
Questo breve dialogo contiene un messaggio di grandissimo valore. La domanda di Gesù non si riferisce alla sola esecuzione della sentenza. “Condanna” qui vuol dire rifiuto della persona a causa del male morale. Cristo dunque constata: quegli uomini non hanno potuto respingerti a causa del tuo peccato, perché si sono resi conto di essere loro stessi peccatori. Rimane tuttavia la questione della tua colpa, che può rovinare il tuo rapporto con Dio e condurti alla perdizione. Perciò, non peccare più! Io non ti condanno. Non sono venuto per condannare l’uomo (cf. Gv 3, 17). Lo scopo della mia missione è del tutto opposto: sono venuto per cercare e salvare ciò che era perduto (cf. Lc 19, 10). D’ora in poi, dunque, non peccare più! Questa esperienza, questo pericolo per la tua vita, ti aiutino a non tornare più al peccato. Ecco che cosa desidero per te: la tua salvezza.
Ci troviamo qui ad un punto di enorme importanza per il nostro itinerario quaresimale. Carissimi Fratelli e Sorelle, valorizziamo l’odierna liturgia della Parola per l’opera della nostra conversione personale. Il Vangelo dell’adultera ci può essere, al riguardo, di grande aiuto.
[…]
6. Vi auguro, carissimi, di approfondire in questa Quaresima la conoscenza di Cristo. Ecco infatti il valore supremo. San Paolo lo afferma nella seconda lettura di oggi (cf. Fil 3, 8), che viene a completare la riflessione a cui ci ha condotto il Vangelo. L’Apostolo afferma quale grande bene sia conoscere Cristo e trovarsi in Lui. E trovarsi in Lui vuol dire non affidarsi alla giustizia derivante dalla Legge, ma a quella che Dio ci ha rivelato per mezzo della Croce di Cristo e che è la via per la risurrezione. Un tema che ha bisogno di ulteriore approfondimento. “Ho lasciato perdere tutte queste cose – egli scrive – e le considero come spazzatura, al fine di guadagnare Cristo e di essere trovato in lui, non con una mia giustizia derivante dalla legge, ma con quella che deriva dalla fede in Cristo, cioè con la giustizia che deriva da Dio, basata sulla fede” (Fil 3, 8-9). Ecco il nucleo centrale della dottrina paolina.
L’Apostolo è consapevole di essere stato un tempo nemico della Croce di Cristo e che la sua vita è gravata dal peccato, benché egli abbia perseguitato la Chiesa non per cattiva volontà ma per erronea convinzione. Tanto più egli apprezza la grazia della conversione, che gli permette di partecipare alla Croce di Cristo, fonte di eterna salvezza. Guidato da tale consapevolezza, Paolo dimentica il passato e si protende con tutte le forze verso ciò che gli sta dinanzi. Anche questa è una indicazione per la nostra Quaresima: camminiamo, anzi corriamo con entusiasmo verso la Pasqua ormai vicina, sorretti dall’esperienza rigenerante della divina misericordia. Essa ci fa esclamare: “Grandi cose ha fatto il Signore per noi” (Sal 126, 3).