Domingo IV Tiempo Ordinario (C) – Homilías
/ 18 enero, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Jer 1, 4-5. 17-19: Te nombré profeta de las naciones
Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15ab y 17: Mi boca cantará tu salvación, Señor
1 Co 12, 31—13, 13: Quedan la fe, la esperanza, el amor; la más grande es el amor
Lc 4, 21-30: Jesús, como Elías y Eliseo, no es enviado solo a los judíos
San Juan Pablo II, papa
Homilía (03-02-1980):
Visita pastoral a la Parroquia Romana de la Ascensión.
Domingo 3 de febrero de 1980.
1. Este domingo me ofrece de nuevo la posibilidad de encontrarme con esa comunidad fundamental del Pueblo de Dios que es, en la Iglesia, una parroquia. Este es un encuentro «con la comunidad» y al mismo tiempo, un encuentro «en la comunidad«. Efectivamente, por medio de la visita pastoral de vuestro obispo, os volvéis a encontrar, de cierta manera, en esa comunidad más grande del Pueblo de Dios que es la Iglesia Romana, la Iglesia «local», esto es, la diócesis. Esta es, a la vez, la Iglesia de las Iglesias —si se puede decir así— ya que Roma, como Sede de San Pedro, constituye el centro de todas las Iglesias «locales» del mundo, las que por medio de este centro se vinculan y se unen en la comunidad universal de la única Iglesia. Así, pues, nuestro encuentro de hoy tiene simultáneamente estas tres dimensiones: parroquial, diocesana y universal.
Que pueda servir eso para reforzar el amor que San Pablo confiesa y anuncia en la liturgia de hoy de modo tan maravilloso.
En el espíritu de este amor, que es el vínculo de la comunidad y la fuente de nuestra unidad —sobre todo con Dios mismo en Cristo— os saludo cordialmente queridísimos hermanos y hermanas…
Quisiera hacer llegar una palabra especial de saludo también a los que se sienten sicológicamente lejanos de la comunidad parroquial, en relación con la que nutren sentimientos de indiferencia o quizá incluso de hostilidad. Sepan que es deseo del Papa, como de los sacerdotes de la parroquia y de todo otro ministro de Dios, entablar con ellos un diálogo que pueda disipar equívocos o permitir un conocimiento recíproco mejor y una conversación profunda sobre Cristo y su Evangelio.
2. Ciertamente, el mensaje de Jesús está destinado a «plantear problema» en la vida de cada uno de los seres humanos. Nos lo recuerdan también las lecturas de la liturgia de hoy, y sobre todo el texto del Evangelio de Lucas, que acabamos de oír. El nos induce a volver una vez más con el pensamiento a las palabras que dejó en nuestra memoria la solemnidad de ayer. En el momento de la Presentación de Jesús en el templo, que tuvo lugar a los 40 días de su nacimiento, el anciano Simeón pronunció sobre el Niño las siguientes palabras: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción» (Lc 2, 4).
Hoy somos testigos de la contradicción que Cristo encontró al comienzo mismo de su misión —en su Nazaret—. Efectivamente: cuando, basándose en las palabras del profeta Isaías, leídas en la sinagoga de Nazaret, Jesús hace entender a sus paisanos que la predicción se refería precisamente a El, esto es, que El era el anunciado Mesías de Dios (el Ungido en la potencia del Espíritu Santo), surgió primero el estupor, luego la incredulidad y finalmente los oyentes «se llenaron de cólera» (Lc 4, 28), y se pusieron de acuerdo en la decisión de tirarlo desde el monte sobre el que estaba construida la ciudad de Nazaret… «Pero El atravesando por en medio de ellos, se fue» (Lc 4, 30).
Y he aquí que la liturgia de hoy —sobre el fondo de este acontecimiento— nos hace oír en la primera lectura la voz lejana del profeta Jeremías: «Ellos te combatirán, pero no te podrán, porque yo estaré contigo para protegerte» (Jer 1 19).
3. Jesús es el profeta del amor, de ese amor que San Pablo confiesa y anuncia en palabras tan sencillas y a la vez tan profundas del pasaje tomado de la Carta a los Corintios. Para conocer qué es el amor verdadero, cuáles son sus características y cualidades, es necesario mirar a Jesús, a su vida y a su conducta. Jamás las palabras dirán tan bien la realidad del amor como lo hace su modelo vivo. Incluso palabras, tan perfectas en su sencillez, como las de la primera Carta a los Corintios, son sólo la imagen de esta realidad: esto es, de esa realidad cuyo modelo más completo encontramos en la vida y en el comportamiento de Jesucristo.
No han faltado ni faltan, en la sucesión de las generaciones, hombres y mujeres que han imitado eficazmente este modelo perfectísimo. Todos estamos llamados a hacer lo mismo. Jesús ha venido sobre todo para enseñarnos el amor. El amor constituye el contenido del mandamiento mayor que nos ha dejado. Si aprendemos a cumplirlo, obtendremos nuestra finalidad: la vida eterna. Efectivamente, el amor, como enseña el Apóstol «no pasa jamás» (1 Cor 13, 8). Mientras otros carismas e incluso las virtudes esenciales en la vida del cristiano acaban junto con la vida terrena y pasan de este modo, el amor no pasa, no tiene nunca fin. Constituye precisamente el fundamento esencial y el contenido de la vida eterna. Y por esto lo más grande «es la caridad» (1 Cor 13, 13).
4. Esta gran verdad sobre el amor, mediante la cual llevamos en nosotros la verdadera levadura de la vida eterna en la unión con Dios, debemos asociarla profundamente a la segunda verdad de la liturgia de hoy: el amor se adquiere en la fatiga espiritual. El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones, entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de nosotros, y a la vez «desde fuera», esto es, entre las múltiples fuerzas que le son extrañas e incluso hostiles.
Por esto San Pablo escribe que «la caridad es paciente«. ¿Acaso no encuentra en nosotros muy frecuentemente la resistencia de nuestra impaciencia, e incluso simplemente de la inadvertencia? Para amar es necesario saber «ver» al «otro», es necesario saber «tenerle en cuenta». A veces es necesario «soportarlo». Si sólo nos vemos a nosotros mismos, y el «otro» «no existe» para nosotros, estamos lejos de la lección del amor que Cristo nos ha dado.
«La caridad es benigna», leemos a continuación: no sólo sabe «ver » al «otro», sino que se abre a él, lo busca, va a su encuentro. El amor da con generosidad y precisamente esto quiere decir: «es benigno» (a ejemplo del amor de Dios mismo, que se expresa en la gracia)… Y cuán frecuentemente, sin embargo, nos cerramos en la caparazón de nuestro «yo», no sabemos, no queremos, no tratamos de abrirnos al «otro», de darle algo de nuestro propio «yo», sobrepasando los límites de nuestro egocentrismo o quizá del egoísmo, y esforzándonos para convertirnos en hombres, mujeres, «para los demás», a ejemplo de Cristo.
5. Y así también, después, volviendo a leer la lección de San Pablo sobre el amor y meditando el significado de cada una de las palabras de las que se ha servido el Apóstol para describir las características de este amor, tocamos los puntos más importantes de nuestra vida y de nuestra convivencia con los otros. Tocamos no sólo los problemas personales o familiares, es decir, los que que tienen importancia en el pequeño círculo de nuestras relaciones interpersonales, sino que tocamos también los problemas sociales de actualidad primaría.
¿Acaso no constituyen ya los tiempos en que vivimos una lección peligrosa de lo que puede llegar a ser la sociedad y la humanidad, cuando la verdad evangélica sobre el amor se la considera superada?, ¿cuándo se la margina del modo de ver el mundo y la vida, de la ideología?, ¿cuándo se la excluye de la educación, de los medios de comunicación social, de la cultura, de la política?
Los tiempos en que vivimos, ¿no se han convertido ya en una lección suficientemente amenazadora de lo que prepara ese programa social?
Y esta lección, ¿no podrá resultar más amenazadora todavía con el pasar del tiempo?
A este propósito, ¿no son ya bastante elocuentes los actos de terrorismo que se repiten continuamente, y la creciente tensión bélica en el mundo? Cada uno de los hombres —y toda la humanidad— vive «entre» el amor y el odio. Si no acepta el amor, el odio encontrará fácilmente acceso a su corazón y comenzará a invadirlo cada vez más, trayendo frutos siempre más venenosos.
6. De la lección paulina que acabamos de escuchar es necesario deducir lógicamente que el amor es exigente. Exige de nosotros el esfuerzo, exige un programa de trabajo sobre nosotros mismos, así como, en la dimensión social, exige una educación adecuada, y programas aptos de vida cívica e internacional.
El amor es exigente. Es difícil. Es atrayente, ciertamente, pero también es difícil. Y por esto encuentra resistencia en el hombre. Y esta resistencia aumenta cuando desde fuera actúan también programas en los que está presente el principio del odio y de la violencia destructora. Cristo, cuya misión mesiánica encuentra desde el primer momento la contradicción de los propios paisanos en Nazaret, vuelve a afirmar la veracidad de las palabras que pronunció sobre El el anciano Simeón el día de la Presentación en el templo: «Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel, y para signo de contradicción» (Lc 2, 34).
Estas palabras acompañan a Cristo por todos los caminos de su experiencia humana, hasta la cruz.
Esta verdad sobre Cristo es también la verdad sobre el amor. También el amor encuentra la resistencia, la contradicción. En nosotros, y fuera de nosotros. Pero esto no debe desalentarnos. El verdadero amor —como enseña San Pablo— todo lo «excusa» y «todo lo tolera» (1 Cor 13, 7).
Queridos hermanos y hermanas, este encuentro nuestro de hoy sirva, al menos en pequeña parte, para la victoria de este amor, hacia el cual camina continuamente, entre las pruebas de esta tierra, la Iglesia de Cristo con la mirada fija en el testimonio de su Maestro y Redentor.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (31-01-2010):
Plaza de San Pedro
Domingo 31 de enero de 2010.
Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de este domingo se lee una de las páginas más hermosas del Nuevo Testamento y de toda la Biblia: el llamado «himno a la caridad» del apóstol san Pablo (1 Co 12, 31-13, 13). En su primera carta a los Corintios, después de explicar con la imagen del cuerpo, que los diferentes dones del Espíritu Santo contribuyen al bien de la única Iglesia, san Pablo muestra el «camino» de la perfección. Este camino —dice— no consiste en tener cualidades excepcionales: hablar lenguas nuevas, conocer todos los misterios, tener una fe prodigiosa o realizar gestos heroicos. Consiste, por el contrario, en la caridad (agape), es decir, en el amor auténtico, el que Dios nos reveló en Jesucristo. La caridad es el don «mayor», que da valor a todos los demás, y sin embargo «no es jactanciosa, no se engríe»; más aún, «se alegra con la verdad» y con el bien ajeno. Quien ama verdaderamente «no busca su propio interés», «no toma en cuenta el mal recibido», «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (cf. 1 Co 13, 4-7). Al final, cuando nos encontremos cara a cara con Dios, todos los demás dones desaparecerán; el único que permanecerá para siempre será la caridad, porque Dios es amor y nosotros seremos semejantes a él, en comunión perfecta con él.
Por ahora, mientras estamos en este mundo, la caridad es el distintivo del cristiano. Es la síntesis de toda su vida: de lo que cree y de lo que hace. Por eso, al inicio de mi pontificado, quise dedicar mi primera encíclica precisamente al tema del amor: Deus caritas est. Como recordaréis, esta encíclica tiene dos partes, que corresponden a los dos aspectos de la caridad: su significado, y luego su aplicación práctica. El amor es la esencia de Dios mismo, es el sentido de la creación y de la historia, es la luz que da bondad y belleza a la existencia de cada hombre. Al mismo tiempo, el amor es, por decir así, el «estilo» de Dios y del creyente; es el comportamiento de quien, respondiendo al amor de Dios, plantea su propia vida como don de sí mismo a Dios y al prójimo. En Jesucristo estos dos aspectos forman una unidad perfecta: él es el Amor encarnado. Este Amor se nos reveló plenamente en Cristo crucificado. Al contemplarlo, podemos confesar con el apóstol san Juan: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él» (cf. 1 Jn 4, 16; Deus caritas est, 1).
Queridos amigos, si pensamos en los santos, reconocemos la variedad de sus dones espirituales y también de sus caracteres humanos. Pero la vida de cada uno de ellos es un himno a la caridad, un canto vivo al amor de Dios. Hoy, 31 de enero, recordamos en particular a san Juan Bosco, fundador de la familia salesiana y patrono de los jóvenes. En este Año sacerdotal, quiero invocar su intercesión para que los sacerdotes sean siempre educadores y padres de los jóvenes; y para que, experimentando esta caridad pastoral, muchos jóvenes acojan la llamada a dar su vida por Cristo y por el Evangelio. Que María Auxiliadora, modelo de caridad, nos obtenga estas gracias.
Ángelus (03-02-2013):
Plaza de San Pedro
Domingo 3 de febrero de 2013.
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de hoy —tomado del capítulo cuarto de san Lucas— es la continuación del domingo pasado. Nos hallamos todavía en la sinagoga de Nazaret, el lugar donde Jesús creció y donde todos le conocen, a Él y a su familia. Después de un período de ausencia, ha regresado de un modo nuevo: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, dando a entender que esa palabra se refiere a Él, que Isaías hablaba de Él. Este hecho provoca el desconcierto de los nazarenos: por un lado, «todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22); san Marcos refiere que muchos decían: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?» (6, 2); pero por otro lado sus conciudadanos le conocen demasiado bien: «Es uno como nosotros —dicen—. Su pretensión no podía ser más que una presunción» (cf. La infancia de Jesús, 11). «¿No es éste el hijo de José?» (Lc 4, 22), que es como decir: un carpintero de Nazaret, ¿qué aspiraciones puede tener?
Conociendo justamente esta cerrazón, que confirma el proverbio «ningún profeta es bien recibido en su tierra», Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros realizados por los grandes profetas Elías y Eliseo en ayuda de no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel. En ese momento la reacción es unánime: todos se levantan y le echan fuera, y hasta intentan despeñarle; pero Él, con calma soberana, pasa entre la gente enfurecida y se aleja. Entonces es espontáneo que nos preguntemos: ¿cómo es que Jesús quiso provocar esta ruptura? Al principio la gente se admiraba de Él, y tal vez habría podido lograr cierto consenso… Pero esa es precisamente la cuestión: Jesús no ha venido para buscar la aprobación de los hombres, sino —como dirá al final a Pilato— para «dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, dispuesto a pagarlo en persona. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios. En la liturgia del día resuenan también estas palabras de san Pablo: «El amor… no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad» (1 Co 13, 4-6). Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto en quien Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerle y a servirle en los demás.
En esto es iluminadora la actitud de María. ¿Quién tuvo más familiaridad que ella con la humanidad de Jesús? Pero nunca se escandalizó como sus conciudadanos de Nazaret. Ella guardaba el misterio en su corazón y supo acogerlo cada vez más y cada vez de nuevo, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y la luz plena de la Resurrección. Que María nos ayude también a nosotros a recorrer con fidelidad y alegría este camino.
Adrien Nocent
Homilía
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo. Tomo V. Sal Terrae, Santander (1982), pp. 121-124.
Dios habla al mundo entero (Lc 4, 21-30).
El pasaje que proclamamos hoy es duro, severo, y se comprende que suscitara la cólera de los judíos. Es, en efecto, la condenación de un pueblo que fue escogido pero que no aceptó al profeta Jesús. Por eso, todo cuanto Cristo realiza lo hace para los que no son judíos. El, como Elías, no se detiene en las necesidades de Israel, que no le acepta; se dirige a los pueblos gentiles. Si Jesús es enviado a salvar, la salvación no va destinada exclusivamente a los judíos sino al mundo entero. Lo que le determina a Jesús a dirigirse a los gentiles no es sólo el rechazo de que le hacen objeto los judíos, sino el que su misión misma consiste en anunciar la salvación a toda carne (Hech 2, 17).
El drama recordado aquí es fundamental en la historia de la Iglesia. San Lucas reflexiona, en otro lugar, sobre la misión de la Iglesia y sobre su propia misión. Ha sido necesario, sin abandonarle a sí mismo, desprenderse del ambiente judío y apartarse de las concepciones nacionales para universalizarse, en la medida en que entonces se conocían los confines del mundo. Era preciso que la Iglesia se dirigiera a todos. Este era el problema de san Pablo y este mismo es el problema de Lucas. La Iglesia no debe recluirse entre los límites del pueblo judío que, por otra parte, no presta oídos; el profeta es enviado al mundo.
La Iglesia lo comprendió. Pero no siempre le resultó fácil dirigirse a todas las razas; hubo ocasiones en que lo hizo imponiéndoles, sin caer demasiado en la cuenta, formas de ser y de pensar de una cultura que frecuentemente envolvía demasiado lo esencial de la misión cristiana hasta el punto de llegar a asfixiarlo un poco. El problema de la Iglesia al salir fuera ha sido siempre acertar a no encadenar lo esencial a la envoltura cultural. Esto constituyó el drama de los primerísimos albores de la Iglesia; y esto mismo sigue siendo su problema actual. Cuando investigamos la vida misma de Cristo, volvemos a experimentarlo. Nuestros grupos dedicados a la investigación de la fe y nuestros grupos de oración tienen siempre el peligro de mezclar lo esencial con lo que lo rodea, y de cerrarse formando un pequeño cenáculo que se niega a abrirse a todos. Para acrecentar las dimensiones de la Iglesia, se llega a sustraerse a ellas hasta en las celebraciones más eclesiales, como es la de la eucaristía; se llega a no querer celebrar ya más que en el pequeño cenáculo, olvidando que la legitimidad de éste únicamente descansa en la firme voluntad de crear de nuevo no una agrupación de depurados, sino una asamblea viva integrada por todo el que llega a ella.
Estas palabras evangélicas tienen hoy mismo una importancia tan grande, que nunca se subrayará demasiado. Abrirse a todos, no sujetar el mensaje universal a grupos restringidos, sino anunciar por todas partes la palabra de la Buena Noticia, anunciarla en todos los sitios desligándola de lo que una cultura determinada tuvo que utilizar para hacerla comprender en lo esencial. Esto es lo que quiere recordarnos hoy el Señor. Si nos cerramos a esta perspectiva, podría ocurrir que se diera la salvación a los demás, y que la gracia del Señor no nos alcanzara a nosotros.
Un profeta para los gentiles (Jr 1, 4-19)
La vida del profeta Jeremías (Jr 36, 45) está llena de valiosísimas enseñanzas. Se le ve incapaz de hablar, y sin embargo forzado a hacerlo guiado por Dios, no obstante la hostilidad que en todas partes se alza contra su mensaje. No «tiene miedo» ante sus adversarios, sino que sigue proclamando lo que el Señor le ordena: «Así dice el Señor». Es elegido por el mismo Dios, que toma la iniciativa de la elección sin tener en consideración las cualidades humanas, y que le convierte «en plaza fuerte, en columna de hierro, en muralla de bronce, frente a todo el país».
Jeremías es el tipo mismo de Cristo y su vida nos ayuda a entender mejor la vida de Jesús, el Profeta. Elegido de entre sus hermanos, no es recibido pero su actitud se mantiene firme: anunciar de parte del Padre eterno el designio de salvación preparado desde el principio del mundo. Hasta su muerte Cristo será el profeta que anuncie lo que el Padre le encargó que comunicara a los hombres, y para lo que fue enviado.
Esto no puede quedar sin eco en la actitud de cada cristiano. El bautismo, según la doctrina recogida en Lumen Gentium pero que era ya la de santo Tomás de Aquino, nos hace participar del sacerdocio de Cristo, lo mismo en su papel ascendente de la oblación al Padre, que en su papel descendente de dar testimonio ante los hombres por la palabra y por la actitud propias. Sería conveniente que el cristiano se preguntara acerca de su papel profético ¿cómo lo concibe? ¿De qué manera lo cumple? Con harta frecuencia, se siente profeta cuando no está de acuerdo con las directrices de vida propuestas por la Iglesia.
Pero el cristiano no participa del sacerdocio de Cristo para oponerse a la Iglesia, sino para ayudarla -expresando respetuosamente lo que piensa- a cumplir su cometido. El criterio del verdadero profeta será siempre su acuerdo de fondo con la Iglesia, aunque él tenga que sufrir y que someterse a lo que le resulte personalmente difícil de aceptar. Su papel habrá sido suscitar reflexiones, revisiones relativas a las personas y a las instituciones, que frecuentemente están en un clima demasiado apegado a lo que se considera tradición y que, en ocasiones, no es sino manía y facilidad. Es normal, pues, que el profeta no sea bien recibido. Sin embargo, esto constituye la prueba que debe autentificarle. Si él se rebela, si su hondo entusiasmo se extingue, si le deforma la amargura, si de sus labios brota la crítica amarga y, sobre todo, si no se conforma con lo que se le pide con autoridad, si forma un grupo que se aparta de la comunidad para darse a la contestación sin caridad, bien pudiera suceder que, al configurarse según estos criterios, dejaran de tener crédito sus cualidades proféticas. El buen sentido, el recto juicio, la oportunidad -que es cosa distinta del juego político-, el respeto a los demás, son otros tantos criterios que permiten distinguir al verdadero profeta. La Iglesia lo necesita ciertamente. Cuando santa Catalina de Siena dirigía sus duros reproches al Papa, actuaba como profeta. Decía lo que debía decir; lo hacía en términos duros, precisos, sin disimular nada, pero con la profunda caridad de quien desea curar y no herir.
Estos textos deben hacernos reflexionar sobre el profetismo de hoy, y no, ante todo, en términos negativos sino con la mesura propia de toda autenticidad.
Julio Alonso Ampuero: Te convierto en plaza fuerte
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
«¿No es este el hijo de José?» Los paisanos de Jesús encuentran dificultades para dar el salto de la fe. Están demasiado acostumbrados a una mirada a ras de tierra y se aferran a ella. Y ello acabará llevándoles a rechazar a Jesús… También a nosotros nos da vértigo la fe. Y preferimos seguir anclados en nuestras –falsas– seguridades. Mantenemos la mirada rastrera –que muchas veces calificamos de «racional» y «razonable»– sobre las personas y acontecimientos, sobre la Iglesia y sobre el misterio mismo de Dios…
«Ningún profeta es bien mirado en su tierra». Llama la atención la actitud desafiante, casi provocativa, de Jesús. Ante la resistencia de sus paisanos no rebaja el listón, no se aviene a componendas, no entra en negociaciones. La verdad no se negocia. La divinidad de Cristo podrá ser aceptada o rechazada, pero no depende de ningún consenso. Cuando los corazones están cerrados, Jesús no suaviza su postura; se diría que incluso la endurece, para que las personas tomen postura ante él. «O conmigo o contra mí».
«Se abrió paso entre ellos…» Destaca también la majestad soberana con que Jesús se libra de quienes pretendían eliminarlo. En Él se percibe esa fortaleza divina anunciada en la 1ª lectura (Jer 1,17-19): Jesús es «plaza fuerte», «columna de hierro», «muralla de bronce»; aunque todos luchen contra él no pueden. No son las circunstancias externas ni los hombres quienes deciden acerca de su vida o de su muerte; es su voluntad libre y soberana la que se impone a todo.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo IV: Tiempo Ordinario, Semanas I-X, Fundación Gratis Date.
La Iglesia, ante todo por su acción litúrgica, renueva y verifica la presencia viva de Jesús en medio de su pueblo. Cristo, después de treinta años de vida oculta en Nazaret, se manifiesta públicamente para mostrar a los hombres el camino de la salvación. Pero muchos no quisieron seguirlo; más aún le contradijeron, le calumniaron y, al final, le dieron muerte.También a nosotros nos puede suceder lo mismo, si no queremos secundar los preceptos del Señor y preferimos seguir nuestros caprichos y malos deseos. La Palabra de Dios proclamada en la liturgia nos interpela hoy, y pide nuestro asentimiento de fe y también nuestra correspondencia a ella con una conducta recta.
–Nehemías 2, 1-4.5-6.8-10: Leyeron el libro de la ley, y todo el pueblo estaba atento. En la historia de la salvación Dios se sirvió de Esdras y de Nehemías para reafirmar la fe y renovar la vida religiosa de su pueblo, preparándolo para una Alianza nueva y definitiva, la perfecta Alianza de salvación y de santidad que Cristo selló con su Sangre. San Efrén afirma:
El Señor «escondió en su Palabra variedad de tesoros, para que cada uno de nosotros pudiera enriquecerse. La Palabra de Dios es el árbol de la vida, que te ofrece el fruto bendito desde cualquiera de sus ramas, como aquella roca que se abrió en el desierto y manó de todos sus lados una bebida espiritual» (Comentario sobre el Diateseron 1).Y San Agustín dice:«No os descarriéis entre la niebla, escuchad más bien la voz del Pastor. Retiraos a los montes de las Santas Escrituras; allí encontraréis las delicias de vuestro corazón, y nada hallaréis allí que os pueda envenenar o dañar, pues ricos son los pastizales que allí se encuentran» (Sermón 46 sobre los Pastores).
–Con el Salmo 18 bendecimos a Dios, que con su Palabra luminosa nos reveló los caminos que llevan a la vida eterna: «Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos».
–1 Corintios12,12-30: Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, y cada uno es su miembro. Llegada la plenitud de los tiempos, Cristo mismo fue el autor y el consumador de la Nueva Alianza, santificando a su Iglesia con los dones y gracias de su Espíritu. San Agustín ha comentado este texto paulino en sus sermones unas diecisiete veces. Escogemos aquí un párrafo:
«“Nadie sube al cielo, sino quien bajó del cielo, el Hijo del Hombre, que está en el cielo”. Parece que estas palabras se refieren únicamente a El, como si ninguno de nosotros tuviese acceso a Él. Pero tales palabras se dijeron en atención a la unidad que formamos, según la cual Él es nuestra Cabeza y nosotros su Cuerpo.«Nadie, pues, sino Él, puesto que nosotros somos Él, en cuanto que Él es Hijo del Hombre por nosotros y nosotros hijos de Dios por Él. Así habla el Apóstol: “de igual manera que el Cuerpo es único y tiene muchos miembros, y todos los miembros del Cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Cor 12,12). No dijo: “así Cristo”, sino “así también Cristo”. A Cristo lo constituyen muchos miembros, que son con Él un único Cuerpo» (Sermón 263,A,2).
–Lucas 1,1-4: 4,14-21: Hoy se cumple esta Escritura. En la Nueva Alianza es Jesús, personalmente, la última Palabra viva del Padre y la plenitud definitiva de la Revelación divina para los hombres. En la sinagoga de Nazaret nos da Jesús un solemne testimonio del valor profético de la Palabra de Dios. Comenta San Ambrosio:
«Tomó después el libro para mostrar que Él es el que ha hablado en los profetas y atajar las blasfemias de los pérfidos, los que enseñan que hay un Dios del Antiguo Testamento y otro del Nuevo, o bien que Cristo comenzó a partir de la Virgen. ¿Cómo Él toma origen de la Virgen si antes de la Virgen Él hablaba? «“El Espíritu está sobre Mí”. Descubre, pues, aquí la Trinidad perfecta y coeterna. La Escritura nos afirma que Jesús es Dios y hombre, perfecto en lo uno y en lo otro. Él también nos habla del Padre y del Espíritu Santo… ¿Qué testimonio podemos encontrar más grande que el de Él mismo, que afirma haber hablado por los profetas? El fue ungido con un óleo espiritual y una fuerza eclesial, a fin de inundar la pobreza de la naturaleza humana con el tesoro eterno de la resurrección, para eliminar la cautividad del alma, para iluminar la ceguera espiritual, para proclamar el año del Señor, que se extiende sobre los tiempos sin fin y no conoce las jornadas de trabajo, sino que concede a los hombres frutos y descanso continuos» (Comentario a San Lucas IV, 44-45).
Homilías en italiano para posterior traducción
San Juan Pablo II, papa
30-01-1983
VISITA ALLA PARROCCHIA ROMANA DI SAN BARNABA ALLA MARRANELLA.
Domenica, 30 gennaio 1983.
Cari fratelli e sorelle!
1. Abbiamo sentito la Parola di Dio dell’odierna Liturgia. Al centro di essa si trova il brano che spesso viene denominato l’inno sulla carità, tratto dalla prima Lettera di san Paolo ai Corinzi. Non intendo far qui un commento a questo inno. Troppo denso è il suo contenuto. Desidero soltanto richiamare l’attenzione su alcuni pensieri dell’Apostolo. E soprattutto desidero chiedere a voi stessi di ritornare spesso su queste sue parole. Bisogna leggere spesso la Sacra Scrittura. E tra i brani, ai quali conviene ritornare in modo particolare, vi sono proprio le parole di san Paolo sulla carità.
Queste parole hanno una grande importanza, e acquistando familiarità con esse dobbiamo lasciarci convincere quanto erroneamente, alle volte, pensiamo alla carità, quanto poco sappiamo della sua vera natura. Ma possiamo pure convincerci che le nostre sensazioni, le nostre intenzioni vanno, più di una volta, nella giusta direzione, e che siamo in qualche modo capaci di distinguere il vero amore da quello falso, o piuttosto ciò che è l’amore nella sua sostanza rispetto a ciò che riveste soltanto le sue apparenze. L’Apostolo ci invoglia e ci invita a conoscere proprio la vera carità e a vivere ciò che è la vera carità. “Aspirate ai carismi più grandi…” (1 Cor 12, 31).
2. San Paolo, innanzitutto, desidera mettere in evidenza, non tanto che cosa è e che cosa non è la vera carità, quanto che cosa è senza il vero amore tutto ciò che potremmo compiere nella vita. Le espressioni sono assai eloquenti. Prendiamo soltanto l’ultima, quando l’Apostolo scrive: “E se anche distribuissi tutte le mie sostanze e dessi il mio corpo per essere bruciato, ma non avessi la carità, niente mi giova” (1 Cor 13, 3). Così, dunque, non dalle opere esterne dobbiamo giudicare la carità, ma secondo la carità giudicare tutte le nostre opere. Soltanto per opera della carità esse hanno il loro soprannaturale valore. Senza la carità, ogni nostra attività può perfino stupire e meravigliare, ma non ha un valore soprannaturale.
L’Apostolo ci permette di supporre che, invece, anche le opere modeste e semplici possono avere un valore soprannaturale, se derivano dalla carità.
3. L’Apostolo dedica una buona parte del suo testo a mettere in evidenza quali sono le fondamentali note caratteristiche della carità: per quali segni e per quali attributi la si può riconoscere. Scrive quindi: “La carità è paziente, la carità è benigna: non è invidiosa la carità, non si vanta, non si gonfia” (1 Cor 13, 4). Bisognerebbe soffermarsi su ognuna di queste brevi frasi e meditare separatamente il loro significato.
San Paolo dice che cosa è la carità, e mediante le sue parole caratterizza l’uomo che possiede la carità e il modo con cui deve lasciarsi guidare da essa. Un tale uomo è paziente, benigno, non è invidioso, non si vanta, non si gonfia… La carità fa sì che egli si comporti proprio così ed eviti un comportamento contrario. La carità si manifesta in questi modi di comportamento e contemporaneamente ciascuno di essi è la carità ed esprime la carità in un determinato ambito.
Leggiamo dunque in seguito: “(La carità) non manca di rispetto, non cerca il suo interesse, non si adira, non tiene conto del male ricevuto, non gode dell’ingiustizia, ma si compiace della verità. Tutto copre, tutto crede, tutto spera, tutto sopporta” (1 Cor 13, 5-6).
In tutto ciò si manifesta la carità. L’Apostolo ha elencato i suoi numerosi criteri, i sintomi particolarmente importanti ed essenziali. Ma certamente si potrebbe ancora numerarne altri.
4. In tutto ciò che l’Apostolo scrive si manifesta quindi la carità. Viene confermato quasi visibilmente quale essa è e che cosa è. Ebbene, essa è qualcosa di più grande di tutte le sue manifestazioni. È come il loro cuore nascosto, in cui esse tutte hanno origine. La carità e la vita interiore di questo cuore. Imparare la carità vuol dire far apprendere al proprio cuore questa vita interiore; farla apprendere al cuore, ma anche all’intelletto, ai sensi, allo spirito, al corpo, farla apprendere all’uomo intero. Per poter praticare la carità, bisogna impararla. A volte ci sembra che sia diversamente. Particolarmente i giovani sono portati a credere che l’amore sia qualche cosa di immediato, qualche cosa che troviamo nel cuore soprattutto come sentimento. Sì. È vero che nel nostro cuore, specialmente nel cuore di un giovane, si trova il sentimento dell’amore e che esso appare come da se stesso. Tutto ciò è vero. Tale è la psicologia dell’amore umano.
Ma non pensiamo che questo sentimento da solo sia già quell’amore, di cui scrive san Paolo nella prima Lettera ai Corinzi. Certo, la carità di cui egli parla è data all’uomo come un singolare dono di Dio. Ma al tempo stesso gli è assegnata come un compito. Basta riflettere un poco sulla descrizione paolina della carità, per ammettere che essa deve essere conquistata dall’uomo con un lavoro paziente e costante, affinché possa maturare, affinché possa compenetrare il suo carattere e il comportamento; affinché essa possa divenire nell’uomo un contrassegno e un fondamento della sua autentica santità.
5. La santità, infatti, consiste proprio nell’amore, nel vero amore. Consiste nella carità, di cui scrive san Paolo e che troviamo nella vita dei tanti santi della Chiesa. La santità di ciascuno di essi consiste soprattutto nella carità. In essa s’uniscono e s’esprimono tutte le virtù. Essa le abbraccia tutte, le racchiude e contemporaneamente è più grande di queste.
Lo dice anche san Paolo nella sua lettera, egli scrive: “La carità non avrà mai fine…” (1 Cor 13, 8). Essa, quale costitutivo della vita interiore dell’anima, è la sorgente della nostra comunione con gli uomini e soprattutto con Dio stesso. In tale comunione la carità si unisce alla fede e alla speranza. L’Apostolo scrive: “Queste dunque le tre cose che rimangono: la fede, la speranza e la carità; ma di tutte più grande è la carità!” (1 Cor 13, 13). Essa “non avrà mai fine”, poiché costituisce come il cuore stesso della vita eterna.
La santità dell’uomo sulla terra si basa sulla carità. Infatti in essa inizia già ciò che deve riempire tutta l’eternità dell’uomo e renderla felice e beata. Sì, la carità di cui ci parla san Paolo nella sua Lettera ha la misura dell’eternità. Ci prepariamo all’eternità mediante la carità. E viviamo eternamente mediante la carità e nella carità. Essa è “più grande”.
6. Cari fratelli e sorelle! Accogliete questa breve meditazione sull’amore, sulla carità, nata dalla lettura biblica dell’odierna Liturgia. […]
Carissimi, per tutti voi sono venuto oggi e per tutti voi prego il Signore, affinché cresciate sempre più nel suo amore e in esso troviate la ragione della vostra vita, per testimoniarlo a quanti più ne hanno bisogno.
7. “Lo Spirito del Signore… mi ha mandato per annunziare ai poveri un lieto messaggio” (Lc 4, 18). Con queste parole, scritte nel libro del profeta Isaia, il Signore Gesù inizia il suo insegnamento messianico nella sua nativa Nazaret.
Ringrazio il nostro Signore, che oggi mi ha dato di portare il lieto messaggio a voi, cari parrocchiani della parrocchia di San Barnaba. Nel centro stesso di questo lieto messaggio è iscritta la verità sull’Amore e il comandamento dell’amore.
Che questa verità sull’Amore illumini sempre la vostra vita. Che la parrocchia di San Barnaba sia una comunità nella quale conosciate continuamente questa verità. Infatti, solo mediante essa la vita umana ha il suo definitivo valore, un valore eterno. Che in questa Comunità e in tutti gli ambienti di cui essa è composta, in particolare nelle famiglie, impariate l’amore! Il vero amore. Quell’amore che Dio stesso ci ha rivelato in Gesù Cristo.
Che mediante l’amore siate veramente liberi, vivendo per Dio e per gli uomini.
Che mediante esso abbiate la vita e l’abbiate in abbondanza (cf. Gv 10, 10).
29-01-1989
VISITA ALLA PARROCCHIA DEI SANTI GIOACCHINO ED ANNA AL TUSCOLANO
Domenica, 29 gennaio 1989.
1. “In verità vi dico / Nessun profeta è bene accetto in patria” (Lc 4, 24).
Domenica scorsa abbiamo ascoltato pure il testo del Vangelo di san Luca, in cui si parlava dell’inizio dell’attività messianica di Gesù.
A Nazaret, dov’erano trascorsi gli anni della sua vita nascosta, Gesù si è presentato dinanzi alla comunità, riunita di sabato, ed ha letto le parole del profeta Isaia che parlano del futuro Messia, dichiarando: “Oggi si è adempiuta questa Scrittura che voi avete udito con i vostri orecchi” (Lc 4, 21).
Gli abitanti di Nazaret conoscevano Gesù come il giovane della famiglia di Giuseppe, il falegname. Dicevano quindi: “Non è il figlio di Giuseppe?” (Lc 4, 22).
Ed anche se le parole del giovane nazaretano erano piene di fascino, tuttavia non erano disposti in alcun modo a riconoscerlo come profeta – e, tanto più, come Messia.
C’è di più, si erano lasciati andare in collera e – fin da allora – erano intenzionati a punirlo con la morte per la bestemmia.
2. “Nessun profeta è bene accetto in patria” (Lc 4, 24).
La testimonianza che Gesù rende – la Parola che annunzia – non proviene dagli uomini, ma da Dio.
Gli uomini sono abituati a parole umane. Gli abitanti di Nazaret si aspettavano che Gesù – uno di essi – parlasse con un linguaggio, al quale erano abituati. Adeguato ai loro problemi e conforme alla mentalità che era loro propria.
Anche quando spiegava le parole dei libri sacri, le parole del profeta Isaia, Gesù doveva parlare nel modo in cui erano abituati. Secondo quel linguaggio, che avevano ascoltato dai loro maestri e dottori della legge.
3. Così dunque, su questo Gesù, sul “figlio del falegname”, che i nazaretani avevano conosciuto, si sono compiute le parole che un giorno Geremia aveva udito, rivoltegli da Dio: “Prima di formarti nel grembo materno, ti conoscevo; / prima che tu uscissi alla luce, ti avevo consacrato; / ti ho stabilito profeta delle nazioni” (Ger 1, 5).
Tale è la “genealogia” del profeta. Tale è la verità sulla sua vocazione. Questa verità – con riferimento a Gesù – risale ancora più a fondo. Egli non è soltanto una creatura, come Geremia, ma è il Figlio nato dalla stessa sostanza dell’eterno Padre.
La sua “genealogia” sta in Dio stesso. Pur essendo Figlio dell’uomo, figlio della sua madre terrena – Maria, cittadino di Nazaret, egli è sempre “Dio da Dio e Luce da Luce”.
4. E tuttavia è “profeta non bene accetto in patria”.
“I suoi non l’hanno accolto” (scrive l’apostolo Giovanni nel prologo del suo Vangelo [Gv 1, 11]).
E ciò che si compiva su altri profeti dell’antica alleanza – su Geremia in modo particolare – lo stesso, e ancor più, si doveva compiere su Gesù di Nazaret.
Dio Dice:
“Ti muoveranno guerra ma non ti vinceranno, / perché io sono con te . . .” (Ger 1, 19), / . . . oggi io faccio di te come una fortezza, / come un muro di bronzo . . .” / “Non temerli . . . Tu, alzati e di’ loro / tutto ciò che ti ordinerò” (Ger 1, 8-17).
5. Con questa assicurazione di Dio che chiama ed invia il profeta – va di pari passo la preghiera del chiamato e dell’inviato; “In te mi rifugio, Signore . . . / Sii per me rupe di difesa, / baluardo inaccessibile, / poiché tu sei mio rifugio e mia fortezza . . . / fino dal grembo materno, dal seno di mia madre / tu sei il mio sostegno . . .” / “La mia bocca annunzierà la tua giustizia . . . / Tu mi hai istruito, o Dio, fin dalla giovinezza / e ancora oggi proclamo i tuoi prodigi” (Sal 70, 1-17).
Queste parole del Salmo, che cantiamo nella liturgia della domenica odierna, poteva applicare a sé ogni profeta. Poteva dirle Geremia.
6. E Cristo?
Colui che gli abitanti di Nazaret non volevano riconoscere, colui che poi, nel corso degli anni della missione terrestre, “passò beneficando e risanando tutti” (At 10, 38); di cui la gente diceva: “Un grande profeta è sorto tra noi e Dio ha visitato il suo popolo . . .” (Lc 7, 16).
Quel Cristo – ha riconfermato, in definitiva, tutto ciò che è più grande di tutte le profezie.
L’apostolo Paolo, nella lettera ai Corinzi, con le parole che di solito vengono chiamate “inno della carità” – scrive infatti così:
“La carità non avrà mai fine. Le profezie scompariranno . . . La nostra conoscenza è imperfetta e imperfetta la nostra profezia . . .” (1 Cor 13, 8-9).
Sì! Imperfetta. Ma la carità è piena, perfetta. È pienezza di ogni conoscenza – e di tutte le profezie.
Gesù ha rivelato l’amore.
“Dio infatti ha tanto amato il mondo da dare il suo Figlio unigenito” (Gv 3, 16).
Gesù Cristo è quel Figlio “dato” al mondo dal Padre, il quale ha rivelato che “Dio è Amore”.
Gesù di Nazaret – non è soltanto “grande Profeta”, ma è Messia, cioè Cristo. Redentore del mondo. Il mondo poteva essere redento solo dall’amore: dal suo amore.
[…]
9. Cari fratelli e sorelle!
Rileggete ancora una volta – e rileggete spesso – le parole sulla carità che l’Apostolo ha scritto nella prima lettera ai Corinzi.
Essi ci insegnano chi è Cristo – e ci dimostrano la via per la quale noi – suoi discepoli e confessori – dobbiamo camminare nella vita, guardando il suo esempio e modello.
Nel corso delle domeniche di gennaio la Chiesa, nella sua liturgia, ci dimostra i vari momenti della missione di Cristo ai suoi inizi.
Meditiamoli: Portino essi frutti salvifici nella vita di ciascuno e di ciascuna. Fruttifichino nella vita della vostra comunità parrocchiale.