Domingo IV de Cuaresma (C) – Homilías
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San Juan Pablo II, papa
Homilía (16-03-1980)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de San Ignacio de Antioquía.
Domingo 16 de marzo de 1980.
Queridos fieles de la parroquia de San Ignacio de Antioquía:
[…]
2. Hoy, IV domingo de Cuaresma, la Iglesia, mediante la liturgia, quiere dirigirnos una llamada firme a la reconciliación con Dios. El Evangelio nos la presenta , como actitud fundamental, como contenido primario de nuestra vida de fe. En este tiempo especial para el espíritu, como es el cuaresmal, la invitación a la reconciliación debe resonar con fuerza particular en nuestros corazones y en nuestras conciencias. Si somos verdaderamente discípulos y confesores de Cristo, que ha reconciliado al hombre con Dios, no podemos vivir sin buscar, por nuestra parte, esta reconciliación interior. No podemos permanecer en el pecado y no esforzarnos para encontrar el camino que lleva a la casa del Padre, que siempre está esperando nuestro retorno.
En el curso de la Cuaresma, la Iglesia nos llama a la búsqueda de este camino: «Por Cristo os rogamos: reconciliaos con Dios» (2 Cor 5, 20). Sólo reconciliándonos con Dios en nombre de Cristo, podemos gustar «qué bueno es el Señor» (Sal 33 [34], 9), comprobándolo, por decirlo así, experimentalmente.
No hablan de la severidad de Dios los confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la confesión no podrán encontrar en otra parte. Efectivamente, nadie tiene el poder de librarnos de nuestros pecados, sino sólo Dios. Y el hombre que consigue esta remisión, recibe la gracia de una vida nueva del espíritu, que sólo, Dios puede concederle en su infinita bondad.
«Si el afligido invoca al Señor, El lo escucha y lo salva de sus angustias»‘ (Sal 33 [54], 7).
3. Por medio de la parábola del hijo pródigo, el Señor ha querido grabar y profundizar esta verdad, espléndida y riquísima, no sólo en nuestro entendimiento, sino también en nuestra imaginación, en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de propia historia personal. Son tres los momentos clave en la historia de ese hijo, con el que se identifica, en cierto sentido, cada uno de nosotros, cuando se da al pecado.
Primer momento: El alejamiento. Nos alejamos de Dios, como se había alejado ese hijo del padre, cuando empezamos a comportarnos respecto a cada uno de los bienes que hay en nosotros, tal como él hizo con la parte de los bienes recibidos en herencia. Olvidamos que ese bien nos lo ha dado Dios como deber, como talento evangélico. Al operar con él, debemos multiplicar nuestra herencia, y, de ese modo, dar gloria a Aquel de quien la hemos recibido. Por desgracia, nos comportamos, a veces, como si ese bien que hay en nosotros, él bien del alma y del cuerpo, las capacidades, las facultades, las fuerzas, fuesen de nuestra propiedad exclusiva, de la que podemos servirnos y abusar de cualquier manera, derrochándola y disipándola.
Efectivamente, el pecado es siempre un derroche de nuestra humanidad, el derroche de nuestros valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad, aun cuando pueda parecer, a veces, que precisamente el pecado nos permite conseguir éxitos. El alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la propia persona humana, la herencia de la gracia.
El segundo momento en nuestra parábola es el del retorno a la recta razón y del proceso de conversión. El hombre debe encontrar de nuevo dolorosamente lo que ha perdido, aquello de que se ha privado al cometer el pecado, al vivir en el pecado, para que madure en él ese paso decisivo: «Me levantaré e iré a mi Padre» (Lc 15, 18). Debe ver de nuevo el rostro de ese Padre, al que ha vuelto las espaldas y con quien ha roto los puentes para poder pecar «libremente», para poder derrochar «libremente» los bienes recibidos. Debe encontrarse con el rostro del Padre, dándose cuenta, como el joven de la parábola, de haber perdido la dignidad de hijo, de no merecer acogida alguna en la casa paterna. Al mismo tiempo, deberá desear ardientemente retornar. La certeza de la bondad y del amor que pertenecen a la esencia de la paternidad de Dios, deberá conseguir en él la victoria sobre la conciencia de la culpa y de la propia indignidad. Más aún, esta certeza deberá presentarse como el único camino de salida, para emprenderlo con ánimo y confianza.
Finalmente el tercer momento: El retorno. El retorno se desarrollará como habla Cristo de él en la parábola. El Padre espera y olvida todo el mal que el hijo ha cometido, y no tiene en consideración todo el derroche de que es culpable el hijo. Para el Padre solo hay una cosa importante: que el hijo ha sido encontrado; que no ha perdido hasta el fondo la propia humanidad; que, a pesar de todo, vuelva con el propósito resuelto de vivir de nuevo como hijo, precisamente en virtud de la conciencia adquirida de la indignidad y de la culpa.
«Padre, he pecado…, no soy digno de llamarme hijo tuyo» (Lc 15, 21).
4. La Cuaresma es el tiempo de una espera particularmente amorosa de nuestro Padre en relación con cada uno de nosotros, que, aun cuando sea el más pródigo de los hijos, se haga, sin embargo, consciente de la dilapidación perpetrada, llame por su hombre al propio pecado, y finalmente se dirija hacía Dios con plena sinceridad.
Este hombre debe llegar a la casa del Padre. El camino que allí conduce, pasa a través del examen de conciencia, el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. Como en la parábola del hijo pródigo, éstas son las etapas al mismo tiempo lógicas y sicológicas de la conversión. Cuando el hombre supere en sí mismo, en lo íntimo de su humanidad todas estas etapas; nacerá en él la necesidad de la confesión. Esta necesidad quizá lucha en lo vivo del alma con la vergüenza, pero cuando la conversión es verdadera y auténtica, la necesidad vence a la vergüenza: la necesidad de la confesión, de la liberación de lo pecados es más fuerte. Los confesamos a Dios mismo, aunque en el confesonario los escucha el hombre-sacerdote. Este hombre es el humilde y fiel servidor de ese gran misterio que se ha realizad, entre el hijo que retorna y el Padre.
En el período de Cuaresma esperan los confesonarios; esperan los confesores; espera el Padre. Podríamos decir que se trata de un período de particular solicitud de Dios para perdonar y absolver los pecados: el tiempo de la reconciliación:
5. Nuestra reconciliación con Dios, el retorno a la casa del Padre, se realiza mediante Cristo. Su pasión y muerte en la cruz se colocan entre cada una de las conciencias humanas, cada uno de los pecados humanos, y el infinito amor del Padre. Este amor, pronto aliviar y perdonar, no es otra cosa que la misericordia. Cada uno de nosotros en la conversión personal, en el arrepentimiento, en el firme propósito de la enmienda, finalmente en la confesión, acepta realizar una personal fatiga espiritual, que es prolongación y reverbero lejano de esa fatiga salvífica, que emprendió nuestro Redentor. He aquí cómo se expresa el Apóstol de la reconciliación con Dios: «A quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El fuéramos justicia de Dios» (2 Cor 5, 21). Por lo tanto emprendamos nuestro esfuerzo de conversión y de penitencia por El, con El y en El. Si no lo emprendemos, no somos dignos del nombre de Cristo, no somos dignos de la herencia de la redención.
«El que es de Cristo se ha hecho criatura nueva, y lo viejo pasó, se ha hecho nuevo. Mas todo esto viene de Dios, que por Cristo nos ha reconciliado consigo y nos ha confiado el ministerio de la reconciliación» (2 Cor 5, 17-18).
6. Deseo, pues, a vuestra querida parroquia, que se honra con el nombre del gran mártir Ignacio de Antioquía, ferviente amante de la pasión de Cristo, que se convierta en esta Cuaresma en un lugar privilegiado de ese servicio de la reconciliación de los hombres con Dios, que se celebra en el sacramento de la penitencia.
Que no nos falten a ninguno de nosotros, queridos hermanos y hermanas, la paciencia y el ánimo de enmendarnos de los propios pecados, confesándolos en el sacramento de la penitencia. Que no nos falte sobre todo el amor por Cristo que se ha entregado a Sí mismo por nosotros, mediante la pasión y la muerte en la cruz. Que este amor haga brotar en nuestros corazones la misma confianza profunda que brotó en el corazón del hijo de la parábola de hoy: «Me levantaré e iré a mi Padre y le diré: Padre, he pecado».
Homilía (25-03-2001)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santo Domingo de Guzmán.
Domingo 25 de marzo de 2001.
1. «En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Co 5, 20). Hoy, IV domingo de Cuaresma, resuenan con singular elocuencia estas palabras del apóstol san Pablo. Constituyen un fuerte llamamiento a la conversión y a la reconciliación con Dios. Son una invitación a emprender un camino de auténtica renovación espiritual. Al experimentar el amor misericordioso del Padre celestial, el creyente se convierte a su vez en heraldo y testigo de este don extraordinario ofrecido a toda la humanidad en Cristo crucificado y resucitado.
A este propósito, el Apóstol recuerda: «Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo» (2 Co 5, 18). Y añade que Dios sigue exhortando por medio de nosotros y «nos encargó el servicio de reconciliar» (2 Co 5, 19). La misión de proclamar la reconciliación compete, ante todo, a los Apóstoles y a sus sucesores; corresponde, además, a todo cristiano según las responsabilidades y las modalidades propias de su estado. Por tanto, todos estamos llamados a ser «misioneros de reconciliación» con la palabra y con la vida.
[…]
5. «El que es de Cristo es una criatura nueva: lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado» (2 Co 5, 17). Es precisamente así: en Cristo todo se renueva, y renace constantemente la esperanza, incluso después de experiencias amargas y tristes. La parábola del «hijo pródigo», mejor definida como la parábola del «Padre misericordioso», proclamada hoy en nuestra asamblea, nos asegura que el amor misericordioso del Padre celestial puede cambiar radicalmente la actitud de todo hijo pródigo: puede convertirlo en una criatura nueva.
El que, por haber pecado contra el cielo, estaba perdido y muerto, ahora ha sido realmente perdonado y ha vuelto a la vida. ¡Prodigio extraordinario de la misericordia de Dios! La Iglesia tiene como misión anunciar y compartir con todos los hombres el gran tesoro del «evangelio de la misericordia».
Aquí está la fuente de la alegría que impregna la liturgia de este domingo, llamado precisamente «domingo laetare«, por las primeras palabras latinas de la antífona de entrada. Es la alegría del antiguo pueblo de Israel que, después de cuarenta años de camino en el desierto, pudo celebrar la primera Pascua y gozar de los frutos de la tierra prometida. Es también la alegría de todos nosotros que, después de recorrer los cuarenta días de la Cuaresma, reviviremos el misterio pascual.
Que nos acompañe en este itinerario María, la cual, con el fiat de la Anunciación, abrió las puertas de la humanidad al don de la salvación. Ella nos obtenga pronunciar a diario nuestro «sí» a Cristo, para estar cada vez más «reconciliados con Dios». Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (18-03-2007)
Misa en la Capilla del Centro Penitenciario para Menores de Casal del Marmo.
Roma, Domingo 18 de marzo de 2007.
Queridos hermanos y hermanas;
queridos muchachos y muchachas:
He venido de buen grado a visitaros, y el momento más importante de nuestro encuentro es la santa misa, en la que se renueva el don del amor de Dios: amor que nos consuela y da paz, especialmente en los momentos difíciles de la vida. En este clima de oración quisiera dirigiros mi saludo a cada uno de vosotros…
En la celebración eucarística es Cristo mismo quien se hace presente en medio de nosotros; más aún, viene a iluminarnos con su enseñanza, en la liturgia de la Palabra, y a alimentarnos con su Cuerpo y su Sangre, en la liturgia eucarística y en la Comunión. De este modo viene a enseñarnos a amar, viene a capacitarnos para amar y, así, para vivir. Pero, tal vez digáis, ¡cuán difícil es amar en serio, vivir bien! ¿Cuál es el secreto del amor, el secreto de la vida? Volvamos al evangelio. En este evangelio aparecen tres personas: el padre y sus dos hijos. Pero detrás de las personas hay dos proyectos de vida bastante diversos. Ambos hijos viven en paz, son agricultores muy ricos; por tanto, tienen con qué vivir, venden bien sus productos, su vida parece buena.
Y, sin embargo, el hijo más joven siente poco a poco que esta vida es aburrida, que no le satisface. Piensa que no puede vivir así toda la vida: levantarse cada día, no sé, quizá a las 6; después, según las tradiciones de Israel, una oración, una lectura de la sagrada Biblia; luego, el trabajo y, al final, otra vez una oración. Así, día tras día; él piensa: no, la vida es algo más, debo encontrar otra vida, en la que sea realmente libre, en la que pueda hacer todo lo que me agrada; una vida libre de esta disciplina y de estas normas de los mandamientos de Dios, de las órdenes de mi padre; quisiera estar solo y que mi vida sea totalmente mía, con todos sus placeres. En cambio, ahora es solamente trabajo.
Así, decide tomar todo su patrimonio y marcharse. Su padre es muy respetuoso y generoso; respeta la libertad de su hijo: es él quien debe encontrar su proyecto de vida. Y el joven, como dice el evangelio, se va a un país muy lejano. Probablemente lejano desde un punto de vista geográfico, porque quiere un cambio, pero también desde un punto de vista interior, porque quiere una vida totalmente diversa. Ahora su idea es: libertad, hacer lo que me agrade, no reconocer estas normas de un Dios que es lejano, no estar en la cárcel de esta disciplina de la casa, hacer lo que me guste, lo que me agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud.
Y en un primer momento —quizá durante algunos meses— todo va bien: cree que es hermoso haber alcanzado finalmente la vida, se siente feliz. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Y al final queda un vacío cada vez más inquietante; percibe cada vez con mayor intensidad que esa vida no es aún la vida; más aún, se da cuenta de que, continuando de esa forma, la vida se aleja cada vez más. Todo resulta vacío: también ahora aparece de nuevo la esclavitud de hacer las mismas cosas. Y al final también el dinero se acaba, y el joven se da cuenta de que su nivel de vida está por debajo del de los cerdos.
Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana… Así comienza el nuevo camino, un camino interior. El muchacho reflexiona y considera todos estos aspectos nuevos del problema y comienza a ver que era mucho más libre en su casa, siendo propietario también él, contribuyendo a la construcción de la casa y de la sociedad en comunión con el Creador, conociendo la finalidad de su vida, descubriendo el proyecto que Dios tenía para él.
En este camino interior, en esta maduración de un nuevo proyecto de vida, viviendo también el camino exterior, el hijo más joven se dispone a volver para recomenzar su vida, porque ya ha comprendido que había emprendido el camino equivocado. Se dice a sí mismo: debo volver a empezar con otro concepto, debo recomenzar.
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir.
Ciertamente, en el futuro su vida tampoco será fácil, las tentaciones volverán, pero él ya es plenamente consciente de que una vida sin Dios no funciona: falta lo esencial, falta la luz, falta el porqué, falta el gran sentido de ser hombre. Ha comprendido que sólo podemos conocer a Dios por su Palabra. Los cristianos podemos añadir que sabemos quién es Dios gracias a Jesús, en el que se nos ha mostrado realmente el rostro de Dios.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Comprende que también el trabajo, la disciplina, vivir no para sí mismo sino para los demás, alarga la vida. Y precisamente este esfuerzo de comprometerse en el trabajo da profundidad a la vida, porque al final se experimenta la satisfacción de haber contribuido a hacer crecer este mundo, que llega a ser más libre y más bello.
No quisiera hablar ahora del otro hijo, que permaneció en casa, pero por su reacción de envidia vemos que interiormente también él soñaba que quizá sería mucho mejor disfrutar de todas las libertades. También él en su interior debe «volver a casa» y comprender de nuevo qué significa la vida; comprende que sólo se vive verdaderamente con Dios, con su palabra, en la comunión de su familia, del trabajo; en la comunión de la gran familia de Dios. No quisiera entrar ahora en estos detalles: dejemos que cada uno se aplique a su modo este evangelio. Nuestras situaciones son diversas, y cada uno tiene su mundo. Esto no quita que todos seamos interpelados y que todos podamos entrar, a través de nuestro camino interior, en la profundidad del Evangelio.
Añado sólo algunas breves observaciones. El evangelio nos ayuda a comprender quién es verdaderamente Dios: es el Padre misericordioso que en Jesús nos ama sin medida. Los errores que cometemos, aunque sean grandes, no menoscaban la fidelidad de su amor. En el sacramento de la Confesión podemos recomenzar siempre de nuevo con la vida: él nos acoge, nos devuelve la dignidad de hijos suyos. Por tanto, redescubramos este sacramento del perdón, que hace brotar la alegría en un corazón que renace a la vida verdadera.
Además, esta parábola nos ayuda a comprender quién es el hombre: no es una «mónada», una entidad aislada que vive sólo para sí misma y debe tener la vida sólo para sí misma. Al contrario, vivimos con los demás, hemos sido creados juntamente con los demás, y sólo estando con los demás, entregándonos a los demás, encontramos la vida. El hombre es una criatura en la que Dios ha impreso su imagen, una criatura que es atraída al horizonte de su gracia, pero también es una criatura frágil, expuesta al mal; pero también es capaz de hacer el bien.
Y, por último, el hombre es una persona libre. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad.
Queridos amigos, estamos en el tiempo de la Cuaresma, de los cuarenta días antes de la Pascua. En este tiempo de Cuaresma la Iglesia nos ayuda a recorrer este camino interior y nos invita a la conversión que, antes que ser un esfuerzo siempre importante para cambiar nuestra conducta, es una oportunidad para decidir levantarnos y recomenzar, es decir, abandonar el pecado y elegir volver a Dios.
Recorramos juntos este camino de liberación interior; este es el imperativo de la Cuaresma. Cada vez que, como hoy, participamos en la Eucaristía, fuente y escuela del amor, nos hacemos capaces de vivir este amor, de anunciarlo y testimoniarlo con nuestra vida. Pero es necesario que decidamos ir a Jesús, como hizo el hijo pródigo, volviendo interior y exteriormente al padre. Al mismo tiempo, debemos abandonar la actitud egoísta del hijo mayor, seguro de sí, que condena fácilmente a los demás, cierra el corazón a la comprensión, a la acogida y al perdón de los hermanos, y olvida que también él necesita el perdón.
Que nos obtengan este don la Virgen María y san José, mi patrono, cuya fiesta celebraremos mañana, y a quien ahora invoco de modo particular por cada uno de vosotros y por vuestros seres queridos.
Ángelus (14-03-2010)
Plaza de San Pedro.
Domingo 14 de marzo de 2010.
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los dos hijos, más conocido como parábola del «hijo pródigo» (Lc15,11-32). Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor auténtico.
En estas etapas podemos ver también momentos del camino del hombre en la relación con Dios. Puede haber una fase que es como la infancia: una religión impulsada por la necesidad, por la dependencia. A medida que el hombre crece y se emancipa, quiere liberarse de esta sumisión y llegar a ser libre, adulto, capaz de regularse por sí mismo y de hacer sus propias opciones de manera autónoma, pensando incluso que puede prescindir de Dios. Esta fase es muy delicada: puede llevar al ateísmo, pero con frecuencia esto esconde también la exigencia de descubrir el auténtico rostro de Dios. Por suerte para nosotros, Dios siempre es fiel y, aunque nos alejemos y nos perdamos, no deja de seguirnos con su amor, perdonando nuestros errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para volvernos a atraer hacia sí. En la parábola los dos hijos se comportan de manera opuesta: el menor se va y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda en casa, pero también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho, cuando regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún, se irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos modos inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito, mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en una relación verdaderamente filial y libre con Dios.
Queridos amigos, meditemos esta parábola. Identifiquémonos con los dos hijos y, sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos en sus brazos y dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos ayude en esto la Virgen María, Mater misericordiae.
Julio Alonso Ampuero: El perdón del Padre
Meditaciones bíblicas sobre el Año litúrgico, Fundación Gratis Date.
Esta parábola tan conocida quiere movernos al arrepentimiento poniéndolo en su sitio, es decir, relación a Dios. El pecado no es solamente hacer cosas malas o faltar a una ley. Es despreciar el amor infinito del Padre, marcharse de su casa, vivir por cuenta propia. Es, en definitiva, no vivir como hijo del Padre y, por tanto mal-vivir. De ahí que el muchacho de la parábola que se marcha alegremente, pensando ser libre y feliz, acabe pasando necesidad y muriendo de hambre. Ha perdido su dignidad de hijo y experimenta un profundo vacío.
Lo mismo el arrepentimiento. Sólo es posible convertirse de verdad cuando uno se siente desconcertado por el amor de Dios Padre, al que se ha despreciado: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Precisamente «contra ti»: la conciencia de haber rechazado tanto amor y a pesar de todo seguir siendo amado por aquél a quien hemos ofendido es lo único que puede movernos a contrición. Y junto a ello, la experiencia del envilecimiento al que nos ha conducido nuestro pecado, la situación calamitosa en que nos ha dejado.
Igualmente, el perdón es fruto del amor del Padre, que se conmueve y sale al encuentro de su hijo, que se alegra de su vuelta y le abraza, que hace fiesta. Este perdón devuelve al hijo la dignidad perdida, lo recibe de nuevo en la casa y en la intimidad del Padre; es un amor potente y eficaz que realiza una auténtica resurrección: «Este hijo mío estaba muerto y ha revivido».
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo II: Tiempo de Cuaresma, Fundación Gratis Date.
La liturgia de este domingo proclama un esperanzador y gozoso pregón pascual. Pascua significa, en la historia de la salvación, para el pueblo de Dios y para cada uno de nosotros, la urgencia de vida nueva, la responsabilidad de nuevas criaturas, reconciliadas con el Padre por el sacrificio redentor de su Hijo. Para esta vida nueva nos prepara la intensa purificación interior y exterior que nos proporciona la celebración cuaresmal. Es preciso intensificar seriamente el proceso personal de conversión, de purificación, porque así lo requiere la celebración litúrgica del misterio pascual de Cristo, al que Él mismo nos incorpora.
–Josué 5,9-12: El pueblo de Dios celebra la Pascua antes de entrar en la tierra prometida. Tras cuarenta años de peregrinación, el pueblo de Israel entró en la tierra de salvación. Allí celebró por vez primera la Pascua, como inauguración de una vida nueva y libre. Comenta San Atanasio:
«Vemos, hermanos míos, cómo vamos pasando de una fiesta a otra. Ahora ha llegado el tiempo en que todo vuelve a comenzar, el anuncio de la Pascua venerable, en la que el Señor fue inmolado. Nosotros nos alimentamos… y deleitamos siempre nuestra alma con la sangre preciosa de Cristo, como de una fuente; y, con todo, siempre estamos sedientos de esa sangre, siempre sentimos un ardiente deseo de recibirla.
«Pero nuestro Salvador está siempre a disposición de los sedientos y, por su benignidad, atrae a la celebración del gran día a los que tienen sus entrañas sedientas, según aquellas palabras suyas: “El que tenga sed, que venga a Mí y beba”… Siempre que lo pedimos, se nos concede acceso al Salvador. El fruto espiritual de esta fiesta no queda limitado a un tiempo determinado, ni su radiante esplendor conoce el ocaso , sino que está siempre a punto, para iluminar las mentes que así lo desean» (Carta 5,1-2).
–Con el Salmo 33 decimos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bendigo a Dios en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren»
–2 Corintios 5,17-21: Dios nos ha reconciliado consigo en Cristo. Para nosotros la Pascua definitiva ha sido Cristo Jesús (1 Cor 5,7). Nos exige una nueva vida de santidad: muerte al pecado y al hombre viejo, para vivir auténticamente como hijos de Dios. Comenta San Agustín:
«Cuando nuestra esperanza llegue a su meta, habrá llegado también a la suya nuestra justificación. Y, antes de completarla, el Señor mostró en su carne, con la que resucitó y subió al Padre, lo que nosotros hemos de esperar, para que viésemos en la Cabeza lo que ha de suceder en los miembros… El mundo es convencido de pecado en aquellos que no creen en Cristo, y de justicia en los que resucitan en los miembros de Cristo. De donde se ha dicho: “A fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en Él”. Si somos justicia, lo somos en Él, el Cristo total… el que va al Padre, y esa justicia alcanza entonces la plenitud de su perfección» (Sermón, 144,6).
–Lucas 15,1-3.11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido. Tras la degradación por el pecado, solo la penitencia y el retorno a la fidelidad a Dios nos pueden garantizar la verdadera reconciliación santificadora con el Padre. La parábola del hijo pródigo, bien se podría llamar también la parábola del Padre misericordioso, como explica San Gregorio Magno:
«He aquí que llamo a todos los que se han manchado, deseo abrazarlos… No perdamos este tiempo de misericordia [la Cuaresma], que se nos ofrece, no menospreciemos los remedios de tanta piedad que el Señor nos brinda. Su benignidad llama a los extraviados, y nos prepara el seno de su clemencia para cuando volvamos a Él. Al pensar cada uno en la deuda que le abruma, sepa que Dios le aguarda, sin despreciarle ni exasperarse. El que no quiso permanecer con Él, que vuelva… Ved cuán grande es el seno de la piedad y considerad que tenéis abierto el regazo de su misericordia» (Homilía sobre los Evangelios 33).
Adrien Nocent
Vuelta hacia el Padre
Celebrar a Jesucristo, Tomo III (Cuaresma), Sal Terrae, Santander 1980, pp. 166s.
El relato es clásico (Lc. 15,1… 32). Nos fijaremos únicamente en dos puntos fundamentales: el movimiento de conversión expresado por el hijo pródigo: «Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»; y las palabras del padre: «Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido». Nos encontramos aquí en plena alegría pascual, que se celebra con un banquete: «Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida».
En este episodio, el hermano primogénito tiene claramente la impresión de que su padre es injusto y lo siente duramente. El ha sido el fiel, el observante, el que no ha olvidado nunca el menor deber en sus quehaceres, el que ha atendido siempre a su padre y le ha ayudado escrupulosamente en su trabajo. El relato sitúa muy bien la misericordia del Señor: Aunque tiene en cuenta con amor al que le es fiel, no puede permanecer insensible a quien se arrepiente y quiere volver; su corazón estalla y ahí está toda la revelación del amor infinito de Dios para con quien se decide a dar un paso hacia él. Ese «paso hacia él» no sólo lo espera el Señor, sino que lo provoca. Es todo el misterio de la ternura de Dios con el pecador.
-El Banquete celebrado en casa
La primera lectura nos indica cómo ha de comentarse el evangelio. Se trata del banquete y de la mesa de los pecadores. En Josué 5, 9. . 12 no es el ritual de la celebración de la Pascua lo que interesa al autor, sino el hecho de la entrada en la tierra prometida y de comer su fruto. Imposible no pensar en el banquete preparado al hijo pródigo que va a comer el fruto de la casa de su padre. Es el final del duro período de marcha por el desierto; es un nuevo estilo de vida que comienza. Deja caer el maná; era una ayuda pero también una prueba, ya que muchos murieron por comer, sin aceptar su propia condición, de mano de Dios y entre murmuraciones. De hecho, el verdadero alimento será el que dé Jesús. Porque en Cristo es donde hemos sido reconciliados. El tema de la 2ª lectura (2 Co. 5,17-21) insiste en ello. Ese es el significado del ministerio apostólico: reconciliar a todos los hombres en Cristo. Y henos ya una criatura nueva; el mundo antiguo ha pasado, otro mundo nuevo ha comenzado ya. Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo. El llamamiento de Pablo sigue punzante hoy día: «En nombre de Cristo os pedimos que os dejéis reconciliar con Dios».
Nuestra respuesta podría ser desesperada: «Sí lo queremos, pero no nos sentimos capaces de dejarnos reconciliar; existen tantas tendencias en nosotros, tantas aspiraciones hacia la tierra y sus alegrías, que nos es imposible escapar a la codicia». En ese momento nos responde Pablo: «Al que no había pecado, Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a el, recibamos la salvación de Dios». Mediante Cristo, que ha tomado nuestra carne, somos capaces de dejarnos reconciliar. El es quien nos reconcilia mediante su Sacrificio, y henos así capaces de tomar parte en la santidad de Dios mismo.
Tales son nuestras posibilidades y tal debe ser nuestra actitud: volver al Padre, tomar parte en el banquete de los pecadores, reconciliados en Cristo Jesús. Por eso el salmo 33, que sirve de respuesta a la 1ª lectura, es verdaderamente un canto eucarístico; es una acción de gracias de todos los que hacen la experiencia de Dios y saben que son escuchados cuando se dirigen a él en su desamparo. El salmo que responde a la Pascua de Josué es también el canto de los que, reconciliados mediante Cristo, vuelven a casa y son recibidos en el Banquete de los reencuentros, en la celebración eucarística, signo del Banquete definitivo de los últimos días.
Alessandro Pronzato
El Padre
El Pan del Domingo, Ciclo C. Sígueme, Salamanca, 1985, pp. 53s.
Esta parábola ha tenido la mala suerte de dejarse colgar un título equivocado. En efecto, comúnmente se la ha señalado como la historia del hijo pródigo. Sin embargo, la figura central, el protagonista indiscutible, es el padre. De este padre impresiona, ante todo, el silencio. Ahí está el hijo menor, que habla, que tiene pretensiones. El padre no dice ni palabra. Su silencio es el silencio del amor, respetuoso de la libertad del hijo. Acepta el riesgo de esta libertad. Sin libertad no hay amor. Un doctor de la iglesia hablando precisamente del hombre en el momento de la creación, le llama «riesgo de Dios». Dolorosamente atento, pero sin enojarse por su petición. El no puede suplantar la elección del hijo. Nos preguntamos instintivamente: ¿Por qué no le ha detenido? ¿Por qué no le ha dado una buena paliza, en vez de darle la parte del patrimonio que le «correspondía»?
PATERNALISMO: La paternidad verdadera es discreción. Es aceptar el riesgo de la libertad… Y no hay que confundir paternidad con paternalismo. Esto último es una deformación de la paternidad. Con la intención de proteger, termina sofocando el crecimiento del individuo y bloqueándolo en un estadio infantil.
«En el contexto del evangelio, Dios no se presenta como el padre que cierra la puerta para que los hijos no salgan de noche, sino como la luz que ilumina, la brújula misteriosa que orienta al hombre en sus elecciones, que no lo abandona en el peligroso ejercicio de la libertad, que crea nuevas perspectivas de liberación, y se resarce finalmente en una conclusión que parecía desastrosa. El padre sólo puede ayudar siendo un modelo…» (Arturo Paoli-A).
El padre no tiene necesidad de marchar visiblemente con el hijo. Va con él de una manera oculta, interior, que más tarde desembocará en la nostalgia.
Y después la espera. Parece como si el padre hubiese quedado en casa para esperar al hijo escapado, para escrutar el horizonte. En realidad, desde el momento en que el hijo marchó, ya no existe la «casa paterna». Esta se halla donde está el corazón del padre. Y ahora el corazón del padre ha marchado lejos. Pensándolo bien, ha caminado más el padre que el hijo. El amor no se resigna a las distancias, a la separación. El amor es una realidad dinámica, no estática. El amor no se identifica con las paredes. No se queda a guardar las piedras o las cosas. El amor está siempre en movimiento, siempre se anticipa, toma constantemente la iniciativa, no se encierra en una espera enojada y despechada. Los pasos del perdón llegan mucho más lejos que la distancia creada por la ruptura. Dios no se resigna a perder al hombre pecador. Lo espía, lo persigue, lo busca tenazmente, lo atormenta.
Pascal-B hace decir a Dios: «No me buscarías si no me hubieses encontrado ya». Quizás seria mejor precisarlo así: «No me buscarías si yo no te hubiera ya encontrado…». Cuando se comenta esta parábola, normalmente se pone de relieve el largo camino (ida y vuelta), recorrido por el hijo pródigo, un camino que lo ha llevado «a un país lejano» donde, atenazado por la nostalgia de la casa paterna, ha dado un primer paso importante: «recapacitando…». Y después de esto, ha madurado su decisión: «Me pondré en camino adonde está mi padre».
Y se deja de lado el hecho de que es esencialmente el padre quien ha corrido mucho. En efecto, ahí está saliendo fuera y «corriendo al encuentro» de su hijo, a quien ve de lejos. Después se dirige a los criados para disponer la fiesta. Pero, frente a un hijo calavera que vuelve de lejos está el otro, que vive dentro desde siempre, «ejemplar» en su conducta, que no quiere entrar en casa. No le gusta la fiesta, no soporta la alegría del padre, no reconoce al hermano porque carece de esos títulos suyos meritorios («ese hijo tuyo», subraya con acritud… Y el padre insiste: «este hermano tuyo»). Y entonces el padre tiene que salir de nuevo fuera a «rogar» al hijo obediente. Rogarle que cambie el corazón, que comparta su alegría.
Uno vuelve con mentalidad de criado («Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros»). El otro permanece obstinadamente fuera porque tiene la mentalidad de contable y no está en sintonía con el corazón del padre. El padre, por el contrario, está convencido de que «era necesario hacer fiesta y alegrarse». Por eso no duda en «salir fuera». A buscar a aquel que quedó a la puerta, a recuperar a aquel que no se ha perdido. Cuánto debe caminar este padre incansable para convencer al lejano, que vuelve, de que se entra en casa con la cabeza alta en calidad de «indultados», y no como condenados, de que se les acoge como a hijos y no como a siervos. Y la única penitencia que se recibe es la de una fiesta increíble con la música y la danza. En la casa se reencuentra uno y no se pierde la libertad. Y hay música, canto, fiesta, y no lamento fúnebre.
Y cuánto debe caminar el padre, sobre todo, para intentar convencer al hijo «fiel», que se niega a entrar porque está convencido de que está dentro…
Sí. Hay algo peor que no estar en regla. Es creerse que se está. Hay algo peor que caminar por un mal camino. Y es la petulante seguridad -nunca agrietada por la más mínima duda- de encontrarse en el camino recto. No hay nada más «monstruoso» que este «monumento irreprensible», que este insoportable «poseedor de derecho» tal como aparece el hijo mayor. Necesita seguridad. Y se siente «asegurado» en el hacer, en sus servicios exactos, sin una falta. Es un calculador, un triste burócrata de la virtud, sin brillo alguno de vida, de alegría, de espontaneidad, de «gratuidad». Su perfección es ejecutiva, sin alma, sin creatividad. No sólo existe un abismo entre él y su hermano cabeza rota. Sino, sobre todo, entre su mentalidad y la del padre. En el fondo, la conversión más difícil es la suya. Es difícil convencerse de que el puesto, en la casa, no se puede «conservar», sino solamente «reencontrar» día a día. Y que la fidelidad no es simplemente un «permanecer», sino un aceptar, cotidianamente, las sorpresas y la lógica paradójica y las desconcertantes iniciativas del padre.
No es suficiente no abandonar la casa. Es necesario saber tener detrás al «viejo», que corre al encuentro del hijo escapado que vuelve.
En la parábola falta un «final alegre». Se dará solamente cuando el hijo mayor se convierta. El que se quedó en casa. El que se creía en regla. El padre ha podido ofrecerle el ternero cebado, el anillo, las sandalias, para el hijo que ha vuelto arrepentido. Pero no ha podido ofrecerle la acogida del hermano mayor. Esto no estaba en su poder. Y. sin embargo, qué hermoso hubiera sido haber podido ofrecer también el corazón lleno de alegría del hermano que quedó en casa. Un corazón dilatado por la bondad, por el perdón. De éste, por desgracia, no podía disponer… Tanto si nos reconocemos en aquel que se marchó, cuanto en el que se quedó a trabajar duro (pero sin alegría y sin amor), la parábola nos presenta la exigencia de la conversión. Conversión como capacidad para medir nuestros pasos con los del padre. Y de compartir sus «ganas» de fiesta.
Hans Urs von Balthasar
La parábola más sublime
Luz de la Palabra: Comentarios a las lecturas dominicales A-B-C, Ediciones Encuentro, Madrid, 1994, pp. 235s.
1. «El padre se le echó al cuello y se puso a besarlo».
La parábola del hijo pródigo es quizá la más emotiva y sublime de todas las parábolas de Jesús en el evangelio. El destino y la esencia de los dos hijos sirve únicamente para revelar el corazón del padre. Nunca describió Jesús al Padre celeste de una manera más viva, clara e impresionante que aquí. Lo admirable comienza ya con el primer gesto del padre, que accede al ruego de su hijo menor y le da la parte de la herencia que le corresponde.
Para nosotros esta parte de la herencia divina es nuestra existencia, nuestra libertad, nuestra razón y nuestra libertad personal: bienes supremos que sólo Dios puede habernos dado. Que nosotros derrochemos toda esta fortuna y nos perdamos en la miseria, y que esta miseria nos haga recapacitar y entrar en razón, no es interesante en el fondo; lo que sí es realmente interesante es la actitud del padre, que ha esperado a su hijo y lo ve venir desde lejos, su compasión, su calurosa y desmesurada acogida del hijo perdido, al que manda poner el mejor traje después de cubrirlo de besos y antes celebrar un banquete en su honor. Ni siquiera tiene una palabra dura para el hermano terco y celoso: lo que le dice no es para apaciguarlo, sino la pura verdad: el que persevera al lado de Dios, disfruta de todo lo que Dios tiene: todo lo de Dios es también suyo. La glorificación del Padre por parte de Jesús tiene la particularidad de que él mismo no aparece en su descripción de la reconciliación de Dios con el hombre pecador. El no es aquí más que la palabra que narra la reconciliación o más bien un estar reconciliado desde siempre; que él es esta palabra mediante la que Dios opera esta su eterna reconciliación con el mundo, se silencia.
2. «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados». Jesús, la palabra del Padre, ha glorificado al Padre hasta la cruz. En su predicación no quiere revelar nada más que el amor del Padre, que «amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único». Sólo la Iglesia creyente ha comprendido que Jesús, en todas sus palabras, y especialmente en su pasión, reveló su propio amor junto con el del Padre. Esto estaba ya implícito en su pretensión, que superaba la de los profetas, en sus bienaventuranzas, que él sólo podía proclamar dando ejemplo de ellas en su total prodigalidad a los hombres. Pero sólo la Iglesia primitiva lo ha formulado claramente, y de una manera totalmente central en estas palabras de la segunda lectura: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios». El Padre no nos ha reconciliado con El al margen del Hijo, sino «por medio de él», «en él»; y la Iglesia instituida por Cristo ha recibido de Dios el encargo de anunciar este «mensaje de la reconciliación». Su incómoda cercanía no permite ningún cómodo desplazamiento del acontecimiento hacia lo intemporal o el pasado lejano; nos recuerda que somos «una nueva creación» y que hemos de comportarnos, ahora, en consonancia con ella.
3. «Cesó el maná».
La primera lectura es familiar sólo para pocos. En ella se cuenta que los israelitas, tras su peregrinación por el desierto, llegaron a la tierra prometida y allí, después de mucho tiempo, pudieron celebrar la comida pascual, para la que dispusieron de los productos de la tierra. Desde entonces la comida celeste, el maná, dejó de caer. Dios ha vuelto a situar al pueblo en lo cotidiano; ya no se requieren las gracias sobrenaturales: el pueblo debe reconocer en los bienes terrestres, como anteriormente la había reconocido en los celestes, la providencia del Dios bueno. Los israelitas no debían habituarse a la tierra prometida como si les perteneciera, porque les ha sido dada por Dios, que sigue siendo el propietario de la misma. Lo cotidiano no está menos lleno de la gracia de Dios que los tiempos extraordinarios.
Homilías en italiano para posterior traducción
San Juan Pablo II, papa
Omelia (09-03-1986)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SANT’IRENEO A CENTOCELLE.
Domenica, 9 marzo 1986.
Cari fratelli e sorelle!
1. Mediante la seconda Lettera di san Paolo ai Corinzi, la Chiesa offre alla nostra meditazione nella quarta domenica di Quaresima le seguenti parole: “Se uno è in Cristo, è una creatura nuova; le cose vecchie sono passate, ecco, ne sono nate di nuove. Tutto questo però viene da Dio, che ci ha riconciliati con se mediante Cristo e ha affidato a noi il ministero della riconciliazione” (2 Cor 5, 17-18).
Occorre che, alla luce di queste parole dell’Apostolo, consideriamo il messaggio dell’odierno Vangelo secondo san Luca: il messaggio contenuto nella parabola del figlio prodigo. Dio “che ci ha riconciliati con sé mediante Cristo” parla in questa parabola per mezzo della figura del Padre, il quale accoglie suo figlio, quando costui ritorna alla casa paterna esclamando: “ho peccato … non sono più degno di esser chiamato tuo figlio” (Lc 15, 21).
2. Ciascuno di noi conosce bene questa parabola. Essa è piena di verità, circa Dio e circa l’uomo e con una insolita forza s’imprime nella memoria e anche nel nostro cuore. Nell’enciclica Dives in Misericordia e anche nell’esortazione apostolica Reconciliatio et Paenitentia proprio questa parabola diventa un punto centrale di riferimento per gli insegnamenti destinati alla Chiesa del nostro tempo. Questi insegnamenti toccano un problema, che è sempre importantissimo nell’intero messaggio evangelico: il problema della conversione dell’uomo a Dio. Convertirsi – come insegna san Paolo – vuol dire diventare in Cristo una creatura nuova. Dio, come il padre della parabola, accoglie ogni suo figlio prodigo: quando egli nasce di nuovo in Cristo, diventa un uomo nuovo. Anzi, il Padre ci ha dato in Cristo il suo Figlio unigenito affinché ciascuno di noi – anche se fosse un figlio prodigo – potesse diventare in lui, in Cristo, un uomo “nuovo”. Affinché – rinnovato interiormente – ritrovasse la via della casa del Padre.
3. Nell’enciclica Dives in Misericordia leggiamo: “La parabola del figlio prodigo esprime in modo semplice, ma profondo, la realtà della conversione. Questa è la più concreta espressione dell’opera dell’amore e della presenza della misericordia nel mondo umano”: misericordia che “si manifesta nel suo aspetto vero e proprio, quando rivaluta, promuove e trae il bene da tutte le forme del male, esistenti nel mondo e nell’uomo. Così intesa, essa costituisce il contenuto fondamentale del messaggio messianico di Cristo e la forma costitutiva della sua missione. Allo stesso modo intendevano e praticavano la misericordia i suoi discepoli e seguaci. Essa non cessò mai di rivelarsi, nei loro cuori e nelle loro azioni, come una verifica particolarmente creatrice che non si lascia «vincere dal male», ma «vince con il bene il male» (Rm 12, 21)”. (Dives in Misericordia, IV, 6)
4. Così dunque la parabola del figlio prodigo ci mostra come si realizza la trasformazione interiore dell’uomo del peccato: come “passano le cose vecchie” che sono in lui – forse perfino fortemente radicate – e nello stesso tempo, per opera della grazia della conversione, come nascono quelle “nuove”. Cristo ha ottenuto all’uomo la grazia della conversione “con il sangue della sua croce” (cf. Col 1, 20). Così dunque in Cristo il peccatore diventa “una creatura nuova” e in Cristo ottiene la riconciliazione con Dio.
L’Apostolo dice: “È stato Dio infatti a riconciliare a sé il mondo in Cristo, non imputando agli uomini le loro colpe” (2 Cor 5, 19). Tutto ciò che è avvenuto tra il padre e il figlio prodigo, si è compiuto per opera di Cristo, e continua sempre a compiersi per la sua opera. Il Dio dell’eterna alleanza con l’umanità si rivela in Cristo quale Dio della riconciliazione. Questa verità forma come il tessuto essenziale e vitale del cristianesimo, e, in senso più vasto, della vocazione dell’uomo in Cristo.
5. San Paolo scrive nella seconda Lettera ai Corinzi non soltanto che Dio “ci ha riconciliati a sé mediante Cristo”, ma aggiunge ancora: “ha affidato a noi il ministero della riconciliazione”. (2 Cor 5, 20) E poi continua: “Noi fungiamo quindi da ambasciatori per Cristo, come se Dio esortasse per mezzo nostro … Vi supplichiamo in nome di Cristo: «lasciatevi riconciliare con Dio» (2 Cor 5, 18. 20).
Il ministero della riconciliazione dell’uomo con Dio, come frutto della riconciliazione di Dio con l’uomo in Cristo, è nella Chiesa un elemento fondamentale dell’eredità specifica: cioè dell’eredità della croce e della risurrezione. In quest’eredità è contenuta la potenza della riconciliazione degli uomini con Dio mediante la remissione dei peccati.
“Ma – come dice l’esortazione Reconciliatio et Paenitentia – (Reconciliatio et Paenitentia,11, 7) ancora san Paolo ci consente di allargare la nostra visione dell’opera di Cristo a dimensioni cosmiche, quando scrive che in lui il Padre ha riconciliato con sé tutte le creature, quelle del cielo e quelle della terra (cf. Col 1, 20). Giustamente si può dire di Cristo redentore che “nel tempo dell’ira è stato fatto riconciliazione” (cf. Sir 44, 17), e che, se egli è “la nostra pace” (Ef 2, 14), è anche la nostra riconciliazione”.
“Ben a ragione la sua passione e morte, sacramentalmente rinnovate nell’Eucaristia, vengono chiamate dalla liturgia “sacrificio di riconciliazione”: riconciliazione con Dio (Prex Eucharistica, III) e con i fratelli, se Gesù stesso insegna che la riconciliazione fraterna deve operarsi prima del sacrificio (cf. Mt 5, 23-24)”.
6. Riflettiamo adesso sul fatto che questa verità fondamentale della fede e della vita cristiana l’hanno un tempo meditata, qui a Roma, gli apostoli insieme con i primi seguaci di Cristo. Oggi mi è dato di meditarla con voi, cari parrocchiani della comunità dedicata a sant’Ireneo, grande Padre della Chiesa, che fu detto l’ultimo uomo apostolico, cioè di coloro che avvicinarono gli apostoli o i loro immediati successori, e il primo teologo.
[…]
8. Ritorniamo ancora sul tema liturgico dell’odierna domenica quaresimale. L’Apostolo scrive: “Vi supplichiamo in nome di Cristo: lasciatevi riconciliare con Dio” (2 Cor 5, 20).
Oggi la Chiesa in tutto il mondo ripete con grande fervore spirituale quest’esortazione dell’Apostolo. Anzi, ripete le ulteriori parole della seconda Lettera ai Corinzi, parole veramente sconvolgenti: “Colui che non aveva conosciuto peccato, Dio lo trattò da peccato in nostro favore, perché noi potessimo diventare per mezzo di lui giustizia di Dio” (2 Cor 5, 21).
La vocazione dell’uomo alla riconciliazione con Dio non è soltanto una parola, non è un grido, seppur così potente come quello di Giovanni presso il fiume Giordano, oppure come quello precedente dei profeti dell’antica alleanza. Questa chiamata è un’opera! L’opera inconcepibile, nata nella profondità dell’Amore del Padre e del Figlio. Essa è un sacrificio! È un prezzo! Infatti siamo stati comprati a caro prezzo: glorifichiamo dunque Dio in noi stessi e ringraziamolo per la sua misericordia (cf. 1 Cor 6, 20; 7, 23).
Omelia (05-03-1989)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SANTA MARIA DEGLI ANGELI E DEI MARTIRI ALLE TERME DI DIOCLEZIANO.
Domenica, 5 marzo 1989.
1. “É stato Dio infatti a riconciliare a sé il mondo in Cristo” (2 Cor 5, 19).
Questa domenica di Quaresima ha un carattere particolare. Già la prima lettura tratta dal libro di Giosuè indica che, lungo la strada che stiamo seguendo nella nostra preparazione alla Pasqua, oggi dobbiamo gioire così come gli Israeliti, che, giunti alla terra promessa, cominciano a mangiare i frutti che da essa provengono. Questo è quindi un momento gioioso, e la liturgia di questa domenica inizia infatti con la parola latina “Laetare”.
Questo invito alla gioia si spiega con la vicinanza della Pasqua. I catecumeni, che nel periodo della Quaresima si preparavano al Battesimo, hanno provato la gioia in modo particolare. Hanno sentito la gioia di chi ha iniziato un cammino di salvezza; di chi si sente inserito nel mistero pasquale del Cristo morto e risorto, che è passaggio dalle tenebre alla luce, dalla tristezza al gaudio, al canto dell’“Exultet” della veglia pasquale; la gioia che deriva dalla consolante realtà di appartenere al nuovo Popolo di Dio, che cammina verso la Pasqua definitiva, verso la beatitudine eterna, dove l’Agnello immolato e glorioso forma la letizia dei santi.
2. Il clima gioioso e fiducioso dell’odierna domenica trova la sua espressione anche nel Vangelo: in cui san Luca ci presenta la parabola sul figlio prodigo. E da questa parabola spunta – forse meglio che da qualsiasi altra – l’immagine del Padre, che è “ricco di misericordia” (Dives in misericordia). Questa parabola ci convince, in modo particolare, del fatto, che l’amore che Dio nutre verso l’uomo in Cristo è più grande di ogni peccato e di tutti i peccati. Questa potenza infinita dell’amore, con cui Dio ha amato il mondo in Cristo, costituisce proprio – sulla strada della preparazione quaresimale – il motivo particolare della gioia spirituale della Chiesa.
3. “É stato Dio infatti a riconciliare a sé il mondo in Cristo”.
Questa verità è oggi proclamata dalla lettera paolina ai Corinzi, nella seconda lettura della Messa, e questa lettura si presenta come un commento profondo alla parabola del figlio prodigo.
Già mercoledì delle ceneri abbiamo sentito le stesse parole sulla riconciliazione del mondo con Dio in Cristo. Il “mondo” significa qui “tutto il creato”, ma in modo particolare significa l’uomo. Scrive l’Apostolo: “É stato Dio infatti a riconciliare a sé il mondo in Cristo, non imputando agli uomini le loro colpe” (2 Cor 5, 19).
Nel mondo visibile, l’uomo soprattutto ha bisogno della riconciliazione con Dio, perché soltanto l’uomo – come essere intelligente e libero – è fautore del peccato.
Il peccato dell’uomo viene “partecipato” dal mondo. E quindi di conseguenza il “mondo” diventa per l’uomo anche una occasione per il peccato. In questo senso il nuovo testamento ci parla del “peccato del mondo” (cf. 1 Gv 2, 2; Gv 1, 29).
Se in Cristo, per opera del suo sacrificio, della sua obbedienza fino alla morte l’uomo ottiene la remissione dei peccati, allora in questo modo anche il “mondo” trova la riconciliazione con Dio in Cristo.
4. L’Apostolo spiega che, per mezzo di questa riconciliazione dell’uomo con il suo creatore e Padre, Dio “trattò Colui che non aveva conosciuto il peccato, da peccato in nostro favore” (cf. 2 Cor 5, 2): “trattò Cristo da peccato in nostro favore”. É una espressione molto forte. In essa si manifesta anche lo stile di Paolo. Cristo era assolutamente senza peccato: “Egli si è fatto veramente uno di noi, in tutto simile a noi fuorché nel peccato” (Gaudium et Spes, 22; cf. Eb 4, 15).
Se l’Apostolo scrive che “Dio lo trattò da peccato in nostro favore” – allora queste parole significano che Cristo ha “preso su di sé” il peccato dell’uomo, come proclamava, già nell’antica alleanza, il profeta Isaia sul futuro Messia, servo di Jahvè.
“Ha preso su di sé” – cioè ha accolto, insieme con la Croce, con la morte sulla Croce, il male di cui è causa il peccato.
Il sacrificio della Croce compiuto per amore ha avuto una potenza redentrice: l’amore è più forte del peccato.
Nella potenza della Redenzione il “mondo” e, soprattutto l’“uomo”, è stato riconciliato con Dio. L’amore del Figlio nel sacrificio della Croce possiede questa potenza vittoriosa: unisce col Padre tutto ciò che a motivo del peccato, è stato “staccato” da lui; ciò che a motivo del peccato, è stato “contrapposto” a Dio, viene, in Cristo, nuovamente orientato al creatore e Padre. Viene, in un certo senso, “restituito” a Dio.
L’Apostolo scrive che, per opera del sacrificio redentore, noi diventiamo in Cristo la “giustizia di Dio”. É come se fossimo in lui nuovamente creati: “se uno è in Cristo, è una creatura nuova” (2 Cor 5, 17).
5. E, in pari tempo, in questo importante e fondamentale contesto che illumina il mistero della Redenzione, l’autore della lettera ai Corinzi afferma: “Dio ci ha riconciliati a sé mediante Cristo e ha affidato a noi il mistero della riconciliazione” … “ affidando a noi la parola della riconciliazione” (2 Cor 5, 18-19).
Così dunque – ciò che nell’immagine esprime la parabola del figlio prodigo, diventa un compito stabile e continuo della Chiesa, ereditato dagli apostoli. Lo stesso Cristo ha trasmesso a loro questa eredità quando, dopo la Risurrezione, dimostrando i segni del sacrificio della Croce sulle sue mani, sui piedi e sul costato, disse: “Ricevete lo Spirito Santo; a chi rimetterete i peccati saranno rimessi e a chi non li rimetterete, resteranno non rimessi” (Gv 20, 22).
Dunque san Paolo scrive: “Noi fungiamo da ambasciatori per Cristo, come se Dio esortasse per mezzo nostro” (2 Cor 5, 20).
Queste esortazioni devono servire all’opera di riconciliazione nel sacramento della Riconciliazione. In esso è racchiusa “la parola della riconciliazione” che la Chiesa pronuncia nella potenza della Redenzione di Cristo dinanzi a tutti coloro che cercano la remissione dei peccati sulla via sacramentale.
6. Nell’anno 1983 il problema della riconciliazione e penitenza è stato il tema del Sinodo dei Vescovi. Ecco che cosa leggiamo nel testo che è stato pubblicato dopo il Sinodo come espressione della sollecitudine della Chiesa contemporanea:
“Riconciliatrice è la Chiesa anche in quanto mostra all’uomo le vie e gli offre i mezzi … Le vie sono, appunto, quelle della conversione del cuore e della vittoria sul peccato, sia questo l’egoismo o l’ingiustizia, la prepotenza o lo sfruttamento altrui, l’attaccamento ai beni materiali o la ricerca sfrenata del piacere. I mezzi sono quelli del fedele ed amoroso ascolto della Parola di Dio, della preghiera personale e comunitaria e, soprattutto, dei sacramenti, veri segni e strumenti di riconciliazione, tra i quali eccelle, proprio sotto questo aspetto quello che con ragione usiamo chiamare il Sacramento della riconciliazione o della Penitenza” (Reconciliatio et Paenitentia, 8).
7. La Quaresima è il tempo prezioso per meditare, approfondire e vivere le profonde esigenze della riconciliazione con Dio e con gli uomini…
La beata Vergine Maria degli angeli, a cui è intitolata questa parrocchia, vi insegni a custodire nel vostro cuore, come faceva ella stessa, la Parola di Dio, come norma di vita; vi insegni a condurre un’esistenza degna dei redenti e conforme al volere di Dio. Ella vi conduca al Redentore, che in questo tempo vi è di esempio di come pregare e digiunare nel deserto quaresimale.
8. “Gustate e vedete quanto è buono il Signore” (Sal 34, 9).
Questa invocazione della liturgia odierna, collegata col Salmo responsoriale, rispecchia il carattere della quarta domenica di Quaresima.
La Chiesa dice a noi: guardate ancora una volta colui che è Padre del figlio prodigo nella parabola di Cristo. E guardate insieme voi stessi.
Ciascuno di noi non deve forse tener nella memoria e riferire a se stesso questa parola: “Mi leverò e andrò da mio padre e gli dirò: Padre ho peccato …”? (Lc 15, 18)
Proprio nel periodo di Quaresima queste parole sono particolarmente attuali. Corrispondono in modo particolare al profondo insegnamento dell’Apostolo dalla lettera ai Corinzi: “Vi supplico in nome di Cristo: lasciatevi riconciliare con Dio” (2 Cor 5, 20).
E il salmista da parte sua invoca:
“Guardate a lui e sarete raggianti, / non saranno confusi i vostri volti …” (Sal 34, 6).
… “Gustate e vedete quanto è buono il Signore” (Sal 34, 9).
Omelia (29-03-1992)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SAN GIOVANNI LEONARDI A TORRE MAURA.
Domenica, 29 marzo 1992.
Carissimi fratelli e sorelle
della Parrocchia “San Giovanni Leonardi”!
1. Sono lieto di incontrarmi con voi, che siete una distinta porzione di questa Chiesa Particolare di Roma, madre e capo di tutte le Chiese. Sono venuto a visitarvi per elevare con voi la lode e il ringraziamento al Datore di ogni bene, per rafforzare i vostri sentimenti cristiani di fede, speranza e amore, per confermarvi nell’adesione alla Parola di Cristo, per stimolarvi alla perseveranza nell’imitazione e nel servizio di Lui, nostra forza nel cammino verso il Padre.
2. Questo incontro avviene nella quarta domenica di Quaresima, quasi a metà dell’itinerario spirituale e liturgico che ci condurrà alla Pasqua. Anticamente la Quaresima costituiva la fase più intensa dell’iniziazione dei catecumeni, i quali si impegnavano in tale periodo di istruzione cristiana in un clima di grande penitenza e preghiera, finché, la notte di Pasqua, nel fulgore della luce di Cristo, venivano lavati nelle acque battesimali, rinascendo a nuova vita nella incorporazione a Cristo e alla Chiesa. Anche noi, che abbiamo ricevuto il santo Battesimo, siamo chiamati, a ogni ritorno della Quaresima e della Pasqua, a rivivere e a rendere nuovamente attuale quel cammino che conduce alla rinascita in Cristo, perché diventi vita durevole per mezzo della sua grazia.
3. Con cuore aperto abbiamo perciò ascoltato la parabola del figlio prodigo o, meglio, della tenerezza del Padre. La missione di Gesù è consistita principalmente nel rivelare agli uomini il Padre suo: un Padre sollecito delle sue creature, provvidente, misericordioso, che ama il mondo fino a donargli il proprio Figlio unigenito, “perché chi crede in Lui non perisca, ma abbia la vita eterna” (cf. Gv 6, 47); un Padre che fa sorgere il sole sui buoni e sui cattivi, che è benevolo verso gli ingrati e i malvagi; un Padre che ama intensamente i discepoli di Gesù e che prepara ad essi una grande accoglienza nella sua casa.
4. Il padre della parabola odierna ama senza condizioni e senza limiti. Non è un padre che strumentalizza il figlio o lo mortifica o lo sfrutta o gli impedisce di crescere, come, purtroppo, può accadere su questa terra per umana fragilità. Il Padre celeste, pur conoscendo i peccati, i limiti e i difetti dei suoi figli, li ama lo stesso così come sono. E quando ritornano a Lui, anche con motivazioni egocentriche come quelle del figlio prodigo, che pensava più a sé che non al padre, questi li accoglie con grande gioia, ordinando che gli si metta il vestito più bello, l’anello al dito, i calzari ai piedi e che si prepari un festoso banchetto. Soltanto chi ha il cuore indurito nel peccato, accecato dall’egoismo e dalle passioni sregolate può opporre resistenza al suo amore e perseverare nell’ostinazione e nel male, rifiutandosi di dare inizio a quel processo di conversione, che è indispensabile per colui che desidera davvero incontrare il Padre. Per questo ascoltiamo il grido di San Paolo: “Vi supplichiamo in nome di Cristo, lasciatevi riconciliare con Dio” (2 Cor 5, 20).
5. Cari fratelli e sorelle! Non c’è vera Pasqua senza la riconciliazione con Dio dal profondo del cuore. È Lui che ce la offre; dobbiamo solo accoglierla, rinnovandoci interiormente e accostandoci al Sacramento del perdono. Avvertiremo allora che il Padre del Signore Nostro Gesù Cristo (cf. Col 1, 3), dimenticando ogni nostra infedeltà, ci fa l’onore di costituirci suoi ambasciatori, per far conoscere a tutti di aver riconciliato a sé il mondo in Cristo. Ciò è detto nel brano di Paolo, in cui è riassunta la teologia dell’apostolato. È stato Dio a riconciliarci a sé mediante Cristo; Dio ha trattato Lui, l’Innocente, come se fosse il peccato in persona, affinché noi peccatori potessimo diventare, per mezzo di Lui, quasi la giustizia in persona. Ed è stato Lui ad affidare a noi il ministero della riconciliazione nel mondo. Con quel “noi” Paolo intende riferirsi agli apostoli, ai successori degli apostoli, ai presbiteri e a tutti i loro collaboratori. Tutti, infatti, abbiamo la missione di annunciare al mondo la riconciliazione offerta da Dio in Gesù Cristo. Dobbiamo compiere tutto questo non con la gelosia del fratello maggiore, di cui parla la parabola, ma con l’entusiasmo di chi ha già ricevuto tanto dal Padre e ne capisce l’apertura e la generosità: penso ai numerosi fratelli e sorelle di questa Parrocchia, di questa Città, che sono lontani da Lui, che non lo conoscono ancora o non lo riconoscono più. Siamo chiamati a fungere da ambasciatori per Cristo, come se Dio esortasse per mezzo nostro, supplicando tutti in nome di Cristo che si lascino riconciliare con Dio. Questo è il punto d’arrivo di ogni sforzo di evangelizzazione, che noi facciamo con la parola, con l’esempio e con la testimonianza della carità. Voi sapete che la Chiesa di Roma sta vivendo una stagione feconda, per l’impegno posto nella celebrazione di un Sinodo pastorale diocesano, che si propone di rinnovare il suo volto spirituale. In queste settimane, infatti, è in corso un grande dialogo con la Città sul tema della famiglia. So che anche la vostra Parrocchia è impegnata nel portare il proprio contributo.
6. […] Vivete nella società di oggi, accanto a fratelli e sorelle, e portate loro Gesù. Non rinunciate a questo mirabile compito, nel quale si fonda la crescita e la dilatazione della Chiesa, come avvenne alle origini. La forza che attingete dalla catechesi, dai Sacramenti, dall’Eucaristia, dalla fraternità tra voi e con i Religiosi, che operano al vostro servizio, si traduca in un servizio verso tutti, anche verso i cosiddetti “lontani”. È il Padre che ve lo chiede, attraverso il Figlio unigenito, Gesù Cristo. I nuovi quartieri, come il vostro, se vogliono costruire effettivamente un futuro migliore e trasformare la presente realtà sociale e spirituale, devono recare ben visibile il segno di Cristo, redentore di ogni uomo. Il tempo di Quaresima deve essere impegnativo anche sotto questo aspetto. Ogni miglioramento nella vita dell’uomo e della donna parte sempre dalla umile constatazione della propria situazione di peccato e dalla volontà di radicale cambiamento, come fece il figlio prodigo: “mi alzerò e andrò da mio padre e gli dirò: padre, ho peccato contro il Cielo e contro di te!” (Lc 15, 18).
“Alziamoci” anche noi e mettiamoci in cammino verso il Padre che ci attende con infinita tenerezza.
Amen!
Omelia (26-03-1995)
VISITA ALLA PARROCCHIA DI SANTA MARIA DEL ROSARIO IN PRATI.
Domenica, 26 marzo 1995.
Carissimi Fratelli e Sorelle!
1. Il brano evangelico di San Luca, che abbiamo appena ascoltato, ci ha ricordato la parabola del figliol prodigo. Su di essa mi sono soffermato nell’Enciclica Dives in Misericordia, rilevando la commozione del padre che corre incontro al figlio, gli si getta al collo e lo bacia. E annotavo: “Egli agisce certamente sotto l’influsso di un profondo affetto, e così può essere spiegata anche la sua generosità verso il figlio, quella generosità che tanto indigna il fratello maggiore. Tuttavia le cause di quella commozione vanno ricercate più in profondità. Ecco, il padre è consapevole che è stato salvato un bene fondamentale: il bene dell’umanità del suo figlio. Sebbene questi abbia sperperato il patrimonio, è però salva la sua umanità. Anzi, essa è stata, in qualche modo, ritrovata. Lo dicono le parole che il padre rivolge al figlio maggiore: “Bisogna far festa e rallegrarsi, perché questo tuo fratello era morto ed è tornato in vita, era perduto ed è stato ritrovato” (Lc 15, 32). Nello stesso capitolo quindicesimo del Vangelo secondo Luca leggiamo la parabola della pecora ritrovata (cf. Lc 15, 3-6) e, successivamente, la parabola della dramma ritrovata (cf. Lc 15, 8 s.). Ogni volta vi è posta in rilievo la medesima gioia presente nel caso del figliol prodigo. La fedeltà del padre a se stesso è totalmente incentrata sull’umanità del figlio perduto, sulla sua dignità. Così si spiega soprattutto la gioiosa commozione al momento del suo ritorno a casa” (n. 6).
2. Si può dire che l’odierna quarta Domenica di Quaresima è in modo particolare la domenica della misericordia, poiché essa ci parla di Dio, Padre “ricco di misericordia” (cf. Ef 2, 4), Padre generoso, pronto a perdonare ai figli pentiti i loro peccati. Occorre soltanto che l’uomo sappia riconoscere le proprie mancanze, e voglia ritornare nella casa del Padre. Questa misericordia, questa magnanimità paterna di Dio trovano fondamento in ciò che abbiamo udito nella seconda lettura dell’odierna liturgia, tratta dalla seconda Lettera di San Paolo ai Corinzi. Scrive San Paolo: “È stato Dio, infatti, a riconciliare a sé il mondo in Cristo, non imputando agli uomini le loro colpe” (2 Cor 5, 19). Ecco: di fronte a tutti i figli prodighi si presenta Cristo. E l’Apostolo prosegue: “Dio lo trattò da peccato in nostro favore, perché noi potessimo diventare per mezzo di lui giustizia di Dio. Quindi, se uno è in Cristo, è una creatura nuova” (2 Cor 5, 21. 17).
Le parole di San Paolo esprimono fino in fondo la verità sulla Divina Misericordia: essa non è soltanto “il magnanimo amore del Padre” che va incontro ad ogni figlio prodigo, ma ha il suo più solido fondamento nella divina giustizia. Il mistero di Dio, “ricco di misericordia” (dives in misericordia), è nascosto in Cristo. Sì, Dio è ricco di misericordia, poiché Cristo ha preso su di sé tutto il peso delle colpe umane. Lo ha fatto fino al punto che l’Apostolo può dire: “Dio lo trattò da peccato in nostro favore”, affinché diventassimo in lui “giustizia” di Dio e riavessimo in lui la perduta dignità di suoi figli. Lo ha fatto affinché in Cristo fossimo, in un certo senso, ricreati secondo l’originario disegno del Padre.
3. Scrive ancora San Paolo: “Tutto questo però viene da Dio, che ci ha riconciliati con sé mediante Cristo ed ha affidato a noi il mistero della riconciliazione” (2 Cor 5, 18).
La quarta Domenica di Quaresima ricorda in questo modo il sacramento della Penitenza, che è al tempo stesso il sacramento della riconciliazione con Dio.
Il periodo quaresimale segna nella Chiesa un cammino di penitenza, iniziato con l’esortazione udita nel Mercoledì delle Ceneri. Oggi, con il Vangelo del figliol prodigo, quell’esortazione acquista quasi nuova profondità e nuovo vigore. Vale la pena, proprio in questa domenica e in quest’ultimo tratto di Quaresima, riandare ad un documento del 1984, frutto del Sinodo dei Vescovi sul tema della riconciliazione e della penitenza, che inizia con le parole “Reconciliatio et paenitentia”. Esso costituisce una lettura molto utile per quanti, durante la Quaresima, si preparano al sacramento della penitenza attraverso gli esercizi spirituali o le missioni parrocchiali. Anche se il saper riconoscere i propri peccati, mediante l’esame di coscienza, lo sforzo spirituale della contrizione per i peccati – la metànoia, il proposito di correggersi e, infine, la confessione stessa, con la prospettiva della riparazione per il male commesso – anche se tutto questo, dicevo, costituisce senza dubbio una grande fatica, ciò rappresenta al tempo stesso una grande, forse la più grande creatività che il Vangelo dischiude davanti all’uomo: ricreare se stesso! Creare di nuovo, trasformare cioè la vita e il modo di agire secondo le esigenze della verità e dell’amore, per diventare una nuova creatura in Cristo. Far traboccare nella storia dell’uomo la bilancia del bene, senza mai arrendersi al male.
Quanto bisogna pregare affinché tutti riconosciamo appieno la grandezza del “Vangelo della misericordia”! Quanto occorre proseguire con costanza in tale impegno, per non indurire i cuori! Dobbiamo uscire incontro al Padre che ci attende, sempre pronto a correrci incontro. A lui preme un’unica cosa: salvare il bene dell’umanità di ogni suo figlio e di ogni sua figlia.
[…]
5. Sullo sfondo di questo annuncio, quanto convincenti risuonano le parole del Salmo responsoriale: “Il Signore è vicino a chi lo cerca” (Sal 34). E la prima lettura del Libro di Giosuè in modo conciso ricorda la Pasqua che i figli d’Israele consumarono dopo il passaggio del Giordano e l’entrata nella Terra promessa. Tutto questo spiega perché l’odierna quarta Domenica di Quaresima nella tradizione liturgica della Chiesa viene anche chiamata la domenica “laetare”: essa esorta alla gioia. Come la peregrinazione di quarant’anni attraverso il deserto termina nel momento in cui Israele può per la prima volta consumare la Pasqua con i frutti della Terra promessa, così anche il nostro cammino attraverso il periodo di quaranta giorni della Quaresima ci avvicina al momento in cui la Chiesa ci inviterà tutti a celebrare e a rivivere la Pasqua della Nuova Alleanza di Cristo.
Camminiamo con fiducia, attraverso questo tempo forte dell’anno liturgico, verso la festa della Risurrezione. Bisogna che i nostri cuori maturino per quel momento. Bisogna che noi “gustiamo e vediamo quanto è buono il Signore” (cf. Sal 34, 9), quanto egli ama l’uomo, quanto ha a cuore il suo bene, la sua dignità, la sua santità. Bisogna che riconosciamo sempre più quanto ci ama Cristo e come Egli voglia condurci al Padre per mezzo del suo mistero pasquale.
“Il Signore è vicino a chi lo cerca. Beato l’uomo che in lui si rifugia!”.
Amen!