Domingo III de Pascua (C) – Homilías
/ 27 marzo, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Hch 5, 27b-32. 40b-41: Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo
Sal 29, 2y 4. 5-6. 11-12a y 13b: Te ensalzaré, Señor, porque me has librado
Ap 5, 11-14: Digno es el Cordero degollado de recibir el poder y la riqueza
Jn 21, 1-19: Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Homilía(20-04-1980)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de Santa María Reina de la Paz
Sunday 20 de April de 1980
1. «La paz sea con vosotros». Con estas palabras saludó Cristo, después de su resurrección, a los discípulos reunidos en el Cenáculo, al encontrarse con ellos por primera vez. «La paz sea con vosotros». Esto sucedió aquel día, el primero después del sábado, cuando las mujeres habían ido, muy de madrugada, al sepulcro y no habían encontrado en él el cuerpo de Cristo; y, luego, Pedro y Juan, avisados por ellas, habían hecho la misma comprobación: la piedra removida, el sepulcro vacío, los lienzos, con que había sido envuelto el cuerpo del Señor, por tierra, y el sudario, que le habían puesto en la cabeza, en un lugar aparte. La tarde de ese día Jesús les visitó, en el Cenáculo, donde se encontraban por temor a los judíos; llegó entrando por la puerta cerrada, y los saludó con las palabras «la paz sea con vosotros» (cf. Jn 20).
Con las mismas palabras deseo saludar a la parroquia dedicada a la Madre de Dios Reina de la Paz, que visito hoy, III domingo del período pascual. Y pronuncio estas palabras del saludo de Cristo con alegría tanto mayor, porque vuestra parroquia lleva el nombre de la Reina de la Paz; por esto, las palabras «la paz sea con vosotros» son especialmente entrañables al espíritu que vivifica vuestra comunidad. Bajo el patrocinio de María «Reina de la Paz» este saludo de Cristo resucitado resuena con la fuerza particular de la fe, de la esperanza y de la caridad. Efectivamente, la paz es un fruto especial de esa caridad que vivifica a la fe. Es la paz que el mundo no puede dar, la paz que da Cristo solamente: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14, 27).
2. Por tanto, mi saludo se dirige a todos vosotros [...]
Una parroquia tiene siempre problemas delicados que resolver; la vuestra los tiene particularmente complejos. No es posible pensar que se pueden afrontar eficazmente sin la colaboración de todos. Pienso, sobre todo, en los problemas planteados por el crecimiento vertiginoso de la población; en los que se derivan de la diversa proveniencia de los distintos núcleos familiares, muchos de los cuales tiene a sus espaldas tradiciones, costumbres, mentalidad notablemente distantes; en los problemas relacionados con las dificultades de inserción social de los jóvenes y con la consiguiente dispersión de no pocos de ellos... No es fácil construir, en semejante contexto, una parroquia que sea verdaderamente Iglesia, esto es, en la que cada una de las personas llegue a alcanzar una experiencia de auténtica comunión y a experimentar la alegría que se deriva del compartir los mismos bienes espirituales en la perspectiva de una esperanza común. Por esto es necesario el compromiso de todos los distintos miembros de la comunidad y en particular el compromiso de las familias, sobre cuya aportación a la acción parroquial se ha insistido mucho justamente durante la visita pastoral. La parroquia es un edificio para cuya construcción cada uno debe llevar la propia piedra, esto es, el testimonio cristiano dado con las palabras y con la vida.
3. Bajo esta luz, os ruego ahora a vosotros, [habitantes de Roma, a vosotros, cristianos de Roma,] que os detengáis con atención especial sobre una frase, que dijo el primer Obispo de Roma, el Apóstol Pedro. Dijo esta frase junto con los otros Apóstoles con quienes había sido conducido, como testifican los Hechos de los Apóstoles, ante el supremo Consejo de los judíos, ante el Sanedrín. El sumo sacerdote acusa a los Apóstoles haciéndoles una imputación. Dice así: «Os hemos ordenado que no enseñéis sobre este nombre, y habéis llenado a Jerusalén de vuestra doctrina y queréis traer sobre nosotros la sangre de ese hombre» (Act 5, 28). Son muy significativas especialmente las últimas palabras. En efecto, recordamos bien que ante Pilato, quien, como para justificarse de la sentencia pronunciada contra Jesús, había dicho: «Yo soy inocente de esta sangre», la turba, incitada por el Sanedrín, había gritado: «Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos» (Mt 27, 24-25).
Ahora, al escuchar palabras parecidas de la boca del sumo sacerdote, Pedro y los Apóstoles responden: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29). Y las palabras que siguen explican el significado de esta respuesta. Efectivamente, mientras los ancianos de Israel exigen a los Apóstoles silencio sobre Cristo, Dios, en cambio, no les permite callar: «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero. Pues a ése le ha levantado Dios a su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel penitencia y la remisión de los pecados. Nosotros somos testigos de esto, y lo es también el Espíritu Santo, que Dios otorgó a los que le obedecen» (Act 5, 30-33).
En las pocas frases que pronunció Pedro encontramos un testimonio total y completo de la resurrección de Cristo, una total y completa teología pascual.
Esta verdad, que en nuestra época repetirá de nuevo con todo el ardor y convicción de fe el Concilio Vaticano II, la encontramos ya, en toda su profundidad y plenitud, en esa respuesta que Pedro dio al Sanedrín.
4. A esta verdad se refieren las palabras: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres».
La verdad que confesamos mediante la fe proviene de Dios. Es la palabra del Dios viviente. Esta palabra suya dirigida a los hombres, Dios la ha anunciado muchas veces por medio de los hombres que Él envió; sobre todo, la pronunció por medio de su Hijo que se hizo hombre. Y cuando las palabras del Hijo se habían extinguido, cuando su cabeza se había inclinado sobre la cruz en el último espasmo de la muerte, cuando su boca se había cerrado, entonces Dios, por decirlo así, más allá de esta muerte, pronunció la palabra última y decisiva para nuestra fe, la palabra de la resurrección de Cristo. Y esta palabra del Dios viviente nos obliga más que cualquier mandato o intención humana. Esta palabra comporta la elocuencia suprema de la verdad, comporta la autoridad de Dios mismo.
Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. Él es la fuente de verdad indudable e infalible, mientras la verdad que puede alcanzar el conocimiento humano y la inteligencia incluso de los hombres más geniales lleva consigo la posibilidad de equivocación o de error. Efectivamente, la historia del pensamiento testifica que a veces se han equivocado las mayores autoridades en el campo de la filosofía y de la ciencia, y quienes les sucedían ponían en evidencia estos errores, haciendo avanzar de este modo la obra del conocimiento humano, maravillosa ciertamente..., pero siempre humana.
Pedro y los Apóstoles están ante el Sanedrín, tienen plena y absoluta certeza de que, en Cristo, ha hablado Dios mismo, que ha hablado definitivamente con su cruz y con su resurrección. Pedro y los otros Apóstoles, por lo tanto, a quienes fue dada directamente esta verdad —como aquellos que, a su tiempo, recibieron el Espíritu Santo— deben dar testimonio de ella.
5. Creer quiere decir aceptar la verdad que viene de Dios con toda la convicción del entendimiento, apoyándose en la gracia del Espíritu Santo «que Dios otorgó a los que le obedecen» (Act 5, 32); aceptar lo que Dios ha revelado, y que llega continuamente a nosotros mediante la Iglesia en su «transmisión» viva, es decir, en la tradición. El órgano de esta tradición es la enseñanza de Pedro y de los Apóstoles y de sus sucesores.
Creer quiere decir aceptar su testimonio en la Iglesia, que custodia este testimonio de generación en generación, y luego —basándose en este testimonio— dar testimonio de la misma verdad, con la misma certeza y convicción interior.
En el curso de los siglos cambian los sanedrines que exigen el silencio, el abandono o la deformación de esta verdad. Los sanedrines del mundo contemporáneo son totalmente diversos, y son muchos. Estos sanedrines son cada uno de los hombres que rechazan la verdad divina; son los sistemas del pensamiento humano, del conocimiento humano; son las diversas concepciones del mundo y también los diversos programas del comportamiento humano; son también las varias formas de presión de la llamada opinión pública, de la civilización de masa, de los medios de comunicación social de tinte materialista, laico agnóstico, anti-religioso; son, finalmente, también algunos contemporáneos sistemas de gobierno que —si no privan totalmente a los ciudadanos de la posibilidad de confesar la fe— al menos la limitan de diversos modos, marginan a los creyentes y los convierten como en ciudadanos de categoría inferior... y ante todas estas formas modernas del Sanedrín de entonces, la respuesta de la fe es siempre la misma: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres». «El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros habéis dado muerte suspendiéndole de un madero... Nosotros somos testigos de esto y lo es también el Espíritu Santo...» (Act 5, 29-32).
«Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres».
6. Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en todos esos hombres del mundo, hermanos nuestros en Cristo, que dan esta respuesta de fe... en condiciones a veces mucho más difíciles de aquellas en las que nosotros nos encontramos. Pensemos en los que pagan el precio más grande por esta respuesta: a veces el de la vida misma, a veces el de la privación de la libertad, o de la marginación social, o del escarnio...
El libro de los Hechos dice que los Apóstoles «se fueron contentos de la presencia del Sanedrín, porque habían sido dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús» (Act 5, 41).
Tampoco faltan hoy testigos semejantes. Con la misma fuerza del Espíritu hacen fructificar en ellos las palabras de Pedro, dichas al comienzo de la historia de la Iglesia. «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres» (Act 5, 29).
Oremos frecuentemente por aquellos cuya fe exige el precio de esta grande y, a veces, extrema prueba, para que no les falte la fuerza del Espíritu.
Y finalmente mirémonos a nosotros mismos:
¿Cuál es nuestra fe? ¿La fe de los hombres de esta [Roma], cuyo primer Obispo fue precisamente Pedro?
Esta fe, ¿es tan unívoca y clara como la que confesó Pedro ante el Sanedrín ¿O no es, en cambio, a veces, más bien equívoca? ¿Mezclada con sospechas y con dudas?, ¿no está, a veces, mutilada?, ¿adaptada a nuestros puntos de vista humanos? ¿A los criterios de la moda, de la sensación, de la opinión humana?
¿Podemos realmente hacer nuestras las palabras de Pedro: «Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres»?
Y oremos por nuestra fe.
Por la fe de la generación joven. Y por la fe de la generación vieja. Son diversas las pruebas que atraviesa en los distintos lugares de la tierra... en cada uno de los hombres.
Que no nos falte jamás esa vista, que también a nosotros —como a los Apóstoles en el lago— nos permita descubrir la presencia de Cristo: «Es el Señor» (Jn 21, 7), y navegar hacia Él.
No permita Dios que nos alejemos de Él.
Homilía(26-04-1998)
Visita Pastoral a la Parroquia Romana de San Esteban Protomártir
Sunday 26 de April de 1998
1. «Es el Señor» (Jn 21, 7). Esta exclamación del apóstol Juan pone de relieve la intensa emoción que experimentaron los discípulos al reconocer a Jesús resucitado, que se les aparecía por tercera vez a orillas del mar de Tiberíades.
Juan se hace portavoz de los sentimientos de Pedro y de los demás Apóstoles ante la presencia del Señor resucitado. Después de una larga noche de soledad y fatiga, llega el alba y su aparición cambia radicalmente todas las cosas: la luz vence a la oscuridad, el trabajo infructuoso se convierte en pesca fácil y abundante, el cansancio y la soledad se transforman en alegría y paz.
Desde entonces, esos mismos sentimientos animan a la Iglesia. Aunque a una mirada superficial pueda parecer a veces que triunfan las tinieblas del mal y la fatiga de la vida diaria, la Iglesia sabe con certeza que sobre quienes siguen a Cristo resplandece ahora la luz inextinguible de la Pascua. El gran anuncio de la Resurrección infunde en el corazón de los creyentes una íntima alegría y una esperanza renovada.
2. El libro de los Hechos de los Apóstoles, que la liturgia nos hace releer durante este tiempo pascual, describe la vitalidad misionera, llena de alegría, que animaba a la comunidad cristiana de los orígenes, aun en medio de todo tipo de dificultades y obstáculos. Esa misma vitalidad se ha prolongado a lo largo de los siglos gracias a la acción del Espíritu Santo y a la cooperación dócil y generosa de los creyentes.
Leemos hoy en la primera lectura: «Testigo de esto somos nosotros y el Espíritu Santo» (Hch 5, 32). El Espíritu Santo vivifica el compromiso apostólico de los discípulos de Cristo, sosteniéndolos en sus pruebas, iluminándolos en sus opciones y asegurando eficacia a su anuncio del misterio pascual.
3. ¡En verdad, Cristo ha resucitado! ¡Aleluya! También hoy la Iglesia sigue proponiendo el mismo anuncio gozoso. «¡En verdad, Cristo ha resucitado!»: estas palabras son un grito de alegría y una invitación a la esperanza. Si Cristo ha resucitado, observa san Pablo, nuestra fe no es vana. Si hemos muerto con Cristo, también hemos resucitado con él; por tanto, ahora debemos vivir como resucitados.
Queridos hermanos y hermanas de la parroquia de San Esteban protomártir, os saludo a todos con afecto. Mi presencia en medio de vosotros es una continuación ideal de la visita que mi venerado predecesor, el siervo de Dios Pablo VI, realizó a vuestra comunidad, con ocasión de la Pascua de 1966, hace treinta y dos años.
Saludo cordialmente al cardenal vicario, al monseñor vicegerente, a vuestro celoso párroco, monseñor Vincenzo Vigorito, y a todos los que colaboran con él en la guía de la comunidad parroquial. Dirijo un saludo particular a cuantos, sobre todo en este último período, están comprometidos en la misión ciudadana. Quisiera animarlos a proseguir en este esfuerzo misionero, anunciando y testimoniando, con todos los medios y en todos los ambientes, el Evangelio que renueva la existencia del hombre.
Todos tienen necesidad de esta Palabra que salva; a todos la lleva personalmente el Señor resucitado. Queridos fieles, comunicad este mensaje de esperanza a cuantos encontráis en las casas, en las escuelas, en las oficinas y en los lugares de trabajo. Acercaos, sobre todo, a los que están solos, a los que atraviesan un momento de sufrimiento y se hallan en condiciones precarias, a los enfermos y a los marginados. Proclamad a todos y a cada uno: ¡En verdad, Cristo ha resucitado!
[...]
6. «Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza » (Ap 5, 12).
En este tercer domingo de Pascua, hagamos nuestras las palabras de la liturgia celestial, que refiere el Apocalipsis. Mientras contemplamos la gloria del Resucitado, pidamos al Señor que conceda a vuestra comunidad un futuro más sereno y rico en esperanza.
Que el Señor ayude a cada uno a tomar mayor conciencia de su misión al servicio del Evangelio. Amadísimos hermanos y hermanas, Cristo resucitado os dé la valentía del amor y os haga sus testigos. Os colme de su Espíritu para que, con toda la Iglesia, sostenidos por la intercesión de María, proclaméis el himno de gloria de los redimidos: «Al que se sienta en el trono y al Cordero la alabanza, el honor, la gloria y el poder» (Ap 5, 13). Amén.
Homilía(21-04-2007)
Visita Pastoral a Vigévano y Pavía. Plaza Ducal de Vigévano
Saturday 21 de April de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
«Echad la red... y encontraréis» (Jn 21, 6).
Hemos escuchado estas palabras de Jesús en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar. Se encuentran dentro del relato de la tercera aparición del Resucitado a los discípulos junto a las orillas del mar de Tiberíades, que narra la pesca milagrosa. Después del «escándalo» de la cruz habían regresado a su tierra y a su trabajo de pescadores, es decir, a las actividades que realizaban antes de encontrarse con Jesús. Habían vuelto a la vida anterior y esto da a entender el clima de dispersión y de extravío que reinaba en su comunidad (cf. Mc 14, 27; Mt 26, 31). Para los discípulos era difícil comprender lo que había acontecido. Pero, cuando todo parecía acabado, nuevamente, como en el camino de Emaús, Jesús sale al encuentro de sus amigos. Esta vez los encuentra en el mar, lugar que hace pensar en las dificultades y las tribulaciones de la vida; los encuentra al amanecer, después de un esfuerzo estéril que había durado toda la noche. Su red estaba vacía. En cierto modo, eso parece el balance de su experiencia con Jesús: lo habían conocido, habían estado con él y él les había prometido muchas cosas. Y, sin embargo, ahora se volvían a encontrar con la red vacía de peces.
Y he aquí que, al alba, Jesús les sale al encuentro, pero ellos no lo reconocen inmediatamente (cf. Jn 21, 4). El «alba» en la Biblia indica con frecuencia el momento de intervenciones extraordinarias de Dios. Por ejemplo, en el libro del Éxodo, «llegada la vigilia matutina», el Señor interviene «desde la columna de fuego y humo» para salvar a su pueblo que huía de Egipto (cf. Ex 14, 24). También al alba María Magdalena y las demás mujeres que habían corrido al sepulcro encuentran al Señor resucitado.
Del mismo modo, en el pasaje evangélico que estamos meditando, ya ha pasado la noche y el Señor dice a los discípulos, cansados de bregar y decepcionados por no haber pescado nada: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis» (Jn 21, 6). Normalmente los peces caen en la red durante la noche, cuando está oscuro, y no por la mañana, cuando el agua ya es transparente. Con todo, los discípulos se fiaron de Jesús y el resultado fue una pesca milagrosamente abundante, hasta el punto de que ya no lograban sacar la red por la gran cantidad de peces recogidos (cf. Jn 21, 6).
En ese momento, Juan, iluminado por el amor, se dirige a Pedro y le dice: «Es el Señor» (Jn 21, 7). La mirada perspicaz del discípulo a quien Jesús amaba —icono del creyente— reconoce al Maestro presente en la orilla del lago. «Es el Señor»: esta espontánea profesión de fe es, también para nosotros, una invitación a proclamar que Cristo resucitado es el Señor de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, ojalá que esta tarde la Iglesia [que está en Vigévano] repita con el entusiasmo de Juan: Jesucristo «es el Señor». Ojalá que vuestra comunidad diocesana escuche al Señor que, por medio de mis labios, os repite: «Echa la red, Iglesia de Vigévano, y encontrarás». En efecto, he venido a vosotros sobre todo para animaros a ser testigos valientes de Cristo.
La confiada adhesión a su palabra es lo que hará fecundos vuestros esfuerzos pastorales. Cuando el trabajo en la viña del Señor parece estéril, como el esfuerzo nocturno de los Apóstoles, no conviene olvidar que Jesús es capaz de cambiar la situación en un instante. La página evangélica que acabamos de escuchar, por una parte, nos recuerda que debemos comprometernos en las actividades pastorales como si el resultado dependiera totalmente de nuestros esfuerzos. Pero, por otra, nos hace comprender que el auténtico éxito de nuestra misión es totalmente don de la gracia.
En los misteriosos designios de su sabiduría, Dios sabe cuándo es tiempo de intervenir. Y entonces, como la dócil adhesión a la palabra del Señor hizo que se llenara la red de los discípulos, así también en todos los tiempos, incluido el nuestro, el Espíritu del Señor puede hacer eficaz la misión de la Iglesia en el mundo.
[Queridos hermanos y hermanas, con gran alegría me encuentro entre vosotros: os doy las gracias y os saludo a todos cordialmente. Os saludo como representantes del pueblo de Dios reunido en esta Iglesia particular, que tiene su centro espiritual en la catedral, en cuyo atrio estamos celebrando la Eucaristía.]
[...]
«Echad la red... y encontraréis» (Jn 21, 6). Querida comunidad eclesial de Vigévano, ¿qué significa en concreto la invitación de Cristo a «echar la red»? Significa, en primer lugar, como para los discípulos, creer en él y fiarse de su palabra. También a vosotros, como a ellos, Jesús os pide que lo sigáis con fe sincera y firme. Por tanto, poneos a la escucha de su palabra y meditadla cada día. Para vosotros esta dócil escucha encuentra una actuación concreta [en las decisiones de vuestro último Sínodo diocesano, que se concluyó en 1999].
[Al final de ese camino sinodal, el amado Juan Pablo II, que se encontró con vosotros el 17 de abril de 1999 en una audiencia especial, os exhortó a «bogar mar adentro y a no tener miedo de haceros a la mar» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de abril de 1999, p. 4). Que nunca se apague en vuestro corazón el entusiasmo misionero suscitado en vuestra comunidad diocesana por ese providencial Sínodo, inspirado y querido por el recordado obispo mons. Giovanni Locatelli, que deseaba ardientemente una visita del Papa a Vigévano. Siguiendo las orientaciones fundamentales de ese Sínodo y las directrices de vuestro pastor actual, permaneced unidos entre vosotros y abríos a los amplios horizontes de la evangelización.]
Que os sirvan de guía constante estas palabras del Señor: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). Llevar las cargas los unos de los otros, compartir, colaborar, sentirse corresponsables, es el espíritu que debe animar constantemente a vuestra comunidad. Este estilo de comunión exige la contribución de todos: del obispo y de los sacerdotes, de los religiosos y de las religiosas, de los fieles laicos, de las asociaciones y de los diversos grupos comprometidos en el apostolado. Las parroquias, como teselas de un mosaico, en plena sintonía entre sí, formarán una Iglesia particular viva, orgánicamente insertada en todo el pueblo de Dios.
Las asociaciones, las comunidades y los grupos laicales pueden dar una contribución indispensable a la evangelización, tanto en la formación como en la animación espiritual, caritativa, social y cultural, actuando siempre en armonía con la pastoral diocesana y según las indicaciones del obispo. Os animo también a seguir prestando atención a los jóvenes, tanto a los «cercanos» como a los «alejados». Desde esta perspectiva, promoved siempre, de modo orgánico y capilar, una pastoral vocacional que ayude a los jóvenes a encontrar el verdadero sentido de su vida.
Y ¿qué decir, por último, de la familia? Es el elemento fundamental de la vida social y, por eso, sólo trabajando en favor de las familias se puede renovar el entramado de la comunidad eclesial —veo que estamos de acuerdo— e incluso de la sociedad civil.
[Vuestra tierra es rica en tradiciones religiosas, en fermentos espirituales y en una activa vida cristiana. A lo largo de los siglos la fe ha forjado su pensamiento, su arte y su cultura, promoviendo solidaridad y respeto a la dignidad humana. Expresiones muy elocuentes de este rico patrimonio vuestro son las ejemplares figuras de sacerdotes y laicos que, con una propuesta de vida arraigada en el Evangelio y en la enseñanza de la Iglesia, han testimoniado, especialmente en el ámbito social de fines del siglo XIX y de los primeros decenios del siglo XX, los auténticos valores evangélicos, como base sólida de una convivencia libre y justa, atenta especialmente a los más necesitados.
Esta luminosa herencia espiritual, redescubierta y alimentada, no puede por menos de representar un punto de referencia seguro para un servicio eficaz al hombre de nuestro tiempo y para un camino de civilización y de auténtico progreso.]
«Echad la red... y encontraréis». Este mandato de Jesús fue dócilmente acogido por los santos, y su existencia experimentó el milagro de una pesca espiritual abundante. [Pienso de modo especial en vuestros patronos celestiales: san Ambrosio, san Carlos Borromeo y el beato Mateo Carreri. Pienso también en dos ilustres hijos de esta tierra, cuya causa de beatificación está en curso: el venerable Francesco Pianzola, sacerdote animado por un ardiente espíritu evangélico, que supo salir al encuentro de las pobrezas espirituales de su tiempo con un valiente estilo misionero, atento a los más alejados y en particular a los jóvenes, y el siervo de Dios Teresio Olivelli, laico de la Acción católica, que murió a los 29 años en el campo de concentración de Hersbruck, víctima sacrificial de una violencia brutal, a la que él opuso tenazmente el ardor de la caridad.]
[Estas dos figuras excepcionales de discípulos fieles de Cristo constituyen un signo elocuente de las maravillas realizadas por el Señor en la Iglesia de Vigévano. Reflejaos en estos modelos, que ponen de manifiesto la acción de la gracia y son para el pueblo de Dios un estímulo a seguir a Cristo por la senda exigente de la santidad.]
Queridos hermanos y hermanas [de la diócesis de Vigévano,] mi pensamiento va, por último, a la Madre de Dios, [a la que veneráis con el título de Virgen de la Bozzola]. A ella le encomiendo todas vuestras comunidades, para que obtenga una renovada efusión del Espíritu Santo sobre esta querida [diócesis].
La fatigosa pero estéril pesca nocturna de los discípulos es una advertencia perenne para la Iglesia de todos los tiempos: nosotros solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En el compromiso apostólico no bastan nuestras fuerzas: sin la gracia divina nuestro trabajo, aunque esté bien organizado, resulta ineficaz.
Oremos juntos para que vuestra comunidad diocesana acoja con alegría el mandato de Cristo y con renovada generosidad esté dispuesta a «echar» las redes. Entonces experimentará ciertamente una pesca milagrosa, signo del poder dinámico de la palabra y de la presencia del Señor, que incesantemente confiere a su pueblo una «renovada juventud del Espíritu» (cf. oración colecta).
Homilía(14-04-2013)
Basílica de San Pablo Extramuros
III Domingo de Pascua
Sunday 14 de April de 2013
Queridos Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes en esta Basílica. [...] Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
1. En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer ? pero no simplemente de palabra ? que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros.
Así sea.
Regina Caeli(14-04-2013)
Plaza de San Pedro
III Domingo de Pascua
Sunday 14 de April de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera detenerme brevemente en la página de los Hechos de los Apóstoles que se lee en la Liturgia de este tercer Domingo de Pascua. Este texto relata que la primera predicación de los Apóstoles en Jerusalén llenó la ciudad de la noticia de que Jesús había verdaderamente resucitado, según las Escrituras, y era el Mesías anunciado por los Profetas. Los sumos sacerdotes y los jefes de la ciudad intentaron reprimir el nacimiento de la comunidad de los creyentes en Cristo e hicieron encarcelar a los Apóstoles, ordenándoles que no enseñaran más en su nombre. Pero Pedro y los otros Once respondieron: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús... lo ha exaltado con su diestra, haciéndole jefe y salvador... Testigos de esto somos nosotros y el Espíritu Santo» (Hch 5, 29-32). Entonces hicieron flagelar a los Apóstoles y les ordenaron nuevamente que no hablaran más en el nombre de Jesús. Y ellos se marcharon, así dice la Escritura, «contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús» (v. 41).
Me pregunto: ¿dónde encontraban los primeros discípulos la fuerza para dar este testimonio? No sólo: ¿de dónde les venía la alegría y la valentía del anuncio, a pesar de los obstáculos y las violencias? No olvidemos que los Apóstoles eran personas sencillas, no eran escribas, doctores de la Ley, ni pertenecían a la clase sacerdotal. ¿Cómo pudieron, con sus limitaciones y combatidos por las autoridades, llenar Jerusalén con su enseñanza? (cf. Hch 5, 28). Está claro que sólo pueden explicar este hecho la presencia del Señor Resucitado con ellos y la acción del Espíritu Santo. El Señor que estaba con ellos y el Espíritu que les impulsaba a la predicación explica este hecho extraordinario. Su fe se basaba en una experiencia tan fuerte y personal de Cristo muerto y resucitado, que no tenían miedo de nada ni de nadie, e incluso veían las persecuciones como un motivo de honor que les permitía seguir las huellas de Jesús y asemejarse a Él, dando testimonio con la vida.
Esta historia de la primera comunidad cristiana nos dice algo muy importante, válida para la Iglesia de todos los tiempos, también para nosotros: cuando una persona conoce verdaderamente a Jesucristo y cree en Él, experimenta su presencia en la vida y la fuerza de su Resurrección, y no puede dejar de comunicar esta experiencia. Y si esta persona encuentra incomprensiones o adversidades, se comporta como Jesús en su Pasión: responde con el amor y la fuerza de la verdad.
Rezando juntos el Regina Caeli, pidamos la ayuda de María santísima a fin de que la Iglesia en todo el mundo anuncie con franqueza y valentía la Resurrección del Señor y dé de ella un testimonio válido con gestos de amor fraterno. El amor fraterno es el testimonio más cercano que podemos dar de que Jesús vive entre nosotros, que Jesús ha resucitado. Oremos de modo particular por los cristianos que sufren persecución; en este tiempo son muchos los cristianos que sufren persecución, muchos, muchos, en tantos países: recemos por ellos, con amor, desde nuestro corazón. Que sientan la presencia viva y confortante del Señor Resucitado.
Congregación para el Clero
Homilía
Nos encontramos en el clima gozoso del tiempo pascual, la nueva estación de gracia que Dios ha regalado al hombre por medio de Cristo. En efecto, Dios Padre lo resucitó de entre los muertos y así realizó por completo su plan de salvación y manifestó, al mismo tiempo, su amor infinito por los hombres.
Como respuesta, el cristiano debe vivir este tiempo litúrgico alabando al Señor y con la conciencia de que todo nos es ofrecido por Dios por intercesión de Aquel que fue crucificado y después resucitado.
De este modo realizaremos el mensaje que la Iglesia, en este tercer Domingo de Pascua, quiere hacer llegar a todos los hombres de buena voluntad, poniendo de manifiesto que Jesús está siempre presente en medio de nosotros con la misma premura, con la misma fuerza prodigiosa de su Palabra.
Esto se ve mayormente en el pasaje evangélico en el cual Jesús, después de su Resurrección, se aparece por tercera vez a sus discípulos y ya no en el Cenáculo cerrado, como las dos primeras veces, sino en la orilla del mar, para significar que su Palabra está destinada a irradiarse más allá de los confines del antiguo Israel y a difundirse por los caminos del mundo.
Jesús se acerca a los apóstoles con un gesto de cariño y de premura, y se inserta en el contexto de la vida cotidiana de los discípulos con sencillez, afabilidad, interviniendo en sus problemas para poner en evidencia que las acciones no nacen de iniciativas personales, sino de la obediencia a la Palabra del Señor Resucitado: dándose cuenta de que no habían pescado nada aquella noche, les mandó echar nuevamente las redes.
Es la presencia del Señor la que da sentido a la vida que llevamos; la que da valor al cansancio de nuestro trabajo cotidiano, a las actividades que habitualmente llevamos a cabo, por lo cual sin Él todo es fatiga desaprovechada. Jesús está siempre en medio de nosotros, sobre todo cuando somos dóciles a su Palabra. Es entonces Él mismo el que interviene resolviendo toda dificultad: el Evangelio nos lo garantiza contándonos que Él mismo se puso a prepararles algo para comer e invitando a los discípulos, bendiciendo con ese gesto que ellos recordaban tan bien desde que lo había realizado en la Última Cena. Y así como en aquella ocasión había advertido quién lo iba a traicionar, ahora proclama públicamente quién es el que deberá guiar a su Iglesia, único medio de salvación para los que creen en Cristo.
Es muy significativo y al mismo tiempo lleno de pathos el diálogo de Jesús con Pedro, con la triple pregunta: "¿me amas más que éstos?". Seguramente con ese diálogo, en su triple fórmula, Jesús quiso rememorar la triple negación de Pedro: el Señor le pide ahora una triple profesión de fe.
Jesús confirmó muchas veces que Él es el verdadero y único Pastor y, por tanto, no podía confiar a cualquier persona el cuidado de su grey, sino sólo a aquel que podía amarlo más que todos y que había estado dispuesto a seguirlo hasta la muerte.
Notamos que se da una delicadísima graduación en las preguntas de Jesús y una profunda humildad en las respuestas de Pedro: en cada testimonio de amor de Pedro, Jesús le confía la misión de guiar el rebaño que el Padre le ha confiado, comenzando por los más pequeños, a los que llama corderos porque tienen más necesidad de cuidados y de preferencias de parte de su Vicario.
Jesús no podía confiar su pueblo más que a una persona digna de su confianza, y Pedro supo confirmar este aprecio conformando su vida a la de Cristo y compartiéndola hasta la muerte.
A lo largo de los siglos, esta misión está confiada a su sucesor, el Papa. A él le debemos obediencia, dejándonos guiar por sus enseñanzas: éste es el único camino que nos llevará a la salvación que Jesús quiere para todos nosotros.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004
El evangelio de hoy nos presenta una de las apariciones de Cristo Resucitado. El tiempo pascual nos ofrece la gracia para vivir nuestra propia existencia de encuentro con el Resucitado. En este sentido, el texto evangélico nos ilumina poderosamente.
«No sabían que era el Señor». Jesús está ahí, con ellos, pero no se han percatado de su presencia cercana y poderosa. ¿No es esto lo que nos ocurre también a nosotros? Cristo camina con nosotros, sale a nuestro encuentro de múltiples maneras, pero nos pasa desapercibido. Ese es nuestro mal de raíz: no descubrir esta presencia que ilumina todo, que da sentido a todo.
«Es el Señor». Los discípulos reconocen a Jesús por el prodigio de la pesca milagrosa. Él mismo había dicho: «Por sus frutos los conoceréis». Pues bien, Cristo Resucitado quiere hacerse reconocer por unas obras que sólo Él es capaz de realizar. Su presencia quiere obrar maravillas en nosotros. Su influjo quiere ser profundamente eficaz en nuestra vida. Como en primavera todo reverdece, la presencia del Resucitado quiere renovar nuestra existencia y la vida de la Iglesia entera.
«Jesús se acerca, toma el pan y se lo da». En el relato evangélico, Cristo aparece alimentando a los suyos, cuidándolos con exquisita delicadeza. También ahora es sobre todo en la eucaristía donde Cristo Resucitado se nos aparece y se nos da, nos cuida y alimenta. Él mismo en persona. Y la fe tiene que estar viva y despierta para reconocer cuánta ternura hay en cada misa...
Homilías en Italiano para posterior traducción
Omelia (17-04-1983)
VISITA ALLA PARROCCHIA ROMANA DI SAN FILIPPO APOSTOLO.
Domenica, 17 aprile 1983.
1. Cari Fratelli e Sorelle! Parrocchiani di San Filippo Apostolo a Grottarossa!
Desidero attirare la vostra attenzione su tre espressioni contenute nelle letture bibliche dell’odierna liturgia. È la liturgia della terza domenica di Pasqua, e la Chiesa canta con gioia l’Alleluia a Cristo risorto.
La prima di queste espressioni si trova nel Vangelo di san Giovanni: “È il Signore”!
Così dice a Pietro “il discepolo che Gesù amava” (Gv 21, 7), come sappiamo dal Vangelo. E lo dice quando essi, occupati nella pesca sul lago di Genesaret, udirono una voce ben conosciuta, che giungeva dalla sponda. Il personaggio, apparso sulla riva, prima chiede: “Non avete nulla da mangiare?” (Gv 21, 5), e quando essi rispondono “No”, ordina loro di gettare la rete dalla parte destra della barca (cf. Gv 21, 6).
Si verifica lo stesso fatto che aveva già avuto luogo, una volta, quando Gesù di Nazaret si trovava nella barca di Pietro sul lago di Tiberiade. Anche allora ordinò loro di calare le reti per la pesca, e – benché prima non avessero preso nulla – la rete si riempì di pesci, così che non riuscivano a tirarla fuori (cf. Lc 5, 1-11).
Questa volta Giovanni dice: “È il Signore!”. E lo dice dopo la risurrezione; perciò questa parola acquista un significato particolare. Gesù di Nazaret aveva già manifestato il suo dominio sul creato, quando stava con gli apostoli come “Guida” e “Maestro”. Tuttavia, nel corso di questi giorni indimenticabili tra il Venerdì Santo e la mattina del “giorno dopo il sabato”, ha rivelato il suo dominio assoluto sulla morte.
Ecco, viene agli Apostoli sul lago di Genesaret come il Signore della propria morte. Ha vinto la morte subita sulla Croce e vive! Vive con la sua propria vita: con una vita che è la stessa di prima, e, insieme, è di tipo nuovo.
A questo si riferiscono le parole: “È il Signore!”. Queste parole sono state pronunziate dalle labbra degli Apostoli. Le pronunziò la prima generazione dei cristiani, e poi tutte le generazioni successive. Anche noi pronunziamo le parole: il Signore, Cristo Signore. Egli è Colui che, in quanto uomo, ha rivelato un grande aspetto della potenza divina: il potere sulla morte.
2. La seconda espressione, sulla quale desidero attirare la vostra attenzione nell’odierna liturgia, è la parola “obbedire”: “Bisogna obbedire a Dio piuttosto che agli uomini” (At 5, 29). Così dicono Pietro e gli Apostoli davanti al Sommo Sacerdote e al Sinedrio, che ingiungevano loro l’ordine di non insegnare più nel nome di Gesù Cristo (cf. At 5, 27-28).
Dalla risposta di Pietro bisogna dedurre che “obbedire” vuol dire qui “sottomettersi a causa, della verità” o semplicemente “sottomettersi alla verità”. Questa verità, la verità salvifica, è contenuta nella missione di Cristo. È contenuta nell’insegnamento di Cristo. Dio stesso l’ha confermata mediante la risurrezione di Cristo.
“Dio lo ha innalzato . . . per dare ad Israele la grazia della conversione e il perdono dei peccati. E di questi fatti siamo testimoni noi e lo Spirito Santo, che Dio ha dato a coloro che si sottomettono a lui” (At 5, 31-32). Noi rendiamo testimonianza a questa verità, che Dio ci ha consentito di conoscere con i propri occhi. Rendiamo testimonianza a questa verità, e non possiamo fare diversamente. Bisogna obbedire a Dio piuttosto che agli uomini.
3. La terza espressione dell’odierna liturgia, alla quale voglio fare riferimento, è la parola “Seguimi” (Gv 21, 19).
Cristo Signore la rivolge in modo definitivo a Simon Pietro dopo la risurrezione. Lo aveva chiamato già prima, e già prima lo aveva fatto Apostolo; ma adesso, dopo la risurrezione, lo chiama ancora una volta. Dapprima rivolge a Pietro tre volte la domanda: “Mi ami?”, e riceve la sua risposta. Per tre volte gli ripete: “Pasci i miei agnelli”, “Pasci le mie pecorelle” (cf. Gv 21, 15-17). Quindi Cristo aggiunge: “In verità, in verità ti dico: quando eri più giovane ti cingevi la veste da solo, e andavi dove volevi; ma quando sarai vecchio tenderai le tue mani, e un altro ti cingerà la veste e ti porterà dove tu non vuoi” (Gv 21, 18).
Così Cristo Signore parlò a Simon Pietro. E l’evangelista aggiunge: “Questo gli disse per indicare con quale morte avrebbe glorificato Dio” (Gv 21, 19). E appunto dopo queste parole – e dopo una tale spiegazione – Cristo dice a Pietro: “Seguimi”. E, in un certo senso, fu come se lo chiamasse a Roma, in questo luogo, dove Pietro doveva dare la propria vita per Cristo,
4. Sono le tre espressioni dell’odierna liturgia: “È il Signore”, “Bisogna obbedire a Dio piuttosto che agli uomini”, “Seguimi”. Occorre che noi meditiamo su di esse nei nostri cuori e nelle nostre coscienze. Ciascuna di esse ci indica che cosa vuol dire essere cristiano.
Il tempo di Pasqua costringe ciascuno di noi a rispondere, con fede rinnovata, proprio a questa domanda: Cristo è risorto, e io sono cristiano.
5. Cari fratelli e sorelle, in questa cornice di fede, voglio dirvi la mia gioia nel celebrare oggi con voi questa liturgia domenicale. A tutti do il mio cordiale saluto, che amo rivolgere in primo luogo ad un illustre ospite qui presente: il Catholicos armeno di Cilicia, Sua Santità Karekine II Sarkissian, venuto a Roma a far visita al successore di Pietro e alla sua diocesi. La sua partecipazione a questa celebrazione liturgica è un eloquente auspicio di unità nella comune confessione di Cristo Signore. Il mio saluto va poi al Cardinal Vicario, al Vescovo di Zona Monsignor Plotti, e si estende in particolar modo al Parroco e ai Vice Parroci, dei Padri Vocazionisti, responsabili di questa Comunità parrocchiale alla Borgata Veientana. Insieme a loro intendo salutare anche le Suore Francescane Missionarie del Sacro Cuore, dell’Istituto “Asisium”, che tanto contribuisce alle attività pastorali della Parrocchia. Una speciale menzione spetta anche ai vari gruppi, come il Consiglio parrocchiale, il Gruppo Maria Immacolata, il Gruppo giovani, il Gruppo di servizio agli anziani, ecc.
So che la Parrocchia di San Filippo, dai suoi inizi nel 1956, è passata da un centinaio di famiglie alle ben cinquemila di oggi. Ebbene, su questa semplice constatazione si innesta la mia paterna esortazione a una parallela crescita nella fede e nell’impegno ecclesiale. Cercate di far maturare sempre più la vostra adesione a Cristo e di farla fruttificare nella vostra vita quotidiana. Sappiate che anche per voi ho un costante ricordo nella preghiera, con particolare riferimento al giovani, ai sofferenti e a quanti sono in difficoltà di vario genere. Il Signore cammini sempre accanto a voi come unico sostegno nel vostro lavoro e sicura garanzia della vostra gioia.
6. Questa visita pastorale cade durante un Anno Santo, che celebra il Giubileo straordinario della Redenzione. Voi sapete che esso è stato indetto per celebrare il 1950° anniversario della morte e risurrezione di Gesù, cioè di quel momento culminante in cui si operò la nostra salvezza. La ricorrenza giubilare, pertanto, ci pone davanti al mistero del grande amore, con cui Dio ci ha amati in Cristo Gesù: non a parole soltanto, ma col dono effettivo del Figlio suo (cf. Gv 3, 16). Contemporaneamente, ci viene ricordato il valore devastante del peccato, cioè della nostra alienazione dal Dio della vita. L’Anno Santo, quindi, è un appello alla conversione e all’umile confessione delle nostre mancanze. È un invito a ripristinare, rinsaldare e vivere in pienezza la nostra comunione con Dio in Gesù Cristo.
Ma, al di sopra di tutto, esso è una felice occasione per un più forte trionfo della misericordia divina, illimitata, gratuita, invincibile, che ci viene generosamente incontro nel sangue di Gesù. Apriamo, dunque, anzi spalanchiamo le porte dei nostri cuori a Cristo Redentore: solo lui è “la nostra vita” (Col 3, 4).
7. Ci incontriamo, cari fratelli e sorelle, nel periodo pasquale dell’Anno della Redenzione. Il Vescovo di Roma – di questa Sede e di questa Chiesa della quale l’Apostolo Pietro rafforzò gli inizi – s’incontra con la vostra Parrocchia dedicata a San Filippo Apostolo. Noi, come eredi della fede ricevuta dagli Apostoli, manifestiamo ancora una volta la nostra gioia pasquale, ripetendo: “Cristo è risorto, lui che ha creato il mondo, e ha salvato gli uomini nella sua misericordia. Alleluia” (Canticum ad Evangelium). Amen.