Domingo II de Pascua o de la Misericordia (C) – Homilías
/ 21 marzo, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Hch 5, 12-16: Crecía el número de los creyentes, hombres y mujeres, que se adherían al Señor
Sal 117, 2-4. 22-24. 25-27: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia
Ap 1, 9-11a. 12-13. 17-19: Estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos
Jn 20, 19-31: A los ocho días, llegó Jesús
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Homilía(13-04-1980): El temor por la muerte de Dios.
Domingo II ??de Pascua (Ciclo C).
Visita Pastoral a Turín, Atrio de la Catedral.
Sunday 13 de April de 1980
1. «La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor de los judíos» (Jn 20, 19). Con estas palabras comienza hoy la lectura del Evangelio según Juan.
«Estando cerradas las puertas... por temor».
Ya en la mañana, llegó a los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, la noticia de que el sepulcro, donde había sido puesto Cristo, estaba vacío. La piedra, sellada por la autoridad romana, a petición del Sanedrín, había sido removida. Estaban ausentes los guardias que por iniciativa y orden del mismo Sanedrín debían vigilar junto a la tumba.
Las mujeres, que «muy de madrugada» habían ido al sepulcro de Jesús, pudieron entrar a la tumba sin dificultad. Luego, pudieron hacer lo mismo también Pedro, informado por ellas, y Juan juntamente con él. Pedro entró en el sepulcro; vio los lienzos y el sudario, colocado aparte, con los que había sido envuelto el cuerpo del Maestro. Los dos comprobaron que el sepulcro estaba vacío y abandonado. Creyeron en la veracidad de las palabras que les habían dicho las mujeres, sobre todo María Magdalena; sin embargo... no habían comprendido aún la Escritura, según la cual Él debía resucitar de entre los muertos (cf. Jn 20, 1 ss.).
Regresaron, pues, al Cenáculo, esperando el desarrollo ulterior de los acontecimientos. Si el Evangelista Juan, que participó activamente en todo esto, escribe que «se encontraban (en el Cenáculo) con las puertas cerradas por temor a los judíos, esto quiere decir que el temor, en el curso de ese día, fue en ellos más fuerte que los otros sentimientos. Más bien no esperaban nada bueno del hecho de que el sepulcro estuviese vacío; esperaban incluso nuevas molestias, vejaciones por parte de los representantes de las autoridades judías. Este fue un simple temor humano, proveniente de la amenaza inmediata. Sin embargo, en el fondo de este inmediato miedo-temor por ellos mismos, había un temor más profundo, causado por los acontecimientos de los últimos días. Este temor, que comenzó la noche del jueves, había llegado a su culmen en el curso del Viernes Santo, y, después de la sepultura de Jesús, permanecía aún, paralizando todas las iniciativas.
Era el temor que nacía de la muerte de Cristo.
Efectivamente, cuando un día les preguntó: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13), le habían traído diversas voces y opiniones sobre Cristo; y, luego, interrogados directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16, 15), habían escuchado y aceptado en silencio, como propias, las palabras de Simón Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Por lo tanto, en la cruz murió el Hijo de Dios vivo.
El temor que se había apoderado del corazón de los Apóstoles, tenía sus raíces más profundas en esta muerte: fue el temor nacido, por decirlo así, de la muerte de Dios.
2. El temor atormenta también a la generación contemporánea de los hombres. Lo experimentan de manera acentuada. Quizá lo sienten más profundamente aquellos que son más conscientes de toda la situación del hombre y que, al mismo tiempo, han aceptado la muerte de Dios en el mundo humano.
Este temor no se encuentra en la superficie de la vida humana. En la superficie se compensa mediante los diversos medios de la civilización y de la técnica moderna, que permiten al hombre liberarse de su profundidad, y vivir en la dimensión del «homo oeconomicus», del «homo technicus», del «homo politicus», y, en cierto grado, también en la dimensión del «homo ludens».
Efectivamente, en la actualidad existe y crece con una motivación suficiente, la conciencia de un progreso acelerado del hombre en la esfera de su dominio sobre el mundo visible y sobre la naturaleza.
El hombre, en su dimensión planetaria, jamás fue tan consciente de todas las fuerzas que es capaz de utilizar y destinar al propio servicio, y nunca se ha servido de ellas en tan gran medida. Desde este punto de vista y en esta dimensión, la convicción acerca del progreso de la humanidad está plenamente justificada.
En los países y en los ambientes de mayor progreso técnico y de mayor bienestar material, al compás de esta convicción camina una actitud, que se suele llamar «consumística». Ella, sin embargo, testimonia que la convicción del progreso del hombre está justificada sólo en parte. Más aún, testimonia que esta orientación del progreso puede matar en el hombre lo que es más profunda y más esencialmente humano.
Si estuviese aquí presente madre Teresa de Calcuta —una de esas mujeres que no tienen miedo de acercarse, siguiendo a Cristo, a todas las dimensiones de la humanidad, a todas las situaciones del hombre en el mundo contemporáneo— ella nos diría que en las calles de Calcuta y de otras ciudades del mundo los hombres mueren de hambre...
La actitud «consumística» no toma en consideración toda la verdad sobre el hombre, ni la verdad histórica, ni la social, ni la interior y metafísica. Más bien es una huida de esta verdad. No toma en consideración toda la verdad sobre el hombre. El hombre es creado para la felicidad. ¡Sí! ¡Pero la felicidad del hombre no se identifica en absoluto con el gozar! El hombre orientado «consumísticamente» pierde, en este goce, la dimensión plena de su humanidad, pierde la conciencia del sentido más profundo de la vida. Esta orientación del progreso mata, pues, en el hombre lo que es más profunda y esencialmente humano.
3. Pero el hombre rehúye de la muerte.
El hombre tiene miedo a la muerte. El hombre se defiende de la muerte. Y la sociedad trata de defenderlo de la muerte.
El progreso que, con tanta dificultad, con el derroche de tantas energías y con tantos gastos ha sido construido por las generaciones humanas contiene, sin embargo, en su complejidad, un poderoso coeficiente de muerte. Esconde en sí incluso un gigantesco potencial de muerte, ¿Es necesario comprobar esto en la sociedad, que es consciente de qué posibilidades de destrucción se encuentran en los contemporáneos arsenales militares y nucleares?
Por lo tanto, el hombre contemporáneo tiene miedo. Tienen miedo las superpotencias que disponen de esos arsenales, y tienen miedo los demás: los continentes, las naciones, las ciudades...
Este miedo está justificado. No sólo existen posibilidades de destrucción y de muerte antes desconocidas, sino que hoy ya ¡los hombres matan abundantemente a otros hombres! Matan en las casas, en las fábricas, en las universidades. Los hombres armados con las armas modernas matan a hombres indefensos e inocentes. Incidentes de este género ocurrían siempre, pero hoy esto se ha convertido en un sistema. Si los hombres afirman que es necesario asesinar a otros hombres, a fin de cambiar y mejorar al hombre y a la sociedad, entonces debemos preguntar si, junto con este gigantesco progreso material del que participa nuestra época, no hemos llegado simultáneamente a borrar precisamente al hombre, ¡un valor tan fundamental y elemental! ¿No hemos llegado ya a la negación de ese principio fundamental y elemental, que el antiguo pensador cristiano expresó con la frase: «Es necesario que el hombre viva»? (Ireneo).
Así, pues, un temor justificado atormenta a la generación de los hombres contemporáneos. Esta orientación de un progreso gigantesco que ha llegado a ser el exponente de nuestra civilización, ¿no se convertirá en el comienzo de la muerte gigantesca y programada del hombre?
Esos terribles campos de la muerte, de los que todavía llevan las huellas en su propio cuerpo algunos de nuestros contemporáneos, ¿no son, en nuestro siglo, también un anuncio y una anticipación de esto?
4. Los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén eran presa del miedo: «Estando las puertas cerradas... por temor». Había muerto en la cruz el Hijo de Dios.
El temor, que atormenta a los hombres modernos, ¿acaso no nace también, en su raíz más profunda, de la «muerte de Dios»?
No de aquella sobre la cruz, que se convirtió en el comienzo de la resurrección y en la fuente de la glorificación del Hijo de Dios y, a la vez, en el fundamento de la esperanza humana y en el signo de la salvación; no de ésa.
Sino de la muerte, con la que el hombre hace morir a Dios en sí mismo, y particularmente en el curso de las últimas etapas de su historia, en su pensamiento, en su conciencia, en su actuar. Esto es como un denominador común de muchas iniciativas del pensamiento y de la voluntad humana. El hombre quita a Dios de sí mismo y del mundo, y llama a eso «liberación de la alienación religiosa». El hombre se substrae y substrae al mundo de Dios, pensando que sólo de este modo podrá entrar en su plena posesión, convirtiéndose en el dueño del mundo y de su propio ser. El hombre, pues, «hace morir» a Dios en sí mismo y en los otros. A esto se encaminan enteros sistemas filosóficos, programas sociales, económicos y políticos. Por esto vivimos en la época de un gigantesco progreso material, que es también la época de una negación de Dios, antes desconocida.
Esta es la imagen de nuestra civilización.
Pero, ¿por qué tiene miedo el hombre? Quizá, incluso porque, como consecuencia de esta negación, en último análisis, se queda solo: metafísicamente solo... interiormente solo.
¿O acaso?... acaso precisamente porque el hombre, que hace morir a Dios, no encontrará siquiera un freno decisivo para no matar al hombre. Este freno decisivo está en Dios. La razón última para que el hombre viva, respete y proteja la vida del hombre, está en Dios. ¡Y el fundamento último del valor y de la dignidad del hombre, del sentido de su vida, es el hecho de que es imagen y semejanza de Dios!
5. La tarde de ese día, el primero después del sábado, estando los Apóstoles con las puertas cerradas «por temor a los judíos», Jesús vino a ellos. Entró, se puso en medio de ellos y les dijo: «La paz sea con vosotros» (Jn 20, 19).
¡Luego Él vive! El sepulcro vacío no significaba sino que Él había resucitado, como había predicho. Vive, y he aquí que viene a ellos, al mismo lugar que con ellos había dejado la tarde del jueves después de la cena pascual. Vive, en su propio cuerpo. Efectivamente, después de saludarles, «les mostró las manos y el costado» (Jn 20, 20). ¿Por qué? Ciertamente porque allí habían quedado las señales de la crucifixión. Por lo tanto, es el mismo Cristo que fue crucificado y que murió en la cruz, y ahora vive. Es Cristo resucitado. En la mañana del mismo día no se dejó entretener por Magdalena; y ahora «les muestra —a los Apóstoles— las manos y el costado».
«Los discípulos se alegraron viendo al Señor» (Jn 20, 20). ¡Se alegraron! Esta palabra es sencilla y a la vez profunda. No habla directamente de la profundidad y de la potencia de la alegría, de que se hicieron partícipes los testigos del Resucitado, pero nos permite intuirlo. Si su temor tenía las raíces más profundas en el hecho de la muerte del Hijo de Dios, entonces la alegría del encuentro con el Resucitado debía estar en consonancia con ese temor. Debía ser mayor que el temor. Esta alegría era tanto mayor, en cuanto, humanamente, era más difícil de aceptar. Y cuán difícil resultase, lo testimonia el comportamiento posterior de Tomás, que «no estaba con ellos cuando vino Jesús» (Jn 20, 24).
Es arduo describir esta alegría. Y es arduo medirla con el metro de la sicología humana. Es sencilla, con toda la sencillez del Evangelio y, a la vez, es profunda en toda su profundidad. Y la profundidad del Evangelio es tal, que en él está contenido completamente todo el hombre. Está contenido en él superabundantemente: con toda su voluntad, con toda la aspiración de su espíritu y con todos los deseos de su «corazón». Está contenido también con toda la profundidad de ese temor suyo, que nace de la «muerte de Dios», y que nace también en la perspectiva de la «muerte del hombre».
Precisamente estos tiempos en que vivimos, tiempos en que se ha obrado la perspectiva de la «muerte del hombre» nacida de la «muerte de Dios» en el pensamiento humano, en la conciencia humana, en el actuar humano, precisamente estos tiempos exigen, de modo particular, la verdad sobre la resurrección del Crucificado. Exigen también el testimonio de la resurrección, que sea más elocuente que nunca.
No en vano el Vaticano II ha llamado la atención de toda la Iglesia hacia el «mysterium paschale».
6. Vivimos, pues, hoy este misterio con toda la Iglesia [que está en Turín]. Damos testimonio de la resurrección de Cristo ante esta ciudad y ante la sociedad. Que todo [Turín] se convierta en un cenáculo de este encuentro con el Resucitado, al que nos lleva hoy la santa liturgia.
[Hay para esto ricas razones históricas, que se remontan a tiempos antiguos. Pero, ante todo, estas raíces se encuentran en la historia reciente de vuestra ciudad y de vuestra Iglesia. El misterio pascual ha encontrado aquí algunos espléndidos testigos y apóstoles, en particular entre los siglos XIX y XX. Por lo demás, no podía ser de otra manera en la ciudad que custodia una reliquia única y misteriosa, como la Sábana Santa, testigo singularísimo —si aceptamos los argumentos de tantos científicos— de la Pascua: de la pasión, de la muerte y de la resurrección. ¡Testigo mudo, pero a la vez sorprendentemente elocuente!]
[Por consiguiente, en todos esos hombres que han dejado aquí, en Turín, una huella y una semilla, tan maravillosas, de la santidad: Don Bosco, Cottolengo, Cafasso, a través de estos hombres, repito, ¿acaso no ha obrado aquí Cristo crucificado y resucitado?]
[Pero dirá alguno: esta es historia de ayer. Hoy es diferente, radicalmente diferente. El «hoy» borra el «ayer». No existe ya el Turín de los santos, sino el Turín de la gran industria y de la gran secularización, el Turín de una cotidiana lucha de clases y de una incesante violencia. Los santos pertenecen al pasado, no valen para los tiempos de hoy, dirá alguno.]
Pero está Cristo. Y Él vale para todos los tiempos: «Jesucristo es el mismo hoy, ayer y por los siglos» (Heb 13, 8). Más aún. Escuchemos el Apocalipsis de Juan Apóstol. Él da un testimonio especial de este Cristo de ayer, de hoy y de mañana: «Así que le vi, caí a sus pies como muerto; pero Él puso su diestra sobre mí, diciendo: No temas; yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (1, 17-18).
Poder sobre la muerte...
Sí. La única llave contra la «muerte del hombre» la posee Él: el Hijo de Dios vivo, Él, el Testigo de Dios vivo: «El Primero y el Ultimo y el Viviente».
Esto se nos ha dicho a nosotros, hombres de la época de un gigantesco progreso, y de la época de un miedo que crece a la par de los éxitos humanos y de sus amenazas.
Esto se ha dicho para nosotros.
7. ¿Y acaso son hoy más numerosos entre nosotros los no creyentes que los creyentes? Quizá ha muerto la fe y ha sido cubierta por un estrato de costumbres laicas, o incluso de negación y de desprecio...
En el acontecimiento evangélico y litúrgico de hoy hay también un Apóstol incrédulo y obstinado en su no-fe: «Si no veo... no creeré» (Jn 20, 25).
Cristo dice: «Mira»... comprueba... «y no seas incrédulo...» (Jn 20, 25). O quizá bajo la no-fe está incluso el pecado, el pecado inveterado, al que los hombres modernos no quieren llamar por su nombre, para que el hombre no lo llame así y no busque su remisión. Cristo dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn 20, 22-23). El hombre puede llamar al pecado por su hombre, no está obligado a falsificarlo en sí mismo, porque la Iglesia ha recibido de Cristo el poder y la potencia sobre el pecado para bien de las conciencias humanas.
También éstos son detalles esenciales del mensaje pascual de hoy.
Toda la Iglesia anuncia hoy a todos los hombres la alegría pascual, en la que resuena la victoria sobre el temor del hombre. Sobre el temor de las conciencias humanas, nacido del pecado. Sobre el temor de toda la existencia, nacido de la «muerte de Dios» en el hombre, en la cual se abren las perspectivas de una múltiple «muerte del hombre».
Esta es la alegría de los Apóstoles congregados en el Cenáculo de Jerusalén. Es la alegría pascual de la Iglesia, que en este Cenáculo tuvo su comienzo. Ella tiene su comienzo en la tumba desierta en el Gólgota, y en los corazones de esos hombres sencillos que «la tarde de ese mismo día, el primero después del sábado», ven al Resucitado y escuchan de sus labios el saludo «¡La paz sea con vosotros!».
[Que esta alegría más potente que todo temor del hombre sea participada por esta Iglesia y por esta ciudad, «Augusta Taurinorum», hacia la cual me ha sido dado peregrinar a mí, indigno Sucesor de Pedro.]
Amén.
Homilía(15-04-2007): Abrir el corazón a la Misericordia.
Domingo II de Pascua o de la Misericordia Divina (Año C).
Víspera del 80º Cumpleaños del Papa Benedicto XVI.
Sunday 15 de April de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo «in Albis». En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra «misericordia» encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
[Hace dos años,] después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
[...]
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». He experimentado profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados...». El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: «Señor mío y Dios mío»! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi consagración episcopal: «Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe, incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén».
San Juan Pablo II, papa
Homilía (13-04-1980)
Visita Pastoral a Turín, Atrio de la Catedral
Domingo 13 de abril de 1980.
1. «La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor de los judíos» (Jn 20, 19). Con estas palabras comienza hoy la lectura del Evangelio según Juan.
«Estando cerradas las puertas… por temor».
Ya en la mañana, llegó a los Apóstoles, reunidos en el Cenáculo, la noticia de que el sepulcro, donde había sido puesto Cristo, estaba vacío. La piedra, sellada por la autoridad romana, a petición del Sanedrín, había sido removida. Estaban ausentes los guardias que por iniciativa y orden del mismo Sanedrín debían vigilar junto a la tumba.
Las mujeres, que «muy de madrugada» habían ido al sepulcro de Jesús, pudieron entrar a la tumba sin dificultad. Luego, pudieron hacer lo mismo también Pedro, informado por ellas, y Juan juntamente con él. Pedro entró en el sepulcro; vio los lienzos y el sudario, colocado aparte, con los que había sido envuelto el cuerpo del Maestro. Los dos comprobaron que el sepulcro estaba vacío y abandonado. Creyeron en la veracidad de las palabras que les habían dicho las mujeres, sobre todo María Magdalena; sin embargo… no habían comprendido aún la Escritura, según la cual El debía resucitar de entre los muertos (cf. Jn 20, 1 ss.),
Regresaron, pues, al Cenáculo, esperando el desarrollo ulterior de los acontecimientos. Si el Evangelista Juan, que participó activamente en todo esto, escribe que «se encontraban (en el Cenáculo) con las puertas cerradas por temor a los judíos, esto quiere decir que el temor, en el curso de ese día, fue en ellos más fuerte que los otros sentimientos. Más bien no esperaban nada bueno del hecho de que el sepulcro estuviese vacío; esperaban incluso nuevas molestias, vejaciones por parte de los representantes de las autoridades judías. Este fue un simple temor humano, proveniente de la amenaza inmediata. Sin embargo, en el fondo de este inmediato miedo-temor por ellos mismos, había un temor más profundo, causado por los acontecimientos de los últimos días. Este temor, que comenzó la noche del jueves, había llegado a su culmen en el curso del Viernes Santo, y, después de la sepultura de Jesús, permanecía aún, paralizando todas las iniciativas.
Era el temor que nacía de la muerte de Cristo.
Efectivamente, cuando un día les preguntó: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?» (Mt 16, 13), le habían traído diversas voces y opiniones sobre Cristo; y, luego, interrogados directamente: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» (Mt 16, 15), habían escuchado y aceptado en silencio, como propias, las palabras de Simón Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16).
Por lo tanto, en la cruz murió el Hijo de Dios vivo.
El temor que se había apoderado del corazón de los Apóstoles, tenía sus raíces más profundas en esta muerte: fue el temor nacido, por decirlo así, de la muerte de Dios.
2. El temor atormenta también a la generación contemporánea de los hombres. Lo experimentan de manera acentuada. Quizá lo sienten más profundamente aquellos que son más conscientes de toda la situación del hombro y que, al mismo tiempo, han aceptado la muerte de Dios en el mundo humano.
Este temor no se encuentra en la superficie de la vida humana. En la superficie se compensa mediante los diversos medios de la civilización y de la técnica moderna, que permiten al hombre liberarse de su profundidad, y vivir en la dimensión del «homo oeconomicus», del «homo technicus», del «homo politicus», y, en cierto grado, también en la dimensión del «homo ludens».
Efectivamente, en la actualidad existe y crece con una motivación suficiente, la conciencia de un progreso acelerado del hombre en la esfera de su dominio sobre el mundo visible y sobre la naturaleza.
El hombre, en su dimensión planetaria, jamás fue tan consciente de todas las fuerzas que es capaz de utilizar y destinar al propio servicio, y nunca se ha servido de ellas en tan gran medida. Desde este punto de vista y en esta dimensión, la convicción acerca del progreso de la humanidad está plenamente justificada.
En los países y en los ambientes de mayor progreso técnico y de mayor bienestar material, al compás de esta convicción camina una actitud, que se suele llamar «consumística». Ella, sin embargo, testimonia que la convicción del progreso del hombre está justificada sólo en parte. Más aún, testimonia que esta orientación del progreso puede matar en el hombre lo que es más profunda y más esencialmente humano.
Si estuviese aquí presente madre Teresa de Calcuta —una de esas mujeres que no tienen miedo de acercarse, siguiendo a Cristo, a todas las dimensiones de la humanidad, a todas las situaciones del hombre en el mundo contemporáneo— ella nos diría que en las calles de Calcuta y de otras ciudades del mundo los hombres mueren de hambre…
La actitud «consumística» no toma en consideración toda la verdad sobre el hombre, ni la verdad histórica, ni la social, ni la interior y metafísica. Más bien es una huida de esta verdad. No toma en consideración toda la verdad sobre el hombre. El hombre es creado para la felicidad. ¡Sí! ¡Pero la felicidad del hombre no se identifica en absoluto con el gozar! El hombre orientado «consumísticamente» pierde, en este goce, la dimensión plena de su humanidad, pierde la conciencia del sentido más profundo de la vida. Esta orientación del progreso mata, pues, en el hombre lo que es más profunda y esencialmente humano.
3. Pero el hombre rehúye de la muerte.
El hombre tiene miedo a la muerte. El hombre se defiende de la muerte. Y la sociedad trata de defenderlo de la muerte.
El progreso que, con tanta dificultad, con el derroche de tantas energías y con tantos gastos ha sido construido por las generaciones humanas contiene, sin embargo, en su complejidad, un poderoso coeficiente de muerte. Esconde en sí incluso un gigantesco potencial de muerte, ¿Es necesario comprobar esto en la sociedad, que es consciente de qué posibilidades de destrucción se encuentran en los contemporáneos arsenales militares y nucleares?
Por lo tanto, el hombre contemporáneo tiene miedo. Tienen miedo las superpotencias que disponen de esos arsenales, y tienen miedo los demás: los continentes, las naciones, las ciudades…
Este miedo está justificado. No sólo existen posibilidades de destrucción y de muerte antes desconocidas, sino que hoy ya ¡los hombres matan abundantemente a otros hombres! Matan en las casas, en las fábricas, en las universidades. Los hombres armados con las armas modernas matan a hombres indefensos e inocentes. Incidentes de este género ocurrían siempre, pero hoy esto se ha convertido en un sistema. Si los hombres afirman que es necesario asesinar a otros hombres, a fin de cambiar y mejorar al hombre y a la sociedad, entonces debemos preguntar si, junto con este gigantesco progreso material del que participa nuestra época, no hemos llegado simultáneamente a borrar precisamente al hombre, ¡un valor tan fundamental y elemental! ¿No hemos llegado ya a la negación de ese principio fundamental y elemental, que el antiguo pensador cristiano expresó con la frase: «Es necesario que el hombre viva»? (Ireneo).
Así, pues, un temor justificado atormenta a la generación de los hombres contemporáneos. Esta orientación de un progreso gigantesco que ha llegado a ser el exponente de nuestra civilización, ¿no se convertirá en el comienzo de la muerte gigantesca y programada del hombre?
Esos terribles campos de la muerte, de los que todavía llevan las huellas en su propio cuerpo algunos de nuestros contemporáneos, ¿no son, en nuestro siglo, también un anuncio y una anticipación de esto?
4. Los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén eran presa del miedo: «Estando las puertas cerradas… por temor». Había muerto en la cruz el Hijo de Dios.
El temor, que atormenta a los hombres modernos, ¿acaso no nace también, en su raíz más profunda, de la «muerte de Dios»?
No de aquella sobre la cruz, que se convirtió en el comienzo de la resurrección y en la fuente de la glorificación del Hijo de Dios y, a la vez, en el fundamento de la esperanza humana y en el signo de la salvación; no de ésa.
Sino de la muerte, con la que el hombre hace morir a Dios en sí mismo, y particularmente en el curso de las últimas etapas de su historia, en su pensamiento, en su conciencia, en su actuar. Esto es como un denominador común de muchas iniciativas del pensamiento y de la voluntad humana. El hombre quita a Dios de sí mismo y del mundo, Y llama a eso «liberación de la alienación religiosa». El hombre se substrae y substrae al mundo de Dios, pensando que sólo de este modo podrá entrar en su plena posesión, convirtiéndose en el dueño del mundo y de su propio ser. El hombre, pues, «hace morir» a Dios en sí mismo y en los otros. A esto se encaminan enteros sistemas filosóficos, programas sociales, económicos y políticos. Por esto vivimos en la época de un gigantesco progreso material, que es también la época de una negación de Dios, antes desconocida.
Esta es la imagen de nuestra civilización.
Pero, ¿por qué tiene miedo el hombre? Quizá, incluso porque, como consecuencia de esta negación, en último análisis, se queda solo: metafísicamente solo… interiormente solo.
¿O acaso?… acaso precisamente porque el hombre, que hace morir a Dios, no encontrará siquiera un freno decisivo para no matar al hombre. Este freno decisivo está en Dios. La razón última para que el hombre viva, respete y proteja la vida del hombre, está en Dios. ¡Y el fundamento último del valor y de la dignidad del hombre, del sentido de su vida, es el hecho de que es imagen y semejanza de Dios!
5. La tarde de ese día, el primero después del sábado, estando los Apóstoles con las puertas cerradas «por temor a los judíos», Jesús vino a ellos. Entró, se puso en medio de ellos y les dijo: «La paz sea con vosotros» (Jn 20, 19).
¡Luego El vive! El sepulcro vacío no significaba sino que El había resucitado, como había predicho. Vive, y he aquí que viene a ellos, al mismo lugar que con ellos había dejado la tarde del jueves después de la cena pascual. Vive, en su propio cuerpo. Efectivamente, después de saludarles, «les mostró las manos y el costado» (Jn 20, 20). ¿Por qué? Ciertamente porque allí habían quedado las señales de la crucifixión. Por lo tanto, es el mismo Cristo que fue crucificado y que murió en la cruz, y ahora vive. Es Cristo resucitado. En la mañana del mismo día no se dejó entretener por Magdalena; y ahora «les muestra —a los Apóstoles— las manos y el costado».
«Los discípulos se alegraron viendo al Señor» (Jn 20, 20). ¡Se alegraron! Esta palabra es sencilla y a la vez profunda. No habla directamente de la profundidad y de la potencia de la alegría, de que se hicieron partícipes los testigos del Resucitado, pero nos permite intuirlo. Si su temor tenía las raíces más profundas en el hecho de la muerte del Hijo de Dios, entonces la alegría del encuentro con el Resucitado debía estar en consonancia con ese temor. Debía ser mayor que el temor. Esta alegría era tanto mayor, en cuanto, humanamente, era más difícil de aceptar. Y cuán difícil resultase, lo testimonia el comportamiento posterior de Tomás, que «no estaba con ellos cuando vino Jesús» (Jn 20, 24).
Es arduo describir esta alegría. Y es arduo medirla con el metro de la sicología humana. Es sencilla, con toda la sencillez del Evangelio y, a la vez, es profunda en toda su profundidad. Y la profundidad del Evangelio es tal, que en él está contenido completamente todo el hombre. Está contenido en él superabundantemente: con toda su voluntad, con toda la aspiración de su espíritu y con todos los deseos de su «corazón». Está contenido también con toda la profundidad de ese temor suyo, que nace de la «muerte de Dios», y que nace también en la perspectiva de la «muerte del hombre».
Precisamente estos tiempos en que vivimos, tiempos en que se ha obrado la perspectiva de la «muerte del hombre» nacida de la «muerte de Dios» en el pensamiento humano, en la conciencia humana, en el actuar humano, precisamente estos tiempos exigen, de modo particular, la verdad sobre la resurrección del Crucificado. Exigen también el testimonio de la resurrección, que sea más elocuente que nunca.
No en vano el Vaticano II ha llamado la atención de toda la Iglesia hacia el «mysterium paschale».
6. Vivimos, pues, hoy este misterio con toda la Iglesia que está en Turín. Damos testimonio de la resurrección de Cristo ante esta ciudad y ante la sociedad. Que todo Turín se convierta en un cenáculo de este encuentro con el Resucitado, al que nos lleva hoy la santa liturgia.
Hay para esto ricas razones históricas, que se remontan a tiempos antiguos. Pero, ante todo, estas raíces se encuentran en la historia reciente de vuestra ciudad y de vuestra Iglesia. El misterio pascual ha encontrado aquí algunos espléndidos testigos y apóstoles, en particular entre los siglos XIX y XX. Por lo demás, no podía ser de otra manera en la ciudad que custodia una reliquia única y misteriosa, como la Sábana Santa, testigo singularísimo —si aceptamos los argumentos de tantos científicos— de la Pascua: de la pasión, de la muerte y de la resurrección. ¡Testigo mudo, pero a la vez sorprendentemente elocuente!
Por consiguiente, en todos esos hombres que han dejado aquí, en Turín, una huella y una semilla, tan maravillosas, de la santidad: Don Bosco, Cottolengo, Cafasso, a través de estos hombres, repito, ¿acaso no ha obrado aquí Cristo crucificado y resucitado?
Pero dirá alguno: esta es historia de ayer. Hoy es diferente, radicalmente diferente. El «hoy» borra el «ayer». No existe ya el Turín de los santos, sino el Turín de la gran industria y de la gran secularización, el Turín de una cotidiana lucha de clases y de una incesante violencia. Los santos pertenecen al pasado, no valen para los tiempos de hoy, dirá alguno.
Pero está Cristo. Y El vale para todos los tiempos: «Jesucristo es el mismo hoy, ayer y por los siglos» (Heb 13, 8). Más aún. Escuchemos el Apocalipsis de Juan Apóstol. El da un testimonio especial de este Cristo de ayer, de hoy y de mañana: «Así que le vi, caí a sus pies como muerto; pero El puso su diestra sobre mí, diciendo: No temas; yo soy el primero y el último, el viviente, que fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (1, 17-18).
Poder sobre la muerte…
Sí. La única llave contra la «muerte del hombre» la posee El: el Hijo de Dios vivo, El, el Testigo de Dios vivo: «El Primero y el Ultimo y el Viviente».
Esto se nos ha dicho a nosotros, hombres de la época de un gigantesco progreso, y de la época de un miedo que crece a la par de los éxitos humanos y de sus amenazas.
Esto se ha dicho para nosotros.
7. ¿Y acaso son hoy más numerosos entre nosotros los no creyentes que los creyentes? Quizá ha muerto la fe y ha sido cubierta por un estrato de costumbres laicas, o incluso de negación y de desprecio…
En el acontecimiento evangélico y litúrgico de hoy hay también un Apóstol incrédulo y obstinado en su no-fe: «Si no veo… no creeré» (Jn 20, 25).
Cristo dice: «Mira»… comprueba… «y no seas incrédulo…» (Jn 20, 25). O quizá bajo la no-fe está incluso el pecado, el pecado inveterado, al que los hombres modernos no quieren llamar por su nombre, para que el hombre no lo llame así y no busque su remisión. Cristo dice: «Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos» (Jn 20, 22-23). El hombre puede llamar al pecado por su hombre, no está obligado a falsificarlo en sí mismo, porque la Iglesia ha recibido de Cristo el poder y la potencia sobre el pecado para bien de las conciencias humanas.
También éstos son detalles esenciales del mensaje pascual de hoy.
Toda la Iglesia anuncia hoy a todos los hombres la alegría pascual, en la que resuena la victoria sobre el temor del hombre. Sobre el temor de las conciencias humanas, nacido del pecado. Sobre el temor de toda la existencia, nacido de la «muerte de Dios» en el hombre, en la cual se abren las perspectivas de una múltiple «muerte del hombre».
Esta es la alegría de los Apóstoles congregados eh el Cenáculo de Jerusalén. Es la alegría pascual de la Iglesia, que en este Cenáculo tuvo su comienzo. Ella tiene su comienzo en la tumba desierta en el Gólgota, y en los corazones de esos hombres sencillos que «la tarde de ese mismo día, el primero después del sábado», ven al Resucitado y escuchan de sus labios el saludo «¡La paz sea con vosotros!».
Que esta alegría más potente que todo temor del hombre sea participada por esta Iglesia y por esta ciudad, «Augusta Taurinorum», hacia la cual me ha sido dado peregrinar a mí, indigno Sucesor de Pedro.
Amén.
Homilía (22-04-2001)
Domingo 22 de abril de 2001
Domingo de la Misericordia Divina.
1. «No temas: yo soy el primero y el último, yo soy el que vive. Estaba muerto, y ya ves, vivo por los siglos de los siglos» (Ap 1, 17-18).
En la segunda lectura, tomada del libro del Apocalipsis, hemos escuchado estas consoladoras palabras, que nos invitan a dirigir la mirada a Cristo, para experimentar su tranquilizadora presencia. En cualquier situación en que nos encontremos, aunque sea la más compleja y dramática, el Resucitado nos repite a cada uno: «No temas»; morí en la cruz, pero ahora «vivo por los siglos de los siglos»; «yo soy el primero y el último, yo soy el que vive».
«El primero», es decir, la fuente de todo ser y la primicia de la nueva creación; «el último», el término definitivo de la historia; «el que vive», el manantial inagotable de la vida que ha derrotado la muerte para siempre. En el Mesías crucificado y resucitado reconocemos los rasgos del Cordero inmolado en el Gólgota, que implora el perdón para sus verdugos y abre a los pecadores arrepentidos las puertas del cielo; vislumbramos el rostro del Rey inmortal, que tiene ya «las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1, 18).
2. «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 117, 1).
Hagamos nuestra la exclamación del salmista, que hemos cantado en el Salmo responsorial: la misericordia del Señor es eterna. Para comprender a fondo la verdad de estas palabras, dejemos que la liturgia nos guíe al corazón del acontecimiento salvífico, que une la muerte y la resurrección de Cristo a nuestra existencia y a la historia del mundo. Este prodigio de misericordia ha cambiado radicalmente el destino de la humanidad. Es un prodigio en el que se manifiesta plenamente el amor del Padre, el cual, con vistas a nuestra redención, no se arredra ni siquiera ante el sacrificio de su Hijo unigénito.
Tanto los creyentes como los no creyentes pueden admirar en el Cristo humillado y sufriente una solidaridad sorprendente, que lo une a nuestra condición humana más allá de cualquier medida imaginable. La cruz, incluso después de la resurrección del Hijo de Dios, «habla y no cesa nunca de decir que Dios-Padre es absolutamente fiel a su eterno amor por el hombre. (…) Creer en ese amor significa creer en la misericordia» (Dives in misericordia, 7).
Queremos dar gracias al Señor por su amor, que es más fuerte que la muerte y que el pecado. Ese amor se revela y se realiza como misericordia en nuestra existencia diaria, e impulsa a todo hombre a tener, a su vez, «misericordia» hacia el Crucificado. ¿No es precisamente amar a Dios y amar al próximo, e incluso a los «enemigos», siguiendo el ejemplo de Jesús, el programa de vida de todo bautizado y de la Iglesia entera?
3. Con estos sentimientos, celebramos el II domingo de Pascua, que desde el año pasado, el año del gran jubileo, se llama también domingo de la Misericordia divina. Para mí es una gran alegría poder unirme a todos vosotros, queridos peregrinos y devotos, que habéis venido de diferentes naciones para conmemorar, a un año de distancia, la canonización de sor Faustina Kowalska, testigo y mensajera del amor misericordioso del Señor. La elevación al honor de los altares de esta humilde religiosa, hija de mi tierra, representa un don no sólo para Polonia, sino también para toda la humanidad. En efecto, el mensaje que anunció constituye la respuesta adecuada y decisiva que Dios quiso dar a los interrogantes y a las expectativas de los hombres de nuestro tiempo, marcado por enormes tragedias. Un día Jesús le dijo a sor Faustina: «La humanidad no encontrará paz hasta que se dirija con confianza a la misericordia divina» (Diario, p. 132). ¡La misericordia divina! Este es el don pascual que la Iglesia recibe de Cristo resucitado y que ofrece a la humanidad, en el alba del tercer milenio.
4. El evangelio, que acabamos de proclamar, nos ayuda a captar plenamente el sentido y el valor de este don. El evangelista san Juan nos hace compartir la emoción que experimentaron los Apóstoles durante el encuentro con Cristo, después de su resurrección. Nuestra atención se centra en el gesto del Maestro, que transmite a los discípulos temerosos y atónitos la misión de ser ministros de la misericordia divina. Les muestra sus manos y su costado con los signos de su pasión, y les comunica: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). E inmediatamente después «exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos»» (Jn 20, 22-23). Jesús les confía el don de «perdonar los pecados», un don que brota de las heridas de sus manos, de sus pies y sobre todo de su costado traspasado. Desde allí una ola de misericordia inunda toda la humanidad.
Revivamos este momento con gran intensidad espiritual. También a nosotros el Señor nos muestra hoy sus llagas gloriosas y su corazón, manantial inagotable de luz y verdad, de amor y perdón.
5. ¡El Corazón de Cristo! Su «Sagrado Corazón» ha dado todo a los hombres: la redención, la salvación y la santificación. De ese Corazón rebosante de ternura, santa Faustina Kowalska vio salir dos haces de luz que iluminaban el mundo. «Los dos rayos -como le dijo el mismo Jesús- representan la sangre y el agua» (Diario, p. 132). La sangre evoca el sacrificio del Gólgota y el misterio de la Eucaristía; el agua, según la rica simbología del evangelista san Juan, alude al bautismo y al don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14).
A través del misterio de este Corazón herido, no cesa de difundirse también entre los hombres y las mujeres de nuestra época el flujo restaurador del amor misericordioso de Dios. Quien aspira a la felicidad auténtica y duradera, sólo en él puede encontrar su secreto.
6. «Jesús, en ti confío». Esta jaculatoria, que rezan numerosos devotos, expresa muy bien la actitud con la que también nosotros queremos abandonarnos con confianza en tus manos, oh Señor, nuestro único Salvador.
Tú ardes del deseo de ser amado, y el que sintoniza con los sentimientos de tu corazón aprende a ser constructor de la nueva civilización del amor. Un simple acto de abandono basta para romper las barreras de la oscuridad y la tristeza, de la duda y la desesperación. Los rayos de tu misericordia divina devuelven la esperanza, de modo especial, al que se siente oprimido por el peso del pecado.
María, Madre de misericordia, haz que mantengamos siempre viva esta confianza en tu Hijo, nuestro Redentor. Ayúdanos también tú, santa Faustina, que hoy recordamos con particular afecto. Fijando nuestra débil mirada en el rostro del Salvador divino, queremos repetir contigo: «Jesús, en ti confío». Hoy y siempre. Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (15-04-2007)
Domingo 15 de abril de 2007
Domingo de la Misericordia Divina.
Queridos hermanos y hermanas:
Según una antigua tradición, este domingo se llama domingo «in Albis». En este día, los neófitos de la Vigilia pascual se ponían una vez más su vestido blanco, símbolo de la luz que el Señor les había dado en el bautismo. Después se quitaban el vestido blanco, pero debían introducir en su vida diaria la nueva luminosidad que se les había comunicado; debían proteger diligentemente la llama delicada de la verdad y del bien que el Señor había encendido en ellos, para llevar así a nuestro mundo algo de la luminosidad y de la bondad de Dios.
El Santo Padre Juan Pablo II quiso que este domingo se celebrara como la fiesta de la Misericordia Divina: en la palabra «misericordia» encontraba sintetizado y nuevamente interpretado para nuestro tiempo todo el misterio de la Redención. Vivió bajo dos regímenes dictatoriales y, en contacto con la pobreza, la necesidad y la violencia, experimentó profundamente el poder de las tinieblas, que amenaza al mundo también en nuestro tiempo. Pero también experimentó, con la misma intensidad, la presencia de Dios, que se opone a todas estas fuerzas con su poder totalmente diverso y divino: con el poder de la misericordia. Es la misericordia la que pone un límite al mal. En ella se expresa la naturaleza del todo peculiar de Dios: su santidad, el poder de la verdad y del amor.
Hace dos años, después de las primeras Vísperas de esta festividad, Juan Pablo II terminó su existencia terrena. Al morir, entró en la luz de la Misericordia divina, desde la cual, más allá de la muerte y desde Dios, ahora nos habla de un modo nuevo. Tened confianza —nos dice— en la Misericordia divina. Convertíos día a día en hombres y mujeres de la misericordia de Dios. La misericordia es el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el bautismo. No debemos dejar que esta luz se apague; al contrario, debe aumentar en nosotros cada día para llevar al mundo la buena nueva de Dios.
[…]
En la primera lectura de este domingo se nos narra que, en los albores de la Iglesia naciente, la gente llevaba a los enfermos a las plazas para que Pedro, al pasar, los cubriera con su sombra: a esta sombra se atribuía una fuerza de curación, pues provenía de la luz de Cristo y por eso encerraba algo del poder de su bondad divina.
La sombra de Pedro, mediante la comunidad de la Iglesia católica, ha cubierto mi vida desde el inicio, y he aprendido que es una sombra buena, una sombra de curación porque, en definitiva, proviene precisamente de Cristo mismo. Pedro era un hombre con todas las debilidades de un ser humano, pero sobre todo era un hombre lleno de una fe apasionada en Cristo, lleno de amor a él. Mediante su fe y su amor, la fuerza de curación de Cristo, su fuerza unificadora, ha llegado a los hombres, aunque mezclada con toda la debilidad de Pedro. Busquemos también hoy la sombra de Pedro, para estar en la luz de Cristo.
Nacimiento y renacimiento; familia terrena y gran familia de Dios: este es el gran don de las múltiples misericordias de Dios, el fundamento en el que nos apoyamos. Prosiguiendo por el camino de la vida, después me salió al encuentro un don nuevo y exigente: la llamada al ministerio sacerdotal. En la fiesta de san Pedro y san Pablo de 1951, cuando mis compañeros y yo —éramos más de cuarenta— nos encontramos en la catedral de Freising postrados en el suelo se invocó a todos los santos en favor nuestro, me pesaba la conciencia de la pobreza de mi existencia ante esta tarea. Sí, era un consuelo el hecho de que se invocara sobre nosotros la protección de los santos de Dios, de los vivos y de los muertos. Sabía que no estaría solo.
Y ¡qué confianza nos infundían las palabras de Jesús, que después, durante la liturgia de la ordenación, pudimos escuchar de los labios del obispo: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». He experimentado profundamente que él, el Señor, no es sólo el Señor, sino también un amigo. Ha puesto su mano sobre mí, y no me abandonará. Estas palabras se pronunciaban entonces en el contexto de la concesión de la facultad de administrar el sacramento de la Reconciliación y así, en nombre de Cristo, de perdonar los pecados. Es lo mismo que hemos escuchado hoy en el Evangelio: el Señor sopla sobre sus discípulos. Les concede su Espíritu, el Espíritu Santo: «A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados…». El Espíritu de Jesucristo es fuerza de perdón. Es fuerza de la Misericordia divina. Da la posibilidad de volver a comenzar siempre de nuevo. La amistad de Jesucristo es amistad de Aquel que hace de nosotros personas que perdonan, de Aquel que nos perdona también a nosotros, que nos levanta continuamente de nuestra debilidad y precisamente así nos educa, nos infunde la conciencia del deber interior del amor, del deber de corresponder a su confianza con nuestra fidelidad.
En el pasaje evangélico de hoy también hemos escuchado la narración del encuentro del apóstol Tomás con el Señor resucitado: al apóstol se le concede tocar sus heridas, y así lo reconoce, más allá de la identidad humana de Jesús de Nazaret, en su verdadera y más profunda identidad: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). El Señor ha llevado consigo sus heridas a la eternidad. Es un Dios herido; se ha dejado herir por amor a nosotros. Sus heridas son para nosotros el signo de que nos comprende y se deja herir por amor a nosotros. Nosotros podemos tocar sus heridas en la historia de nuestro tiempo, pues se deja herir continuamente por nosotros. ¡Qué certeza de su misericordia nos dan sus heridas y qué consuelo significan para nosotros! ¡Y qué seguridad nos dan sobre lo que es él: «Señor mío y Dios mío»! Nosotros debemos dejarnos herir por él.
Las misericordias de Dios nos acompañan día a día. Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir. Somos muy propensos a notar sólo la fatiga diaria que a nosotros, como hijos de Adán, se nos ha impuesto. Pero si abrimos nuestro corazón, entonces, aunque estemos sumergidos en ella, podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes. Al aumentar el peso de la responsabilidad, el Señor ha traído también nueva ayuda a mi vida. Constato siempre con alegría y gratitud cuán grande es el número de los que me sostienen con su oración; de los que con su fe y su amor me ayudan a desempeñar mi ministerio; de los que son indulgentes con mi debilidad, reconociendo también en la sombra de Pedro la luz benéfica de Jesucristo. Por eso, en esta hora, quisiera dar gracias de corazón al Señor y a todos vosotros.
Quisiera concluir esta homilía con la oración del santo Papa León Magno, la oración que, precisamente hace treinta años, escribí sobre el recordatorio de mi consagración episcopal: «Pedid a nuestro buen Dios que fortalezca la fe, incremente el amor y aumente la paz en nuestros días. Que me haga a mí, su humilde siervo, idóneo para su tarea y útil para vuestra edificación, y me conceda prestar un servicio tal que, junto con el tiempo que se me conceda, crezca mi entrega. Amén».
Regina Caeli (15-04-2007)
Domingo de la Misericordia Divina, 15 de abril de 2007.
Queridos hermanos y hermanas:
Os renuevo a todos mis mejores deseos de una feliz Pascua, en el domingo que concluye la octava y se denomina tradicionalmente domingo in Albis, como dije ya en la homilía. Por voluntad de mi venerado predecesor, el siervo de Dios Juan Pablo II, que murió precisamente después de las primeras Vísperas de esta festividad, este domingo está dedicado también a la Misericordia Divina. En esta solemnidad tan singular he celebrado, en esta plaza, la santa misa acompañado por cardenales, obispos y sacerdotes, por fieles de Roma y por numerosos peregrinos, que han querido reunirse en torno al Papa en la víspera de sus 80 años. A todos les renuevo, desde lo más profundo de mi corazón, mi gratitud más sincera, que extiendo a toda la Iglesia, la cual me rodea con su afecto, como una verdadera familia, especialmente durante estos días.
Este domingo —como decía— concluye la semana o, más precisamente, la «octava» de Pascua, que la liturgia considera como un único día: «Este es el día en que actuó el Señor» (Sal 117, 24). No es un tiempo cronológico, sino espiritual, que Dios abrió en el entramado de los días cuando resucitó a Cristo de entre los muertos. El Espíritu Creador, al infundir la vida nueva y eterna en el cuerpo sepultado de Jesús de Nazaret, llevó a la perfección la obra de la creación, dando origen a una «primicia»: primicia de una humanidad nueva que es, al mismo tiempo, primicia de un nuevo mundo y de una nueva era.
Esta renovación del mundo se puede resumir en una frase: la que Jesús resucitado pronunció como saludo y sobre todo como anuncio de su victoria a los discípulos: «Paz a vosotros» (Lc 24, 36; Jn 20, 19. 21. 26). La paz es el don que Cristo ha dejado a sus amigos (cf. Jn 14, 27) como bendición destinada a todos los hombres y a todos los pueblos. No la paz según la mentalidad del «mundo», como equilibrio de fuerzas, sino una realidad nueva, fruto del amor de Dios, de su misericordia. Es la paz que Jesucristo adquirió al precio de su sangre y que comunica a los que confían en él. «Jesús, confío en ti»: en estas palabras se resume la fe del cristiano, que es fe en la omnipotencia del amor misericordioso de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, a la vez que os agradezco nuevamente vuestra cercanía espiritual con ocasión de mi cumpleaños y del aniversario de mi elección como Sucesor de Pedro, os encomiendo a todos a María, Madre de misericordia, Madre de Jesús, que es la encarnación de la Misericordia divina. Con su ayuda, dejémonos renovar por el Espíritu, para cooperar en la obra de paz que Dios está realizando en el mundo y que no hace ruido, sino que actúa en los innumerables gestos de caridad de todos sus hijos.
Regina Caeli (11-04-2010)
Castelgandolfo
Domingo 11 de abril de 2010.
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor», caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al ver a Jesús. Desde la antigüedad este domingo se llama «in albis», del término latino «alba», dado al vestido blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de Pascua y se quitaban a los ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó este mismo domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio de san Juan (20, 19-31) de este domingo. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica que «las puertas cerradas no impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» (In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su Resurrección, con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria (cfr. Hom. in Evang., 21, 1: CCL141, 219). Jesús muestra las señales de la pasión, hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque. ¿Pero cómo es posible que un discípulo dude? En realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho hasta de la incredulidad de Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho, tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza, sino también la nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá, para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió: «Como el Padre me ha enviado, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos, diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan— creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre» (20, 31).
A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a seguir el ejemplo del santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo transformar el corazón y la vida de muchas personas, pues logró hacerles percibir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio semejante y un testimonio tal de la verdad del amor» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal). De este modo haremos cada vez más familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no han visto, pero de cuya infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina de los Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la invocamos exultantes de alegría: Regina caeli…
Francisco, papa
Homilía (07-04-2013)
Celebración de Toma de Posesión del Papa Francisco como Obispo de Roma.
Basílica de San Juan de Letrán
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 7 de abril de 2013
Con gran alegría celebro por primera vez la Eucaristía en esta Basílica Lateranense, catedral del Obispo de Roma. Saludo con sumo afecto al querido Cardenal Vicario, a los Obispos auxiliares, al Presbiterio diocesano, a los Diáconos, a las Religiosas y Religiosos y a todos los fieles laicos. Saludo asimismo al señor Alcalde, a su esposa y a todas las Autoridades. Caminemos juntos a la luz del Señor Resucitado.
1. Celebramos hoy el segundo domingo de Pascua, también llamado «de la Divina Misericordia». Qué hermosa es esta realidad de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor tan grande, tan profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía.
2. En el Evangelio de hoy, el apóstol Tomás experimenta precisamente esta misericordia de Dios, que tiene un rostro concreto, el de Jesús, el de Jesús resucitado. Tomás no se fía de lo que dicen los otros Apóstoles: «Hemos visto el Señor»; no le basta la promesa de Jesús, que había anunciado: al tercer día resucitaré. Quiere ver, quiere meter su mano en la señal de los clavos y del costado. ¿Cuál es la reacción de Jesús? La paciencia: Jesús no abandona al terco Tomás en su incredulidad; le da una semana de tiempo, no le cierra la puerta, espera. Y Tomás reconoce su propia pobreza, la poca fe: «Señor mío y Dios mío»: con esta invocación simple, pero llena de fe, responde a la paciencia de Jesús. Se deja envolver por la misericordia divina, la ve ante sí, en las heridas de las manos y de los pies, en el costado abierto, y recobra la confianza: es un hombre nuevo, ya no es incrédulo sino creyente.
Y recordemos también a Pedro: que tres veces reniega de Jesús precisamente cuando debía estar más cerca de él; y cuando toca el fondo encuentra la mirada de Jesús que, con paciencia, sin palabras, le dice: «Pedro, no tengas miedo de tu debilidad, confía en mí»; y Pedro comprende, siente la mirada de amor de Jesús y llora. Qué hermosa es esta mirada de Jesús – cuánta ternura –. Hermanos y hermanas, no perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios.
Pensemos en los dos discípulos de Emaús: el rostro triste, un caminar errante, sin esperanza. Pero Jesús no les abandona: recorre a su lado el camino, y no sólo. Con paciencia explica las Escrituras que se referían a Él y se detiene a compartir con ellos la comida. Éste es el estilo de Dios: no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo y enseguida, también con las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los puentes, sabe perdonar. Recordémoslo en nuestra vida de cristianos: Dios nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos.
A mí me produce siempre una gran impresión releer la parábola del Padre misericordioso, me impresiona porque me infunde siempre una gran esperanza. Pensad en aquel hijo menor que estaba en la casa del Padre, era amado; y aun así quiere su parte de la herencia; y se va, lo gasta todo, llega al nivel más bajo, muy lejos del Padre; y cuando ha tocado fondo, siente la nostalgia del calor de la casa paterna y vuelve. ¿Y el Padre? ¿Había olvidado al Hijo? No, nunca. Está allí, lo ve desde lejos, lo estaba esperando cada día, cada momento: ha estado siempre en su corazón como hijo, incluso cuando lo había abandonado, incluso cuando había dilapidado todo el patrimonio, es decir su libertad; el Padre con paciencia y amor, con esperanza y misericordia no había dejado ni un momento de pensar en él, y en cuanto lo ve, todavía lejano, corre a su encuentro y lo abraza con ternura, la ternura de Dios, sin una palabra de reproche: Ha vuelto. Y esta es la alegría del padre. En ese abrazo al hijo está toda esta alegría: ¡Ha vuelto!. Dios siempre nos espera, no se cansa. Jesús nos muestra esta paciencia misericordiosa de Dios para que recobremos la confianza, la esperanza, siempre. Un gran teólogo alemán, Romano Guardini, decía que Dios responde a nuestra debilidad con su paciencia y éste es el motivo de nuestra confianza, de nuestra esperanza (cf. Glaubenserkenntnis, Würzburg 1949, 28). Es como un diálogo entre nuestra debilidad y la paciencia de Dios, es un diálogo que si lo hacemos, nos da esperanza.
3. Quisiera subrayar otro elemento: la paciencia de Dios debe encontrar en nosotros la valentía de volver a Él, sea cual sea el error, sea cual sea el pecado que haya en nuestra vida. Jesús invita a Tomás a meter su mano en las llagas de sus manos y de sus pies y en la herida de su costado. También nosotros podemos entrar en las llagas de Jesús, podemos tocarlo realmente; y esto ocurre cada vez que recibimos los sacramentos. San Bernardo, en una bella homilía, dice: «A través de estas hendiduras, puedo libar miel silvestre y aceite de rocas de pedernal (cf. Dt 32,13), es decir, puedo gustar y ver qué bueno es el Señor» (Sermón 61, 4. Sobre el libro del Cantar de los cantares). Es precisamente en las heridas de Jesús que nosotros estamos seguros, ahí se manifiesta el amor inmenso de su corazón. Tomás lo había entendido. San Bernardo se pregunta: ¿En qué puedo poner mi confianza? ¿En mis méritos? Pero «mi único mérito es la misericordia de Dios. No seré pobre en méritos, mientras él no lo sea en misericordia. Y, porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos» (ibid, 5). Esto es importante: la valentía de confiarme a la misericordia de Jesús, de confiar en su paciencia, de refugiarme siempre en las heridas de su amor. San Bernardo llega a afirmar: «Y, aunque tengo conciencia de mis muchos pecados, si creció el pecado, más desbordante fue la gracia (Rm 5,20)» (ibid.).Tal vez alguno de nosotros puede pensar: mi pecado es tan grande, mi lejanía de Dios es como la del hijo menor de la parábola, mi incredulidad es como la de Tomás; no tengo las agallas para volver, para pensar que Dios pueda acogerme y que me esté esperando precisamente a mí. Pero Dios te espera precisamente a ti, te pide sólo el valor de regresar a Él. Cuántas veces en mi ministerio pastoral me han repetido: «Padre, tengo muchos pecados»; y la invitación que he hecho siempre es: «No temas, ve con Él, te está esperando, Él hará todo». Cuántas propuestas mundanas sentimos a nuestro alrededor. Dejémonos sin embargo aferrar por la propuesta de Dios, la suya es una caricia de amor. Para Dios no somos números, somos importantes, es más somos lo más importante que tiene; aun siendo pecadores, somos lo que más le importa.
Adán después del pecado sintió vergüenza, se ve desnudo, siente el peso de lo que ha hecho; y sin embargo Dios no lo abandona: si en ese momento, con el pecado, inicia nuestro exilio de Dios, hay ya una promesa de vuelta, la posibilidad de volver a Él. Dios pregunta enseguida: «Adán, ¿dónde estás?», lo busca. Jesús quedó desnudo por nosotros, cargó con la vergüenza de Adán, con la desnudez de su pecado para lavar nuestro pecado: sus llagas nos han curado. Acordaos de lo de san Pablo: ¿De qué me puedo enorgullecer sino de mis debilidades, de mi pobreza? Precisamente sintiendo mi pecado, mirando mi pecado, yo puedo ver y encontrar la misericordia de Dios, su amor, e ir hacia Él para recibir su perdón.
En mi vida personal, he visto muchas veces el rostro misericordioso de Dios, su paciencia; he visto también en muchas personas la determinación de entrar en las llagas de Jesús, diciéndole: Señor estoy aquí, acepta mi pobreza, esconde en tus llagas mi pecado, lávalo con tu sangre. Y he visto siempre que Dios lo ha hecho, ha acogido, consolado, lavado, amado.
Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa, de habitar en las heridas de su amor dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, tan hermosa, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor.
Regina Caeli (07-04-2013)
Plaza de San Pedro.
II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, 7 de abril de 2013.
¡Queridos hermanos y hermanas! ¡Buenos días!
En este domingo que concluye la Octava de Pascua renuevo a todos la felicitación pascual con las palabras mismas de Jesús Resucitado: «¡Paz a vosotros!» (Jn 20, 19.21.26). No es un saludo ni una sencilla felicitación: es un don; más aún, el don precioso que Cristo ofrece a sus discípulos después de haber pasado a través de la muerte y los infiernos. Da la paz, como había prometido: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo» (Jn 14, 27). Esta paz es el fruto de la victoria del amor de Dios sobre el mal, es el fruto del perdón. Y es justamente así: la verdadera paz, la paz profunda, viene de tener experiencia de la misericordia de Dios. Hoy es el domingo de la Divina Misericordia, por voluntad del beato Juan Pablo II, que cerró los ojos a este mundo precisamente en las vísperas de esta celebración.
El Evangelio de Juan nos refiere que Jesús se apareció dos veces a los Apóstoles, encerrados en el Cenáculo: la primera, la tarde misma de la Resurrección, y en aquella ocasión no estaba Tomás, quien dijo: si no veo y no toco, no creo. La segunda vez, ocho días después, estaba también Tomás. Y Jesús se dirigió precisamente a él, le invitó a mirar las heridas, a tocarlas; y Tomás exclamó: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Entonces Jesús dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» (v. 29). ¿Y quiénes eran los que habían creído sin ver? Otros discípulos, otros hombres y mujeres de Jerusalén que, aún no habiendo encontrado a Jesús Resucitado, creyeron por el testimonio de los Apóstoles y de las mujeres. Esta es una palabra muy importante sobre la fe; podemos llamarla la bienaventuranza de la fe. Bienaventurados los que no han visto y han creído: ¡ésta es la bienaventuranza de la fe! En todo tiempo y en todo lugar son bienaventurados aquellos que, a través de la Palabra de Dios, proclamada en la Iglesia y testimoniada por los cristianos, creen que Jesucristo es el amor de Dios encarnado, la Misericordia encarnada. ¡Y esto vale para cada uno de nosotros!
A los Apóstoles Jesús dio, junto a su paz, el Espíritu Santo para que pudieran difundir en el mundo el perdón de los pecados, ese perdón que sólo Dios puede dar y que costó la Sangre del Hijo (cf. Jn 20, 21-23). La Iglesia ha sido enviada por Cristo Resucitado a trasmitir a los hombres la remisión de los pecados, y así hacer crecer el Reino del amor, sembrar la paz en los corazones, a fin de que se afirme también en las relaciones, en las sociedades, en las instituciones. Y el Espíritu de Cristo Resucitado expulsa el temor del corazón de los Apóstoles y les impulsa a salir del Cenáculo para llevar el Evangelio. ¡Tengamos también nosotros más valor para testimoniar la fe en el Cristo Resucitado! ¡No debemos temer ser cristianos y vivir como cristianos! Debemos tener esta valentía de ir y anunciar a Cristo Resucitado, porque Él es nuestra paz, Él ha hecho la paz con su amor, con su perdón, con su sangre, con su misericordia.
Queridos amigos, esta tarde celebraré la Eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, que es la Catedral del Obispo de Roma. Roguemos juntos a la Virgen María para que nos ayude, a obispo y pueblo, a caminar en la fe y en la caridad, confiados siempre en la misericordia del Señor: Él siempre nos espera, nos ama, nos ha perdonado con su sangre y nos perdona cada vez que acudimos a Él a pedir el perdón. ¡Confiemos en su misericordia!
Homilías en Italiano para posterior traducción
Omelia (09-04-1983)
VISITA ALLA SCUOLA ALLIEVI CARABINIERI.
Sabato, 9 aprile 1983.
1. “Abbiamo contemplato o Dio, le meraviglie del tuo amore” (Psalmus responsorius Dominicae II post Pascha). Queste parole, tratte dalla liturgia di questa Messa prefestiva della seconda domenica di Pasqua, ci mettono nel giusto atteggiamento interiore di fronte al mistero pasquale, che qui oggi celebriamo insieme, e suscitano nel cuore anche un sentimento di letizia. E io desidero, innanzitutto, esprimere a tutti la mia gioia per essere oggi con voi. Vi ringrazio dell’invito e vi saluto di cuore. Rivolgo il mio saluto alle autorità qui presenti: al Comandante dell’Arma dei Carabinieri, Generale Valditara, ai Comandanti delle Scuole ufficiali, sottufficiali e allievi, agli allievi di ogni ordine e grado, oltre che alle rappresentanze dei reparti di Roma e d’Italia, a quelle dell’Opera nazionale orfani carabinieri, dell’Associazione nazionale carabinieri in congedo, alle vedove e agli orfani dei carabinieri caduti. Una menzione speciale desidero riservare all’Ordinario militare e ai Cappellani, che si prodigano per la vostra assistenza religiosa. A tutti voi va il mio pensiero deferente e, anzi, affettuoso.
Voglio anche dirvi il mio apprezzamento per l’attività da voi esercitata. Sono universalmente note le qualità che vi contraddistinguono: fedeltà allo Stato, dedizione al dovere, spirito di servizio. Sono virtù che rendono giustamente popolare il vostro Corpo, e delle quali dovete sempre dimostrarvi degni testimoni. So, comunque, che già avete avuto modo di comprovarle ampiamente nella lunga e gloriosa storia dell’Arma. Più volte, e anche in anni recenti, i Carabinieri hanno pagato di persona, e con la stessa vita, l’attaccamento al loro ideale, manifestando così un altruismo, una generosità, uno spirito di sacrificio, che ai nostri giorni sembrerebbero cosa rara. Mi piace citare, a questo proposito, l’eroico comportamento del vice brigadiere Salvo D’Acquisto durante il secondo conflitto mondiale, luminoso esempio di abnegazione e di sacrificio: ma so che molti altri non sono stati e non sono da meno. Questi sono esempi che rifulgono al di sopra di ogni interesse di parte e si impongono non solo al rispetto, ma anche all’ammirazione e alla riconoscenza di tutti. E io oggi vorrei anche farmi interprete di un diffuso sentimento, ringraziando voi e tutti i vostri colleghi per quanto fate, spendendovi instancabilmente in favore di una vita più sicura e più umana nella diletta Nazione italiana.
2. Carissimi, siamo stasera qui riuniti per celebrare una liturgia domenicale, che si colloca ancora a immediato ridosso della Festività di Pasqua, traendo da essa tutta la propria densità di significato. E oggi è offerta a tutti voi la possibilità per il vostro incontro pasquale con Cristo in questo Anno Giubilare della Redenzione.
Ho parlato poco fa di dedizione e di sacrificio come vostre qualità tipiche. Ma voi sapete bene che nel centro focale del messaggio cristiano c’è proprio il sacrificio di un uomo, anzi del “Figlio dell’uomo”, come lo chiama la seconda lettura biblica (Ap 1, 13), cioè Gesù Cristo, vero Dio e vero uomo, che ci ha amati e ha dato se stesso per noi (cf. Ef 5, 2; Gal 2, 20). Il suo sangue è stato lo strumento provvidenziale del nostro riscatto, della nostra riconciliazione con Dio, del ritrovamento della nostra più radicale libertà interiore. Egli infatti è andato incontro alla sua sorte non solo per senso di dovere, pur “facendosi obbediente fino alla morte e alla morte di croce” (Fil 2, 8), ma ancor più per libera accettazione e per amore: “Dopo aver amato i suoi che erano nel mondo, li amò fino alla fine” (Gv 13, 1). Un tale sacrificio, un simile amore, non poteva essere soffocato dalla morte. Da esso è venuta a noi la vita, perché la vita doveva trionfare sulla morte. L’immolazione di Gesù richiedeva la sua risurrezione. Egli perciò, come si esprime l’Apocalisse di Giovanni, si presenta davanti a noi con quelle parole solenni: “Io sono il Primo e l’Ultimo e il Vivente; io ero morto, ma ora vivo per sempre” (Ap 1, 17-18). Ecco le meraviglie dell’amore di Dio che, come si esprime il Salmo responsoriale, siamo chiamati a contemplare.
Tutto ciò ci sta davanti non solo come esempio da imitare, come modello da riprodurre nella nostra vita, anche se questo sarebbe già molto. Ancora di più e soprattutto, il sacrificio di Gesù è origine e causa di una nostra rinascita, che consiste nella remissione di tutti i nostri peccati (cf. Col 2, 13-14) e nella donazione di una nuova identità, come fossimo ridiventati “bambini appena nati” (1 Pt 2, 2). Le solennità pasquali, pertanto, ci riportano al momento decisivo del nostro Battesimo, quando, per usare il linguaggio dell’apostolo Paolo, abbiamo deposto l’uomo vecchio e abbiamo rivestito l’uomo nuovo (cf. Col 3, 9-10; Ef 4, 22-24), diventando in Cristo una nuova creatura (cf. 2 Cor 5, 17).
3. Qui sorge però un interrogativo: abbiamo sempre camminato forse “in novità di vita”? (Rm 6, 4); cioè, siamo sempre stati all’altezza, nella vita concreta di ogni giorno, di quella novità fondamentale prodottasi in noi per grazia?
La risposta è nelle parole stesse di Gesù, quando ci ammonisce che nessuno può scagliare la prima pietra dell’innocenza assoluta contro un qualunque peccatore (cf. Gv 8, 7). Ma “fare Pasqua” significa attingere sempre di nuovo al tesoro inesauribile di quel Dio, che è “ricco di misericordia” (Ef 2, 4), e che proprio nell’autodonazione di Gesù si è dimostrato inequivocabilmente come un “Dio per noi” (Rm 8, 31). Solo lui “è più grande del nostro cuore e conosce ogni cosa” (1 Gv 3, 20). Ebbene, “fare Pasqua” per ciascuno di noi, come leggiamo nella Lettera agli Ebrei, vuol dire accostarsi “con piena fiducia al trono della grazia, per ricevere misericordia e trovare grazia ed essere aiutati al momento opportuno” (Eb 4, 16).
Tutto questo suppone in noi la fede, e una fede viva, insieme umile e gioiosa. Il Vangelo che abbiamo letto poco fa ci ha ricordato l’episodio dell’incredulità di Tommaso. Certo, l’atteggiamento titubante di quell’apostolo viene in qualche modo in soccorso alla nostra stessa indecisione, poiché è stato occasione di una nuova e convincente manifestazione di Gesù, Davanti a lui finalmente egli è caduto in ginocchio, confessando apertamente; “Mio Signore e mio Dio” (Gv 20, 28). Eppure Gesù non loda il primo atteggiamento di Tommaso e formula invece una beatitudine, che è rivolta a tutti coloro che sarebbero venuti dopo, a ciascuno di noi; “Beati quelli che pur non avendo visto crederanno” (Gv 20, 29). È questo tipo di fede che noi dobbiamo rinnovare, sulla scia delle innumerevoli generazioni cristiane che per duemila anni hanno confessato Cristo, Signore invisibile, anche fino al martirio. Devono valere per noi, come già hanno avuto valore per innumerevoli altri, le antiche parole della prima Lettera di Pietro: senza vederlo credete in lui” (1 Pt 1, 8). Questa è fede genuina; dedizione assoluta a cose che non si vedono (cf. Eb 11, 1), ma che sono capaci di riempire e nobilitare tutta una vita (cf. Eb 11, 13. 38). Anche gli ideali che voi professate e servite sono invisibili. Ma se voi, invece dei concetti astratti di dovere, legge, servizio, ponete Gesù Cristo, allora quegli stessi ideali ricevono un nome e voi avete un motivo di più per donarvi generosamente per il bene degli uomini vostri fratelli.
4. Carissimi, il vostro odierno incontro pasquale con Cristo sia per tutti voi stimolo e viatico sul vostro cammino, e sorgente incessante di forza, di coraggio, nell’impegno per adempiere le funzioni inerenti al vostro stato e, anche per una incisiva testimonianza cristiana, Che questo Anno Santo, da poco iniziato, sia pure una felice occasione, da non mancare, per riconfermare ciascuno di voi nei suoi impegni cristiani, i quali non sono mai disgiunti da una crescita umana integrale.
So della vostra devozione filiale alla Madonna “Virgo Fidelis”: alla sua materna protezione raccomando tutti voi, i vostri amici, i vostri familiari. E vi accompagni sempre la mia benedizione, che sarò lieto di impartirvi al termine di questa Santa Messa.
Omelia (06-04-1986)
VISITA ALLA PARROCCHIA ROMANA DEI SANTI ANGELI CUSTODI.
Domenica, 6 aprile 1986.
Carissimi fratelli e sorelle.
1. “La pietra scartata . . . è diventata testata d’angolo” (Sal 118 (117), 22).
La Chiesa vive della risurrezione di Cristo. Nella liturgia dell’odierna domenica questo fatto è particolarmente messo in evidenza. È particolarmente rilevabile dai testi, che abbiamo ascoltato poco fa.
È l’ottava di Pasqua. È la domenica “in albis depositis”. Tale denominazione ebbe la sua origine da un rito che per molto tempo venne compiuto nella Chiesa il sabato e, poi, ricordato la domenica successivi alla Pasqua di risurrezione. In quel giorno i neofiti dopo averla indossata per un’intera settimana, riconsegnavano la veste bianca, che avevano ricevuto al Battesimo durante la Veglia pasquale. Così facendo, mentre lasciavano il vestito che indicava all’esterno il nitore delle loro anime purificate da Cristo, si assumevano l’impegno di conservare questa innocenza nella vita quotidiana.
Anche nel rito battesimale attualmente in vigore è posta sul bambino una piccola veste candida, per indicare, oggi come nei tempi trascorsi, che con il Battesimo non avviene una semplice mutazione esteriore, ma un cambiamento che giunge fino alla radice dell’essere. Il rinnovamento battesimale è uno spogliarsi dell’uomo vecchio come di una veste consunta al fine di ricevere quella di incorruttibilità offerta da Cristo (cf. S. Gregorii Nysseni De Bapt.: PG 44, 420 C), il quale, purificando e rigenerando, ci riveste di sé mediante l’incorporazione. E così, figli nel Figlio, camminiamo in novità di vita, conducendo un’esistenza redenta come si conviene “agli eletti di Dio, rivestiti di sentimenti di misericordia, di bontà, di umiltà, di dolcezza e di pazienza” (Col 3, 12).
2. Il vangelo ci conduce al cenacolo di Gerusalemme, che è diventato il primo luogo della storia del nuovo Israele: del popolo di Dio della nuova alleanza. Già prima ci eravamo trovati nel cenacolo, il giorno stesso della risurrezione. È il primo giorno “dopo il sabato”. Il primo giorno della settimana. Gli apostoli già sanno che la tomba di Gesù è vuota, perché in antecedenza le donne e poi Pietro e Giovanni si erano recati al sepolcro.
La sera di quel medesimo giorno Gesù stesso viene a loro. Appare in mezzo a loro, anche se le porte del cenacolo rimangono chiuse. Si presenta e saluta i riuniti, dicendo: “Pace a voi” (Gv 20, 19). Mostra loro “le mani e il costato” (Gv 20, 20): le ferite dovute alla crocifissione.
Ed ecco, è come se da queste ferite, da queste mani trafitte, dai piedi e dal costato egli desuma ciò che soprattutto desidera dire loro in questo primo incontro dopo il Calvario. Ascoltiamo con attenzione. Gesù disse: “Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi. Dopo aver detto questo, alitò su di loro e disse: «Ricevete lo Spirito Santo; a chi rimetterete i peccati saranno rimessi e a chi non li rimetterete, resteranno non rimessi»” (Gv 20, 21-23).
Da quel primo giorno la Chiesa vive con la potenza della nuova ed eterna alleanza. Vive con la potenza della morte e risurrezione salvifica. Di là attinge il potere sul male. Direttamente da Cristo.
3. Il Vangelo di questa Liturgia eucaristica ci conduce ancora una volta al cenacolo. È l’“ottavo” giorno, al quale corrisponde proprio la domenica odierna. Gesù viene per Tommaso. Tommaso è uno dei Dodici, e insieme con loro deve essere testimone della risurrezione. E poiché gli era difficile credere in questa risurrezione (infatti non si trovava con loro otto giorni prima), per questo Gesù viene una seconda volta, quando egli è presente. Viene per convincerlo: per offrirgli la testimonianza evidente della sua risurrezione.
È proprio quel Tommaso chiamato Didimo, che poi nei suoi viaggi apostolici, come dice la tradizione, giunse in India, dove mi sono recato nella prima decade del febbraio scorso, innanzitutto per andare incontro a uno storico patrimonio di grande valore religioso e culturale, che mostra in modo inequivocabile la preminenza dello spirito e delle conseguenti esigenze etiche nella vita umana. Quel mio pellegrinaggio è stato, poi, un’opportuna circostanza, che ha favorito il proseguimento del dialogo in atto con gli uomini delle religioni non cristiane. E, infine, sia secondo il rito orientale che secondo quello latino, ho celebrato con i cattolici di quell’illustre Nazione la comune fede, per testimoniare nell’unità fraterna attorno all’Eucaristia la verità di Cristo, il quale risponde all’anelito del cuore di ogni uomo. In ciò mi sono collegato con la missione di san Tommaso, per mezzo del quale possiamo dire che la Chiesa in India rimane in un legame particolare col cenacolo di Gerusalemme, dove l’apostolo, vedendo Cristo con i propri occhi, si convinse della risurrezione e fece una professione stupenda di fede mediante queste forti parole: “Mio Signore e mio Dio” (Gv 20, 28).
4. Così dunque la Chiesa, fin dai primi giorni, vive la risurrezione di Cristo. Vive del mistero pasquale del suo Maestro e Sposo. E ad esso attinge la duplice potenza: la potenza della testimonianza e la potenza della grazia salvifica dell’uomo. Di ciò parla pure la prima lettura della liturgia odierna dagli Atti degli apostoli.
Si sa che gli Atti degli apostoli, il tempo della Chiesa, iniziano definitivamente solo dopo la Pentecoste. Tuttavia la Pentecoste ha il suo inizio nella risurrezione. Già al primo incontro, nel giorno “dopo il sabato”, Gesù disse agli apostoli: “Ricevete lo Spirito Santo” (Gv 20, 22).
La lettura degli Atti degli apostoli sottolinea come, mediante il ministero degli apostoli, e in particolare di Pietro, cresce “il numero degli uomini e delle donne che credevano nel Signore” (At 5, 14). In questo modo gli avvenimenti dei primi giorni – dopo la risurrezione – in particolare il primo e l’ottavo giorno (di cui parla il vangelo di oggi) si trasferiscono al di fuori del cenacolo. Continuano a parlare e costruiscono la fede della Chiesa.
5. Questi avvenimenti fondano un avvenire sempre più lontano. Inizia così il tempo della Chiesa apostolica, che trasmetterà la testimonianza e la potenza salvifica della risurrezione a sempre nuove generazioni. E così fino ai nostri giorni, fino a questo odierno momento in cui ci troviamo insieme, qui, in questa parrocchia romana per vivere insieme l’Ottava di Pasqua. E attraverso tutte queste generazioni viene riconfermata la verità racchiusa nel Salmo dell’odierna liturgia: “la pietra scartata è diventata testata d’angolo”.
La verità espressa sotto il velo della metafora possiede una mirabile potenza profetica. Questa verità viene riconfermata dal primo all’ultimo giorno della storia della Chiesa e dell’umanità. Viene riconfermata pure ai nostri giorni. E a quale livello? Gesù di Nazaret è stato scartato da coloro ai quali era stata affidata la costruzione della “dimora di Dio con gli uomini” (Ap 21, 3) nell’antica alleanza. E in questo modo, Gesù scartato, mediante la sua croce e risurrezione si è rivelato come “testata d’angolo” di quella “costruzione”. Proprio su lui si appoggia questa costruzione, su lui sta per generazioni. Da lui si sviluppa.
6. La Chiesa, “procedendo dall’amore eterno del Padre, è fondata nel tempo da e su Gesù Redentore”, il quale – come dice il Concilio Vaticano II – “sopportando la morte per noi peccatori ci insegna col suo esempio che è necessario portare la croce: quella che dalla carne viene messa sulle spalle di quanti cercano la pace e la giustizia. Con la sua risurrezione costituito Signore, egli, il Cristo cui è stato dato ogni potere in cielo e in terra, tuttora opera con la virtù del suo Spirito nel cuore degli uomini” (Gaudium et Spes, 38. 40), ma soprattutto dei credenti.
In forza di ciò, i fedeli, mentre aderiscono al Verbo che si è fatto carne ed è entrato nella storia del mondo come Uomo perfetto, contribuiscono ad estendere all’umanità intera la nuova e fondamentale legge dell’amore. E poiché sono resi certi che le energie e gli sforzi intesi a realizzare una fraternità universale non sono vani, camminano sulla strada della carità non solo nelle grandi cose, ma anche e innanzitutto nelle circostanze ordinarie della vita (cf. Gaudium et Spes, 38), edificando quella santa abitazione, dove Dio dimora in favore dell’uomo e guarda con bontà le preghiere di coloro, che a lui fiduciosi ricorrono e di lui si alimentano.
7. Così dunque ci raccogliamo oggi, in modo particolare presso Cristo, che è la testata d’angolo per la salvezza di ogni singolo uomo e dell’intera umanità. Tale raccogliersi liturgico attorno a Cristo ebbe inizio, qui, a Monte Sacro, più di sessanta anni fa e proprio nei primi giorni di aprile a brevissima distanza dal luogo dove stiamo celebrando la santa Messa.
Da allora – era l’anno 1922 – i Chierici Regolari Minori, che furono mandati dalla sollecitudine pastorale di Papa Pio XI, proseguono con zelo il servizio di Dio e la santificazione dei fratelli, ponendo l’Eucaristia al centro della vita parrocchiale, e in ciò seguono con intelligenza lo spirito del loro Istituto.
Vi saluto cordialmente con il signor cardinale vicario e mons. Alessandro Plotti, con loro rivolgo la mia parola di apprezzamento al parroco, padre Nello Morrea, C. R. M., il quale mi ha fatto conoscere il bene che vuole a questa comunità ecclesiale e che condivide con i sacerdoti e i fratelli laici suoi collaboratori.
Saluto il rev.mo preposito generale dell’Ordine dei Chierici Regolari Minori, come pure le responsabili e le delegazioni delle numerose Congregazioni religiose femminili, ringraziandole per la solerzia con cui esplicano le loro molteplici attività di assistenza, di educazione, di cura degli infermi.
La mia parola di incoraggiamento va poi alle Associazioni e ai gruppi che si occupano di educare ad una fede matura e a una carità che soccorre i bisognosi e gli abbandonati: l’Azione Cattolica, presente in tutti i suoi settori, l’Agesci, il gruppo di volontariato “Panda”, il Gruppo Eucaristico, i Cursillos de cristiandad, il CIF, gli aderenti al Volontariato vincenziano e all’Apostolato della preghiera, il Gruppo servizio anziani, le Acli e la Schola cantorum. A tutti voglio esprimere il saluto e l’esortazione a perseverare nell’impegno di collaborazione nel costruire la Chiesa.
A quelli che soffrono va, infine, la mia parola di conforto. Carissimi, sappiate che il Signore Gesù vi predilige, tenete quindi lo sguardo fisso su di lui e nel vostro cuore regnerà sempre la speranza.
8. La vita di questa parrocchia non è stata segnata da vicende, che uno storico potrebbe considerare rilevanti, salvo il Congresso Eucaristico diocesano, che vi fu tenuto nel 1935, con grande concorso di popolo. Ma vi è un evento storico su cui essa – come vi ho accennato pochi istanti fa – si fonda da sempre: il fatto della morte e risurrezione di Cristo, celebrato e vissuto particolarmente mediante l’Eucaristia.
Continuate, perciò, nell’essere sempre una comunità eucaristica, che comunica la pace e la letizia del Risorto in strutture di vita e di convivenza quali, per esempio, testimoniano i Gruppi familiari e la Casa famiglia e accoglienza. Ma la pace del Signore non è un rinchiudersi, anche se in un cenacolo. La fraternità, l’unità di intenti e di cuore basata su Cristo genera una passione per il mondo, per il lavoro e i suoi problemi. Di più, spinge a un impegno costante di annuncio di salvezza, quale anche il Gruppo missionario prospetta, a chi non conosce Dio e il suo infinito amore.
Se a un’adeguata partecipazione alla catechesi unirete una costante frequenza alla santa Messa e all’adorazione eucaristica, avrete sempre più chiara consapevolezza di appartenere a quel luogo di misericordia che è la Chiesa. Con la sua incarnazione, con la sua morte e risurrezione il Figlio di Dio ha chiamato tutto il genere umano alla comunanza della vita con lui: egli ha avvicinato, nella sua persona, le cose che erano lontane – lontane da Dio e lontane tra loro – e la ha riunite in un solo corpo, il suo corpo, che sostiene, illumina e trasfigura, ora e per l’eternità.
Cristo sia il centro della vostra esistenza, inserita in lui fin dal battesimo; sia l’orientamento costante della vostra vita familiare, delle fatiche quotidiane, del vostro impegno di testimonianza cristiana; sia il punto di riferimento di tutto il vostro essere. E in ciò sappiate che vi sono accanto, e vi aiutano anche i vostri angeli custodi, ai quali, tanto opportunamente, è dedicata la vostra parrocchia.
9. “Questo è il giorno fatto dal Signore: / rallegriamoci ed esultiamo in esso”, annunzia il Salmo responsoriale (Sal 118 [117], 24), e la Chiesa ripete queste parole durante tutta l’Ottava di Pasqua.
In questo giorno della gioia salvifica ci troviamo nella vostra comunità romana dedicata ai santi Angeli Custodi, poggiandoci quali pietre vive sulla testata d’angolo che è Cristo risorto. La Chiesa vive il mistero pasquale del suo Signore attraverso i secoli e le generazioni. E vivrà fino alla fine. Egli è il principio e la fine (Ap 21, 6).
Nella liturgia odierna parla pure l’Apocalisse mostrando il Risorto come l’ultima prospettiva della storia della Chiesa e dell’umanità. “Appena lo vidi – scrive Giovanni – caddi ai suoi piedi come morto. Ma egli posando su di me la destra, mi disse: Non temere! Io sono il Primo e l’Ultimo e il Vivente. Io ero morto, ma ora vivo per sempre e ho potere sopra la morte e sopra gli inferi” (Ap 1, 17-18). Non temere! Eccomi!
Omelia (02-04-1989)
VISITA ALLA CHIESA DEL PRESIDIO DI ROMA NELLA CITTÀ MILITARE DELLA CECCHIGNOLA.
Domenica, 2 aprile 1989.
1. “Mio Signore e mio Dio” (Gv 20, 28).
Abbiamo ascoltato queste ardenti ed impegnative parole che l’apostolo Tommaso rivolge a Cristo, allorché, otto giorni dopo la domenica di Risurrezione, appare a lui e agli altri discepoli riuniti nel Cenacolo. È la proclamazione di quella fede che, sbocciata dal cuore e dalla mente di uno che aveva visto con i propri occhi e toccato con le proprie mani le piaghe gloriose del Risorto, diventerà il nucleo primordiale, il dinamismo di aggregazione, l’anima e la forza della comunità nascente.
Tommaso è beato perché ha creduto, dopo aver toccato; perché davanti alla prova dei fatti ha testimoniato la verità storica; ma il Signore, guardando al futuro, proclama ancora più “beati quelli che pur non avendo visto crederanno” (Gv 20, 29); quelli cioè che appoggeranno la loro fede sulla sua Parola, sul suo Vangelo, non basandosi sulla prova dei sensi.
In questa apparizione, come pure nelle altre, Gesù tocca il culmine della sua autorivelazione perché si presenta in modo inequivocabile come vero Dio e vero uomo, Signore della vita e della morte.
2. Come è stato proclamato nella seconda lettura dal libro dell’Apocalisse, Gesù può dire di sé: “Io sono il Primo e l’Ultimo e il Vivente. Io ero morto, ma ora vivo per sempre e ho potere sopra la morte e sopra gli inferi” (Ap 1, 17-18). In lui la morte e la vita si sono affrontate come in un grandioso duello ed ha vinto la vita; lui che è la vita stessa. Il mistero pasquale è appunto un mistero di morte e di vita; un passaggio dall’una all’altra. In Cristo anche noi siamo chiamati a compiere questo passaggio, che richiede costante impegno di sforzo o di lotta: passaggio dalla morte spirituale per il peccato alla grazia divina, che ci fa vivere nella luce, come risorti a vita nuova; passaggio dal dubbio e dalle incertezze alla solidità e alla fermezza della fede e della verità rivelata, che fa di noi testimoni affidabili e coraggiosi, pietre solidamente poggiate su Cristo, che è la “testata d’angolo” secondo l’espressione del Salmo responsoriale, cioè la chiave di volta della Chiesa; passaggio dalla incredulità alla fede, che si esige da tutti coloro che vogliono essere cristiani. Quella fede che riflette in certo senso la vita di ogni uomo, come dell’umanità intera confrontata sempre col mistero del bene e del male, col desiderio dell’assoluto e le difficoltà del provvisorio. Quella fede che non nega le realtà umane, ma le accetta e le ordina, alla luce del più grande avvenimento della storia qual è la Pasqua.
Sì, la Pasqua, come la liturgia ha ripetuto per tutta questa settimana, è il centro della vita dell’umanità: “Questo è il giorno, che ha fatto il Signore!”. Nel celebrarlo in questa ottava, noi ricordiamo la “sollemnitas summa” – la più grande solennità di tutte le altre, – perché in essa Cristo ci ha riconciliati col Padre, ci ha donato la stessa vita di Dio, e ci ha costituiti comunità di fratelli, che si amano, che pensano agli altri, che lavorano insieme per il Regno di Dio. In Cristo risorto l’umanità disgregata diventa comunità: come quella di Gerusalemme, che gli Atti degli Apostoli ci hanno descritto nella prima lettura di questa Messa (At 5, 12-16), come il Cenacolo dei primi cristiani, riuniti intorno a Pietro e agli apostoli. Quindi anche della vostra, carissimi, che ho la gioia di visitare in questa ottava di Pasqua. Saluto di cuore voi, che vivete qui; saluto i vostri ufficiali e responsabili, e monsignor Gaetano Bonicelli, ordinario militare, che, insieme con i cappellani militari, segue la vostra maturazione spirituale e la vostra crescita nell’autenticità della fede.
Saluto in particolare l’onorevole Mauro Bubbico, sottosegretario del ministero della difesa, e le altre personalità civili, che qui rappresentano le alte cariche dello Stato italiano.
3. Cari amici militari! Voi siete qui con i vostri familiari, che condividono i rischi della professione, scelta o almeno accettata, che si qualifica nel compito di difendere la giustizia e la libertà della vostra Patria e, di conseguenza nell’impegno di contribuire alla serenità e alla pace del mondo intero. Anche voi come cristiani volete confrontarvi col messaggio della Pasqua. Non c’è nulla di più esaltante, ma anche di più serio. Sono venuto in mezzo a voi per aiutarvi nella crescita di questa fede, nella consapevolezza dei gravi interrogativi che spesso oggi si pongono coloro che vogliono essere fedeli al Vangelo nella vita militare. Non si tratta solo delle difficoltà che tutti provano ad essere cristiani coerenti, in un mondo che spesso confonde libertà e libertinismo, dignità personale e egoismo; ma di una scelta radicale che dà senso e significato a tutta la vita.
La fede si esprime nella pace interiore; per questo il Signore ripete ai suoi discepoli: “Pace a voi!” (Gv 20, 19; 20, 21).
La pace va costruita giorno per giorno, nelle coscienze e nei rapporti interpersonali: la pace va anche difesa perché nella visione cristiana, la vita trova la sua giustificazione ultima nel precetto evangelico dell’amore. È per amore del prossimo, dei propri cari, dei più deboli e indifesi, come delle tradizioni e dei valori spirituali di un popolo, che bisogna accettare di sacrificarsi, di lottare, di dare anche la propria vita, se fosse necessario.
Per superare i rischi di possibili travolgimenti a favore di egoismi nazionali o di gruppi, come la storia ampiamente insegna, il Concilio Vaticano II ha auspicato e propugnato un’autorità mondiale, fondata sul consenso dei popoli e dotata di mezzi efficaci per fare rispettare la giustizia e la verità. È ovvia in questa prospettiva ideale eppur realistica, l’esigenza di una conseguente trasformazione delle forze armate nazionali in un supporto a quella solidarietà internazionale, che la Chiesa auspica. Le desiderate trasformazioni nell’ordine della progressiva riduzione degli armamenti e di conseguenza degli eserciti, non si favoriscono negando equilibri interni e internazionali. Se vogliamo essere efficaci non dimentichiamo mai che il peccato personale e sociale è presente e continuerà a pesare nella vita, ma che la forza della Risurrezione consente al cristiano di sperare e operare attivamente in direzione della pace, che sarà totale e definitiva solo nel Regno di Dio.
4. Non esistono formule meccaniche per migliorare la vita. La fede è una luce accesa dentro per vedere le cose come le vede e le vuole Dio. Ma proprio per questo ha bisogno di essere coltivata come il seme della parabola evangelica. Ne deriva il dovere primario di ogni uomo di buona volontà, e in particolare di chi si onora del nome cristiano, di essere attento ad ogni movimento dello Spirito e ad ogni possibilità di rinnovamento. Il primato dell’attenzione e dell’azione pastorale, a tutti i livelli, resta sempre l’uomo. Sono lieto di sapere che la vostra Chiesa è impegnata in questi anni in un piano pastorale centrato sul riconoscimento e sulla valorizzazione dei laici. È un grande obiettivo, che sulla scia del Concilio, ha rilanciato l’ultimo Sinodo dei Vescovi e che ho proposto nella recente esortazione Christifideles Laici. La Chiesa ha bisogno di persone che partecipano pienamente alla sua missione di evangelizzare la pace. Il mondo ha bisogno di cristiani convinti, leali, fieri della propria fede e capaci di impegnarsi nelle loro famiglie e negli ambienti di vita a mostrare con le opere che Cristo non è morto invano per noi, e che la forza della sua Risurrezione purifica e trasforma la nostra vita. Anche il vostro ambiente attende da tutti un impegno speciale.
A voi, cari giovani in servizio di leva, tocca valorizzare l’obbedienza, ma anche occupare gli innumerevoli spazi dove la comprensione, l’esempio, la testimonianza diventano una reale e preziosa collaborazione a vantaggio di tutti i vostri commilitoni in uno scambio reciproco di solidarietà e di amicizia. Vorrei chiamare a raccolta innanzitutto i giovani che hanno esperienza di vita ecclesiale nelle parrocchie e nei vari movimenti, o gruppi e associazioni perché non trascurino questo settore, ove centinaia di migliaia di coetanei passano ogni anno un momento delicato e prezioso della loro esistenza. Pregate insieme e non vergognatevi di essere e di dirvi cristiani. Riflettete insieme sulle grandi responsabilità che vi incombono in questo scorcio del secondo millennio cristiano.
5. Fate comunità col vostro Vescovo, con i vostri cappellani militari, con quanti recano una loro esperienza e sono pronti a confrontarla ed arricchirla con voi. Siate lieti e disponibili: siate Chiesa nel vostro mondo. Fate sì che gli altri possano vedere in voi il Cristo risorto, che l’apostolo Tommaso ebbe la fortuna di toccare con le sue mani. Siate con la vostra vita e con la vostra condotta esemplare segni credibili del Risorto. Per credere occorrono dei segni: siate voi questi segni viventi.
Signore mio e Dio mio! Il grido di umiltà e di adorazione dell’apostolo san Tommaso diventi anche per voi un richiamo vivo e un ricordo stimolante in questo incontro pasquale. Con il Signore possiamo camminare sicuri, perché anche se la valle ci sembra oscura, lui è la nostra luce, la nostra guida e la nostra gioia.
Omelia (23-04-1995)
CELEBRAZIONE EUCARISTICA NELLA DOMENICA «IN ALBIS»
Domenica, 23 aprile 1995.
1. “Pace a voi!” (Gv 20, 19).
Gesù risorto pronunziò per due volte queste parole apparendo agli Undici nel cenacolo, la sera del giorno stesso in cui risuscitò dai morti. Il Signore, come attesta l’evangelista Giovanni, mostrò loro le mani e il costato, per confermare davanti ad essi l’identità del suo corpo, quasi a dire: Questo è lo stesso corpo che due giorni fa venne inchiodato alla croce e poi deposto nel sepolcro; il corpo che porta le ferite della crocifissione e del colpo di lancia; esso costituisce la prova diretta che io sono risorto e vivo.
Quella fu, dal punto di vista umano, una constatazione difficile da accettare, come dimostra la reazione di Tommaso. La sera della prima apparizione nel cenacolo, Tommaso era assente. E quando gli altri Apostoli gli raccontarono di aver visto il Signore, egli con fermezza si rifiutò di credere: “Se non vedo nelle sue mani il segno dei chiodi e non metto il dito nel posto dei chiodi e non metto la mia mano nel suo costato, non crederò” (Gv 20, 25). Da queste parole si può capire quanto sia stata importante per la verità della resurrezione l’identità fisica del corpo di Cristo.
Quando il Signore Gesù, l’ottavo giorno – come oggi – venne nuovamente nel cenacolo, si rivolse direttamente a Tommaso, quasi ad esaudire la sua richiesta: “Metti qua il tuo dito e guarda le mie mani; stendi la tua mano, e mettila nel mio costato; e non essere più incredulo ma credente!” (Gv 20, 27). Di fronte a tale prova l’Apostolo non solo credette, ma trasse l’estrema conclusione di quanto aveva visto e sperimentato, e la manifestò con un’altissima quanto concisa professione di fede: “Mio Signore e mio Dio!” (Gv 20, 28). Alla presenza del Risorto divenne evidente per Tommaso sia la verità della sua umanità sia quella della sua divinità. Colui che è risuscitato con la propria potenza è il Signore: “Non conosce la morte il Signore della vita” (da un canto pasquale polacco).
La confessione di Tommaso chiude il ciclo delle testimonianze sulla resurrezione di Cristo, che la Chiesa ripropone durante l’Ottava di Pasqua. “Mio Signore e mio Dio!”. Replicando a tali parole, Gesù in un certo senso schiude la realtà della sua resurrezione al futuro dell’intera storia umana. Dice infatti a Tommaso: “Perché mi hai veduto, hai creduto; beati quelli che pur non avendo visto crederanno” (Gv 20, 29). Pensa a coloro che non Lo vedranno risorto alla maniera degli Apostoli, né mangeranno e berranno con Lui (cf. At 10, 41), eppure crederanno sulla base delle affermazioni dei testimoni oculari. Sono costoro, in modo particolare, ad essere chiamati da Cristo “beati”.
2. “Non temere! Io sono il Primo e l’Ultimo e il Vivente” (Ap 1, 17).
Esiste una certa analogia tra l’apparizione nel cenacolo – specialmente quella dell’ottavo giorno, in presenza di Tommaso – e la visione escatologica di cui parla San Giovanni nella seconda lettura tratta dall’Apocalisse. Nel cenacolo Cristo mostra agli Apostoli, e specialmente a Tommaso, le ferite delle mani, dei piedi e del costato, per confermare l’identità del suo corpo risorto e glorioso con quello crocifisso e deposto nella tomba. Nell’Apocalisse il Signore si presenta come il Primo e l’Ultimo, come Colui da cui inizia e con cui termina la storia del cosmo, Colui che è “generato prima di ogni creatura” (Col 1, 15), “il primogenito di coloro che risuscitano dai morti” (Col 1, 18), principio e fine della storia dell’uomo.
Questa sua identità, che pervade perennemente la storia degli uomini, viene formulata con le parole “Io ero morto, ma ora vivo per sempre” (Ap 1, 18). Ed è come se dicesse: Ero morto nel tempo; ho accettato la morte per rimanere fedele fino alla fine all’incarnazione, per la quale, restando Figlio di Dio consostanziale al Padre, sono diventato vero uomo in tutto, fuorché nel peccato (cf. Eb 4, 15). I tre giorni della passione e morte, necessari all’opera della redenzione, rimangono in me e in voi. Ed ora io vivo in eterno e manifesto con la mia risurrezione la volontà di Dio che chiama ogni uomo a partecipare alla mia stessa vita immortale. Ho le chiavi della morte con le quali devo aprire i sepolcri terreni e mutare i cimiteri, da luoghi in cui regna la morte, a vasti spazi per la resurrezione.
3. “Non temere!”. Quando, nell’isola di Patmos, Gesù rivolge a Giovanni questa esortazione, rivela la sua vittoria sui molti timori che accompagnano l’uomo nella sua esistenza terrena, prima di tutto di fronte alla sofferenza e alla morte. Il timore per la morte concerne anche la grande incognita che essa rappresenta: si tratta forse di un totale annientamento dell’essere umano? Le severe parole: “Ricordati che sei polvere, e in polvere tornerai” (cf. Gen 3, 19) non esprimono pienamente la dura realtà della morte? L’uomo, dunque, ha seri motivi per provare timore di fronte al mistero della morte.
La civiltà contemporanea fa di tutto per distogliere la coscienza umana dall’ineluttabile realtà del morire, tentando di indurre l’uomo a vivere come se la morte non esistesse. E ciò s’esprime praticamente nel tentativo di distogliere la coscienza dell’uomo da Dio: farlo vivere come se Dio non esistesse! La realtà della morte però è evidente. Non è possibile farla tacere; non è possibile dissipare la paura che ad essa è legata.
L’uomo teme la morte così come teme ciò che viene dopo la morte. Teme il giudizio e la punizione, e questo timore ha un valore salvifico: esso non va cancellato nell’uomo. Quando Cristo dice: “Non temere!”, vuol dare risposta a ciò che costituisce la fonte più profonda delle paure esistenziali dell’essere umano. Egli intende dire: Non temere il male, poiché nella mia risurrezione il bene si è dimostrato più potente del male. Il mio Vangelo è verità vittoriosa. La morte e la vita si sono affrontate sul Calvario in un mirabile duello e la vita ne è uscita vittoriosa: “Dux vitae mortuus regnat vivus!”, “Io ero morto, ma ora vivo per sempre” (Ap 1, 18).
4. “La pietra scartata dai costruttori è divenuta testata d’angolo” (Sal 118, 22). Il versetto del Salmo responsoriale dell’odierna liturgia ci aiuta a comprendere la verità sulla risurrezione di Cristo. Esprime anche la verità sulla Divina Misericordia rivelatasi nella resurrezione: l’amore ha riportato la vittoria sul peccato, e la vita sulla morte. Questa verità costituisce in un certo senso l’essenza stessa della Buona Novella. Cristo pertanto può dire: “Non temere!”. E ripete tali parole ad ogni uomo, specialmente a chi è sofferente nel fisico o nello spirito. Può ripeterle con tutta fondatezza.
Intuì questo in modo particolare suor Faustina Kowalska, che ho avuto la gioia di beatificare due anni fa. Le sue esperienze mistiche si sono focalizzate tutte intorno al mistero di Cristo Misericordioso e costituiscono quasi un singolare commento alla parola di Dio presentataci dall’odierna liturgia domenicale. Suor Faustina non soltanto le ha annotate, ma ha cercato un artista capace di dipingere l’immagine di Cristo Misericordioso, così come ella lo vedeva. Immagine che insieme alla figura della Beata Faustina rappresenta una testimonianza eloquente di ciò che i teologi chiamano “condescendentia divina”. Dio si rende comprensibile ai suoi interlocutori umani. La Sacra Scrittura, e specialmente il Vangelo, ne sono la conferma.
Carissimi Fratelli e Sorelle! Su tale linea si colloca il messaggio di suor Faustina. Ma era soltanto di suor Faustina o, piuttosto, non si trattava allo stesso tempo di una testimonianza resa da parte di tutti coloro ai quali tale messaggio ha infuso coraggio nelle dure esperienze della seconda guerra mondiale, nei campi di concentramento, nello sterminio e nei bombardamenti? L’esperienza mistica della Beata Kowalska ed il richiamo a Cristo Misericordioso si inscrivono nel duro contesto della storia del nostro secolo. Noi, come uomini di questo secolo, che volge ormai al termine, desideriamo ringraziare il Signore per il messaggio della Divina Misericordia.
5. Oggi, in particolare, sono lieto di poter rendere grazie a Dio in questa Chiesa di Santo Spirito in Sassia, annessa all’omonimo ospedale e divenuta Centro specializzato per la pastorale degli infermi come pure per la promozione della spiritualità della Divina Misericordia. È molto significativo ed opportuno che proprio qui, accanto all’antichissimo ospedale, si preghi e si operi con costante sollecitudine per la salute del corpo e dello spirito. Mentre per questo esprimo rinnovato compiacimento al Cardinale Vicario, il mio grato pensiero va anche al Cardinale titolare Fiorenzo Angelini. Saluto il Vescovo del Settore Ovest, il Rettore e gli altri Sacerdoti, le Religiose e tutti voi, cari fedeli qui presenti. Vorrei, inoltre, inviare un fraterno pensiero ai degenti dell’Ospedale Santo Spirito, insieme pure ai medici, agli infermieri, alle Suore, ed a quanti quotidianamente li assistono. A tutti vorrei dire: Abbiate fiducia nel Signore! Siate apostoli della Divina Misericordia e, secondo l’invito e l’esempio della Beata Faustina, prendete cura di chi soffre nel corpo e specialmente nello spirito. Ad ognuno fate sperimentare l’amore misericordioso del Signore che consola e infonde gioia.
Sia Gesù la vostra pace!
“Gesù Cristo è lo stesso ieri, oggi e sempre” (Eb 13, 8). Contemplandolo nel mistero della croce e della resurrezione, ripetiamo insieme alla liturgia dell’odierna domenica: “Celebrate il Signore, perché è buono!”
Celebrate il Signore, perché è misericordioso!
Julio Alonso Ampuero: El cielo en la tierra
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico, Fundación Gratis Date.
«Un domingo caí en éxtasis…» Ya desde los primeros tiempos del cristianismo el día del Señor es momento privilegiado para hacer experiencia de Cristo Resucitado. También hoy el domingo es el día por excelencia en que Cristo se comunica y actúa. Estamos llamados, sobre todo en este tiempo de Pascua, a vivir el día del Señor como día de gracia, a experimentar la presencia y la potencia del Resucitado. Nos hemos dejado robar el domingo por la sociedad secularizada y consumista, y hay que recuperarlo. El domingo es sacramento del Resucitado. El domingo marca la identidad del cristiano.
«…en medio de las siete lámparas de oro». Es en la celebración litúrgica, y especialmente en la Eucaristía, donde Cristo se manifiesta y actúa. La liturgia no son ritos vacíos, sino la presencia viva y eficaz del Resucitado. Si descubriéramos –y experimentásemos– esta presencia y esta acción, nos sería mucho más fácil vivir las celebraciones; y, sobre todo, recibiríamos su gracia abundante transformando nuestra vida. Pues la liturgia es el cielo en la tierra.
«Soy el primero y el último». Cristo resucitado se nos manifiesta como Señor absoluto de la historia y de los acontecimientos. Todo está bajo su control, de principio a fin. Tiene las llaves de la muerte y del infierno. Conoce lo que ha de suceder. Es el Señor, sin límites ni condicionamientos. ¿Cómo no vivir gozoso bajo su dominio? ¿Cómo ser pesimistas?