Solemnidad de la Santísima Trinidad (Ciclo C) – Homilías
/ 9 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Prov 8, 22-31: Antes de comenzar la tierra, la Sabiduría ya había sido engendrada
Sal 8, 4-5. 6-7a. 7b-9: ¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!
Rm 5, 1-5: Caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Jn 16, 12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá de lo mío y os lo anunciará
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (30-05-2010)
domingo 30 de mayo de 2010Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo pascual, que concluyó el domingo pasado con Pentecostés, la liturgia ha vuelto al «tiempo ordinario». Pero esto no quiere decir que el compromiso de los cristianos deba disminuir; al contrario, al haber entrado en la vida divina mediante los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a la acción de la gracia divina, para progresar en el amor a Dios y al prójimo. La solemnidad de hoy, domingo de la Santísima Trinidad, en cierto sentido recapitula la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales: muerte y resurrección de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo. La mente y el lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino viviéndolo en su propia existencia con profunda fe.
La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». El nombre de Dios, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez que nos santiguamos. El teólogo Romano Guardini, a propósito del signo de la cruz, afirma: «Lo hacemos antes de la oración, para que... nos ponga espiritualmente en orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración, para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado ... Esto abraza todo el ser, cuerpo y alma, ... y todo se convierte en consagrado en el nombre del Dios uno y trino» (Lo spirito della liturgia. I santi segni, Brescia 2000, pp. 125-126).
Por tanto, en el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está contenido el anuncio que genera la fe e inspira la oración. Y, al igual que en el Evangelio Jesús promete a los Apóstoles que «cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 13), así sucede en la liturgia dominical, cuando los sacerdotes dispensan, cada semana, el pan de la Palabra y de la Eucaristía. También el santo cura de Ars lo recordaba a sus fieles: «¿Quién ha recibido vuestra alma —decía— recién nacidos? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? ... Siempre el sacerdote» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal).
Queridos amigos, hagamos nuestra la oración de san Hilario de Poitiers: «Mantén incontaminada esta fe recta que hay en mí y, hasta mi último aliento, dame también esta voz de mi conciencia, a fin de que me mantenga siempre fiel a lo que profesé en mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo» (De Trinitate, XII, 57: CCL 62/a, 627). Invocando a la Virgen María, primera criatura plenamente habitada por la Santísima Trinidad, pidamos su protección para proseguir bien nuestra peregrinación terrena.
Francisco, papa
Audiencia General (26-05-2013)
domingo 26 de mayo de 2013Tras la proclamación del Evangelio, el Santo Padre pronunció la homilía, desarrollando un diálogo con los niños y las niñas de Primera Comunión.
Queridos hermanos y hermanas:
El párroco, en sus palabras, me ha hecho recordar algo bello de la Virgen. Cuando la Virgen, en cuanto recibió el anuncio de que sería la madre de Jesús, y también el anuncio de que su prima Isabel estaba encinta —dice el Evangelio—, se fue deprisa; no esperó. No dijo: «Pero ahora yo estoy embarazada; debo atender mi salud. Mi prima tendrá amigas que a lo mejor la ayudarán». Ella percibió algo y «se puso en camino deprisa». Es bello pensar esto de la Virgen, de nuestra Madre, que va deprisa, porque tiene esto dentro: ayudar. Va para ayudar, no para enorgullecerse y decir a la prima: «Oye, ahora mando yo, porque soy la mamá de Dios». No; no hizo eso. Fue a ayudar. Y la Virgen es siempre así. Es nuestra Madre, que siempre viene deprisa cuando tenemos necesidad. Sería bello añadir a las Letanías de la Virgen una que diga así: «Señora que vas deprisa, ruega por nosotros». Es bello esto, ¿verdad? Porque Ella siempre va deprisa, Ella no se olvida de sus hijos. Y cuando sus hijos están en dificultades, tienen una necesidad y la invocan, Ella acude deprisa. Y esto nos da una seguridad, una seguridad de tener a la Mamá al lado, a nuestro lado siempre. Se va, se camina mejor en la vida cuando tenemos a la mamá cerca. Pensemos en esta gracia de la Virgen, esta gracia que nos da: estar cerca de nosotros, pero sin hacernos esperar. ¡Siempre! Ella está —confiemos en esto— para ayudarnos. La Virgen que siempre va deprisa, por nosotros.
La Virgen nos ayuda también a entender bien a Dios, a Jesús, a entender bien la vida de Jesús, la vida de Dios, a entender bien quién es el Señor, cómo es el Señor, quién es Dios. A vosotros, niños, os pregunto: «¿Quién sabe quién es Dios?». Levantad la mano. Dime. ¡Eso! Creador de la Tierra. ¿Y cuántos Dios hay? ¿Uno? Pero a mí me han dicho que hay tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¿Cómo se explica esto? ¿Existe uno o existen tres? ¿Uno? ¿Uno? ¿Y cómo se explica que uno sea el Padre, otro el Hijo y otro el Espíritu Santo? ¡Más fuerte, más fuerte! Esa está bien. Son tres en uno, tres personas en uno. ¿Y qué hace el Padre? El Padre es el principio, el Padre, que ha creado todo, nos ha creado a nosotros. ¿Qué hace el Hijo? ¿Qué hace Jesús? ¿Quién sabe decir qué hace Jesús? ¿Nos ama? ¿Y qué más? ¡Trae la Palabra de Dios! Jesús viene a enseñarnos la Palabra de Dios. ¡Muy bien esto! ¿Y además? ¿Qué hizo Jesús en la tierra? ¡Nos ha salvado! Y Jesús vino para dar su vida por nosotros. El Padre crea a todos, crea el mundo; Jesús nos salva; ¿y el Espíritu Santo, qué hace? ¡Nos ama! ¡Te da el amor! Todos los niños juntos: el Padre crea a todos, crea el mundo; Jesús nos salva; y ¿el Espíritu Santo? ¡Nos ama! Y ésta es la vida cristiana: hablar con el Padre, hablar con el Hijo y hablar con el Espíritu Santo. Jesús nos ha salvado, pero también camina con nosotros en la vida. ¿Es verdad esto? ¿Y cómo camina? ¿Qué hace cuando camina con nosotros en la vida? Esto es difícil. ¡Quien lo diga gana el derbi! ¿Qué hace Jesús cuando camina con nosotros? ¡Más fuerte! Primero: nos ayuda. ¡Nos guía! ¡Muy bien! Camina con nosotros, nos ayuda, nos guía y nos enseña a ir adelante. Y Jesús nos da también la fuerza para caminar. ¿Es verdad? Nos sostiene. ¡Bien! En las dificultades, ¿verdad? ¡Y también con las tareas de la escuela! Nos sostiene, nos ayuda, nos guía, nos sostiene. ¡Eso es! Jesús va siempre con nosotros. Vale. Pero oíd, Jesús nos da la fuerza. ¿Cómo nos da la fuerza Jesús? ¡Vosotros sabéis cómo nos da la fuerza! ¡Más fuerte; no oigo! En la Comunión nos da la fuerza, precisamente nos ayuda con la fuerza. Él viene a nosotros. Pero cuando vosotros decís «nos da la Comunión», ¿un pedazo de pan te da tanta fuerza? ¿No es pan eso? ¿Es pan? Esto es pan, pero el que está en el altar ¿es pan o no es pan? ¡Parece pan! No es precisamente pan. ¿Qué es? Es el Cuerpo de Jesús. Jesús viene a nuestro corazón. Eso. Pensemos en esto, todos: el Padre nos ha dado la vida; Jesús nos ha dado la salvación, nos acompaña, nos guía, nos sostiene, nos enseña; ¿y el Espíritu Santo? ¿Qué nos da el Espíritu Santo? ¡Nos ama! Nos da el amor. Pensemos en Dios así y pidamos a la Virgen, la Virgen nuestra Madre, deprisa siempre para ayudarnos, que nos enseñe a entender bien cómo es Dios: cómo es el Padre, cómo es el Hijo y cómo es el Espíritu Santo. Así sea.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Familiares de Dios
El misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números. Es el misterio de un Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que «ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre. Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por nosotros con gemidos inefables», pues «nosotros no sabemos orar como conviene».
Dios no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas. Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios (Ef. 2,19).
Con este misterio de la Trinidad, entramos en comunión sobre todo por la Eucaristía. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo. En ella Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y participamos de él. Y el misterio nos transforma.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La solemnidad de la Santísima Trinidad nos recuerda la total identidad de las tres divinas Personas, a las que estamos consagrados por nuestro bautismo y cuyo amor multiforme sigue realizando la obra de nuestra salvación y santificación. En Dios confesamos tres Personas distintas, que son idénticas en su esencia.
–Proverbios 8,22-31: Antes de comenzar la tierra, la Sabiduría ya había sido engendrada y se nos mostró en sombras y figuras como un eco de la presencia vi-va del Verbo, el Hijo muy amado, en el seno del Padre. San Agustín, comentando el prólogo del Evangelio de San Juan, dice:
«Él es la Sabiduría de Dios y en el salmo se lee: «todo lo hiciste en la Sabiduría». Si Cristo es la Sabiduría de Dios y el Salmo dice que lo hiciste todo en la Sabiduría, se sigue que todo ha sido hecho en Él y por Él... La tierra es hechura suya, pero no es criatura que tenga vida. Lo que es vida es la forma espiritual, según la cual la tierra ha sido hecha y existe en la misma Sabiduría... Esta Sabiduría contiene en Sí la forma de todo antes que salga al exterior, y por eso todo lo producido según esta forma tiene vida en el Verbo, aunque en sí mismo no la tenga. La tierra, el cielo, la luna y el sol, que vuestra vista contempla, existen primero en su arquetipo y en Él son vida y fuera de Él son cuerpos sin alma» (Tratado 1,16-17 sobre el Evangelio de San Juan).
–Con el Salmo 8 cantamos al Señor, Dueño nuestro, cuyo nombre es admirable en toda la tierra: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado: ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él, el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo sometiste bajo sus pies: rebaños de ovejas y toros, hasta las bestias del campo, las aves del cielo, los peces del mar que trazan sendas por el mar».
–Romanos 5,1-5: Caminamos hacia Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado en nuestros corazones por el Espíritu. En la plenitud de los tiempos, Dios ha querido revelarnos su intimidad divina, para hacernos hijos de Dios-Padre, por la redención de Dios-Hijo, en virtud de la gracia de Dios-Espíritu Santo que se nos ha dado. Comenta San León Magno:
«Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9). Esta bienaventuranza, amadísimos, no se refiere a cualquier concordia y armonía, sino a aquélla de la cual dice el Apóstol: «Tened paz para con Dios » (Rom 5,1) y de la que habla el profeta David (Sal 118,16). Esta paz no se la apropian los lazos estrechísimos de la amistad ni las indiferentes semejanzas de ánimo si no están en completa armonía con la voluntad de Dios. Fuera de la dignidad de esta paz están las consideraciones de las apetencias mundanas, las federaciones de los pecados y los pactos de los vicios.
«El amor del mundo no concuerda con el amor de Dios ni llega a la sociedad de los hijos de Dios el que no se aparta de la generación carnal. Mas los que están siempre solícitos de conservar la unidad con el vínculo de la paz (Ef 4,3), por la unidad de su mente con Dios, jamás se apartan de la ley eterna, diciendo fielmente la oración: «Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo» (Mt 6,10). Estos son los pacíficos. Estos son los que están perfectamente unánimes y santamente concordes» (Sermón 95, sobre las Bienaventuranzas).
El Espíritu Santo se nos ha dado y con Él el amor de Dios para que seamos verdaderamente pacíficos.
–Juan 16,12-15: Todo lo que tiene el Padre es mío; el Espíritu recibirá de lo mío y os lo anunciará. Jesús, revelador del Padre, nos envió a su Espíritu para santificarnos y hacernos vivir su propia vida divina y los sentimientos más profundos de su Corazón de Hijo muy amado del Padre. Comenta San Agustín:
«El Espíritu Santo, que el Señor prometió enviar a sus discípulos para que les enseñase toda la verdad, que ellos no podían soportar en el momento en que les hablaba y del cual dice el Apóstol que hemos recibido ahora en prenda para darnos a entender que su plenitud nos está reservada para la otra vida, ese mismo Espíritu Santo enseña ahora a los fieles todas las cosas espirituales de que cada uno es capaz, mas también enciende en sus pechos un deseo más vivo de crecer en aquella caridad que los hace amar lo conocido y desear lo que no conocen» (Tratado 97,1 Sobre el Evangelio de San Juan).