Solemnidad Cuerpo y Sangre del Señor (Corpus Christi) – Homilías (C)
/ 16 mayo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Gn 14, 18-20: Melquisedec ofreció pan y vino
Sal 109, 1bcde. 2 .3 .4: Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
1 Co 11, 23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Lc 9, 11b-17: Comieron todos y se saciaron
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (05-06-1980)
jueves 5 de junio de 1980¡Alabado sea Jesucristo!
"Tu alabanza y gloria". Queridos hermanos, hermanas, connacionales y peregrinos:
Muchas son las canciones polacas en las que adoramos la Eucaristía, el Santísimo Sacramento y el Sagrado Corazón. Estas dos ideas están enlazadas entre sí. Entre todas las canciones que, sobre todo hoy, resuenan por las calles de nuestras ciudades, en Cracovia y en otras, precisamente ésta alaba a Dios, le rinde gloria, declara que esta alabanza llena todo el universo. La alabanza de Dios. "Tu alabanza y gloria, eterno Señor nuestro, no cesará por toda la eternidad. A Ti hoy rendimos adoración y elevamos hacia Ti, nosotros tus siervos, el cántico junto con las milicias celestiales". Así cantamos caminando con la custodia, llevada por el cardenal, el obispo o un sacerdote. Caminamos dando gracias a la omnipotencia de Dios por el don "grandioso" de su "grandeza". Se trata de una canción antigua. Basta leer las palabras que la componen para comprenderla. Pero, como tantas canciones antiguas polacas, está llena de contenido teológico. Y quizá ésta sea la más llena de ese contenido que inunda la fiesta que hoy celebramos: la fiesta del Corpus Domini.
En este día adoramos a Dios por aquel don que penetra toda la creación. Adoramos a Dios porque se ha dado a todo lo creado y, sobre todo, porque ha llamado a la existencia a todo cuanto existe. Damos gracias también a Dios por el don de la existencia, el primero que nos ha dado; le damos gracias por el misterio de la creación. Damos gracias a Dios por el don de la redención que realizó por medio de su Hijo; y se las damos muy especialmente porque su redención se perpetúa y se renueva. Esto es la Eucaristía; esto es el Corpus Domini.
Cantando esta canción, que contiene en sí tan excelente sentido teológico, salimos hoy del Wawel, de la catedral, por las calles de Cracovia, en una procesión que ya desde el año pasado sale de nuevo sobre Rynek y vuelve nuevamente a la catedral. Así ocurre también en otras ciudades: en Varsovia. en Gniezno, en Postdam, en Wroclaw y por todas partes. Este es nuestro Corpus Domini polaco.
El Corpus Domini es la fiesta de la Iglesia universal; es la fiesta de todas las Iglesias en la Iglesia universal. El Corpus Domini, entre nosotros en Polonia, contiene una riqueza especial. Alguien diría que la riqueza de la tradición. Es justo. Pero se trata de una tradición escrita con la riqueza de los corazones polacos. Por ahí comienza. Los corazones polacos están agradecidos a Dios desde hace muchas generaciones por todos sus dones: por el don de la creación, de la redención, de la Eucaristía.
Están agradecidos a Dios por la Eucaristía, por el Cuerpo del Señor. En este don se expresa la redención y la creación. Es precisamente ésta la tradición interior del corazón polaco. Por eso los polacos están tan apegados a la fiesta del Corpus Domini, celebrada precisamente este día, el jueves después de la Santísima Trinidad, en que fue instituida la fiesta por la Iglesia hace muchos siglos y enriquecida después en la vida de cada una de las Iglesias y de cada nación, por la tradición de los corazones.
Deseo agradeceros el que hayáis venido aquí precisamente en este día y porque me dais la posibilidad, al menos en parte, de vivir esta fiesta cracoviana del Corpus Domini polaco aquí en Roma e incluso fuera de Roma, en Castelgandolfo. Me alegra mucho vuestra presencia, que me recuerda la mía en Polonia hace ahora justamente un año... Este encuentro es para mí una especie de nueva visita, densa de un significado profundo y personal, porque viéndoos aquí, encontrándome con vosotros, celebrando con vosotros este maravilloso Corpus Domini en Castelgandolfo, pero en polaco, mi pensamiento y mi corazón vuelven hacia atrás, al año pasado, a tantos y tantos años de mi vida, llenos de la tradición polaca del Corpus Domini, desde los tiempos de mi juventud, en mi ciudad natal, en Wadowice. Y me doy cuenta, precisamente hoy, precisamente gracias a vuestra presencia, de cómo mi corazón, primero de adolescente, después de joven, de sacerdote, de obispo, participaba en esta maravillosa tradición del "corazón polaco" el cual, desde siglos, siente que a Dios hay que darle gracias por la Eucaristía. Y celebrando la Eucaristía le agradecemos el don que hay en nosotros y para nosotros. Por todo. Por la creación, por la redención, por nuestra existencia y por nuestra participación en el misterio de la salvación, por Cristo y por la Iglesia. Es precisamente ésta la gratitud de la gente que vive sistemáticamente de la vida eucarística, pero también de todos los que se dan cuenta de ello. Por eso, en el transcurso del año hay un día en que cantamos esta gratitud con el corazón rebosante, saliendo de nuestra intimidad. En efecto, esa gratitud es algo íntimo, profundo y, en cierto modo, es justo que permanezca sobre todo en nuestro interior. Pero se trata de un día, uno al año, en el que deseamos exteriorizar esa gratitud y llevarla por las calles de nuestras ciudades y hacer de esta gratitud culto público; y todos deberían reconocer este culto público. Este es precisamente el Corpus Domini; tal es su significado para nosotros; y este significado lo ha tenido, lo tiene y lo debería tener para toda la Iglesia.
Me alegra que, gracias a vuestra presencia, pueda darme cuenta nuevamente de todo esto. Por vuestra presencia, puedo prepararme mejor todavía al servicio del Corpus Domini en Roma, ante la Iglesia romana, ante toda la Iglesia.
¡Que Dios sea vuestra recompensa!
Homilía (08-06-1980)
domingo 8 de junio de 19801. La Iglesia ha escogido, desde hace siglos, el jueves siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad como día dedicado a una especial veneración pública de la Eucaristía: el día del Corpus Domini. Pero, a causa de ser ahora ese jueves día laborable, celebramos dicha solemnidad hoy, domingo. La celebramos junto a la basílica de San Pedro, deseando asociar a ella toda la fe y todo el amor de Pedro y de los Apóstoles, los cuales, el Jueves Santo, antes de Pascua, participaron en la última Cena, es decir, en la institución de este Sacramento, que fue siempre considerado en la Iglesia como el más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grandes. "He aquí el pan de los ángeles, convertido en pan de los caminantes" (secuencia), "...no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58).
2. ¿Por qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini? La respuesta es fácil. Esta solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaún; al oírle, "muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían", mientras los Apóstoles respondieron por boca de Pedro: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 66-68). La Eucaristía encierra en sí el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene su anticipo y su comienzo.
"El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6, 54). Eso vale ya para el mismo Cristo, que inicia su triduo pascual el Jueves Santo con la última Cena, es condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo, y resucitará al tercer día. La Eucaristía es el sacramento de esa muerte y de esa resurrección.
En ella, el Cuerpo de Cristo se transforma verdaderamente en comida y la Sangre en bebida para la vida eterna, para la resurrección. En efecto, el que come ese Cuerpo eucarístico del Señor y bebe en la Eucaristía la Sangre derramada por El para la redención del mundo, llega a esa comunión con Cristo, de la que el Señor mismo dice: "Permanece en mí y yo en él" (Jn 15, 4). Y el hombre, permaneciendo en Cristo, en el Hijo que vive del Padre, vive también, mediante El, de esa vida que constituye la unión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo: vive la vida divina.
3. Celebramos, por tanto, la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo el jueves después de la Santísima Trinidad, para poner de relieve precisamente esa Vida que nos da la Eucaristía. Mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo permanece en ella un reflejo más completo de la Santísima Trinidad, de modo que la Vida divina es participada, en este sacramento, por nuestras almas. Este es el misterio más profundo, más íntimo que asumimos con todo nuestro corazón, con todo nuestro "yo" interior. Y lo vivimos en la intimidad, en el recogimiento más profundo, sin encontrar ni las palabras justas, ni los gestos adecuados para corresponder a él. Las palabras más exactas quizá sean éstas: "Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo..." (Mt 8, 8), unidas a una actitud de adoración profunda.
Sin embargo, existe un único día —y un determinado tiempo— en el que nosotros queremos dar, a una realidad tan íntima, una especial expresión exterior y pública. Esto sucede precisamente hoy. Es una expresión de amor y de veneración.
Cristo pensando en su muerte, de la que dejó su propio memorial en la Eucaristía, ¿no dijo acaso una vez "Padre, glorifícame cerca de Ti mismo, con la gloria que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese" (Jn 17, 5)?
Cristo permanece en esa gloria después de la resurrección. El sacramento de su expoliación y de su muerte es al mismo tiempo el sacramento de esa gloria en la que permanece. Y aunque a la glorificación, de que goza en Dios, no corresponda ninguna expresión adecuada de adoración humana, es justo sin embargo, que con la Eucaristía del Jueves Santo se enlace también esa liturgia especial de adoración, que lleva consigo la fiesta de hoy. Este es el día en que no solamente recibimos la Hostia de la vida eterna, sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena.
Caminamos por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del Señor, todos tienen o pueden tener en sí la vida (cf. Jn 6, 52 Y para que respeten esa nueva vida que hay en el hombre.
¡Iglesia santa, alaba a tu Señor! Amén.
Homilía (02-06-1983)
jueves 2 de junio de 19831. «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he trasmitido» (1 Cor 11, 231.
El testimonio de Pablo, que acabamos de escuchar, es el testimonio de los otros Apóstoles: transmitieron lo que habían recibido. Y como ellos, también sus sucesores han continuado transmitiendo fielmente lo que recibieron. De generación en generación, de siglo en siglo, sin solución de continuidad, hasta hoy.
Y así, esta tarde, en la emocionante atmósfera de la celebración que reúne en plegaria a los diversos miembros de la Iglesia en Roma, el Sucesor de Pedro, que os habla, se hace eco fiel de ese mismo testimonio: «Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido».
Y lo que los Apóstoles nos han transmitido es Cristo mismo y su mandamiento de repetir y entregar a todas las gentes lo que El, el Divino Maestro, dijo e hizo en la última Cena: «Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros» (1 Cor 11, 24).
2. Al insertarnos en una tradición que dura desde hace casi dos mil años, también nosotros repetimos hoy el gesto de «partir el pan». Lo repetimos en el 1950 aniversario de aquel momento inefable, en que Dios se halló muy cerca del hombre, testimoniando en el don total de Sí la dimensión «increíble» de un amor sin límites.
«Esto es mi cuerpo que se entrega por vosotros». ¿Cómo no experimentar en el espíritu una profunda vibración pensando que, al pronunciar ese «vosotros», Cristo quería referirse también a cada uno de nosotros y se entregaba a Sí mismo a la muerte por cada uno de nosotros:
¿Y cómo no sentirnos íntimamente conmovidos, pensando que esa «ofrenda del propio cuerpo» por nosotros no es un hecho lejano, consignado en las páginas frías de la crónica histórica, sino un acontecimiento que revive también ahora, aunque de modo incruento, en el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre, colocados en la mesa del altar? Cristo vuelve a ofrecer, ahora, por nosotros su Cuerpo y su sangre, para que sobre la miseria de nuestra realidad de pecadores se vuelque una vez más la ola purificadora de la misericordia divina, y en la fragilidad de nuestra carne mortal sea echado el germen de la vida inmortal.
3. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo, dice el Señor; quien coma de este pan vivirá para siempre» (Aclamación antes del Evangelio). ¿Quien no desea vivir eternamente? ¿Acaso no es ésta la aspiración más profunda que late en el corazón de cada ser humano? Pero es aspiración que desmiente de modo brutal e inapelable la experiencia cotidiana.
¿Por qué? Se nos da la respuesta en la palabra de la Escritura: «EL pecado entró en el mundo, y por el pecado la muerte» (Rom 5, 12), ¿No hay, pues, esperanza para nosotros? No hay esperanza desde que domina el pecado; pero puede renacer la esperanza una vez que el pecado sea vencido. Y esto es precisamente lo que sucedió con la redención de Cristo. En efecto, está escrito: «Si por la transgresión de uno solo, esto es, por obra de uno solo, reinó la muerte, mucho más los que reciben la abundancia de la gracia y el don de la justicia reinarán en la vida por obra de uno solo, Jesucristo» (ib., v. 17).
He aquí por qué dice Jesús: «Quien coma de este pan vivirá para siempre». Bajo las apariencias de ese pan está presente El en persona, el vencedor del pecado y de la muerte, el Resucitado! Quien se alimenta de ese pan divino, además de encontrar la fuerza para derrotar en sí mismo las sugestiones del mal a lo largo del camino de la vida, recibirá con él también la prenda de la victoria definitiva sobre la muerte —«el último enemigo destruido será la muerte» como dice el Apóstol Pablo (1 Cor 15, 26)—, de tal manera que Dios pueda ser «todo en todos» (ib., v. 28).
4. ¡Cómo se comprende, al reflexionar sobre el misterio, el amor celoso con que la Iglesia guarda este tesoro de valor inestimable! ¡Y cómo parece lógico y natural que los cristianos, en el curso de su historia, hayan sentido la necesidad de manifestar, inclusa exteriormente, la alegría y la gratitud por la realidad de un don tan grande! Han tomado conciencia del hecho de que la celebración de este misterio divino, no podía quedar encerrada dentro de los muros de un templo, por muy grande y artístico que fuera, sino que había que llevarlo por los caminos del mundo, porque Aquel a quien velan las frágiles especies de la Hostia, ha venido a la tierra precisamente para ser la «vida del mundo» (Jn 6, 51).
Así nació la procesión del Corpus Domini que la Iglesia celebra, desde hace ya muchos siglos, con solemnidad y alegría totalmente especial. También nosotros dentro de poco comenzaremos la procesión por las calles de nuestra ciudad. Iremos entre cantos y plegarias llevando con nosotros el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Pasaremos entre las casas, las escuelas, los talleres, los comercios; pasaremos por donde hierve la vida de los hombres, por donde se agitan sus pasiones, donde explotan sus conflictos, donde se consuman sus sufrimientos y florecen sus esperanzas. Iremos a testimoniar con humilde alegría que en esa pequeña Hostia blanca está la respuesta a los interrogantes más apremiantes, está el consuelo al dolor más dilacerante, está, en prenda, la satisfacción de la sed abrasadora de felicidad y de amor que cada uno lleva dentro de sí, en el secreto del corazón.
Recorreremos la ciudad, pasaremos entre la gente apremiada por los mil problemas de cada día, saldremos al encuentro de estos hermanos y hermanas nuestros y mostraremos a todos el sacramento de la presencia de Cristo:
«He aquí el pan de los ángeles, / pan de los peregrinos, / verdadero pan de los hijos.»
He aquí: el pan que el hombre gana con el propio trabajo, pan sin el cual el hombre no puede vivir ni mantenerse con fuerzas, he aquí que este pan se ha convertido en testimonio vivo y real de la presencia amorosa de Dios que nos salva. En este Pan el Omnipotente, el Eterno, el tres veces Santo, se ha hecho cercano a nosotros, se ha convertido en el «Dios con nosotros», el Emmanuel. Comiendo de este Pan, cada uno puede tener la prenda de la vida inmortal.
Nuestro deseo, más aún, la oración apasionada, es que en los corazones de todos los que nos encontremos pueda florecer el sentimiento maravillosamente expresado en la secuencia de la liturgia de hoy:
«Buen Pastor, pan verdadero, / oh Jesús, ten piedad de nosotros: / nútrenos y defiéndenos, / llévanos a los bienes eternos / en la tierra de los vivientes.
Tú que todo lo sabes y puedes, / que nos alimentas en la tierra, / llévanos a tus hermanos / a la mesa del cielo / en la gloria de tus santos». Amén.
Homilía (29-05-1986)
jueves 29 de mayo de 19861. «Tú eres Sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal 109/110, 4).
Hoy la Iglesia escucha las palabras del Eterno Padre que habla al Hijo: «Oráculo de Yavé a mi Señor: «Siéntate a mi diestra»... Tu pueblo (se ofrecerá) espontáneamente en el día de tu poder» (Sal 109/110, 1, 3).
¿De qué poder habla el Padre al Hijo? ¿Qué gloria proclama con las palabras del Salmo mesiánico?
He aquí que proclama sobre todo la gloria del Unigénito, la gloria del que fue eternamente engendrado y que es siempre engendrado; El es de la misma naturaleza del Padre.
«Yo mismo te engendré como rocío antes de la aurora —dice el Salmista— (Sal 109/110, 3). (Bella metáfora, aunque imperfecta; ninguna imagen tomada del mundo de las criaturas puede reflejar la realidad de Dios, el misterio del Padre y del Hijo, el misterio de la generación que está eternamente en Dios).
2. Y sin embargo, a través de la imperfección de las metáforas humanas, la Iglesia escucha las palabras del Padre y contempla la gloria del Hijo. La gloria que El tiene eternamente en Dios-Trinidad y, al mismo tiempo, la que El, como Hijo eterno, da al Padre.
El Hijo de Dios (Verbum Patris), el Hijo del Hombre Sacerdote para siempre.
3. Este es el día de su poder en la historia de la creación. El día de su victoria en la historia del hombre.
El, eternamente engendrado por el Padre y de la misma substancia del Padre, sube al Padre, entra en su gloria como Redentor del mundo. Y el Padre le dice: «Siéntate a mi derecha» (Sal 109/110, 11.
De este modo enlaza al que le es igual (igual al Padre): pero que como verdadero hombre «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte» (Flp 2, 8).
Y precisamente por esta muerte El ha alcanzado la victoria: la victoria sobre la muerte del cuerpo y sobre la muerte del espíritu, es decir sobre el pecado.
Precisamente por esta muerte El domina. Es el Señor en el reino de la vida.
Y el Padre le dice: «Desde Sión extenderé el poder de tu cetro, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies» (cf. Sal 109/110, 2, 1).
4. El que mediante la muerte ha obtenido el dominio sobre la muerte y sobre el pecado es Sacerdote para siempre. En efecto, ha obtenido ese dominio, ofreciéndose a Sí mismo en sacrificio. Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre. Ha triunfado mediante la Cruz.
En su dominio en el reino de la vida está inscrito su sacerdocio. El que ofrece el sacrificio, sirve: cumple el servicio de Dios. Da testimonio del hecho de que todo lo creado pertenece a Dios y está sometido a Dios.
En el dominio de Cristo está ciertamente inscrito el servicio: la restitución de todas las criaturas a Dios como Creador y Padre.
Cristo se sienta a la derecha del Padre, Cristo reina sometiendo todas las criaturas a Dios como Creador y Padre. Sometiéndolas, las restituye al que pertenecen sobre todo.
Devuelve todas las criaturas y antes que nada al hombre, porque El mismo es Hijo del hombre.
En el hombre lo restituye todo, porque todo lo que ha sido creado en el mundo visible, ha sido creado para el hombre.
5. «El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: «Tú eres sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec»» (Sal 109/110, 4).
Cristo Sacerdote, «entró... en el santuario... por su propia sangre» (Heb 9, 12).
Instituyó la Nueva Alianza de Dios con el hombre en su Cuerpo y en su Sangre. Derramó esta Sangre en la cruz, ofreciendo su Cuerpo en la pasión y en la muerte.
No obstante, El ofreció este sacrificio cruento una sola vez para siempre. Y ninguno puede repetirlo así como ninguno pudo anticiparlo.
A su vez, el día antes de Pascua, el mismo Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre —Sacrificio de la nueva y eterna Alianza con Dios— lo consumó para la Iglesia bajo las especies del pan y del vino.
Lo instituyó como sacramento del que vive la Iglesia. Del que se alimenta la Iglesia.
De este modo Cristo se hizo Sacerdote «según el orden de Melquisedec».
En efecto, Melquisedec, contemporáneo de Abraham, que es el padre de nuestra fe, ofreció el sacrificio del pan y del vino: un sacrificio incruento (cf. Gén 14, 18).
Cristo, eterno Sacerdote, permanece para siempre con la Iglesia mediante el sacrificio que ha ofrecido «según el orden de Melquisedec».
6. La Iglesia vive cotidianamente de este sacrificio, y de él cotidianamente se alimenta. Por obra de este sacrificio Cristo está constantemente presente en ella. Cristo, Eterno Sacerdote. En efecto, no hay sacrificio sin sacerdote.
Por obra de este sacrificio, Cristo vuelve a confirmar diariamente «la nueva y eterna Alianza en su Cuerpo y en su Sangre». Diaria e incesantemente, estando «a la derecha del Padre», somete a Dios todas las criaturas, pero especialmente a todo hombre creado a imagen de Dios.
Por obra de este sacrificio, por obra de la Eucaristía, Cristo «sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec», da testimonio de Dios que es no sólo Creador y Señor de toda la creación, sino que es, al mismo tiempo, Padre. Y el Padre alimenta y nutre a sus hijos.
Así, pues, alimenta y nutre al hombre con la comida y con la bebida de la Vida Eterna. Con el pan y el vino de la Santísima Eucaristía.
7. La Iglesia vive cotidianamente de la Eucaristía. Vive de ella siempre.
Pero hoy —en este día particular— desea escuchar con especial atención las palabras que el Padre dice al Hijo («Oráculo de Yavé a mi Señor»); y desea meditar las palabras del Salmo mesiánico. Meditar y contemplar su elocuencia eucarística.
En efecto, ésta es la fiesta de la Eucaristía.
La Iglesia desea salir por los caminos, anunciando a todo el mundo aquello de lo cual vive cada día.
Desea hacer ver a todos que Cristo vive en ella. El que era, es y ha de venir (cf. Ap 1, 4).
«Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas».
¡Cristo, Sacerdote para siempre según el rito de Melquisedec!
Homilía (29-05-1989)
lunes 29 de mayo de 19891. Lauda Sion Salvatorem...
Hoy la Iglesia da las gracias por el don de la Eucaristía. Hoy la Iglesia adora el Misterio Eucarístico. No sólo lo hace hoy. Ciertamente, la Eucaristía decide la vida de la Iglesia cada día. Sin embargo la Iglesia desea dedicar de un modo particular este día a la acción de gracias y a la adoración pública.
Lauda Sion Salvatorem...
Saldremos en procesión con el Santísimo Sacramento desde la Basílica de Letrán, que es "madre" de todas las iglesias de Roma y de fuera de Roma, a la basílica mariana del Esquilino: Ave verum Corpus natum de Maria Virgine.
2. Caminando en procesión, tendremos ante los ojos a la muchedumbre que seguía a Jesús, cuando El la instruía acerca del reino de Dios. El Evangelista Lucas escribe que curó "a los que lo necesitaban" (Lc 9, 11). Aquella vez, sin embargo —además de los enfermos— todos los presentes tuvieron necesidad de alimento, puesto que "caía la tarde" (Lc 9, 12). Jesús no sigue el consejo de los Doce de despedir a la muchedumbre y mandarla a las aldeas y poblados de los alrededores, sino que dice: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13).
Los Apóstoles no tenían nada más que cinco panes y dos peces (cf. Lc 9, 13).
Jesús los tomó y "alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente" (Lc 9, 16). El Evangelista constata que "comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos" (Lc 9, 17).
3. El milagro de la multiplicación de los panes es un signo que preanuncia de modo particular la Eucaristía.
La liturgia. por tanto, nos remite á la tarde del Cenáculo, en que Cristo fue traicionado. La tarde de la institución de la Eucaristía, que celebramos cada año el Jueves Santo.
Aquella tarde, después de las palabras sacramentales pronunciadas sobre el pan pascual y sobre el cáliz del vino, Cristo, dijo: "cada vez que coméis de este pan y bebéis de la copa, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).
"Cada vez": en la Eucaristía la sacramental "multiplicación de los panes" se extiende a todos los tiempos. Llega a muchos lugares de toda la tierra. Permanece a lo largo de las generaciones.
Hoy deseamos "reunir" en la vía de la procesión eucarística romana a todas las generaciones, que desde los tiempos apostólicos se han nutrido, en esta ciudad, de la Eucaristía.
Nosotros, que en la generación actual vivimos de este Sacramento, deseamos dar las gracias y adorar por todos.
Lauda Sion Salvatorem...
4. La procesión eucarística es imagen de la peregrinación del Pueblo de Dios. Seguimos a Cristo que es Pastor de las almas inmortales.
Nos conduce la modesta especie del Pan: la Hostia blanca, en la que se expresa sacramentalmente el misterio del único sacerdocio. He aquí el sacerdote que "penetró los cielos" (cf. Hb 4, 14). He aquí, el "Sacerdote por siempre" (cf. Sal 109/110, 4). Mediante el sacrificio de la cruz El ha superado todos los sacrificios de la Antigua Alianza. Su sacerdocio conoce sólo una sola figura en los tiempos de Abraham: Melquisedec. El sacrificio cruento de nuestra redención ha sido revestido por Cristo con las especies del pan y del vino. Igualmente Melquisedec ofreció el pan y el vino. Un signo profético.
5. Mediante su Sacrificio mesiánico Cristo ha realizado todo cuanto ha sido pronunciado por el Salmista en relación a Melquisedec.
Precisamente a El el Señor le ha jurado: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec" (Sal 109/110, 4).
Precisamente a El le ha dicho: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha... Yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora"» (Sal 109/110, 1. 3).
"Oráculo del Señor a mi Señor" así habla el Padre al Hijo de la misma sustancia, el cual está sentado "a su derecha" en virtud del Sacrificio redentor de la cruz; del Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre.
Precisamente mediante dicho Sacrificio El es Pastor de todos. Es Pastor eterno, al que el Padre le ha confiado a todos los hombres. Porque, por El y en El, el hombre puede reencontrar la Vida, la Vida eterna que está en Dios mismo.
Lauda Sion Salvatorem...
Lauda Ducem et Pastorem, in hymnis et canticis.
6. Sigamos, pues, en procesión a Cristo. Nos conduce la blanca especie del Pan por los caminos de la ciudad, a la que se encuentra unido un particular testimonio apostólico, y la herencia apostólica de la Eucaristía.
Caminemos, cantando y adorando el Misterio.
Sabemos que no hay palabras capaces de expresarlo adecuadamente ni capaces de adorarlo.
«Quantum potes, tantum aude, / quia maior omni laude...». / Sí. «Maior omni laude»! / «Quia maior omni laude, / nec laudare sufficis».
Amén.
Homilía (18-06-1992)
jueves 18 de junio de 19921. «Yo soy el pan vivo» (Jn 6, 51).
Los Apóstoles dicen a Jesús en el desierto: «Despide a la gente» (Lc 9, 12). Esa gente seguía al Maestro, escuchando sus palabras sobre el reino de Dios; pero ya se acercaba la noche y la hora de la cena. La muchedumbre seguía allí en silencio, esperando.
En otra ocasión, en el desierto, cuando les faltó el pan, los hijos de Israel se rebelaron contra Moisés. Entonces recibieron el alimento que caía todas las mañanas sobre el campamento, y lo llamaron «maná». Así el pueblo, procedente de la tierra de Egipto, pudo seguir su camino desde el país de la esclavitud, hacia la tierra prometida.
Ahora, Jesús dice a los Apóstoles: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13) y, puesto que ellos no logran encontrar ninguna solución, Cristo multiplica los panes: bendice lo poco que tienen, lo parte y lo da a los discípulos; y éstos, a su vez, al pueblo. «Comieron todos hasta saciarse».
2. La multiplicación de los panes en el desierto es un anuncio, como lo fue el maná: la multitud sigue a Jesús, cuando experimenta su poder sobre el alimento y sobre el hambre humana. Están dispuestos, incluso, a proclamarlo rey. ¿Acaso el salmo de David no habla del dominio del Mesías y del día de su triunfo? «Para ti el principado —dice— el día de tu nacimiento» (Sal 110, 3).
Al mismo tiempo, ese salmo llama sacerdote al Mesías real: es sacerdote por siempre, según el orden de Melquisedec (cf. ib., v. 4).
Melquisedec fue rey y, al mismo tiempo, sacerdote del Dios altísimo. A diferencia de los sacerdotes de la antigua alianza, no ofreció a Dios la sangre de animales inmolados, sino pan y vino.
3. La multiplicación de los panes en el desierto es, por esa misma razón, un mensaje profético: Cristo sabe que él mismo realizará un día la profecía encerrada en el sacrificio de Melquisedec. Como sacerdote de la nueva alianza —de la alianza eterna—, Jesús entrará en el santuario eterno, después de haber llevado a cabo la obra de la redención del mundo gracias a su propia sangre.
En el cenáculo, una vez más, dará a los Apóstoles prácticamente el mismo mandato: «¡Dadles vosotros de comer!», «¡Haced esto en conmemoración mía!».
Existen diversas categorías de hambre que atormentan a la gran familia humana. Hubo un hambre que transformó en cementerios ciudades y países enteros. Hubo el hambre de los campos de exterminio, productos de los sistemas totalitarios. En diferentes partes del globo existe aún hoy el hambre del tercero y del «cuarto» mundo: allí mueren de hambre los hombres, las madres y los niños, los adultos y los ancianos. Es terrible el hambre del organismo humano, el hambre que extermina.
Pero existe también el hambre del alma, del espíritu.
El alma humana no muere en los caminos de la historia presente. La muerte del alma humana tiene otro carácter: asume la dimensión de la eternidad.. Es la «segunda muerte» (Ap 20, 14).
Al multiplicar los panes para los hambrientos, Cristo puso el signo profético de la existencia de otro Pan:
«Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 51).
4. Éste es el gran misterio de la fe. Pero las mismas personas para las que Cristo multiplicó los panes, las que «comieron hasta saciarse» (Lc 9, 17), no fueron capaces de creer en sus palabras cuando les habló del alimento que es su Carne, y de la bebida que es su Sangre.
Por este motivo, las mismas personas pidieron a continuación su muerte en la cruz. Así sucedió. Y sólo cuando todo se cumplió, se desveló el misterio de la última cena: «Éste es mi cuerpo, que se da por vosotros... Esta copa es la nueva alianza en mi sangre» (1 Co 11, 24-25).
Del cenáculo salió el sacerdote «según el orden de Melquisedec», que camina ahora con su pueblo a través de la historia.
5. Este es el contenido que la solemnidad de Corpus Domini pretende expresar y que queremos proclamar con esta procesión eucarística por las calles de Roma, desde la basílica del Santísimo Salvador en San Juan de Letrán hasta la basílica mariana del Esquilino.
«Ave verum Corpus natum de Maria Virgine».
Que el camino que recorremos se transforme en una imagen concreta de los otros muchos caminos de la Iglesia en el mundo de hoy. El Obispo de Roma, siervo de todos los siervos de la Eucaristía, sigue con el pensamiento y con el corazón a cuantos hoy dan testimonio de este misterio, de norte a sur y desde la salida del sol hasta el ocaso.
Dondequiera que se encuentre el pueblo de Dios de la nueva alianza, también está él, «el pan vivo bajado del cielo».
Dondequiera.
«Si uno come de este pan, vivirá para siempre».
Homilía (15-06-1995)
jueves 15 de junio de 19951. «Cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
Hoy, reunidos aquí, ante la basílica de San Juan de Letrán, catedral del Obispo de Roma, anunciamos de modo especial la muerte de Cristo. En este mismo templo cada año celebramos la liturgia del Jueves santo. La solemnidad de hoy es, en cierto sentido, el complemento de la liturgia del Jueves santo, como la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que se celebrará la próxima semana, constituye un complemento significativo de la liturgia del Viernes santo.
El Jueves santo nos recuerda la cena del Señor y la institución de la Eucaristía en el contexto de la Semana santa, semana de la pasión del Señor. Ese contexto no nos permite expresar hasta el fondo todo lo que significa para nosotros la Eucaristía. Al final de la liturgia del Jueves santo, después de la santa misa in coena Domini, el santísimo Sacramento es depositado en una capilla preparada para ese fin.
Se trata de una procesión eucarística que reviste un significado característico: acompañamos a Cristo al inicio de los acontecimientos de su pasión. En efecto, sabemos que después de la última cena tuvo lugar la oración en Getsemani, el prendimiento y el juicio, primero ante Anás y luego ante Caifás, que por entonces era sumo sacerdote. Por eso, el Jueves santo acompañamos a Jesús en el camino que lo conduce hacia las horas terribles de la pasión, pocas horas antes de su condena a muerte y de su crucifixión. En la tradición polaca, al lugar donde se deposita la Eucaristía después de la liturgia de la cena del Señor se le suele llamar la capilla oscura, porque la piedad popular asocia su recuerdo al de la prisión en la que el Señor Jesús pasó la noche del jueves al. viernes, una noche que ciertamente no fue de descanso, sino una etapa ulterior de sufrimiento físico y espiritual.
2. Muy diverso es el clima que rodea la solemnidad del santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo. Fue instituida relativamente tarde, en el periodo de la Edad Media, y responde a la profunda necesidad de manifestar, de modo diverso y más completo, todo lo que la Eucaristía es para la Iglesia.
«Pange, lingua, gloriosi corporis mysterittin, sanguinisque pretiosi...». En las palabras de ese famoso himno, santo Tomás de Aquino expresó de modo elocuente esa necesidad del pueblo de Dios. «Pange, lingua». La lengua de los hombres debe cantar el misterio de la Eucaristía. Debe cantarlo no sólo como mysterium passionis, sino también como mysterium gloriae. De allí nace la tradición de las procesiones eucarísticas, especialmente la tradición de la procesión del Corpus Christi, que constituye una expresión singular de la viva emoción que experimenta el creyente ante el «mysterium» del Cuerpo y la Sangre del Señor, del que la Iglesia vive a diario. También la procesión de esta tarde, que desde la basílica de San Juan de Letrán, por las calles de la ciudad eterna, llega hasta la basílica de Santa María la Mayor en el Esquilino, reviste un significado semejante.
Recuerdo muchas procesiones de este tipo, en las que participé desde mi niñez. Luego las he presidido yo mismo como sacerdote y obispo. La procesión del Corpus Christi constituía siempre un gran acontecimiento para las comunidades a las que pertenecía. Y así también en Roma; o, mejor, aquí más que en otras partes, dado que aquí dio su testimonio una de los testigos directos de la última cena: el apóstol Pedro. Llevando por las calles de la ciudad el santísimo Sacramento, asumimos, de la manera característica del segundo milenio, el patrimonio de fe que fue también suyo.
La lectura de hoy, tomada de la carta de san Pablo a los Corintios, pone muy bien de relieve esta fe. Se trata probablemente del relato escriturístico más antiguo de la institución de la Eucaristía. El Apóstol escribe: «el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: "Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío". Asimismo también el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebiereis, hacedlo en recuerda mío". Pues cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 23-26).
La Iglesia, al repetir en cada santa misa las palabras: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús», es como si las tomara de labios del Apóstol de los gentiles para hacerlas suyas y repetirlas ante el mundo.
3. La liturgia del Corpus Christi nos recuerda el sacerdocio de Cristo. Habla de él tanto el salmo responsorial como la primera lectura, tomada del libro del Génesis: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Melquisedec, que vivió en tiempos de Abraham, era rey de Salem, la ciudad que más tarde tomaría el nombre de Jerusalén. Ofreció a Dios pan y vino. Abraham honró a ese extraordinario rey-sacerdote, casi presagiando en él la futura vocación de ese pueblo de Dios, del que debía convertirse en padre en la fe: vocación que, por consiguiente, no se limitaba a la antigua alianza, sino que se extendía también a la nueva y eterna.
Es extraordinario este salmo que habla del sacerdocio de Cristo según el modelo del de Melquisedec, poniendo de relieve que se trata de un sacerdocio eterno: «Tú eres sacerdote eterno». A la luz de la fe pascual, resulta claro que este sacerdote de la alianza nueva y eterna es el Hijo consustancial con el Padre.
Detengámonos a reflexionar sobre las palabras: «Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies". Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: "somete en la batalla a tus enemigos"» (Sal 110, 1-2); y, por último, «yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora» (Sal 110, 3). ¿Qué puede significar esta metáfora poética? Leída a la luz de la plena revelación del Nuevo Testamento, habla de la generación del Verbo, Hijo del eterno Padre. Este Hijo, en virtud del juramento de Dios mismo, se convirtió mediante su propio sacrificio en «sacerdote eterno». Ofreció el sacrificio como sacerdote; ofreció el sacrificio de su Cuerpo y Sangre. Y, al mismo tiempo, dejó a la Iglesia el único e irrepetible sacrifico bajo las especies del pan y el vino, es decir, los mismos alimentos que, en tiempos de Abraham, ofrecía en sacrificio Melquisedec.
De ese modo, el sacrificio de Cristo, como Eucaristía, se convierte en banquete: el banquete del Cordero. Y la Iglesia, exhortándonos a participar en la Eucaristía, nos invita a ese banquete. Lo hace todos los días y de modo particular hoy. Además, tiene la conciencia, fundada en la fe, de que esta comida y esta bebida, que es la Eucaristía, nunca se agotarán y nunca faltarán. Están destinadas a todos, como indica el pasaje del evangelio de hoy, tomado de san Lucas: «Comieron todos hasta saciarse» (Lc 9, 17).
El día del Corpus Christi queremos agradecer esta singular abundancia del don eucarístico, con el que el pueblo de Dios en toda la tierra se alimenta incesantemente.
4. Sí. En toda la tierra. Hoy, día del Corpus Christi, celebrando la liturgia y sobre todo realizando la procesión eucarística, nos sentimos unidos a cuantos la celebran, en las diversas partes del mundo, «desde la salida del sol hasta eI ocaso». Es la Eucaristía de Roma, pero al mismo tiempo la Eucaristía de Italia y de las islas del Mediterráneo; la Eucaristía de tantas Iglesias en el continente europeo; la Eucaristía de América del norte, del centro y del sur; la Eucaristía de África y de las innumerables comunidades que en ese continente han "acogido el mensaje del Evangelio; la Eucaristía de las islas del océano Atlántico, así como del Indico y del Pacífico; de las Iglesias de Asia y de Australia.
Comencemos, pues, la procesión eucarística, que recorre las calles de Roma y, al mismo tiempo, pronunciemos con fervor esta única palabra: Eucaristía, Eucaristía, Eucaristía. Ante los ojos del alma se hacen presentes las Iglesias esparcidas por todo el orbe de la tierra, del este al oeste, del sur al norte.
Junto con nosotros, esas Iglesias confiesan, celebran y reciben la misma Eucaristía. Con nosotros repiten las palabras del Apóstol: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. Ven, Señor Jesús».
Nuestra esperanza no quedará defraudada. Amén.
Homilía (11-06-1998)
jueves 11 de junio de 19981. «Tú caminas a lo largo de los siglos » (canto eucarístico polaco).
La solemnidad del Corpus Christi nos invita a meditar en el singular camino que es el itinerario salvífico de Cristo a lo largo de la historia, una historia escrita desde los orígenes, de modo simultáneo, por Dios y por el hombre. A través de los acontecimientos humanos, la mano divina traza la historia de la salvación.
Es un camino que empieza en el Edén, cuando, después del pecado del primer hombre, Adán, Dios interviene para orientar la historia hacia la venida del «segundo» Adán. En el libro del Génesis se encuentra el primer anuncio del Mesías y, desde entonces, a lo largo de las generaciones, como atestiguan las páginas del Antiguo Testamento, se recorre el camino de los hombres hacia Cristo.
Después, cuando en la plenitud de los tiempos el Hijo de Dios encarnado derrama en la cruz la sangre por nuestra salvación y resucita de entre los muertos, la historia entra, por decirlo así, en una dimensión nueva y definitiva: se sella entonces la nueva y eterna alianza, cuyo principio y cumplimiento es Cristo crucificado y resucitado. En el Calvario el camino de la humanidad, según los designios divinos, llega a su momento decisivo: Cristo se pone a la cabeza del nuevo pueblo para guiarlo hacia la meta definitiva. La Eucaristía, sacramento de la muerte y de la resurrección del Señor, constituye el corazón de este itinerario espiritual escatológico.
2. «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que come de este pan vivirá para siempre» (Jn 6, 51).
Acabamos de proclamar estas palabras en esta solemne liturgia. Jesús las pronunció después de la multiplicación milagrosa de los panes junto al lago de Galilea. Según el evangelista san Juan, anuncian el don salvífico de la Eucaristía. No faltan en la antigua Alianza prefiguraciones significativas de la Eucaristía, entre las cuales es muy elocuente la que se refiere al sacerdocio de Melquisedec, cuya misteriosa figura y cuyo sacerdocio singular evoca la liturgia de hoy. El discurso de Cristo en la sinagoga de Cafarnaum representa la culminación de las profecías veterotestamentarias y, al mismo tiempo, anuncia su cumplimiento, que se realizará en la última cena. Sabemos que en esa circunstancia las palabras del Señor constituyeron una dura prueba de fe para quienes las escucharon, e incluso para los Apóstoles.
Pero no podemos olvidar la clara y ardiente profesión de fe de Simón Pedro, que proclamó: «Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Estos mismos sentimientos nos animan a todos hoy, mientras, reunidos en torno a la Eucaristía, volvemos idealmente al cenáculo, donde el Jueves santo la Iglesia se congrega espiritualmente para conmemorar la institución de la Eucaristía.
3. «In supremae nocte cenae, recumbens cum fratribus...».
«La noche de la última cena, recostado a la mesa con los Apóstoles, cumplidas las reglas sobre la comida legal, se da, con sus propias manos, a sí mismo, como alimento para los Doce».
Con estas palabras, santo Tomás de Aquino resume el acontecimiento extraordinario de la última cena, ante el cual la Iglesia permanece en contemplación silenciosa y, en cierto modo, se sumerge en el silencio del huerto de los Olivos y del Gólgota.
El doctor Angélico exhorta: «Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium...».
«Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa que el Rey de las naciones, fruto de un vientre generoso, derramó como rescate del mundo».
El profundo silencio del Jueves santo envuelve al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Parece que el canto de los fieles no puede desplegarse en toda su intensidad ni tampoco, con mayor razón, las demás manifestaciones públicas de la piedad eucarística popular.
4. Por eso, la Iglesia sintió la necesidad de una fiesta adecuada, en la que se pudiera expresar más intensamente la alegría por la institución de la Eucaristía: nació así, hace más de siete siglos, la solemnidad del Corpus Christi, con grandes procesiones eucarísticas, que ponen de relieve el itinerario del Redentor del mundo en el tiempo: «Tú caminas a lo largo de los siglos». También la procesión que realizaremos hoy al término de la santa misa evoca con elocuencia el camino de Cristo solidario con la historia de los hombres. Significativamente a Roma se la suele llamar «ciudad eterna», porque en ella se reflejan admirablemente diversas épocas de la historia. De modo especial, conserva las huellas de dos mil años de cristianismo.
En la procesión, que nos llevará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor, estará presente idealmente toda la comunidad cristiana de Roma congregada alrededor de su Pastor, con sus obispos colaboradores, los sacerdotes, los religiosos, las religiosas y los numerosos representantes de las parroquias, de los movimientos, de las asociaciones y de las cofradías. A todos dirijo un cordial saludo.
Quisiera saludar en particular a los obispos cubanos que, presentes en Roma desde hace algunos días, han querido unirse a nosotros hoy, a fin de dar una vez más gracias al Señor por el don de mi reciente visita e implorar la luz y la ayuda del Espíritu para el camino de la nueva evangelización. Los acompañamos con nuestro afecto y nuestra comunión fraterna.
5. Al celebrar hoy la fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo, el pensamiento va también al 18 de junio del año 2000, cuando aquí, en esta basílica, se inaugurar á el 47° Congreso eucarístico internacional. El jueves siguiente, 22 de junio, solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, partirá desde esta plaza la gran procesión eucarística. Además, congregados en asamblea litúrgica para la Statio orbis, el domingo 25 celebraremos la solemne eucaristía unidos a los numerosos peregrinos que, acompañados por sus pastores, vendrán a Roma desde todos los continentes para el Congreso y para venerar las tumbas de los Apóstoles.
Durante los dos años que nos separan del gran jubileo, preparémonos, tanto individual como comunitariamente, para profundizar el gran don del Pan partido para nosotros en la celebración eucarística. Vivamos en espíritu y en verdad el misterio profundo de la presencia de Cristo en nuestros tabernáculos: el Señor permanece entre nosotros para consolar a los enfermos, para ser viático de los moribundos, y para que todas las almas que lo buscan en la adoración, en la alabanza y en la oración, experimenten su dulzura. Cristo, que nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre, nos conceda entrar en el tercer milenio con nuevo entusiasmo espiritual y misionero.
6. Jesús está con nosotros, camina con nosotros y sostiene nuestra esperanza. «Tú caminas a lo largo de los siglos », le decimos, recordando y abrazando en la oración a cuantos lo siguen con fidelidad y confianza.
Ya en el ocaso de este siglo, esperando el alba del nuevo milenio, también nosotros queremos unirnos a esta inmensa procesión de creyentes.
Con fervor e íntima fe proclamamos: «Tantum ergo Sacramentum veneremur cernui...».
«Adoremos el Sacramento que el Padre nos dio. La antigua figura ceda el puesto al nuevo rito. La fe supla la incapacidad de los sentidos». «Genitori Genitoque laus et iubilatio... ».
«Al Padre y al Hijo, gloria y alabanza, salud, honor, poder y bendición. Gloria igual a quien de ambos procede». Amén.
Homilía (14-06-2001)
jueves 14 de junio de 20011. "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum": "Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos" (Secuencia).
Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos.
La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el "santísimo Sacramento", memorial vivo del sacrificio redentor.
En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel "jueves" que todos llamamos "santo", en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.
Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.
2. "Lauda, Sion, Salvatorem!" (Secuencia).
La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don "supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él" (ib.).
Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.
3. "Tantum ergo sacramentum veneremur cernui": "Adoremos, postrados, tan gran sacramento".
En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros.
En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20).
En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está "con nosotros", que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).
En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: "Queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega "hasta el extremo" (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.
4. "Ecce panis angelorum..., vere panis filiorum": "He aquí el pan de los ángeles..., verdadero pan de los hijos".
Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.
Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron "las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años". Es preciso seguir nuestro camino "recomenzando" desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.
En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna.
Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.
5. "Comieron todos hasta saciarse" (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación.
Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio.
Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.
Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad.
Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal.
Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, "aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos". Amén.
Homilía (10-06-2004)
jueves 10 de junio de 20041. "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 26).
Con estas palabras, san Pablo recuerda a los cristianos de Corinto que la "cena del Señor" no es sólo un encuentro convival, sino también, y sobre todo, el memorial del sacrificio redentor de Cristo. Quien participa en él -explica el Apóstol- se une al misterio de la muerte del Señor; más aún, lo "anuncia".
Por tanto, existe una relación muy estrecha entre "hacer la Eucaristía" y "anunciar a Cristo". Entrar en comunión con él en el memorial de la Pascua significa, al mismo tiempo, convertirse en misioneros del acontecimiento que ese rito actualiza; en cierto sentido, significa hacerlo contemporáneo de toda época, hasta que el Señor vuelva.
2. Amadísimos hermanos y hermanas, revivimos esta estupenda realidad en la actual solemnidad del Corpus Christi, en la que la Iglesia no sólo celebra la Eucaristía, sino que también la lleva solemnemente en procesión, anunciando públicamente que el Sacrificio de Cristo es para la salvación del mundo entero.
La Iglesia, agradecida por este inmenso don, se reúne en torno al santísimo Sacramento, porque en él se encuentra la fuente y la cumbre de su ser y su actuar. Ecclesia de Eucharistia vivit! La Iglesia vive de la Eucaristía y sabe que esta verdad no sólo expresa una experiencia diaria de fe, sino que también encierra de manera sintética el núcleo del misterio que es ella misma (cf. Ecclesia de Eucharistia, 1).
3. Desde que, en Pentecostés, el pueblo de la nueva Alianza "empezó su peregrinación hacia la patria celeste, este divino Sacramento ha marcado sus días, llenándolos de confiada esperanza" (ib.). Precisamente pensando en esto, quise dedicar a la Eucaristía la primera encíclica del nuevo milenio, y me alegra anunciar ahora un Año especial de la Eucaristía. Comenzará con el Congreso eucarístico internacional, que se celebrará del 10 al 17 de octubre de 2004 en Guadalajara (México), y concluirá con la próxima Asamblea ordinaria del Sínodo de los obispos, que tendrá lugar en el Vaticano del 2 al 29 de octubre de 2005, y cuyo tema será: "La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia".
Mediante la Eucaristía, la comunidad eclesial se edifica como nueva Jerusalén, principio de unidad en Cristo entre personas y pueblos diversos.
4. "Dadles vosotros de comer" (Lc 9, 13).
La página evangélica que acabamos de escuchar ofrece una imagen eficaz del íntimo vínculo que existe entre la Eucaristía y esta misión universal de la Iglesia. Cristo, "pan vivo, bajado del cielo" (Jn 6, 51; cf. Aleluya), es el único que puede saciar el hambre del hombre en todo tiempo y lugar de la tierra.
Sin embargo, no quiere hacerlo solo, y así, al igual que en la multiplicación de los panes, implica a los discípulos: "Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente" (Lc 9, 16). Este signo prodigioso es figura del mayor misterio de amor, que se renueva cada día en la santa misa: mediante los ministros ordenados, Cristo da su Cuerpo y su Sangre para la vida de la humanidad. Y quienes se alimentan dignamente en su mesa, se convierten en instrumentos vivos de su presencia de amor, de misericordia y de paz.
5. "Lauda, Sion, Salvatorem...!". "Alaba, Sión, al Salvador, tu guía, tu pastor, con himnos y cantos".
Con íntima emoción sentimos resonar en nuestro corazón esta invitación a la alabanza y a la alegría.
Al final de la santa misa llevaremos en procesión el santísimo Sacramento hasta la basílica de Santa María la Mayor. Contemplando a María, comprenderemos mejor la fuerza transformadora que posee la Eucaristía. Al escucharla a ella, encontraremos en el misterio eucarístico la valentía y el vigor para seguir a Cristo, buen Pastor, y para servirle en los hermanos.
Benedicto XVI, papa
Homilía (07-06-2007)
jueves 7 de junio de 2007Queridos hermanos y hermanas:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: "Dogma datur christianis, quod in carnem transit panis, et vinum in sanguinem", "Es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos con gran gozo nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre" (n. 1). Por tanto, la fiesta del Corpus Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo y de su sangre" (ib., 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de "proclamar desde los terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena, pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con "Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI, pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal" (Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda comprensión humana" (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera. Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre (cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo, porque un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros: "Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y el vino en sangre".
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: "Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum", "He aquí el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía es el alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la esclavitud y han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos hijos; es el alimento que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del desierto de la existencia humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" (Jn 6, 35.48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6, 51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús sació a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron todos hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea que todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que existe entre la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus Christi, con la procesión y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las casas y las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro realizado por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución. Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la citada exhortación postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona" (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo" (ib.).
Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos hermanos y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica plaza: os saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario y a los obispos auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos, así como a los numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los fieles laicos.
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para llevar idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por decirlo así, lo sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine donde nosotros caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la carta a los Corintios, sabemos que en toda Eucaristía, también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor hasta que venga" (cf. 1 Co 11, 26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara en el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el libro del Apocalipsis: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3, 20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la dureza de nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta de nuestro corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo acogemos con alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen pastor, verdadero pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos". Amén.
Ángelus (10-06-2007)
domingo 10 de junio de 2007Queridos hermanos y hermanas:
La actual solemnidad del Corpus Christi, que en el Vaticano y en varias naciones ya se celebró el jueves pasado, nos invita a contemplar el misterio supremo de nuestra fe: la santísima Eucaristía, presencia real de nuestro Señor Jesucristo en el Sacramento del altar. Cada vez que el sacerdote renueva el sacrificio eucarístico, en la oración de consagración repite: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre". Lo dice prestando la voz, las manos y el corazón a Cristo, que ha querido quedarse con nosotros y ser el corazón latente de la Iglesia.
Pero también después de la celebración de los divinos misterios el Señor Jesús sigue vivo en el sagrario; por eso lo alabamos especialmente con la adoración eucarística, como recordé en la reciente exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis (cf. nn. 66-69). Más aún, existe un vínculo intrínseco entre la celebración y la adoración. En efecto, la santa misa es en sí misma el mayor acto de adoración de la Iglesia: "Nadie come de esta carne —escribe san Agustín—, sin antes adorarla" (Enarr. in Ps. 98, 9: CCL XXXIX, 1385). La adoración fuera de la santa misa prolonga e intensifica lo que ha acontecido en la celebración litúrgica, y hace posible una acogida verdadera y profunda de Cristo.
Hoy, además, en las comunidades cristianas de todas las partes del mundo se tiene la procesión eucarística, singular forma de adoración pública de la Eucaristía, enriquecida con hermosas y tradicionales manifestaciones de devoción popular. Quisiera aprovechar la oportunidad que me ofrece esta solemnidad para recomendar vivamente a los pastores y a todos los fieles la práctica de la adoración eucarística. Expreso mi aprecio a los institutos de vida consagrada, así como a las asociaciones y cofradías que se dedican de modo especial a la adoración eucarística: invitan a todos a poner a Cristo en el centro de nuestra vida personal y eclesial.
Asimismo, me alegra constatar que muchos jóvenes están descubriendo la belleza de la adoración, tanto personal como comunitaria. Invito a los sacerdotes a estimular a los grupos juveniles, y también a seguirlos, para que las formas de adoración comunitaria sean siempre apropiadas y dignas, con tiempos adecuados de silencio y de escucha de la palabra de Dios. En la vida actual, a menudo ruidosa y dispersiva, es más importante que nunca recuperar la capacidad de silencio interior y de recogimiento: la adoración eucarística permite hacerlo no sólo en torno al "yo", sino también en compañía del "Tú" lleno de amor que es Jesucristo, "el Dios cercano a nosotros".
Que la Virgen María, Mujer eucarística, nos introduzca en el secreto de la verdadera adoración. Su corazón, humilde y sencillo, estaba siempre centrado en el misterio de Jesús, en el que adoraba la presencia de Dios y de su Amor redentor. Que por su intercesión aumente en toda la Iglesia la fe en el Misterio eucarístico, la alegría de participar en la santa misa, especialmente en la del domingo, y el deseo de testimoniar la inmensa caridad de Cristo.
Homilía (03-06-2010)
jueves 3 de junio de 2010Queridos hermanos y hermanas:
El sacerdocio del Nuevo Testamento está íntimamente unido a la Eucaristía. Por esto, hoy, en la solemnidad del Corpus Christi y casi al final del Año sacerdotal, se nos invita a meditar en la relación entre la Eucaristía y el sacerdocio de Cristo. En esta dirección nos orientan también la primera lectura y el salmo responsorial, que presentan la figura de Melquisedec. El breve pasaje del Libro del Génesis (cf. 14, 18-20) afirma que Melquisedec, rey de Salem, era «sacerdote del Dios altísimo» y por eso «ofreció pan y vino» y «bendijo a Abram», que volvía de una victoria en batalla. Abraham mismo le dio el diezmo de todo. El salmo, a su vez, contiene en la última estrofa una expresión solemne, un juramento de Dios mismo, que declara al Rey Mesías: «Tú eres sacerdote eterno según el rito de Melquisedec» (Sal 110, 4). Así, el Mesías no sólo es proclamado Rey sino también Sacerdote. En este pasaje se inspira el autor de la Carta a los Hebreos para su amplia y articulada exposición. Y nosotros lo hemos repetido en el estribillo: «Tú eres sacerdote eterno, Cristo Señor»: casi una profesión de fe, que adquiere un significado especial en la fiesta de hoy. Es la alegría de la comunidad, la alegría de toda la Iglesia que, contemplando y adorando el Santísimo Sacramento, reconoce en él la presencia real y permanente de Jesús, sumo y eterno Sacerdote.
La segunda lectura y el Evangelio, en cambio, centran la atención en el misterio eucarístico. De la Primera Carta a los Corintios (cf. 11, 23-26) está tomado el pasaje fundamental, en el que san Pablo recuerda a la comunidad el significado y el valor de la «Cena del Señor», que el Apóstol había transmitido y enseñado, pero que corrían el riesgo de perderse. El Evangelio, en cambio, es el relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces, en la redacción de san Lucas: un signo atestiguado por todos los Evangelistas y que anuncia el don que Cristo hará de sí mismo, para dar a la humanidad la vida eterna. Ambos textos ponen de relieve la oración de Cristo, en el acto de partir el pan. Naturalmente, hay una neta diferencia entre los dos momentos: cuando parte los panes y los peces para las multitudes, Jesús da gracias al Padre celestial por su providencia, confiando en que no dejará que falte el alimento a toda esa gente. En la última Cena, en cambio, Jesús convierte el pan y el vino en su propio Cuerpo y Sangre, para que los discípulos puedan alimentarse de él y vivir en comunión íntima y real con él.
Lo primero que conviene recordar siempre es que Jesús no era un sacerdote según la tradición judía. Su familia no era sacerdotal. No pertenecía a la descendencia de Aarón, sino a la de Judá y, por tanto, legalmente el camino del sacerdocio le estaba vedado. La persona y la actividad de Jesús de Nazaret no se sitúan en la línea de los antiguos sacerdotes, sino más bien en la de los profetas. Y en esta línea Jesús se alejó de una concepción ritual de la religión, criticando el planteamiento que daba valor a los preceptos humanos vinculados a la pureza ritual más que a la observancia de los mandamientos de Dios, es decir, al amor a Dios y al prójimo, que, como dice el Señor, «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12, 33). También en el interior del templo de Jerusalén, lugar sagrado por excelencia, Jesús realiza un gesto típicamente profético, cuando expulsa a los cambistas y a los vendedores de animales, actividades que servían para la ofrenda de los sacrificios tradicionales. Así pues, a Jesús no se le reconoce como un Mesías sacerdotal, sino profético y real. Incluso su muerte, que los cristianos con razón llamamos «sacrificio», no tenía nada de los sacrificios antiguos, más aún, era todo lo contrario: la ejecución de una condena a muerte, por crucifixión, la más infamante, llevada a cabo fuera de las murallas de Jerusalén.
Entonces, ¿en qué sentido Jesús es sacerdote? Nos lo dice precisamente la Eucaristía. Podemos tomar como punto de partida las palabras sencillas que describen a Melquisedec: «Ofreció pan y vino» (Gn 14, 18). Es lo que hizo Jesús en la última Cena: ofreció pan y vino, y en ese gesto se resumió totalmente a sí mismo y resumió toda su misión. En ese acto, en la oración que lo precede y en las palabras que lo acompañan radica todo el sentido del misterio de Cristo, como lo expresa la Carta a los Hebreos en un pasaje decisivo, que es necesario citar: «En los días de su vida mortal —escribe el autor refiriéndose a Jesús— ofreció ruegos y súplicas con poderoso clamor y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su pleno abandono a él. Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia; y, hecho perfecto, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (5, 7-10). En este texto, que alude claramente a la agonía espiritual de Getsemaní, la pasión de Cristo se presenta como una oración y como una ofrenda. Jesús afronta su «hora», que lo lleva a la muerte de cruz, inmerso en una profunda oración, que consiste en la unión de su voluntad con la del Padre. Esta doble y única voluntad es una voluntad de amor. La trágica prueba que Jesús afronta, vivida en esta oración, se transforma en ofrenda, en sacrificio vivo.
Dice la Carta a los Hebreos que Jesús «fue escuchado». ¿En qué sentido? En el sentido de que Dios Padre lo liberó de la muerte y lo resucitó. Fue escuchado precisamente por su pleno abandono a la voluntad del Padre: el designio de amor de Dios pudo realizarse perfectamente en Jesús que, habiendo obedecido hasta el extremo de la muerte en cruz, se convirtió en «causa de salvación» para todos los que le obedecen. Es decir, se convirtió en sumo sacerdote porque él mismo tomó sobre sí todo el pecado del mundo, como «Cordero de Dios». Es el Padre quien le confiere este sacerdocio en el momento mismo en que Jesús cruza el paso de su muerte y resurrección. No es un sacerdocio según el ordenamiento de la ley de Moisés (cf. Lv 8-9), sino «según el rito de Melquisedec», según un orden profético, que sólo depende de su singular relación con Dios.
Volvamos a la expresión de la Carta a los Hebreos que dice: «Aun siendo Hijo, con lo que padeció aprendió la obediencia». El sacerdocio de Cristo conlleva el sufrimiento. Jesús sufrió verdaderamente, y lo hizo por nosotros. Era el Hijo y no necesitaba aprender la obediencia, pero nosotros sí teníamos y tenemos siempre necesidad de aprenderla. Por eso, el Hijo asumió nuestra humanidad y por nosotros se dejó «educar» en el crisol del sufrimiento, se dejó transformar por él, como el grano de trigo que, para dar fruto, debe morir en la tierra. A través de este proceso Jesús fue «hecho perfecto», en griego teleiotheis. Debemos detenernos en este término, porque es muy significativo. Indica la culminación de un camino, es decir, precisamente el camino de educación y transformación del Hijo de Dios mediante el sufrimiento, mediante la pasión dolorosa. Gracias a esta transformación Jesucristo llega a ser «sumo sacerdote» y puede salvar a todos los que le obedecen. El término teleiotheis, acertadamente traducido con «hecho perfecto», pertenece a una raíz verbal que, en la versión griega del Pentateuco —es decir, los primeros cinco libros de la Biblia— siempre se usa para indicar la consagración de los antiguos sacerdotes. Este descubrimiento es muy valioso, porque nos aclara que la pasión fue para Jesús como una consagración sacerdotal. Él no era sacerdote según la Ley, pero llegó a serlo de modo existencial en su Pascua de pasión, muerte y resurrección: se ofreció a sí mismo en expiación y el Padre, exaltándolo por encima de toda criatura, lo constituyó Mediador universal de salvación.
Volvamos a nuestra meditación, a la Eucaristía, que dentro de poco ocupará el centro de nuestra asamblea litúrgica. En ella Jesús anticipó su sacrificio, un sacrificio no ritual, sino personal. En la última Cena actúa movido por el «Espíritu eterno» con el que se ofrecerá en la cruz (cf. Hb 9, 14). Dando gracias y bendiciendo, Jesús transforma el pan y el vino. El amor divino es lo que transforma: el amor con que Jesús acepta con anticipación entregarse totalmente por nosotros. Este amor no es sino el Espíritu Santo, el Espíritu del Padre y del Hijo, que consagra el pan y el vino y cambia su sustancia en el Cuerpo y la Sangre del Señor, haciendo presente en el Sacramento el mismo sacrificio que se realiza luego de modo cruento en la cruz. Así pues, podemos concluir que Cristo es sacerdote verdadero y eficaz porque estaba lleno de la fuerza del Espíritu Santo, estaba colmado de toda la plenitud del amor de Dios, y esto precisamente «en la noche en que fue entregado», precisamente en la «hora de las tinieblas» (cf. Lc 22, 53). Esta fuerza divina, la misma que realizó la encarnación del Verbo, es la que transforma la violencia extrema y la injusticia extrema en un acto supremo de amor y de justicia. Esta es la obra del sacerdocio de Cristo, que la Iglesia ha heredado y prolonga en la historia, en la doble forma del sacerdocio común de los bautizados y el ordenado de los ministros, para transformar el mundo con el amor de Dios. Todos, sacerdotes y fieles, nos alimentamos de la misma Eucaristía; todos nos postramos para adorarla, porque en ella está presente nuestro Maestro y Señor, está presente el verdadero Cuerpo de Jesús, Víctima y Sacerdote, salvación del mundo. Venid, exultemos con cantos de alegría. Venid, adoremos. Amén.
Francisco, papa
Homilía (30-05-2013)
jueves 30 de mayo de 2013Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio que hemos escuchado hay una expresión de Jesús que me impresiona siempre: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9, 13). Partiendo de esta frase, me dejo guiar por tres palabras: seguimiento, comunión, compartir.
Ante todo: ¿a quiénes hay que dar de comer? La respuesta la encontramos al inicio del pasaje evangélico: es la muchedumbre, la multitud. Jesús está en medio de la gente, la acoge, le habla, la atiende, le muestra la misericordia de Dios; en medio de ella elige a los Doce Apóstoles para estar con Él y sumergirse como Él en las situaciones concretas del mundo. Y la gente le sigue, le escucha, porque Jesús habla y actúa de un modo nuevo, con la autoridad de quien es auténtico y coherente, de quien habla y actúa con verdad, de quien dona la esperanza que viene de Dios, de quien es revelación del Rostro de un Dios que es amor. Y la gente, con alegría, bendice a Dios.
Esta tarde nosotros somos la multitud del Evangelio, también nosotros buscamos seguir a Jesús para escucharle, para entrar en comunión con Él en la Eucaristía, para acompañarle y para que nos acompañe. Preguntémonos: ¿cómo sigo yo a Jesús? Jesús habla en silencio en el Misterio de la Eucaristía y cada vez nos recuerda que seguirle quiere decir salir de nosotros mismos y hacer de nuestra vida no una posesión nuestra, sino un don a Él y a los demás.
Demos un paso adelante: ¿de dónde nace la invitación que Jesús hace a los discípulos para que sacien ellos mismos a la multitud? Nace de dos elementos: ante todo de la multitud, que, siguiendo a Jesús, está a la intemperie, lejos de lugares habitados, mientras se hace tarde; y después de la preocupación de los discípulos, que piden a Jesús que despida a la muchedumbre para que se dirija a los lugares vecinos a hallar alimento y cobijo (cf. Lc 9, 12). Ante la necesidad de la multitud, he aquí la solución de los discípulos: que cada uno se ocupe de sí mismo; ¡despedir a la muchedumbre! ¡Cuántas veces nosotros cristianos hemos tenido esta tentación! No nos hacemos cargo de las necesidades de los demás, despidiéndoles con un piadoso: «Que Dios te ayude», o con un no tan piadoso: «Buena suerte», y si no te veo más... Pero la solución de Jesús va en otra dirección, una dirección que sorprende a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Pero ¿cómo es posible que seamos nosotros quienes demos de comer a una multitud? «No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para toda esta gente» (Lc 9, 13). Pero Jesús no se desanima: pide a los discípulos que hagan sentarse a la gente en comunidades de cincuenta personas, eleva los ojos al cielo, reza la bendición, parte los panes y los da a los discípulos para que los distribuyan (cf. Lc 9, 16). Es un momento de profunda comunión: la multitud saciada por la palabra del Señor se nutre ahora por su pan de vida. Y todos se saciaron, apunta el Evangelista (cf. Lc 9, 17).
Esta tarde, también nosotros estamos alrededor de la mesa del Señor, de la mesa del Sacrificio eucarístico, en la que Él nos dona de nuevo su Cuerpo, hace presente el único sacrificio de la Cruz. Es en la escucha de su Palabra, alimentándonos de su Cuerpo y de su Sangre, como Él hace que pasemos de ser multitud a ser comunidad, del anonimato a la comunión. La Eucaristía es el Sacramento de la comunión, que nos hace salir del individualismo para vivir juntos el seguimiento, la fe en Él. Entonces todos deberíamos preguntarnos ante el Señor: ¿cómo vivo yo la Eucaristía? ¿La vivo de modo anónimo o como momento de verdadera comunión con el Señor, pero también con todos los hermanos y las hermanas que comparten esta misma mesa? ¿Cómo son nuestras celebraciones eucarísticas?
Un último elemento: ¿de dónde nace la multiplicación de los panes? La respuesta está en la invitación de Jesús a los discípulos: «Dadles vosotros...», «dar», compartir. ¿Qué comparten los discípulos? Lo poco que tienen: cinco panes y dos peces. Pero son precisamente esos panes y esos peces los que en las manos del Señor sacian a toda la multitud. Y son justamente los discípulos, perplejos ante la incapacidad de sus medios y la pobreza de lo que pueden poner a disposición, quienes acomodan a la gente y distribuyen —confiando en la palabra de Jesús— los panes y los peces que sacian a la multitud. Y esto nos dice que en la Iglesia, pero también en la sociedad, una palabra clave de la que no debemos tener miedo es «solidaridad», o sea, saber poner a disposición de Dios lo que tenemos, nuestras humildes capacidades, porque sólo compartiendo, sólo en el don, nuestra vida será fecunda, dará fruto. Solidaridad: ¡una palabra malmirada por el espíritu mundano!
Esta tarde, de nuevo, el Señor distribuye para nosotros el pan que es su Cuerpo, Él se hace don. Y también nosotros experimentamos la «solidaridad de Dios» con el hombre, una solidaridad que jamás se agota, una solidaridad que no acaba de sorprendernos: Dios se hace cercano a nosotros, en el sacrificio de la Cruz se abaja entrando en la oscuridad de la muerte para darnos su vida, que vence el mal, el egoísmo y la muerte. Jesús también esta tarde se da a nosotros en la Eucaristía, comparte nuestro mismo camino, es más, se hace alimento, el verdadero alimento que sostiene nuestra vida también en los momentos en los que el camino se hace duro, los obstáculos ralentizan nuestros pasos. Y en la Eucaristía el Señor nos hace recorrer su camino, el del servicio, el de compartir, el del don, y lo poco que tenemos, lo poco que somos, si se comparte, se convierte en riqueza, porque el poder de Dios, que es el del amor, desciende sobre nuestra pobreza para transformarla.
Así que preguntémonos esta tarde, al adorar a Cristo presente realmente en la Eucaristía: ¿me dejo transformar por Él? ¿Dejo que el Señor, que se da a mi, me guíe para salir cada vez más de mi pequeño recinto, para salir y no tener miedo de dar, de compartir, de amarle a Él y a los demás?
Hermanos y hermanas: seguimiento, comunión, compartir. Oremos para que la participación en la Eucaristía nos provoque siempre: a seguir al Señor cada día, a ser instrumentos de comunión, a compartir con Él y con nuestro prójimo lo que somos. Entonces nuestra existencia será verdaderamente fecunda. Amén.
Ángelus (02-06-2013)
domingo 2 de junio de 2013Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El jueves pasado hemos celebrado la fiesta del Corpus Christi, que en Italia y en otros países se traslada a este domingo. Es la fiesta de la Eucaristía, Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo.
El Evangelio nos propone el relato del milagro de los panes (Lc 9, 11-17); quisiera detenerme en un aspecto que siempre me conmueve y me hace reflexionar. Estamos a orillas del lago de Galilea, y se acerca la noche; Jesús se preocupa por la gente que está con Él desde hace horas: son miles, y tienen hambre. ¿Qué hacer? También los discípulos se plantean el problema, y dicen a Jesús: «Despide a la gente» para que vayan a los poblados cercanos a buscar de comer. Jesús, en cambio, dice: «Dadles vosotros de comer» (v. 13). Los discípulos quedan desconcertados, y responden: «No tenemos más que cinco panes y dos peces», como si dijeran: apenas lo necesario para nosotros.
Jesús sabe bien qué hacer, pero quiere involucrar a sus discípulos, quiere educarles. La actitud de los discípulos es la actitud humana, que busca la solución más realista sin crear demasiados problemas: Despide a la gente —dicen—, que cada uno se las arregle como pueda; por lo demás, ya has hecho demasiado por ellos: has predicado, has curado a los enfermos... ¡Despide a la gente!
La actitud de Jesús es totalmente distinta, y es consecuencia de su unión con el Padre y de la compasión por la gente, esa piedad de Jesús hacia todos nosotros: Jesús percibe nuestros problemas, nuestras debilidades, nuestras necesidades. Ante esos cinco panes, Jesús piensa: ¡he aquí la providencia! De este poco, Dios puede sacar lo necesario para todos. Jesús se fía totalmente del Padre celestial, sabe que para Él todo es posible. Por ello dice a los discípulos que hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta —esto no es casual, porque significa que ya no son una multitud, sino que se convierten en comunidad, nutrida por el pan de Dios. Luego toma los panes y los peces, eleva los ojos al cielo, pronuncia la bendición —es clara la referencia a la Eucaristía—, los parte y comienza a darlos a los discípulos, y los discípulos los distribuyen... los panes y los peces no se acaban, ¡no se acaban! He aquí el milagro: más que una multiplicación es un compartir, animado por la fe y la oración. Comieron todos y sobró: es el signo de Jesús, pan de Dios para la humanidad.
Los discípulos vieron, pero no captaron bien el mensaje. Se dejaron llevar, como la gente, por el entusiasmo del éxito. Una vez más siguieron la lógica humana y no la de Dios, que es la del servicio, del amor, de la fe. La fiesta de Corpus Christi nos pide convertirnos a la fe en la Providencia, saber compartir lo poco que somos y tenemos y no cerrarnos nunca en nosotros mismos. Pidamos a nuestra Madre María que nos ayude en esta conversión para seguir verdaderamente más a Jesús, a quien adoramos en la Eucaristía. Que así sea.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico (10-06-2004): Dadles vosotros
jueves 10 de junio de 2004«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad... ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?
«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».
Pero las palabras «dadles de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.