Solemnidad de la Ascensión del Señor (Ciclo B) – Homilías
/ 14 mayo, 2015 / Tiempo de PascuaHomilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín
Sermón sobre la Ascensión del Señor
Sermón 98, Sobre la Ascensión del Señor, 1-2: PLS 2, 494-495
Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo
«Hoy nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
En este sentido dice el Apóstol: Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. No dice: «Así es Cristo», sino: Así es también Cristo. Por tanto, Cristo es un solo cuerpo formado por muchos miembros. Bajó, pues, del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza.
San Juan Pablo II, papa
Catequesis: Audiencia General, 23-05-1979
Miércoles 23 de mayo de 1979
Naturaleza misionera de la Iglesia
1. Mañana termina el período de cuarenta días, que separan el momento de la Resurrección de nuestro Señor Jesucristo de su Ascensión. Este es también el momento de la separación definitiva del Maestro de sus Apóstoles y de los discípulos. En un momento tan importante Cristo les confía la misión que Él mismo ha recibido del Padre y ha comenzado en la tierra: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jn 20, 21), les dijo durante el primer encuentro después de la resurrección. En este momento se encuentra en Galilea, según lo que escribe Mateo: »Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron, y, acercándose Jesús, les dijo: ‘Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo'» (Mt 28, 16-20).
Las palabras citadas contienen el así llamado mandato misionero. Los deberes que Cristo transmite a los Apóstoles definen al mismo tiempo la naturaleza misionera de la Iglesia. Esta verdad ha encontrado su expresión particularmente plena en la enseñanza del Concilio Vaticano II: «La Iglesia peregrinante es, por naturaleza, misionera, puesto que toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo, según el propósito de Dios Padre» (Ad gentes, 2). La Iglesia nacida de esta misión salvífica, se encuentra siempre «in statu missionis: en estado de misión», y está siempre en camino. Esta condición refleja las fuerzas interiores de la fe y de la esperanza que animan a los Apóstoles, a los discípulos y a los confesores de Cristo Señor durante todos los siglos. «Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio… diciendo a los que tienen más letras que voluntad: ¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria… por la negligencia de ellos!… Muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina… diciendo: Señor, aquí estoy, ¿qué quieres que yo haga? Envíame adonde quieras» (San Francisco Javier, Carta 5 a San Ignacio de Loyola, de 1544. H. Tursellini, Vita Francisci Xaverii, Romae, 1956, lib. IV; citado según el Libro de las Horas, Oficio de lectura del 3 de diciembre).
En nuestra época estas fuerzas, tan claramente presentadas por el Concilio, deben hallar eco de nuevo. La Iglesia debe renovar su conciencia misionera, que en la práctica apostólica y pastoral de nuestros tiempos exige ciertamente muchas aplicaciones nuevas; entre ellas, una renovada actividad misionera de la Iglesia motiva aún más profundamente y pide aún más fuertemente esta actividad.
2. Aquellos a quienes envía el Señor Jesús —tanto los que después de los diez días siguientes a la Ascensión saldrán del Cenáculo en Pentecostés, como todos los demás: generación tras generación hasta nuestros tiempos— llevan consigo un testimonioque es la fuente primera y el contenido fundamental de la evangelización: «Recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra» (Act1, 8). Reciben el encargo de enseñar dando testimonio. «El hombre actual escucha a los que dan testimonio más gustosamente que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque dan testimonio» (Pablo VI, discurso a los miembros del Consilium de Laicis, 2 de octubre de 1974; AAS 66, 1974, pág. 568; cf. Evangelii nuntiandi, 41; AAS 68, 1976, pág. 31).
Cuando leemos tanto en los Hechos de los Apóstoles como en las Cartas la impresión de la catequesis apostólica, comprobamos lo exactamente que encarnaron en la vida este encargo los primeros ejecutores del mandato apostólico de Cristo. Dice San Juan Crisóstomo: «Si la levadura, mezclada con la harina, no transforma toda la masa en una misma calidad, ¿habrá sido en realidad un fermento? No digas que no puedes arrastrar a los otros; efectivamente, si eres un cristiano auténtico, es imposible que no suceda esto» (San Juan Crisóstomo, In Acta Apostolorum, Homilía 20, 4; PG 60, 163).
Quien realiza la obra de la evangelización no es sobre todo un profesor. Es un enviado. Se comporta como un hombre a quien se le ha confiado un gran misterio. Y al mismo tiempo como quien ha descubierto personalmente el tesoro mayor, como aquel «escondido en un campo», de la parábola de Mateo (cf. Mt 13, 44). El estado de su alma, pues, está marcado también por la prontitud en compartirlo con los otros. Más todavía que la prontitud, siente un imperativo interior, en la línea de ese magnífico urget de Pablo (cf. 2 Cor 5, 14).
Todos nosotros descubrimos esta fisonomía interior leyendo y releyendo las obras de Pedro, Pablo, Juan y otros, al conocer por sus obras, por sus palabras pronunciadas, por las cartas escritas que eran realmente los Doce. La Iglesia nació in statu missionis en hombres vivos.
Y este carácter misionero de la Iglesia se ha renovado sucesivamente en otros hombres concretos, de generación en generación. Es necesario caminar sobre las huellas de estos hombres, a quienes, en las distintas épocas, se les ha confiado el Evangelio como obra de salvación del mundo. Es necesario verlos como eran en su interior. Como los ha plasmado el Espíritu Santo. Como los ha transformado el amor de Cristo. Sólo entonces vemos de cerca la realidad que esconde en sí la vocación misionera.
3. En la Iglesia, donde cada uno de los fieles es un evangelizador, Cristo continúa eligiendo a los hombres que quiere «para que le acompañen y para enviarlos a predicar a las gentes» (Ad gentes, 23): de este modo la narración del envío de los Apóstoles se hace historia de la Iglesia desde la primera a la última hora.
La calidad y el número de estas vocaciones son el signo de la presencia del Espíritu Santo, porque es el Espíritu «quien distribuye los carismas según quiere para utilidad común»: para este bien supremo Él «inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno» (Ad gentes, 23). Es cierto que el Espíritu inspira y mueve a los hombres elegidos, para que la Iglesia pueda encargarse de su responsabilidad evangelizadora. En efecto, siendo la Iglesia la misión encarnada, revela esta encarnación suya ante todo en los hombres de la misión: «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Jn 20, 21).
En la Iglesia, la presencia de Cristo, que llama y envía como durante su vida mortal, y la del Espíritu Pentecostal que inflama, es la certeza de que las vocaciones misioneras no faltarán nunca.
Estos «signados y designados por el Espíritu» (Act 13, 2) «son sellados con vocación especial entre las gentes y son enviados por la autoridad legítima: hombres y mujeres, nativos del lugar y extranjeros: sacerdotes, religiosos, laicos» (Ad gentes, 23). El surgir y el multiplicarse de los consagrados de por vida a la misión es también el índice del espíritu misionero de la Iglesia: de la universal vocación misionera de la comunidad cristiana brota la vocación especial y específica del misionero: efectivamente, la vocación no es algo puramente personal, sino que afecta al hombre a través de la comunidad.
El Espíritu Santo, que inspira la vocación de cada uno, es el mismo que «suscita en la Iglesia institutos que tomen como misión propia el deber de la evangelización, que pertenece a toda la Iglesia» (Ad gentes, 23). Órdenes, congregaciones e institutos misioneros han representado y vivido durante siglos el compromiso misionero de la Iglesia y lo viven todos hoy con plenitud.
La Iglesia confirma, pues, su confianza y su mandato a estas instituciones, y saluda con alegría y esperanza a las nuevas que surgen en las comunidades del mundo misionero. Pero ellas, a su vez, siendo la expresión de la finalidad misionera, incluso de las Iglesias locales, de las que nacen, en las que viven y por medio de las cuales actúan, intentan dedicarse a la formación de misioneros que son los verdaderos agentes de la evangelización en la línea de los Apóstoles de Cristo. Su número no debe disminuir, más bien debe adecuarse a las necesidades inmensas de los tiempo pos no lejanos en que los pueblos se abrirán a Cristo y a su Evangelio de vida.
Además, a nadie se le escapa un signo de la nueva época misionera que la Iglesia espera y prepara: las Iglesias locales, antiguas y nuevas, están vivificadas y sacudidas por un ansia nueva, la de encontrar formas de acción específicamente misioneras con el envío de los propios miembros a las gentes, o por sí mismas, o apoyándose en las instituciones misioneras. La misión evangelizadora «que corresponde (precisamente) a toda la Iglesia» se siente cada vez más como compromiso directo de las Iglesias locales que, por esto, entregan a los campos de misión sus sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos. El Papa Pablo VI ha visto y descrito bien: «Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma… Esto quiere decir, en una palabra, que ella siempre tiene necesidad de ser evangelizada, si quiere conservar frescor, impulso y fuerza para anunciar el Evangelio».
Como consecuencia, cada una de las Iglesias deberá situarse en la perspectiva de esa vocación apostólica, con la que Pablo se reconocía entre las gentes y por la que gemía: «¡Ay de mí si no evangelizare!» (1 Cor 9, 16).
4. El primer domingo de mayo estaba dedicado de modo especial a la oración por las vocaciones. Hemos prolongado esta oración durante todo el mes, encomendando este problema tan importante a la Madre de Cristo y de la Iglesia, a María.
Ahora, en el período de la Ascensión del Señor, preparándonos a la solemnidad de Pentecostés, deseamos expresar en esta oración el carácter misionero de la Iglesia. Por esto pidamos también que la gracia de la vocación misionera, concedida a la Iglesia desde los tiempos apostólicos a través de tantos siglos y generaciones, resuene en la generación contemporánea de los cristianos con una nueva fuerza de fe y de esperanza: «Id…, enseñad a todas las gentes» (Mt 28, 19).
Homilia en italiano (para posterior traducción), 20-05-1982
Gruta de Lourdes, 20 de mayo de 1982
1. “Il Signore fu assunto in cielo e sedette alla destra di Dio” (Mc 16,19).
In queste parole del Vangelo secondo Marco si compendia il mistero che ricordiamo oggi, festa dell’Ascensione di nostro Signore Gesù Cristo. Ed io sono contento di celebrare con voi questa Liturgia, cari fratelli e sorelle, in unione di fede e di intenti, di rinnovata adesione al Signore e alla sua Chiesa.
La solennità odierna ci invita, innanzitutto, a meditare sulla portata del mistero che celebriamo.
Cosa significa che Gesù è asceso al cielo? Non sono le categorie spaziali che ci permettono di capire adeguatamente questo evento, che solo alla fede dischiude il suo senso e la sua fecondità.
“Sedette alla destra di Dio”: ecco il significato primo dell’Ascensione. E anche se l’espressione è immaginosa, poiché Dio non ha né destra né sinistra, essa racchiude un importate messaggio cristologico: Gesù risorto è entrato pienamente, anche con la sua umanità, a far parte della gloria divina e, anzi, a prendere parte all’attività salvifica di Dio stesso. L’abbiamo sentito nella seconda lettura: “Lo fece sedere alla sua destra nei cieli, al di sopra di ogni principato e autorità, di ogni potenza e dominazione” (Ef 1,20-21). Il cristiano ormai non ha altro capo all’infuori di Gesù Cristo.
“Tutto infatti ha sottomesso ai suoi piedi” (Ef 1,22). Cristo non è solo il nostro capo, ma anche il “Pantocrator”, colui che esercita la sua signoria su tutte le cose. Queste affermazioni hanno una portata molto concreta per la nostra vita. Nessuno di noi deve più affidarsi a chi non è Cristo, poiché ciò che è al di fuori di lui gli è soltanto inferiore.
Siamo invitati, pertanto, a contemplare la grandezza e la bellezza del nostro unico Signore, e a fare nostra la preghiera della lettera agli Efesini, che abbiamo sentito leggere: “Possa Dio illuminare gli occhi della nostra mente per farvi comprendere… quale è la straordinaria grandezza della sua potenza verso di noi credenti secondo l’efficacia della sua forza, che egli manifestò in Cristo” (Ef 1,18-20).
Si sente, in queste parole, la traboccante esultanza del cristiano che sa, o almeno intuisce, e adora la profondità del mistero pasquale e l’inesauribile ricchezza delle sue virtualità salvifiche nei nostri riguardi. La festa odierna, dunque, ci riconduce ai fondamenti stessi della nostra fede.
2. Ma c’è anche un altro aspetto essenziale, proprio della solennità dell’Ascensione, che viene espresso sia nella prima lettura sia nel Vangelo. “Mi sarete testimoni… fino agli estremi confini della terra” (At 1,8); “Andate in tutto il mondo e predicate il Vangelo ad ogni creatura” (Mc 16,15). C’è un dovere di testimonianza, che promana direttamente dalla nostra fede. Non si può celebrare l’esaltazione di Gesù Signore e poi condurre una vita disimpegnata, ignorando la sua suprema consegna. L’Ascensione ci ricorda che la sottrazione di Gesù all’esperienza sensibile dei suoi discepoli ha anche lo scopo di lasciare il campo a questi, i quali ormai continuano nella storia la sua missione e proseguono lo zelo pastorale e la dedizione missionaria di lui, anche se ciò avviene insieme a molte debolezze. Non per nulla, secondo il racconto degli Atti degli Apostoli, segue a breve distanza la Pentecoste con il dono dello Spirito Santo, che dà il via alla storia missionaria della Chiesa.
Oggi, pertanto, siamo anche invitati a rinnovare i nostri impegni di apostolato, mettendo nelle mani del Signore i nostri propositi. Ciò facendo, dobbiamo mantenere viva la certezza che la sua Ascensione al cielo non è stata una partenza, ma soltanto la trasformazione di una presenza che non viene meno. Cristo è tra noi ancor oggi; egli è con noi. “Io sono con voi tutti i giorni fino alla fine del mondo” (Mt 28,20). Solo di qui deriva la nostra forza, ma anche la nostra costanza e la nostra gioia.
3. Cari fratelli e sorelle, volgiamo in preghiera queste riflessioni, mentre la santa Messa prosegue.
Rinnoviamo la nostra fede cristiana e il nostro slancio apostolico. E ci aiuti l’intercessione materna di Maria, cui facciamo appello in occasione della celebrazione di questa Liturgia alla Grotta della beata Vergine di Lourdes. Essa, che con ogni probabilità fu presente all’evento raccontato dagli Atti degli Apostoli (cf. At 1,9.14), ci ispiri i pensieri opportuni in questo momento e le richieste più gradite al Signore. Amen.
Catequesis, Audienca General, 05-04-1989
Miércoles 5 de abril de 1989
Ascensión: misterio anunciado
1. Los símbolos de fe más antiguos ponen después del artículo sobre la resurrección de Cristo, el de su ascensión. A este respecto los textos evangélicos refieren que Jesús resucitado, después de haberse entretenido con sus discípulos durante cuarenta días con varias apariciones y en lugares diversos, se sustrajo plena y definitivamente a las leyes del tiempo y del espacio, para subir al cielo, completando así el “retorno al Padre”iniciado ya con la resurrección de entre los muertos.
En esta catequesis vemos cómo Jesús anunció su ascensión (o regreso al Padre) hablando de ella con la Magdalena y con los discípulos en los días pascuales y en los anteriores a la Pascua.
2. Jesús, cuando encontró a la Magdalena después de la resurrección, le dice “No me toques, que todavía no he subido al Padre; pero vete donde mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn20, 17).
Ése mismo anuncio lo dirigió Jesús varias veces a sus discípulos en el período pascual. Lo hizo especialmente durante la última Cena, “sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía” (Jn 13, 1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su muerte ya cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la ascensión al cielo: “Me voy a Aquel que me ha enviado” (Jn 16, 5): “Me voy al Padre, y ya no me veréis” (Jn 16, 10). Los discípulos no comprendieron bien, entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto que hablaba de forma misteriosa: “Me voy y volveré a vosotros”, e incluso añadía: “Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28). Tras la resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su ascensión al cielo.
3. Si queremos examinar brevemente el contenido de los anuncios transmitidos, podemos ante todo advertir que la ascensión al cielo constituye la etapa final de la peregrinación terrena de Cristo, Hijo de Dios, consustancial al Padre, que se hizo hombre por nuestra salvación. Pero esta última etapa permanece estrechamente conectada con la primera, es decir, con su “descenso del cielo”, ocurrido en la encarnación. Cristo «salido del Padre” (Jn16, 28) y venido al mundo mediante la encarnación, ahora, tras la conclusión de su misión, «deja el mundo y va al Padre” (cf. Jn 16, 28). Es un modo único de «subida”, como lo fue el del “descenso”. Solamente el que salió del Padre como Cristo lo hizo puede retornar al Padre en el modo de Cristo. Lo pone en evidencia Jesús mismo en el coloquio con Nicodemo: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo” (Jn3, 13). Sólo Élposee la energía divina y el derecho de “subir al cielo”, nadie más. La humanidad abandonada a sí misma, a sus fuerzas naturales, no tiene acceso a esa “casa del Padre” (Jn 14, 2), a la participación en la vida y en la felicidad de Dios. Sólo Cristo puede abrir al hombre este acceso: Él, el Hijo que “bajó del cielo”, que “salió del Padre” precisamente para esto.
Tenemos aquí un primer resultado de nuestro análisis: la ascensión se integra en el misterio de la Encarnación, que es su momento conclusivo.
4. La ascensión al cielo está, por tanto, estrechamente unida a la “economía de la salvación”, que se expresa en el misterio de la encarnación, y sobre todo, en la muerte redentora de Cristo en la cruz. Precisamente en el coloquio ya citado con Nicodemo, Jesús mismo, refiriéndose a un hecho simbólico y figurativo narrado por el Libro de los Números (21, 4-9), afirma: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto así tiene que ser levantado (es decir crucificado), el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Y hacia el final de su ministerio, cerca ya la Pascua, Jesús repitió claramente que era Él el que abriría a la humanidad el acceso a la “casa del Padre” por medio de su cruz: “cuando sea levantado en la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12, 32). La “elevación” en la cruz es el signo particular y el anuncio definitivo de otra “elevación”, que tendrá lugar a través de la ascensión al cielo. El Evangelio de Juan vio esta “exaltación” del Redentor ya en el Gólgota. La cruz es el inicio de la ascensión al cielo.
5. Encontramos la misma verdad en la Carta a los Hebreos, donde se lee que Jesucristo, el único Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, “no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro” (Hb9, 24). Y entró “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna”: “penetró en el santuario una vez para siempre” (Hb9, 12). Entró como Hijo “el cual, siendo resplandor de su gloria (del Padre) e impronta de su substancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas” (Hb 1, 3).
Este texto de la Carta a los Hebreos y el del coloquio con Nicodemo (Jn 3, 13), coinciden en el contenido sustancial, o sea en la afirmación del valor redentor de la ascensión al cielo en el culmen de la economía de la salvación, en conexión con el principio fundamental ya puesto por Jesús: “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13).
6. Otras palabras de Jesús, pronunciadas en el Cenáculo, se refieren a su muerte, pero en perspectiva de la ascensión: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros. Vosotros me buscaréis, y… adonde yo voy (ahora) vosotros no podéis venir” (Jn13, 33). Sin embargo dice enseguida: “En la casa de mi Padre hay muchas mansiones; si no, os lo habría dicho, porque voy a prepararos un lugar” (Jn 14, 2).
Es un discurso dirigido a los Apóstoles, pero que se extiende más allá de su grupo. Jesucristo va al Padre ―a la casa del Padre― para “introducir” a los hombres que sin El no podrían “entrar”. Sólo Él puede abrir su acceso a todos: Él que “bajó del cielo” (Jn 3, 13), que “salió del Padre” (Jn 16, 28) y ahora vuelve al Padre “con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna” (Hb 9, 12). Él mismo afirma: “Yo soy el Camino… nadie ve al Padre sino por mí” (Jn 14, 6).
7. Por esta razón Jesús también añade, la misma tarde de la vigilia de la pasión: “Os conviene que yo me vaya”. Sí, es conveniente, es necesario, es indispensable desde el punto de vista de la eterna economía salvífica. Jesús lo explica hasta el final a los Apóstoles: “Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré” (Jn16, 7). Si. Cristo debe poner término a su presencia terrena, a la presencia visible del Hijo de Dios hecho hombre, para que pueda permanecer de modo invisible, en virtud del Espíritu de la verdad, del Consolador-Paráclito. Y por ello prometió repetidamente: “Me voy y volveré a vosotros” (Jn14, 3. 28).
Nos encontramos aquí ante un doble misterio: El de la disposición eterna o predestinación divina, que fija los modos, los tiempos, los ritmos de la historia de la salvación con un designio admirable, pero para nosotros insondable; y el de la presencia de Cristo en el mundo humano mediante el Espíritu Santo, santificador y vivificador: el modo cómo la humanidad del Hijo obra mediante el Espíritu Santo en las almas y en la Iglesia ―verdad claramente enseñada por Jesús―, permanece envuelto en la niebla luminosa del misterio trinitario y cristológico, y requiere nuestro acto de fe humilde y sabio.
8. La presencia invisible de Cristo se actúa en la Iglesia también de modo sacramental. En el centro de la Iglesia se encuentra la Eucaristía. Cuando Jesús anunció su institución por vez primera, muchos “se escandalizaron” (cf. Jn 6, 61), ya que hablaba de Comer su Cuerpo y beber su Sangre”. Pero fue entonces cuando Jesús reafirmó: “¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes?… El Espíritu es el que da la vida, la carne no sirve para nada” (Jn6, 61-63).
Jesús habla aquí de su ascensión al cielo: cuando su Cuerpo terreno se entregue a la muerte en la cruz, se manifestará el Espíritu “que da la vida”. Cristo subirá al Padre, para que venga el Espíritu. Y, el día de Pascua, el Espíritu glorificará el Cuerpo de Cristo en la resurrección. El día de Pentecostés el Espíritu sobre la Iglesia para que, renovando sobre la Iglesia para que, renovado en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo, podamos participar en la nueva vida de su Cuerpo glorificado por el Espíritu y de este modo prepararnos para entrar en las “moradas eternas”, donde nuestro Redentor nos ha precedido para prepararnos un lugar en la “casa del Padre” (Jn 14, 2).
Regina Caeli, 15-05-1994
Fiesta de la Ascensión del Señor. Policlínico Gemelli, domingo 15 de mayo de 1994
1. En muchos lugares del mundo se celebra hoy la fiesta de la Ascensión de Jesús al cielo. Cristo vuelve a la gloria que le pertenece desde siempre, como Hijo de Dios consubstancial con el Padre. Pero vuelve con la naturaleza humana que asumió de María, llevando consigo los signos gloriosos de la pasión. En efecto, regresa al Padre como redentor del hombre, para enviarnos el Espíritu que vivifica.
La Ascensión es, por tanto, un gran mensaje de esperanza. El hombre de nuestro tiempo, que, a pesar de sus conquistas técnicas y científicas, de las que se enorgullece con razón, corre el riesgo de perder el sentido último de su existencia, encuentra en este misterio la indicación de su destino. La humanidad glorificada de Cristo es también nuestra humanidad: Jesús, en su persona, ha unido para siempre a Dios con la historia del hombre, y al hombre con el corazón del Padre celestial.
2. «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Así nos asegura el Señor, y su promesa fortalece el compromiso apostólico de los cristianos. Después de dos mil años de historia la Iglesia se siente joven aún hoy; con el entusiasmo del inicio, desea llevar al mundo el anuncio del amor de Dios. ¡Qué espectáculo de juventud ofreció la Iglesia en la reciente Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos!
El Resucitado actúa también más allá de los confines visibles de la Iglesia, dondequiera que haya hombres dóciles a sus inspiraciones. Resulta espontáneo, por ejemplo, alabar al Señor por el gran acontecimiento de paz y solidaridad que tuvo lugar durante estos días en Sudáfrica. Después de siglos de enfrentamientos y odio, mientras desgraciadamente se sigue humillando al mundo en diversos lugares con guerras absurdas y fratricidas ha clareado un alba de esperanza. Quiera Dios consolidarla y extenderla a los pueblos de todos los continentes.
3. Siento el deber de recordar, también hoy, la violencia cuyas víctimas son las poblaciones de Ruanda. Se trata de un verdadero genocidio, en el que, por desgracia, también están implicados algunos católicos. Todos los días me siento cercano a ese pueblo en agonía, y quisiera nuevamente apelar a la conciencia de todos los que planean esas matanzas y las llevan a cabo. Están conduciendo el país hacia el abismo. Todos deberán responder por sus crímenes ante la historia y, sobre todo, ante Dios. ¡Basta ya de sangre! Dios espera de todos los ruandeses, con la ayuda de los países amigos, un despertar moral: la valentía del perdón y de la fraternidad.
4. Por todo esto oran las religiosas de clausura, que, desde el viernes 13 de mayo, viven en el monasterio Mater Ecclesiae, situado a la sombra de la cúpula de San Pedro. Saludo con afecto a esas hermanas nuestras, a su silenciosa misión de oración encomiendo las intenciones de mi ministerio al servicio de todo el pueblo de Dios.
La Santísima Virgen nos conceda también a nosotros dirigir constantemente nuestra mirada al cielo, y testimoniar con la alegría de la vida el misterio de la Ascensión, y nos haga, así, dóciles instrumentos del Espíritu de Dios, para que nuestro anuncio de la palabra salvífica llegue a tocar profundamente los corazones, transformándose en fuente de paz para todos.
Catequesis: Audiencia General, 24-05-2000
El misterio de la Pascua de Cristo envuelve la historia de la humanidad, pero al mismo tiempo la trasciende. Incluso el pensamiento y el lenguaje humano pueden, de alguna manera, aferrar y comunicar este misterio, pero no agotarlo. Por eso, el Nuevo Testamento, aunque habla de «resurrección», como lo atestigua el antiguo Credo que san Pablo mismo recibió y transmitió en la primera carta a los Corintios (cf. 1 Co 15, 3-5), recurre también a otra formulación para delinear el significado de la Pascua. Sobre todo en san Juan y en san Pablo se presenta como exaltación o glorificación del Crucificado. Así, para el cuarto evangelista, la cruz de Cristo ya es el trono real, que se apoya en la tierra pero penetra en los cielos. Cristo está sentado en él como Salvador y Señor de la historia.
En efecto, Jesús, en el evangelio de san Juan, exclama: «Yo, cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn12, 32; cf. 3, 14; 8, 28). San Pablo, en el himno insertado en la carta a los Filipenses, después de describir la humillación profunda del Hijo de Dios en la muerte en cruz, celebra así la Pascua: «Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 9-11).
2. La Ascensión de Cristo al cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio de su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, se ha de entender bajo esta luz. Se trata de la última aparición de Jesús, que «termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo» (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659). El cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona cósmica que está sobre el horizonte terrestre, dentro del cual se desarrolla la existencia humana.
Cristo, después de recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6, 23), vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5) comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la humanidad redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, (…) nos vivificó juntamente con Cristo (…) y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús» (Ef2, 4-6). Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es primicia de nuestra ascensión a la gloria.
3. Frente al Cristo glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado sobre el que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre los dos vuela la paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es un símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la muerte y la vida, el sufrimiento y la gloria.
De forma análoga, se puede vislumbrar la presencia de las tres personas divinas en la escena de la Ascensión. San Lucas, en la página final del Evangelio, antes de presentar al Resucitado que, como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a sus discípulos y se aleja de la tierra para ser llevado a la gloria del cielo (cf. Lc 24, 50-52), recuerda el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles. En él aparece, ante todo, el designio de salvación del Padre, que en las Escrituras había anunciado la muerte y la resurrección del Hijo, fuente de perdón y de liberación (cf. Lc 24, 45-47).
4. Pero en esas mismas palabras del Resucitado se entrevé también el Espíritu Santo, cuya presencia será fuente de fuerza y de testimonio apostólico: «Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte, permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). En el evangelio de san Juan el Paráclito es prometido por Cristo, mientras que para san Lucas el don del Espíritu también forma parte de una promesa del Padre mismo.
Por eso, la Trinidad entera se halla presente en el momento en que comienza el tiempo de la Iglesia. Es lo que reafirma san Lucas también en el segundo relato de la Ascensión de Cristo, el de los Hechos de los Apóstoles. En efecto, Jesús exhorta a los discípulos a «aguardar la Promesa del Padre», es decir, «ser bautizados en el Espíritu Santo», en Pentecostés, ya inminente (cf.Hch 1, 4-5).
5. Así pues, la Ascensión es una epifanía trinitaria, que indica la meta hacia la que se dirige la flecha de la historia personal y universal. Aunque nuestro cuerpo mortal pasa por la disolución en el polvo de la tierra, todo nuestro yo redimido está orientado hacia las alturas y hacia Dios, siguiendo a Cristo como guía.
Sostenidos por esta gozosa certeza, nos dirigimos al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que se revela en la cruz gloriosa del Resucitado, con la invocación, impregnada de adoración, de la beata Isabel de la Trinidad: «¡Oh Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme completamente de mí para establecerme en ti, inmóvil y quieta, como si mi alma estuviese ya en la eternidad…! Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada predilecta y el lugar de tu descanso…
¡Oh mis Tres, mi todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me abandono a ti…, a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu grandeza!» (Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de 1904).
Regina Caeli, 4-06-2000
1. Se celebra hoy en muchos países, entre los cuales figura Italia, la fiesta de la Ascensión de Jesús al cielo. Cuarenta días después de su resurrección, fue elevado al cielo en presencia de los discípulos, y una nube lo ocultó a sus ojos (cf. Hch 1, 9). Concluye así la vida pública de Jesús y comienza la expansión misionera de la Iglesia. Desde aquel día, los discípulos de Cristo comenzaron a difundir por doquier la palabra de la salvación, testimoniando la muerte y resurrección de su divino Maestro.
La Iglesia sigue también hoy su ejemplo, anunciando a los hombres de nuestro tiempo el Evangelio e indicando a todos que nuestra patria verdadera y definitiva no está aquí, sino «en el cielo», es decir, en Dios.
Sin embargo, esto no debe distraernos de nuestro compromiso en el mundo; antes bien, como demuestra la vida de los santos, debe reforzarlo más. En efecto, sólo cumpliendo a fondo nuestra misión en la tierra, podremos entrar al final en la gloria de Dios.
2. Anunciar y testimoniar a Cristo es la misión de todo bautizado. A esta misión se refiere directamente la Jornada mundial de las comunicaciones sociales, que se celebra hoy, y cuyo tema es: «Anunciar a Cristo en los medios de comunicación en el alba del nuevo milenio». Ciertamente, uno de los ámbitos más vastos de la convivencia social es el de la comunicación y, por eso, reviste gran importancia la acción de los agentes de la comunicación social. Precisamente para subrayar esta importancia, que representa una prioridad pastoral para la Iglesia, se ha querido celebrar en esta circunstancia el jubileo de los periodistas, y yo mismo, dentro de poco, tendré la alegría de encontrarme con ellos.
La comunidad eclesial, consciente del mandato que le ha dado Cristo de «comunicar» el Evangelio, se sirve para su tarea de todos los medios, incluidos los más modernos. A los periodistas, a los profesionales de la comunicación social y a cuantos, de diversos modos, trabajan en este sector, se les pide que cumplan su misión de modo responsable, conscientes de que, cuando trabajan respetando la verdad, prestan un valioso servicio a la verdad misma y, por consiguiente, al hombre. Expreso de buen grado mi gratitud y mi aliento a los periodistas y a todos los agentes de la información que, en todo el mundo, se dedican al bien del hombre, sirviendo a la justicia, a la libertad y a la paz, a veces incluso a costa de sacrificios personales.
3. Que el Espíritu de Dios asista a todo el que busca y sirve a la verdad. Que ayude y guíe a la Iglesia para que entre en el nuevo milenio rebosante de la luz y de la fuerza de Cristo.
Encomendemos a María esta oración. Revivamos con ella, durante esta semana en la que nos preparamos para la fiesta de Pentecostés, la espera orante de los Apóstoles en el Cenáculo.
Benedicto XVI, papa
Homilía, 24-05-2009
Visita Pastoral a Cassino y Montecassino.
Solemnidad de la Ascensión del Señor. Cassino, Plaza Miranda. Domingo 24 de mayo de 2009
«Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado añade que «fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero ¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús «fue elevado»? El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo «elevar» tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.
Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús «fue elevado» (Hch 1, 9), y luego se añade que «ha sido llevado» (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que «lo ocultó a sus ojos» (Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de «sentarse a la derecha de Dios».
En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El «cielo», la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén «con gran gozo» (Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo, corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles, que del Monte de los Olivos se marcharon «con gran gozo». Al igual que ellos, también nosotros, aceptando la invitación de los «dos hombres vestidos de blanco», no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo, debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye el Evangelio según san Mateo: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor «desaparecido», sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús «ausente», sino que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su «presencia gloriosa» de manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—, mientras «prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva» (Lumen gentium,8).
Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia; sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado. Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien «dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y maestros, (…) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo» (Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar «a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios» (Ef 4, 13), teniendo todos la vocación común a formar «un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a la que estamos llamados» (Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a «construir, fundar y reedificar» constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a Cristo: «Christo nihil omnino praeponere» (LXII, 11).
Por tanto, doy gracias a Dios por el bien que está realizando vuestra comunidad bajo la guía de su pastor…
Queridos hermanos y hermanas, en esta celebración resuena el eco de la exhortación de san Benito a mantener el corazón fijo en Cristo, a no anteponer nada a él. Esto no nos distrae; al contrario, nos impulsa aún más a comprometernos en la construcción de una sociedad donde la solidaridad se exprese mediante signos concretos. Pero ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que conocéis bien, propone un programa evangélico sintetizado en el lema: ora et labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura.
Ante todo, la oración, que es el legado más hermoso de san Benito a los monjes, pero también a vuestra Iglesia particular: a vuestro clero, formado en gran parte en el seminario diocesano, alojado durante siglos en la misma abadía de Montecassino; a los seminaristas; a las numerosas personas educadas en las escuelas, en los centros recreativos benedictinos y en vuestras parroquias; y a todos vosotros, que vivís en esta tierra. Elevando la mirada desde cada pueblo y aldea de la diócesis, podéis admirar esa referencia constante al cielo que es el monasterio de Montecassino, al que subís todos los años en procesión la víspera de Pentecostés.
La oración, a la que cada mañana la campana de san Benito invita a los monjes con sus toques graves es el sendero silencioso que nos conduce directamente al corazón de Dios; es la respiración del alma, que nos devuelve la paz en medio de las tormentas de la vida. Además, en la escuela de san Benito, los monjes han cultivado siempre un amor especial a la Palabra de Dios en la lectio divina, que hoy es patrimonio común de muchos. Sé que vuestra Iglesia diocesana, haciendo suyas las indicaciones de la Conferencia episcopal italiana, dedica gran atención a la profundización bíblica; más aún, ha inaugurado un itinerario de estudio de las Sagradas Escrituras, consagrado este año al evangelista san Marcos, y que proseguirá en el próximo cuatrienio, para concluir, si Dios quiere, con una peregrinación diocesana a Tierra Santa. Que la escucha atenta de la Palabra divina alimente vuestra oración y os convierta en profetas de verdad y de amor, a través de un compromiso común de evangelización y promoción humana.
Otro eje de la espiritualidad benedictina es el trabajo. Humanizar el mundo laboral es típico del alma del monaquismo, y este es también el esfuerzo de vuestra comunidad, que procura estar al lado de los numerosos trabajadores de la gran industria presente en Cassino y de las empresas vinculadas a ella. Sé cuán crítica es la situación de gran número de obreros. Expreso mi solidaridad a cuantos viven en una situación de precariedad preocupante, a los trabajadores con seguro de desempleo o incluso despedidos. La herida del desempleo, que aflige a este territorio, debe inducir a los responsables de la administración pública, a los empresarios y a cuantos tienen posibilidad de hacerlo, a buscar, con la contribución de todos, soluciones válidas para la crisis del empleo, creando nuevos puestos de trabajo para salvaguardar a las familias.
A este propósito, ¿cómo no recordar que la familia tiene hoy urgente necesidad de que se la proteja mejor, puesto que está fuertemente amenazada en las raíces mismas de su institución? Pienso también en los jóvenes que difícilmente logran encontrar una actividad laboral digna que les permita formar una familia. A ellos quiero decirles: No os desaniméis, queridos amigos; la Iglesia no os abandona. Sé que veinticinco jóvenes de vuestra diócesis participaron en la pasada Jornada mundial de la juventud en Sydney: atesorando esa extraordinaria experiencia espiritual, sed levadura evangélica entre vuestros amigos y coetáneos; con la fuerza del Espíritu Santo, sed los nuevos misioneros en esta tierra de san Benito.
Por último, también forma parte de vuestra tradición la atención al mundo de la cultura y de la educación. El célebre archivo y la biblioteca de Montecassino recogen innumerables testimonios del compromiso de hombres y mujeres que han meditado y buscado cómo mejorar la vida espiritual y material del hombre. En vuestra abadía se palpa el «quaerere Deum», es decir, el hecho de que la cultura europea ha sido la búsqueda de Dios y la disponibilidad a escucharlo. Y esto vale también en nuestro tiempo. Sé que estáis trabajando con este mismo espíritu en la Universidad y en las escuelas, para que se conviertan en laboratorios de conocimiento, de investigación y de celo por el futuro de las nuevas generaciones. Sé también que, al preparar mi visita, habéis celebrado un congreso sobre el tema de la educación, para suscitar en todos la firme determinación a transmitir a los jóvenes los valores irrenunciables de nuestro patrimonio humano y cristiano.
En el actual esfuerzo cultural orientado a crear un nuevo humanismo, vosotros, fieles a la tradición benedictina, con razón también queréis subrayar la atención al hombre frágil, débil, a las personas discapacitadas y a los inmigrantes. Os agradezco que me brindéis la posibilidad de inaugurar hoy la «Casa de la Caridad», donde se construye con hechos concretos una cultura atenta a la vida.
Queridos hermanos y hermanas, no es difícil percibir que vuestra comunidad, esta porción de Iglesia que vive en torno a Montecassino, es heredera y depositaria de la misión, impregnada del espíritu de san Benito, de proclamar que en nuestra vida nadie ni nada debe quitar a Jesús el primer lugar; la misión de construir, en nombre de Cristo, una nueva humanidad caracterizada por la acogida y la ayuda a los más débiles.
Que os ayude y acompañe vuestro santo patriarca, con santa Escolástica, su hermana; y que os protejan vuestros santos patronos y, sobre todo, María, Madre de la Iglesia y Estrella de nuestra esperanza. Amén.
Regina Caeli, 20-05-2012
Cuarenta días después de la Resurrección —según el libro de los Hechos de los Apóstoles—, Jesús sube al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio no se celebra el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación. Después de haber instruido por última vez a sus discípulos, Jesús sube al cielo (cf. Mc 16, 19). Él entretanto «no se separó de nuestra condición» (cf. Prefacio); de hecho, en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así reveló el destino final de nuestra peregrinación terrena. Del mismo modo que por nosotros bajó del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, que por lo tanto ya no está lejano. San León Magno explica que con este misterio «no solamente se proclama la inmortalidad del alma, sino también la de la carne. De hecho, hoy no solamente se nos confirma como poseedores del paraíso, sino que también penetramos en Cristo en las alturas del cielo» (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: ccl 138 a, 451.453). Por esto, los discípulos cuando vieron al Maestro elevarse de la tierra y subir hacia lo alto, no experimentaron desconsuelo, como se podría pensar; más aún, sino una gran alegría, y se sintieron impulsados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cf. Mc 16, 20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma propio. Lo escribe también san Pablo: «Ha dado dones a los hombres… Ha constituido a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y doctores… para la edificación del cuerpo de Cristo; hasta que lleguemos todos… a la medida de Cristo en su plenitud» (Ef 4, 8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a la altura de Dios; así, cada vez que rezamos, la tierra se une al cielo. Y como el incienso, al quemarse, hace subir hacia lo alto su humo, así cuando elevamos al Señor nuestra oración confiada en Cristo, esta atraviesa los cielos y llega a Dios mismo, que la escucha y acoge. En la célebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que «para alcanzar las peticiones que tenemos en nuestro corazón, no hay mejor medio que poner la fuerza de nuestra oración en aquella cosa que es más gusto de Dios; porque entonces no sólo dará lo que le pedimos, que es la salvación, sino aun lo que él ve que nos conviene y nos es bueno, aunque no se lo pidamos» (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos, por último, a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales, que el Señor nos promete, y a ser testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera vida.
Catecismo de la Iglesia Católica
ARTÍCULO 6. “JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS, PADRE TODOPODEROSO”
659 «Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al Cielo y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19). El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta para siempre (cf. Lc 24, 31; Jn 20, 19. 26). Pero durante los cuarenta días en los que él come y bebe familiarmente con sus discípulos (cf. Hch 10, 41) y les instruye sobre el Reino (cf. Hch 1, 3), su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria (cf. Mc 16,12; Lc 24, 15; Jn 20, 14-15; 21, 4). La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube (cf. Hch 1, 9; cf. también Lc 9, 34-35; Ex 13, 22) y por el cielo (cf. Lc 24, 51) donde él se sienta para siempre a la derecha de Dios (cf. Mc 16, 19; Hch 2, 33; 7, 56; cf. también Sal 110, 1). Sólo de manera completamente excepcional y única, se muestra a Pablo «como un abortivo» (1 Co 15, 8) en una última aparición que constituye a éste en apóstol (cf. 1 Co 9, 1; Ga 1, 16).
660 El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: «Todavía […] no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios» (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y transcendente de la Ascensión marca la transición de una a otra.
661 Esta última etapa permanece estrechamente unida a la primera es decir, a la bajada desde el cielo realizada en la Encarnación. Solo el que «salió del Padre» puede «volver al Padre»: Cristo (cf. Jn 16,28). «Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la «Casa del Padre» (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Sólo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, «ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino» (Prefacio de la Ascensión del Señor, I: Misa Romano).
662 «Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí»(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, «no […] penetró en un Santuario hecho por mano de hombre […], sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor»(Hb 7, 25). Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros»(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
663 Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno, Expositio fidei, 75 [De fide orthodoxa, 4, 2]: PG 94, 1104).
664 Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás» (Dn 7, 14). A partir de este momento, los Apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin» (Símbolo de Niceno-Constantinopolitano: DS 150).
Juan Taulero
Sermón: Sigámoslo, pues
«Para ir donde me voy, ya sabéis el camino»
«El Señor Jesús, después de haberles, ascendió al cielo «… Los miembros del Cuerpo de Cristo deben seguir a su maestro, su cabeza, que ascendió hoy. Nos precedió, para prepararnos un sitio (Jn 14,2), a nosotros que lo seguimos, de modo que pudiéramos decir con la novia del Cantar de los Cantares: «Correremos en pos de ti» (1,4)…
Aunque todos los maestros hayan muerto y todos los libros quemados, encontraremos siempre, en su vida santa, una enseñanza suficiente, porque él mismo es el camino y no otro (Jn 14,6). Sigámoslo pues.
De la misma manera que el imán atrae el hierro, así Cristo misericordioso, atrae todos los corazones que ha tocado. El hierro atraído por la fuerza del imán se levanta por encima de su ser natural, pasa por encima, aunque esto sea contrario a su naturaleza. No se detiene hasta que él mismo se haya elevado. Así es como todos aquellos que son atraídos en el fondo de su corazón por Cristo, no retienen más la alegría ni el sufrimiento. Ascienden hasta él…
Cuando no se es atraído, no hay que imputárselo a Dios. Dios toca, empuja, advierte y desea por igual a todos los hombres, quiere por igual a todos los hombres, pero su acción, su advertencia y sus dones son recibidos y aceptados de un modo muy desigual… Amamos y buscamos otra cosa distinta a él, he aquí porque los dones que Dios ofrece sin cesar a cada hombre quedan a veces inútiles… Podemos salir de este estado de alma sólo con un celo valiente y decidido y con una oración muy sincera, interior y perseverante. (Juan Taulero, 1300-1361, dominico en Estrasbourgo Sermón 20, 3º para la Ascensión )
Congregación para el Clero
Después de los cuarenta días del Tiempo Pascual, durante los cuales hemos estado con los Apóstoles en la presencia del Señor Resucitado, la Liturgia introduce al pueblo fiel en el Misterio de la Ascensión y lo invita a asumir dos actitudes espirituales fundamentales: la alegría y el deseo.
Son actitudes “espirituales”, no porque hagan referencia a una desencarnada interioridad o porque se consigan con el esfuerzo personal, tal vez “psico-meditativo”; no es este el significado genuino y cristiano del término “espiritual”.
Son actitudes “espirituales” porque son un don del Espíritu Santo y, por tanto, están profundamente enraizados en la realidad de la relación con Cristo Señor, Vivo y Verdadero, y requieren de nuestra continua petición en la oración, para poder acogerlos y vivir todo el despliegue de nuestra existencia cristiana. Detengámonos ante todo en la primera: la alegría.
En la Colecta hemos pedido: «Exulte de alegría la Iglesia, oh Padre». La Iglesia se alegra en la Ascensión del Señor al Cielo e invita a sus hijos a unir su voz y su corazón a esta mística exultación. Pero, ¿por qué se alegra la Iglesia? ¿Acaso el Señor no es ahora “invisible” a sus ojos?
Subiendo al Cielo, ¿quizás no nos ha abandonado, dejándonos tristes y solos, como antes de que la Virgen de Nazareth pronunciara su “sí” al anuncio del Ángel? ¿Dónde está ahora Cristo Jesús, nuestra única alegría?
Continua la oración Colecta: «porque en tu Hijo que ha ascendido al Cielo, nuestra humanidad es elevada junto a Ti en la gloria ».
Estamos llamados a la alegría, pues, porque ahora toda nuestra humanidad es “elevada”, en Cristo, junto al Padre. En efecto, puesto que Él ha querido hacerse Hombre por amor nuestro, entrando en la realidad creada, todo lo que “sucede” a la Humanidad de Cristo, nos atañe también a nosotros.
Él recapitula en Sí el entero cosmos y lo “atrae” al Padre Celestial, colocando allí, a los pies de “Su Santo Trono” (Sal 46), nuestro destino de gloria, el “resultado” último y positivo al que está llamada nuestra vida. Es tan grande el misterio de semejante predilección, que san Pablo, encadenado por amor a Cristo, exclama: «Hermanos, […] comportaos de manera digna de la llamada que habéis recibido» (Ef 4,1).
Hemos sido hechos para el Cielo, para estar en la presencia del Altísimo, como hijos amados desde la eternidad: allá hay un lugar preparado para nosotros, que nos espera y hacia el cual debemos orientar nuestras fuerzas y nuestro tiempo. Ascendiendo al Cielo, Cristo le da a la historia de la humanidad su dirección definitiva.
A los Apóstoles –y a nosotros-, no obstante, no se nos pide permanecer «mirando al Cielo», sino obedecer al mandamiento del Señor: «Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a todas las criaturas » (Mc 16,15).
No podremos obedecer realmente a esta orden, pretendiendo un titánico e improbable esfuerzo de la voluntad, también porque la voluntad humana, privada del consuelo y de la belleza del Señor Presente, se queda “agotada” por las inevitables fatigas y desilusiones de la vida.
Por el contario, el Resucitado está aún “más presente”, porque elevando a la diestra del padre su Santísima Humanidad, la ha colocado en el origen mismo de toda la realidad. Ahora, todo Le está presente y, mientras antes la realidad creada reflejaba y nos hablaba de las perfecciones divinas, ahora ella se ha hecho “signo” definitivo de la Humanidad de Cristo: aquí Él sigue haciéndose presente, con una inconfundible familiaridad.
¿Cómo podemos apropiarnos de esta “familiaridad” de la presencia de Cristo?
La segunda actitud que pediremos en la oración post Communio, es el deseo: «Dios Omnipotente y Misericordioso […] despierta en nosotros el deseo de la patria eterna». La familiaridad con Cristo se alimenta con el deseo de Él, y la oración es el ejercicio insustituible para practicarla. Solo en la oración se hace uno capaz de discernir, en compañía de la Iglesia, en los encuentros y en los acontecimientos, su Presencia.
La Eucaristía es el horno ardiente de este deseo, en cuanto es adorada y celebrada con el mayor ardor que sea posible. En Ella, el Señor Resucitado continúa atrayendo el universo hacia Él, colmándolo de su Presencia. En la Eucaristía, Él nos prepara un lugar (cf. Jn 14,2).
Pidamos a la Santísima Virgen, la primera que ha participado en cuerpo y alma de la gloria a la que es llamada toda la humanidad, que encienda en nosotros este deseo, que todo sea para la gloria de Cristo y que sólo de Él espere todo verdadero bien y toda alegría. Amén.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
El Señorío de Cristo
«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es el Señor. En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la eficacia de la fuerza poderosa de Dios» por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la fiesta de Cristo glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo.
Pero la Ascensión es también la fiesta de la Iglesia. Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros todos los días».
«Id y haced discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también fiesta y compromiso de evangelización. Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice –«se me ha dado pleno poder» – «yo estaré con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y todopoderoso que quiere servirse de nosotros para extender su señorío en el mundo. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo contrario, no hay eficacia alguna.
Manuel Garrido Bonaño: Año Liturgico Patrístico
Tomo III
Antífonas y Oraciones
Entrada: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo volverá como lo habéis visto marcharse. Aleluya» (Hch 1,11).
Colecta (del Sermón 73 de San León Magno): «Concédenos, Dios todopoderoso, exultar de gozo y darte gracias en esta liturgia de alabanza, porque la Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria y Él, que es la Cabeza de la Iglesia, nos ha precedido en la gloria a la que somos llamados como miembros de su Cuerpo».
Ofertorio (textos del Gelasiano y del Sacramentario de Bérgamo): «Te presentamos, Señor, nuestro sacrificio en este día de la gloriosa Ascensión de tu Hijo; que este divino intercambio nos haga vivir en el reino de Jesucristo resucitado».
Comunión: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Aleluya» (Mt 28,20).
Postcomunión (textos del Veronense, Gelasiano y Sacramentario de Bérgamo): «Dios Todopoderoso y eterno, que mientras vivimos aún en la tierra nos das ya parte de los bienes del cielo; haz que deseemos vivamente estar junto a Cristo, en quien nuestra naturaleza humana ha sido tan extraordinariamente enaltecida que participa de tu misma gloria».
Liturgia de la Palabra
Cristo desapareció visiblemente de entre los hombres para seguir actuando en medio de la humanidad a través de su presencia invisible y salvífica en su Iglesia.
–Hechos 1,1-11. Se elevó a la vista de ellos. Con perfecta lógica inicia San Lucas la historia de la Iglesia naciente, como Cuerpo místico de Cristo, allí donde culmina la desaparición temporal o histórica de Cristo, su Cabeza. Jesús ha concluido históricamente su obra. Ahora nos toca continuarla a nosotros a diario.
–Efesios 1,17-23: Lo sentó a su derecha en el cielo. Jesús entronizado ya en la gloria del Padre por su Ascensión a los cielos, sigue actuando en medio de la humanidad mediante su Cuerpo místico visible, la Iglesia.
–(Ciclo B) Marcos 16,15-20: Ascendió al cielo y se sentó a la derecha de Dios.
Desde su Ascensión a los cielos, Jesús tiene transferido a su Iglesia el mandato de seguir realizando su obra de evangelización y salvación hasta el fin de los tiempos.
Oigamos a San León Magno, que en sus Sermones 73 y 74 expuso el Misterio de la Ascensión del Señor:
«El misterio de nuestra salvación, que el Creador del universo estimó en el precio de su Sangre, se fue realizando, desde el día de su nacimiento hasta el fin de su Pasión, mediante su humildad. Aunque bajo la forma de siervo, se manifestaron muchas señales de su divinidad; con todo, su acción durante este tiempo estuvo encaminada a mostrar la verdad de su naturaleza humana. Pero, después de su Pasión, libre ya de las ataduras de la muerte, las cuales habían perdido su fuerza al sujetar a Aquel que estaba exento de todo pecado, la debilidad se convirtió en valor, la mortalidad en inmortalidad, la ignominia en gloria. Esta gloria la declaró nuestro Señor Jesucristo, mediante muchas y manifiestas pruebas (Hch 1,3), en presencia de muchos, hasta que el triunfo de la victoria conseguida con la muerte fue patente con su Ascensión a los cielos.
«Por lo mismo, así como la Resurrección del Señor fue para nosotros causa de alegría en la solemnidad pascual, así su Ascensión a los cielos es causa del gozo presente, ya que nosotros recordamos y veneramos debidamente este día, en el cual la humildad de nuestra naturaleza, sentándose con Jesucristo en compañía de Dios Padre, fue elevada sobre los órdenes de los ángeles, sobre toda la milicia del cielo y la excelsitud de todas las potestades (Ef 1,21). Gracias a esta economía de las obras divinas, el edificio de nuestra salvación se levanta sobre sólidos fundamentos… Lo que fue visible a nuestro Redentor ha pasado a los sacramentos (a los ritos sagrados) y, a fin de que la fe fuese más excelente y firme, la visión ha sido sustituida por una enseñanza, cuya autoridad, iluminada con resplandores celestiales, han aceptado los corazones de los fieles» (Sermón 74,1-2).