Domingo XXXIV Tiempo Ordinario: Cristo Rey del Universo (Ciclo B) – Homilías
/ 9 noviembre, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Dn 7, 13-14: Su dominio es eterno y no pasa
Sal 92, 1ab. 1c-2. 5: El Señor reina, vestido de majestad
Ap 1, 5-8: El príncipe de los reyes de la tierra nos ha convertido en un reino y hecho sacerdotes de Dios
Jn 18, 33b-37: Tú lo dices: soy rey
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (25-11-1979): Entender el Reino de Cristo en toda su verdad
domingo 25 de noviembre de 19791. Hoy la basílica de San Pedro vibra con la liturgia de una solemnidad extraordinaria. En el calendario litúrgico postconciliar la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo va unida al domingo último del año eclesiástico. Y está bien así. Efectivamente, las verdades de la fe que queremos manifestar, el misterio que queremos vivir encierran, en cierto sentido, cada una de las dimensiones de la historia, cada una de las etapas del tiempo humano, y abren al mismo tiempo la perspectiva "de un cielo nuevo y de una tierra nueva" (Ap 21, 1), la perspectiva de un Reino que "no es de este mundo" (Jn 18, 36). Es posible que se entienda erróneamente el significado de las palabras sobre el "Reino", que pronunció Cristo ante Pilato, es decir sobre el Reino que no es de este mundo. Sin embargo, el contexto singular del acontecimiento, en cuyo ámbito fueron pronunciadas, no permite comprenderlas así. Debemos admitir que el Reino de Cristo, gracias al cual se abren ante el hombre las perspectivas extraterrestres, las perspectivas de la eternidad, se forma en el mundo y en la temporalidad. Se forma, pues, en el hombre mismo mediante "el testimonio de la verdad" (Jn 18, 37) que Cristo dio en ese momento dramático de su Misión mesiánica: ante Pilato, ante la muerte en cruz, que pidieron al juez sus acusadores. Así, pues, debe atraer nuestra atención no sólo el momento litúrgico de la solemnidad de hoy, sino también la sorprendente síntesis de verdad, que esta solemnidad expresa y proclama. Por esto me he permitido, junto con el cardenal Vicario de Roma, invitar hoy a los miembros de los diversos sectores del apostolado de los laicos de todas las parroquias de nuestra ciudad, esto es, a todos los que junto con el Obispo de Roma y con los Pastores de almas de cada una de las parroquias aceptan hacer propio el testimonio de Cristo Rey y tratan de hacer lugar en sus corazones al Reino y de difundirlo entre los hombres.
2. Jesucristo es "el testigo fiel" (cf. Ap 1, 5), como dice el autor del Apocalipsis. Es el "testigo fiel" del señorío de Dios en la creación y sobre todo en la historia del hombre. Efectivamente, Dios formó al hombre, desde el principio, como Creador y a la vez como Padre. Por lo tanto, Dios, como Creador y como Padre, está siempre presente en su historia. Se ha convertido no sólo en el Principio y en el Término de todo lo creado, sino que se ha convertido también en el Señor de la historia y en el Dios de la Alianza: "Yo soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios; el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso" (Ap 1, 8).
Jesucristo —"Testigo fiel"— ha venido al mundo precisamente para dar testimonio de esto.
¡Su venida en el tiempo! De qué modo tan concreto y sugestivo la había preanunciado el profeta Daniel en su visión mesiánica, hablando de la venida de "un hijo de hombre" (Dan 7, 13) y delineando la dimensión espiritual de su Reino en estos términos: "Le fue dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará nunca, y su imperio, imperio que nunca desaparecerá" (Dan 7, 14). Así ve el profeta Daniel, probablemente en el siglo II, el Reino de Cristo antes de que El viniese al mundo.
3. Lo que sucedió ante Pilato el viernes antes de Pascua nos permite liberar la imagen profética de Daniel de toda asociación impropia. He aquí, en efecto, que el mismo "Hijo del hombre" responde a la pregunta que le hizo el gobernador romano, Esta respuesta dice: "Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí" (Jn 18, 36).
Pilato, representante del poder ejercido en nombre de la poderosa Roma sobre el territorio de Palestina, el hombre que piensa según las categorías temporales y políticas, no entiende esta respuesta. Por eso pregunta por segunda vez: "¿Luego tú eres rey?" (Jn 18, 37).
También Cristo responde por segunda vez. Como la primera vez ha explicado en qué sentido no es rey, así ahora, para responder plenamente a la pregunta de Pilato y al mismo tiempo a la pregunta de toda la historia de la humanidad, de todos los gobernantes y de todos los políticos, responde así: "Yo soy rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de la verdad oye mi voz" (cf. Jn 18, 37).
Esta respuesta, en conexión con la primera, expresa toda la verdad sobre su Reino: toda la verdad sobre Cristo-Rey .
4. En esta verdad se incluyen también las palabras ulteriores del Apocalipsis, con las que el discípulo amado completa, de algún modo, a la luz de la conversación que tuvo lugar el Viernes Santo en la residencia jerosolimitana de Pilato, lo que hace tiempo escribió el profeta Daniel. San Juan anota: "Ved que viene en las nubes del cielo (así lo había expresado Daniel) y todo ojo lo verá, y cuantos le traspasaron... Sí, amén" (Ap 1, 5-6). Precisamente: Amén. Esta palabra única sella por así decirlo, la verdad sobre Cristo. No es sólo "el testigo fiel", sino también "el primogénito de entre los muertos" (Ap 1. 5). Y si es el Príncipe de la tierra y de quienes la gobiernan ("el Príncipe de los reyes de la tierra", Ap 1, 5), lo es por esto, sobre todo por esto y definitivamente por esto, porque "nos ama y nos ha absuelto de nuestros pecados por la virtud de su sangre y nos ha hecho reyes y sacerdotes de Dios su Padre" (Ap 1, 5-6).
5. He aquí la definición plena de ese Reino, toda la verdad sobre Cristo Rey. Nos hemos reunido hoy en esta Basílica para aceptar esta verdad una vez más, con los ojos de la fe bien abiertos y con el corazón pronto para dar la respuesta. No sólo porque se trata de verdad que exige respuesta. No sólo la comprensión. No sólo la aceptación por parte del entendimiento, sino una respuesta que brota de toda la vida.
Esta respuesta ha sido pronunciada, de modo espléndido, por el Episcopado de la Iglesia contemporánea en el Concilio Vaticano II. En este momento quisiéramos incluso tender la mano a esos textos de la Constitución Lumen gentium que deslumbran con la profundidad sencilla de la verdad, a esos textos cargados de la plenitud de la "praxis" cristiana contenidos en la Constitución pastoral Gaudium et spes y a tantos otros documentos que sacan de esos fundamentales las conclusiones concretas para los diversos campos de la vida eclesial. Pienso especialmente en el decreto Apostolicam actuositatem sobre el apostolado de los laicos. Si algo pido al laicado de Roma y del mundo es que tengan siempre a la vista estos documentos espléndidos de la enseñanza de la Iglesia contemporánea. Ellos definen el sentido más profundo del ser cristianos. Estos documentos merecen mucho más que ser simplemente estudiados o meditados; si no se busca en ellos el apoyo, es casi imposible entender y realizar nuestra vocación y, especialmente, la vocación de los laicos, su particular aportación a la construcción de ese Reino que, aun no siendo "de este mundo" (Jn 18, 36), sin embargo, existe ya aquí abajo, porque está en nosotros. Y. en particular, en vosotros: ¡laicos!
6. Cristo subió a la cruz como un Rey singular: como el testigo eterno de la verdad. "Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). Este testimonio es la medida de nuestras obras, La medida de la vida. La verdad por la que Cristo ha dado la vida —y que la ha confirmado con la resurrección—, es la fuente fundamental de la dignidad del hombre. El Reino de Cristo se manifiesta, como enseña el Concilio, en la "realeza" del hombre. Es necesario que, bajo esta luz, sepamos participar en toda esfera de la vida contemporánea y formarla. Efectivamente, no faltan en nuestros tiempos propuestas dirigidas al hombre, no faltan programas que se presentan para su bien. ¡Sepamos examinarlos de nuevo en la dimensión de la verdad plena sobre el hombre, de la verdad confirmada con las palabras y con la cruz de Cristo! ¡Sepamos discernirlos bien! Lo que afirman, ¿se expresa con la medida de la verdadera dignidad del hombre? La libertad que proclaman, ¿sirve a la realeza del ser creado a imagen de Dios, o por el contrario prepara la privación o constricción de la misma? Por ejemplo: ¿sirven a la verdadera libertad del hombre o expresan su dignidad, la infidelidad conyugal, aun cuando esté legalizada por el divorcio, o la falta de responsabilidad por la vida concebida, aun cuando la técnica moderna enseña cómo desembarazarse de ella? Ciertamente todo el "permisivismo" moral no se basa en la dignidad del hombre y no educa al hombre para su realeza.
¿Cómo no evocar aquí la diagnosis que [se ha hecho] en el contexto socio-religioso de nuestra ciudad... en que se ha indicado los principales "sufrimientos" que angustian a [muchas de nuestras ciudades]: la inseguridad social de las familias por la casa, el trabajo, la educación de los hijos; el extravío espiritual y social de los emigrantes de zonas rurales; la incomunicabilidad entre las familias que viven en los grandes condominios populares sin conocerse y sin la valentía de solidarizarse: la delincuencia organizada especialmente al servicio de la droga; la violencia loca e inmotivada y el terrorismo político, a los que se añaden las múltiples manifestaciones de inmoralidad y de irreligiosidad en la vida personal y social.
También se especificaban las causas de estos males, entre otras, el descenso del interés por los problemas de la educación y de la enseñanza dejada cada vez más en poder de fuerzas minoritarias, pero fuertemente perturbadoras; la disgregación de la familia sometida a la acción corrosiva de múltiples factores ambientales y de costumbres. Pero la raíz más profunda de ellas..., está "en el constante desprecio de la persona humana, de su dignidad. de sus derechos y deberes" y del sentido religioso y moral de la vida. El cardenal Vicario os ha pedido también a todos vosotros que asumáis decididamente responsabilidades, colocándoos ante algunas "perspectivas concretas de compromiso" y exactamente: la construcción de una verdadera comunidad cristiana, capaz de anunciar el Evangelio de modo creíble; el compromiso cultural de búsqueda y discernimiento crítico, con fidelidad constante al Magisterio, en orden a un diálogo justo entre Iglesia y mundo; el compromiso de contribuir al incremento del sentido de la responsabilidad social, estimulando en el clero y en los fieles la solidaridad por el bien común tanto de la comunidad eclesial como de la civil; finalmente, el compromiso en la pastoral vocacional, hoy especialmente urgente, y en la de las comunicaciones sociales.
He aquí, hermanas y hermanos queridísimos, que están ante vosotros algunas coordenadas precisas de acción pastoral, en las que cada uno está invitado a medirse con adhesión coherente a las exigencias, que dimanan del bautismo y de la confirmación y reafirmadas por la participación en la Eucaristía. Pido a todos y a cada uno que no se eche atrás ante las propias responsabilidades. Lo pido en la solemnidad litúrgica de Cristo Rey.
Cristo, en cierto sentido, está siempre ante el tribunal de las conciencias humanas, como una vez se encontró ante el tribunal de Pilato. El nos revela siempre la verdad de su Reino. Y se encuentra siempre, por tantas partes, con la réplica: "¿Qué es la verdad?" (Jn 18, 38).
Por esto que El se encuentre aún cercano a nosotros. Que su reino esté cada vez más en nosotros. Correspondámosle con el amor al que nos ha llamado, y amemos en El siempre más la dignidad de cada hombre.
Entonces seremos verdaderamente partícipes de su misión. Nos convertiremos en apóstoles de su reino. Amén.
Ángelus (20-11-1988): Hizo venir su reino triunfando sobre el mal
domingo 20 de noviembre de 19881. El presente domingo concluye el ciclo del año litúrgico y está significativamente dedicado a Cristo, Rey del universo, como para prefigurar la conclusión de la historia terrena con el Adviento final y glorioso del Señor resucitado. Él, con su victoria sobre todas las fuerzas del mal, llevará a término la edificación de ese "reino de Dios" que ya ha tenido su comienzo aquí abajo con la realidad de la Iglesia peregrina y militante.
Esta hermosa solemnidad, que nos lleva a ampliar nuestra mirada de fe a las perspectivas futuras de la regeneración final del mundo y de la liberación definitiva de los elegidos, fue instituida, como se sabe, por el Papa Pío XI en 1925 con la Encíclica "Quas primas".
2. Al contemplar a Cristo, Rey del universo, el cristiano es invitado a no dejarse atemorizar por la turbadora experiencia del mal. A veces, en efecto, parece que las fuerzas del error triunfan sobre las de la verdad, la injusticia sobre la justicia, la división y la guerra sobre la paz y la concordia entre los hombres.
Esta fiesta nos hace esperar, con reverencial temor de Dios, el Adviento de Cristo "Juez de vivos y muertos", como rezamos en el Credo; nos hace esperar, con respetuosa atención hacia los misteriosos decretos de la Providencia, esa "hora del Señor", en la que cada uno recibirá el fruto de sus obras, tanto para bien como para mal. Lo que la justicia humana no ha sabido o querido resolver ahora y aquí abajo, será resuelto entonces y de una forma irrefutable y perfecta.
3. Entretanto nos toca a nosotros, discípulos del divino Maestro, comprometernos bajo su guía en la edificación gradual y progresiva de ese reino de justicia y de paz, de gracia y de amor, que nos ha merecido con su bendita pasión y muerte, derrotando las fuerzas del pecado, de la muerte y del Maligno. La vida cristiana es, en efecto, una lucha, un "buen combate", por usar las palabras de San Pablo (por ejemplo 1 Tim 1, 8), en el que cada uno debe luchar por la consecución de los valores verdaderos y más altos, que son los de la virtud, la caridad y la unión con Dios. Seguir a Cristo que nos guía a su reino, quiere decir, en definitiva, seguirlo en la búsqueda del "rostro del Padre", con el deseo ferviente de verlo un día "tal como es" (1 Jn 3, 2).
Que la Santísima Virgen María endulce la fatiga del camino, nos haga más llevaderas las exigencias del combate espiritual, nos infunda valentía en la lucha y en soportar las pruebas, y así, sostenidos por Ella, llegaremos felizmente allí dónde reinan el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Homilía (23-11-1997): El Reino de la Verdad
domingo 23 de noviembre de 19971. Este domingo, que concluye el año litúrgico, la Iglesia celebra la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. Hemos escuchado en el evangelio la pregunta que Poncio Pilato hace a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos? » (Jn 18, 33). Jesús responde, preguntando a su vez: «¿Dices eso por tu cuenta o te lo han dicho otros de mí?» (Jn 18, 34). Y Pilato replica: «¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los sumos sacerdotes te han entregado a mí: ¿qué has hecho? » (Jn 18, 35).
En este momento del diálogo, Cristo afirma: «Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mi guardia habría luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36).
Ahora todo es claro y transparente. Frente a la acusación de los sacerdotes, Jesús revela que se trata de otro tipo de realeza, una realeza divina y espiritual. Pilato le pide una confirmación: «Conque, ¿tú eres rey?» (Jn 18, 37). Aquí Jesús, excluyendo cualquier interpretación errónea de su dignidad real, indica la verdadera: «Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Jn 18, 37).
Él no es rey como lo entendían los representantes del Sanedrín, pues no aspira a ningún poder político en Israel. Por el contrario, su reino va más allá de los confines de Palestina. Todos los que son de la verdad escuchan su voz (cf. Jn 18, 37), y lo reconocen como rey. Este es el ámbito universal del reino de Cristo y su dimensión espiritual.
2. «Para ser testigo de la verdad» (Jn 18, 37). En la lectura tomada del libro del Apocalipsis se dice que Jesucristo es «testigo fiel» (Ap 1, 5). Es testigo fiel, porque revela el misterio de Dios y anuncia el reino ya presente. Es el primer servidor de este reino. «Obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Flp 2, 8), testimoniará el poder del Padre sobre la creación y sobre el mundo. Y el lugar del ejercicio de su realeza es la cruz que abrazó en el Gólgota. Pero su muerte ignominiosa representa una confirmación del anuncio evangélico del reino de Dios. En efecto, a los ojos de sus enemigos esa muerte debía ser la prueba de que todo lo que había dicho y hecho era falso.
«Si es el rey de Israel, que baje ahora de la cruz y creeremos en él» (Mt 27, 42). No bajó de la cruz, pero, como el buen pastor, dio la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). Sin embargo, la confirmación de su poder real se produjo poco después, cuando, al tercer día, resucitó de entre los muertos, revelándose como «el primogénito de entre los muertos» (Ap 1, 5).
Él, siervo obediente, es rey, porque tiene «las llaves de la muerte y del infierno » (Ap 1, 18). Y, en cuanto vencedor de la muerte, del infierno y de satanás, es «el príncipe de los reyes de la tierra» (Ap 1, 5). En efecto, todas las cosas terrenas están inevitablemente sujetas a la muerte. En cambio, aquel que tiene las llaves de la muerte abre a toda la humanidad las perspectivas de la vida inmortal. Él es el alfa y la omega, el principio y el culmen de toda la creación (cf. Ap 1, 8), de modo que cada generación puede repetir: bendito su reino que llega (cf. Mc 11, 10).
5. Amadísimos hermanos y hermanas, la liturgia de hoy nos recuerda que la verdad sobre Cristo Rey constituye el cumplimiento de las profecías de la antigua alianza. El profeta Daniel anuncia la venida del Hijo del hombre, a quien dieron «poder real, gloria y dominio; todos los pueblos, naciones y lenguas lo respetarán. Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin» (Dn 7, 14). Sabemos bien que todo esto encontró su perfecto cumplimiento en Cristo, en su Pascua de muerte y de resurrección.
La solemnidad de Cristo, Rey del universo, nos invita a repetir con fe la invocación del Padre nuestro, que Jesús mismo nos enseñó: «Venga tu reino».
¡Venga tu reino, Señor! «Reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz» (Prefacio). Amén.
Homilía (26-11-2000): Realeza manifestada en la cruz
domingo 26 de noviembre de 20001. "Tú lo dices: soy Rey" (Jn 18, 37).
Así respondió Jesús a Pilato en un dramático diálogo, que el evangelio nos hace escuchar nuevamente en la solemnidad de Cristo, Rey del universo. Esta fiesta, situada al final del año litúrgico, nos presenta a Jesús, Verbo eterno del Padre, como principio y fin de toda la creación, como Redentor del hombre y Señor de la historia. En la primera lectura el profeta Daniel afirma: "Su dominio es eterno y no pasa, su reino no tendrá fin" (Dn 7, 14).
¡Sí, Cristo, tú eres Rey! Tu realeza se manifiesta paradójicamente en la cruz, en la obediencia al designio del Padre, "que -como escribe el apóstol san Pablo- nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados" (Col 1, 13-14). Primogénito de los que resucitan de entre los muertos, tú, Jesús, eres el Rey de la humanidad nueva, a la que has restituido su dignidad originaria.
¡Tú eres Rey! Pero tu reino no es de este mundo (cf. Jn 18, 36); no es fruto de conquistas bélicas, de dominaciones políticas, de imperios económicos, de hegemonías culturales. Tu reino es un "reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz" (cf. Prefacio de Jesucristo, Rey del universo), que se manifestará en su plenitud al final de los tiempos, cuando Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). La Iglesia, que ya en la tierra puede gustar las primicias del cumplimiento futuro, no deja de repetir: "¡Venga tu reino!", "Adveniat regnum tuum!" (Mt 6, 10).
2. ¡Venga tu reino! Así rezan, en todas las partes del mundo, los fieles que se reúnen hoy en torno a sus pastores para el jubileo del apostolado de los laicos. Y yo me uno con alegría a este coro universal de alabanza y oración, celebrando con vosotros, queridos fieles, la santa misa junto a la tumba del apóstol san Pedro. [...] Al contemplaros, pienso también en todos los miembros de comunidades, asociaciones y movimientos de acción apostólica; pienso en los padres y en las madres que, con generosidad y espíritu de sacrificio, cuidan la educación de sus hijos con la práctica de las virtudes humanas y cristianas; pienso en cuantos brindan a la evangelización la contribución de sus sufrimientos, aceptados y vividos en unión con Cristo.
3. [...] Amadísimos hermanos y hermanas, vuestro apostolado hoy es más indispensable que nunca para que el Evangelio sea luz, sal y levadura de una nueva humanidad.
4. Pero ¿qué implica esta misión? ¿Qué significa ser cristianos hoy, aquí y ahora?
Ser cristianos jamás ha sido fácil, y tampoco lo es hoy. Seguir a Cristo exige valentía para hacer opciones radicales, a menudo yendo contra corriente. "¡Nosotros somos Cristo!", exclamaba san Agustín. Los mártires y los testigos de la fe de ayer y de hoy, entre los cuales se cuentan numerosos fieles laicos, demuestran que, si es necesario, ni siquiera hay que dudar en dar la vida por Jesucristo.
A este propósito, el jubileo invita a todos a un serio examen de conciencia y a una continua renovación espiritual, para realizar una acción misionera cada vez más eficaz. Quisiera citar aquí las palabras que, hace ya veinticinco años, casi al término del Año santo de 1975, mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, escribió en la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (...), o si escucha a los maestros es porque son testigos" (n. 41).
Esas palabras tienen validez también hoy para una humanidad rica en potencialidades y expectativas, pero amenazada por múltiples insidias y peligros. Basta pensar, entre otras cosas, en las conquistas sociales y en la revolución en el campo genético; en el progreso económico y en el subdesarrollo existente en vastas áreas del planeta; en el drama del hambre en el mundo y en las dificultades existentes para tutelar la paz; en la extensa red de las comunicaciones y en los dramas de la soledad y de la violencia que registra la crónica diaria.
Amadísimos hermanos y hermanas, como testigos de Cristo, estáis llamados, especialmente vosotros, a llevar la luz del Evangelio a los sectores vitales de la sociedad. Estáis llamados a ser profetas de la esperanza cristiana y apóstoles de aquel "que es y era y viene, el Omnipotente" (Ap 1, 4).
5. "La santidad es el adorno de tu casa" (Sal 92, 5). Con estas palabras nos hemos dirigido a Dios en el Salmo responsorial. La santidad sigue siendo para los creyentes el mayor desafío. Debemos estar agradecidos al concilio Vaticano II, que nos recordó que todos los cristianos están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad.
Queridos hermanos, no tengáis miedo de aceptar este desafío: ser hombres y mujeres santos. No olvidéis que los frutos del apostolado dependen de la profundidad de la vida espiritual, de la intensidad de la oración, de una formación constante y de una adhesión sincera a las directrices de la Iglesia. Os repito hoy a vosotros lo que dije a los jóvenes durante la reciente Jornada mundial de la juventud: si sois lo que debéis ser, es decir, si vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo.
Os esperan tareas y metas que pueden pareceros desproporcionadas a las fuerzas humanas. No os desaniméis. "El que comenzó entre vosotros la obra buena, la llevará adelante" (Flp 1, 6). Mantened siempre fija la mirada en Jesús. Haced de él el corazón del mundo.
Y tú, María, Madre del Redentor, su primera y perfecta discípula, ayúdanos a ser sus testigos en el nuevo milenio. Haz que tu Hijo, Rey del universo y de la historia, reine en nuestra vida, en nuestras comunidades y en el mundo entero.
"¡Alabanza y honor a ti, oh Cristo!". Con tu cruz has redimido el mundo. Te encomendamos, al comienzo del nuevo milenio, nuestro compromiso de servir a este mundo que tú amas y que también nosotros amamos. Sostennos con la fuerza de tu gracia. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (26-11-2006): ¿Cuál es la misión de este Rey?
domingo 26 de noviembre de 2006En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo.
El evangelio de hoy nos propone de nuevo una parte del dramático interrogatorio al que Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron con la acusación de que había usurpado el título de "rey de los judíos". A las preguntas del gobernador romano, Jesús respondió afirmando que sí era rey, pero no de este mundo (cf. Jn 18, 36). No vino a dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: "Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz" (Jn 18, 37).
Pero ¿cuál es la "verdad" que Cristo vino a testimoniar en el mundo? Toda su existencia revela que Dios es amor: por tanto, esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el "trono" desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del "príncipe de este mundo" (Jn 12, 31) e instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la muerte, sean sometidos (cf. 1 Co 15, 25-26). Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y finalmente Dios será "todo en todos" (1 Co 15, 28). El camino para llegar a esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar de Dios; este es su proyecto de salvación, un "misterio" en el sentido bíblico del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.
A la realeza de Cristo está asociada de modo singularísimo la Virgen María. A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo su "sí" incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la coronó Reina del cielo y de la tierra. A su intercesión encomendamos la Iglesia y toda la humanidad, para que el amor de Dios reine en todos los corazones y se realice su designio de justicia y de paz.
Ángelus (22-11-2009): ¿En qué consiste el "poder" de este Rey?
domingo 22 de noviembre de 2009En este último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo, una fiesta de institución relativamente reciente, pero que tiene profundas raíces bíblicas y teológicas. El título de "rey", referido a Jesús, es muy importante en los Evangelios y permite dar una lectura completa de su figura y de su misión de salvación. Se puede observar una progresión al respecto: se parte de la expresión "rey de Israel" y se llega a la de rey universal, Señor del cosmos y de la historia; por lo tanto, mucho más allá de las expectativas del pueblo judío. En el centro de este itinerario de revelación de la realeza de Jesucristo está, una vez más, el misterio de su muerte y resurrección. Cuando crucificaron a Jesús, los sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: "Es el rey de Israel: que baje ahora de la cruz y creeremos en él" (Mt 27, 42). En realidad, precisamente porque era el Hijo de Dios, Jesús se entregó libremente a su pasión, y la cruz es el signo paradójico de su realeza, que consiste en la voluntad de amor de Dios Padre por encima de la desobediencia del pecado. Precisamente ofreciéndose a sí mismo en el sacrificio de expiación Jesús se convierte en el Rey del universo, como declarará él mismo al aparecerse a los Apóstoles después de la resurrección: "Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra." (Mt 28, 18).
Pero, ¿en qué consiste el "poder" de Jesucristo Rey? No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa. Este Reino de la gracia nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad. Cristo vino "para dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37) —como declaró ante Pilato—: quien acoge su testimonio se pone bajo su "bandera", según la imagen que gustaba a san Ignacio de Loyola. Por lo tanto, es necesario —esto sí— que cada conciencia elija: ¿a quién quiero seguir? ¿A Dios o al maligno? ¿La verdad o la mentira? Elegir a Cristo no garantiza el éxito según los criterios del mundo, pero asegura la paz y la alegría que sólo él puede dar. Lo demuestra, en todas las épocas, la experiencia de muchos hombres y mujeres que, en nombre de Cristo, en nombre de la verdad y de la justicia, han sabido oponerse a los halagos de los poderes terrenos con sus diversas máscaras, hasta sellar su fidelidad con el martirio.
Queridos hermanos y hermanas, cuando el ángel Gabriel llevó el anuncio a María, le predijo que su Hijo heredaría el trono de David y reinaría para siempre (cf. Lc 1, 32-33). Y la Virgen santísima creyó antes de darlo al mundo. Sin duda se preguntó qué nuevo tipo de realeza sería la de Jesús, y lo comprendió escuchando sus palabras y sobre todo participando íntimamente en el misterio de su muerte en la cruz y de su resurrección. Pidamos a María que nos ayude también a nosotros a seguir a Jesús, nuestro Rey, como hizo ella, y a dar testimonio de él con toda nuestra existencia.
Homilía (25-11-2012): La última meta de la historia
domingo 25 de noviembre de 2012[...] 2. En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al Señor Jesús como Rey del universo. Nos llama a dirigir la mirada al futuro, o mejor aún en profundidad, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Cuando fue creado el mundo, al comienzo, él estaba con el Padre, y manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres. Las tres lecturas de hoy nos hablan de este reino. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, sacado del Evangelio de san Juan, Jesús se encuentra en la situación humillante de acusado, frente al poder romano. Ha sido arrestado, insultado, escarnecido, y ahora sus enemigos esperan conseguir que sea condenado al suplicio de la cruz. Lo han presentado ante Pilato como uno que aspira al poder político, como el sedicioso rey de los judíos. El procurador romano indaga y pregunta a Jesús: «¿Eres tú el rey de los judíos?» (Jn 18,33). Jesús, respondiendo a esta pregunta, aclara la naturaleza de su reino y de su mismo mesianismo, que no es poder mundano, sino amor que sirve; afirma que su reino no se ha de confundir en absoluto con ningún reino político: «Mi reino no es de este mundo ... no es de aquí» (v. 36).
3. Está claro que Jesús no tiene ninguna ambición política. Tras la multiplicación de los panes, la gente, entusiasmada por el milagro, quería hacerlo rey, para derrocar el poder romano y establecer así un nuevo reino político, que sería considerado como el reino de Dios tan esperado. Pero Jesús sabe que el reino de Dios es de otro tipo, no se basa en las armas y la violencia. Y es precisamente la multiplicación de los panes la que se convierte, por una parte, en signo de su mesianismo, pero, por otra, en un punto de inflexión de su actividad: desde aquel momento el camino hacia la Cruz se hace cada vez más claro; allí, en el supremo acto de amor, resplandecerá el reino prometido, el reino de Dios. Pero la gente no comprende, están defraudados, y Jesús se retira solo al monte a rezar, a hablar con el Padre (cf. Jn 6,1-15). En la narración de la pasión vemos cómo también los discípulos, a pesar de haber compartido la vida con Jesús y escuchado sus palabras, pensaban en un reino político, instaurado además con la ayuda de la fuerza. En Getsemaní, Pedro había desenvainado su espada y comenzó a luchar, pero Jesús lo detuvo (cf. Jn 18,10-11). No quiere que se le defienda con las armas, sino que quiere cumplir la voluntad del Padre hasta el final y establecer su reino, no con las armas y la violencia, sino con la aparente debilidad del amor que da la vida. El reino de Dios es un reino completamente distinto a los de la tierra.
4. Y es esta la razón de que un hombre de poder como Pilato se quede sorprendido delante de un hombre indefenso, frágil y humillado, como Jesús; sorprendido porque siente hablar de un reino, de servidores. Y hace una pregunta que le parecería una paradoja: «Entonces, ¿tú eres rey?». ¿Qué clase de rey puede ser un hombre que está en esas condiciones? Pero Jesús responde de manera afirmativa: «Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (18,37). Jesús habla de rey, de reino, pero no se refiere al dominio, sino a la verdad. Pilato no comprende: ¿Puede existir un poder que no se obtenga con medios humanos? ¿Un poder que no responda a la lógica del dominio y la fuerza? Jesús ha venido para revelar y traer una nueva realeza, la de Dios; ha venido para dar testimonio de la verdad de un Dios que es amor (cf. 1Jn 4,8-16) y que quiere establecer un reino de justicia, de amor y de paz (cf. Prefacio). Quien está abierto al amor, escucha este testimonio y lo acepta con fe, para entrar en el reino de Dios.
5. Esta perspectiva la volvemos a encontrar en la primera lectura que hemos escuchado. El profeta Daniel predice el poder de un personaje misterioso que está entre el cielo y la tierra: «Vi venir una especie de hijo de hombre entre las nubes del cielo. Avanzó hacia el anciano y llegó hasta su presencia. A él se le dio poder, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su poder es un poder eterno, no cesará. Su reino no acabará» (7,13-14). Se trata de palabras que anuncian un rey que domina de mar a mar y hasta los confines de la tierra, con un poder absoluto que nunca será destruido. Esta visión del profeta, una visión mesiánica, se ilumina y realiza en Cristo: el poder del verdadero Mesías, poder que no tiene ocaso y que no será nunca destruido, no es el de los reinos de la tierra que surgen y caen, sino el de la verdad y el amor. Así comprendemos que la realeza anunciada por Jesús de palabra y revelada de modo claro y explícito ante el Procurador romano, es la realeza de la verdad, la única que da a todas las cosas su luz y su grandeza.
6. En la segunda lectura, el autor del Apocalipsis afirma que también nosotros participamos de la realeza de Cristo. En la aclamación dirigida a aquel «que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre» declara que él «nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (1,5-6). También aquí aparece claro que no se trata de un reino político sino de uno fundado sobre la relación con Dios, con la verdad. Con su sacrificio, Jesús nos ha abierto el camino para una relación profunda con Dios: en él hemos sido hechos verdaderos hijos adoptivos, hemos sido hechos partícipes de su realeza sobre el mundo. Ser, pues, discípulos de Jesús significa no dejarse cautivar por la lógica mundana del poder, sino llevar al mundo la luz de la verdad y el amor de Dios. El autor del Apocalipsis amplia su mirada hasta la segunda venida de Cristo para juzgar a los hombres y establecer para siempre el reino divino, y nos recuerda que la conversión, como respuesta a la gracia divina, es la condición para la instauración de este reino (cf. 1,7). Se trata de una invitación apremiante que se dirige a todos y cada uno de nosotros: convertirse continuamente en nuestra vida al reino de Dios, al señorío de Dios, de la verdad. Lo invocamos cada día en la oración del «Padre nuestro» con la palabras «Venga a nosotros tu reino», que es como decirle a Jesús: Señor que seamos tuyos, vive en nosotros, reúne a la humanidad dispersa y sufriente, para que en ti todo sea sometido al Padre de la misericordia y el amor.
7. [...] a vosotros se os ha confiado esta ardua responsabilidad: dar testimonio del reino de Dios, de la verdad. Esto significa resaltar siempre la prioridad de Dios y su voluntad frente a los intereses del mundo y sus potencias. Sed imitadores de Jesús, el cual, ante Pilato, en la situación humillante descrita en el Evangelio, manifestó su gloria: la de amar hasta el extremo, dando la propia vida por las personas que amaba. Ésta es la revelación del reino de Jesús. Y por esto, con un solo corazón y una misma alma, rezamos: «Adveniat regnum tuum». Amén.
Ángelus (25-11-2012): Hacer crecer su Reino
domingo 25 de noviembre de 2012Hoy la Iglesia celebra a Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Esta solemnidad si sitúa al término del año litúrgico y resume el misterio de Jesús, «primogénito de los muertos y dominador de todos los poderosos de la tierra» (Oración Colecta Año b), ampliando nuestra mirada hacia la plena realización del Reino de Dios, cuando Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28). San Cirilo de Jerusalén afirma: «Nosotros anunciamos no sólo la primera venida de Cristo, sino también una segunda mucho más bella que la primera. La primera de hecho fue una manifestación de padecimiento, la segunda lleva la diadema de la realeza divina; ...en la primera fue sometido a la humillación de la cruz, en la segunda es circundado y glorificado por una corte de ángeles» (Catequesis XV, 1 Illuminandorum, De secundo Christi adventu: PG 33, 869 a). Toda la misión de Jesús y el contenido de su mensaje consiste en anunciar el Reino de Dios y realizarlo en medio de los hombres con signos y prodigios. «Pero —como recuerda el Concilio Vaticano II—, ante todo, el Reino se manifiesta en la persona misma de Cristo» (Const. dogm. Lumen gentium, 5), que lo ha instaurado mediante su muerte en la cruz y su resurrección, manifestándose así como Señor y Mesías y Sacerdote por la eternidad.
Este Reino de Cristo ha sido confiado a la Iglesia, que de él es «germen» y «principio» y tiene la misión de anunciarlo y difundirlo entre todos los pueblos, con la fuerza del Espíritu Santo (cf. ibid.). Al término del tiempo establecido, el Señor entregará a Dios Padre el Reino y le presentará a cuantos vivieron según el mandamiento del amor.
Queridos amigos: todos nosotros estamos llamados a prolongar la obra salvífica de Dios convirtiéndonos al Evangelio, poniéndonos decididamente a seguir al Rey que no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar testimonio de la verdad (cf. Mc 10, 45; Jn 18, 37). En esta perspectiva invito a todos a orar por los seis nuevos cardenales que ayer creé, a fin de que el Espíritu Santo les fortalezca en la fe y en la caridad y les colme de sus dones, de forma que vivan su nueva responsabilidad como una ulterior dedicación a Cristo y a su reino. Estos nuevos miembros del Colegio cardenalicio representan la dimensión universal de la Iglesia: son pastores de Iglesias en Líbano, India, Nigeria, Colombia, Filipinas, y uno por largo tiempo al servicio de la Santa Sede.
Invoquemos la protección de María Santísima sobre cada uno de ellos y sobre los fieles encomendados a su servicio. Que la Virgen nos ayude a todos a vivir el tiempo presente en espera del retorno del Señor, pidiendo con fuerza a Dios: «Venga tu Reino», y realizando las obras de luz que nos acercan cada vez más al Cielo, conscientes de que, en los atormentados acontecimientos de la historia, Dios continúa construyendo su Reino de amor.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico (25-11-2012): El Señor reina
domingo 25 de noviembre de 2012En el último domingo del tiempo Ordinario, solemnidad de Jesucristo Rey del universo, el evangelio de Marcos es sustituido una vez más por el de san Jn (18,33-37).
Es aleccionador que todo el año litúrgico desemboque en esta fiesta: al final Cristo lo será todo en todos. Cristo, a quien hemos contemplado humillado, despreciado, sufriente, lo vemos ahora vencedor; el sufrimiento fue pasajero, pero el triunfo y la gloria son definitivos: «Su poder es eterno, su reino no acabará». El mal, la muerte, el pecado han sido destruido por Él de una vez por todas y ya permanece para toda la eternidad no sólo glorificado, sino Dueño y Señor de todo. Nada escapa a su dominio absoluto de Rey del Universo. Y aunque el presente parezca tener fuerza aún el mal, es sólo en la medida en que Él lo permite, pues está bajo su control. «El Señor reina... así está firme el orbe y no vacila». Esta fe inconmovible en el señorío de Cristo es condición necesaria para una vida auténticamente cristiana.
Pero Cristo tiene una manera de reinar muy peculiar. No humilla, no pisotea. Al contrario, al que acoge su reinado le convierte en rey, le hace partícipe de su reinado. «Nos ha convertido en un reino». El que deja que Cristo reina en su vida es él mismo enaltecido, constituido señor sobre el mal y el pecado, sobre la muerte. El que acoge con fe a Cristo Rey no es dominado ni vencido por nada ni por nadie; aunque le quiten la vida del cuerpo, será siempre un vencedor (Ap 2,7).
El reino de Cristo no es de este mundo, sigue otra lógica. A ningún rey de este mundo se le ocurriría dejarse matar para reinar o para vencer. Pero Cristo reina en la cruz y precisamente en cuanto crucificado. Todo su influjo como Señor de la historia y Rey del Universo viene de la cruz. Es su sangre vertida por amor la que ha vencido el mal en todas sus manifestaciones.