Domingo XXXI Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 4 marzo, 2016 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Dt 6, 2-6: Escucha, Israel: Amarás al Señor con todo el corazón
Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab: Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza
Heb 7, 23-28: Como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa
Mc 12, 28b-34: No estás lejos del reino de Dios
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (04-11-1979): Un madamiento para vivir
domingo 4 de noviembre de 1979[...] Cristo dice: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él..." (Jn 14, 23). En el centro mismo de la enseñanza de Cristo se halla el gran mandamiento del amor.
Este mandamiento ya fue inscrito en la tradición del Antiguo Testamento, como lo testimonia la primera lectura de hoy, tomada del libro del Deuteronomio.
Cuando el Señor Jesús responde a la pregunta de uno de los escribas, se remonta a esta redacción de la Ley divina, revelada en la Antigua Alianza:
"¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?
El primero es... amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.
El segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Mayor que éstos no hay mandamiento alguno" (Mc 12, 28-31).
Ese interlocutor a quien evoca San Marcos, aceptó con reflexión la respuesta de Cristo. La aceptó con aprobación profunda. Es necesario que también nosotros reflexionemos brevemente sobre este "mandamiento más grande", para poderlo aceptar de nuevo con plena aprobación y con profunda convicción. Ante todo, Cristo difunde el primado del amor en la vida y en la vocación del hombre. La vocación mayor del hombre es la llamada al amor. El amor da incluso el significado definitivo a la vida humana. Es la condición esencial de la dignidad del hombre, la prueba de la nobleza de su alma. San Pablo dirá que es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14). Es lo más grande en la vida del hombre, porque —el verdadero amor— lleva en sí la dimensión de la eternidad. Es inmortal: "La caridad no pasa jamás", leemos en la Carta primera a los Corintios (1 Cor 13, 8). El hombre muere por lo que se refiere al cuerpo, porque éste es el destino de cada uno sobre la tierra, pero esta muerte no daña al amor que ha madurado en su vida. Ciertamente permanece, sobre todo para dar testimonio del hombre ante Dios, que es amor. Designa el puesto del hombre en el Reino de Dios; en el orden de la comunión de los santos. El Señor Jesús dice en el Evangelio de hoy a su interlocutor, viendo que comprende el primado del amor entre los mandamientos: "No estás lejos del Reino de Dios" (Mc 12, 34).
Son dos los mandamientos del amor, como afirma expresamente el Maestro en su respuesta, pero el amor es uno solo. Uno e idéntico, abraza a Dios y al prójimo. A Dios: sobre todas las cosas, porque está sobre todo. Al prójimo: con la medida del hombre y, por lo tanto, "como a sí mismo".
Estos "dos amores" están tan estrechamente unidos entre sí, que el uno no puede existir sin el otro. Lo dice San Juan en otro lugar: "El que no ama a su hermano, a quien ve, no es posible que ame a Dios, a quien no ve" (1 Jn 4, 20). Por lo tanto, no se puede separar un amor del otro. El verdadero amor al hombre, al prójimo, por lo mismo que es amor verdadero, es, a la vez, amor a Dios. Esto puede sorprender a alguno. Ciertamente sorprende. Cuando el Señor Jesús presenta a sus oyentes la visión del juicio final, referida en el Evangelio de San Mateo, dice: "Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme" (Mt 25, 35-36).
Entonces los que escuchan estas palabras se sorprenden, porque oímos que preguntan: "Señor, ¿cuándo te hemos hecho todo esto?". Y la respuesta es: "En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno solo de mis hermanos más pequeños —esto es, a vuestro prójimo, a uno de los hombres—, a mí me lo hicisteis" (cf. Mt 25, 37. 40).
Esta verdad es muy importante para toda nuestra vida y para nuestro comportamiento. Es particularmente importante para quienes tratan de amar a los hombres, pero "no saben si aman a Dios", o, desde luego, declaran no "saber" amarlo. Es fácil explicar esta dificultad, cuando se considera toda la naturaleza del hombre, toda su sicología. De algún modo al hombre le resulta más fácil amar lo que ve, que lo que no ve (cf. 1 Jn 4, 20).
Sin embargo, el hombre está llamado —y está llamado con gran firmeza, lo atestiguan las palabras del Señor Jesús— a amar a Dios, al amor que está sobre todas las cosas. Si hacemos una reflexión sobre este mandamiento, sobre el significado de las palabras escritas ya en el Antiguo Testamento y repetidas con tanta determinación por Cristo, debemos reconocer que nos dicen mucho del hombre mismo. Descubren la más profunda y, a la vez, definitiva perspectiva de su ser, de su humanidad. Si Cristo asigna al hombre como un deber este amor, a saber, el amor de Dios a quien él, el hombre, no ve, esto quiere decir que el corazón humano esconde en sí la capacidad de este amor, que el corazón humano es creado "a medida de este amor". ¿No es acaso ésta la primera verdad sobre el hombre, es decir, que él es la imagen y semejanza de Dios mismo? ¿No habla San Agustín del corazón humano que está inquieto hasta que descansa en Dios?
Así, pues, el mandamiento del amor de Dios sobre todas las cosas descubre una escala de las posibilidades interiores del hombre. Esta no es una escala abstracta. Ha sido reafirmada y encuentra constantemente confirmación por parte de todos los hombres que toman en serio su fe, el hecho de ser cristianos. Sin embargo, no faltan los hombres que han confirmado heroicamente esta escala de las posibilidades interiores del hombre.
En nuestra época nos encontramos con una crítica, frecuentemente radical. de la religión, con una crítica de la cristiandad. Y entonces también este "mandamiento más grande" resulta víctima del análisis destructivo. Si se libra de esta crítica e incluso generalmente se aprueba el amor al hombre, se rechaza, en cambio, por varios motivos, el amor de Dios. Con frecuencia esto se hace simplemente como expresión atea de la visión del mundo.
En el contacto con esta crítica que se presenta de diversas formas, ya sea sistemáticamente, ya de manera circulante, es necesario ponderar al menos sus consecuencias en el hombre mismo. Efectivamente, si Cristo, mediante su mandamiento más grande, ha descubierto la escala plena de las posibilidades interiores del hombre, entonces debemos responder dentro de nosotros mismos a la pregunta: rechazando este mandamiento ¿acaso no empequeñecemos al hombre?
En este momento, es suficiente que me limite sólo a hacer esta pregunta
Lo que quiero desear... se expresa sobre todo en el ferviente anhelo de que el gran mandamiento del Evangelio sea el principio de la vida de cada uno de vosotros y de toda vuestra comunidad. Sin embargo, precisamente este mandamiento confiere el verdadero significado a vuestra vida. Vale la pena vivir y fatigarse cada día en su nombre. A su luz incluso el destino más gravoso: el sufrimiento, la invalidez, la misma muerte adquieren un valor. Cómo nos hablan de esto de manera espléndida las palabras del Salmo en la liturgia de hoy: "Yo te amo. Señor, tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, m libertador; Dios mío, peña mía, refugio mío..." (Sal 17 [18]. 1-3).
Deseo, pues, que en cada uno de vosotros y en todos se realicen las palabras de Cristo: "Sí alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada (Jn 14, 23). Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (04-11-2012): ¿Quién puede amar?
domingo 4 de noviembre de 2012El Evangelio de [hoy] (Mc 12, 28-34) nos vuelve a proponer la enseñanza de Jesús sobre el mandamiento más grande: el mandamiento del amor, que es doble: amar a Dios y amar al prójimo. Los santos, a quienes hace poco hemos celebrado todos juntos en una única fiesta solemne, son justamente los que, confiando en la gracia de Dios, buscan vivir según esta ley fundamental. En efecto, el mandamiento del amor lo puede poner en práctica plenamente quien vive en una relación profunda con Dios, precisamente como el niño se hace capaz de amar a partir de una buena relación con la madre y el padre. San Juan de Ávila, a quien hace poco proclamé Doctor de la Iglesia, escribe al inicio de su Tratado del amor de Dios: «La causa que más mueve al corazón con el amor de Dios es considerar el amor que nos tiene este Señor... —dice—. Más mueve al corazón el amor que los beneficios; porque el que hace a otro beneficio, dale algo de lo que tiene: más el que ama da a sí mismo con lo que tiene, sin que le quede nada por dar» (n. 1). Antes que un mandato —el amor no es un mandato— es un don, una realidad que Dios nos hace conocer y experimentar, de forma que, como una semilla, pueda germinar también dentro de nosotros y desarrollarse en nuestra vida.
Si el amor de Dios ha echado raíces profundas en una persona, ésta es capaz de amar también a quien no lo merece, como precisamente hace Dios respecto a nosotros. El padre y la madre no aman a sus hijos sólo cuando lo merecen: les aman siempre, aunque naturalmente les señalan cuándo se equivocan. De Dios aprendemos a querer siempre y sólo el bien y jamás el mal. Aprendemos a mirar al otro no sólo con nuestros ojos, sino con la mirada de Dios, que es la mirada de Jesucristo. Una mirada que parte del corazón y no se queda en la superficie; va más allá de las apariencias y logra percibir las esperanzas más profundas del otro: esperanzas de ser escuchado, de una atención gratuita; en una palabra: de amor. Pero se da también el recorrido inverso: que abriéndome al otro tal como es, saliéndole al encuentro, haciéndome disponible, me abro también a conocer a Dios, a sentir que Él existe y es bueno. Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables y se encuentran en relación recíproca. Jesús no inventó ni el uno ni el otro, sino que reveló que, en el fondo, son un único mandamiento, y lo hizo no sólo con la palabra, sino sobre todo con su testimonio: la persona misma de Jesús y todo su misterio encarnan la unidad del amor a Dios y al prójimo, como los dos brazos de la Cruz, vertical y horizontal. En la Eucaristía Él nos dona este doble amor, donándose Él mismo, a fin de que, alimentados de este Pan, nos amemos los unos a los otros como Él nos amó.
Queridos amigos: por intercesión de la Virgen María oremos para que cada cristiano sepa mostrar su fe en el único Dios verdadero con un testimonio límpido de amor al prójimo.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Mc 12,28-34
Los evangelios de los domingos 31o-33o nos presentan a Jesús ya en Jerusalén, donde se va a revelar como Juez y Señor del templo. Sin embargo, de esos capítulos llenos de polémicas sólo se toman dos textos con actitudes positivas, y por tanto modélicas para el discípulo.
El primero de ellos (domingo trigésimo primero) nos presenta a un escriba a quien Jesús declara que no está lejos del Reino de Dios (12,28-34). Obedeciendo a la voluntad de Dios revelada por Moisés (1a lectura: Dt 6,2-6) sintoniza con lo nuclear del mensaje de Jesús. La esencia de éste une inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. Y este doble amor constituye la base del culto verdadero y perfecto.
Con todo el corazón
«Amarás al Señor». Este es el mandamiento primero y principal. De nada servirá cumplir todos los demás mandamientos sin cumplir este. El amor al Señor da sentido y valor a cada mandamiento, a cada acto de fidelidad. Para esto hemos sido creados, para amar a Dios. Y sólo este amor da sentido a nuestra vida, sólo Él nos puede hacer felices, sólo Él hace que nos vaya bien. Pues el amor a Dios no es una simple obligación, sino una necesidad, una tendencia espontánea al experimentar que «Él nos amó primero» (1Jn 4,16).
«Con todo el ser». Precisamente porque el amor de Dios a nosotros ha sido y es sin medida (cfr. Ef 3,19), el nuestro para con él no puede ser a ratos o en parte. No importa que seamos poca cosa y limitados; la autenticidad de nuestro amor se manifiesta en que es total, en que no se reserve nada: todo nuestro tiempo, todas nuestras energías y capacidades, todos nuestro bienes... Al Dios que es único le corresponde la totalidad de nuestro ser.
«Como a ti mismo». No es difícil entender cómo ha de ser nuestro amor al prójimo. Basta observar cómo nos amamos a nosotros mismos... y comparar. Podemos y debemos amar al prójimo como a nosotros mismos porque forma parte de nosotros mismos, porque no nos es ajeno. «No hay judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Gracias a Cristo, el prójimo ha dejado de ser un extraño.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Las lecturas primera y tercera nos hablan del amor a Dios y al prójimo. En la segunda lectura se nos expone la supremacía del sacerdocio de Cristo sobre el del Antiguo Testamento: es un sacerdocio santo y eterno. Nuestro amor a Dios sobre todas las cosas y, por amor a Dios, el amor a nuestros hermanos, constituyen insoslayablemente el signo fundamental de nuestra autenticidad cristiana.
?Deuteronomio 6,2-6: Escucha, Israel: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón. Toda la historia de la salvación es fruto de una iniciativa de amor divino, que nos exige, a su vez, una correspondencia plena de amor filial. El tema del amor de Dios es en el Antiguo Testamento fundamental, y en el Deuteronomio, concretamente, es característico y hasta exclusivo. Oigamos a San León Magno, que trata del hambre y sed que hemos de tener de Dios:
«Ninguna cosa temporal apetece esta hambre, ni ninguna cosa terrena anhela esta sed, sino que desea saciarse del bien de la justicia y, de modo oculto a la mirada de todos, desea llenarse del mismo Señor. Dichoso aquel que ambiciona esta comida y está ávida de esta bebida, pues no la desearía si no hubiese gustado ya esta suavidad. Al escuchar al espíritu profético, que le dice: ?gustad y ved qué bueno es el Señor? (Sal 33,9), recibe ya una porción de la dulzura celestial, y se inflama del amor del casto placer, de modo que, abandonando todas las cosas temporales, anhela con todo su afecto comer y beber la justicia, y abraza la verdad del primer mandamiento, que dice: ?amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas? (DDT 6,5; Mt 22, 37); porque amar la justicia no es otra cosa que amar a Dios. Y, puesto que al amor de Dios se une el cuidado del prójimo, a este deseo se añade la virtud de la misericordia» (Sermón 95).
?Con el Salmo 17 confesamos ese ardiente amor al Señor: «Yo te amo, tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, mi peña, mi refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte». Él es todo eso para nosotros, y por eso lo alabamos y le damos gracias.
?Hebreos 7,23-28: Como Cristo permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no acaba. Como Hijo muy amado, el Corazón de Jesucristo, Sacerdote y Mediador, nos enseñó el amor al Padre y a nosotros, sus hermanos, hasta el sacrificio total de sí mismo. Enseña San Fulgencio de Ruspe:
«Él es quien en sí mismo posee todo lo que es necesario para que se efectúe la redención, es decir, Él mismo es el sacerdote y el sacrificio. Él mismo, Dios y el templo, es el sacerdocio por cuyo medio nos reconciliamos; el sacrificio que nos reconcilia; el templo en que nos reconciliamos; el Dios con quien nos hemos reconciliado. Ten, pues, como absolutamente seguro y no dudes en modo alguno, que el mismo Dios unigénito, Verbo hecho carne, se ofreció por nosotros a Dios en olor de suavidad como sacrificio y hostia; el mismo en cuyo honor, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, los patriarcas, profetas y sacerdotes ofrecían en tiempo del Antiguo Testamento sacrificios de animales; y a quien ahora, o sea en el tiempo del Testamento Nuevo, en unidad con el Padre y el Espíritu Santo, con quienes comparte la misma y única divinidad, la santa Iglesia católica, no deja nunca de ofrecer por todo el universo de la tierra el sacrificio del Pan y el Vino, con fe y caridad? (Sobre la fe 22).
?Marcos 12,28-34: Éste es el primer mandamiento. El segundo le es semejante. Como Hombre de Dios, el Corazón de Jesucristo nos ha enseñado la síntesis integradora del amor a Dios, evidenciado en el amor semejante a nuestros hermanos. Con dos testimonios del Antiguo Testamento (Dt 6,4-5; Lev 19-18), Jesucristo propone su revelación sobre el amor, presentando el amor como el fundamento de toda su revelación y como el camino esencial de su Evangelio. El precepto del amor resume todos los preceptos, porque «el amor es la plenitud de la ley» (Rom 13,9-10).
El Evangelio es esencialmente revelación de la caridad. En él se proclama todo el dinamismo de la caridad salvífica del misterio de la Encarnación del Verbo. En su origen: caridad trinitaria (Padre, Jn 3,16; Hijo, Gal 2,20; Espíritu Santo, Rom 5,5). En su dinamismo interno: urgencia suprema de la caridad (el mayor y primer mandamiento; Mt 22,38). En sus urgencias concomitantes (un mandamiento nuevo; Jn 13,34-35).