Domingo XXIX Tiempo Ordinario (Ciclo B) – Homilías
/ 6 octubre, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
Is 53, 10-11: Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años
Sal 32, 4-5. 18-19. 20 y 22: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti.
Heb 4, 14-16: Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia
Mc 10, 35-45: El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Homilía(18-10-2015): Ejercer la autoridad es servir
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo B)
Canonización de los beatos Vicente Grossi, María de la Inmaculada Concepción, Luis Martin y María Azelia Guérin
Sunday 18 de October de 2015
Las lecturas bíblicas de hoy nos hablan del servicio y nos llaman a seguir a Jesús a través de la vía de la humildad y de la cruz.
El profeta Isaías describe la figura del Siervo de Yahveh (53,10-11) y su misión de salvación. Se trata de un personaje que no ostenta una genealogía ilustre, es despreciado, evitado de todos, acostumbrado al sufrimiento. Uno del que no se conocen empresas grandiosas, ni célebres discursos, pero que cumple el plan de Dios con su presencia humilde y silenciosa y con su propio sufrimiento. Su misión, en efecto, se realiza con el sufrimiento, que le ayuda a comprender a los que sufren, a llevar el peso de las culpas de los demás y a expiarlas. La marginación y el sufrimiento del Siervo del Señor hasta la muerte, es tan fecundo que llega a rescatar y salvar a las muchedumbres.
Jesús es el Siervo del Señor: su vida y su muerte, bajo la forma total del servicio (cf. Flp 2,7), son la fuente de nuestra salvación y de la reconciliación de la humanidad con Dios. El kerigma, corazón del Evangelio, anuncia que las profecías del Siervo del Señor se han cumplido con su muerte y resurrección. La narración de san Marcos describe la escena de Jesús con los discípulos Santiago y Juan, los cuales –sostenidos por su madre– querían sentarse a su derecha y a su izquierda en el reino de Dios (cf. Mc 10,37), reclamando puestos de honor, según su visión jerárquica del reino. El planteamiento con el que se mueven estaba todavía contaminado por sueños de realización terrena. Jesús entonces produce una primera «convulsión» en esas convicciones de los discípulos haciendo referencia a su camino en esta tierra: «El cáliz que yo voy a beber lo beberéis ... pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo, sino que es para quienes está reservado» (vv. 39-40). Con la imagen del cáliz, les da la posibilidad de asociarse completamente a su destino de sufrimiento, pero sin garantizarles los puestos de honor que ambicionaban. Su respuesta es una invitación a seguirlo por la vía del amor y el servicio, rechazando la tentación mundana de querer sobresalir y mandar sobre los demás.
Frente a los que luchan por alcanzar el poder y el éxito, para hacerse ver, frente a los que quieren ser reconocidos por sus propios meritos y trabajos, los discípulos están llamados a hacer lo contrario. Por eso les advierte: «Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor» (vv. 42-43). Con estas palabras señala que en la comunidad cristiana el modelo de autoridad es el servicio. El que sirve a los demás y vive sin honores ejerce la verdadera autoridad en la Iglesia. Jesús nos invita a cambiar de mentalidad y a pasar del afán del poder al gozo de desaparecer y servir; a erradicar el instinto de dominio sobre los demás y vivir la virtud de la humildad.
Y después de haber presentado un ejemplo de lo que hay que evitar, se ofrece a sí mismo como ideal de referencia. En la actitud del Maestro la comunidad encuentra la motivación para una nueva concepción de la vida: «Porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (v. 45).
En la tradición bíblica, el Hijo del hombre es el que recibe de Dios «poder, honor y reino» (Dn 7,14). Jesús da un nuevo sentido a esta imagen y señala que él tiene el poder en cuanto siervo, el honor en cuanto que se abaja, la autoridad real en cuanto que está disponible al don total de la vida. En efecto, con su pasión y muerte él conquista el último puesto, alcanza su mayor grandeza con el servicio, y la entrega como don a su Iglesia.
Hay una incompatibilidad entre el modo de concebir el poder según los criterios mundanos y el servicio humilde que debería caracterizar a la autoridad según la enseñanza y el ejemplo de Jesús. Incompatibilidad entre las ambiciones, el carrerismo y el seguimiento de Cristo; incompatibilidad entre los honores, el éxito, la fama, los triunfos terrenos y la lógica de Cristo crucificado. En cambio, sí que hay compatibilidad entre Jesús «acostumbrado a sufrir» y nuestro sufrimiento. Nos lo recuerda la Carta a los Hebreos, que presenta a Cristo como el sumo sacerdote que comparte totalmente nuestra condición humana, menos el pecado: «No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado» (4,15). Jesús realiza esencialmente un sacerdocio de misericordia y de compasión. Ha experimentado directamente nuestras dificultades, conoce desde dentro nuestra condición humana; el no tener pecado no le impide entender a los pecadores. Su gloria no está en la ambición o la sed de dominio, sino en el amor a los hombres, en asumir y compartir su debilidad y ofrecerles la gracia que restaura, en acompañar con ternura infinita, acompañar su atormentado camino.
Cada uno de nosotros, en cuanto bautizado, participa del sacerdocio de Cristo; los fieles laicos del sacerdocio común, los sacerdotes del sacerdocio ministerial. Así, todos podemos recibir la caridad que brota de su Corazón abierto, tanto por nosotros como por los demás: llegando a ser «canales» de su amor, de su compasión, especialmente con los que sufren, los que están angustiados, los que han perdido la esperanza o están solos.
Los santos proclamados hoy sirvieron siempre a los hermanos con humildad y caridad extraordinaria, imitando así al divino Maestro...
El testimonio luminoso de estos nuevos santos nos estimulan a perseverar en el camino del servicio alegre a los hermanos, confiando en la ayuda de Dios y en la protección materna de María. Ahora, desde el cielo, velan sobre nosotros y nos sostienen con su poderosa intercesión.
Congregación para el Clero
Homilía
El Santo Padre Benedicto XVI, en la homilía del comienzo de su Pontificado, se dirigía a la Iglesia y al mundo entero, afirmando acerca de Cristo: «El no quita nada y lo da todo». El que puede afirmar, con Pedro, esta certeza –Él no quita nada y lo da todo- ha recibido un tesoro incomparable: ha encontrado la «perla preciosa» y el «tesoro escondido», de los cuales el mismo Señor habla en el Evangelio. Es un verdadero don de la gracia, que cada día es implorado y siempre recibido.
Es el mismo don que movió a los primeros discípulos a seguir al Señor, dejando a los seres queridos y las propias ocupaciones. Es el mismo don que recibieron también los Apóstoles, del cual habla el texto evangélico de este Domingo.
Ciertamente, Cristo no quita nada al hombre y le da todo. Pero no solo no lo priva de ningún bien para darle todo el bien –el sumo Bien que es su misma Persona- sino que, en cierto sentido, ni siquiera lo priva de su mal. El, que es el único Salvador, no resuelve las dificultades eliminándolas y tampoco «sustituyendo» al hombre, ni sacándolo «artificialmente» de las circunstancias dolorosas de la vida. Es verdad que Cristo salva al hombre del mal y de la perdición, salva al hombre de la muerte, con su Cruz, pero sin ahorrarle la saludable y espléndida «fatiga» que es su libertad, la saludable fatiga de la cual sólo la muerte podrá despojarnos.
A veces, el corazón parece cansado y quisiera liberarse y alcanzar enseguida el objeto de su deseo, con la impaciencia que les empuja a Santiago y a Juan en el Evangelio de hoy: «Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda (Mc 10,37). Con estas palabras, los hijos de Zebedeo querían pedir al Señor que les hiciera dar una especie de «salto», que les colocara automáticamente en lo más alto, en le primer lugar, ahorrándoles el peso del camino, como si este camino, con todas sus imprevistas circunstancias, constituyera un obstáculo para alcanzar la meta, algo que, en el fondo, el Señor pudiera ahorrarles.
Podríamos estar tentados de compartir la ira de los otros discípulos y mirar a Santiago y a Juan apenas con un poco de conmiseración, considerando su petición un «impulso juvenil», un residuo del «hombre viejo» –diría San Pablo- del cual aún debían despojarse. Pero sería una mirada apresurada y, con seguridad, no coincidiría con la mirada del Señor.
Él no los reprocha por la petición que han hecho, sino que los ayuda a llamarla con su verdadero nombre y, de este modo, endereza correctamente su deseo en la única dirección posible.
Con extremada delicadeza –la delicadeza propia de quien conoce y ama hasta la última fibra de nuestro ser-, Cristo llama por su nombre este deseo que mueve a los hijos de Zebedeo, como a los otros Apóstoles y a cada uno de nosotros, cuando dice: «El que quiera ser grande entre vosotros»... (Mc 10,44).
En verdad, Santiago y Juan no querían más que «ser grandes». Y habían reconocido que, si pretendían tener algún tipo de grandeza, no podrían encontrarlo más que al lado de esa Persona excepcional con la que compartían toda la vida y cada jornada. Si fuese posible alguna grandeza para el hombre, no podía ser más que al lado de Cristo: «Concédenos sentarnos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda».
Es auténtico este deseo de grandeza, pertenece al hombre en cuanto tal, es propio de cada uno, y no es censurándolo o reduciéndolo con la excusa de una humildad malentendida, que podrá ser resuelto. El hombre está hecho para ser grande; él es, por su naturaleza –enseña santo Tomas- «capax Dei», capaz de Dios, y no puede contentarse con nada que sea inferior a Dios mismo.
¿Cómo puede entonces encarar tal deseo, sin esconderlo y sin achicarlo? Sobre todo, confiándolo a Dios, porque es Él el quien ha hecho nuestro corazón. Y será Él quien nos responderá, quizás del modo más inesperado, pero ciertamente verdadero, encaminándonos en esas circunstancias de las que hubiésemos querido huir, que considerábamos un obstáculo para nuestra vida. De estas mismas y concretas circunstancias, Él no sólo no ha querido privarnos, sino que en ellas se ha hecho Presente, haciéndose hombre, y haciéndose continuamente Presente, enfrentándolas por nosotros y con nosotros desde dentro: «No tenemos, en efecto, un sumo sacerdote que no sepa compartir nuestras enfermedades, desde que Él mismo lo ha probado todo, a semejanza nuestra, menos el pecado» (Hebr, 4,15).
No se puede llegar a ser «servidores» por un desprecio moralístico de la grandeza, sino sólo por amor al único verdaderamente Grande, Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, que nos llama a compartir con Él toda la existencia, para compartir con Él su Reino. Él, que bebiendo hasta el fin el amargo cáliz de la Pasión, nos concede apoyar nuestros labios en él y, así, tener parte con Él.
Que María Santísima nos guíe por el camino de la auténtica Grandeza, Ella a quien todas las generaciones llamarán Bienaventurada. Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Servir y dar la vida
Fundación Gratis Date, Pamplona, 2004
El texto del domingo vigésimo noveno (10,35-45) es un ejemplo más del contraste entre la actitud de Jesús y la de los discípulos. Frente a la búsqueda de gloria humana por parte de los discípulos, Jesús aparece una vez más como el Siervo que da su vida en rescate por todos. Y su gloria consiste precisamente en justificar a una multitud inmensa «cargando con los crímenes de ellos» (1a lectura: Is 53,10-11). Para moderar las ansias de grandeza de los discípulos Jesús ante todo exhibe su conducta y su estilo; más que muchas explicaciones, les pone ante los ojos el camino que él mismo sigue: del mismo modo, el que quiera ser realmente grande y primero no tiene otro camino que hacerse siervo y esclavo de todos. La actitud de Jesús es normativa para la comunidad cristiana. Ejercer la autoridad no es tiranizar, sino servir y dar la vida.
Como en tantos otros pasajes, Jesús corrige a sus discípulos sus ideas excesivamente terrenas, sobre todo en su afán de poder y dominio. Apuntados al seguimiento de Jesús, el Maestro, también nosotros hemos de dejarnos corregir en nuestra mentalidad no evangélica. La Iglesia, comunidad de los seguidores de Jesús, no es una sociedad o institución cualquiera: el estilo de Jesús es radicalmente distinto al del mundo.
Frente a las pretensiones de grandeza, de superioridad e incluso de dominio sobre los demás, Jesús propone el modelo de su propia vida: la única grandeza es la de servir. Esto es lo que Él ha hecho: El eterno e infinito Hijo de Dios se ha convertido voluntariamente en esclavo andrajoso –y hace falta entender todo el realismo de la palabra, lo que era un esclavo en tiempos de Jesús: alguien que no contaba, que no tenía ningún derecho, que vivía degradado y humillado–, en esclavo de todos, y ha ocupado en último lugar.
Pero Jesús no es sólo un esclavo, con todo lo que tiene de humillante; es el Siervo de Yahvé que ha cargado con todos los crímenes y pecados de la humanidad, que se ha hecho esclavo para liberar a los que eran esclavos del pecado. Su servicio no es insignificante. Su servicio consiste en dar la vida en rescate por todos. Y nosotros, apuntados a la escuela de Jesús, somos llamados a seguirle por el mismo camino: hacernos esclavos de todos y dar la vida en expiación por todos, para que todo hombre oprimido por el pecado llegue a ser realmente libre.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Semana XXVII-XXXIV del Tiempo Ordinario. , Vol. 7, Fundación Gratis Date, Pamplona, 2001
Compartir los sufrimientos de Cristo para compartir su triunfo. No ser servido, sino servir. Todo esto fue profetizado en el Siervo doliente de Isaías. Jesús, Sumo Sacerdote, intercede por nosotros. Sigue sirviendo a los hombres desde el cielo. La Sagrada Eucaristía es la reactualización sacramental del sacrificio redentor de Cristo en la Cruz, inmolado solidariamente por la salvación de todos los hombres. La Iglesia continúa su obra evangelizadora en un inmenso servicio a la humanidad. No obstante hoy hay más de cuatro mil millones de hombres que aún no conocen a Cristo.
Isaías 53,10-11: Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años. El cuarto cántico de Isaías sobre el Siervo de Dios nos presenta la semblanza de Jesucristo, machacado por nuestras maldades, reparador de los pecados de todos. Nos hace contemplar la soledad doliente del Siervo. Pero no está en realidad solo, porque sobre Él desciende la voluntad del Señor. No lo está tampoco, en cuanto que se hace solidario con los demás. En su dolorosa soledad se une a los hombres. El Siervo será el hombre de la alianza. Con esta idea se comprende mejor el valor de la suerte del Siervo y el sentido positivo de su ofrenda sacrificial. La alianza es un acontecimiento de encuentro lacerante entre Dios y el hombre, entre el Santo y el pecador rebelde, para salvar a éste de su pecado, de su rebeldía.
Con el Salmo 32 pedimos que la misericordia del Señor venga sobre nosotros como lo esperamos de Él. Y confesamos con gozo que los ojos del Señor están puestos en sus fieles, en los que esperan en su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre.
Hebreos 4,14-16: Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia. Cristo es el único y eterno Sacerdote, glorificador del Padre y Salvador de todos los hombres. Él es el Mediador perfecto. Escribe Teodoreto de Ciro:
«Los que habían creído sufrían por aquel entonces una gran tempestad de tentaciones; por eso el Apóstol los consuela, enseñando que nuestro Sumo Pontífice no solo conoce en cuanto Dios la debilidad de nuestra naturaleza, sino también en cuanto hombre experimentó nuestros sufrimientos, aunque estaba exento de pecado. Como conoce bien nuestra debilidad, puede concedernos la ayuda que necesitamos, y al juzgarnos dictará sus sentencia teniendo en cuenta esa debilidad» (Comentario a la Carta a los Hebreos 4,14-16).
Marcos 10,35-45: El Hijo del Hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos. Hemos de vivir en la fe del Hijo de Dios, que nos amó y se inmoló en reparación de nuestros pecados (cf. Gal 2,20). Jesucristo libera al hombre entregándose por él. Los cristianos estamos llamados a participar en su actitud oblacional con el servicio recíproco y el testimonio, incluso con nuestra propia vida. Así lo han hecho multitud de hermanos nuestros y lo siguen haciendo.
La semblanza mesiánica del Corazón redentor de Jesucristo es presentada como servicio victimal, reparador de los pecados de los hombres. Es la dimensión kenótica (humillación, obediencia, victimación redentora) del Misterio Pascual.
Contemplemos la vivencia sacerdotal profunda del Verbo encarnado: su genuina misión irrenunciable y la razón de ser del mismo misterio de la Encarnación en carne pasible y sacrificable.
Hemos sido beneficiados por el sacrificio de Cristo. Somos nosotros los que hemos de irradiarlo en todas partes, a toda criatura. Existen millones de hermanos nuestros que no lo conocen aún. No puede esto dejarnos indiferentes, sino que con nuestra oración, con nuestra palabra, con nuestra propia vida y con nuestros sacrificios hemos de proclamarlo en todo momento.
Marcos 10,35-45: Petición de los hijos del Zebedeo. Comenta San Agustín:
«Escuchaste en el Evangelio a los hijos del Zebedeo. Buscaban un lugar privilegiado, al pedir que uno de ellos se sentase a la derecha de tan gran Padre y el otro a la izquierda. Privilegiado, sin duda y muy privilegiado era el lugar que buscaban; pero, dado que descuidaban el por dónde, el Señor retrae su atención del adónde querían llegar, para que la detengan en el por dónde han de caminar. ¿Qué les responde a quienes buscaban lugar tan privilegiado? ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? ¿Qué cáliz sino el de la pasión, el de la humildad, bebiendo el cual y haciendo suya nuestra debilidad, dice al Padre: Padre, si es posible pase de mí este cáliz? Él se pone en lugar de quienes rehusaban beber ese cáliz y buscaban el lugar privilegiado... Buscáis a Cristo glorificado; acercaos a Él crucificado... Ésta es la doctrina cristiana, el precepto y la recomendación de la humildad: no gloriarse a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6,14)» (Sermón 160,5).
Adrien Nocent
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo: La vida de Cristo por la muchedumbre
Tiempo Ordinario (Semanas XXII a XXXIV). , Vol. 7, Sal Terrae, Santander, 1982
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo. Tomo VII. Sal Terrae, Santander (1982), pp. 73ss
El Hijo del hombre da su vida por la muchedumbre (Mc 10, 35-45) En el título escriturístico dado a este párrafo, se ha omitido, de intento, una frase: "en rescate". No es que se quiera censurar el evangelio, sino que la expresión "dar su vida en rescate" necesita se la encuadre en un contexto y se la explique, para que no dé lugar a interpretaciones inaceptables, como sería la de una especie de cambio, de contrato entre Dios y la víctima que él exige para perdonar. Esto sería injuriar el poder del amor de Dios: condicionar su perdón a la muerte de una víctima. Y sin embargo, ahí están las apariencias, que hay que explicar.
La petición de los hijos del Zebedeo es extraña y osada. Saben, no obstante, que Cristo ha de sufrir su Pasión; se lo ha anunciado por tres veces. Pero su voluntad parece bien determinada: "Queremos que hagas lo que te vamos a pedir". Su deseo es, de hecho, un deseo de compartir la gloria con Cristo, aun a costa de pasar por momentos difíciles.
Pertenecen, sin duda, al grupo primero de los cuatro llamados por Jesús; tradicionalmente, aunque sin prueba alguna, se ha visto en ellos a parientes de Jesús. Su petición es tan extraña, y la forma en que Jesús responde -usando un vocabulario inusitado- es tan particular, que algunos han pensado que el relato habría sido introducido posteriormente, para anunciar el martirio de Santiago y de Juan. Los demás discípulos se indignan al oír a los dos hermanos dirigirse a Jesús con su propuesta.
Jesús, sin responder directamente a su petición, se limita a hacerles comprender más profundamente la realidad dolorosa de su Pasión, que ellos tendrán que soportar lo mismo que él. Da la impresión de que no saben bien lo que piden. Tendrán que beber el cáliz que el beberá. Esta expresión metafórica es conocida en la Biblia. "El cáliz de la cólera", "el cáliz de la salvación", "el cáliz de bendición" son expresiones conocidas para expresar una fase crucial en la vida de un hombre o de una ciudad. Por el contrario, la imagen del bautismo en el que Cristo será sumergido y del que ellos deberán participar, apenas es conocida. En sí misma, la expresión puede designar lo mismo que el cáliz: un bautismo de sufrimiento, inmersión en el dolor, bajo la cólera de Dios. El salmo 108, 18 ve a la maldición penetrar como el agua; en el salmo 42, 8 (41), el salmista describe las cataratas y el oleaje (de Dios) pasando sobre él. Si este pasaje se introdujo con posterioridad, sería posible ver la relación entre este bautismo y la remisión de los pecados por la Pasión del Señor.
Pero los hijos de Zebedeo siguen obstinados en su petición y afirman estar dispuestos a compartir tales sufrimientos. Jesús, sin embargo, les concede sólo el participar de su Pasión; en lo que a la gloria toca, no depende de él; el Padre ha preparado los sitios, no cabe sino someterse a su voluntad.
La indignación de los discípulos proporciona ocasión a Jesús para una nueva enseñanza acerca de la autoridad y el servicio. En realidad, el resto de los discípulos, sin tomar la audaz iniciativa de los hijos de Zebedeo, alimentaban, sin duda alguna, en sí mismos una ambición semejante. Jesús presenta entonces la autoridad y el servicio tal como han de entenderse en el grupo de sus discípulos. Es una absoluta inversión de lo que en el mundo se practica. Aquí, la autoridad es un servicio. Los grandes del mundo hacen sentir su poder; no puede ser así entre los discípulos. El que quiera ser grande, será servidor; y el que quiera ser primero, será esclavo de todos. Servidor y esclavo son, de hecho, dos expresiones próximas.
Podemos pensar que toda esta presentación ha sido fuertemente subrayada por san Marcos en orden a las necesidades de su Iglesia. Se buscará en ella más el servicio que la autoridad, y ese servicio -especie de esclavitud en su absoluta dependencia de los demás- se presta a toda la comunidad. Entrar en esta línea de servicio es un don; es Dios quien elige para ello. Y aunque en la Iglesia existirán diferentes grados en el servicio, al poner cada uno sus talentos a disposición de todos, todos los grados de tal servicio serán una especie de esclavitud en beneficio de toda la comunidad. En ello no hay, por lo demás, sino una imitación de lo que Cristo quiso hacer, tomando la condición de siervo (Flp 2, 5-8). Lo dice claramente Jesús: "El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos".
Pues bien, ya entendemos lo que significa la frase: "dar su vida en rescate", pero nos suena mal. Es cierto que ha habido interpretaciones teológicas que han llegado a estudiar esa especie de intercambio entre nuestras vidas y la de Cristo. ¿Cómo concebir, sin un cierto horror y un vago sentimiento de blasfemia, un Dios que quiere la muerte de un hombre para redimir del pecado y que, a través de esa muerte y mediante ella, es como libera a los hombres? Así presentado, como hacemos ahora, limpiamente y sin literatura, esta especie de mercado no sólo nos parece repugnante, sino indigno de nuestra manera de entender a Dios. Nos es preciso, pues, desentendernos de la expresión, aunque guardándonos de vaciarla de lo que sería su contenido.
Para entender el texto, tenemos, pues, que ir derechamente a la historia, a los hechos, y abandonar lo que puede ser sólo una expresión metafórica, ligada a un momento dado de la historia social del mundo y de un país. De hecho, constatamos que tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento conocen el tema de un hombre que sufre y da su vida a cambio, en rescate por la muchedumbre; un ejemplo es el texto de la 1a lectura de hoy (Is 53, 10-11).
Los evangelios sinópticos, como por ejemplo nuestro evangelio de hoy, también lo utilizan. San Pablo desarrollará abundantemente el tema. Las primeras comunidades cristianas gustarán de aplicar a Jesús, tal como lo hace la celebración de hoy, el tema del Siervo sufriente que da su vida como expiación por muchos. Los temas de redención, rescate, sustitución, se encuentran con frecuencia. El problema está en saber si expresan una teología o si son imágenes que quieren explicar a su manera unos hechos.
Formulando limpiamente, como hemos hecho al principio, una teología en la que Cristo pagara con su muerte la redención a Dios por todos nosotros, hacemos una teología bien cercana al mito religioso, y tenemos la impresión de situarnos en una religión antigua, en la que el dios quiere una víctima expiatoria. Pero, ¿cuáles son los hechos históricos? ¿Cuál ha sido la vida concreta de Cristo? No es a partir de imágenes como debemos representárnosla, sino a partir de la realidad. ¿Y cuál es esta realidad? Toda la vida de Jesús es un combate, no ideológico, sino concretado en actitudes, contra todo lo que reduce al hombre a la esclavitud, contra el desequilibrio que se le ha convertido en connatural. Su predicación, sus ejemplos, todo converge en esa voluntad de restaurar a la humanidad en su libertad. Más en concreto, vemos a Jesús queriendo liberar de la Ley: no que él haya venido a abolirla -dice defendiéndose-, sino que no es el único medio por el que haya necesariamente que pasar para llegar a la salvación; en esto debía oponerse a su entorno religioso. Se niega a entrar en el juego político que se desearía de él; no quiere que se confunda su misión con la de un político llegado para restaurar la nación. Aun siendo enviado por Dios, no quiere que esa cualidad se ponga al servicio de una especie de política milagrosa que actuaría pasando por encima de la responsabilidad de los hombres. Jesús combate todo lo que pudiera ser seguridad y magia fácil en las relaciones con Dios: quiere el amor al prójimo, el perdón, la humildad de la caridad, la oración oculta, la austeridad ignorada por los demás. En todo esto choca: su muerte será con- secuencia de sus actitudes. Muere como un profeta que no ha respetado para nada los deseos profundos del pueblo al que enseña. Ha defraudado. Peor aún, es nocivo para la praxis de una religión bien enraizada, para su casta sacerdotal, para sus doctores. Jesús muere, y su muerte adquiere un significado y una eficacia enteramente particular, porque es una muerte en medio del perdón de las ofensas. Este perdón es para la multitud una liberación, y desemboca en la resurrección. Para expresar todavía de otra manera la historia de Jesús, podemos decir que desde su Encarnación empieza su Pasión: en el momento en que entra en la condición humana, se entrega voluntariamente a la muerte. Esa muerte, el perdón -"Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen" (Lc 23, 34)- y su resurrección son la salvación querida por Dios desde siglos.
Pero hay que tener cuidado de no hacer teología de las categorías ligadas a la historia cultural de un momento dado. ¿Cómo se puede ver a Dios exigiendo, en medio de su cólera, la muerte de un hombre, su Hijo, para el rescate de todos? ¿Es esto una visión teológica, o una teología traducida a un lenguaje cultural marcado por una determinada época? Porque, si pensamos en la Trinidad, ¿cómo no ver al Padre mismo entregado a los hombres, dado a todos ellos para reencontrarlos? Aunque el Padre no ha muerto y aunque el sufrimiento del Padre es distinto del sufrimiento del Hijo, se puede decir que el Padre sufre la muerte de su Hijo. En el acontecimiento de la cruz no se da, por un lado, el Padre como justiciero y, por otro, el Hijo como víctima en lugar de todos, pagando por todos lo exigido por el Padre. Entre Padre e Hijo hay una profunda conformidad de voluntad. Tal vez es san Juan quien mejor expresa este misterio cuando escribe: "Porque tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en el no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). El propio Juan ve en el misterio de la cruz el misterio del amor que define a Dios mismo: "Dios es amor" (1 Jn 4, 16). Dios es, pues, amor aun en el momento de la cruz. Aunque parecen en ese momento separados, Padre e Hijo se encuentran profundamente unidos en el mismo amor por la salvación del mundo. La muerte, la sangre, son signos que expresan el amor. No es la muerte lo que salva, sino lo que ella expresa. Pero era necesaria la muerte para que esa salvación quedara expresada ante el mundo.
Volviendo ahora a la expresión: "dar su vida en rescate", vemos con más precisión lo que significa, y podemos tranquilamente dejar caer la idea comercial del "do ut des" que implica hoy para nosotros. Es imagen de una realidad: la del amor del Padre y del Hijo que quieren salvar el mundo, siendo enviado y muriendo el Hijo como consecuencia querida y ofrecida de la actitud de toda su vida terrena, perdonando en su muerte y triunfando en su resurrección, liberación de todos nosotros para la vida eterna.
El Siervo justificará a muchos (Is 53, 10-11) Comprendemos ahora mejor con qué óptica cristiana tenemos que ver este poema. Bástenos remitir al viernes santo para el análisis más detallado del texto.
El Sumo Sacerdote Jesús ha conocido la prueba (Heb 4, 14-16) Esta lectura se utiliza el viernes santo; allí se encontrará un breve comentario.
Este domingo no es pura contemplación pasiva. Tiene consecuencias para la vida de cada cristiano. Como Cristo, debemos sobrellevar las consecuencias de nuestro bautismo.
Estamos en evidente oposición a los principios del mundo y somos, en consecuencia, extranjeros en esta tierra de la que, por otra parte, tenemos el deber de preocuparnos.
Como Cristo, somos siervos; cuanta más autoridad tenemos, más lo somos. Somos siervos que ofrecen su vida y el perdón de las ofensas a todos, a fin de que ellos crean incluso en la práctica de sus vidas. Lo que tenemos que entregar a los demás no es otra cosa que el deseo de servir, a fin de que todos participen en el Reino. Mezquinas y miserables son, pues, las divisiones entre nosotros y la ambición de los primeros puestos en la Iglesia. Cada uno debe estar allí donde le quiere el Espíritu, según el juicio de la Iglesia; en cualquier parte en que nos quiere, nos quiere como servidores de la Palabra hasta el sacrificio de nuestra vida por todos.
Comentarios exegéticos
José A. Ciordia
Comentarios a las tres lecturas y consideraciones
Apuntes hechos públicos por sus alumnos
Primera Lectura: Is 53, 10-11: Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años.
Estamos en uno, el más extenso y el más sorprendente y bello quizás, de los cuatro Cánticos del Siervo de Yavé. Es el último. Conviene leerlo entero. Merece la pena. La figura misteriosa del personaje que se mueve en este historia nos cae simpática. Más aún, nos deja atónitos, y puede que hasta nos haga derramar lágrimas de condolencia y compunción. Así de duras son las pruebas por las que pasa el Siervo con el fin, precisamente, de alcanzar el perdón de nuestros pecados. No cabe duda de que nos encontramos en presencia de un gran misterio. Meditémoslo.
Sólo dos son los versillos de la lectura. Suficientes ellos para recordarnos la carrera de este amable personaje en favor de los hombres He aquí lo principal:
El Siervo de Dios debe por disposición divina llevar sobre sí el castigo de nuestros pecados. El quiso triturarlo con el sufrimiento. Todo ello para expiar las culpas de los hombres. Esa es su misión. Tras horribles sufrimientos y humillaciones que culminarían en una muerte afrentosa, entregará su vida a Dios. Pero todo no acabará ahí. Los versillos que comentamos lo dicen bien claro: …Prolongará sus años; verá su descendencia. Son el reverso. A la noche sigue el día, al trabajo el galardón, a la humillación la exaltación, a la muerte la vida. Dios no deja sin terminar las cosas. La obra del Siervo -obra de expiación- ha sido admirable. Admirable debe ser también el estado final del Siervo: exaltación. Será un beneficio para todos.
Las expresiones son un tanto obscuras, en detalle, para ser explicadas. La idea, sin embargo es clara. El Ciervo, tras su obra de expiación, recibirá la exaltación. Queda sin especificar. Todo lo podemos reducir a dos puntos:
a) Dios dispuso que sufriera, que trabajara, que muriera y así expiara nuestras culpas.
b) Exaltación: descendencia larga, se hartará de prosperidad, justificará a muchos.
Segunda Lectura: Hb 4, 14-16: Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia.
En esta genial y elegante Carta a los hebreos alternan con las exposiciones doctrinales de tipo dogmático, las exhortaciones ardientes de tipo parenético a una vida más cristiana, en especial a una más firme adhesión a Cristo por la fe. Una y otras van tejiendo la trama de la carta. Los versillos leídos marcan el paso de una a otra. Se nos invita a mantener la confesión de la fe, pues tenemos un Sacerdote Grande… Una sostiene a la otra. Así camina la carta. Veamos el sentido de los versillos anunciados.
a) Cristo Sumo Sacerdote.
Es el tema central de la carta. Cristo mediante su obra redentora -en especial pasión, muerte y resurrección- ha conquistado los títulos de Hijo de Dios, Señor, Rey, Dios y Sumo Sacerdote. Este último título colorea la obra de Cristo de un matiz cultual. En otras palabras, la carta a los Hebreos se esfuerza en presentar el misterio de la obra de Cristo con categorías cultuales. Para los que asistieron a la pasión y a la muerte de Cristo, nada hubo de cultural en presentación externa de los hechos. Para el teólogo, en cambio, que escudriña la obra de Dios en Cristo con sus efectos y consecuencias, la obra redentora de Cristo es en realidad algo que puede legítimamente expresarse mediante conceptos cultuales. Así lo ha hecho el autor acertadamente.
Cristo, en la maravillosa obra de la redención, ha penetrado lo cielos. Está subyacente la imagen del templo con su Sancta Sanctorum, donde nadie podía entrar, exceptuado el Sumo Sacerdote, y esto una vez al año. Cristo ha penetrado. Cristo se ha adentrado en la morada del Dios transcendente e inaccesible. Con ello ha dejado abiertas las puertas para todos, que van con él. Su obra redentora nos ha acercado al Dios inaccesible. Peor no queda aquí la coas. El penetrar hasta Dos, llevándonos consigo, le ha valido el título de Sacerdote. Pero además, el haber sufrido por nosotros y como nosotros, le confirma más en el título: Sacerdote que puede compadecernos. Es una de las condiciones necesarias para conseguir el título con dignidad. Cristo ha sufrido, se ha hecho uno de nosotros, igual en todo, excepto en el pecado. Más aún, está delante de Dios para interceder por nosotros.
b) La consecuencia es clara: Mantengamos la confesión de la fe y vayamos confiados. Es lo que subrayan los versillos leídos. La obra de Cristo -vida, pasión, muerte y resurrección perenne ante Dios- por nosotros, lo han constituido Sacerdote Eterno. El autor nos lo recuerda y nos anima a vivirlo en profunda fe y confianza. En Cristo alcanzamos misericordia.
Tercera Lectura: Mc 10, 35-45: El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por todos.
Nos encontramos, como en el domingo pasado, ante un episodio de la vida de Cristo. Ligada estrechamente al episodio, una gran enseñanza de Cristo. Todo ello sumamente interesante. Estamos detrás de la tercera profecía de la Pasión.
En primer lugar tenemos la escena de los hijos del Zebedeo. En otro evangelio se dice que es la madre quien intercede por los hijos. Semejante detalle no cambia el impacto de la escena.
Los hijos del Zebedeo formulan a Jesús una petición atrevida: Que nos sentemos el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Todavía, como a Pedro sucederá muchas veces, no saben en realidad lo que piden. Sus pensamientos están aún muy metidos en lo terreno. El Mesías, vienen a pensar en términos generales, es Jesús. Como Mesías debe establecer un reino, el Reino de Dios. De hecho, el Maestro predica frecuentemente de él. Este reino lo imaginan, sin embargo, a pesar de las continuas explicaciones que vienen del Maestro, de modo terreno. Reino de Dios, es verdad, donde campeará la observancia de la ley, pero no exento de dominio político, de exaltación y gloria terrena. En realidad no tienen la menor idea de cómo se van a llevar a cabo las palabras del Señor, ni cuándo ni en qué va a consistir el reino. Antes de que comience el reinado de Cristo, quieren asegurarse en él un puesto relevante: a la derecha y a la izquierda.
Para llegar al reino, sin embargo, precisa pasar por una grave serie de pruebas. Así lo asegura el Maestro. El mismo debe pasar por ellas ¿Están ellos, los discípulos ambiciosos dispuestos a pasar por ellas? Es de admirar la respuesta de los dos hermanos: clara, decidida, sin remilgos. Podemos. Probablemente no saben en concreto a qué se refiere Jesús en sus palabras, aunque puede que algo sospecharan. Por él, por el reino, por conseguir los primeros puestos en él, están dispuestos a cualquier cosa. En el fondo, no obstante, existe una gran ambición, que los compañeros condenan indignados.
Lo verdaderamente interesante es que aquí Jesús anuncia, bajo la imagen de cáliz y bautismo, su muerte y pasión. Los discípulos beberán el cáliz, pero no está en su mano concederles los primeros puestos. Eso lo decide el Padre.
La enseñanza siguiente es muy importante.
El Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar la vida en rescate por todos. Este es el destino de Cristo, como Mesías, como Hijo del Hombre. Este es el Cáliz que el Hijo del Hombre debe beber y éste es el Bautismo con que el Hijo del Hombre debe ser bautizado. Aquí entra toda la vida de Cristo, especialmente los últimos momentos Pasión y Muerte, para acabar con la Resurrección. Por nuestros pecados, como reza el credo más antiguo, presente ya en los escritos de Pablo y de toda la antigua Iglesia. Fue obra de Siervo. Lo dio todo, hasta la vida, para salvarnos. Siervo desde el principio hasta el fin, siendo como era Dios. Se humilló hasta la muerte de cruz. El, Siervo, lavó nuestros pies, y con ello todos nuestros pecados. Todo por nosotros. Esa es la obra de Cristo.
Para el cristiano existe una línea clara a seguir: el ejemplo de Cristo. Siendo como es el primero, se hizo Siervo. Siervos debemos hacernos nosotros, si queremos ser los primeros. Hay un cáliz que hay que beber y existe también un bautismo que hay que recibir. Hay que pasar por la humillación. Mejor dicho todavía, hay que humillarse y hacerse Siervo de los demás, como él lo fue, si queremos tener parte con él en el reino de los cielos. Esa es la norma. No hay otra. No fue otro el camino de redención; no es otro el camino de salvación. Quien quiera ser grande, hágase servidor de los otros. Esa es la verdadera grandeza, semejante a la de Cristo. El servir, el amar hasta hacerse siervo, ese es el modo de conseguir la verdadera grandeza. Así Cristo, así nosotros.
En el fondo, pues, es una clara alusión a la Pasión y a la Muerte, como expresión suprema de amor y servicio, causa de nuestra redención.
Consideraciones
Después de leer atentamente las lecturas, no cabe otra actitud por nuestra parte que centrar toda nuestra atención en la persona de Cristo Jesús, Señor nuestro. Cosa por otra parte que siempre suele suceder. Cristo es un Totum, un todo. Cristo y su obra siguen siendo, aun después de conocidos, un profundo misterio. La Escritura, por eso, se esfuerza en presentarlo en sus diversas facetas. Hay que volver continuamente a él; hay que meditarlo, hay que analizarlo, hay que profundizarlo, hay que contemplarlo. No se agota nunca; siempre encontramos cosas nuevas.
En el caso presente, Cristo no aparece como taumaturgo, ni siquiera, estrictamente hablando, como Maestro sorprendente. El Cristo de las lecturas es el Cristo Siervo que debe ser triturado por el sufrimiento, que debe entregar su vida como expiación y justificación para muchos, que viene a servir, no a ser servido; a dar su vida en rescate por todos; que sufrirá y tendrá un fin glorioso, que penetrar los cielos y se convertirá en el Sumo Sacerdote siempre dispuesto a compadecernos y pedir por nosotros. El Siervo se ha convertido en Sumo Sacerdote. Así se nos presenta Cristo y a su obra. Distingamos, según esto:
I) Parte dogmática: Sacerdote, Siervo, Redentor:
a) Ha penetrado el cielo. Ya hemos aludido a la imagen del templo que yace en el fondo de esta expresión. Cristo nos ha franqueado la puerta, de siempre cerrada, que conduce al Padre. El camino está abierto para siempre. Es el mérito de Cristo que muere y se entrega por nosotros. El estará, desde ahora para siempre, en presencia de Padre, como intercesor nuestro. Otros términos cultuales: cáliz, bautismo, expiación. Cristo ha bebido el cáliz de la Pasión, ha sido bautizado, enterrado, sepultado, ha limpiado los pecados del mundo.
b) Visita así la vida de Cristo, Cristo mismo viene a ser la nueva víctima propiciatoria. El se ofrece a sí mismo: Sacerdote y Víctima.
c) La vida de Cristo es un servicio, una Expiación por, una entrega. Cristo se humilló y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Esta entrega total de Cristo al Padre que ordena y a los hombres a quienes salva, es la suprema expresión de la más grande obediencia y del más grande amor. El amor de Cristo al Padre y a nosotros es insuperable, algo que no tiene explicación. Toda su vida y obra responde a ello. Se hizo, por amor, igual a nosotros.
d) Por eso es capaz de entendernos y de compadecernos. Ha sufrido como y más que nosotros. No es difícil acercarse a él, siendo tanto el esfuerzo suyo acercarse a nosotros. Difícil acercarse al Dios transcendente, supremo, pero no al Dios Siervo, humano, dolorido y muerto por nosotros.
II) Parte parenética.
a) Mantengamos la confesión de la fe. Cristo atravesó los cielos y está allí intercediendo siempre por nosotros. Su oración es válida. Más aún, es la única que nos puede salvar. No hay otro, dice san Pedro, en cuyo nombre podamos ser salvos. El nos ha merecido el perdón y la gracia. Por otra parte conviene tener presente su amor hacia nosotros. Cristo nos ama, nos escucha, nos atiende e intercede por nosotros. Puede condolerse de nuestra debilidad, pues él la llevó sobre sí, siendo hombre. No quedaremos jamás defraudados. Se hizo igual a nosotros, excepto en el pecado ¿Quién tendrá apuro en acercarse a él? Por otra parte, notemos que es todopoderoso. Su trono es el trono de la gracia. Será siempre escuchado ¡Animo! Cristo puede y quiere perdonarnos.
b) el que quiera ser el primero, sea siervo de todos. Cristo, Siervo de Dios, ejemplo a imitar. Es el pensamiento principal del evangelio. Si Cristo está a nuestro servicio, nosotros lo estamos al de los demás. Esto deben tenerlo todos presente, en especial los dirigentes. Cabe el peligro de comportarse como se comportan los dirigentes que gobiernan el mundo. No así entre nosotros. Quien quiera ser el mayor, hágase el menos y siervo de todos. La Iglesia debe vivir profundamente su vocación de imitadora de Cristo ¿Es verdad que somos unos siervos de los otros? Es hora de pensarlo. Conviene insistir en ello, pues fácilmente lo olvidamos.
Pensamiento eucarístico: Cristo está entre nosotros. La Santa Misa nos recuerda y nos repite el sacrificio de Cristo en toda su amplitud. Ahí está como Siervo que se entrega por nosotros. Aparece como Sumo Sacerdote que ofrece una Víctima por nuestros pecados. Allí el cáliz, allí la oración al Padre pos nosotros. La servidumbre de Cristo llega hasta hacerse alimento por nosotros. Cristo vive, Cristo nos escucha, Cristo nos atiende. Buena ocasión, al recordar su Pasión, Muerte y Resurrección, para arrepentirnos de nuestras faltas, que en el fondo son faltas a este servicio, considerando los sufrimientos de Cristo, y pedir perdón de ellos, mediante su intercesión siempre eficaz, siempre actual.
Bebemos de un mismo cáliz y comemos de un mismo Pan. Todos participamos de Cristo. Guardemos la unidad, mantengamos la fe -mysterium fidei- y actuemos la caridad en un servicio mutuo. Esperemos la bienaventuranza. Cristo nos la ha prometido. El ya la posee. Nos la ofrece. Contemplemos el misterio y vivamos nuestra vocación.
José Ma. Solé Roma
Comentario a las tres Lecturas
Ministros de la Palabra, Ciclo «B», Herder, Barcelona (1979).
Primera lectura: Isaías 53, 10-11.
Llegamos a las últimas estrofas del Poema del «Siervo de Yahvé». Tras habernos descrito su Pasión (53, 1-3) y el carácter expiatorio de la misma (4-9), ahora nos habla de sus frutos:
Primer fruto: Al siervo que ofrece su vida en sacrificio expiatorio se le promete: «Después de las pruebas de su alma verá la luz y será saciado. Tendrá longura de días». El N. T. nos iluminará esta profecía: «El Hijo del hombre ha de ser entregado en manos de los hombres. Y le matarán; y al tercer día resucitará» (Mt 17, 23). La Resurrección saciará a Cristo de luz y de vida.
-Segundo fruto: Se le promete al siervo: «Descendencia innúmera y gloriosa» (v 10). Cristo se lo aplica a Sí mismo cuando dice: «Y Yo, cuando fuere levantado de la tierra, atraeré a Mí a todos» (Jn 12, 32). Por la Cruz, Cristo (el Siervo) ha salvado a todos, judíos y gentiles.
-Tercer fruto: «El plan de Dios quedará realizado por la Pasión del Siervo» (v 10). El plan u obra de Dios es la salvación humana. Cristo puso en marcha esta obra del Padre: «Padre, Yo te he glorificado sobre la tierra cumpliendo la obra que Tú me encomendaste hiciera» (Jn 17, 4). Y al presente sigue desarrollando esta Obra del Padre por ministerio de sus Apóstoles: «En verdad os digo: el que cree en Mí hará también la obra que Yo hago y aun la hará mayor, porque Yo voy al Padre» (Jn 14, 12). ¡Qué frutos tan ricos ha dado, da y dará la Pasión de Cristo!
Segunda Lectura: Hebreos 4, 14-16.
En esta perícopa de la Carta a los Hebreos se nos pone de relieve tres valores de nuestro excelso Pontífice, Jesucristo:
-Es muy superior al Pontífice de la Vieja Alianza. Este entraba en un «Santuario» terreno (8, 2). Jesucristo, Pontífice Redentor, entra y nos entra en el «Santuario celeste» (4, 14): «Cristo no penetró en un Santuario artificial, sombra y figura del verdadero, sino que penetró en el cielo mismo para presentarse de continuo en el acatamiento de Dios en favor nuestro» (9, 24).
-Nuestro Sumo Pontífice, Cristo, es sumamente humano y compasivo (15): Comparte con nosotros todas nuestras miserias. Y bien que inocente toma sobre Sí todos nuestros pecados. «Mi Pastor, sólo por sacar mi alma de entre las espinas, porque no me espinase, quiso El entrar en ellas y espinarse» (Ávila). Conoce Él en su carne el aguijón de todas las espinas que atormentan a sus hermanos los hombres. Espinas que en la sensibilidad más exquisita de Cristo se hincaron agudamente.
-Nuestro Sumo Pontífice es a la vez el «Trono de la Gracia» (15). Está entronizado a la diestra del Padre sólo para ejercer misericordia; sólo para darnos el fruto de su Redención. ¿Qué mejor Trono de Gracia que el Corazón de Cristo?: «Este es no sólo el símbolo, sino también como el compendio de todo el misterio de nuestra redención» (Pío XII Haurietis aquas: 15-V-56). Mar infinito de amor. Trono de la gracia y misericordia, eso es el Corazón de Cristo: gracia que nos envuelve como atmósfera: Tua nos, quaesumus, Domine, gratia semper et praeveniat et sequatur (Collecta).
Evangelio: Marcos 10, 35 -45.
Marcos nos va a recordar cómo Jesús, Mesías auténtico, realiza el Mesianismo Redentor; es decir, el preanunciado por Isaías 53, 1-13: el del «Siervo de Yahvé»:
-Santiago y Juan, hijos del Zebedeo y Salomé, tienen aún la mentalidad de un Mesianismo terreno y político. En este sentido, y no del todo avenidos a la preeminencia que el Maestro concede a Pedro, demandan en el «Reino» los dos primeros cargos. Este peligro de convertir el Reino de Cristo en reino terrenal lo corremos aún a menudo los cristianos. Los Mesianismos falsos coinciden todos en obsesionarse por las soluciones terrenales y perder el sentido de la eternidad. Buscan y prometen seductoras bienandanzas.
-Jesús orienta inmediatamente a los discípulos hacia su Mesianismo Redentor. El Mesías debe beber un cáliz muy amargo. Debe engolfarse en un mar de dolor. Si ellos quieren entrar en el Reino Mesiánico deben compartir este cáliz y ser bautizados en este baño. Ellos, que aman al Maestro, aceptan generosos (39). Ni para el Mesías y ni para nosotros hay otro camino que éste para llegar a la «Gloria». Por tanto, todos los mesianismos que prometen y programan comodidad, riquezas, honores y cuanto halaga el orgullo, el egoísmo y la sensualidad, son mesianismos falsos.
-Esta demanda de los dos Zebedeos desencadena la indignación de los otros discípulos, quienes demuestran con ello tener la misma mentalidad y los mismos sentimientos que Santiago y Juan. ¡Cuánto le cuesta al Maestro purificar las mentes rudas de sus Apóstoles y elevarlas al Mesianismo de la Redención! Ellos, que van a ser en el «Reino» Mesiánico los Jefes, han de tener de la autoridad un concepto totalmente diverso del que se tiene en los otros «reinos». Así como El, «Rey» del «Reino Mesiánico», es el «Siervo de Yahvé» y el «Servidor de todos» que da la vida para salvar a todos (45), del mismo modo quienes en su «Reino», en su Iglesia ejerzan autoridad no la tienen para dominar despóticamente, sino para servir; servir hasta dar la vida por las ovejas que tengan encomendadas. La autoridad en la Iglesia es un «servicio» que prolonga la entrega y la Pasión de Jesús, en orden a hacer llegar la eficacia de su Redención a todos los hombres. El Mesianismo de Jesús es «divinizar» todo lo humano: Ut sicut nos Corporis et Sanguinis sacrosancti pascis alimento, ita divinae naturae facias esse consortes (Postcom.).
Isidro Gomá y Tomás: La pobreza voluntaria
El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona (1967), p. 314-320.
Explicación.
Pocos días faltaban para la definitiva consumación de la obra de Jesús. Una vez más declara la naturaleza de Su Reino contra los prejuicios de que sus mismos discípulos estaban imbuidos. Porque su Reino no puede conquistarse sino por la Pasión, la predice por tercera vez con todos sus detalles (17-19), y Porque su Reino es de los humildes, les da elocuentísima lección de esta virtud (20-28).
Tercera predicción de la Pasión (17-l9).
Bajaba Jesús a lo largo de la Perea, de norte a sur, bordeando la orilla oriental del Jordán, cuando al llegar al nivel de Jerusalén atravesó el río y dobló hacia la ciudad: E iban su camino, subiendo a Jerusalén: y Jesús se les adelantaba, demostrando con ello que no sólo no temía la muerte, sino que con vivas ansias iba a sufrirla para cumplir la voluntad del Padre (Lc. 12, 50). Los discípulos le seguían atónitos y temerosos: Y se maravillaban, y le seguían con miedo: era ello muy natural, pues no ignoraban el odio y las amenazas de los prohombres contra Jesús, y que habían puesto precio a su cabeza (Mc. 8, 32; 9, 31; Ioh. 11, 47-54).
Fue en este emocionante momento, cuya descripción debemos a Mc., que Jesús predice su pasión por tercera vez: ya lo había hecho en Cesarea de Filipo, después de la confesión de Pedro (Mt. 16, 21), y después de la Transfiguración (Mt. 17, 21.22). Y comunica Jesús la tremenda nueva sólo a los doce Apóstoles, ya para adoctrinarles especialmente, ya para que no se escandalizasen las turbas: Y cuando subían a Jerusalén, Jesús tomó aparte a los doce discípulos, y comenzó a decirles las cosas que habían de acontecerle, y díjoles: Ved que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que está escrito en los Profetas sobre el Hijo del hombre: demuestra con ello Jesús no sólo que sabe lo que le ha de ocurrir en la capital, sino que todo ello está ordenado, ya de siglos, por la santísima voluntad de Dios; refiérese aquí el Señor especialmente a los vaticinios de Ps. 21; Is. 50, 6; 53, 1 sigs.; Dan. 9,26; Zach. 11, 12; 12, 10; 13, 7. Sigue luego Jesús particularizando los futuros hechos de su pasión: Y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes, y a los escribas, y a los ancianos, y le condenarán a muerte: así demuestra que va libremente a la muerte, al tiempo que previene a sus discípulos para que la novedad no les perturbe. Y aún especifica más: Y le entregarán a los gentiles, fue Pilato quien le condenó, para que le escarnezcan, y azoten, y sea escupido, y le crucifiquen: y después que le hubieren azotado, le matarán, y al tercer día resucitará. Cuanto más cercana la pasión, más precisos son los detalles que da de ella Jesús; como si se deleitara en saborearla por anticipado y en grabarla en el ánimo de sus discípulos, que también debían participar de ella.
Pero ellos, los discípulos, siempre preocupados con sus ideas sobre la gloria terrena del Reino mesiánico, no acababan de entender cómo aquello que oían de labios del divino Maestro, que será escupido, abofeteado, muerto, había de entenderse a la letra. Así, pues, ninguna de estas cosas entendieron, porque era lenguaje oscuro para ellos, no en cuanto a las palabras, que bien claras eran, sino porque no hallaban manera de conciliar esa predicción de humillaciones y tormentos con sus ideas sobre el Mesías glorioso: Y no entendían lo que les decía.
Petición de la madre de Santiago y Juan (20-28).
Salomé, la madre de Santiago y Juan, los «hijos del trueno», una de las mujeres que servían a Jesús con sus riquezas y le seguían (núm. 60), hace en este punto una extraña e inoportunísima petición a Jesús: Entonces, cuando acababa de decir Jesús que resucitaría, y creyendo sin duda que ello era señal del triunfo definitivo de Jesús, en cree Mesías, y de la implantación de su Reino, se acercó la madre de los hijos del Zebedeo con sus hijos, adorándole, inclinándose ante él, señal de profunda reverencia, y pidiéndole alguna cosa: empieza la mujer con el embarazoso preludio con que acostumbramos ante un superior a manifestar en general que va a pedirle algo. El la dijo: ¿Qué quieres?, haciéndole concretar el objeto de su petición. Ella le dijo: Di, concédeme, que estos mis hijos se sienten en tú Reino, el uno a tu derecha, y el otro a izquierda: son los dos primeros puestos después de Jesús.
Según Mc., no es la madre, sino los hijos quienes piden, y la escena pasa por entero entre ellos y Jesús: Y acercáronsele Santiago y Juan, hijos del Zebedeo, diciendo: Maestro, queremos, en tono definitivo e imperativo, irreverente y temerario, que nos hagas cuanto te pidiéremos, suplantando la voluntad santísima de Jesús por la suya desordenada. Más El les dijo: ¿Qué queréis que os haga? Quiere el Señor que descubran su miseria para poner el debido remedio: Y dijeron: concédenos que nos sentemos en tu gloria, y el otro a tu izquierda. Lo probable es que la madre e hijos se presentan ante Jesús, la madre instada, empujada por los hijos: si su petición fracasa, será más excusable que ellos, por el presento derecho de las madres a pedir cuanto haya mejor para sus hijos; en todo caso, la repulsa será más blanda: Salomé es mujer, ayuda al Señor con su hacienda, es su parienta.
Es atrevida la petición de madre e hijos: sabe la madre la predilección que tiene Jesús para sus hijos (Mt. 17, 1; Mc. 5, 37); pero es la precedencia de Pedro, a quien también sabe se ha prometido el primado, en el reino que madre e hijos creen temporal; oren, después del Rey Jesús, los dos primeros puestos, como si dijéramos, los dos primeros ministerios.
Y respondiendo Jesús, les dijo, a los tres, arguyéndoles en primer lugar de ignorancia: No sabéis lo que pedís: no sabían ni el tiempo del triunfo del Mesías, ni cómo se ganaban en él los primeros Puestos, ni de qué naturaleza era, ni sabían que el paren o no es ningún título para conquistar un lugar cercano a Jesús. Para que comprendan que a los altos puestos se van los grandes sacrificios en su reino, les dice Jesús: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?, alude al cáliz de su pasión, que acaba de describirles; O ¿ser bautizados con el bautismo con que yo soy bautizado? : se trata de la inundación de tribulaciones que vendrán sobre Jesús, y especialmente de la efusión de su sangre. Dícenle ellos, los dos hijos: Podemos, tal es el deseo que sienten de que se les otorguen los primeros lugares; otros creen que se trata de una presunción vana, aunque bien demostraron posteriormente saber sufrir el martirio; otros creen su contestación resuelta, hija de su grande amor.
Jesús afirma solemnemente que sufrirán el martirio: Díjoles, En verdad, beberéis mi cáliz, que yo bebo, y con el bautismo con que soy bautizado, seréis bautizados: Santiago fue muerto a filo de espada por Herodes (Act. 12, 2); Juan no murió en el mismo martirio: pero fue azotado por los judíos (Act. 5, 40.41), desterrado a la isla de Patmos y sometido a un baño de aceite hirviendo, según validísima tradición, de la que son ya testimonios Tertuliano y San Jerónimo. Pero del hecho del martirio les hace ver Jesús no se sigue deban ocupar los primeros asientos en su Reino: Más el estar sentados a mi derecha o a mi izquierda, no me pertenece a mí darlo a vosotros, habla aquí como Hijo del hombre, sino aquellos a quienes lo ha destinado mi Padre: la predestinación es obra de la providencia de Dios, y ésta se atribuye siempre al Padre; Él da la gracia de la vocación, y las de auxilio que consientan sea aquélla eficaz (Iioh. 6, 44; 17, 6. 11; Rom. 8, 30; 1 Cor. 1, 9; 7, etcétera).
La petición de los hijos del Zebedeo, oída sin duda por los demás apóstoles, levantó en ellos un sentimiento de indignación también ellos eran ambiciosos, y sentían celos; ni habían recibido el Espíritu Santo, ni había entrado en ellos, a pesar de las reiteradas enseñanzas de Jesús, el concepto espiritualista y ultraterreno del Reino de Dios: Y al oírlo los diez, se indignaron contra los hermanos Santiago y Juan; aparte, entre sí, separados del grupo, formado por Jesús y la madre e hijos del Zebedeo: Mas Jesús llamó a sí, amablemente, para darles esta lección de modesta humildad, y dijo: ¿Sabéis que los príncipes de las naciones, no satisfechos de gobernarlas, avasallan duramente a sus pueblos, y los magnates ejercen potestad sobre ellos, a veces con mayor rigor que los mismos monarcas? No será así entre vosotros, como sucede entre gentiles: Más, entre vosotros, todo el que quisiere mayor, sea vuestro criado: la verdadera grandeza en el Reino de Dios consiste en el abajamiento personal y en el humilde servicio prestado a los demás, no en la ambición de los primeros puestos, ni en tenerlos. Y el que en este reino llegue a ocupar puestos elevados, no debe disfrutarlos en provecho suyo, sino que debe ser ministro de sus mismos súbditos: Y el que, entre vosotros, quisiere ser el primero, sea vuestro siervo. Y para animarles a este sacrificio, que a veces es costosísimo, les propone su propio altísimo ejemplo: Así como el Hijo del hombre no vino a ser servido, siendo Señor y Maestro de los hombres, igual a Dios: sino a servir, ministrando a los hombres su doctrina, sus ejemplos, la salud del cuerpo, y ello en circunstancias fatigosísimas; y, lo que es más, a dar la vida para redención, en precio de rescate, de propiciación, de santificación, de muchos: porque si bien la redención de Cristo es en derecho universal, pero de hecho no todos los hombres se salvan, porque voluntariamente se privan de sus frutos.
Lecciones morales.
– A) v. 18. -Ved que subimos a Jerusalén… -Como si dijera a sus Apóstoles, dice el Crisóstomo: «Ved que voluntariamente voy a morir: cuando me veáis colgado de la cruz, no creáis que soy solamente hombre; porque aunque es de hombre poder morir, pero no es de hombre el querer morir.» Como Dios, quiere Jesús morir en la naturaleza humana que tomó; y en esta naturaleza humana quiere también morir, aunque a ello repugne esta misma naturaleza, por su total conformidad con la voluntad de Dios. Para que sepamos agradecer la infinita generosidad y bondad de Jesús, Dios-hombre, que pudiendo lograr los fines de su muerte sin morir, prefirió la muerte, a fin de que nosotros no nos asustáramos de morir y ofreciéramos nuestra muerte voluntariamente cuando llegue nuestra hora, en remisión de nuestros pecados, ya que él la ofreció por los de todos.
B) v. 21. -Di que estos mis dos hijos se sienten en tu Reino… Porque veía la madre que Jesús subía a Jerusalén, y hacía poco había dicho que se sentarían los Apóstoles, como asesores suyos, para juzgar las doce tribus de Israel (Mt. 19, 28), creyendo que va a la capital para fundar su reino, le pide las dos primeras plazas Para sus dos hijos. Excusan los intérpretes a esta madre, por su abnegación en seguir a Jesús, dejando al marido, y ayudarle con sus bienes; por el deseo de que sus hijos estén cerca de Jesús: por el natural amor materno, que quiere lo mejor para los hijos. Nosotros debemos aprovechar lo que la actitud de la madre tiene de bueno, y dejar lo defectuoso: aspirar a una estrecha unión con Jesús, a participar de sus gracias, a hacernos dignos de su predilección a tener en la gloria un trono refulgente, es cosa santa; Para ello, como los hijos del Zebedeo, se valieron de la influencia de su madre para pedir a Jesús, debemos valernos de la prepotencia de la nuestra que está en los cielos, María, Madre del mismo Jesús. Pero debemos despojarnos de toda ambición, no sólo de la tierra, Sino hasta de gracias y carismas extraordinarios, que Dios concede libérrimamente a quien quiere, según los fines de su providencia.
c) v. 22. – No sabéis lo que pedís. – No es extraño que los hijos del Zebedeo no sepan lo que piden, cuando el mismo Príncipe de los Apóstoles no sabía, en el Tabor, lo que se decía, comenta Crisóstomo. Porque a veces consintió el Señor que sus discípulos pensasen o dijesen algo desordenado, para hallar en su culpa ocasión de enseñarnos la doctrina verdadera, sabiendo que el error los discípulos no daña, estado el Maestro presente, y que su doctrina edifica, no sólo para el presente, sino para lo futuro. La próvida sabiduría del divino Maestro, que de estas desviaciones de sus Apóstoles supo sacar altos y profundos conceptos y ejemplos para nuestra edificación.
D) v. 23. -No me pertenece a mí darlo a vosotros… -No pertenece ahora, porque todavía no es la hora de ejercer de Juez y dar a cada uno lo que le toca. No le pertenece, porque con vocación a la fe se atribuye al Padre (Rom. 8, 30; 1 Cor. 1, Gal. 1, 6, etc.); como nadie va al Hijo si el Padre no le atrae (Ioh. 6, 44); como el Padre conserva para el Hijo a aquellos que le ha dado (Ioh, 17, 11); así al Padre se atribuye la predestinación y la concesión de los lugares que cada cual se haya gloria; es que la predestinación y la posesión del cielo se atribuyen al poder y a la providencia de Dios, y éstos son atributos del Padre hasta el punto de que note Maldonado que en ningún lugar Escritura se atribuye a otro que al Padre la predestinación. Jesús aquí, por lo mismo, como siervo, como Hijo del hombre porque en cuanto Dios, es igual al Padre, » y hace las mismas cosas que el Padre» (Ioh. 5, 17, 10).
E) v. 24. -Los diez se indignaron contra los dos hermanos… Como los dos hermanos pidieron según la carne, así los diez compañeros se indignaron también según la carne: porque cosa vituperable es querer sobreponerse a todos; pero es cosa excepcional demasiado gloriosa tolerar que otro esté sobre nosotros, dice el Crisóstomo. Así, debemos reprimir en nosotros tanto la ambición que nos impele a subir nosotros, como la envidia y los celos, que nos obligan a querer disminuyan los demás.
F) v. 26. – Entre vosotros, todo el que quisiere ser vuestro criado… – Los príncipes del mundo son tales, dice el Crisóstomo, que dominan a los demás, les imponen gabelas y usan de ellos para su propia utilidad, hasta la muerte; en cambio príncipes de la Iglesia son constituidos para que sirvan a los que son inferiores a ellos, y les administren todo lo que recibieron a Cristo, posponiendo sus propias utilidades y buscando las ajenas no rehuyendo morir por la salud de los interiores. Por lo mismo desear los primeros puestos en la Iglesia, ni es justo, ni útil. Ningún hombre en juicio se somete voluntariamente a la servidumbre y peligro de dar cuenta de toda la Iglesia; a no ser quien no el juicio de Dios, abusando aseglaradamente de la preeminencia eclesiástica y convirtiéndolo en principado civil.