Domingo XXVII Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 28 septiembre, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas (Domingo XXVII del Tiempo Ordinario – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Gén 2, 18-24 : Y serán los dos una sola carne.
-Salmo: 127, 1-6 : R. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
-2ª Lectura: Heb 2, 9-11 : El santificador y los santificados proceden todos del mismo.
+Evangelio: Mc 10, 2-16 : Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Gregorio de Nacianzo
Sermón: Es éste un gran misterio.
Sermón 37, 5-7 sobre Mateo 19, 1-12: PG 36, 287-291.
Se acercaron a Jesús unos fariseos y le preguntaron para ponerlo a prueba: ¿Es lícito a uno despedir a su mujer por cualquier motivo? Nuevamente lo ponen a prueba los fariseos, nuevamente los que leen la ley no entienden la ley, nuevamente los que se dicen intérpretes de la ley necesitan de otros maestros. No bastaba con que los saduceos le hubieran tendido una trampa a propósito de la resurrección, que los letrados le interrogaran sobre la perfección, los herodianos a propósito del impuesto, y otros sobre las credenciales de su poder. Todavía hay quien quiere sondearlo a propósito del matrimonio, a él que no es susceptible de ser tentado, a él que instituyó el matrimonio, a él que creó todo este género humano a partir de una primera causa.
Y él, respondiéndoles, les dijo: ¿No habéis leído que el Creador en el principio los creó hombre y mujer? Entiendo que este problema que me habéis planteado —dijo—, concierne a la estima y al honor de la castidad, y requiere una respuesta humana y justa. Pues observo que sobre esta cuestión hay muchos mal predispuestos y que acarician ideas injustas e incoherentes.
Porque ¿qué razón hay para usar la coacción contra la mujer, mientras se es indulgente con el marido, al que se le deja en libertad? En efecto, si una mujer hubiere consentido en deshonrar el tálamo nupcial, quedaría obligada a expiar su adulterio, penalizándola legalmente con durísimas sanciones; ¿por qué, pues, el marido que hubiera violado con el adulterio la fidelidad prometida a su mujer queda absuelto de toda condena? Yo no puedo en modo alguno dar mi aprobación a esta ley, estoy en completa disconformidad con dicha tradición.
Los que sancionaron esta ley eran hombres, y por eso fue promulgada en contra de la mujer; y como quiera que pusieron a los hijos bajo la patria potestad, dejaron al sexo débil en la ignorancia y el abandono. ¿Dónde está, pues, la equidad de la ley? Uno es el creador del varón y de la mujer, ambos fueron formados del mismo barro, una misma es la imagen, única la ley, única la muerte, una misma la resurrección. Todos hemos sido procreados por igual de un varón y de una mujer: uno e idéntico es el deber que tienen los hijos para con sus progenitores.
¿Con qué cara exiges, pues, una honestidad con la que tú no correspondes? ¿Cómo pides lo que no das? ¿Cómo puedes establecer una ley desigual para un cuerpo dotado de igual honor? Si te fijas en la culpabilidad: pecó la mujer, mas también Adán pecó: a ambos engañó la serpiente, induciéndolos al pecado. No puede decirse que una era más débil y el otro más fuerte. ¿Prefieres hacer hincapié en la bondad? A ambos salvó Cristo con su pasión. ¿O es que se encarnó sólo por el hombre? No, también por la mujer. ¿Padeció la muerte sólo por el hombre? También a la mujer le deparó la salvación mediante su muerte.
Pero me replicarás que Cristo es proclamado descendiente de la estirpe de David y quizá concluirás de aquí que a los hombres les corresponde el primado en el honor. Lo sé, pero no es menos cierto que nació de la Virgen, lo que es válido igualmente para las mujeres. Serán, pues —dice—, los dos una sola carne: por consiguiente, la carne, que es una sola, tenga igual honor.
Ahora bien, san Pablo —incluso con su ejemplo— da a la castidad carácter de ley. Y ¿qué es lo que dice y en qué se funda? Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Es hermoso para una mujer reverenciar a Cristo en su marido; es igualmente hermoso para el marido no menospreciar a la Iglesia en su mujer. Que la mujer —dice— respete al marido, como a Cristo. Por su parte, que el marido dé a su esposa alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (09-10-1994)
Misa de clausura del Encuentro Mundial con las Familias, 9 de octubre de 1994.
1. «Creo en Dios, Padre todopoderoso, creador…».
Queridos hermanos y hermanas;
familias peregrinas:
El Obispo de Roma os saluda hoy en la plaza de San Pedro, con ocasión de la solemne eucaristía que estamos celebrando. Ésta es la eucaristía del Año de la familia. Nos unimos espiritualmente a todos los que han acogido la llamada de este Año y están hoy aquí con nosotros presentes en espíritu. Con ellos profesamos nuestra fe en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra.
La liturgia de este domingo en la primera lectura, tomada del libro del Génesis, expone la verdad sobre la creación. En particular, recuerda la verdad sobre la creación del hombre «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 27). Como varón o mujer, el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios mismo: «varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). En ellos tiene comienzo la comunión de las personas humanas. El hombre-varón «abandona a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne» (Gn 2, 24). En esta unión trasmiten la vida a nuevos seres humanos: llegan a ser padres. Participan de la potencia creadora del mismo Dios.
Hoy, todos los que, mediante su maternidad o su paternidad, se asocian al misterio de la creación, profesan a «Dios, Padre todopoderoso, creador…».
Profesan a Dios como Padre, porque a él deben su maternidad o paternidad humana. Y, profesando su fe, se confían a este Dios, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 15), por la gran tarea que les corresponde personalmente como padres: la labor de educar a los hijos. «Ser padre, ser madre», significa «comprometerse en educar». Y educar quiere decir también «generar»: generar en el sentido espiritual.
2. «Creo en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios…, que por obra del Espíritu Santo se encarnó en el seno de María, la Virgen, y se hizo hombre».
Creemos en Cristo, que es el Verbo eterno: «Dios de Dios, Luz de Luz». El, en cuanto consubstancial al Padre, es Aquel por quien todo fue creado. Se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Como Hijo del hombre santificó la familia de Nazaret, que lo había acogido en la noche de Belén y lo había salvado de la crueldad de Herodes. Esta familia —en la que José, esposo de la purísima Virgen María, hacía para el Hijo las veces del Padre celeste— ha llegado a ser don de Dios mismo a todas las familias: la Sagrada Familia.
Creemos en Jesucristo, que, viviendo durante treinta años en la casa de Nazaret, santificó la vida familiar. Santificó también el trabajo humano, ayudando a José en el esfuerzo por mantener la Sagrada Familia.
Creemos en Jesucristo, el cual ha confirmado y renovado el sacramento primordial del matrimonio y de la familia, como nos recuerda el pasaje evangélico que hemos escuchado (cf. Mc 10, 2-16). En él vemos cómo Cristo, en su coloquio con los fariseos, hace referencia al «principio», cuando Dios «creó al hombre —varón y mujer los creó—» para que, llegando a ser «una sola carne» (cf. Mc 10, 6-8), trasmitieran la vida a nuevos seres humanos. Cristo dice: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mc 10, 8-9). Cristo, testigo del Padre y de su amor, construye la familia humana sobre un matrimonio indisoluble.
3. Creo —creemos— en Jesucristo, que fue crucificado, condenado a muerte de cruz por Poncio Pilato. Aceptando libremente la pasión y la muerte de cruz redimió el mundo. Resucitando al tercer día, confirmó su potencia divina y anuncio la victoria de la vida sobre la muerte.
De este modo, Cristo ha entrado en la historia de todas las familias, porque su vocación es servir a la vida. La historia de la vida y de la muerte de cada ser humano está injertada en la vocación de cada familia humana, que da la vida, pero que también participa de un modo muy particular en la experiencia del sufrimiento y de la muerte. En esta experiencia está presente Cristo que afirma: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11, 25-26).
Creemos en Jesucristo, que, en cuanto Redentor, es el Esposo de la Iglesia, como nos enseña san Pablo en la carta a los Efesios. Sobre este amor esponsal se fundamenta el sacramento del matrimonio y de la familia en la nueva alianza. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella (…). Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos» (Ef 5, 25. 28). En el mismo espíritu san Juan exhorta a todos (y en particular a los esposos y a las familias) al amor recíproco: «Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4, 12).
Queridos hermanos y hermanas, hoy damos gracias de manera particular por este amor que Cristo nos ha mostrado: el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5); el amor que os ha sido dado en el sacramento del matrimonio y que desde entonces no ha cesado de alimentar vuestra relación, impulsándoos a la donación recíproca. Con el pasar de los años este amor también ha alcanzado a vuestros hijos, que os deben el don de la vida. ¡Cuánta alegría suscita en nosotros el amor que, según el evangelio de hoy, Jesús manifestaba a los niños: «Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el reino de Dios» (Mc 10, 14).
Hoy pedimos a Cristo que todos los padres y educadores del mundo participen de este amor con el que él abraza a los niños y jóvenes. El mira sus corazones con el amor y la solicitud de un padre y, al mismo tiempo, de una madre.
4. «Creo en el Espíritu Santo». Creemos en el Espíritu Paráclito, en Aquel que da la vida, y es «Señor y dador de vida» (Dominum et vivificantem). ¿No es acaso él quien ha injertado en vuestros corazones ese amor que os permite estar juntos como marido y mujer, como padre y madre, para el bien de esta comunidad fundamental que es la familia? En el día en que los esposos se prometieron recíprocamente «fidelidad, amor y respeto para toda la vida», la Iglesia invocó al Espíritu Santo con esta conmovedora oración: «Infunde sobre ellos la gracia del Espíritu Santo para que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, perseveren fieles en la alianza conyugal» (Rituale Romanum, Ordo celebrandi matrimonium, n. 74).
¡Palabras verdaderamente conmovedoras! Aquí están los corazones humanos que, invadidos de recíproco amor esponsal, gritan para que su amor pueda alcanzar siempre la «fuerza de lo alto» (cf. Hch 1, 8). Sólo gracias a esa fuerza que brota de la unidad de la santísima Trinidad, pueden formar una unión, unión hasta la muerte. Sólo gracias al Espíritu Santo su amor logrará afrontar los deberes, tanto de marido y mujer como de padres. Precisamente el Espíritu Santo «infunde» este amor en los corazones humanos. Es un amor noble y puro. Es un amor fecundo. Es un amor que da la vida. Un amor bello. Todo lo que san Pablo ha incluido en su «himno al amor» (cf. 1 Co 13, 1-13) constituye el fundamento más profundo de la vida familiar.
Por este motivo hoy, en presencia de tantas familias de todo el mundo, renovamos nuestra fe en el Espíritu Santo, pidiendo que todos sus dones permanezcan siempre en las familias: el don de sabiduría y de inteligencia, el don de consejo y de ciencia, el don de fortaleza y de piedad. Y también el don de temor de Dios, que es «principio de la sabiduría» (Sal 111, 10).
5. Hermanos y hermanas; familias aquí reunidas; familias cristianas del mundo entero, construid vuestra existencia sobre el fundamento de aquel sacramento que el Apóstol llama «grande» (cf. Ef 5, 32). ¿Acaso no veis cómo estáis inscritos en el misterio del Dios vivo, de aquel Dios que profesamos en nuestro «Credo» apostólico?
«Creo en el Espíritu Santo (..). Creo en la Iglesia santa» (unam, sanctam, catholicam et apostolicam Ecclesiam). Vosotros sois «iglesia doméstica» (cf. Lumen gentium, 11), como ya enseñaron los Padres y escritores de los primeros siglos. La Iglesia construida sobre el fundamento de los Apóstoles tiene en vosotros su inicio: «Ecclesiola; iglesia doméstica». Así pues, la Iglesia es la familia de las familias. La fe en la Iglesia vivifica nuestra fe en la familia. El misterio de la Iglesia, este misterio fascinante presentado de modo profundo por la doctrina del concilio Vaticano II, halla precisamente su reflejo en las familias.
Queridos hermanos y hermanas, vivid en esta luz. Que la Iglesia, extendida por todo el mundo, madure como unidad viva de Iglesias: communio Ecclesiarum, también de aquellas iglesias domésticas que sois vosotros.
Y cuando pronunciéis las palabras del Credo que se refieren a la Iglesia, sabed que ellas os atañen a vosotros.
6. Profesamos la fe en la Iglesia y esta fe permanece estrechamente unida al principio de la vida nueva, a la que Dios nos ha llamado en Cristo. Profesamos esta vida. Y, profesándola, recordamos tantos baptisterios del mundo en los que fuimos engendrados a esta vida. Y además a estos baptisterios habéis llevado a vuestros hijos y vuestras familias. Profesamos que el bautismo es un sacramento de regeneración «por el agua y el Espíritu» (Jn 3, 5). En este sacramento se nos perdona el pecado original así como cualquier otro pecado, y llegamos a ser hijos adoptivos de Dios a semejanza de Cristo, que es el único Hijo unigénito y eterno del Padre.
Hermanos y hermanas; familias: ¡Qué inmenso es el misterio del que habéis llegado a participar! ¡Qué profundamente se une mediante la Iglesia vuestra paternidad y vuestra maternidad —queridos padres y queridas madres— con la eterna paternidad del mismo Dios!
7. Creemos en la santa Iglesia. Creemos en la comunión de los santos. Creemos en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro.
¿Acaso no es necesario, ya en vísperas del tercer milenio, que nos esforcemos en vivir este año particular, el Año de la familia, en semejante perspectiva de salvación? Del misterio de la creación del hombre como communio personarum hemos pasado así al misterio de la communio sanctorum. La vida humana que tiene su principio en Dios mismo encuentra allí su meta y su cumplimiento. La Iglesia vive en continua comunión con todos los santos y beatos, los cuales viven en Dios. En Dios se da también la eterna «comunión» de todos los que, aquí en la tierra, fueron padres y madres, hijos e hijas. Todos ellos no están separados de nosotros. Están unidos a la común historia de salvación, que mediante la victoria sobre el pecado y sobre la muerte conduce a la vida eterna, donde Dios «enjugará toda lágrima de los ojos humanos» (cf. Ap 21, 4), donde nosotros lo reconoceremos como Padre, Hijo y Espíritu Santo, y donde él, a su vez, nos reconocerá a nosotros. Él morará en nosotros, porque entonces se manifestará que él —sólo él, que es «el alfa y la omega, el primero y el último» (Ap 22, 13)— será «todo en todos» (1 Co 15, 28).
8. Queridas familias aquí reunidas; familias de todo el mundo: Os deseo que, mediante la eucaristía de hoy, mediante nuestra oración común, sepáis siempre descubrir vuestra vocación, vuestra gran vocación en la Iglesia y en el mundo. Esta vocación la habéis recibido de Cristo que «nos santifica» y que «no se avergüenza de llamarnos hermanos y hermanas», como hemos leído en el pasaje de la carta a los Hebreos (Hb 2, 11). He aquí que Cristo os dice hoy a todos vosotros: «Id, pues, por todo el mundo y enseñad a todas las familias» (cf. Mt 28, 19). Anunciándoles el evangelio de la salvación eterna, que es el «evangelio de las familias». El Evangelio —lab uena nueva—es Cristo, «porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). Y Cristo es «el mismo ayer, hoy v siempre» (Hb 13, 8). Amén.
Homilía (15-10-2000)
Jubileo de las Familias. Domingo 15 de octubre de 2000.
1. «Nos bendiga el Señor, fuente de la vida». Amadísimos hermanos y hermanas, esta invocación, que hemos repetido en el Salmo responsorial, sintetiza muy bien la oración diaria de toda familia cristiana, y hoy, en esta celebración eucarística jubilar, expresa eficazmente el sentido de nuestro encuentro.
Habéis venido aquí no sólo como individuos, sino también como familias. Habéis llegado a Roma desde todas las partes del mundo, con la profunda convicción de que la familia es un gran don de Dios, un don originario, marcado por su bendición.
En efecto, así es. Desde los albores de la creación, sobre la familia se posó la mirada y la bendición de Dios. Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen, y les dio una tarea específica para el desarrollo de la familia humana: «Los bendijo y les dijo: Creced, multiplicaos y llenad la tierra» (Gn 1, 28).
Vuestro jubileo, amadísimas familias, es un canto de alabanza por esta bendición originaria. Descendió sobre vosotros, esposos cristianos, cuando, al celebrar vuestro matrimonio, os prometisteis amor eterno delante de Dios. La recibirán hoy las ocho parejas de diferentes partes del mundo, que han venido a celebrar su matrimonio en el solemne marco de este rito jubilar.
Sí, que os bendiga el Señor, fuente de la vida. Abríos al flujo siempre nuevo de esta bendición, que encierra una fuerza creadora, regeneradora, capaz de eliminar todo cansancio y asegurar lozanía perenne a vuestro don.
2. Esta bendición originaria va unida a un designio preciso de Dios, que su palabra nos acaba de recordar: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2, 18). Así es como el autor sagrado presenta en el libro del Génesis la exigencia fundamental en la que se basa tanto la unión conyugal de un hombre y una mujer como la vida de la familia que nace de ella. Se trata de una exigencia de comunión. El ser humano no fue creado para la soledad; en su misma naturaleza espiritual lleva arraigada una vocación relacional. En virtud de esta vocación, crece en la medida en que entra en relación con los demás, encontrándose plenamente «en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24).
Al ser humano no le bastan relaciones simplemente funcionales. Necesita relaciones interpersonales, llenas de interioridad, gratuidad y espíritu de oblación. Entre estas, es fundamental la que se realiza en la familia: no sólo en las relaciones entre los esposos, sino también entre ellos y sus hijos. Toda la gran red de las relaciones humanas nace y se regenera continuamente a partir de la relación con la cual un hombre y una mujer se reconocen hechos el uno para el otro, y deciden unir sus existencias en un único proyecto de vida: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne» (Gn 2, 24).
3. ¡Una sola carne! ¡Cómo no captar la fuerza de esta expresión! El término bíblico «carne» no evoca sólo el aspecto físico del hombre, sino también su identidad global de espíritu y cuerpo. Lo que los esposos realizan no es únicamente un encuentro corporal; es, además, una verdadera unidad de sus personas. Se trata de una unidad tan profunda que, de alguna manera, los convierte en un reflejo del «Nosotros» de las tres Personas divinas en la historia (cf. Carta a las familias, 8).
Así se comprende el gran reto que plantea el debate de Jesús con los fariseos en el evangelio de san Marcos, que acabamos de proclamar. Para los interlocutores de Jesús, se trataba de un problema de interpretación de la ley mosaica, que permitía el repudio, provocando debates sobre las razones que podían legitimarlo. Jesús supera totalmente esa visión legalista, yendo al núcleo del designio de Dios. En la norma mosaica ve una concesión a la sklhrokard|a, a la «dureza del corazón». Pero Jesús no se resigna a esa dureza. ¿Y cómo podría hacerlo él, que vino precisamente para eliminarla y ofrecer al hombre, con la redención, la fuerza necesaria para vencer las resistencias debidas al pecado? Jesús no tiene miedo de volver a recordar el designio originario: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer» (Mc 10, 6).
4. ¡Al principio! Sólo él, Jesús, conoce al Padre «desde el principio», y conoce también al hombre «desde el principio». Él es, a la vez, el revelador del Padre y el revelador del hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Por eso, siguiendo sus huellas, la Iglesia tiene la tarea de testimoniar en la historia este designio originario, manifestando que es verdad y que es practicable.
Al hacerlo, la Iglesia no desconoce las dificultades y los dramas que la experiencia histórica concreta registra en la vida de las familias. Pero también sabe que la voluntad de Dios, acogida y realizada con todo el corazón, no es una cadena que esclaviza, sino la condición de una libertad verdadera que tiene su plenitud en el amor. Asimismo, la Iglesia sabe -y la experiencia diaria se lo confirma- que cuando este designio originario se oscurece en las conciencias, la sociedad sufre un daño incalculable.
Ciertamente, existen dificultades. Pero Jesús ha proporcionado a los esposos los medios de gracia adecuados para superarlas. Por voluntad suya, el matrimonio ha adquirido, en los bautizados, el valor y la fuerza de un signo sacramental, que consolida sus características y sus prerrogativas. En efecto, en el matrimonio sacramental los esposos, como harán dentro de poco las parejas jóvenes cuya boda bendeciré, se comprometen a manifestarse mutuamente y a testimoniar al mundo el amor fuerte e indisoluble con el que Cristo ama a la Iglesia. Se trata del «gran misterio», como lo llama el apóstol san Pablo (cf. Ef 5, 32).
5. «Os bendiga Dios, fuente de la vida». La bendición de Dios no sólo es el origen de la comunión conyugal, sino también de la apertura responsable y generosa a la vida. Los hijos son en verdad la «primavera de la familia y de la sociedad», como reza el lema de vuestro jubileo. El matrimonio florece en los hijos: ellos coronan la comunión total de vida («totius vitae consortium»: Código de derecho canónico, c. 1055, 1), que convierte a los esposos en «una sola carne»; y esto vale tanto para los hijos nacidos de la relación natural entre los cónyuges, como para los queridos mediante la adopción. Los hijos no son un «accesorio» en el proyecto de una vida conyugal. No son «algo opcional», sino «el don más excelente» (Gaudium et spes, 50), inscrito en la estructura misma de la unión conyugal.
La Iglesia, como se sabe, enseña la ética del respeto a esta institución fundamental en su significado al mismo tiempo unitivo y procreador. De este modo, expresa el acatamiento que debe dar al designio de Dios, delineando un cuadro de relaciones entre los esposos basadas en la aceptación recíproca sin reservas. De este modo se respeta, sobre todo, el derecho de los hijos a nacer y crecer en un ambiente de amor plenamente humano. Conformándose a la palabra de Dios, la familia se transforma así en laboratorio de humanización y de verdadera solidaridad.
6. A esta tarea están llamados los padres y los hijos, pero, como ya escribí en 1994, con ocasión del Año de la familia, «el «nosotros» de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el «nosotros» de la familia, que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una gradual expansión» (Carta a las familias, 16). Cuando se respetan las funciones, logrando que la relación entre los esposos y la relación entre los padres y los hijos se desarrollen de manera armoniosa y serena, es natural que para la familia adquieran significado e importancia también los demás parientes, como los abuelos, los tíos y los primos. A menudo, en estas relaciones fundadas en el afecto sincero y en la ayuda mutua, la familia desempeña un papel realmente insustituible, para que las personas que se encuentran en dificultad, los solteros, las viudas y los viudos, y los huérfanos encuentren un ambiente agradable y acogedor. La familia no puede encerrarse en sí misma. La relación afectuosa con los parientes es el primer ámbito de esta apertura necesaria, que proyecta a la familia hacia la sociedad entera.
7. Así pues, queridas familias cristianas, acoged con confianza la gracia jubilar, que Dios derrama abundantemente en esta Eucaristía. Acogedla tomando como modelo a la familia de Nazaret que, aunque fue llamada a una misión incomparable, recorrió vuestro mismo camino, entre alegrías y dolores, entre oración y trabajo, entre esperanzas y pruebas angustiosas, siempre arraigada en la adhesión a la voluntad de Dios. Ojalá que vuestras familias sean cada vez más verdaderas «iglesias domésticas», desde las cuales se eleve a diario la alabanza a Dios y se irradie a la sociedad un flujo de amor benéfico y regenerador.
«¡Nos bendiga el Señor, fuente de vida!». Que este jubileo de las familias constituya para todos los que lo estáis viviendo un gran momento de gracia. Que sea también para la sociedad una invitación a reflexionar en el significado y en el valor de este gran don que es la familia, formada según el corazón de Dios.
Que la Virgen María, «Reina de la familia», os acompañe siempre con su mano materna.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (08-10-2006)
Domingo 8 de octubre de 2006.
Este domingo, el evangelio nos presenta las palabras de Jesús sobre el matrimonio. A quien le preguntaba si era lícito al marido repudiar a su mujer, como preveía un precepto de la ley mosaica (cf. Dt 24, 1), responde que se trataba de una concesión hecha por Moisés por la «dureza del corazón», mientras que la verdad del matrimonio se remontaba «al principio de la creación», cuando «Dios ―como está escrito en el libro del Génesis― los creó hombre y mujer. Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y serán los dos una sola carne» (Mc 10, 6-7; cf. Gn 1, 27; 2, 24). Y Jesús añadió: «De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10, 8-9). Este es el proyecto originario de Dios, como recordó también el concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes: «La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece con la alianza del matrimonio… El mismo Dios es el autor del matrimonio» (n. 48).
Mi pensamiento se dirige a todos los esposos cristianos: juntamente con ellos doy gracias al Señor por el don del sacramento del matrimonio, y los exhorto a mantenerse fieles a su vocación en todas las etapas de la vida, «en las alegrías y en las tristezas, en la salud y en la enfermedad», como prometieron en el rito sacramental. Ojalá que, conscientes de la gracia recibida, los esposos cristianos construyan una familia abierta a la vida y capaz de afrontar unida los numerosos y complejos desafíos de nuestro tiempo. Hoy su testimonio es especialmente necesario. Hacen falta familias que no se dejen arrastrar por modernas corrientes culturales inspiradas en el hedonismo y en el relativismo, y que más bien estén dispuestas a cumplir con generosa entrega su misión en la Iglesia y en la sociedad.
En la exhortación apostólica Familiaris consortio, el siervo de Dios Juan Pablo II escribió que «el sacramento del matrimonio constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo «hasta los últimos confines de la tierra», como auténticos «misioneros» del amor y de la vida» (cf. n. 54). Esta misión se ha de realizar tanto en el seno de la familia ―especialmente mediante el servicio recíproco y la educación de los hijos― como fuera de ella, pues la comunidad doméstica está llamada a ser signo del amor que Dios tiene a todos. La familia cristiana sólo puede cumplir esta misión si cuenta con la ayuda de la gracia divina. Por eso es necesario orar sin cansarse jamás y perseverar en el esfuerzo diario de mantener los compromisos asumidos el día del matrimonio. Sobre todas las familias, especialmente sobre las que atraviesan dificultades, invoco la protección maternal de la Virgen y de su esposo san José. María, Reina de la familia, ruega por nosotros.
Homilía (04-10-2009)
Misa de apertura de la II Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos.
Basílica de San Pedro, Domingo 4 de octubre de 2009
Las lecturas bíblicas de este domingo hablan del matrimonio. Pero, más estrictamente, hablan del proyecto de la creación, del origen y, por lo tanto, de Dios. En este plano converge también la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde dice: «Tanto el santificador —es decir, Jesucristo— como los santificados —es decir, los hombres— tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos» (Hb 2, 11). Así pues, del conjunto de las lecturas destaca de manera evidente el primado de Dios Creador, con la perenne validez de su impronta originaria y la precedencia absoluta de su señorío, ese señorío que los niños saben acoger mejor que los adultos, por lo que Jesús los indica como modelo para entrar en el reino de los cielos (cf. Mc 10, 13-15). Ahora bien, el reconocimiento del señorío absoluto de Dios es ciertamente uno de los rasgos relevantes y unificadores de la cultura africana. Naturalmente en África existen múltiples y diversas culturas, pero todas parecen concordar en este punto: Dios es el Creador y la fuente de la vida. Pero la vida, como sabemos bien, se manifiesta primariamente en la unión entre el hombre y la mujer y en el nacimiento de los hijos; por tanto, la ley divina, inscrita en la naturaleza, es más fuerte y preeminente que cualquier ley humana, según la afirmación clara y concisa de Jesús: «Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre» (Mc 10, 9). La perspectiva no es ante todo moral: antes que al deber, se refiere al ser, al orden inscrito en la creación.
En cuanto al tema del matrimonio, el texto del capítulo 2 del Libro del Génesis ha recordado el perenne fundamento, que Jesús mismo ha confirmado: «Por ello dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne» (Gn 2, 24). ¿Cómo no recordar el admirable ciclo de catequesis que el siervo de Dios Juan Pablo II dedicó a este tema, a partir de una exégesis muy profunda de este texto bíblico? Hoy, proponiéndonoslo precisamente en la apertura del Sínodo, la liturgia nos ofrece la luz sobreabundante de la verdad revelada y encarnada de Cristo, con la cual se puede considerar la compleja temática del matrimonio en el contexto africano eclesial y social. Pero también con respecto a este punto deseo recordar brevemente una idea que precede a toda reflexión e indicación de tipo moral, y que enlaza de nuevo con el primado del sentido de lo sagrado y de Dios. El matrimonio, como la Biblia lo presenta, no existe fuera de la relación con Dios. La vida conyugal entre el hombre y la mujer, y por lo tanto de la familia que de ella se genera, está inscrita en la comunión con Dios y, a la luz del Nuevo Testamento, se transforma en imagen del Amor trinitario y sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia. En la medida en que custodia y desarrolla su fe, África hallará inmensos recursos para dar en beneficio de la familia fundada en el matrimonio.
Incluyendo en el pasaje evangélico también el texto sobre Jesús y los niños (Mc 10, 13-15), la liturgia nos invita a tener presente desde ahora, en nuestra solicitud pastoral, la realidad de la infancia, que constituye una parte grande y por desgracia doliente de la población africana. En la escena de Jesús que acoge a los niños, oponiéndose con desdén a los discípulos mismos que querían alejarlos, vemos la imagen de la Iglesia que en África, y en cualquier otra parte de la tierra, manifiesta su maternidad sobre todo hacia los más pequeños, también cuando no han nacido aún. Como el Señor Jesús, la Iglesia no ve en ellos principalmente destinatarios de asistencia, y todavía menos de pietismo o de instrumentalización, sino a personas de pleno derecho, cuyo modo de ser indica el camino real para entrar en el reino de Dios, es decir, el de abandonarse sin condiciones a su amor.
Homilía (07-10-2012)
Misa de apertura del Sínodo de los Obispos. Plaza de San Pedro. Domingo 7 de octubre de 2012
[…] 2. Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de la carta a los Hebreos, pero debemos… acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, «coronado de gloria y honor por su pasión y muerte» (Hb 2,9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1,1); y el crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su gracia.
3. El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: «Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne» (Gn 1,24, Mc 10,7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser «una sola carne» en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias…
Congregación para el Clero
[…] En la Liturgia de la Palabra de hoy parecen alternarse el anuncio inequívoco de Cristo acerca de la Voluntad de Dios sobre la creación y la resistencia de sus interlocutores: los fariseos y los discípulos. Y en la conducta de unos y otros, podemos advertir que la verdadera diferencia entre los discípulos del Señor, es decir, todos nosotros, y los enemigos del Señor, no está en la inmediata comprensión y acogida de las palabras del Maestro o en su obstinado rechazo.
Hemos escuchado cómo, después de la respuesta del Señor a los fariseos, los discípulos, una vez que llegaron a casa, lejos de la muchedumbre, le vuelven a preguntar sobre el tema, movidos por el interés de un modo completamente nuevo y fascinante de mirar la realidad, como es la mirada de Cristo. Pero, probablemente, también les movía la dificultad para aceptar la novedad que trae consigo esta mirada: San Mateo, en efecto, narrando el mismo episodio, recoge una afirmación de los discípulos, casi escandalosa para nuestra sensibilidad: “Si esa es la condición del hombre con respecto a su mujer, no trae cuenta casarse” (Mt 19,10).
Tanto los fariseos como los discípulos, pues, no comprenden las palabras del Señor: unos y otros parecen resistirse. Pero, a diferencia de los discípulos, los fariseos se acercan al Señor “para ponerlo a prueba” (Mc 10,2). Se les ve indispuestos a tomar en serio lo que Él les ha dicho. Tan es así que a la pregunta de Cristo –“¿Qué os ha mandado Moisés”?- reaccionan respondiéndole no a Él: “Moisés permitió escribir un libelo de repudio y despedirla”: están totalmente sordos en el corazón y en la mente.
El Señor, con una paciencia conmovedora, aprovechando incluso el mal para sacar el bien de aquellos que ama, ofrece entonces dos preciosos criterios. Ante todo, no apela a una Ley superior, sino que va al origen mismo de la Ley, o sea, a la Voluntad y a la obra del Creador: “Al principio de la creación, Dios le hizo varón y mujer” y continúa: “por lo tanto, que el hombre no separe lo que Dios ha unido”. El precepto de “no separar” es solamente la consecuencia de la obra de Dios: unirse.
La ley –divina y revelada, ante todo, y después, natural– no constituye para nosotros una incomprensible norma que hay que aplicar, como si fuera un obstáculo para nuestra libertad y originalidad, sino que representa, más bien, la correspondencia de nuestra razón y voluntad a lo real, a la inteligencia que está inscrita en la naturaleza de las cosas y que a nosotros se nos da, por naturaleza, poder conocerla.
El segundo precioso criterio que el Señor indica es el que extraemos del último diálogo del Evangelio de hoy: “El que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él”. Para recibir el Reino de Dios, que es él sentido último de la realidad y que coincide con la persona misma de Cristo, hay que hacerse como niños, humildes, reconociéndose necesitado de todo y estar atento al propio corazón, a esa brújula que Dios ha puesto dentro de nosotros, que, si está rectamente formada e iluminada por la gracia, es un parámetro infalible para reconocer la excepcional presencia del Señor y para seguirlo fielmente en la fidelidad a la Iglesia y al Magisterio, en la correspondencia a los deberes del propio estado de vida y aprovechando toda ocasión, fortuna e importunamente, para anunciarlo y testimoniarlo.
Pidamos a la Santísima Virgen que modele nuestro corazón, que lo haga humilde y dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo, fiel a la realidad y enamorado de Cristo, y que nos conduzca al Puerto esperado por todos los que la invocamos como Madre de la Iglesia. Amén.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Una sola carne
Todo aquello que configura la vida de cada persona no es ajeno al seguimiento de Cristo. Es lo que sucede con la realidad del matrimonio que encontramos en el evangelio del domingo vigésimo séptimo (10,2-16). En realidad, al rechazar el divorcio lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios (1ª lectura: Gen 2,18-24). Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había pensado y querido «al principio».
La Buena Noticia que es el evangelio abarca a toda la existencia humana. También el matrimonio. Pero, como siempre, Cristo va a la raíz. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestros corazones», es decir, como mal menor por el pecado y sus consecuencias.
Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque viene a sanar al ser humano en su interior, viene a dar un corazón nuevo. Cristo viene a hacerlo nuevo. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad… todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.
«Carne» en sentido bíblico no se refiere sólo al cuerpo, sino a la persona entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «ser una sola carne» indica que los matrimonios han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones… Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento. Pero, por lo dicho, se ve también que un matrimonio vive como divorciado, aunque no haya llegado al divorcio de hecho, si no existe una profunda unión de mente y corazón entre los esposos.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo VII
El autor de la Carta a los Hebreos nos muestra a Cristo como el Redentor que vino a salvar a los hombres y a unirlos en una sola raza, para conducirlos a Dios. Y las lecturas primera y tercera tratan del tema del matrimonio cristiano. Nos manifiestan la original decisión divina de diferenciar al ser humano en hombre y en mujer, para asociarlos así, de modo connatural y maravilloso, a la obra creadora en la propagación de la vida humana en el tiempo y para la eternidad.
Génesis 2,18-24: Serán los dos una sola carne. Hombre y mujer tienen, según el designio divino, la misma dignidad de hijos de Dios. La Sagrada Escritura re-vela a todos un conjunto de profundas verdades que no fueron descubiertas ni por la especulación filosófica, antigua o moderna, ni por las religiosidades paganas. El autor sagrado enseña en el nombre de Dios la perfecta igualdad del hombre y de la mujer, la superioridad de los mismos al mundo animal, y su unión íntima en el matrimonio, en el que las más profundas exigencias naturales se purifican y perfeccionan en un amor que vincula para siempre.
El Salmo 127 es un canto a la felicidad doméstica de quien teme al Señor: «Dichoso el que teme al Señor y sigue su camino. Comerás del fruto de tu trabajo… Tu mujer como parra fecunda… Tus hijos como renuevos de olivo… Que te bendiga el Señor desde Sión, que veas a los hijos de tus hijos. Paz a Israel».
Hebreos 2,9-11: El Santificador y los santificados proceden todos del mismo. Cristo Jesús, Hijo de Dios, hecho hombre, es quien ha llevado a su auténtica dignidad al ser humano: destinándolo a la eternidad y regenerándolo con su sangre redentora. El autor de la Carta quiere demostrar que la altísima dignidad de los cristianos, pues su Cabeza, Cristo Jesús, ha recibido una doble gloria: fue anunciado por los profetas y ha renovado en el hombre su dignidad perdida, según el Salmo 8, elevándolo a una excelsa condición divina. Por tanto, todos los hombres, pasados, presentes y futuros tienen relación con Él. Y por eso mismo, entre Jesús y nosotros hay un común destino, que solo con Él y por Él podemos alcanzar.
Marcos 10,2-6:Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. La obra redentora de Cristo Jesús tuvo que rescatar también la institución matrimonial de la profunda degradación a que había sido llevada por el pecado de los hombres. La alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio para toda la vida, ordenado por la misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de los hijos, fue elevada por Cristo en los bautizados a la dignidad de sacramento. Y así escribe Tertuliano:
«No hay palabras para expresar la felicidad de un matrimonio que la Iglesia une, la oblación divina confirma, la bendición consagra, los ángeles lo registran y el Padre lo ratifica. En la tierra no debe los hijos casarse sin el consentimiento de sus padres. ¡Qué dulce es el yugo que une a dos fieles en una misma esperanza, en una misma ley, en un mismo servicio! Los dos son hermanos, los dos sirven al mismo Señor, no hay entre ellos desavenencia alguna, ni de carne ni de espíritu.
«Son verdaderamente dos en una misma carne; y donde la carne es una y el espíritu es uno. Rezan juntos, adoran juntos, ayunan juntos, se enseñan el uno al otro, se soportan mutuamente. Son iguales en la iglesia, en el banquete de Dios. Comparten por igual las penas, las persecuciones, las consolaciones. No tienen secretos el uno para el otro; nunca rehuyen la compañía mutua; jamás son causa de tristeza el uno para el otro… Cantan juntos los salmos e himnos. En lo único que rivalizan entre sí es ver quién de los dos cantará mejor. Cristo se regocija viendo a una familia así, y les envía su paz. Donde están ellos, allí está también Él presente, y donde está Él el Maligno no puede entrar» (A su esposa 2,8).
Alessandro Pronzato
El pan del Domingo: Ciclo B. Síguemen, Salamanca (1987), pp. 233ss
La pregunta de los fariseos es capciosa y sólo tiene el objetivo de poner a Jesús a prueba. La trampa podía consistir en obligarle a declararse a favor de una de las escuelas rabínicas que estaban encontradas en esta materia, o hacerle caer en desgracia ante Herodes Antipas -como le había sucedido a Juan Bautista- por el episodio «candente» del repudio de su mujer legítima.
El divorcio estaba generalmente admitido en el judaísmo. La discusión quedaba abierta en los motivos que le podían autorizar. La iniciativa, salvo rarísimas excepciones, pertenecía siempre al marido. La gama de razones era bastante amplia. Iba desde los casos más fútiles (la mujer que dejaba quemar la comida), para pasar a través de los que se consideraban como atentados a la moral del tiempo (la mujer que salía sin el tradicional velo calado sobre la cara, o que se entretenía en la calle a hablar con todos o que se ponía a hilar en la vía pública), para llegar al caso más grave, el adulterio. Solamente para esta última situación no había prácticamente dudas acerca de la posibilidad e incluso el deber del divorcio.
Para los demás casos, las posiciones eran muy distintas. El texto fundamental era una disposición sancionada por el Deuteronomio (24, 1-4). Especialmente la expresión -«…porque descubre en ella algo vergonzoso» – daba origen a la controversia. Se enfrentaban dos escuelas que tenían por jefes a dos rabinos prestigiosos, Shammai (casi rigorista, y esta línea severa tutelaba, sobre todo, la dignidad de la mujer contra el arbitrio del marido) y Hillel (que adoptaba una actitud más permisiva, que de hecho desembocaba en la facilonería y legitimaba toda clase de pretextos, incluso los caprichos del marido).
La única restricción para un divorcio rápido era establecida por… el dinero. En efecto, el hombre, además de conceder el libelo de repudio, estaba obligado a dar a la mujer una suma establecida en el contrato matrimonial.
En el caso de que no tuviera esta posibilidad financiera, para… resarcirlo del inconveniente de tener que soportar una mujer desagradable, se le consentía llevar a casa otra mujer. Así se verificaban no pocos casos de poligamia. Jesús no se deja envolver en una casuística tediosa. En relación a aquella «concesión» de Moisés, Jesús precisa que aquella permisión que ellos interpretaban como una conquista, como un signo de benevolencia divina para ellos, en realidad sería un inquietante testimonio contra ellos, porque se mostraban incapaces de vivir el amor en la relación hombre-mujer como lo vive Dios en alianza estrecha con su pueblo.
Por ello Jesús, saltando el legalismo de los fariseos, lleva la cuestión «al principio del mundo» (v. 6) para encontrar el proyecto de Dios en la relación hombre-mujer. De esta forma les hace reflexionar sobre el hecho de que la voluntad divina implica una unión muy estrecha entre los sexos con la característica de indisolubilidad. «Luego lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (v. 9). Parece que aquí el hombre no hay que entenderlo como «legislador humano» o «autoridad judicial», sino que indicaría al marido en su responsabilidad personal. «Detrás de las imágenes Jesús se refiere a la relación personal. Es una locura tratar este texto como una prescripción legal. Sus palabras son espirituales y, por tanto, las más vinculantes; pero su aplicación es dejada a la conciencia cristiana iluminada» (V. Taylor).
Podemos sintetizar así la posición del Maestro:
1. Superación del legalismo. Tanto del permisivo como del restrictivo. Jesús no ha venido ni para ampliar ni para restringir la ley, sino para abrir horizontes. Saltando decididamente el aspecto jurídico, lleva el debate a su verdadero horizonte: la intención fundamental del Creador.
2. Jesús rechaza también el ponerse en un plano que entienda el matrimonio fundamentalmente como un contrato, donde todo es cuestión de obligaciones, dar y recibir, propiedad, derechos, razones más o menos válidas. El se coloca en el plano de la dignidad de la persona y de la seriedad del amor. No duda en definir como «adulterio» la ruptura de una relación y de un «pacto», que no tienen nada de contrato, sino que deben producir el esquema de alianza de Dios con su pueblo, y constituir por ello una comunidad estable, a pesar de las distintas contingencias.
3. Pero en todo el discurso de Jesús me parece poder captar esencialmente una oferta. Moisés había ofrecido una derogación, una concesión. El ofrece una posibilidad. Precisamente él, que parece más exigente, en realidad es más abierto. Abierto en dirección de las posibilidades del hombre. La posibilidad que se ofrece es precisamente la de volver al proyecto inicial de Dios, a pesar de la fragilidad y debilidad humanas. La vuelta «al principio, a la fuente, no es sencillamente una llamada para descubrir la voluntad originaria de Dios, sino a encontrar en él aquella fuerza que el hombre no puede obtener por sí mismo. (…)
La posición de Jesús, hoy sería definida «intransigente». En realidad, él no pide prolongar una relación puramente exterior, mantener en pie una fidelidad-como-soga-al-cuello, vacía de contenido y de alegría. Exige un compromiso que, al referirse a Dios, encuentra la luz y la fuerza para superar todos los elementos disgregadores, para soldar las roturas, para encontrar la frescura de un don que representa un desafío a lo provisional.
Lo que pretende es una fidelidad creativa, no cansinamente repetitiva. Una fidelidad que se inserte en la línea del amor, no de la ley; en la línea de la alianza, no del contrato-comercio.
Una fidelidad portadora de valores actuales, no de gestos vacíos. Jesús, en el fondo, más que pedir continuar, pide re-comenzar. La posibilidad que ofrece no es ciertamente la de apuntalar un edificio en ruinas, sino la de reconstruirlo. Sí, Jesús es intransigente. No puede no serlo. Porque está de parte de la libertad.
Ciertamente los lazos se atenúan y se desgastan. Las motivaciones iniciales «ya no valen». La costumbre hace cansino el paso y nivela la realidad. Las dificultades son reales. Nos cansamos. También Dios ha conocido dificultades parecidas en su relación con el hombre. Ha ocurrido algo grave. También Dios se ha cansado del hombre. Y precisamente cuando no podía más, ha decidido terminar. Y ha venido a buscar al hombre… Este es el estilo de Dios.
Cuando la distancia es demasiada, cuando entre los dos no hay ya nada en común, Dios decide abolir las distancias, rompe su clausura divina y viene a plantar su tienda en medio de nosotros.
¿Quién no ha dicho alguna vez «así no se puede seguir», «en estas condiciones es imposible continuar»? Y nos paramos. Dios, en cambio, precisamente entonces da el paso decisivo con relación al hombre. Con la encarnación Jesús no viene a traernos a domicilio el «libelo de repudio», sino el «gozoso anuncio» de su amor incurable por el hombre.
Adrien Nocent: Unidad del matrimonio
El Año Litúrgico: Celebrar a Jesucristo. Tomo VII. Sal Terrae, Santander (1982), pp. 58ss.
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10, 2-16)
El evangelio de hoy contiene dos partes que no están visiblemente unidas entre sí. San Marcos refiere diferentes enseñanzas de Jesús agrupándolas bajo un mismo título, el de la revelación y la fe, pero sin preocuparse de una unión lógica entre tales enseñanzas. La 1ª lectura de hoy tendrá conexión únicamente con la primera parte del evangelio. Nos vemos, por ello, impulsados a insistir en ésta, sin por eso olvidar completamente la otra parte. Al comentario de la primera parte del evangelio haremos que siga el de la 1ª lectura, tomando a continuación la segunda parte del evangelio.
El debate se abre a partir de una insidiosa pregunta planteada por un fariseo. Se trata de un grupo que interroga a Jesús, concretamente acerca del divorcio. Podría uno pensar que se encuentra en una reunión mundana de hoy día, con ocasión de la cual un sacerdote se encuentra en un aprieto a propósito de un problema lleno de actualidad en la vida de un Estado, cuyo gobierno se ve a menudo envuelto en dificultades, precisamente por el mismo tema planteado a Jesús en el evangelio. Está claro que san Marcos se siente en esta ocasión satisfecho de poder ofrecer una instrucción precisa a sus fieles a propósito del matrimonio.
Se trata de la manera cristiana de concebir el matrimonio, concepción que se enfrenta con la manera palestina y pagana de concebirlo. Conflicto entre cristianismo, judaísmo y paganismo a propósito de la fidelidad en el matrimonio.
En efecto, según el judaísmo, el adulterio se da en la mujer con respecto a su marido; el hombre, en cambio, no es adúltero respecto a su mujer. San Marcos es claro en la forma de referir las afirmaciones de Cristo. Hombre y mujer están en el mismo plano en lo que a su deber de fidelidad se refiere: un hombre que repudie a su mujer y se case con otra, es adúltero. El adulterio existe lo mismo para el hombre que para la mujer. La ley mosaica sobre el repudio está claramente abolida. Jesús propone aquí, pues, la ley de Dios que sobrepasa toda disposición particular y temporal adoptada por Moisés. Cristo no se queda en el enunciado de un principio, sino que se apoya en la Escritura, y, así, leemos aquí la interpretación que Jesús da al texto de Génesis: «Al principio de la creación, Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne». Es afirmar la unidad irrompible y permanente del matrimonio.
-Y serán los dos una sola carne (Gn 2, 18-24)
El relato del Génesis nos presenta al hombre y a la mujer como dos seres iguales que tienen un origen común. En efecto, la mujer no es objeto de una «creación» a la manera que lo fue el hombre, sino que la mujer sale del hombre; la persona del hombre se encuentra únicamente diversificada, con el fin de recibir la ayuda que solicita de Dios, pero no existe otro ser humano profundamente diferente que sea creado. Por eso exclama Adán: Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne». Adán mismo le da nombre a la mujer: «Su nombre será Mujer». Las traducciones aquí son impotentes para dar el realismo, importante sin embargo, de esta exclamación de Adán. El término hebreo empleado es ish: hombre; «ish» da a la que ha salido de él el nombre de «mujer», es decir, ishah, femenino de ish.
Pero el libro del Génesis prosigue explicando las consecuencias de esta «creación» de la mujer: «Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne». El libro pone así de relieve la unidad de la pareja. Sin embargo, no habría que exagerar el alcance del texto del Génesis; el papel de la mujer como ayuda del hombre fue perfectamente comprendido en los tiempos antiguos, sin que por ello se admitiera la poligamia en la vida de los patriarcas. En nuestro texto de san Marcos no se trata más que del repudio; la poligamia no queda recogida en las reflexiones de Jesús. Lo que el autor y autores del Génesis querían, era afirmar la igualdad de la mujer: en el plano humano no es distinta del hombre, no le es inferior. En ella encuentra el hombre una compañera igual a sí mismo, de la misma naturaleza que él y que proviene de él, de quien aquella es «una parte».
De este modo, ya en los primeros tiempos de la Iglesia tiende ésta a dar una doctrina que viene de su experiencia vivida. En el plan de Dios, la mujer es entregada al hombre como su ayuda, pero como su igual. Hay entre ellos tal unidad, que no se puede pensar en romperla; todos los motivos que puedan aducirse, no tienen consistencia ante el hecho ontológico que representa su «creación» en la unidad. Y así, la unidad de la pareja y la exigente fidelidad de los esposos, uno para con el otro, no es únicamente una exigencia moral, que sería obediencia a unos acuerdos, a una ley externa a ellos mismos, sino que esa exigencia de fidelidad está inscrita en lo que ellos son uno para el otro ontológicamente. Nadie puede ir en contra de esta ontología; ni nadie, ni la Iglesia, y esto tiene consecuencias hasta el heroísmo. Meditación salvadora para todos los esposos, especialmente en nuestra época, en que las concepciones paganas y eróticas tienden a cobrar empuje. No es sólo un hecho de moralidad externa el que exige la moralidad de los esposos, sino la manera en que Dios mismo ha concebido el mundo y ha pensado al hombre dándole una ayuda que sea para el otro yo-mismo.
-El Reino de Dios es de los que son como ellos
El evangelio de hoy tiene una segunda parte que no tiene unión con la primera.
Ha podido haber confusión sobre las palabras de Jesús a propósito del Reino y de los niños. Cristo no recomienda la actitud general e ingenua, ni tampoco la irresponsabilidad de los niños, en orden a la entrada en el Reino, sino que quiere llamar la atención sobre un hecho: la acogida del don del Reino que se nos ofrece. Nadie tiene acceso a el si no recibe este don como recibe un don el niño. No se trata, por lo tanto, de una candidez infantil, ni de una pretensión de permanecer en la infancia, sino de mantener en uno mismo las posibilidades de acogida que encontramos en el niño. Un niño no está endurecido por el propio egoísmo, ni por su orgullo de saber; por eso acepta fácilmente y con generosidad lo que se le da. Así ocurre con el Reino. Los niños entran en él fácilmente, porque son capaces de acoger un don. Este frescor, que nada tiene que ver con la candidez, es lo que desea el Señor en quienes quieren entrar en el Reino.
Comentarios exegéticos
José A. Ciordia
Comentarios a las tres lecturas y consideraciones
Apuntes hechos públicos por sus alumnos
Primera Lectura: Gn 2, 18-24: Serán los dos una sola carne.
Segundo relato de la creación. Tradición Yavista. Estilo propio. Abundancia de símbolos, lenguaje figurado. Fina psicología. Interés didáctico. Verdades religiosas fundamentales. El autor de este segundo relato de la creación muestra ser un buen narrador y un buen conocedor de la psicología humana. Separa la creación del hombre (tierra y soplo) y la de los hombres (hombre y mujer) en dos tiempos con una finalidad didáctica. Sigue su propio camino. Sigámosle los pasos.
Choca, por contraste, la primera frase: No está bien que… El capítulo anterior había cantado, emocionado y agradecido, la bondad de todo lo creado: Y vio Dios que todo era bueno. Dios no ha creado individuos sueltos. Al hombre, al varón, lo ha creado en común con otro ser que lleva su mismo destino. El hombre necesita una ayuda, un ser semejante a él, que con pe formen una unidad profunda. Dios no hace las cosas a medias. El hombre solo hubiera sido una cosa a medias.
Los animales son formados de la arcilla. También el hombre; algo común los une. Pero el hombre posee el soplo divino que lo separa de ellos. Más aún, son inferiores a él, le están sujetos; le están sujetos como a Señor; son suyos, él mismo les pone los nombres, gesto de dominio y superioridad. El hombre no encuentra en ellos un semejante que le ayude. En realidad, los animales no son de su orden: No son, en definitiva, compañeros del hombre en el plan de Dios. El hombre, según el juego intencionado del autor, busca otro hombre. El yo busca un tú correlativo. Una persona busca otra,; no solo otra, sino la otra. El hombre siente la necesidad de la otra. Dios ha creado esa referencia fundamental indescriptible. Dios lo ha hecho así.
Nadie sabe a ciencia cierta el alcance de los términos sopor, costilla en el lenguaje figurado del autor. La literatura extrabíblica no aporta luz alguna definitiva ¿Qué simbolizan esos términos y esas acciones? El hombre duerme profundamente en el momento de ser creada la mujer. ¿Querrá decir el autor con ello el desconocimiento del modo y momento en que fue creada la mujer? Algunos lo creen así. El hombre ignora ese momento por completo. La figura de la costilla, en cambio, puede decirnos algo más. No perdamos de vista la institución del matrimonio, que es adonde va a parar toda la narración.
La costilla señala: a) pertenencia e igualdad. Los dos seres son de la misma naturaleza: carne de mi carne y hueso de mis huesos. Se pertenecen el uno al otro. La costilla es parte del cuerpo y no hay cuerpo sin costillas. B) Unidad íntima, como la forman el cuerpo y la costilla. Unidad, en la imagen, fisiológica. El matrimonio se concibe como el retorno, con esa referencia natural fisiológica, a la unidad primera. Han de formar una unidad y unión tal que se conciba como la existencia de dos en un sólo ser: una misma cosa. c) La costilla se encuentra a la altura del corazón. No en la cabeza -no superior al hombre-; no en los pies -inferior a él-; sino a la altura del corazón, sede de la vida afectiva e intelectiva del hombre. De ahí ha sido tomada la mujer, y ahí debe volver: a formar un sólo corazón. Ese es su puesto: el tú adecuado del hombre, la ayuda requerida, la compañera inseparable, la corresponsable segura en la realización del plan de Dios.
De ahí también su nombre varona, femenino de varón. La diferencia es mínima: la «a» de la terminación femenina. Pero toda una realidad nueva: la diferenciación de sexos y funciones correspondientes al papel asignado a cada uno en le gobierno del mundo. Cualidades singulares que se completan e integran mutuamente. La diferencia es querida y ordenada por Dios. En todo lo demás, iguales. Los dos han de formar uno. Uno magnífico y vital: una carne. Un querer, un sentir, un hacer juntos y en común. Es obra de Dios; es una maravilla. El hombre lo constata gozoso y satisfecho: Esto si que es… Matrimonio indisoluble. Lo recordará Jesús en el evangelio.
Así es la obra de Dios. Esa es la enseñanza fundamental de la narración, tan llena de sentido figurado ¿Qué literatura antigua, y aún nueva, puede presentar algo tan equilibrado y grande? ¿En qué civilización ha alcanzado la mujer un puesto tan honorable y digno, a la misma altura del hombre? La enseñanza del Génesis, es cierto, se ha olvidado con frecuencia. Es menester volver a aprenderla. El tiempo actual lo reclama.
Salmo responsorial: Sal 127, 1-6: Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Salmo de aire sapiencial. La presencia de dios en Sión irradia salud y bendición. Dios difunde, desde el santuario, la paz. Los ojos del Señor descansan, con toa seguridad, en los que le temen ¡Dichoso el que teme al Señor!
Se promete, se desea, se espera la bendición del Señor. son bienes elementales: el trabajo y su fruto, la familia numerosa y sana. No precisamente las riquezas y el confort. Bienes que hacen la vida, dentro de su sencillez, agradable, pacífica y próspera. La bendición sobre el individuo se alarga a la comunidad: hijos de los hijos, la paz. El Señor irradia bendición. Es un cuadro idílico.
Segunda Lectura: Hb 2, 9-11: Al santificador y los santificados proceden todos del mismo.
Breve lectura, pero densa de contenido. Veamos algunos pensamientos.
El hombre tiene por destino regir y dominar la creación. Así lo proclama el salmo 8, citado unas palabras antes. Dios lo ha dispuesto así. La promesa y disposición divinas, dirigida al hombre como totalidad, no ha llegado, observa el autor, a cumplirse todavía. El hombre está muy lejos de dominar la creación. Ni siquiera se domina a sí mismo. La misma muerte se presenta como un muro infranqueable. Sin embargo, como promesa divina, no puede quedar sin cumplimiento. El autor mira a Jesús y lo presenta como cumplidor perfecto de la disposición divina. Aplicaba a Jesús el salmo.
También Jesús, como reza el salmo, ha pasado un tiempo por un estado inferior a los ángeles. El autor piensa en la naturaleza humana de Jesús sujeta al dolor y a la muerte. Jesús, superior a los ángeles, fue hecho en su condición de humildad, en la humanidad no glorificada, inferior a los ángeles. Topamos otra vez con el misterio de Jesús. Pero eso ya pasó. Queda naturalmente la naturaleza humana, pero glorificada. Jesús, hombre, ha sido coronado de honor y gloria. Honor y gloria Real. Jesús, hombre, ha sido constituido Señor y Rey de todo lo creado, de la creación vieja que pasa -como su estado de humillación- y de la creación nueva, sobre todo, que no pasa. Jesús ha vencido a la muerte y es coronado Rey. Y no sólo Rey, sino también Sacerdote Supremo. Pues su pasión y su muerte fueron un verdadero acto sacrificial expiatorio y santificante. Es la afirmación central de la carta.
Jesús coronado de honor y gloria, según reza el salmo, cumple de modo eminente la vocación del hombre. Jesús es el hombre perfecto, el Hombre Nuevo. En él y por él consigue el hombre el destino para el que había sido creado: señor y rey de la creación. La glorificación de Jesús da sentido y realidad a ese destino del hombre. Al mismo tiempo revela su grandeza y extensión, su profundidad. Jesús hace al hombre Hombre. Fuera de Jesús no puede el hombre ser hombre.
La muerte de Jesús, pues, ha tenido efectos maravillosos. Todo por disposición gratuita de Dios. Convenía que así fuera, afirma el autor. Aunque misterioso en sí este acontecimiento, no deja de presentar ciertos contornos que lo hace más comprensible (el autor hace teología). La muerte de Jesús, en manos del Padre, ha sido un bien para todos: para nosotros los hombres -llevar multitud de hijos a la gloria-, y para Jesús -perfeccionar y consagrar al Guía de la salvación-. La muerte, pues, de Jesús nos ha reportado la gloria de ser hijos de Dios y como tales poder participar de su gloria. En Jesús somos los hombres coronados de honor y gloria. Jesús mismo, por otra parte, ha sido perfeccionado y consagrado por sus sufrimientos. Jesús hombre ha sufrido, valga la expresión, una profunda transformación en su naturaleza humana a través de su muerte. Ha sido glorificado, ha sido constituido Señor en poder y majestad, ha sido consagrado Sacerdote y Guía de la salvación. Dios ha constituido, por la muerte a Jesús el Nuevo Hombre y en él a todos nosotros hombres nuevos. La muerte, el dolor, que nos unía a él como a un ser débil y humano, nos unen ahora, por disposición divina en su pasión y su muerte, a su glorificación y Exaltación. Maravilla de las maravillas. El Santificador, pues, y los santificados pertenecen a una misma masa. No se avergüenza de llamarnos hermanos. Tenemos con él y en él una misma naturaleza y un mismo destino. La obra lo ha constituido Sacerdote fiel y misericordioso ¡Gracias a Dios!
Tercera lectura: Mc 10, 2-16: Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre.
Podemos dividir la lectura en dos partes bien definidas: a) la controversia de Jesús sobre el divorcio; b) la escena de los niños. No tiene nada que ver la una con la otra. En la primera podemos distinguir, a su vez, dos momentos: la controversia propiamente dicha y la enseñanza impartida a los discípulos.
Como es natural, lo principal de la controversia son las palabras de Jesús, en este caso, por la gravedad del asunto, de capital importancia. La sentencia de Jesús domina temática y literariamente la perícopa. Pierden interés y releve las circunstancias, los detalles y hasta los mismos interlocutores. No sabemos cuándo ni dónde, ni las palabras precisas de los contrarios. Lo que importa es la palabra de Jesús, y ahí está clara y transparente. La discusión no parece correr paralela. Más bien parecen dos planos que se cortan. Jesús habla de lo mandado y los fariseos de lo permitido. Preguntan por lo lícito, basándose en lo permitido, y Jesús, en el terreno de mandado, responde sobre la voluntad irrevocable de Dios.
El evangelio habla de prueba. Esta no parece ser otra cosa que obligarle a tomar posición, como Rabí, en la gran discusión de escuela en torno al tema del divorcio. Estas escuelas no discutían, al parecer, sobre la validez o licitud en sí del divorcio, sino más bien sobre la licitud del divorcio según los motivos o causan concretas que se alegaban para su declaración. Se mueven en el terreno jurídico. En este aspecto, las escuelas se diferenciaban por su rigidez o por su laxitud. Jesús va más allá. Jesús declara con autoridad de Mesías cual sea la voluntad de Dios. Veamos algunos puntos.
a) Moisés, auténtico legislador religioso, no ha hecho sino regular en la Ley, para evitar mayores males -por la dureza de corazón- una costumbre ancestral y arraigada en el pueblo. Moisés no manda; permite y regula lo permitido. La voluntad de Dios, en cambio, no corría paralela a la costumbre del pueblo.
b) La auténtica voluntad de Dios, su querer desde un principio, vienen expresados, no en la Ley del Sinaí, sino en el texto del Génesis, en los albores de la creación (Jesús es el primero que lo interpreta así). Marido y mujer son una sola carne, una unidad tal que nadie puede separar, Así lo ha instituido Dios, No separe el hombre -ni jurista, ni marido, ni mujer- lo que dios ha unido. Nadie tiene autoridad para ello. El hombre o mujer que lo hace incurre en desgracia divina. Y si uno de ellos -esposo o esposa- se casa de nuevo, comete adulterio. El caso no admite tergiversación.
c) El matrimonio, cuando se da, es indisoluble. La dignidad e indisolubilidad del matrimonio denota la dignidad y grandeza de los consortes. No es uno más que otro concedía al marido tan solo el poder incoar y presentar el libelo de repudio. Aquí aparecen los dos a la misma altura (derecho romano). En el fondo, a los dos compete y obliga, con idéntica responsabilidad, mantener unido el matrimonio.
d) Jesús habla como quien tiene autoridad; declara como Mesías la voluntad de Dios. El divorcio, pues, ni es lícito ni ilícito; sencillamente no existe. No hay divorcio. El hombre -esposo y esposa- no pueden separar por sí mismos lo que Dios ha unido y ratificado. Moisés regulaba -procuraba evitar mayores males- una costumbre no sana.
Consideraciones
Las lecturas de hoy presentan un tema actual y siempre vivo, como vivo y siempre actual son la vida y la institución que la cobija y fomenta: la familia ¿Qué podremos decir hoy de la familia Veamos algunos puntos.
Para el cristiano no puede haber otro punto de referencia que Cristo. Cristo, principio y fin de la creación, da sentido a todas las cosas. Las cosas, para verlas y entenderlas bien, hay que verlas en Cristo: Revelador y Esplendor del Padre. Sin Cristo nos quedaremos a oscuras y a medias, tergiversando la creación. Partamos, pues, de Cristo y de su misterio.
a) Cristo declara con autoridad suprema cuál es el sentido y alcance del matrimonio según la voluntad de Dios. El relato del Génesis y la enseñanza del evangelio lo proponen de forma tajante y clara: Dios ha instituido el matrimonio indisoluble, para siempre. Dios ha unido dos personas en una sola carne. Nadie ha de separarlos; nadie tiene autoridad para hacerlo. Un matrimonio posterior no sería un matrimonio, sería un adulterio. Y el adulterio está sancionado por la Ley de forma severa.
Cristo, pues, nos enseña el valor y la importancia del matrimonio. No es poca cosa. Pero no lo es todo ¿Puede el hombre, abandonado a sus propias fuerzas, comprender, aceptar y practicar semejante enseñanza? Moisés, se nos dice, se vio obligado a tolerar una costumbre contraria. Y no creo haya habido pueblo que no haya admitido, de una forma u otra, esa costumbre mala. La dureza de corazón ha intervenido desfavorablemente. El hombre, desde que se apartó de su Hacedor, lleva dentro de sí el pecado, el acendrado egoísmo, que lo ciega, que lo inclina al mal y lo arrastra a transtornar el orden establecido por Dios. El mismo Génesis nos habla ya de ese trastorno. Después del primer pecado comienza ya la disolución -desorden- en la persona, en la familia y en la sociedad. El hombre, hecho para crear, ha comenzado a deshacer. La enfermedad, a nivel cósmico, encontrará su médico en Jesús.
En Cristo -salmo 8, segunda lectura- encuentra el hombre su verificación como hombre según el destino de Dios, en todas las direcciones. También en el matrimonio. Necesitamos, para verlo, entenderlo y practicarlo, una referencia del tipo que sea, a Cristo Revelador y Realizador de la voluntad de Padre. Cristo nos introduce en el misterio de su vida y de su muerte, en el misterio de su amor ¿Y qué otra cosa podemos decir es el matrimonio sino una institución de amor? ¿Y cómo podremos conocer y entender el verdadero amor, según Dios, si no lo admiramos en Cristo? El matrimonio, institución de Dios, se realiza cristiano (siendo cristiano). No todos pueden comprenderlo en su valor, pues no todos comprenden el misterio de Cristo. Pablo lo refiere al misterio de Cristo y su Iglesia (Domingo XXI – ciclo B: Ef 5).
Por eso, sin la gracia, sin la referencia a Cristo, de la forma que sea, no se podrá entender ni practicar debidamente el misterio del matrimonio, reflejo del misterio de Cristo. La indisolubilidad del matrimonio, el amor perpetuo y entrañable de los esposos, no cabe fácilmente en una mente no cristiana. Es decir, el hombre a fuerza de la gracia de Cristo, no se encuentra en condiciones de cumplir a sus anchas la voluntad de dios. Hay que esforzarse, pues, con la gracia de Dios, para mantener indisoluble -práctico- y digno el matrimonio instituido por Dios: sin adulterios de ninguna clase, en verdadera unidad de sentimientos y voluntades, en un amor cristiano ve al hombre y a la mujer a su prístina dignidad. Todo esfuerzo será poco para mantener al matrimonio sano y salvo.
b) La dignidad de los esposos. La dignidad de la mujer, como ayuda, compañera, esposa y madre. Como el esposo, señor, es también ella señora. También aquí se habían introducido malas costumbres. El Génesis apuntaba más alto. Jesús vuelve a la mujer su dignidad primera, según la voluntad de Dios.
La diferenciación de sexos proviene de Dios y tiene una función específica relacionada, fundamentalmente, con la transmisión y cuidado de la vida. Los esposo son iguales y son diferentes. Esto no se puede olvidar. Por eso, ni un antifeminismo a ultranza ni un feminismo exaltado caben dentro del sentir cristiano. Hay que guardar el término querido por Dios.
c) El cristiano es optimista. Cree que, por el esfuerzo propio y la gracia de Dios, pueden el hombre y la mujer cumplir debidamente su compromiso matrimonial de ser una sola carne según Dios, durante toda la vida; de ser fiel uno al otro; de recuperar el amor perdido y de sanar las llagas ocasionada por la defección y el pecado ¡Son capaces de perdonar y de encontrarse de nuevo! Cristo lo posibilidad y realiza. Podemos rehacer lo que hemos deshecho. Jesús nos corona de honor y poder.
d) Conviene completar todo esto con otros textos del Nuevo Testamento. Todos ilustran este misterio en Cristo. A nosotros nos otra defender, fomentar, ayudar, colaborar para que el matrimonio cristiano se realice. La oración del salmo es oportuna. Pidamos y oremos por las familias cristianas, tan en peligro hoy día.
José Ma. Solé Roma
Comentario a las tres Lecturas
Ministros de la Palabra, Ciclo «B», Herder, Barcelona (1979).
Primera lectura: Génesis 2, 18 24
Estos capítulos del Génesis contienen interesantes enseñanzas teológicas. En la lectura de este domingo notemos las siguientes:
– El hombre, Adán, creado a imagen y semejanza de Dios: En virtud de esta gran dignidad de la cual dice el Salmista: «La luz de tu rostro está sellada (o impresa) en nosotros» (Sal 4, 7). El hombre es superior en naturaleza a todos los animales: «Le coronaste de gloria y de esplendor; le hiciste señor de las obras de tus manos; todo fue puesto por Ti bajo sus pies: ovejas, y bueyes todos juntos, y aun las bestias salvajes, y las aves del cielo y los peces del mar» (Sal 8, 7). Israel jamás cometerá la aberración de las naciones idólatras vecinas que tienen cultos para los astros, para las bestias y para los poderes misteriosos de la Naturaleza. El hombre es en la creación rey. Pone «nombre» (=domina) a todos los seres. Sólo adora al Creador.
– La soledad que oprime a este rey, con estar rodeado de tan variados y excelentes seres (20), expresa gráficamente que ningún animal es de la naturaleza del hombre; y que la sexualidad limita tanto al hombre como a la mujer, y hace que uno dependa y necesite del otro. Por ley de creación «varón-hembra» se buscan se aman, se fusionan, se complementan.
– Es bellísima e insuperable la lección catequética de los vv 21-23: a) El «sueño» de Adán expresa que la aparición de la mujer es misteriosa. Sólo el acto creador de Dios la explica. b) Eva (=la mujer), tomada de la costilla de Adán, expresa la igualdad de naturaleza de los dos sexos y la ley de su mutua atracción. En Israel la mujer no será esclava. c) Con este clima de amor y respeto mutuo el autor sagrado puede darnos la lección altísima de la institución del matrimonio (24). Matrimonio monógamo e indisoluble. ¿En cuál de los antiguos pueblos alcanzó el matrimonio tanta dignidad? Ambos esposos dignificados por igual y ambos en mutua dependencia y exigencia. San Pablo nos lo resumirá en aquella su frase lapidaria: «Si la mujer procede del varón, así el hombre nace de la mujer. Y de Dios uno y otro» (1 Cor 11, 12).
Segunda Lectura: Hebreos 2, 9 11.
Hoy en la «Collecta» de la Misa se nos recuerda esta gozosa y consoladora verdad: » Omnipotens sempiterne Deus, qui abundantia pietatis tuae et merita suplicum excedis et vota «.
– El autor de la Carta a los Hebreos nos expone lo que constituye la mayor dignificación y el mayor encumbramiento del hombre. El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios ha sido, sí, misterio de anonadamiento (Jesús hecho inferior a los ángeles: v 9), pero con este misterio la naturaleza humana alcanza la más excelsa dignidad. Cristo ya glorificado está ya con la naturaleza humana que asumió sentado a la diestra del Padre. Y nos ha hecho a todos los hombres «hijos» de Dios.
– Esta nivelación del Hijo de Dios con nosotros no ha sido teórica; no ha rehuido ningún abajamiento por humillante y lacerante que fuera. Hasta en el dolor y en la muerte se ha nivelado con nosotros (9b). Nada falta para que seamos «Hermanos» con el Hijo de Dios. Este nos da su filiación y tenemos el mismo Padre (11a). Y toma todas nuestras miserias: «No se avergüenza de llamarnos hermanos» (11b). Hermanos porque se solidariza en todo con nosotros. Hermanos porque nos asocia en todo a su vida.
– Entablemos, pues, con Cristo relaciones amistosas, fraternales. Nos dice Teresa de Jesús: «Muy buen amigo es Cristo. Le miramos como hombre. Vémosle con flaquezas y trabajos.» Y nos aconseja «traerle humano»: contemplarle como hombre: como «Hermano». La Encarnación le ha hecho «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29). Sin tal «Hermano», cuánta soledad nos afligiría: «Sin la Encarnación permanecería ignorada una dimensión de la divinidad; la que la hace más amable. La divinidad que se humilla, que desciende, que se entrega. Sin la Encarnación Dios no sería para nosotros más que una especie de infinito matemático, descolorido, impersonal, lejos del hombre, deshumanizado, fuera de nuestro alcance» (Carlos Cardó: Emmanuel, pág. 43). Y debemos a María Virgen este «Hermano». Y también por ser Cristo nuestro «Hermano», María Virgen es nuestra Madre. Hermanos y coherederos, pero: ut simus ejus in gloria coheredes, ei, mortem ipsius annuntiando, compatimur (Postcom.).
Evangelio: Marcos 10, 2 16.
En el hecho que parece anecdótico de una pregunta capciosa que los fariseos proponen a Jesús vamos a oír de labios del Maestro enseñanzas preciosas sobre el matrimonio:
– Jesús restituye al matrimonio la dignidad y la pureza que Dios quiso darle desde el principio y que fue perdiendo por culpa de las pasiones humanas. El Matrimonio debe ser en el plan de Dios y así deben vivirlo los hombres: uno-monógamo-indisoluble. Y Jesús osa enfrentarse con Moisés (4). Y da a la ley matrimonial la máxima perfección. Es, pues, superior a Moisés.
– Puede exigirlo así Cristo a los hijos de la Nueva Alianza, porque a diferencia de la antigua que sólo era «Ley», ésta es «Gracia». La Gracia de Cristo santificará la unión matrimonial y dará vigor para llenar todos los deberes y superar todas las tentaciones.
– Y la «Gracia» que en la Nueva Alianza da Cristo al matrimonio es nada menos que la participación del amor que El (Esposo) tiene a la Iglesia (Esposa): «Dejará el hombre a su padre y a su madre; y se adherirá a su esposa; y serán los dos una sola carne. Este Sacramento es grande, os lo aseguro, porque mira a Cristo y a la Iglesia» (Ef 5, 31-32). El matrimonio cristiano significa y expresa el Desposorio Cristo-Iglesia. De ahí que sea fuente de gracia para que los esposos reflejen la fidelidad, la santidad, la fecundidad, el heroísmo del amor de Cristo a la Iglesia y de la Iglesia a Cristo.
R. Schnackenburg: El Evangelio según san Marcos: La indisolubilidad del matrimonio.
El Nuevo Testamento y su Mensaje, Herder, Barcelona (1980).
(…) Los fariseos (…) son los antagonistas que dan mayor peso a la decisión de Jesús. El problema mismo resulta sorprendente, puesto que la ley mosaica le da una solución clara: cualquier judío casado podía repudiar a su mujer mediante la entrega de una carta de repudio; en el judaísmo sólo se discutía sobre los motivos que hacían posible semejante repudio.1 La aclaración que hace el evangelista de que le preguntaban «para tentarlo», quiere subrayar su mala intención (cf. 8,11; 12,15).
Toda la introducción está proyectada desde el punto de vista de la comunidad que tenía el máximo interés en este problema y que, en base a la decisión de Jesús, se había separado de la práctica judía y pagana, cf. d. v. 10-12. En la contestación de Jesús sorprende que hable de que Moisés «os mandó», en tanto sus interlocutores dicen «permitió». En Mt 19 las cosas discurren de modo distinto. Marcos está más cerca de la intención original de la norma veterotestamentaria que representaba una cierta protección para la mujer repudiada, pues mediante el documento conservaba su honra y su libertad. De este modo la frase «mirando la dureza de vuestro corazón» no se interpreta como una concesión a la debilidad de los judíos, sino como un testimonio de reproche contra ellos, porque eran incapaces de cumplir la voluntad originaria de Dios. Sólo los fariseos lo interpretan como una prueba de la benevolencia divina. Jesús se remonta al relato del Génesis que para él expresa claramente la voluntad decidida de Dios, antes de la promulgación de la ley mosaica. De los dos pasajes bíblicos de Gen_1:27 y 2,24, se sigue que con la creación del varón y de la mujer iba vinculada la voluntad de Dios de que la pareja humana se convirtiese en una unidad indisoluble.
Uno y otra han abandonado la comunidad familiar anterior, que en las circunstancias del hombre antiguo le rodeaba y le brindaba una mayor protección que hoy, se han unido entre sí y forman ya algo inseparable. El proceso ideológico se apoya en el tenor literal del texto bíblico: con la creación de los dos sexos Dios ha querido esta unión, tan estrecha que de ahora en adelante varón y mujer forman una sola carne. El acento descansa en el «una sola», no en la «carne». Jesús lo subraya con su conclusión: en el matrimonio al marido y a la mujer hay que seguir considerándolos como una unidad. Dios mismo aparece como fundador del matrimonio -cosa que también pensaban muchos judíos incluso de cara a los matrimonios concretos-, por ello el hombre no puede ya romper esta unidad.
La argumentación de Jesús, fundada en la Escritura, no resulta nada singular a la luz del Documento de Damasco, que forma parte de la literatura qumraniana, pues también ese reducido grupo del judaísmo consideraba el relato de la creación como una prohibición del repetido matrimonio (4,21; cf. 5,1 ss). Hoy debemos buscar el sentido de la decisión de Jesús dentro del horizonte judío de su tiempo. Hay una condena tajante del connubio plural propiciado por el apetito sexual o de una poligamia sucesiva, condena que se funda en el orden de la creación, de la disposición natural de ambos sexos. Se reconoce la personalidad del hombre que permite ver en la comunidad conyugal no sólo la liberación del instinto sexual, sino la vinculación de una persona a otra, la realización personal del hombre en el encuentro y comunión con el cónyuge.
Es notable que en un tiempo y ambiente en que la mujer era considerada por lo general -incluso en el judaísmo- como un ser inferior y sometido al varón, la Biblia nos dé a conocer la dignidad humana según las miras de Dios; el hombre, sea varón o mujer, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gen_1:27). De este modo el matrimonio se eleva a una comunión personal, que cuanto más se realiza con mayor facilidad supera las dificultades y tensiones originadas por el instinto sexual.
La expresión «carne» no debe inducirnos a pensar que la unión sexual sea el elemento primero y principal; pues, en hebreo esa palabra significa ante todo al hombre en su completa realidad, aunque en el matrimonio ciertamente que la unión carnal -también como expresión de esa totalidad y entrega absoluta- cuenta también. La hostilidad al cuerpo y al instinto es ajena al judaísmo. La disolución de la sociedad conyugal la califica Jesús simple y llanamente de «adulterio», ruptura de la comunión entre dos, que Dios quiso desde el comienzo. No sin razón hablamos también nosotros de la «alianza matrimonial»; las relaciones de Dios con Israel como el pueblo de su alianza las presentan los profetas bajo la imagen de un matrimonio (especialmente Oseas 1-3). Ahora bien alianza es una vinculación personal, firme y obligatoria que debe ser permanente. La obligatoriedad perpetua, mientras dure la vida, no es así una imposición agobiante, sino una decisión libre y liberadora, que es posible al hombre desde su constitución personal y que refleja su dignidad. Cómo la Iglesia haya aceptado y expuesto esta decisión de Jesús, nos lo muestra el diálogo entre Jesús y sus discípulos que Marcos ha añadido para sus lectores.
Los discípulos vuelven a preguntar al Maestro sobre el tema «en la casa» (cf. el comentario a 9,33) y obtienen una información, que transmite a los destinatarios cristianos de Marcos, procedentes del paganismo, una palabra de Jesús a sus coetáneos judíos. El derecho matrimonial judío facilitaba -hasta en los menores detalles- sólo al varón la iniciativa de disolución de su matrimonio, precisamente mediante la entrega de la carta de repudio. (…) Marcos, en cambio, elige en 10,11s -al menos según la lectura que merece la preferencia- una forma de expresión que prevé para la mujer la misma posibilidad que para el marido en orden a intentar la separación, lo cual se debe al derecho matrimonial romano. De lo cual se deduce, sin embargo, que Marcos quiere inculcar a sus lectores étnico-cristianos cómo la resolución de Jesús les obliga al mantenimiento real y estricto de la prohibición del divorcio.
Esta concreta exposición «legal» la confirma también Pablo en sus instrucciones a la comunidad de Corinto. A los cristianos casados les ordena, no él sino «el Señor», que la mujer no se separe de su marido y que el marido no despida a su mujer. Añade además que si una mujer se ha separado, no vuelva a casarse o que se reconcilie con su marido (1Co_7:10s). El cristianismo primitivo conoció, pues, ya una «separación de mesa y lecho» sin disolución del matrimonio; práctica que no está atestiguada por lo que respecta al mundo judío y pagano. Se ha combatido esta interpretación que la Iglesia primitiva dio a la solución radical de Jesús. Originariamente Jesús habría declarado adulterio la separación matrimonial, a fin de poner de relieve la seriedad y grandeza del matrimonio. Habría rechazado la práctica separatoria frecuente entre los judíos, pero sin pretender dar un ordenamiento legal. Pero las comunidades, que vivían en las circunstancias concretas de este mundo, necesitaban unas instrucciones precisas, y así se habría llegado a la interpretación que la Iglesia católica ha mantenido hasta hoy. Una prohibición absoluta de separación en caso de un matrimonio válidamente contraído la rechazan tanto las Iglesias ortodoxas como las reformadas. Para ello se remiten a la «cláusula de fornicación», contenida en Mat_5:32 y 19,9, cuya interpretación se discute todavía hoy, incluso entre los exegetas católicos, o se apela a la superación radical del legalismo por parte de Jesús.
También en el orden de la nueva alianza puede fracasar un matrimonio por la debilidad y culpa de los hombres, caso en que la prolongación externa de un matrimonio fracasado puede llevar a nuevas culpas. El problema se ha complicado extraordinariamente por lo que respecta al carácter de las enseñanzas morales de Jesús como al cambio de las circunstancias sociales de nuestro tiempo, y no podemos estudiarlo aquí con más detenimiento. Pero hay algo sobre lo que no cabe duda alguna: con la mirada puesta en la voluntad originaria de Dios creador, Jesús quiso inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disolviesen su matrimonio; la Iglesia primitiva, por su parte, tomó muy en serio esta llamada obligatoria. (…)
[1] Se trataba de una explicación de Deu_24:1 «un motivo vergonzoso (o desagradable)» La tendencia más rígida -la del viejo maestro Shammay- refería el texto únicamente a hechos inmorales (adulterio); la más condescendiente -que era la de la escuela de Hilel- lo aplicaba a todas las razones posibles, hasta al hecho de haber dejado quemarse la comida (Mishna).
Isidro Gomá y Tomás: Matrimonio y Divorcio
El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona (1967), p. 295-303.
Matrimonio y Divorcio.
Explicación.
Van, para probarle, a proponerle una cuestión delicadísima, de orden teológico y social: «Y se llegaron a él los fariseos, tentándole, como solían, en forma que cualquiera que fuese su respuesta quedase comprometido, y diciendo: ¿Es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier causa?». La pregunta es de gran trascendencia dogmática y moral. Es de su naturaleza indisoluble el matrimonio: así lo quiso Dios. Pero hay en la condición humana muchas causas que conspiran contra esta ley fundamental, el interés, la comodidad, la pasión, el capricho; ni en el pueblo judío se pudo salvar la doctrina y la práctica de la indisolubilidad. Cuando Moisés hubo de dar su constitución al pueblo hebreo, debió legislar, de una manera concreta, sobre el divorcio, que ya había entrado en las leyes y costumbres de todos los pueblos. Y dio, por orden del Señor, este precepto, seguido de otros varios sobre el particular: «Si el hombre toma mujer, y la tuviese con sigo, y no hallare ésta ante sus ojos gracia por alguna fealdad, escribirá el libelo de repudio, y lo pondrá en mano de ella y la despedirá de su casa» (Deut. 24, 1). ¿Qué fealdad o deformidad se requería en la mujer para que pudiese el marido repudiarla? Según el rabino Hillel y su escuela, liberalísima en este punto, bastaba cualquier deformidad de la mujer, de orden doméstica, llegándose a autorizar el divorcio por la razón de hallar el marido una mujer más bella que la suya. La escuela de Schammai era más rigorista: sólo autorizaba el repudio por el adulterio de la mujer. En estas condiciones, y en medio de la relajación del pueblo judío en este punto, la respuesta era difícil.
«El respondió, y les dijo: ¿Qué os mandó Moisés? Ellos dijeron: Moisés permitió escribir libelo de repudio, y repudiarla. Replicándoles Jesús, dijo, remontándose a la misma raíz del matrimonio: ¿No habéis leído que el que hizo al hombre desde el principio de la creación, varón y hembra los hizo?» Los hizo varón y hembra desde el principio, significando la unión de uno con una: es el tipo perfecto de esta institución, independiente y superior a toda humana disputa. Las palabras que pone Dios en boca de Adán son tan expresivas de la unidad matrimonial como la misma unidad personal de sexos, ordenada a la unidad superior del matrimonio: Y dijo: «Por esto dejará el hombre a su padre y madre», pondrá en segundo lugar toda otra relación de carne y sangre, y se juntará a su mujer, se aglutinará a ella, con la cohesión de un vínculo superior a todo otro lazo puramente humano, y serán dos en una sola carne, dos serán una carne, un cuerpo, porque constituyen un solo Principio íntegro para el fin primordial del matrimonio.
Las consecuencias de este hecho y de esta doctrina son palmarias: es la primera la, indisolubilidad, en el mismo orden natural, del matrimonio: «Así que ya no son dos, sino una sola carne»; como no puede un cuerpo vivo partirse sin matarle, así no pueden separarse marido y mujer sin atentar contra la naturaleza de la unión. Es la segunda, la indisolubilidad por ley fundamental de Dios, contra la que no pueden prevalecer, las leyes humanas: «Por tanto, lo que Dios juntó, el hombre no lo separe». Altísima doctrina, que sitúa la cuestión por encima de las mezquinas disputas de los fariseos,
Estos no se dan por vencidos; le oponen un reparo natural: «Dícenle: Pues, ¿por qué mandó Moisés, dar libelo de repudio, y repudiarla?» Si Dios unió, ¿por qué Moisés separa? La respuesta de Jesús es perentoria: Les dijo: «Porque Moisés, por la dureza de vuestros corazones, os permitió repudiar a vuestras mujeres». Moisés no mandó el divorcio, sino que sólo lo consintió, por la pervicacia de aquel pueblo, su dureza de entrañas y de costumbres que, sin duda, a no ser el remedio del repudio, les hubiese llevado a mayores males, como matar a sus mujeres o darlas una vida insoportable. El mandato de Moisés sólo se refiere a la forma legal del repudio, para que constara oficialmente la libertad de la mujer repudiada. Mas esto no deroga la ley primitiva de la indisolubilidad del matrimonio: «al principio no fue así».
Y entonces Jesús, hablando como Legislador supremo, en tono enfático, «y dígoos»; sin temor a los laxos, sin miedo a Herodes, en cuya jurisdicción se hallaba y que vivía escandalosamente amancebado con la mujer de su hermano, se adhiere a la interpretación de Schammai, más conforme con el espíritu de la legislación mosaica, pero corrigiéndola, sentando la doctrina católica de la indisolubilidad del matrimonio, aun en el supuesto del divorcio legítimo por causa de adulterio: «que todo aquel que repudiare a su mujer, si no es por fornicación, y se casare con otra, comete adulterio: y el que se casare con una repudiada, comete adulterio».
El pensamiento de Jesús es claro: sólo hay un motivo de repudio perpetuo y definitivo de la mujer: es el adulterio; pero, aun en este caso, ni marido ni mujer pueden pasar a segundas nupcias: si se juntan a otro u otra, son adúlteros. Luego el lazo matrimonial primero subsiste; si no fuese así, serían ambos libres de contraer nuevamente.
El derecho de repudio se extiende en el Cristianismo a la mujer; el deber de la fidelidad es igual por ambas partes. Por disciplina eclesiástica se han equiparado al adulterio, en orden al divorcio perpetuo, la sodomía y la bestialidad, así como la apostasía de la fe, considerada como adulterio espiritual. La Iglesia ha reconocido además varias causas para un divorcio temporal de los esposos, en lo que no ha hecho más que interpretar y aplicar el derecho divino.
Lecciones morales.
A) v. 3. – ¿a un hombre repudiar a su mujer…? – Cuando vemos a un hombre que visita un médico tras otro, colegimos que está enfermo, dice el Crisóstomo, así cuando oigas hablar a un hombre o a una mujer que intentan separarse de su consorte, puede colegir que son lascivos. Deléitase la castidad en el matrimonio: sufre en él la lascivia, como atada por el lazo conyugal… De aquí provenía la pregunta de los fariseos a Jesús: no se cansaban de mudar, porque no se apagaba su lascivia, que no puede contenerse en las estrecheces de un matrimonio, sino que cuanto más se practica, más se enciergie. La Iglesia, celosa de los fueros del matrimonio y de la santidad del pueblo cristiano, no ha consentido jamás, ni doctrinalmente ni en la práctica, que se relajara el vínculo matrimonial una vez contraído y consumado el matrimonio.
B) v. 5. – Por esto dejará el hombre a su padre y madre… – Parece, sigue el Crisóstomo, que debiera ser más fuerte el amor de hermanos que el de esposos, porque aquéllos proceden de un mismo tronco, y éstos de distinto. Pero debe atenderse que es más fuerte la constitución u ordenación de Dios sobre las cosas que la fuerza de la naturaleza, ya que no son los mandamientos de Dios los que se sujetan a la naturaleza, sino al contrario. Además, los hermanos nacen de un tronco para seguir caminos diversos en la vida; pero marido y mujer nacen de distintos para converger en uno; y el orden de la naturaleza es ejecución de la ordenación de Dios. Por ello los padres aman más a los hijos que éstos a los padres, porque la transmisión del amor, como la savia de las plantas, no es de regreso a los padres, que son como la tierra de donde nacemos, sino que va a la procreación de los frutos que son los hijos. De aquí las palabras de Jesús: «Por esto dejará el hombre… «
C) v. 8. – Moisés, por la dureza de vuestros corazones, os permitió repudiar a vuestras mujeres… – El matrimonio es inmensamente superior a todo malestar que de él pueda originarse; una santa institución como lo es ésta, verdadero asiento de la sociedad cristiana, no debe depender, ni vacilar, porque en casos particulares sufran quebranto los que contrajeron, sea en sus intereses, o en la paz, o en la seguridad personal; ni menos debe estar sujeto al capricho de la pasión de los cónyuges. Pero a veces es tan infortunado el enlace, que puede peligrar el cuerpo, o el alma de los esposos; o se ha cometido atentado contra la fidelidad conyugal. La Iglesia ha autorizado el divorcio, que no puede obtenerse sino ante sus tribunales y con los trámites que tiene prescritos, para que temporalmente, o a perpetuidad, según los casos, sea lícita la separación de los esposos, tutelando así la Santa Madre el cuerpo y el alma de sus hijos y la misma santidad del sacramento. Pero el vínculo, a pesar de una declaración de divorcio, no se resuelve; y deberán permanecer en estado de continencia los esposos separados, so pena de faltar gravísimamente a sus deberes.
Jesús bendice a los niños: Lc. 18, 15-17 (Mt. 19, 13-15; Mc. 10, 13-16)
Explicación.
Desde el cap. 9, y. 51, el tercer Evangelista refiere él solo, con independencia de los demás, una serie de interesantísimos episodios, como es de ver en los números anteriores. Juntase ahora a los otros sinópticos para no separarse ya de ellos sino en contados casos. Así se completaron providencialmente los Evangelistas, llenando mutuamente sus vacíos, en el orden histórico y doctrinal. El presente dulcísimo episodio tiene lugar en la Perea, en una casa (Mc. 10, 10).
Y le traían también entonces unos niños, para que los tocara, para que les impusiera las manos, y orase. Lucas parece referirse a niños de pecho, infantes según el griego; Marcos, a niños más creciditos, párvulos: seguramente la solicitud maternal llevaba a unos y otros a Jesús. Se los llevan para que los toque, es decir, les imponga sus sacratísimas manos y ore por ellos: es uno de los poquísimos beneficios espirituales que se pidieron a Jesús en su vida; quizás aun intentaban con ello aquellas gentes librar a los pequeñuelos de futuros males. Pero el hecho de que Jesús les bendijera era prueba evidente de que son los infantes capaces de recibir beneficios de orden espiritual.
Los discípulos lo llevan a mal, sea porque reputen que es ello molesto al Señor, sea que juzguen indigno de él ocuparse de los niños: Viendo lo cual, los discípulos regañábanles a los que los presentaban.
Pero Jesús toma a mal la actitud de sus discípulos: «Mas Jesús, al ver esto, lo llevó a mal»; y no sólo llama a los que se habían retirado por la áspera reprensión de los discípulos: Llamólos (a los niños); sino que manda, en forma positiva y negativa, que vayan a él los niños: Y dijo: «Dejad que vengan a mí los niños, y no se lo impidáis». En lo que manifiesta la decidida voluntad de estar en contacto con ellos, y la gravedad del precepto que da a los suyos.
Y da Jesús la razón altísima: «Porque de los tales es el Reino de Dios»: son amados de Dios y de él; borrado el pecado original por la circuncisión, sin que faltara seguramente oportuno remedio para librar de él a las niñas, eran aquellos infantes herederos del cielo. De aquí se colige la legitimidad y la necesidad de bautizar a los infantes cristianos.
Esta tesis, en que se afirma la salvación de los pequeños, da a Jesús ocasión de aleccionar en la humildad a los mayores: Y en verdad os digo, que quien no recibiere, como un niño, el Reino de Dios, no entrará en él: simplicidad, humildad, docilidad, notas características de los infantes, son las que abren a los adultos las puertas del cielo (Cf. Mt. 18, 3; núm. 98). Después de la enseñanza, el hecho, el ejemplo, que revela toda la ternura del Corazón de Jesús: Y abrazándoles, y poniendo sobre ellos las manos, les bendecía: es lección de menosprecio del fausto humano, de la grandeza del niño, del amor con que debemos tratarlos. Y habiéndoles impuesto las manos, partió de allí. Probablemente ocurría este episodio en el interior, o a la entrada de alguna casa, porque Marcos (10, 17) nos presenta a Jesús «saliendo para ponerse en camino».
Lecciones morales.
A) v. 15. – Y le traían también entonces unos niños… – Juzgaban imposible aquellas gentes, dice Orígenes, que después que aquellas manos que tantos prodigios habían obrado hubiesen tocado a los niños, no fuesen éstos libres de toda incursión del demonio y de todo mal. Ministros y representantes de Jesús como son los sacerdotes, depositarios de sus gracias, deben bendecir a los niños que se acercan a ellos. Es santa costumbre que besen la mano consagrada del sacerdote; al acto de reverencia, debe éste con el afecto y con la palabra de bendición: «Que Dios te bendiga»; «Que Dios te haga bueno». Los padres y maestros deben enseñar a los niños esta práctica tan profundamente cristiana.
B) v. 15. – Los discípulos regañábanles… – No que no quisiesen que el Salvador les bendijese con la mano y con la palabra, dice el Crisóstomo, sino que pensaban que Jesús, a semejanza de los demás hombres, podía cansarse de la importunidad. No teman los cristianos importunar al sacerdote con los niños; escaso espíritu de Jesús tendría el sacerdote a quien los niños molestaran. El buen sacerdote sabe que éste es uno de los más fecundos campos de su apostolado, como es una de sus máximas responsabilidades cultivarlo con asiduidad y amor. ¿Qué sería del mundo si el sacerdote abandonara el cuidado de los niños?
C) v. 16. – Dejad que vengan a mí los niños… – ¡Distancia enorme entre este dulcísimo Pedagogo y los viejos maestros del paganismo! Estos se desdeñaban de tratar con el niño. Este ejemplo, repercutía en los demás, que eran desconsiderados y crueles con la tierna infancia. Pero Jesús rehabilita al infante, haciéndole entrar otra vez en la plenitud de sus derechos. Y en verdad, ¿quién podrá acercarse a Jesús, si de él son apartados los infantes?, dice San Crisóstomo. Porque si cuando mayores han de ser santos, ¿con qué derecho se prohibiría a los hijos venir al Padre? Y si han de ser pecadores, ¿por que ha de pronunciarse sentencia antes de que cometan pecado?
D) v. 16. – De los tales es el Reino de Dios. – De los tales, de los niños que han sido regenerados ya y de los adultos que a ellos se parecen, es el Reino de los cielos. Gran reverencia debemos a los niños ya bautizados: su alma es templo del Espíritu Santo, porque no han cometido aún pecado; tiene su ángel custodio, celoso de su guarda, porque el niño va en compañía de Dios; son candidatos del cielo. Que Dios ponga tiento en manos de quienes hayan de contribuir al desarrollo de la pequeña vida, para que de hecho llegue el niño a ser un ciudadano del cielo.
Manuel de Tuya
Biblia Comentada: La cuestión del divorcio y los niños
Biblia Comentada. Profesores de Salamanca, B.A.C., Madrid (1964), p. 698-699.
La cuestión del divorcio.
Mc 10,1-12; Cf. Comentario a Mt 19,1-12.
Después de una breve indicación geográfica, Mc recoge la escena en que los fariseos le preguntan, «tentándole», sobre la licitud del divorcio. Pero omite lo que Mt resalta: si se puede hacer por cualquier causa. Era tema discutido en las escuelas rabínicas. Pero, como aquellos casos concretos rabínicos no interesaban a los lectores étnico-cristianos de Mc, lo omite. Sólo le interesa enseñar la absoluta indisolubilidad del matrimonio.
Mc trae como propio las preguntas que sobre el tema le hacen los discípulos en casa. Igualmente plantea el divorcio desde el punto de vista de la mujer-derecho greco-romano–, que también estaba algún tanto en uso, mientras que Mt se atiene a la iniciativa del hombre, conforme a la ley judía.
Jesús bendice a los niños. 10,13-16
(Mt 19,13-15; Lc 18,15-17); Cf. Comentario a Mt 19,13-15.
Era costumbre bendecir los niños por los jefes de la sinagoga. Lo mismo que los hijos y discípulos se hacían bendecir por sus padres y maestros.
La imposición de manos, si les evocaba la bendición de Jacob sobre sus hijos (Gén. 48,14), también podrían pensar en su necesidad para un efecto taumatúrgico, como la hemorroisa. El reino ha de recibirse como los niños lo reciben. Conforme a las ideas del medio ambiente, no se refiere tanto a la mocedad como al pequeño valor que para un judío significaba un niño. Frente al orgullo y exigencia farisaica, el reino es simple don del cielo.
Si los apóstoles querían impedir su acceso a él, aparte de lo que podría haber de alboroto por acercarlos a Jesús, podría pensar el que eran niños: cosa sin gran valor para un judío.