Domingo XXV Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 14 septiembre, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas (Domingo XXV del Tiempo Ordinario – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Sab 2, 12. 17-20 : Lo condenaremos a muerte ignominiosa.
-Salmo: 53, 3-8 : R. El Señor sostiene mi vida.
-2ª Lectura: Sant 3, 16-4, 3 : Los que procuran la paz están sembrando paz, y su fruto es la justicia.
+Evangelio: Mc 9, 30-37 : El Hijo del hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Máximo de Turín, obispo
Sermón: Humildad y sencillez.
Sermón 48, 1-2: CCL 23, 187-188 (Liturgia de las Horas).
Por la humildad se llega al reino; por la sencillez se entra en el cielo
Si habéis escuchado con atención la lectura evangélica habréis podido comprender el respeto que se debe a los ministros y sacerdotes de Dios y la humildad con que los mismos clérigos deben prevenirse unos a otros. En efecto, preguntado el Señor por sus discípulos quién de ellos sería el más grande en el reino de los cielos, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. De donde deducimos que por la humildad se llega al reino, por la sencillez se entra en el cielo.
Por tanto, quien desee escalar la cima de la divinidad esfuércese por conseguir los abismos de la humildad; quien desee preceder a su hermano en el reino debe antes anticipársele en el amor, como dice el Apóstol: Estimando a los demás más que a uno mismo. Supérele en obsequiosidad, para poder vencerle en santidad. Pues si el hermano no te ha ofendido es acreedor al don de tu amor; y si te hubiere tal vez ofendido, es mayormente acreedor al regalo de tu superación. Esta es efectivamente la quintaesencia del cristianismo: devolver amor por amor y responder con la paciencia a quien nos ofende.
Así pues, quien más paciente fuere en soportar las injurias, más potente será en el reino. Porque al imperio de los cielos no se llega mediante una brillante ejecutoria avalada por la fastuosidad de las riquezas, sino mediante la humildad, la pobreza, la mansedumbre. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! En consecuencia, quien estuviere hinchado de honores y cargado de oro, cual jumento sobrecargado, no conseguirá pasar por el angosto camino del reino. Y en el preciso momento en que crea haber llegado, la puerta estrecha, al no dar cabida a su carga, le impedirá entrar y le obligará a retroceder. La puerta del cielo le resulta al rico tan angosta como estrecha le es al camello el ojo de una aguja. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos.
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: Nueva conversación sobre la Pasión
Homilías sobre San Mateo, 58, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 221-226
A fin de que sus discípulos no le dijeran: «¿Por qué estamos aquí, en Galilea, continuamente?», el Señor les habla nuevamente de su pasión, pues con sólo oír eso no querían ni ver Jerusalén. Mirad, si no, cómo, aun después de reprendido Pedro, aun después que Moisés y Elías habían hablado sobre ella y la habían calificado: de «gloria», a despecho de la voz del Padre, emitida desde la nube, y de tantos milagros y de la resurrección inmediata (pues no les dijo que había de durar mucho tiempo en la muerte, sino que al tercer día resucitaría), a despecho de todo esto, no pudieron soportar el nuevo anuncio de la pasión, sino que se entristecieron, y no como quiera, sino profundamente. Tristeza qué procedía de ignorar la fuerza las palabras del Señor. Así lo dan a entender Marcos y Lucas al decirnos: Marcos, que ignoraban la palabra y tenían miedo de preguntarle; y Lucas, que aquella palabra era para ellos oculta, para no comprender su sentido, y temían preguntarle sobre ella. —Pero si lo ignoraban, ¿cómo se entristecieron? —Porque no todo lo ignoraban. Que había de morir, lo sabían perfectamente, pues se lo estaban oyendo a la continua; mas qué muerte había de ser aquélla y cómo había de terminar rápidamente y los bienes inmensos que había de producir, todo eso sí que no lo sabían aún a ciencia cierta, como ignoraban en absoluto qué cosa fuera, en fin, la resurrección. De ahí su tristeza, pues no hay duda que amaban profundamente a su Maestro.
Celos entre los apóstoles
En aquel momento, se acercaron a Jesús sus discípulos y le dijeron: ¿Quién es, pues, el mayor en el reino de los cielos? Sin duda los discípulos habían experimentado algún sentimiento demasiado humano, que es lo que viene a significar el evangelista al decir: En aquel momento, es decir, cuando el Señor había honrado preferentemente a Pedro. Sin embargo, de Santiago y Juan, uno tenía que ser primogénito, y, sin embargo, nada semejante había hecho con ellos. Luego, por vergüenza de confesar la pasión de que eran víctimas, no le dicen claramente al Señor: «¿Por qué razón has preferido a Pedro a nosotros? ¿Es que es mayor que nosotros? El pudor les vedaba plantear así la pregunta, y lo hacen de modo indeterminado: Quién es, pues, el mayor? Cuando vieron preferidos a los tres —Pedro, Santiago y Juan—, no debieron de sentir nada de eso; pero cuando ven que el honor se concentra en uno solo, entonces es cuando les duele. Y no fue eso solo, sino que sin duda se juntaron muchos otros motivos para encender su pasión. A Pedro, en efecto, le había dicho el Señor: A ti te daré las laves… Y: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás. Y ahora: Dáselo por mí y por ti. Y lo mismo había de picarles ver tanta confianza como tenía con el Señor. Y si Marcos cuenta que no le preguntaron, sino que lo pensaron dentro de sí, no hay en ello contradicción con lo que aquí cuenta Mateo, Lo probable es que se diera lo uno y lo otro. Y es probable también que esos celillos los sintieran ya antes en otra ocasión, una o dos veces; pero ahora lo manifestaron y lo andaban revolviendo dentro de sí mismos. Vosotros, empero, os ruego que no miréis solamente la culpa de los apóstoles, sino considerad también estos dos puntos: primero, que nada terreno buscan, y, segundo, que aun esta pasión la dejaron más adelante y unos a otros se daban la preferencia. Nosotros, en cambio, no llegamos ni a los defectos de los apóstoles, y no preguntamos quién sea el mayor en el reino de los cielos, sino quién sea el mayor, quién el más rico, quién el más poderoso en el reino de la tierra.
Lección de humildad
¿Qué les responde, pues, Cristo? El Señor les descubre su conciencia, y no tanto responde a sus palabras cuanto a su pasión. Porque: Llamando a sí—dice el evangelista—a un niño pequeño, les dijo: Si no os cambiáis y os hacéis como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos. Vosotros me preguntáis quién es el mayor y andáis porfiando sobre primacías; pero yo os digo que quien no se hiciere el más pequeño de todos, no merece ni entrar en el reino de los cielos. Y a fe de todos pone un hermoso ejemplo; y no es sólo ejemplo lo que pone, sino que hace salir al medio al niño mismo, a fin de confundirlos con su misma vista y persuadirles así a ser humildes y sencillos. A la verdad, puro está el niño de envidia, y de vanagloria, y de ambición de primeros puestos. El niño posee la mayor de las virtudes: la sencillez, la sinceridad, la humildad. No necesitamos, pues, sólo la fortaleza, ni sólo la prudencia: también es menester esta otra virtud, la sencillez, digo, humildad. A la verdad, si estas virtudes nos faltan, nuestra salvación anda coja también en lo más importante. Un niño, se le injurie, ora se le alabe, ya se le pegue, ya se le honre ni por lo uno se irrita ni por lo otro se exalta.
El escándalo de los pequeñuelos
Luego, con el fin de dar más energía a su palabra, no sólo la encarece por el premio que promete, sino también por el castigo que amenaza, y así prosigue diciendo: Y el que escandalizare a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valiera que le colgaran al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno y ser hundido en lo profundo del mar. Así como los que honran a los niños—dice—por amor mío tienen el cielo y hasta una distinción mayor que el mismo reino de los cielos, así los que los deshonran (porque esto es escandalizarlos) tendrán que sufrir el último suplicio. Y no es de maravillarse que llame escándalo a la deshonra, pues muchos pusilánimes se han escandalizado, y no como quiera, al verse despreciados y deshonrados. Queriendo, pues, el Señor hacer resaltar y encarecer esta culpa, póneles delante el daño que de ella se sigue. Ese daño, sin embargo, no nos lo declara ya por los mismos términos que el premio, sino que, tomando pie de hechos para nosotros conocidos, nos hace ver lo insoportable del castigo con que amenaza a los escandalizadores de los pequeños. Y es así que siempre que el Señor quiere impresionar más vivamente a gentes rudas, se vale de ejemplos sensibles. Así aquí, queriéndonos poner ante los ojos el grande castigo que habrán de sufrir quienes desprecien a los niños, y herir también la soberbia de esos despreciadores, nos presenta un suplicio sensible: de la muela de molino para hundir al culpable en el mar. En realidad, la ilación de las ideas hubiera sido: «El que no recibiere a uno de estos pequeños, tampoco a mí me recibe». Lo cual ciertamente era peor que el más duro, de los suplicios. Mas como esto, con ser tan espantoso, no había de conmover tanto a sus discípulos, tan insensibles y rudos, les pone la imagen de la piedra de molino y de la sumersión en el mar. Y no dijo que se le colgaría y una piedra de molino al cuello, sino: Más le valiera que se le colgara, con lo que da a entender que castigo que le espera es más grave que eso. Y si eso es ya incomportable, mucho más lo otro. Mirad cómo por uno y otro lado presenta el Señor lo terrible de su amenaza. Primero, haciéndonosla más patente por la comparación con un hecho para nosotros conocido, y luego, por la ponderación que sigue, haciéndonos pensar que su castigo ha de ser mucho mayor que otro visible. Mirad también cómo arranca de raíz todo pensamiento de orgullo, cómo cura todo tumor de vanagloria, cómo enseña a no ambicionar jamás los primeros puestos y cómo, en fin, a quienes los ambicionan les persuade a que busquen último de todos.
Ridiculeces del orgullo
Nada hay, en efecto, peor que el orgullo. Éste hace al hombre perder su razón natural y le pone fama de loco; o, más bien; él hace al hombre totalmente insensato. Si viéramos a un enano de tres codos que se empeñara en pasar con su talla las montañas y hasta se imaginara que las pasaba y se estirara o si efectivamente sobrepujara ya sus más altas cimas, no tendríamos por qué buscar otra prueba de que el pobre hombre estaba loco. Pues del mismo modo, cuando veamos a un hombre que se hincha de orgullo, que se tiene a sí mismo por mejor que los demás y que considera como agravio tener que vivir entre las gentes, no busquemos ya tampoco nueva demostración de que ese hombre es un insensato. Y hasta es mucho más ridículo que los naturalmente necios, pues él se fabrica voluntariamente para sí esa enfermedad. Y no sólo por esa razón es miserable, sino también porque estúpidamente se precipita en el abismo mismo de la maldad. Porque ¿cuándo ese orgulloso reconocerá como debe sus pecados? ¿Cuándo tendrá conciencia de sus culpas? A la verdad, el diablo se apodera de él y se lo lleva cautivo como a un vil esclavo, y le trae y le lleva, abofeteándole por todas partes, y le cubre de ignominias sin cuento.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (24-09-2006): amor que se hace servicio.
En el evangelio de este domingo, Jesús anuncia por segunda vez a los discípulos su pasión, muerte y resurrección (cf. Mc 9, 30-31). El evangelista san Marcos pone de relieve el fuerte contraste entre su mentalidad y la de los doce Apóstoles, que no sólo no comprenden las palabras del Maestro y rechazan claramente la idea de que vaya al encuentro de la muerte (cf.Mc 8, 32), sino que discuten sobre quién de ellos se debe considerar «el más importante» (cf.Mc 9, 34). Jesús les explica con paciencia su lógica, la lógica del amor que se hace servicio hasta la entrega de sí: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35).
Esta es la lógica del cristianismo, que responde a la verdad del hombre creado a imagen de Dios, pero, al mismo tiempo, contrasta con su egoísmo, consecuencia del pecado original. Toda persona humana es atraída por el amor —que en último término es Dios mismo—, pero a menudo se equivoca en los modos concretos de amar, y así, de una tendencia positiva en su origen pero contaminada por el pecado, pueden derivarse intenciones y acciones malas. Lo recuerda, en la liturgia de hoy, también la carta de Santiago: «Donde existen envidias y espíritu de contienda, hay desconcierto y toda clase de maldad. En cambio la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía». Y el Apóstol concluye: «Frutos de justicia se siembran en la paz para los que procuran la paz» (St 3, 16-18).
Estas palabras nos hacen pensar en el testimonio de tantos cristianos que, con humildad y en silencio, entregan su vida al servicio de los demás a causa del Señor Jesús, trabajando concretamente como servidores del amor y, por eso, como «artífices» de paz. A algunos se les pide a veces el testimonio supremo de la sangre, como sucedió hace pocos días también a la religiosa italiana sor Leonella Sgorbati, que cayó víctima de la violencia. Esta religiosa, que desde hacía muchos años servía a los pobres y a los pequeños en Somalia, murió pronunciando la palabra «perdón»: he aquí el testimonio cristiano más auténtico, signo pacífico de contradicción que demuestra la victoria del amor sobre el odio y sobre el mal.
No cabe duda de que seguir a Cristo es difícil, pero —como él dice— sólo quien pierde la vida por causa suya y del Evangelio, la salvará (cf. Mc 8, 35), dando pleno sentido a su existencia. No existe otro camino para ser discípulos suyos; no hay otro camino para testimoniar su amor y tender a la perfección evangélica.
Que María, a quien hoy invocamos como Nuestra Señora de la Merced, nos ayude a abrir cada vez más nuestro corazón al amor de Dios, misterio de alegría y de santidad.
Ángelus (20-09-2009): Reflejo transparente de Dios en el alma.
Palacio Apostólico de Castelgandolfo
Domingo 20 de septiembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, para la acostumbrada reflexión dominical, tomo como punto de partida el pasaje de la carta de Santiago que nos presenta la liturgia del día (St 3, 16-4, 3), y me detengo, en particular, en una expresión que impresiona por su belleza y su actualidad. Se trata de la descripción de la verdadera sabiduría, que el Apóstol contrapone a la falsa. Mientras esta última es «terrena, material, demoníaca», y se reconoce por el hecho de que provoca envidias, rencillas, desorden y toda clase de maldad (cf. 3, 16), en cambio, «la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, pura, además pacífica, complaciente, dócil, llena de compasión y buenos frutos, imparcial, sin hipocresía» (3,17). Una lista de siete cualidades, según el uso bíblico, en la que destacan la perfección de la auténtica sabiduría y los efectos positivos que produce.
Como primera y principal cualidad, presentada casi como una premisa de las demás, Santiago cita la «pureza», es decir, la santidad, el reflejo trasparente, por decir así, de Dios en el alma humana. Y, como Dios de quien procede, la sabiduría no necesita imponerse con la fuerza, pues tiene el vigor invencible de la verdad y del amor, que se afirma por sí mismo. Por eso es pacífica, dócil, complaciente; no es parcial y no recurre a mentiras; es indulgente y generosa; se reconoce por los buenos frutos que suscita en abundancia.
¿Por qué no detenerse a contemplar de vez en cuando la belleza de esta sabiduría? ¿Por qué no sacar del manantial incontaminado del amor de Dios la sabiduría del corazón, que nos desintoxica de las escorias de la mentira y el egoísmo? Esto vale para todos, pero en primer lugar para quien está llamado a ser promotor y «tejedor» de paz en las comunidades religiosas y civiles, en las relaciones sociales y políticas, y en las relaciones internacionales. En nuestros días, quizá en parte a causa de ciertas dinámicas propias de las sociedades de masa, se constata con frecuencia una falta de respeto por la verdad y la palabra dada, junto a una generalizada tendencia a la agresividad, al odio y a la venganza.
«Para los que procuran la paz —escribe Santiago— se siembran en la paz frutos de justicia» (St 3, 18). Pero para realizar obras de paz hay que ser hombres de paz, entrando en la escuela de la «sabiduría que desciende de lo alto» para asimilar sus cualidades y producir sus efectos. Si cada quien, en su propio ambiente, lograra rechazar la mentira y la violencia en las intenciones, en las palabras y en las acciones, cultivando con esmero sentimientos de respeto, de comprensión y de estima por los demás, quizá no resolvería todos los problemas de la vida cotidiana, pero podría afrontarlos con más serenidad y eficacia.
Queridos amigos, una vez más la sagrada Escritura nos ha llevado a reflexionar sobre aspectos morales de la existencia humana, pero a partir de una realidad que precede a la moral misma, es decir, la verdadera sabiduría. Pidamos a Dios con confianza la sabiduría del corazón por intercesión de Aquella que acogió en su seno y engendró a la Sabiduría encarnada, Jesucristo, nuestro Señor. ¡María, Sede de la Sabiduría, ruega por nosotros!
Ángelus (23-09-2012): El realmente grande se hace pequeño.
En nuestro camino con el Evangelio de san Marcos, el domingo pasado entramos en la segunda parte, esto es, el último viaje hacia Jerusalén y hacia el culmen de la misión de Jesús. Después de que Pedro, en nombre de los discípulos, profesara la fe en Él reconociéndolo como el Mesías (cf. Mc 8, 29), Jesús empieza a hablar abiertamente de lo que le sucederá al final. El evangelista refiere tres predicciones sucesivas de la muerte y resurrección, en los capítulos 8, 9 y 10: en ellas Jesús anuncia de manera cada vez más clara el destino que le espera y su intrínseca necesidad.
El pasaje de [hoy] contiene el segundo de estos anuncios. Jesús dice: «El Hijo del hombre —expresión con la que se designa a sí mismo— va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará» (Mc 9, 31). Pero los discípulos «no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle» (v. 32). En efecto, leyendo esta parte del relato de Marcos se evidencia que entre Jesús y los discípulos existía una profunda distancia interior; se encuentran, por así decirlo, en dos longitudes de onda distintas, de forma que los discursos del Maestro no se comprenden o sólo es así superficialmente. El apóstol Pedro, inmediatamente después de haber manifestado su fe en Jesús, se permite reprocharle porqué ha predicho que tendrá que ser rechazado y matado. Tras el segundo anuncio de la pasión, los discípulos se ponen a discutir sobre quién de ellos será el más grande (cf. Mc 9, 34); y después del tercero, Santiago y Juan piden a Jesús poderse sentar a su derecha y a su izquierda, cuando esté en la gloria (cf. Mc 10, 34-35). Existen más señales de esta distancia: por ejemplo, los discípulos no consiguen curar a un muchacho epiléptico, a quien después Jesús sana con la fuerza de la oración (cf. Mc 9, 14-29); o cuando se le presentan niños a Jesús, los discípulos les regañan y Jesús en cambio, indignado, hace que se queden y afirma que sólo quien es como ellos puede entrar en el Reino de Dios (cf. Mc 10, 13-16).
¿Qué nos dice todo esto? Nos recuerda que la lógica de Dios es siempre «otra» respecto a la nuestra, como reveló Dios mismo por boca del profeta Isaías: «Mis planes no son vuestros planes, vuestros caminos no son mis caminos» (Is 55, 8). Por esto seguir al Señor requiere siempre al hombre una profunda conversión —de todos nosotros—, un cambio en el modo de pensar y de vivir; requiere abrir el corazón a la escucha para dejarse iluminar y transformar interiormente. Un punto clave en el que Dios y el hombre se diferencian es el orgullo: en Dios no hay orgullo porque Él es toda la plenitud y tiende todo a amar y donar vida; en nosotros los hombres, en cambio, el orgullo está enraizado en lo íntimo y requiere constante vigilancia y purificación. Nosotros, que somos pequeños, aspiramos a parecer grandes, a ser los primeros; mientras que Dios, que es realmente grande, no teme abajarse y hacerse el último. Y la Virgen María está perfectamente «sintonizada» con Dios. Invoquémosla con confianza para que nos enseñe a seguir fielmente a Jesús en el camino del amor y de la humildad.
Congregación para el Clero
«Durante el camino habían estado discutiendo entre ellos sobre quién sería el mayor».
Jesús, Nuestro Señor, no ha venido para disminuirnos. Cristo ha venido para dar una respuesta verdadera a nuestro deseo de grandeza, porque en el hombre, puesto por Dios mismo, se encuentra un deseo de grandeza, de expansión, de posesión.
Las tres grandes concupiscencias que, según san Juan, mueven el mundo -la concupiscencia de los ojos, la de la carne y la soberbia de la vida- son las expresiones corrompidas de esta tensión hacia la posesión de todo lo que caracteriza al hombre: una posesión que manifieste la grandeza, puesto que el designio de Dios para el hombre es que él sea el señor-custodio de todo.
¿Cómo llegar a ser, en este sentido, realmente grandes delante de Dios?
Con el pecado lo hemos olvidado, más aún, hemos construido sustitutos terribles que, en su parcialidad, en la hipocresía, en la envidia, en la violencia (esta palabra, violencia, lo resume todo) encuentran su última expresión.
Cristo, en cambio, nos invita a mirar el gesto de Aquel que solamente es grande: «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos». Y tomando un niño, lo puso en medio, de manera que todos lo vieran, y abrazándolo les dijo: «El que recibe a uno de estos niños en mi nombre, me recibe a Mí; y el que a Mí me recibe, no me recibe a Mí, sino a Aquel que me ha enviado», al más grande de todos, al Padre, fuente también de nuestra verdadera grandeza.
«Solo Dios es grande»; solamente el Padre es grande, y esta grandeza suya se ha manifestado en nuestra historia, en una especie de humillación extrema, de modo que el Padre, para mostrarnos que es Él verdaderamente, envió a su Hijo, afirmó a su Hijo para mostrarse a nosotros incluso en el sacrificio de la Cruz, que antes que nada es su sacrificio: “Quien me ve a Mí, ve al Padre”, lo cual también quiere decir: yo, el Padre, me manifiesto sólo manifestándolo a Él, exaltándolo a Él, glorificándolo a Él, mi Hijo unigénito.
Esto es así porque es la naturaleza más íntima de Dios, que es Amor. Dios es Dios porque entre sus personas rige una sola ley: ser ellos mismos afirmándolo al otro, y esta es toda la ley de la caridad y el único camino hacia la amistad como auténtica reciprocidad.
El Padre es Padre sólo porque engendra al Hijo, afirma al Hijo, y lo glorifica, así como el Hijo lo glorifica a Él, como en una especie de superior “cortesía divina” en la que uno le dice al otro: primero tú; no, por favor, primero tú… Y esta gloria común se manifiesta en la humillación del gesto con el cual el Padre, en Cristo, se abaja para abrazar y servir nuestras existencias, como en el lavatorio de los pies en la última cena.
Sólo mirando continuamente este gesto nace un verdadero deseo de pertenecer a la grandeza del Padre, de manera que ella llegue a ser también nuestra grandeza y nos tensione hacia el sacrificio, sabiendo que el camino para conseguir la grandeza es el servicio de los hermanos: “Yo soy el que tú amas y tu, amándome, haces que yo sea”.
Este deseo de pertenecer al Padre se hace deseo de pertenencia al signo que prolonga el gesto de su servicio y permanece como el lugar donde servirlo para llegar a ser grandes: la Iglesia, empresa cristiana de la grandeza y del servicio.
Sólo en la Iglesia comienza el verdadero camino de la grandeza del hombre, y esta grandeza, nos dice el apóstol Santiago, es antes que nada petición, oración, porque la estatura del hombre consiste y se realiza por completo en la verdad de su petición: «Codiciáis y no tenéis […]. No tenéis porque no pedís; pedís y no recibís porque pedís mal, para dar satisfacción a vuestras pasiones», y no para gastar vuestra vida para la gloria de Dios.
El que no pide, o pide mal, discute, es decir, habla y se mueve no por una grandeza que está delante de él, sino que lo hace por un “sueño de grandeza”, por un proyecto de afirmación de sí mismo que lo sacude por dentro.
Toda conversación, a lo largo del camino de la vida, debe en cambio nacer de Dios, del hecho de la dedicación de Dios al hombre, hecho conmovedor e inesperado, de un modo humanísimo, porque es el abrazo de un niño que tiene necesidad de todo, como nosotros la tenemos, y en este abrazo está la grandeza de Dios y nuestra grandeza: la Iglesia, o es este abrazo o es una guerra de habladurías.
Si los apóstoles hubiesen vivido de este recuerdo mientras caminaban hacia Cafarnaúm, después de haber escuchado a Jesús, no habrían perdido el tiempo en discusiones, sino que habrían comenzado por servirse los unos a los otros, sabiendo que era así como se construye el Reino, en nuestras vidas, en la Iglesia y en el mundo.
María Santísima, la Servidora del Señor, Esclava de nuestra salvación, la más pequeña y, por ello, la más grande de las criaturas, mantenga en nosotros la memoria del abrazo tierno de Dios, fuente única del auténtico servicio a los hermanos.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Esclavo de todos
El domingo vigésimo quinto presenta el segundo anuncio de la pasión (9,29-36). Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura: Sab 2,17-20), Jesús camina sin embargo consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados de quién es el más importante. Jesús aprovecha para recalcar que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último puesto, se hace siervo de los demás y acoge a los más débiles y pequeños.
Segundo anuncio de la pasión. Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca y a su vez el Hijo se entregua libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.
Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo y su sola conducta es un reproche. También el cristiano en la medida en que es luz resulta molesto. Y por eso forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido. «Ay si todo el mundo habla bien de vosotros» (Lc 6,26).
Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. La mayor contradicción con el evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo VI
Las lecturas primera y tercera nos hablan de la pasión del Señor. La vida ha de estar fundada sobre la justicia y la paz (segunda lectura). El misterio de la cruz fue consustancial a la Persona y a la obra del Verbo encarnado para nuestra salvación. Lo mismo debe suceder en los que le siguen por la inevitable reacción del mal, del egoísmo y de la degradación humana. Ni la cobardía, ni el disimulo irenista, ni la condescendencia vergonzante o acomodaticia serán jamás actitudes auténticas del verdadero discípulo de Cristo.
–Sabiduría 2,17-20: Lo condenaremos a muerte ignominiosa. La fidelidad insobornable a Dios y a su Voluntad amorosa hará siempre del creyente un proscrito, un ser incómodo en medio del mundo y de los hombres.
El contraste entre la perversidad de los malvados y la mansedumbre de los justos es siempre actual. La mentalidad terrena, cerrada a la trascendencia y ávida solo de éxito y de placer, también hoy actúa y se puede llamar el mito del bienestar y del consumismo.
El hecho de que la vida humilde del justo inquiete la conciencia de los impíos y suscite una rabiosa reacción confirma que el testimonio de una vida recta es de por sí un medio de evangelización, con tal que el justo mantenga la mansedumbre de su carácter y no sea él mismo prepotente con la excusa de imponer el bien. No podemos, no debemos usar las armas de los adversarios.
La protección divina es infalible en esta vida o en la otra. El Evangelio de la Cruz siempre triunfa, aun en la misma debilidad.
–Santiago 3,16-4,3: Los que procuran la paz, están sembrando la paz y su fruto es la justicia. La verdadera sabiduría cristiana supera todas las bajas pasiones de los hombres, respondiendo con el sufrimiento, la paz y la caridad humilde y bienhechora. San Beda comenta:
«Pide mal el que, despreciando los mandamientos del Señor, desea de Él beneficios celestiales. Pide mal también el que, habiendo perdido el amor de las cosas celestiales, solo busca recibir bienes terrenales, y no para el sustento de la fragilidad humana, sino para que redunde en el libre placer» (Exposición sobre la Carta de Santiago 4,3).
Orar mal consiste en ser infiel a la sabiduría de que hemos tratado anteriormente. La oración cristiana es eficaz sólo si está animada de caridad, y el servicio, si no es interesado. Estas dos cosas: sabiduría y oración evocan la ley fundamental de la Cruz. El cristiano verdadero es solo el que está dispuesto al don total de sí mismo, hasta considerar siempre a los demás superiores a él.
–Marcos 9,30-37: El Hijo del Hombre va a ser entregado… El que quiera ser el primero que sea el último de todos. El misterio de la Cruz de Cristo es para el cristiano un imperativo permanente de caridad y humilde servicio, nunca un título de engreimiento o señorío sobre los hermanos. Ante el misterio de la Cruz la sabiduría humana queda descarriada, porque se encuentra con la reprobación y el sufrimiento del justo. Solo el Espíritu puede hacernos entender que la verdadera sabiduría es la locura de la Cruz. Cuando se ha escogido y vivido este mensaje se llega a la paz del alma. San Agustín escribe:
«Cuando mi alma se turba, no tiene otro remedio que la humildad para no presumir de sus fuerzas: se confunde y abate esperando que la levante Dios; nada bueno se atribuye a sí mismo el que quiera recibir de Dios lo que necesita» (Comentario al Salmo 39,57).
«No dice el Señor: “Aprended de Mí a fabricar el mundo, o a resucitar muertos”, sino “que soy manso y humilde de Corazón”… ¿Tan grande cosa es, oh Señor, el Ser humilde y pequeño, que si Tú que eres grande no lo hubieras practicado, no se pudiera aprender?» (Sobre la Santa Virginidad 35, 29).
Y San León Magno:
«La cruz de Jesucristo, instrumento de la redención del género humano, es justamente sacramento y modelo. Es sacramento que nos comunica la gracia y es ejemplo que nos excita a la devoción: porque, libres ya de la cautividad, tenemos la ventaja de poder imitar a nuestro Redentor» (Sermón 72,1).
Comentarios exegéticos
José A. Ciordia
Comentarios a las tres lecturas y consideraciones
Apuntes hechos públicos por sus alumnos
Primera lectura: Sb 1, 17-20: Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues dice que hay quien se ocupa de él.
Solemos decir que las vidas hablan. Y así es. Y la expresión de la vida es múltiple, como es múltiple la expresión del habla. Nuestra vida puede hacer reír y puede hacer llorar; puede agradar y puede irritar. Podemos conmover y podemos desafiar; podemos aplaudir y podemos acusar; podemos orientar y podemos perturbar. Nuestra conducta no pasa desapercibida: miramos y se nos mira; juzgamos y se nos juzga; el comportamiento humano deja su impronta en el ambiente que lo rodea. El «qué dirán», el «qué pensarán», juega aún todavía un papel importante. Las vidas, las conductas hablan. Hasta el estarse parado puede ser un gesto significativo. Ahí están las señales de tráfico.
Dios habla «haciendo». Es la «historia de la salvación». Nuestras palabras reciben su sentido en las acciones que las acompañan. Es nuestra «historia de salvación». Un día nos juzgarán por las obras, no por las palabras. Y aquéllas, no éstas, definen nuestra postura religiosa o no religiosa, cristiana o no cristiana, delante de Dios y de los hombres. Pío e impío, bueno y malo, justo e injusto, son los términos más comunes para señalar las posturas más elementales respecto a Dios y respecto a los hombres. Dos conductas opuestas, dos «hablares» contrarios, dos posturas extremas. Se hieren mutuamente, no se soportan.
La liturgia de hoy a elegido unos párrafos del libro de la Sabiduría. La Sabiduría desciende de Dios y retorna a Dios. Todo lo conoce, todo lo penetra, todo lo dispone, todo lo juzga. Es comunicativa y es buena. Es amiga de hacer el bien y se ofrece al hombre como compañera: quiere dirigirlo y quiere salvarlo. A su luz podemos examinarnos y comprender el orden del mundo. ¿Qué hacer el justo? ¿Cuál es su vida? Cuál es su meta? Y el impío ¿ en qué se entretiene? ¿cuáles son sus caminos? ¿cuáles sus intenciones? Y Dios ¿cómo actúa en consecuencia?. El justo y el injusto cruzan sus caminos, enfrentan sus miradas y extreman las posturas. Es el contexto próximo de la lectura.
La conducta del justo afea el comportamiento del impío. Reprocha su pensar mundano, es reprensión a sus yerros y condena su desenfreno. El justo sigue un camino que trastorna al malvada. Su confianza filial en Dios lo pone en ridículo. Su seguridad y aplomo lo irritan y lo enfurecen. La sencillez de su vida lo acusa y condena. Es insoportable, es un insulto. La vida del fiel se le antoja un desafío.
La reacción puede ser violenta: sarcasmo, indignación, persecución y muerte. Se hace inevitable la prueba: Veamos si… Sigue la tortura: Lo condenaremos a muerte… No se limita a provocarlo de forma pasiva – su vida impía es una constante provocación injusta -, lo hace de forma activa:…Comprobando el desenlace de su vida
Posturas así, radicalmente opuestas y antagónicas, han de existir siempre. Cuente el justo con la prueba. La reacción violenta ha de venir de una forma u otra. Es imposible mantener por largo tiempo un equilibrio de indiferencia. Son dos vidas que se insultan. La diferencia está en que el justo, apoyado en Dios, se muestra dispuesto a recibir la injuria y el impío, por el contrario, a realizarla. El mejor ejemplo, Cristo, el Justo por excelencia. El «éxito» descansa en las manos de Dios. Y Dios no olvida a su justo. Mirémonos en Cristo y comprenderemos el misterio de nuestra justicia.
Salmo responsorial: Sal 53, 3-6.8: El Señor sostiene mi vida.
Salmo de súplica con acción de gracias; así algunos. Otros: salmo de acción de gracias donde se repite la súplica proferida en el momento de la tribulación. Aquí, en la liturgia, desprovisto del versillo que hace referencia explícita a la acción de gracias, se a convertido la composición en salmo de súplica. El «justo», perseguido a muerte por los «insolentes», acude a Dios en demanda de ayuda: «Sálvame», «escúchame»,«atiende»… La confianza sostiene su clamor, y surge espontáneo el propósito de un sacrificio y de la acción de gracias. El estribillo lo expresa a su manera.
En la misa, Sacrificio y Acción de Gracias por excelencia, recordamos al Justo, perseguido y condenado a muerte por los «injustos». Ahí nos encontramos nosotros: dimos muerte al Justo y el Justo murió por nosotros. El es nuestra esperanza, él es nuestra súplica.
Segunda Lectura: St 3,16-4,3: Los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia.
En el versillo 13 ha comenzado una nueva sección. Se alarga hasta el 4, 12. Santiago presenta una serie de pensamientos de tipo proverbial, poco unidos entre sí, pero por su talante como proyectiles de carga explosiva. Estilo incisivo.
Santiago quiere combatir el espíritu mundano que se ha introducido en algunas de las comunidades cristianas. El egoísmo y la envidia las están devorando. La paz, la serenidad, el equilibrio y la armonía, que debieran ser el distintivo de los fieles de Cristo, brillan, como suele decirse por su ausencia. Se han esfumado, y en su lugar se han presentado, feroces, las peleas, las luchas y el deseo de placer. Ha desaparecido la «sabiduría» cristiana; esa «sabiduría» superior que atina en todo y por todo: la actitud debida, la palabra justa, el gesto oportuno. Todo lo contrario, los corazones rebosan de codicia, de sensualidad, de envidia. Los auténticos móviles del «sabio» se han desvanecido, no queda rastro de ellos. ¿Quién busca la paz? ¿Quién trabaja por la justicia? ¿Quién practica la misericordia? La ambición lo absorbe todo. Hasta tal punto que ni siquiera la oración saben formular. Sí están en necesidad ¿Por qué no piden reverentemente? Y sí piden y no alcanzan ¿no es porque sus peticiones están impregnadas de deseos de placer, de ambición y codicia? ¿Quién les va a escuchar? En el fondo no piden lo necesario con humildad y reverencia, sino lo que piensan satisface sus pasiones.
Parece ser que en ciertas comunidades la situación social de sus miembros era desequilibrada. Unos nadando en la abundancia, muy pocos; otros, muchos, hundidos en la pobreza. Los primeros no atienden a las aspiraciones de los segundos, y éstos no saben salir de su condición con holgura y honradez cristianas. No los mueve, al parecer, la necesidad sino el deseo de placer. Los bienes. Los bienes de consumo. ¡Cuántas guerras y atropellos traen!
Tercera Lectura: Mc 9, 29-36: El que quiera ser el primero sea el servidor de todos.
Después de la Confesión de Pedro, Jesús se dedica a al instrucción de sus discípulos. Han desaparecido de su programa las prolongadas charlas al pueblo. Parece evitar las aglomeraciones. Se esconde. Camina por lugares poco frecuentados por las gentes. Unos lo han rechazado por completo; otros no le comprenden lo más mínimo. La vida de Jesús cambia de rumbo. Ahora dirige sus enseñanzas al reducido grupo que le sigue de cerca. Son los «suyos». Son los únicos que le aceptan, aunque de forma imperfecta. A ellos les confía su «Misterio», su «misión». Pero los discípulos no comprenden la confidencia de Jesús. Rebota en sus mentes. ¿Qué es eso de «ser entregado», de «morir», de «resucitar» después? La figura de Jesús les es cada vez más misteriosa. No se atreven a preguntarle. Su mente, en realidad, juega todavía con las categorías y criterios humanos. No han comprendido -no pueden comprender- que la muerte de Jesús, el Mesías, se debe a una disposición divina y que tal Disposición encierra el «Misterio» de Salvación para los hombres. Están muy lejos de adivinar que Jesús, precisamente a través de su «pasión», va a «revelarse» Salvador de forma insospechada. Todavía no han podido echar fuera de sí la idea-esperanza de un reino terreno y político. La discusión en el camino lo manifiesta a las claras. ¿Era, quizás, el temor al desengaño lo que les impedía preguntar al Maestro? De todo un poco. Los discípulos necesitaban una instrucción, y Jesús se la estaba impartiendo cuidadosamente. Había que ganar tiempo. Era su último viaje. Dejaba para siempre la verde Galilea. Iba camino de Jerusalén; allí tendría lugar el desenlace «misterioso» de su vida. Jesús prepara a sus discípulos.
Mientras Jesús hablaba del próximo cumplimiento de su Misión como Mesías, los discípulos discutían repartiéndose los puestos del nuevo reino. ¡Que lejos estaban del pensar y querer del Maestro! Marcos subraya la dolorosa ironía. Embotados, tardos de entendimiento, infantiles en sus deseos y mundanos en sus pensamientos. Ellos mismos parecen reconocerlo. Enmudecen a la pregunta del Señor. Jesús, continuando la tarea de Maestro, les imparte una importante lección. Podemos desdoblarla en dos momentos:
1). Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos. Es precisamente lo que Jesús va a «cumplir» en Jerusalén. Jesús es el Siervo de Yavé que da la vida por la salvación de todos. San Juan lo expondrá con toda claridad en el relato del «Lavatorio de los pies». Jesús es el mejor ejemplo; el ejemplo, sin más.
El niño impotente, consciente de su insignificancia, sujeto a todos por necesidad, es el ideal. El discípulo debe llegar a esa conciencia de pequeñez, de nulidad, de inferioridad respecto a todos. Debe servir, admirar, respetar a todos como a superiores, como a personas de gran valía. Esa es su vocación; no, buscar honores, títulos vanos, prebendas y beneficios personales. Todo lo contrario, servicio, dedicación y respeto a los demás.
2). Quien acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí…Quien acoge a un siervo del Señor, por más siervo que sea, por más despreciable e insignificante que parezca, acoge nada menos que al Señor de la salvación. Y quien lo acoge a él, acoge a Dios. ¿Es posible? ¿No es maravilloso? Así es. Son criterios que transtornan el mundo entero. ¡Que lejos se hallaban los discípulos de entenderlo! ¿Y nosotros? ¿Lo hemos entendido plenamente? Miremos a los santos. Ellos sí que lo han entendido bien.
Consideraciones
El evangelio de hoy continúa el pensamiento del Domingo pasado. Par ser más exactos, lo repite e ilustra: el Misterio de Cristo que muere y resucita.
Jesús anuncia, por segunda vez, el desenlace de su vida. Todos los evangelistas señalan la importancia del acontecimiento. Marcos subraya el misterio. El pensamiento debe centrarse, pues, en ese magno Suceso: el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús. Jesús va a ser entregado y condenado; después resucitará. La celebración eucarística lo «recuerda» en «sacramento». En torno a él, como parte del Misterio, se abrazan los cristianos.
La lectura primera ilumina, desde lejos, el misterio, describiendo la conducta del malvado contra el justo piadoso. Observamos que el impío no soporta una vida religiosa auténtica. La vida religiosa sana le da en el rostro. Su luz le hiere los ojos y los irrita; y su corazón vomita por sus labios desprecio, sarcasmo y violencia. ¿No le aconteció así a Cristo? ¿No se le «objetó»en la cruz si eres hijo de Dios, baja de ahí, y creeremos en ti ? Es la clásica prueba. Ningún justo se libra de ella.
Tampoco Jesús, justo por excelencia.
El justo pone en manos de Dios, como Jesús, su destino. Se somete a la voluntad divina con paciencia y resignación. Sabe vencer al mal con el bien, sabe orar por el enemigo y sabe bendecir, siendo maldecido. La vida del justo, anodina y baldía a los ojos del mundo, obtiene su plenitud en las manos de Dios. Somos, como Jesús, instrumentos de salvación. Dios resucitará nuestros cuerpos mortales y cubrirá de gloria las señales de la agresión. Es mejor padecer la violencia que realizarla. Es el sentir cristiano.
Existe un antagonismo, en raíz irreductible, entre el justo y el impío. El justo ha de sufrir por serlo. Risas, desprecios, sarcasmos, violencia… No debe extrañarnos que se nos persiga. También lo hicieron con Cristo. Hay mucho en el mundo que se opone a la voluntad de Dios, y por tanto, a la conducta del justo: envidias, codicia, ambición, sensualidad, afán de poder… Muchos se han de soliviantar al paso, sereno y acusador, de una conducta sana e irreprochable. Son dos mundos que se oponen, y es de maravillarse que no choquen. Es nuestro destino, como también lo fue el de Jesús. Pero no estamos solos. Dios está con nosotros; Dios escucha nuestra oración. El salmo nos ofrece una muy bella. La misma celebración eucarística, es una hermosa súplica en Cristo Jesús.
El cristiano, ya lo hemos indicado, se inserta en el Misterio de Cristo. Ahora Cristo es el gran Siervo. Su pasión y la muerte son la perfecta expresión de la más acabada obediencia del Padre y del más profundo amor a los hombres. San Juan lo refiere muy bien en la escena del Lavatorio de los pies. Jesús lava y limpia. La muerte de Jesús tiene ese efecto: limpia, lava, sana, salva. Nosotros debemos, como siervos, lavarnos, en su nombre, los pies unos a otros: servicio fraternal mutuo. Servir y amar; amar y servir. Es una de las enseñanzas del evangelio de hoy. ¿Cuál es nuestra postura? ¿Lo entendemos bien? Nos sonreímos de la poca inteligencia de los discípulos al escuchar a Jesús. ¿No se repetirá la historia en nosotros? ¿Qué buscamos con tantas idas y venidas? ¿Los primeros puestos, nuestra comodidad, nuestro provecho personal? Convendría repasar el himno al la caridad de I Corintios 13.
En cada hermano hay un misterio que empalma con el sacrosanto Misterio de Cristo, muerto por nosotros. ¿Lo advertimos? ¿Lo veneramos? ¿Qué hay al respecto, de admiración y veneración al hermano? Porque no es al hombre a quien aceptamos y recibimos, sino a Dios en último término. Llevamos a Cristo, llevamos a Dios. ¡Qué atención al hermano!
Y ahora la segunda lectura con su lenguaje incisivo. No es necesario insistir mucho en sus palabras. Leamos con detenimiento esas lineas. Envidias, ambición, codicia, afán de placer… ¿No es esto lo que divide las familias, deteriora las comunidades cristianas y destroza la vida religiosa? ¿No será que la celebración eucarística no nos impregna suficientemente del sentir de Cristo y que nuestra oración no arranca de un corazón limpio y sano? Pidamos a Dios limpie nuestro corazón.
La celebración eucarística es el Sacrificio, la Acción de Gracias y la gran súplica. Nosotros nos ofrecemos como «sacrificio» y «servicio»; adoramos a Dios por su providencia; rogamos por su asistencia.
José Ma. Solé Roma
Comentario a las tres Lecturas
Ministros de la Palabra, Ciclo «B», Herder, Barcelona (1979).
Primera lectura: Sabiduría 2, 12-20
Es un cuadro de emocionado dramatismo que describe el odio que los impíos profesan a los justos, la guerra implacable que les hacen y el triunfo aparente del mal:
– El justo por su sola presencia incomoda (12); su conducta es un continuo reproche para el impío (14); y lo más imperdonable es el amor y confianza que tiene el justo en Dios.
– Declarada la guerra abierta, faltos los impíos de todo escrúpulo, se desatan contra los justos implacablemente: «Probémosle con el ultraje y la tortura. Condenémosle a una muerte vergonzosa» (20). Y dado que el proyecto se realiza, puede la impiedad dar por definitivo su triunfo: «Veamos si sus palabras son verdaderas, veamos qué fin tiene el justo» (17). Si bien este cuadro puede ser la historia de infinitos justos, los Evangelistas lo tienen presente cuando describen la Pasión de Cristo, el «Justo» por excelencia. La doctrina y la conducta de Jesús eran un reproche incómodo para los dirigentes políticos y religiosos de Israel instalados en sus vicios. Planean la supresión del Justo. Se mofan de El en su agonía. Al pie de la letra le lanzan a la cara el sarcasmo: «Puso en Dios su confianza; líbrele ahora, si de verdad se complace en El; pues El lo ha dicho: Soy Hijo de Dios» (Mt 27, 43; cfr Sab 2, 13).
Segunda Lectura: Santiago 3, 16-4, 3.
Santiago trata en esta perícopa tres diversos temas, los tres muy prácticos:
– Santiago, que al «discípulo» de la Sabiduría le exige sea dócil y manso de corazón (1, 21); ahora el «Maestro» de la Sabiduría (al Misionero, al Sacerdote, diríamos hoy) le recuerda asimismo cómo la mansedumbre y benignidad son el signo y el fruto y el clima de la auténtica Sabiduría. Y así debe mostrarse en la conducta y en las obras. Si carece de mansedumbre es: terrena, animal, diabólica (14). Es decir, no nace de Dios, sino del mundo, de las pasiones, del demonio. De ahí que sus frutos sean: celos, ambiciones, turbulencias y banderías (16). La auténtica produce la justicia en clima de paz (17): Celo sin humildad y bondad es: terreno-animal-diabólico.
– Otro punto interesante: ¿De dónde nacen en las comunidades y grupos las guerras y altercados? Y responde Santiago: «De las concupiscencias (codicia de dinero, honores y placeres) instaladas en nuestro interior» (4, l). Las codicias acuciadas, las ambiciones desatadas, la sensualidad desenfrenada, producen necesariamente altercados, envidias, guerras fraticidas (4, 2). Esto es aplicable en mayor grado a personas que en la sociedad civil o en la comunidad eclesial tienen cargos de magisterio o de gobierno.
– Santiago nos muestra el camino que de verdad conduce a los valores seguros: La oración (3). No poseemos estos valores porque no los pedimos (2b). Y si los pedimos y no los obtenemos es porque pedimos mal (3). Aun la oración podemos convertirla en instrumento de nuestras pasiones. Cuántas cosas se piden a Dios que sólo servirían para fomentar nuestro egoísmo, nuestro orgullo o nuestro comodismo. Sólo son dádivas dignas de Dios las que nos hacen mejores; éstas debemos pedir: » Quos tuis, Domine, reficis sacramentis, continuis attolle benignus auxiliis, ut redemptionis effectum et mysteriis capiamus et moribus » (Poscom.). La hora de la comunión es hora de gracias. Pidámosle al Señor las que nos hagan vivir más ricamente el misterio de la Redención; las que nos hagan mejores cristianos.
Evangelio: Marcos 9, 29-36.
Son insistentes e intencionadas las aclaraciones que hace Jesús de su Mesianismo. Un Mesías-Redentor no encajaba en la mentalidad de Israel:
– Jesús en sus instrucciones a los Apóstoles y discípulos insiste en que es el Mesías-Redentor; el Mesías en cruz. Todos los Evangelistas nos han dejado testimonio de cuán impermeables son los Apóstoles a este Mesianismo. Aquí Marcos nos advierte cómo tras una de estas instrucciones, con ser tan clara, nada han comprendido. Y añade el Evangelista: «Ni se atrevían a preguntarle» (31). Rehuían aquel tema. Es una precisión psicológica interesante. Aún hoy en muchos temarios de catequesis y de misión, y no hay que decir en muchos programas de vida cristiana, la cruz de Cristo es silenciada, rehuida, marginada. Pero un Cristo sin cruz es un Mesías sin redención.
– No es menos interesante la precisión psicológica el «silencio» ante la pregunta de Jesús (33). Aquellos Apóstoles de Jesús ni mejores ni peores que nosotros, hombres con toda la carga de egoísmo, ambición y orgullo que arrastramos nosotros, se habían pasado la jornada discutiendo sobre primacías y cargos. Imaginaban el «Reino» Mesiánico al estilo de los reinos políticos. Pero el «Reino» de Cristo, por ser espiritual y divino, va al revés de todos los imperios y poderíos terrenos y humanos. En el Reino Mesiánico es primero el que busca el último lugar y se hace servidor de todos (35). Esta lección de Jesús pone en crisis todos nuestros conceptos y es un reproche a todas nuestras actitudes.
– Y Jesús explica con un gesto o ejemplo su gran lección: Pone en medio del grupo de los Apóstoles un párvulo. Lo estrecha contra su pecho; y les dice: «El que se convierte y se torna como este niño, éste es el mayor en el Reino de los cielos» (38). El niño simboliza bien la ingenuidad y sencillez. El niño es, sobre todo, la pequeñez, la debilidad, la fragilidad: la humildad: «Puesta la humildad por fundamento, puede el arquitecto construir sobre ella el edificio. Pero si éste se quita, por más que su santidad parezca tocar el cielo, todo se vendrá abajo al instante y terminará en catástrofe» ( in Mt 15, 2). Todo cuanto en la Iglesia o en la propia perfección se edifica sin humildad acaba en catástrofe. El cristiano genuino ora siempre: «Señor, purifica y protege a tu Iglesia con misericordia continua; y pues sin tu ayuda no puede mantener su firmeza, que tu protección la dirija y la sostenga siempre» (Lunes 3ª semana cuaresma- Colecta). La misericordia de Dios es nuestro universal refugio. Siempre la necesitamos. Siempre la pedimos. Ante Dios somos indigentes todos. Acudamos a él con la humildad y la confianza con que los niños acuden a sus padres.
R. Schnackenburg: El Evangelio según san Marcos: Segundo anuncio de la Pasión.
El Nuevo Testamento y su Mensaje, Herder, Barcelona (1980).
El segundo vaticinio de los padecimientos y muerte de Jesús señala una nueva sección, cuyo destino a la comunidad resulta aún más claro. La conversación con los discípulos «en la casa» (9,33) viene a establecer el marco para una especie de catecismo comunitario, que contiene algunas sentencias de Jesús, diversas por su contenido pero homogéneas por su destino a la comunidad.
Los pequeños fragmentos están eslabonados mediante ciertas palabras nexo, procedimiento antiguo para recordar las sentencias de Jesús y transmitirlas a otros. Esta peculiar composición formada mediante palabras nexo (9,33-50), ciertamente anterior a Marcos, muestra cómo la comunidad recordaba «las palabras del Señor» (cf. Hch 20:35) y las aplicaba a su propia situación. Mateo dispone en parte del mismo material -aunque utiliza una fuente más amplia de sentencias- para redactar una «regla de la comunidad», una instrucción sobre la conducta fraterna en la comunidad de los discípulos (c. 18). La última disposición es ciertamente obra del evangelista.
A través de estas antiguas colecciones de sentencias y de su elaboración por parte de los evangelistas, logramos indirectamente ciertos atisbos sobre la vida de las primitivas comunidades cristianas y observamos cómo los predicadores y maestros -entre los que hay que contar también a los evangelistas- instruían y aconsejaban con palabras del Señor. Se podría estudiar la composición así formada, como un todo o en cada uno de sus elementos particulares; vamos a intentar un resumen con fines de meditación.
a) El segundo anuncio (Mc 9, 30-32)
30 Habiendo salido de allí, atravesaban Galilea, y él no quería que lo supiera nadie; 31 porque iba enseñando a sus discípulos, diciéndoles: «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, y le darán muerte; pero, después de muerto, resucitará a los tres días.» 32 Pero ellos no comprendían tales palabras; y sin embargo, les daba miedo de preguntarle.
Con la frase introductoria quiere el evangelista hacer el tránsito de los fragmentos que acaba de presentar a un nuevo material de tradición y anunciar la marcha de Jesús hacia Jerusalén. Pues en los capítulos siguientes acentúa la impresión, de una manera planificada, de que Jesús está en camino hacia la ciudad santa. Según 10,1, llega a la región de Judea y al Este del Jordán; en 10,17 continúa su camino; en 10,32 ya se dice expresamente que la meta es Jerusalén; en 10,46 llega a Jericó; en 11,1 se aproxima a la capital a través de Betfagé y de Betania, y finalmente penetra en Jerusalén y en el templo (11,1).
Los datos geográficos son poco precisos, a veces obscuros y hasta equívocos. Muchas piezas, como la instrucción a las turbas en 10,1, el diálogo con los fariseos en 10,2 ss, la bendición de los niños en 10,13 ss, no encajan en este cuadro; y el cambio de auditorio -el pueblo, los discípulos- confirma la impresión de que las perícopas más bien se han reunido desde unos puntos de vista teológicos. La subida a Jerusalén tiene un significado teológico porque allí debe cumplirse para Jesús el destino de muerte que Dios ha dispuesto sobre él. Los discípulos entran también en ese camino, «Jesús caminaba delante de ellos» (10,32); y la comunidad debe saber que todo esto se lo dice también a ella su Señor mientras se encamina hacia la cruz. Lo cual da a sus palabras una suma gravedad, especialmente si la comunidad debe reconocer en la incomprensión de los discípulos y en su actitud contraria al Espíritu su propia imagen.
Lucas ha dispuesto esta marcha de Jesús a Jerusalén, que el Señor emprende con plena conciencia y santa decisión (Lc 9:51), con una estructuración más vigorosa y mayor carga teológica, bajo la idea dominante de que en Jerusalén se ha cumplido el destino de los profetas y allí debe cumplirse también el del Mesías (cf. 13,32-35).
En el texto presente Marcos hace pasar a Jesús por Galilea, la patria del Evangelio y el escenario de sus obras poderosas, sin detenerse y procurando a toda costa no ser reconocido. Es el abandono definitivo de los lugares en que desarrolló su actividad, la interrupción de su proclama de la salvación, porque ha sonado la hora de que el Hijo del hombre sea entregado y muerto. «Y él no quería que lo supiera nadie.» Nadie puede impedir la marcha de Jesús, nadie puede hacerle volver atrás. A diferencia de lo que ocurría cuando imponía las órdenes de silencio, aquí no oímos nada sobre que se difunda la fama de sus propósitos. Si en los últimos capítulos se vuelve a mencionar o a presentar al pueblo repetidas veces, ello se debe a otras razones expositivas.
Comparado con el primero, sorprende que en este segundo anuncio de la pasión no se mencione el «es necesario», reflejo de la disposición divina. En lugar de eso, se dice categóricamente: «será entregado». El obscuro suceso se ha convertido en una realidad y empieza ahora a verificarse. Jesús ha tomado una decisión y se pone inmediatamente en camino. Pero el misterio, humanamente incomprensible, persiste en toda su dureza opresiva: el Hijo del hombre «será entregado en manos de los hombres». En 8,31 se dijo que sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; es decir, por las autoridades teocráticas del judaísmo. Ahora la forma de expresión es todavía más radical: el Hijo del hombre, llamado por Dios a la gloria (8,38), es entregado a los hombres.
El verbo griego (paradídomi: ser entregado) no indica aquí (9,31) expresamente la traición que llevó a cabo uno de los discípulos de Jesús -acción que describe el mismo verbo-, ni la simple entrega a un tribunal humano, sino algo más profundo y vasto: la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres… porque Dios lo permite y quiere. Eso es lo que indican la expresión semitizante «en manos de los hombres» y la forma pasiva. Es una fórmula preferida por la primitiva teología cristiana para expresar la muerte expiatoria que Dios dispuso para su Hijo. «Fue entregado por nuestros pecados, y resucitó para nuestra justificación» (/Rm/04/25). Entregado por Dios, Jesús se entrega personalmente a la muerte (cf. Rom 8:32; Gal 2:20; Ef 5:2). En estos textos late seguramente la idea de la muerte expiatoria y vicaria del siervo de Yahveh, del que se dice en Is 53:6 : «El Señor le ha cargado sobre las espaldas la iniquidad de todos nosotros», y más adelante: «Su vida fue entregada a la muerte» (Is 53:12 según la versión de los LXX).
En los anuncios de la pasión todavía no se encuentra el «por nosotros» o «por nuestros pecados»; estos anuncios gravitan por completo en torno a la idea del «rechazado y vilipendiado por los hombres», «entregado en manos de los hombres», lo que equivale a decir en manos de los pecadores (cf. Mar_14:41). La total impotencia del Hijo del hombre, el poder de la maldad humana sobre él, eso es lo que indica el «ser entregado», con alusión clara desde luego al cántico del siervo de Yahveh (cf. también 1Co 11:23).
Los hombres matarán al Hijo del hombre, pero cuando le hayan matado, Dios introducirá un cambio inmediato: le resucitará. La indicación temporal «a los tres días» expresa esta intervención inmediata de Dios (véase el comentario a 8,31). De nuevo los discípulos no comprenden absolutamente nada. Ya no contradicen a Jesús, ni siquiera se atreven a preguntarle, víctimas como son del terror y del pasmo. Sus palabras -el anuncio completo de la muerte por obra de los hombres y de la resurrección- es tan grande e incomprensible, que les invade el asombro, como les había ocurrido después del apaciguamiento de la tempestad (4,41). La palabra de Jesús es intangible, inevitable, como aquella otra que precedió a la negación de Pedro, y que este discípulo recordará amargamente después de su defección (14,72). La comunidad debe saber que Jesús la ha pronunciado refrendando el designio de Dios y descubriendo los pensamientos divinos. Según esta palabra, la muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia de los hombres, y también del poder de Dios.
b) Discusión sobre el primer puesto (Mc 9, 33-37)
33 Llegaron a Cafarnaúm. Y estando ya él en la casa, les preguntaba. «¿De qué veníais discutiendo en el camino?» 34 Pero ellos guardaban silencio; porque en el camino habían discutido entre sí sobre quién era el mayor. 35 Y sentándose, llamó a los doce y les dijo: «El que quiera ser primero, que sea último de todos y servidor de todos.» 36 Luego tomó a un niño y lo puso delante de ellos y, abrazándolo, les dijo: 37 «Todo el que acoge a uno de estos niños en mi nombre, es a mí a quien acoge; y quien me acoge a mí, no me acoge a mí» sino a aquel que me envió.»
A pesar de la subida a Jerusalén (cf. v. 30), nos encontramos de nuevo en Cafarnaúm, al Norte de Galilea. Pero el evangelista ha creado este marco para su colección de sentencias, porque Cafarnaúm es la ciudad en que Jesús se halla «en casa» (cf. 2,1), es decir, en la casa de Simón y de Andrés (1,29). Aquí la idea es también ésta: Jesús, en el viaje que ha emprendido hacia el lugar de su pasión y muerte, vuelve una vez más a la «casa» e imparte a sus discípulos nuevas e importantes enseñanzas. La comunidad sabe que es ella también la destinataria de estas palabras de Jesús a los doce.
De camino, mientras el pensamiento de Jesús se sumergía por completo en su pasión, los discípulos han discutido entre sí sobre quién era el mayor; tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Es el mismo contraste que media entre el primer anuncio de la pasión que hace Jesús y la oposición de Pedro (8,31 ss). Todos los discípulos son presa de la ideología humana llegando incluso a disputarse el primer puesto. Pero Jesús -eso es lo que indica el evangelista con la pregunta que les dirige- los conoce, y ellos permanecen callados. (…) La observación inmediata de que se sentó -postura propia del maestro (cf. 4,1s; 13,3)- y llamó a los doce, (…) indica (…) que tiene algo especial que decir (cf. 6,7) a los representantes del pueblo de Dios (3,13 ss). Los doce aparecen varias veces como sus compañeros en el camino que le lleva a la muerte (10,32; 11,11; 14,17). Jesús los introduce espiritualmente -y con ellos la comunidad- en ese camino. Se crea así el marco para las palabras que siguen, que el evangelista toma de la tradición.
La sentencia de que el discípulo de Jesús que aspire al primer puesto debe ser justamente el último y el servidor de todos, nos la transmiten los Evangelios en una quíntuple redacción; tan importante era para la Iglesia primitiva. En Marcos presenta aún otro tenor literal (grande-servidor, primero-esclavo de todos) después del anuncio tercero de la pasión, cuando los hijos de Zebedeo solicitan de Jesús los primeros puestos en su reino (10,43). Allí presenta un cierto clímax: todavía los discípulos no han aprendido nada, sino que se irritan por la pretensión de sus compañeros (10,41). El logion se repite en aquel pasaje -escogido también con particular intención- de una forma más explícita y fuerte, adquiriendo una motivación más grave al remitirse al ejemplo del Hijo del hombre que ha venido para servir y dar su vida en rescate (10,45). Mateo ha comentado la palabra a su manera (18,14)1, mientras que Lucas traslada la disputa sobre la primacía al lugar de la última cena (Lc 22:24-27), con lo que la comunidad puede comprender mejor que esta ley del servicio mira a su propia vida, y muy concretamente a sus reuniones, al banquete del amor con el servicio de la mesa.
En el pasaje que nos ocupa la sentencia no presenta una construcción totalmente regular. «Primero» y «último» ofrece el máximo contraste; pero todavía se añade, a modo de aclaración, «y servidor de todos». Este motivo del servicio aparece en todos los textos, exceptuando Lc 9:48c. La exigencia que Jesús presenta de este modo a cuantos quieran pertenecer a la comunidad de sus discípulos y pertenecerle a él, ataca en lo más profundo el afán de orgullo y poder en el hombre, y trastorna el orden que tantas veces prevalece entre los hombres (cf. 10,42).
Por provocante que pueda resultar la palabra de Jesús, no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino crear un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina por medio de su amor misericordioso, y Jesús ejerce el poder que Dios le ha confiado mediante su servicio. La sociedad de los discípulos y la comunidad futura quedan puestas así bajo una nueva ley, que parece contradecir los hechos de la convivencia humana tal como los presenta a menudo la historia; pero que, sin embargo, constituye la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. (…)
Jesús toma a un niño y le pone en medio de los discípulos; le abraza y le acaricia, detalle que Marcos también anota en la otra escena de niños, cuando Jesús los bendice (Rom 10:16). (….) Llama especialmente la atención en nuestro pasaje que un niño sea el representante de Jesús (v. 37b). Atendiendo al verdadero sentido, la escena presentaría una estrecha semejanza con la del juicio final en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25:31-46). La Iglesia primitiva ha debido entenderlo así, siendo esto un testimonio en favor de cómo había juzgado la acogida de un niño indefenso y necesitado de protección.
En el contexto actual (…), en que se pone a un niño ante los ojos de los discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad cual ocurre en Mateo (18,3s), sino como objeto de sus cuidados, la sentencia adquiere un significado distinto. Jesús quiere y acaricia a dicho niño y se declara en favor suyo, cual si quisiera decir a los discípulos: Vosotros aspiráis al primer puesto, pero quien desea pertenecerme debe respetar lo pequeño e insignificante, pues, en un niño así encuentro yo al hombre mismo. Jesús es amigo de los hombres pequeños y despreciados, para quienes el niño es como un símbolo. En consecuencia, Jesús habría puesto aquí ante los ojos de los discípulos de un modo indirecto su propio ejemplo, su propia postura y sus sentimientos personales (de modo parecido a como lo hace en 10,45).
Notas
[1] Mateo habla a su comunidad de una forma nueva; para él el «reino de los cielos» tal vez está ya referido a la Iglesia, al menos en el sentido de que ella es la imagen presente y el campo de operaciones del reino futuro. Al niño se le presentó ya como símbolo del sentimiento humilde (v. 4).