Domingo XXIV Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 7 septiembre, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas (Domingo XXIV del Tiempo Ordinario – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Is 50, 5-9a : Ofrecí la espalda a los que me apaleaban.
-Salmo: 114, 1-9 : R. Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.
-2ª Lectura: Sant 2, 14-18 : La fe, si no tiene obras, está muerta.
+Evangelio: Mc 8, 27-35 : Tú eres el Mesías… El Hijo del hombre tiene que padecer mucho.
Ver también: Mc 8, 34-9, 1
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Cesáreo de Arlés, obispo
Sermón: No es duro lo que manda aquel que ayuda a realizar lo que ordena.
Sermón 159,1.4-6: CCL 104, 652-654.
El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz. Parece duro, carísimos hermanos, y se considera como grave lo que en el evangelio mandó el Señor, diciendo: El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo. Pero no es duro lo que manda aquel que ayuda a realizar lo que ordena.
Y ¿a dónde hay que seguir a Cristo, sino a donde Cristo ha ido? Sabemos, en efecto, que resucitó, que subió al cielo: allá hay que seguirlo. No hay que ceder a la desesperanza, y no porque el hombre sea capaz de algo, sino porque él lo ha prometido. Muy lejano nos quedaba el cielo, hasta que nuestra cabeza subió al cielo. Pero ahora, ¿cómo vamos a desesperar llegar allí, si somos miembros de aquella cabeza? Y ¿por qué razón? Pues porque la tierra es campo del miedo y del dolor: sigamos a Cristo donde está la felicidad suma, la suma paz, la eterna seguridad.
Sólo que quien desee seguir a Cristo ha de prestar oído a lo que dice el Apóstol: Quien dice que permanece en Cristo, debe vivir como él vivió. ¿Quieres seguir a Cristo? Sé humilde como él lo fue: no desprecies su humildad, si deseas alzarte a su sublimidad. El camino se volvió escabroso al pecar el hombre; pero se ha vuelto transitable desde que Cristo, al resucitar, lo allanó, y de estrechísimo sendero se ha convertido en calzada real. Por esta calza-da se corre con los pies gemelos de la humildad v-de la caridad. Aquí todos aspiran a las cimas de la caridad: pero el primer peldaño es la humildad. ¿A qué viene eso de quemar etapas? Quieres caer, no ascender. Empieza por el primer peldaño, el de la humildad, y ya comenzaste la ascensión.
Por eso, nuestro Señor y salvador no se contentó con decir: Que se niegue a sí mismo, sino que añadió: Que cargue con su cruz y me siga. ¿Qué significa: Que cargue con su cruz? Soporte cualquier molestia: y así que me siga. Bastará que se ponga a seguirme imitando mi vida y cumpliendo mis preceptos, para que al punto aparezcan muchos contradictores, muchos que intenten impedírselo; hallará no sólo muchos que se burlen de él, sino también muchos perseguidores. Y esto, no sólo entre los paganos, sino incluso entre aquellos que, con el cuerpo, parecen estar dentro de la Iglesia, pero que en realidad están fuera por la perversidad de las obras, y, blasonando únicamente del nombre de cristianos, no cejan de perseguir a los buenos cristianos. Por tanto, si tú deseas seguir a Cristo, toma en seguida su cruz: soporta a los malos, mantente firme.
Así pues, si queremos cumplir lo que dijo el Señor: El que quiera venirse conmigo, que cargue con su cruz y me siga, esforcémonos en poner en práctica, con la ayuda de Dios, lo que dice el Apóstol: Teniendo qué comer y qué vestir nos basta; no nos ocurra que apeteciendo los bienes terrenos más allá de la estricta necesidad, busquemos enriquecernos, nos enredemos en mil tentaciones, nos creemos necesidades absurdas y nocivas, que hunden a los hombres en la perdición y la ruina. Que el Señor se digne librarnos con su protección de semejante tentación, él que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?
Homilías sobre San Mateo, 54, Ed. BAC, Madrid, 1966, pp. 137-156
Preludios a la confesión de Pedro
— ¿Por qué razón nombra al fundador de la ciudad? —Porque hay otra Cesarea, la llamada de Estratón, y no fue en ésta, sino en aquélla, donde el Señor preguntó a sus discípulos. Allí los llevó lejos de los judíos, a fin de que, libres de toda angustia, pudieran decir con entera libertad cuanto íntimamente sentían. — ¿Y por qué no les preguntó inmediatamente lo que ellos sentían, sino que quiso antes saber la opinión del vulgo? —.Porque quería que, expresada ésta y volviéndoles a preguntar a ellos: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?, el tono mismo de la pregunta los levantara a más alta opinión acerca de Él y no cayeran en la bajeza de sentir de la muchedumbre. Por eso justamente tampoco les interroga al comienzo de su predicación, Cuando ya había hecho muchos milagros y les había enseñado muchas y levantadas doctrinas, cuando les había dado tantas pruebas de su divinidad y de su concordia con el Padre, entonces es cuando les plantea esta pregunta. Y no les dijo: «¿Quién dicen los escribas y fariseos que soy yo?», a pesar de que éstos se le acercaban muchas veces y conversaban con Él, sino ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Con lo que buscaba el Señor el sentir incorruptible del pueblo. Porque si bien ese sentir se quedaba más bajo de lo conveniente, por lo menos estaba exento de malicia; mas el de escribas y fariseos se inspiraba en pura maldad.
Y para dar a entender el Señor cuán ardientemente deseaba que se confesara y reconociera su encarnación, se llama a sí mismo Hijo del hombre, designando así su divinidad, como lo hace en muchas otras partes. Por ejemplo, cuando dice. Nadie ha subido al cielo sino el Hijo del hombre, que está en el cielo. Y otra vez: ¿Qué será cuando viereis al Hijo del hombre que sube a donde estaba primero? Luego le respondieron: Unos que Juan Bautista, otros Elías, otros Jeremías o alguno de los profetas. Y, expuesta así esta errada opinión, prosiguió entonces el Señor: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Lo que era invitarlos a que concibieran más altos pensamientos sobre Él y mostrarles que la primera sentencia se quedaba muy por bajo de su auténtica dignidad. De ahí que requiera otra de ellos y les plantee nueva pregunta, a fin de que no cayeran juntamente con el vulgo. Y es que la gente, como le habían visto hacer al Señor milagros muy por encima del poder humano, por un lado le tenían por hombre, pero, por otro, les parecía un hombre aparecido por resurrección, como decía el mismo Herodes. Mas con el fin de apartar a sus discípulos de semejante idea, el Señor les vuelve a preguntar: Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo? Vosotros, es decir, los que estáis siempre conmigo, los que me veis hacer milagros, los que por virtud mía habéis hecho también muchos.
Pedro, boca de los Apóstoles
¿Qué hace, pues, Pedro, boca que es de los apóstoles? Él, siempre ardiente; él, director del coro de los apóstoles, aun cuando todos son interrogados, responde solo. Y es de notar que cuando el Señor preguntó por la opinión del vulgo, todos contestaron a su pregunta; pero cuando les pregunta la de ellos directamente, entonces es Pedro quien se adelanta y toma la mano y dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Qué le responde Cristo?: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque ni la carne ni la sangre te lo han revelado. Ahora bien, si Pedro no hubiera confesado a Jesús por Hijo natural de Dios y nacido del Padre mismo, su confesión no hubiera sido obra de una revelación. De haberle tenido por uno de tantos, sus palabras no hubieran merecido la bienaventuranza. La verdad es que antes de esto, los hombres que estaban en la barca, después de la tormenta de que fueron testigos, exclamaron: Verdaderamente es éste Hijo de Dios. Y, sin embargo, a pesar de su aseveración de verdaderamente, no fueron proclamados bienaventurados. Porque no confesaron una filiación divina, como la que aquí confiesa Pedro. Aquellos pescadores creían sin duda que Jesús, uno de tantos, era verdaderamente Hijo de Dios, escogido ciertamente entre todos, pero no de la misma sustancia o naturaleza de Dios Padre.
La confesión de Pedro, revelación del Padre
2. También Natanael había dicho: Maestro, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el rey de Israel. Y no sólo no se le proclama bienaventurado, sino que es reprendido por el Señor por haber hablado muy por bajo de la verdad. Lo cierto es que el Señor añadió: ¿Porque te dije: Te vi debajo de la higuera, crees? Cosas mayores has de ver. ¿Por qué, pues, Pedro es proclamado bienaventurado porque le confesó Hijo natural de Dios. De ahí que en los otros casos nada semejante dijo el Señor; mas en éste nos hace ver también quién fué el que lo reveló. Tal vez pudiera pensar la gente que, siendo Pedro tan ardiente amador de Cristo, sus palabras nacían de amistad y adulación y de ganas que tenía de congraciarse con su maestro. Pues para que nadie pudiera pensar así, Jesús nos descubre quién fue el que habló antes al alma de Pedro, y nos demos así cuenta que si Pedro fue quien habló, el Padre fue quien le dictó las palabras —palabras que ya no podemos mirar como opinión humana, sino creerlas como dogma divino—. —Mas ¿por qué no lo afirma el Señor mismo y dice: «Yo soy el Cristo», sino que lo va preparando por sus preguntas, llevando a sus discípulos a confesarlo? —Porque así era entonces para Él más conveniente y necesario y de esta manera se atraía mejor a sus discípulos a la fe de aquella misma confesión por ellos hecha. ¿Veis cómo el Padre revela al Hijo, y el Hijo al Padre? Porque tampoco al Padre le conoce nadie—dice Él mismo—, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Luego no es posible conocer al Hijo sino por el Padre, ni conocer por otro al Padre sino por el Hijo. De suerte que aun por aquí se demuestra patentemente la igualdad y consustancialidad del Hijo con el Padre.
La promesa de Jesús a Pedro
—¿Qué le contesta, pues, Cristo? Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú te llamarás Cefas. Como tú has proclamado a mi Padre—le dice—, así también yo pronuncio el nombre de quien te ha engendrado. Que era poco menos que decir: Como tú eres hijo de Jonás, así lo soy yo de mi Padre. Porque, por lo demás, superfluo era llamarle hijo de Jonás. Mas como Pedro le había llamado Hijo de Dios, Él añade el nombre del padre de Pedro, para dar a entender que lo mismo que Pedro era hijo de Jonás, así era Él Hijo de Dios, es decir, de la misma sustancia de su Padre. Y yo te digo: Tú eres Piedra y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, es decir/sobre la fe de tu confesión. Por aquí hace ver ya que habían de ser muchos los que creerían, y así levanta el pensamiento de Pedro y le constituye pastor de su Iglesia. Y las puertas; del infierno no prevalecerán contra ella. Y si contra ella no prevalecerán, mucho menos contra mí, No te turbes, pues, cuando luego oigas que he de ser entregado y crucificado. Y seguidamente le concede otro honor: Y yo te daré las llaves del reino dé los cielos. ¿Qué quiere decir: Yo te daré las llaves? Como mi Padre te ha dado que me conocieras, yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y no dijo: «Yo rogaré a mi Padre»; a pesar de ser tan grande la autoridad que demostraba, a pesar de la grandeza inefable del don. Pues con todo eso, Él dijo: Yo te daré. —¿Y qué le vas a dar, dime? —Yo te daré las llaves del reino de los cielos; y cuanto tú desatares sobre la tierra, desatado quedará en los cielos. ¿Cómo, pues, no ha de ser cosa suya conceder sentarse a su derecha o a su izquierda, cuando ahora dice: Yo te daré? ¿Veis cómo Él mismo, levanta a Pedro a más alta idea de Él y se revela a sí mismo y demuestra ser Hijo de Dios por estas dos promesas que aquí le hace? Porque cosas que atañen sólo al poder de Dios, como son perdonar los pecados, hacer inconmovible a su Iglesia aun en medio del embate de tantas olas y dar a un pobre pescador la firmeza de una roca aun en medio de la guerra de toda la tierra, eso es lo que aquí promete el Señor que le ha de dar a Pedro. Es lo que el Padre mismo decía hablando con Jeremías: Que le haría como una columna de bronce o como una muralla». Sólo que a Jeremías le hace tal para una sola nación, y a Pedro para la tierra entera. Aquí preguntaba yo con gusto a quienes se empeñan en rebajar la dignidad del Hijo: ¿Qué dones son mayores: los que dio el Padre o los que dio el Hijo a Pedro? El Padre le hizo a Pedro la gracia de revelarle al Hijo; pero el Hijo propagó por el mundo entero la revelación del Padre y la suya propia, y a un pobre mortal le puso en las manos la potestad de todo lo que hay en el cielo, pues le entregó sus llaves —Él, que extendió su Iglesia por todo lo descubierto de la tierra y la hizo más firme que el cielo mismo: Porque el cielo y la tierra pasarán, pero mi, palabra no pasará. El que tales dones da, el que tales hazañas, realizó, ¿cómo puede ser inferior? Y al hablar así, no pretendo dividir las obras del Padre y del Hijo: Porque todo fue hecho por y sin El nada fue hecho. No, lo que yo quiero es hacer callar la lengua desvergonzada de quienes a tales afirmaciones se desmandan.
Jesús prohíbe se revele su Mesianidad
3. Mirad, pues, por todas partes la autoridad del Señor: Yo te digo: Tú eres Piedra. Yo edificaré mi Iglesia. Yo te daré las llaves de los cielos. Y entonces—después de dicho esto—les intimó que a nadie dijeran que Él era el Cristo. —A ¿qué fin semejante intimación? —Es que ante todo quería el Señor que desapareciera todo lo que podía escandalizarlos, que se consumara el misterio de la cruz y de cuanto Él tenía que padecer, que no hubiera ya nada que pudiera impedir ni nublar la fe de las gentes en Él, y entonces, sí, clara e inconmovible, grabar en el alma de sus oyentes la conveniente idea que de Él habían de tener. Porque todavía no había brillado con entera claridad su poder. De ahí que Él quería ser predicado por los apóstoles, cuando la verdad de las cosas y la fuerza de los hechos vendrían a corroborar lo que ellos dirían sobre su persona. Porque no era lo mismo verle en Palestina tan pronto haciendo milagros como ultrajado y perseguido—más que más, cuando a los milagros tenía que suceder la cruz—y verle adorado y creído por toda la tierra, sin tener ya que sufrir nada de cuanto antes había sufrido. De ahí su orden ahora de que a nadie dijeran nada. Porque lo que una vez arraigó y luego se arranca, difícilmente hubiera vuelto a echar nuevamente raíces plantado en el alma de las gentes; en cambio, lo que una vez fijo sigue allí inconmovible, sin que de parte alguna se le haga daño, eso es lo que brota fácilmente y crece a mayor altura. Y es así que si quienes habían presenciado tantos milagros y a quienes se les habían revelado tan inefables misterios se escandalizaron de solo oír hablar de la cruz, y no sólo ellos en general, sino el mismo director de coro, que era Pedro, considerad qué hubiera naturalmente pasado a la muchedumbre si por un lado se les decía que Jesús era Hijo de Dios y por otro le veían crucificado y escupido, cuando nada sabían aún de estos misterios inefables ni habían recibido la gracia del Espíritu Santo. Porque si a sus mismos discípulos hubo de decirles Señor: Muchas cosas tengo aún que deciros, pero no las podéis comprender ahora», mucho menos lo hubiera comprendido el pueblo si antes del tiempo conveniente se le hubiera revelado el más alto de todos los misterios. De ahí la prohibición del Señor de que nada dijeran sobre su filiación divina. Y por que os deis cuenta de cuán conveniente era que sólo después—pasado ya cuanto podía escandalizarlos—se les diera la plena enseñanza de tan alta verdad, miradlo por el mismo Pedro, príncipe de los apóstoles. Porque ese mismo Pedro que después de tantos milagros se mostró tan débil que negó a su maestro y tembló de una vil criadilla, una vez que la cruz fue delante y tuvo pruebas claras de la resurrección y nada había ya que pudiera escandalizarle ni turbarle; Pedro, digo, tan inconmoviblemente mantuvo la enseñanza del Espíritu Santo, que con más vehemencia que un león saltó en medio del pueblo judío, a despecho de los peligros infinitos de muerte que le amenazaban. Porque muchas cosas—les dice—tengo aún que deciros; pero no podéis comprenderlas ahora. Y es así que los apóstoles no comprendieron muchas cosas que el Señor les había dicho, y que no se les aclararon antes de la cruz. Cuando hubo resucitado, cayeron en la cuenta de algunas de ellas. Con razón, pues, les mandó que no las dijeran antes de la cruz a la muchedumbre, pues a ellos mismos, que las habían de enseñar, no se atrevió a encomendárselas todas antes de la cruz.
La primera predicción de la Pasión
Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que era menester que É1 sufriera… Desde entonces. ¿Cuándo? Cuando había impreso en ellos el dogma de su filiación divina, cuando había introducido en la Iglesia las primicias de las naciones. Mas ni aun así entendieron su palabra. Era—dice otro evangelista—esta palabra escondida para ellos Y se hallaban como en tinieblas, no sabiendo que tenía Él que resucitar. De ahí que el Señor se detiene en lo desagradable y explana su discurso, a ver si logra abrirles la inteligencia y comprenden, en fin, lo que les quiere decir. Pero ellos no le entendieron, sino que aquella palabra era para ellos cosa oculta. Por añadidura, tenían miedo a preguntarle, no si había de morir, sino cómo y de qué manera moriría. ¿Qué misterio, pues, es éste? Que no sabían ni qué cosa fuera resucitar, y ellos creían que era mucho mejor no morir. De ahí nuevamente, cuando todos están turbados y perplejos, Pedro, ardiente siempre, es el único que se atreve a hablar de ello. Mas ni éste se atreve a hacerlo en público, sino tomando a Jesús aparte, es decir, separándose de sus compañeros. Entonces, le dice: Dios te libre, Señor, de que tal cosa te suceda. ¿Qué es esto? El que había gozado de una revelación, el que había sido proclamado bienaventurado, ¿cae tan rápidamente y se espanta de la pasión? ¿Y qué maravilla es que tal le sucediera a quien en esto no había recibido revelación alguna? Para que os deis cuenta cómo en la confesión del Señor no habló Pedro de su cosecha, mirad cómo en esto que no se le ha revelado se turba y sufre vértigo, y mil veces que oiga lo mismo, no sabe de qué se trata. Que Jesús era Hijo de Dios, lo supo; pero el misterio de la cruz y de la resurrección todavía no le había sido manifestado. Era ésta —dice el evangelista—palabra escondida para ellos. ¿Veis con cuánta razón mandó el Señor que no fuera manifestado a los otros? Porque si a quienes tenían necesidad de saberlo, de tal modo los perturbó, ¿qué les hubiera pasado a los demás? El Señor, empero, para hacer ver cuán lejos estaba de ir a la pasión contra su voluntad, no sólo reprendió a Pedro, sino que le llamó Satanás.
No nos avergoncemos de la Cruz del Señor
4. Oigan esto cuantos se avergüenzan de la pasión y de la cruz de Cristo. Porque si el Príncipe de los Apóstoles, aun antes de entender claramente este misterio, fue llamado Satanás por haberse avergonzado de él, ¿qué perdón pueden tener aquellos que, después de tan manifiesta demostración, niegan la economía de la cruz? Porque si el que así fue proclamado bienaventurado, si el que tan gloriosa confesión hizo, tal palabra hubo de oír, considerad lo que habrán de sufrir los que, después de todo eso, destruyen y anulan el misterio de la cruz. Y no le dijo el Señor a Pedro: «Satanás ha hablado por tu boca», sino: Vete detrás de mí, Satanás. A la verdad, el deseo de Satanás era que Cristo no sufriera. De ahí la viveza con que el Señor reprende a Pedro, pues sabía muy bien que eso era lo que él y los otros más temían y la dificultad que tendrían en aceptarlo. De ahí también que descubra lo que su discípulo pensaba dentro de su alma, diciendo: No sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.
¿Qué quiere decir: No sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres? Quiere decir que Pedro, examinando con razonamiento humano y terreno el asunto, juzgaba vergonzoso e indecoroso que Cristo padeciera. Mas el Señor, atacándole derechamente, le dice: «No es para mí indecoroso padecer. Eres tú más bien el que juzgas de ello con ideas carnales. Porque si hubieras oído mis palabras con sentido de Dios, libre de todo pensamiento carnal, hubieras comprendido que eso es para mí lo más decoroso. Tú piensas que el padecer es indigno de Mí; pero yo te digo que es intención diabólica que yo no padezca». Así; con razones contrarias, trata el Señor de quitar a Pedro toda aquella angustia. A Juan, que tenía por indigno del Señor recibir de sus manos el bautismo, éste le persuadió que le bautizara, diciéndole: Así es conveniente para nosotros. Y al mismo Pedro, que se oponía a que le lavara los pies, le dijo: Si no te lavare los pies, no tienes parte conmigo. Así también ahora le contiene con razones contrarias, y con la viveza de la reprensión suprime todo el miedo que le inspiraba el padecer. Que nadie, pues, se avergüence de los símbolos sagrados de nuestra salvación, de la suma de todos los bienes, de aquello a que debemos la vida y el ser; llevemos más bien por todas partes, como una corona, la cruz de Cristo. Todo, en efecto, se consuma entre nosotros por la cruz. Cuando hemos de regenerarnos, allí está presente la cruz; cuando nos alimentamos de la mística comida; cuando se nos consagra ministros del altar; cuando quiera se cumple otro misterio alguno, allí está siempre este símbolo de victoria. De ahí el fervor con que lo inscribimos y dibujamos sobre nuestras casas, sobre las paredes, sobre las ventanas, sobre nuestra frente y sobre el corazón. Porque éste es el signo de nuestra salvación, el signo de la libertad del género humano, el signo de la bondad del Señor para con nosotros: Porque como oveja fue llevado al matadero». Cuando te signes, pues, considera todo el misterio de la cruz y apaga en ti la ira y todas las demás pasiones. Cuando te signes, llena tu frente de grande confianza, haz libre tu alma. Sabéis muy bien qué es lo que nos procura la libertad. De ahí que Pablo, para 11evarnos a ello, quiero decir, a la libertad que a nosotros conviene, nos llevó por el recuerdo de la cruz y de la sangre del Señor: Por precio—dice—fuisteis comprados. No os hagáis esclavos de los hombres. Considerad—quiere decir—el precio que se pagó por vosotros y no os haréis esclavos de ningún hombre. Y precio llama el Apóstol a la cruz. No basta hacer simplemente con el dedo la señal de la cruz, antes hay que grabarla con mucha fe en nuestro corazón. Si de este modo la grabas en tu frente, ninguno de los impuros demonios podrá permanecer cerca de ti, contemplando el cuchillo con que fue herido, contemplando la espada que le infligió golpe mortal. Porque si a nosotros nos estremece la vista de los lugares en que se ejecuta a los criminales, considerad qué sentirán el diablo y sus demonios al contemplar el arma con que Cristo desbarató todo su poderío y cortó la cabeza del dragón. No os avergoncéis de bien tan grande, no sea que también Cristo se avergüence de vosotros cuando venga en su gloria y vaya delante el signo de la cruz más brillante que los rayos del sol. Porque, si, entonces aparecerá la cruz, y su vista será como una voz que defenderá la causa del Señor y probará que nada dejó Él por hacer de cuanto a Él le tocaba. Este signo, en tiempo de nuestros antepasados, como ahora, abrió las puertas cerradas, neutralizó los venenos mortíferos, anuló la fuerza de la cicuta, curó las mordeduras de las serpientes venenosas. Mas si él abrió las puertas del infierno y desplegó la bóveda del cielo y renovó la entrada del paraíso y cortó los nervios al diablo, ¿qué maravilla es que triunfe de los venenos mortíferos y de las fieras y de todo lo demás?
Termina el panegírico de la Cruz
5. Grabemos, pues, este signo en nuestro corazón y abracemos lo que constituye la salvación de nuestras almas. La cruz salvó y convirtió a la tierra entera, desterró el error, hizo volver la verdad, hizo de la tierra cielo y de los hombres ángeles. Por ella los demonios no son ya temibles, sino despreciables; ni la muerte es muerte sino sueño. Por ella yace por tierra y es pisoteado cuanto primero nos hacía la guerra. Si alguien, pues, te dijere: «¿Al crucificado adoras?», contéstale con voz clara y alegre rostro: «No sólo le adoro, sino que jamás cesaré de adorarle». Y si él se te ríe, llórale tú a él, pues está loco. Demos gracias al Señor de que nos ha hecho tales beneficios, que ni comprendidos pueden ser sin una revelación de lo alto. Porque si ese pobre gentil se ríe, es justamente porque el hombre animal no comprende las cosas del espíritu». Lo mismo les pasa a los niños cuando ven algo grande y maravilloso. A los más sagrados misterios que lleves a un niño, se reirá. A tales niños se parecen los gentiles, o, por mejor decir, aún son ellos más necios, y por ello también más desgraciados, pues sin hallarse ya en la primera edad, sino en edad perfecta, sufren lo que es de niños pequeños,(De ahí que tampoco son dignos de perdón) Mas nosotros, con clara voz, levantando fuerte y alto nuestro grito, y con más libertad y franqueza si nos escuchan gentiles, digamos y proclamemos que toda nuestra gloria es la cruz, que ella es la suma de todos los bienes, nuestra confianza y nuestra corona toda Quisiera yo también poder decir con Pablo “que por ella el mando ha sido crucificado para mí, y yo para el mundo»; pero no puedo decirlo, dominado como me veo por tan varias pasiones. Por eso yo os exhorto a vosotros, y, antes que a vosotros, a mí mismo, a crucificarnos para el mundo, a no tener nada de común con la tierra, sino a amar nuestra patria de arriba y la gloria y los bienes que allí nos esperan.
Somos soldados de Cristo
A la verdad, soldados somos del rey del cielo, y las armas espirituales nos hemos vestido, ¿A qué, pues, llevar una vida de tenderos o mendigantes o, por mejor decir, de viles gusanillos? Donde está el rey, allí debe también estar su soldado. Porque, sí, soldados somos, no de los que están lejos, sino de los que están cerca, Un rey de la tierra no puede hacer que todos sus soldados estén en su palacio ni a su lado; pero el rey del cielo quiere que todos los suyos estén junto a su trono real. -¿Y cómo es posible—me dirás—que, estando aún en la tierra, estemos ¡tinto al trono de Dios? —Porque también Pablo, aun estando en la tierra, estaba donde están los serafines y querubines y más cerca de Cristo que la escolta lo está del emperador. Los guardias muchas veces vuelven la vista a una y otra parte; pero al Apóstol nada le distraía, nada le apartaba, sino que todo su pensamiento lo tenía constantemente fijo en su rey Cristo. De suerte que, si queremos, también para nosotros es eso posible. Si el Señor estuviera en un lugar remoto, con razón tendrías dificultad; mas como Él asiste en todo momento al alma fervorosa y atenta, cerca está de nosotros. De ahí que dijera el profeta: No temeré mal alguno, porque tú estás conmigo 17. Y Dios mismo, a su vez: Yo soy un Dios cercano y no lejano. Así, pues, a la manera que los pecados nos alejan de Dios, así la justicia nos acerca a Él. Cuando tú estés aun hablando—dice—, yo diré: Fleme aquí. ¿Qué padre puede así escuchar jamás a sus hijos? ¿Qué madre está tan apercibida y siempre a punto, a ver si la llaman sus hijos? Nadie en absoluto; ni padre ni madre; sólo Dios está siempre esperando a ver si le invoca alguno de los suyos, y jamás, si le invocamos como debemos, deja de escucharnos. Por eso dice: Cuando aún estés hablando. No espero a que termines tu oración. Inmediatamente te escucho. Invoquémosle, pues, como Él quiere ser invocado. ¿Y cómo quiere ser invocado? Desata—dice—toda atadura de iniquidad; rompe las cuerdas de los contratos violentos, rasga toda escritura inicua. Rompe tu pan con el hambriento, y a los mendigos sin techo mételos en tu casa.. Si ves a un desnudo, vístele, y no mires con desdén a los que son de tu; propia sangre. Entonces romperá matinal: tu luz y tus curaciones brotarán rápidamente, y tu justicia caminará delante de ti, y la, gloria de Dios te vestirá. Entonces, tú me invocarás y yo te escucharé. Cuando tú estés aún hablando, yo diré: Heme aquí». — ¿Y quién—me dices—podrá hacer todo eso? — ¿Y quién—te respondo—no lo puede? ¿Qué hay de difícil, qué hay de trabajoso en todo lo dicho?
¿Qué hay que no sea fácil? Es no sólo posible, sino tan fácil, que muchos hay que han pasado más allá de la meta, y no sólo rasgan toda escritura inicua, sino se desprenden hasta de sus propios bienes; no sólo admiten a su mesa y bajo su techo a los pobres, sino que les dan su propio sudor y trabajan para que ellos coman; y no sólo hacen beneficios a sus familiares, sino a sus mismos enemigos.
Las recompensas que se nos prometen hacen fácil lo que se nos manda
6. ¿Qué hay en absoluto difícil en las palabras citadas? No nos dice el profeta: «Traspasa las montañas, atraviesa el mar, cava tantas y tantas yugadas de tierra, permanece sin comer, vístete de saco». No. Lo que nos manda es que demos a nuestros familiares, que repartamos nuestro pan, que rompamos las escrituras injustamente hechas. ¿Hay algo, dime, más fácil que todo eso? Mas si aun así te parece difícil, considera, te ruego, los premios que se nos prometen, y todo se te hará fácil. Porque al modo como los emperadores, en las carreras de caballos, ponen delante de los que van a competir coronas, premios y vestidos, así también Cristo nos pone en medio del estadio sus premios, que Él extiende como con muchas manos, por medio de las palabras del profeta.
Ahora bien, los emperadores, por muy emperadores que sean, como hombres, al fin, cuya riqueza se consume y cuya liberalidad se acaba, tienen interés en que lo poco aparezca como mucho; de ahí que, poniendo sendos premios en manos de cada uno de sus servidores, los sacan así a la pública vista. Todo lo contrario nuestro emperador. Como es infinitamente rico y nada hace por ostentación, todo lo reúne juntamente y así lo presenta al público; bienes que, extendidos, no tendrían límite alguno y necesitarían de muchas manos para retenerlos. Y para que te des cuenta de ello, examina con diligencia cada uno de esos bienes: Entonces romperá matinal tu luz. ¿No es así que, a primera vista, no hay aquí más que un don único? Pues no es único, sino dentro de sí lleva muchas otras recompensas, coronas y premios. Y, si os place, vamos a desplegar y mostrar, en cuanto cabe, toda la riqueza que en sí encierra. Sólo quisiera que no os cansarais. Y, ante todo, sepamos qué quiere decir: Romperá. Porque no dijo «parecerá», sino: Romperá. Es que quería el Señor dar a entender la rapidez y abundancia con que brotará la luz, y cuán ardientemente desea Él nuestra salvación, y cómo los mismos bienes sienten como dolor de parto y se dan prisa para salir, sin que haya nada capaz de detener su ímpetu inefable, Por todos estos modos nos da Él a entender su generosidad y la abundancia sin límites de su riqueza.
¿Y qué quiere decir matinal? Quiere decir que esos bienes no nos llegan después de haber pasado nosotros por las pruebas y tentaciones, no después de la acometida de los males, sino adelantándose a todo eso. Como un fruto que madura antes de tiempo, así sucede aquí, dándonos nuevamente a entender la rapidez, como anteriormente dijo: Cuando aún estés tú hablando, yo diré: Heme aquí. ¿Y de qué luz nos habla? ¿Qué especie de luz es ésa? No de esta sensible, sino de otra mucho mejor, la luz que nos hace ver el cielo y los ángeles y los arcángeles y los querubines y serafines, los principados, las potestades, los tronos, las dominaciones, todo el ejército entero, los regios palacios y las tiendas eternas. Si de aquella luz te hicieres digno, no sólo verás todo esto, sino que te librarás del infierno, y del gusano venenoso, y del rechinar de dientes y de las cadenas irrompibles, y de la angustia y de la tribulación y de las tinieblas sin luz y de ser partido por medio, y de los ríos de fuego y de la maldición y de los parajes del dolor. En cambio, irás a otros de donde huyó el dolor y la tristeza; donde reina alegría y paz inmensa y caridad y gozo y placer; donde la vida es eterna y la gloria inefable y la belleza inexplicable. Allí los eternos tabernáculos, allí la gloria inefable del rey y aquellos bienes que ni ojo vio ni oído oyó ni a corazón de hombre llegaron. Allí la espiritual cámara nupcial, los tálamos de los cielos, las vírgenes con sus lámparas encendidas y los convidados con su ropa de bodas. Allí las riquezas infinitas del Señor y sus tesoros regios. ¿Ves cuán grandes premios nos quiso mostrar en una sola palabra y cómo todo lo amontonó en uno? Por modo semejante, desplegando cada una de las otras expresiones, hallaríamos riqueza inmensa y un océano sin fondo.
Exhortación final: pasemos por todo a trueque de alcanzar tan grandes bienes
¿Todavía, pues, daremos largas; todavía, decidme, vacilaremos en socorrer a los necesitados? No, yo os lo suplico. Aun cuando hubiéramos de perderlo todo, aun cuando tuviéramos que arrojarnos al fuego y romper por entre espadas y saltar por encima de cuchillos y sufrir cualquier otra cosa, soportémoslo todo fácilmente, a fin de alcanzar la vestidura del reino de los cielos y su gloria inefable. La cual ojalá todos logremos, por la gracia y amor de nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
San Agustín, obispo
Obras:
Obras completas (Tomo X), B.A.C., Madrid, 1983, pg. 636-645)
Duro y pesado parece el precepto del Señor, según el cual quien quiera seguirle ha de negarse a sí mismo. Pero no es duro y pesado lo que manda aquel que presta su ayuda para que se haga lo que manda. Pues también es cierto lo que se dice en el salmo: Por las palabras de tus labios he seguido los caminos duros. Y es verdadero también lo que dijo Él mismo: Mi yugo es llevadero y mi carga ligera. La caridad hace que sea ligero lo que los preceptos tienen de duro. Sabemos lo que es capaz de hacer el amor. Con frecuencia este amor es perverso y lascivo: ¡cuántas calamidades han sufrido los hombres, por cuántas deshonras han tenido que pasar y tolerar para llegar al objeto de su amor! Es igual que se trate de un amante del dinero, es decir, de un avaro; o de un amante de los honores, es decir, de un ambicioso; o de un amante de los cuerpos hermosos, es decir, de un lascivo. ¿Quién será capaz de enumerar todos los amores? Considerad, sin embargo, cuánto se fatigan todos los amantes y, no obstante, no sienten la fatiga; y mayor es el esfuerzo cuando alguien se lo prohíbe. Si, pues, los hombres son tales cuales son sus amores de ninguna otra cosa debe preocuparse en la vida sino de elegir lo que ha de amar. Estando así las cosas, ¿de qué te extrañas de que aquel que ama a Cristo y quiere seguirlo, por fuerza del mismo amor se niegue a sí mismo? Si amándose a sí mismo el hombre se pierde, negándose a sí mismo se reencuentra al instante.
El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues si no se hubiese amado y hubiese antepuesto a Dios a sí mismo, hubiese estado siempre sometido a Dios; no se hubiese inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Él. Amarse a uno mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote. Pues para que sepáis que es un vicio amarse, dice así el Apóstol: Habrá hombres amantes de sí mismos. Y quien se ama a sí mismo, ¿acaso confía en sí mismo? Tras abandonar a Dios, comienza a amarse a sí mismo, y para amar lo que está fuera de sí, sale de sí mismo; hasta tal punto que, habiendo dicho el Apóstol: Habrá hombres amantes de sí mismos, acto seguido añadió: amantes del dinero. Ya estás viendo que te encuentras fuera. Comenzaste a amarte; si puedes, mantente en ti. ¿Por qué vas fuera? ¿Te has hecho acaso rico con el dinero, tú, amador del dinero? Comenzaste a amar lo que es exterior a ti y te extraviaste. Por tanto, cuando el amor del hombre desde sí mismo se pone en movimiento hacia las cosas que están fuera, comienza a hacerse tan vano como las cosas con las que anda y, en cierto modo, a derrochar sus fuerzas como si fuera un hijo pródigo. Se vuelve vacío, se anonada, se empobrece, apacienta cerdos. Y mientras se fatiga en el pastoreo de los mismos, le acontece que a veces hace memoria y dice: ¡Cuántos mercenarios de mi padre comen pan mientras que yo aquí perezco de hambre! Pero cuando dice esto, ¿qué está escrito del hijo que gastó sus haberes con meretrices, que quiso tener en su poder cuanto el padre guardaba justamente para él? Quiso disponer de ello a su antojo, lo malgastó y se encontró necesitado. ¿Qué se dice de él? Y volviendo a su interior. Si volvió a su interior, es que había salido de sí. Quien había caído fuera de sí y se había alejado de sí, como primera cosa vuelve a sí para volver allí de donde había caído fuera de sí. Del mismo modo que, cayendo fuera de sí,
permaneció en sí, así volviendo en sí, no debe permanecer en sí para no volver a salir de sí. ¿Qué dijo al volver en sí para no permanecer en sí? Me levantaré e iré a mi padre. He aquí que el haber caído fuera de sí equivalía a haber caído fuera de su padre; había caído fuera de sí; de sí mismo había salido hacia las cosas que están fuera. Vuelto a sí se dirige hacia el padre, donde encuentra refugio segurísimo. Si, pues, había salido de sí y de aquel que le había dado el ser, al volver a sí para ir al padre, niéguese a sí mismo. ¿Qué es negarse a sí mismo? No presuma de sí; advierta que es hombre y escuche el dicho profético: ¡Maldito todo el que pone su esperanza en el hombre! Sea guía de sí mismo, pero no hacia abajo; sea guía de sí mismo, mas para adherirse a Dios. Cuanto tiene de bueno, atribúyaselo a aquel por quien ha sido hecho; cuanto tiene de malo, es de cosecha propia. No hizo Dios lo que de malo existe en él: pierda lo que hizo, si esto le causó defección. Niéguese a sí mismo, dijo, y tome su cruz y sígame.
¿Adónde hay que seguir al Señor? Sabemos adónde va: hace muy pocos días hemos celebrado su solemnidad. Resucitó y subió al cielo: allí hay que seguirle. No hay motivo alguno para perder la esperanza; no porque el hombre pueda algo, sino por la promesa de Dios. El cielo estaba lejos de nosotros antes de que nuestra cabeza subiese a él. ¿Por qué perder la esperanza si somos miembros de tal cabeza? Allí hemos de seguirle. ¿Y quién hay que no quiera seguirle a tal lugar, sobre todo teniendo en cuenta que en la tierra se trabaja en medio de tantos temores y dolores? ¿Quién no quiere seguir a Cristo a aquel lugar en el que la felicidad es suma, como también la paz y la seguridad perpetua? Cosa buena es seguirle a aquel lugar; pero hay que ver por dónde. En efecto, el Señor Jesús no decía estas cosas después de haber resucitado. Aún no había resucitado; tenía que pasar por la cruz, la deshonra, la flagelación, la coronación de espinas las llagas, los insultos, los oprobios, la muerte. Es un camino para desesperados; te convierte en perezoso y no quieres seguirle. Síguele. Áspero es el camino que el hombre se hizo, pero está ya pisado por Cristo en su regreso al Padre. Pues ¿quién no quiere ir hacia la exaltación? A todos agrada la altura, pero la humildad es el peldaño para alcanzarla. ¿Por qué pones tu pie más allá de ti mismo? Quieres caer, no subir. Comienza por el peldaño y lograrás subir. Este peldaño de la humildad no querían subirlo los dos discípulos, que decían: Señor, ordena que en tu reino uno de nosotros se siente a tu derecha y otro a tu izquierda. Buscaban la altura, mas no veían el peldaño. Pero el Señor se lo mostró. ¿Qué les respondió? ¿Podéis beber el cáliz que he de beber yo? Los que buscáis la cima más alta, ¿podéis beber el cáliz de la humildad? Por eso no dice simplemente: Niéguese a sí mismo y sígame, sino que añade: Tome su cruz y sígame.
¿Qué significa Tome su cruz? Soporte lo que le es molesto. Esta es la forma de seguirme. Cuando comience a seguirme en mis costumbres y preceptos, tendrá muchos contradictores, muchos que le pondrán obstáculos, que le disuadan, y esto de entre los que figuran como compañeros de viaje de Cristo. Al lado de Cristo caminaban quienes prohibían clamar a los ciegos. Si quieres seguirle, pon en la cruz tanto las alabanzas como las caricias o cualquier clase de prohibiciones; toléralos, sopórtalos y no sucumbas. Parece que en estas palabras del Señor se exhorta al martirio. En caso de persecución, ¿no debe despreciarse todo por Cristo? Se ama el mundo, pero antepóngase aquel por quien fue hecho el mundo. Grande es el mundo, pero mayor aquel por quien fue hecho el mundo. Hermoso es el mundo, pero más hermoso aquel por quien fue hecho el mundo. Suave es el mundo, pero más suave aquel por quien fue hecho el mundo. Malo es el mundo, pero bueno aquel por quien fue hecho el mundo. ¿Cómo puedo justificar y explicar lo que acabo de decir? Dios me ayude. ¿Qué he dicho? ¿Qué habéis aplaudido? Tal es la cuestión, pero lo cierto es que ya habéis aplaudido. ¿Cómo es que el mundo es malo siendo bueno quien ha hecho el mundo? ¿No hizo Dios todas las cosas y eran todas buenas? ¿No atestigua la Escritura que Dios hizo buenas cada una de las cosas al decir: Y vio Dios que era bueno? Y abarcando todo, como conclusión, así se dice que hizo Dios todas las cosas: He aquí que eran buenas en extremo.
¿Cómo, pues, es malo el mundo y bueno quien hizo el mundo? ¿Cómo? Porque el mundo fue hecho por Él y el mundo no lo conoció. Por Él fue hecho el mundo, es decir, el cielo y la tierra y todo cuanto hay en ellos. El mundo no lo conoció, es decir, los amantes del mundo; los amantes del mundo y despreciadores de Dios: éste es el mundo que no lo conoció. Por tanto, el mundo es malo porque son malos los que prefieren el mundo a Dios. Sin embargo, es bueno quien hizo el mundo, es decir, el cielo, la tierra y el mar e incluso a aquellos que aman el mundo. Lo único que no hizo en ellos es esto: amar el mundo y no amar a Dios. A ellos, por lo que respecta a la naturaleza, Él mismo los hizo; no, en cambio, por lo que respecta a la culpa. Esto es lo que poco antes he dicho: Destruya el hombre lo que él hizo y agradará a quien lo hizo.
Pero aun en los mismos hombres hay un mundo nuevo, pero hecho del mal. Es decir, todo el mundo, si entiendes por mundo a los hombres. No tenemos en cuenta, pues, el mundo como cielo y tierra y todo lo que en ellos se contiene. Si entiendes por mundo a los hombres, el que primero pecó hizo malo a todo el mundo. Toda la masa está viciada en la raíz. Dios hizo bueno al hombre. Así consta en la Escritura: Dios hizo al hombre recto y los mismos hombres encontraron muchos pensamientos. Corre a la unidad desde la multiplicidad; recoge en unidad las cosas dispersas: acude, mantente en defensa, permanece en la unidad, no corras tras la multiplicidad. Allí está la felicidad. Pero nos hemos dejado llevar, nos hemos encaminado hacia la perdición; todos hemos nacido con el pecado y, al hecho de haber nacido, con nuestro mal vivir hemos añadido algo, y así todo el mundo ha pasado a ser malo. Cristo vino y lo que hizo fue fruto de su elección, no de lo que encontró, pues encontró a todos malos y por su gracia los hizo buenos. Y así apareció otro mundo; y un mundo persigue a otro mundo.
¿Cuál es el mundo que persigue? Aquel del que se nos dice: No améis el mundo ni las cosas que están en él. La caridad del Padre no está en quien ama el mundo. Porque cuanto existe en el mundo es concupiscencia de la carne y concupiscencia de los ojos y ambición del mundo, que no procede del Padre, sino del mundo. El mundo pasa y también su concupiscencia. En cambio, quien cumple la voluntad del Padre permanece en eterno del mismo modo que también Dios permanece en eterno. Ved que he mencionado los dos mundos: el que persigue y el perseguido. ¿Cuál es el mundo que persigue? Cuanto existe en el mundo: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la ambición del mundo, que no procede del Padre, sino del mundo; y el mundo pasa. Este es el mundo que persigue. ¿Cuál es el mundo perseguido? Quien hiciere la voluntad de Dios permanece en eterno del mismo modo que también Dios permanece en eterno.
Está claro que el que persigue recibe el nombre de mundo; probemos que también lo recibe el que es perseguido. ¿Eres acaso sordo ante la voz de Cristo que dice, o mejor de la Escritura que atestigua: Dios estaba reconciliando consigo el mundo en Cristo? Si el mundo os odia, dice, sabed que antes me odió a mí. Ved que el mundo odia. ¿Qué odia sino al mundo? ¿Qué mundo? Dios estaba reconciliando consigo el mundo en Cristo. Persigue el mundo condenado; sufre persecución el mundo reconciliado. El mundo condenado es cuanto está fuera de la Iglesia; el mundo reconciliado es la Iglesia. No vino, dice, el Hijo del hombre a juzgar el mundo, sino para que el mundo se salve por él.
9. Pero en este mundo santo, bueno, reconciliado, salvado; mejor, necesitado de salvación, aunque ahora esté salvado en esperanza -en esperanza estamos salvados-; en este mundo, pues, es decir, en la Iglesia, que sigue a Cristo en su plenitud, a todos se ha dicho: Quien quiera seguirme, niéguese a sí mismo. No es cosa que deban oír sólo las vírgenes y no las casadas; o sólo las viudas y no las esposas; o sólo los monjes y no los casados; o sólo los clérigos y no los seglares; sino que es toda la Iglesia, la totalidad del cuerpo, todos los miembros con su funciones propias y distintas, la que ha de seguir a Cristo. Sígale la Iglesia única en su totalidad, sígale la paloma, la esposa, la redimida y la que recibió en dote la sangre de Cristo. Allí encuentra su lugar la integridad virginal; allí la continencia propia de la viuda; allí la castidad conyugal; allí no tiene lugar el adulterio ni la lascivia ilícita y digna de castigo. Sigan a Cristo estos miembros que tienen allí su lugar, cada uno en su género, en su puesto, en su modo propio; niéguense, es decir, no presuman de sí mismos; tomen su cruz, es decir, mientras están en mundo toleren por Cristo cuantos sufrimientos les procure el mundo. Amen al único que no decepciona, el único que no sufre engaño, el único que no engaña. Amenle porque es la verdad lo que promete. Mas como no lo da al instante, la fe titubea. Resiste, persevera, aguanta, soporta la dilación: todo eso es llevar la cruz.
10. No diga la virgen: «Allí estaré sola». No estará allí sólo María, sino que estará también la viuda Ana. No diga la casada: «Allí estará la viuda, no yo». No es cierto que allí esté Ana y no esté Susana. Con todo, quienes han de estar allí examínense de modo que quienes tienen aquí un puesto inferior no envidien, sino que amen el puesto mejor en los otros. Para que os deis cuenta, voy a poneros un ejemplo: uno eligió la vida conyugal y otro la vida de continencia; si el que eligió la vida conyugal deseare el adulterio, echó la vista atrás: deseó lo que es ilícito. Quien, en cambio, desde la vida de continencia, quisiere volver después al matrimonio, echó la vista atrás: eligió una cosa lícita pero echó la vista atrás. ¿Hay que condenar, pues, el matrimonio? No; no hay que condenar el matrimonio. Advierte donde se había introducido el que lo eligió. Ya había ido con anterioridad. Cuando vivía lascivamente en la adolescencia, tenía ante sus ojos el matrimonio, tendía hacia él; en cambio, una vez que eligió la vida de continencia, el matrimonio queda detrás de él. Recordad, dice el Señor, la mujer de Lot. La mujer de Lot quedó inmóvil al mirar atrás. Cada cual, pues, tema el mirar atrás desde el lugar a donde pudo llegar, y vaya ore camino, siga a Cristo. Olvidando lo que está atrás, tendido hacia lo de delante, en su intención interior persiga la palma de la vocación de Dios en Cristo Jesús. Los casados antepongan a sí mismos a los que no lo están; confiesen que éstos son mejores; amen en ellos lo que no poseen personalmente y en ellos amen a Cristo.
San Ambrosio, obispo
Obras: Testimonio de Pedro
Obras de San Ambrosio, B.A.C., Madrid, 1966, pg. 334-344.
Y díjoles: ¿quién decís vosotros que soy yo? Respondió Simón Pedro: El Cristo de Dios.
La opinión de las masas tiene su interés: unos creen que ha resucitado Elías, que ellos pensaban que había de venir; otro Juan, que reconocían había sido decapitado; o uno de los profetas antiguos. Pero investigar más sobrepasa nuestras posibilidades: es sentencia y prudencia de otro. Pues, si basta al apóstol Pablo no conocer más que a Cristo, y crucificado (1 Cor 2,2), qué puedo desear conocer más que a Cristo? En este solo nombre está expresada la divinidad, la encarnación y la realidad de la pasión. Aunque los demás apóstoles lo conocen, sin embargo Pedro responde por los demás: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Así ha abarcado todas las cosas al expresar la naturaleza y el nombre en el cual está la suma de todas las virtudes. ¿Vamos nosotros a solucionar las cuestiones sobre la generación de Dios, cuando Pablo ha juzgado que él no sabe nada fuera de Cristo Jesús, y crucificado, cuando Pedro ha creído no deber confesar más que al Hijo de Dios? Nosotros investiguemos, con los ojos de la debilidad humana cuándo y cómo El ha nacido, y cuál es su grandeza.
Pablo ha reconocido en esto el escollo de la cuestión, más que una utilidad para la edificación, y ha decidido no saber otra cosa que Cristo Jesús. Pedro ha sabido que en el Hijo de Dios están todas las cosas, pues el Padre lo ha dado todo al Hijo (Io 3,35). Si dio todo, transmitió también la eternidad y la majestad que posee. Pero ¿para qué ir más lejos? El fin de mi fe es Cristo, el fin de mi fe es el Hijo de Dios; no me es permitido conocer lo que precede a su generación, pero tampoco me está permitido ignorar la realidad de su generación.
Cree, pues, de la manera en que ha creído Pedro, a fin de ser feliz tú también, para merecer oír tú mismo también: Pues no ha sido la carne ni la sangre la que te lo ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos. Efectivamente, la carne y la sangre no pueden revelar más que lo terreno; por el contrario, el que habla de los misterios en espíritu no se apoya sobre las enseñanzas de la carne ni de la sangre, sino sobre la inspiración divina. No descanses tú sobre la carne y la sangre, no sea que adquieras las normas de la carne y de la sangre y tú mismo te hagas carne y sangre. Pues el que se adhiere a la carne, es carne y el que se adhiere a Dios es un solo espíritu (con El) (1 Cor 6,17). Mi espíritu, dice, no permanecerá nunca más con estos hombres porque son carnales (Gen 6,3).
Más ¡ojalá que los que escuchan no sean carne ni sangre, sino que, extraños a los deseos de la carne y de la sangre puedan decir: No temeré qué pueda hacerme la carne (Ps. 55, 5). El que ha vencido a la carne es un fundamento de la Iglesia y, si no puede igualar a Pedro, al menos puede imitarle. Pues dones de Dios son grandes: no sólo ha restaurado lo que era nuestro, sino que nos ha concedido lo que era suyo.
Sin embargo, podemos preguntarnos por qué la multitud no veía en Él otro más que Elías, Jeremías o Juan Bautista. Elías, tal vez porque fue llevado al cielo; pero Cristo no es Elías uno es arrebatado al cielo, el otro regresa; uno, he dicho, ha sido arrebatado, el otro no ha creído una rapiña ser igual a Dios (Phi 2, 6); uno es vengado por las llamas que él invoca (1Reg 18,38), el otro ha querido mejor sanar a sus perseguidores que perderlos. Mas ¿por qué lo han creído Jeremías? Tal vez porque él fue santificado en el seno de su madre. Pero El no es Jeremías. Uno es santificado, el otro santifica; la santificación de uno ha comenzado con su cuerpo, el otro es el Santo del Santo.
¿Por qué, pues, el pueblo creía que era Juan? ¿No será porque estando en seno de su madre percibió la presencia del Señor? Pero El no es Juan: uno adoraba estando en el seno, el otro era adorado; uno bautizaba con agua, Cristo en el Espíritu; uno predicaba la penitencia, el otro perdonaba los pecados.
Por eso Pedro no ha seguido el juicio del pueblo, sino que ha expresado el suyo propio al decir: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El que es, es siempre, no ha comenzado a ser, ni dejará de ser. La bondad de Cristo es grande porque casi todos sus nombres los ha dado a sus discípulos: Yo soy, dice, la luz del mundo (Mt 5, 14). Yo soy el pan vivo (Io 6,51); y todos nosotros somos un solo pan (1 Cor 10,17). Yo soy la verdadera vid (Io 15, l); y El te dice: Yo te planté de la vid más generosa, toda verdadera (Ier 2,21). Cristo es piedra -pues bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo (1 Cor 10,4)-, y El tampoco ha rehusado la gracia de este nombre a su discípulo, de tal forma que él es también Pedro, para que tenga de la piedra la solidez constante, la firmeza de la fe.
Esfuérzate también tú en ser piedra. Y así, no busques la piedra fuera de ti, sino dentro de ti. Tu piedra es tu acción; tu piedra es tu espíritu. Sobre esta piedra se edifique tu casa, para que ninguna borrasca de los malos espíritus puedan tirarla. Tu piedra es la fe; la fe es el fundamento de la Iglesia. Si eres piedra, estarás en la Iglesia, porque la Iglesia está fundada sobre piedra. Si estás en la Iglesia, las puertas del infierno no prevalecerán sobre ti: las puertas del infierno son las puertas de la muerte, y las puertas de la muerte no pueden ser las puertas de la Iglesia.
Pero ¿qué son las puertas de la muerte, es decir, las puertas del infierno, sino las diversas especies de pecados? Si fornicas, has pasado las puertas de la muerte. Si dejas la fe buena, has franqueado las puertas del infierno. Si has cometido un pecado mortal, has pasado las puertas de la muerte. Más Dios tiene poder de abrirte las puertas de la muerte, para que proclames alabanzas en las puertas de la hija de Sión (Ps 9,14). En cuanto a las puertas de la Iglesia, éstas son las puertas de la castidad, las puertas de la justicia, que el justo acostumbra a franquear: Ábreme, dice, las puertas de la justicia, y, habiendo pasado por ellas alabaré al Señor (Ps 117,19). Pero como la puerta de la muerte es la puerta del infierno, la puerta de la justicia es la puerta de Dios; pues he aquí la puerta del Señor, los justos entrarán por ella (ibid., 20). Por eso, huye de la obstinación en el pecado, para que las puertas del infierno no triunfen sobre ti; porque, si el pecado se adueña en ti, ha triunfado la puerta de la muerte. Huye pues, de las riñas, disensiones, de las estrepitosas y tumultuosas discordias, para que no llegues a traspasar las puertas de la muerte. Pues el Señor no ha querido al principio ser proclamado; para que no se levantase ningún tumulto. Exhorta a sus discípulos que a nadie digan: El Hijo del hombre ha de padecer mucho, ser rechazado de los ancianos y de los príncipes de los sacerdotes, y de los escribas, ser muerto, y resucitar al tercer día (Lc. 9,22).
Tal vez el Señor ha añadido esto porque sabía que sus discípulos difícilmente habían de creer en su pasión y en su resurrección. Por eso ha preferido afirmar El mismo su pasión y su resurrección, para que naciese la fe del hecho y no la discordia del anuncio. Luego Cristo no ha querido glorificarse, sino que ha deseado aparecer sin gloria para padecer el sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto es imitarle en la ignominia y en la buena fama (cf. 2 Cor 6,8), para que te gloríes en la cruz, como El mismo se ha gloriado. Tal fue la conducta de Pablo, y por eso se gloría al decir: Cuanto a mí, no quiera Dios que me gloríe sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gal 6,14).
Pero veamos por qué según San Mateo (16,20), nosotros encontramos que son avisados los discípulos de no decir a nadie que El es el Cristo, mientras que aquí se les increpa, según está escrito, de no decir a nadie que El ha de padecer mucho y que ha de resucitar. Advierte que en el nombre de Cristo se encierra todo. Pues El mismo es el Cristo que ha nacido de una Virgen, que ha realizado maravillas ante el pueblo, que ha muerto por nuestros pecados y ha resucitado de entre los muertos. Suprimir una de estas cosas equivale a suprimir tu salvación. Pues aun los herejes parecen tener a Cristo con ellos: nadie reniega el nombre de Cristo; pero es renegar a Cristo no reconocer todo lo que pertenece a Cristo. Por muchos motivos. El ordena a sus discípulos guardar silencio: para engañar al demonio, evitar la ostentación, enseñar la humildad, y también para que sus discípulos, todavía rudos e imperfectos, no queden oprimidos por la mole de un anuncio completo.
Examinemos ahora por qué motivo manda callar también a los espíritus impuros. Nos descubre esto la misma Escritura, pues Dios dice al pecador: ¿Por qué cuentas tú mis justicias? (Ps 49,16). No sea que, mientras oye al predicador, siga al que yerra; pues mal maestro es el diablo, que muchas veces mezcla lo falso con lo verdadero, para cubrir con apariencias de verdad su testimonio fraudulento.
Consideremos también aquí: ¿Es ahora la primera vez que El ordena a sus discípulos no digan a nadie que El es el Cristo? ¿O lo ha recomendado ya cuando envió a los doce apóstoles y les prescribió: No vayáis a los gentiles, ni entréis en ciudad de samaritanos; id más bien a las ovejas perdidas del casa de Israel; curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad a los demonios, e informaos de quinen hay en ella digno y quedaos allí hasta que partáis (Mt 10, 5ss). No se ve en esta ordenación que predicasen a Cristo Hijo de Dios.
Hay, pues, un orden para la discusión y un orden para la exposición; también nosotros, cuando los gentiles son llamados a la Iglesia, debemos establecer un orden en nuestra actuación; primero enseñar que sólo hay un Dios, autor del mundo y de toda las cosas, en quien vivimos, existimos y nos movemos, y de la raza del cual somos nosotros (Act 17,28); de tal modo que de hemos amarle no sólo por los beneficios de la luz y de la vida sino, más aún, por cierto parentesco de raza.
Luego destruiremos la idea que ellos tienen de los ídolos, pues la materia del oro, de la plata o de la madera, no puede tener una energía divina. Habiéndoles convencido de la existencia de un solo Dios, tú podrá gracias a El, mostrar que la salvación nos ha sido dada por Jesucristo, comenzando por lo que El ha realizado en su cuerpo mostrando el carácter divino, de modo que aparezca que El e más que un hombre, habiendo vencido la muerte por su fuerza propia, y que este muerto ha resucitado de los infiernos. Efectivamente, poco a poco es como aumenta la fe: viendo que es mi que un hombre, se cree que es Dios; pues sin probar que El no ha podido realizar estas cosas sin su poder divino, ¿cómo podrías demostrar que había en El una energía divina?
Mas, si, tal vez, esto te parezca de poca autoridad y fe, lee el discurso dirigido por el Apóstol a los atenienses. Si al principio El hubiera querido destruir las ceremonias idolátricas, los oídos paganos hubieran rechazado sus palabras. El comenzó por un solo Dios, creador del mundo, diciendo: Dios que ha hecho el mundo y todo lo que en él se encuentra (Act 17,24). Ellos no podían negar que hay un solo autor del mundo, un solo Dios, un de creador de todas las cosas. El añade que el Dueño del cielo y de la tierra no se digna habitar en las obras de nuestras manos; puesto que no es verosímil que el artista humano encierre en la vana materia del oro y de la plata el poder de la divinidad; el remedio para este error, decía, es el deseo de arrepentirse. Luego vino a Cristo y no quiso, sin embargo, llamarlo Dios más que hombre: En el hombre, dice, que El ha designado a la fe de todos resucitándole de la muerte. En efecto, el que predica ha de tener presente la calidad de las personas que le escuchan, para no ser burlado antes de ser entendido. ¿Cómo habrían creído los atenienses que el Verbo se hizo carne, y que una Virgen ha concebido del Espíritu Santo, si se reían cuando oían hablar de la resurrección de los muertos? Sin embargo, Dionisio Areopagita ha creído y creyeron los demás en este hombre para creer en Dios. ¿Qué importa el orden en que cada uno cree? No se pide la perfección desde el principio, sino que desde el principio se llegue a la perfección. El ha instruido a los atenienses siguiendo ese método, y éste es el que nosotros debemos seguir con los gentiles.
Más cuando los apóstoles se dirigen a los judíos ellos dicen que Cristo es Aquel que nos ha sido prometido por los oráculos de los profetas. Ellos no lo llaman desde el principio y por su propia autoridad Hijo de Dios, sino un hombre bueno, justo, un hombre resucitado de entre los muertos, el hombre que habían dicho los profetas : Tú eres mi hijo, yo hoy te he engendrado (Ps 2,7).
Luego también tú, en las cosas difíciles de creer, acude a la autoridad de la palabra divina y muestra que su venida fue prometida por la voz de los profetas; enseña a que resurrección había sido afirmada también mucho tiempo antes por el testimonio de la Escritura -no aquella que es normal y común a todos, a fin de obtener, estableciendo su resurrección corporal, un testimonio de su divinidad. Habiendo constatado, en efecto, que los cuerpos de los otros sufren la corrupción después de muertos, para éste, del cual se ha dicho: Tú no permitirás que tu Santo vea la corrupción (Ps 15,10), reconocerás la exención de la fragilidad humana, muestras que El sobrepasa las característica de la naturaleza humana y, por lo tanto, ha de acercarse más a Dios que a los hombres.
Si se trata de instruir a un catecúmeno que quiere recibir los sacramentos de los fieles, es necesario decir que hay un solo Dios, de quien son todas las cosas, y un solo Jesucristo, por quien son todas las cosas (1 Cor 8,6); no hay que decirle que son dos Señores; que el Padre es perfecto, perfecto igualmente el Hijo, pero que el Padre y el Hijo no son más que una sustancia; que el Verbo eterno de Dios, Verbo no proferido, sino que obra, es engendrado del Padre, no producido por su palabra.
Luego les está prohibido a los apóstoles anunciarlo como Hijo de Dios, para que más tarde lo anuncien crucificado. El esplendor de la fe es comprender verdaderamente la cruz de Cristo. Las otras cruces no sirven por nada; sólo la cruz de Cristo me es útil otras realmente útil; ella el mundo ha sido crucificado para mí y yo para el mundo (Gal 6,15). Si el mundo está crucificado para mí, yo sé que está muerto; yo no lo amo; yo sé que él pasa: yo no lo deseo; yo sé que la corrupción devorará a este mundo: yo lo evito como maloliente, lo huyo como la peste, lo dejo como nocivo.
Más, ciertamente, no pueden creer inmediatamente que la salvación ha sido dada a este mundo por la cruz. Muestra, pues, por la historia de los griegos que esto fue posible. También el Apóstol, con ocasión de persuadir a los incrédulos, no rehúsa los versos de los poetas para destruir las fábulas de los poetas. Si se recuerda que muchas veces legiones y grandes pueblos han sido librados por el sacrificio y la muerte de algunos, como lo afirma la historia griega; si se recuerda que la hija de un jefe ha sido ofrecida al sacrificio para hacer pasar los ejércitos de los griegos»; si consideramos, en nosotros, que la sangre de los carneros, de los toros y la ceniza de una ternera santifica por su aspersión para purificar la carne, como está escrito en la carta a los Hebreos (9,13); si la peste, atraída a ciertas provincias por tales pecados de los hombres, ha sido conjurada, se dice, por la muerte de uno solo, lo cual ha prevalecido por un razonamiento o resultado de una disposición, para que se crea más fácilmente en la Cruz Cristo, estará propenso a que los que no pueden renegar su historia confirmen la nuestra.
Mas como ningún hombre ha sido tan grande que haya podido quitar los pecados de todo el mundo -ni Enoc, ni Abraham, ni Isaac, que aunque fue ofrecido a la muerte, sin embargo fue dejado, porque él no podía destruir todos los pecados, ¿y qué hombre fue bastante grande que pudiese expiar todos los pecados? Ciertamente, no uno del pueblo, no uno de tantos, sino el Hijo de Dios que ha sido escogido por Dios Padre; estando por en cima de todos, El podía ofrecerse por todos ; El debía morir, a fin de que, siendo más fuerte que la muerte, librase a los otros, habiendo venido a ser, entre los muertos, libre, sin ayuda (Ps 87,5), libre de la muerte sin ayuda del hombre o de una criatura cualquiera, y verdaderamente libre, puesto que rechazó la esclavitud de la concupiscencia y no conoció las cadenas de la muerte.
San Gregorio Magno, papa
Obras: Un nuevo precepto – seguir a Cristo.
Obras de San Gregorio Magno¸ B.A.C., Madrid, 1958, pg. 697-701.
Como nuestro Señor y Redentor vino al mundo cual hombre nuevo, dio al mundo preceptos nuevos; pues a nuestra vida antigua, amamantada en los vicios, opuso su contrario y nuevo modo de vivir. Porque el hombre viejo y carnal, ¿qué es lo que había aprendido sino a guardar para sí lo propio, arrebatar lo ajeno, si podía, y apetecerlo cuando no podía? Pero el médico celestial a cada uno de los vicios opuso remedios que les salieran al paso; porque así como en el arte de la medicina, el calor se cura con el frío, y el frío con el calor, así nuestro Señor opuso a los pecados remedios contrarios, mandando a los lúbricos continencia; a los duros de corazón, largueza; a los iracundos, mansedumbre, y a los soberbios, humildad.
En efecto, al proponer a los que le seguían nuevos preceptos, dijo (Lc.14, 33): Cualquiera de vosotros que no renuncia todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Como si claramente dijera: Los que, según el antiguo modo de vivir, apetecéis lo ajeno, si queréis convertiros, dad generosamente de lo vuestro.
Pero oigamos lo que dice en esta lección: Si alguno quiere seguirme, niéguese a sí mismo. Allí se dice renunciemos a lo nuestro; aquí se dice que renunciemos a nosotros mismos. Es verdad que tal vez no sea costoso para el hombre el renunciar lo que posee, pero sí que es muy costoso el renunciarse a sí mismo. En efecto, el renunciar lo que se posee tiene menos importancia, pero la tiene mucho mayor el renunciar lo que se es.
2. Pues bien, el Señor, a los que venimos a Él, ha mandado que renunciemos nuestras cosas, porque todos los que venimos a la palestra de la fe tomamos a nuestro cargo el luchar contra los espíritus malignos; ahora bien, los espíritus malignos nada poseen en este mundo; por consiguiente, con ellos, desnudos, debemos luchar nosotros desnudos; porque, si uno que está vestido lucha con quien está desnudo, pronto será echado a tierra, porque tiene por donde ser asido. ¿Y qué son todas las cosas terrenas sino algo a manera de vestidos? Luego quien corre a luchar contra el diablo debe despojarse de los vestidos para no sucumbir; nada de este mundo posea con amor; no se procure de las cosas temporales deleite alguno, no sea que, por cubrirse con tal apetito, tenga por donde ser sujetado para caer.
Mas no es bastante renunciar a nuestras cosas si no renunciamos además a nosotros mismos. Pero… ¿qué es lo que estamos diciendo? ¿Que nos renunciemos también a nosotros mismos? Pues si nos renunciamos a nosotros mismos, ¿adónde iremos fuera de nosotros? ¿O quién es el que va si él mismo se deja?.
Pero es que somos una cosa en cuanto caídos por el pecado, y otra en cuanto formados por la naturaleza; una, cosa es lo que nos hemos hecho, y otra lo que hemos sido hechos. Renunciémonos en lo que nos hemos convertido pecando, y mantengámonos cuales hemos sido hechos por la gracia. Vedlo, pues; el que ha sido soberbio, si, vuelto a Cristo, se ha hecho humilde, ya se ha renunciado a sí mismo; si un lujurioso ha cambiado su vida en continente, también se ha renunciado en lo que fue; si un avaro ha dejado de ambicionar y quien antes arrebataba lo ajeno ha aprendido a dar generosamente de lo propio, ciertamente se ha negado a sí mismo; él es el mismo en cuanto a la naturaleza, es verdad; pero no es el mismo en cuanto a la maldad; que por eso está escrito (Prov. 12,7): Da una vuelta a los impíos y no quedará rastro de ellos; porque, vueltos los impíos, desaparecerán, no porque en absoluto no tengan ser, sino porque no estarán ya en el pecado de su maldad.
Luego, cuando cambiamos lo que fuimos en lo viejo del pecado y nos mantenemos firmes en aquello para lo que hemos sido llamados por la novedad de la gracia, entonces nos negamos, entonces nos dejamos a nosotros mismos.
Examinemos cómo se había negado San Pablo, cuando decía (Gal. 2,20): Vivo yo, o más bien, ya no vivo yo. En efecto, habíase extinguido aquel perseguidor cruel y había comenzado a vivir el piadoso predicador, pues si hubiera permanecido el mismo, claro que no sería piadoso.
Pero, ya que dice que no vive, díganos cómo es que predica tan santamente enseñando la verdad; y enseguida añade: sino que Cristo vive en mí. Como si claramente dijera: Yo cierto es que me he extinguido a mí mismo, porque ya no vivo según la carne; pero no estoy muerto en mi ser natural, porque vivo según el espíritu en Cristo.
3. Diga, pues, diga con razón la Verdad: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo; porque quien no deja de estar en sí mismo, no puede acercarse a lo que está más alto que él, ni puede alcanzar lo que está más arriba que él mientras no haya aprendido a sacrificar lo que tiene.
Así se trasplantan los arbustos para que prosperen, y, por decirlo así, se les arranca de raíz para que crezcan. Así desaparecen las semillas al mezclarse con la tierra, para que crezcan más abundantes, conservando sus especies; pues por donde parece que han perdido el ser que tenían, por ahí reciben el aparecer lo que no eran.
Pues bien: el que ya se ha negado a los vicios, debe procurarse las virtudes en las cuales crezca; porque, después de haber dicho: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, en seguida añade: Cargue con su cruz y sígame.
De dos maneras se carga con la cruz: o afligiendo el cuerpo con la abstinencia o afligiendo el alma con la compasión hacia el prójimo.
Veamos cómo San Pablo llevó de ambos modos su cruz, el cual decía (I Cor. 9,27): Yo castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado. Bien: ya hemos oído cómo llevó la cruz de la carne: mortificando el cuerpo; oigamos cómo llevó la cruz del alma en la compasión del prójimo. Dice, pues (2 Cor. 11,29): ¿Quién enferma que no enferme yo con él? ¿Quién, es escandalizado que yo no me requeme? Efectivamente, el perfecto predicador, para dar ejemplo de abstinencia, llevaba la cruz en el cuerpo, y porque sentía en sí los daños de la flaqueza ajena, llevaba la cruz en el corazón.
Ahora bien, como ciertos vicios andan cercando a las virtudes, deber nuestro es decir qué vicio acecha desde muy cerca a la abstinencia de la carne y cuál a la compasión del prójimo. La vanagloria, pues, algunas veces asalta de cerca a la abstinencia de la carne; porque, cuando se echan de ver el cuerpo macilento y flaco y la palidez del rostro, se alaba la virtud que salta a la vista; y cuanto más de manifiesto se muestra a los ojos humanos, tanto más rápidamente se derrama afuera; y generalmente lo que parece hacerse por Dios, se hace solamente por los aplausos humanos; como lo demuestra bien aquel Simón que, hallado en el camino, lleva alquilado la cruz del Señor. En efecto, se llevan las cargas ajenas en alquiler cuando se hace algo por algún ansia de vanidad. ¿Y quiénes están representados en Simón sino los abstinentes y arrogantes, que afligen, sí, su carne con la abstinencia, pero interiormente no reportan el fruto de la abstinencia? Por tanto, Simón lleva en alquiler la cruz del Señor; esto es, el pecador, cuando no procede en el bien obrar con buena voluntad, realiza sin fruto la obra del justo. Por eso el mismo Simón lleva la cruz, pero no muere; que es decir: los abstinentes y arrogantes ciertamente afligen su cuerpo con la abstinencia, pero viven para el mundo por el afán de vanagloria.
También la falsa piedad acecha oculta a la compasión del alma, de tal suerte que a veces la lleva hasta condescender con los vicios; siendo así que para con las culpas no se debe ejercer la compasión, sino el celo; porque al hombre se debe la compasión, pero a los vicios la rectitud; de tal suerte que a un tiempo amemos lo que en la criatura ha hecho Dios y ahuyentemos lo malo que la criatura ha hecho, no sea que, si incautamente dejamos pasar las culpas, parezca, no que compadecemos por caridad, sino que condescendemos por negligencia.
4. Prosigue: Pues quien quisiere salvar su vida, la perderá; más quien perdiere su vida por mí, la encontrará. Así se le dice al fiel: Quien quisiere salvar su vida, la perderá; mas quien perdiere su vida por mí, la encontrará. Es como si a un labrador se le dijera: Si guardas el trigo, lo pierdes; si lo siembras, lo hallas de nuevo.
¿Quién no sabe que el trigo, cuando se siembra, desaparece de la vista y muere en la tierra?; pero, por lo mismo que se pudre en la tierra, reverdece renovado. Ahora bien, como la santa Iglesia tiene unos tiempos de persecución y otros tiempos de paz, nuestro Redentor da preceptos distintos para unos tiempos y para los otros.
En tiempo, pues, de persecución hay que dar la vida; pero en tiempo de paz hay que quebrantar los deseos terrenales que más ampliamente pueden dominarse.
Por eso se dice también a continuación: Porque ¿de qué le sirve al hombre el ganar todo el mundo, si pierde su alma?
Cuando falta la persecución de los enemigos, hay que guardar con la mayor cautela el corazón, porque en tiempo de paz, como se puede vivir, también gusta ambicionar. Esta ambición ciertamente se reprime bien si se examina con cuidado la misma situación del ambicioso. Porque ¿a qué conduce el afán de acumular cuando no puede perdurar el mismo que acumula? Tenga en cuenta cada uno lo efímero de su vida y caerá en la cuenta de que puede bastarle lo poco que tiene. Pero tal vez teme que le falte con qué sostenerse en el viaje de esta vida; la brevedad de la vida está reprendiendo nuestros largos deseos, pues inútilmente llevamos muchas cosas cuando tan cercano se halla el término adonde se va.
Mas muchas veces vencemos, sí, la avaricia, pero todavía existe un obstáculo: el no seguir los caminos de la rectitud por no poner el menor cuidado para la perfección; pues muchas veces menospreciamos lo pasajero, pero, no obstante, nos hallamos impedidos por el respeto humano, de tal suerte que no nos atrevemos todavía a profesar de palabra la rectitud que guardamos en el alma; y en la defensa de la justicia, no tanto atendemos a que lo ve Dios cuanto nos avergüenza el que los hombres vean que obramos contra la justicia.
Pero también a esta llaga se aplica después el oportuno remedio, cuando el Señor dice (Lc. 9,26): Quien se avergonzare de mí y de mis palabras, de ese tal se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su majestad y en la del Padre y de los santos ángeles.
5- Mas he aquí que los hombres dicen ahora para sus adentros: Nosotros no nos avergonzamos ya del Señor ni de sus palabras, puesto que a plena voz le confesamos. A los cuales yo respondo que en esta multitud de cristianos hay algunos que confiesan a Cristo porque se ve que todos son cristianos; pero, si el nombre de Cristo no estuviera hoy en tanta gloria, no tendría hoy la santa Iglesia tantos profesos. Luego no es prueba de la fe la profesión verbal de la fe, cuando el profesarla todos libra de la vergüenza. Hay, sin embargo, alguna señal por donde cada uno se pruebe verdaderamente en la confesión de Cristo: pregúntese si no se avergüenza ya del nombre; si con plena fortaleza de alma arrostra el que los hombres le avergüencen; pues cierto es que en tiempo de persecución podían los fieles soportar las afrentas, ser despojados de sus bienes, depuestos de sus dignidades, ser atormentados con castigos; mas en tiempo de paz, como no nos hacen tales cosas nuestros perseguidores, hay otras cosas por donde nosotros nos demos a conocer.
Congregación para el Clero
«Y vosotros, ¿quién decís que soy?». La pregunta de Jesús, después de dos mil años, sigue siendo de extraordinaria actualidad para cada uno de sus discípulos, para cada uno de nosotros.
En una extraordinaria “escalada” pedagógica, en una progresiva manifestación que lleva a los Apóstoles al corazón de la Verdad, en el Evangelio de hoy el Señor comienza con una pregunta genérica, como si fuera una investigación de opinión pública: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Pero está claro que, delante de Cristo, nadie puede quedarse en opiniones generales, en lo que “otros” piensan y dicen acerca de Él. Es necesario, urgente, es un deber que obliga en conciencia, tomar partido acerca de Cristo.
En efecto, frente a la casi embarazosa y genérica respuesta de los Apóstoles, el Señor les pregunta: “Pero vosotros –vosotros, no los otros- quién decís que soy yo?”.
En nuestro tiempo y en todos los tiempos, son muchos los que, frente a Cristo, han pensado y piensan que pueden vivir en un asfixiante agnosticismo, falsamente capaz de garantizar una cierta neutralidad.
En realidad, el anuncio de Cristo, lo que Él trae al mundo es tan removedor y supone tal cambio en la historia del hombre y en su relación con Dios, que es imposible la neutralidad.
No tomar posición frente a un hombre que dice que es Dios y que trae a Dios al mundo, quiere decir, más allá de falsos pudores, plantarse frente a los que lo rechazan: si Dios ha entrado en el mundo y se ha revelado a los hombres, es imposible no seguirlo.
El agnosticismo, por tanto, es una forma de “ateísmo irresponsable” que renuncia a la “responsabilidad” de dar las razones de la propia postura.
La respuesta límpida, directa y verdadera, es la de Pedro: «Tú eres el Cristo». Pedro toma la palabra en nombre de todos los Apóstoles, y en lo que él afirma está como significada toda la conciencia de la Iglesia.
Hoy también continúa siendo así. Si queremos responder personalmente y comunitariamente a la pregunta comprometedora del Señor: «Vosotros, ¿quién decís que soy?», no podemos dejar de lado la respuesta de Pedro, para verificar si nuestra respuesta está en comunión plena con la suya: «Tú eres el Cristo», es decir, el Ungido del Señor, el Mesías, el que Israel esperaba, la respuesta a toda la necesidad de verdad, de justicia, de belleza y de amor del corazón humano.
El tercer paso que propone la pedagogía divina en el Evangelio de hoy es, quizás, el más dramático: la Revelación del destino del Hijo del Hombre, del método elegido por Dios para salvarnos: la Cruz. Jesús «comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser rechazado por los ancianos, por los jefes de los sacerdotes y por los escribas, ser muerto y, después de tres días, resucitar ».
Es comprensible la reacción de Pedro, escandalizado por el anuncio de la Pasión: para él, y a menudo también para nosotros, es algo incomprensible y desconcertante. Pero aún es más fuerte la claridad con la cual el Señor amonesta al Príncipe de los Apóstoles: «¡Apártate de mí, Satanás! Porque tú no piensas según Dios sino según los hombres».
Acoger la lógica de la Cruz, la lógica de la misteriosa decisión de Dios de salvarnos por medio del sacrificio del Hijo, es –y sigue siendo- uno de los pasajes más comprometedores del asentimiento de la fe. Se nos pide no solamente aceptar a Jesús como el Cristo, el Mesías, sino mucho más: aceptar que el Salvador sea el Crucificado y que esta lógica inescrutable no se refiere sólo a él, sino a cada uno de nosotros.
Rechazar la Cruz y la lógica que de ella se deriva, significa ser Satanás. Significa no pensar según Dios sino según el mundo, según los hombres. En los días pasados hemos celebrado la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y la Memoria de la Virgen Dolorosa, como una especie de preparación para el Evangelio de hoy. Pidamos al Espíritu Santo que abra los ojos de nuestra mente para que, con la ayuda de la gracia, podamos conocer, recorrer y amar el camino que el Señor hoy nos señala sin reticencias: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque el que quiera salvar la propia vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará ».
La Santísima Virgen María, que siguió a Cristo en el Calvario, nos señale el camino, nos sostenga en la prueba y nos alcance el premio eterno.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Toma tu cruz
Con el domingo vigésimo cuarto (8,27-35) llegamos al final de la primera parte del evangelio de Marcos. Una vez reconocido como Mesías por Pedro, Jesús precisa de qué tipo de Mesías se trata: es el Siervo de Yahvé que se entrega en obediencia a los planes del Padre confiando totalmente en su protección (1ª lectura: Is 50,5-10). El discípulo no sólo debe confesar rectamente su fe a un Mesías crucificado y humillado, sino que debe seguirle fielmente por su mismo camino de donación, de entrega y de renuncia. Todo lo que sea salirse de la lógica de la cruz es deslizarse por los senderos de la lógica satánica.
Una vez desvelado el destino de sufrimiento y muerte que le corresponde como Hijo del Hombre, Jesús emprende su camino hacia Jerusalén, lugar donde han de verificarse los hechos por Él mismo profetizados. A lo largo de este camino Jesús va manifestando más abierta y detalladamente su destino doloroso y el estilo que deben vivir sus seguidores. Los evangelios de los domingos 25º-30º se sitúan en este contexto.
Ante el misterio de la cruz, Jesús no se echa atrás. Al contrario, se ofrece libre y voluntariamente, se adelanta ofrece la espalda a los que le golpean. En el evangelio de hoy aparece el primero de los tres anuncios de la pasión: Jesús sabe perfectamente a qué ha venido y no se resiste. ¿Acepto yo de buena gana la cruz que aparece en mi vida? ¿O me rebelo frente a ella?
La raíz de esta actitud de firmeza y seguridad de Jesús es su plena y absoluta confianza en el Padre. «Mi Señor me ayudaba, por eso no quedaba confundido». Si tenemos que reconocer que todavía la cruz nos echa para atrás es porque no hemos descubierto en ella la sabiduría y el amor del Padre. Jesús veía en ella la mano del Padre y por eso puede exclamar: «Sé que no quedaré avergonzado». Y esta confianza le lleva a clamar y a invocar al Padre en su auxilio.
Al fin y al cabo, nuestra cruz es más fácil: se trata de seguir la senda de Jesús, el camino que Él ya ha recorrido antes que nosotros y que ahora recorre con nosotros. Pero es necesario cargarla con firmeza. La cruz de Jesús supuso humillación y desprestigio público, y es imposible ser cristiano sin estar dispuesto a aceptar el desprecio de los hombres por causa de Cristo, por el hecho de ser cristiano. «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por el evangelio, la salvará».
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo VI
Las lecturas primera y tercera nos hablan de la pasión del Señor. La vida ha de estar fundada sobre la justicia y la paz (segunda lectura). El misterio de la cruz fue consustancial a la Persona y a la obra del Verbo encarnado para nuestra salvación. Lo mismo debe suceder en los que le siguen por la inevitable reacción del mal, del egoísmo y de la degradación humana. Ni la cobardía, ni el disimulo irenista, ni la condescendencia vergonzante o acomodaticia serán jamás actitudes auténticas del verdadero discípulo de Cristo.
–Sabiduría 2,17-20: Lo condenaremos a muerte ignominiosa. La fidelidad insobornable a Dios y a su Voluntad amorosa hará siempre del creyente un proscrito, un ser incómodo en medio del mundo y de los hombres.
El contraste entre la perversidad de los malvados y la mansedumbre de los justos es siempre actual. La mentalidad terrena, cerrada a la trascendencia y ávida solo de éxito y de placer, también hoy actúa y se puede llamar el mito del bienestar y del consumismo.
El hecho de que la vida humilde del justo inquiete la conciencia de los impíos y suscite una rabiosa reacción confirma que el testimonio de una vida recta es de por sí un medio de evangelización, con tal que el justo mantenga la mansedumbre de su carácter y no sea él mismo prepotente con la excusa de imponer el bien. No podemos, no debemos usar las armas de los adversarios.
La protección divina es infalible en esta vida o en la otra. El Evangelio de la Cruz siempre triunfa, aun en la misma debilidad.
–Santiago 3,16-4,3: Los que procuran la paz, están sembrando la paz y su fruto es la justicia. La verdadera sabiduría cristiana supera todas las bajas pasiones de los hombres, respondiendo con el sufrimiento, la paz y la caridad humilde y bienhechora. San Beda comenta:
«Pide mal el que, despreciando los mandamientos del Señor, desea de Él beneficios celestiales. Pide mal también el que, habiendo perdido el amor de las cosas celestiales, solo busca recibir bienes terrenales, y no para el sustento de la fragilidad humana, sino para que redunde en el libre placer» (Exposición sobre la Carta de Santiago 4,3).
Orar mal consiste en ser infiel a la sabiduría de que hemos tratado anteriormente. La oración cristiana es eficaz sólo si está animada de caridad, y el servicio, si no es interesado. Estas dos cosas: sabiduría y oración evocan la ley fundamental de la Cruz. El cristiano verdadero es solo el que está dispuesto al don total de sí mismo, hasta considerar siempre a los demás superiores a él.
–Marcos 9,30-37: El Hijo del Hombre va a ser entregado… El que quiera ser el primero que sea el último de todos. El misterio de la Cruz de Cristo es para el cristiano un imperativo permanente de caridad y humilde servicio, nunca un título de engreimiento o señorío sobre los hermanos. Ante el misterio de la Cruz la sabiduría humana queda descarriada, porque se encuentra con la reprobación y el sufrimiento del justo. Solo el Espíritu puede hacernos entender que la verdadera sabiduría es la locura de la Cruz. Cuando se ha escogido y vivido este mensaje se llega a la paz del alma. San Agustín escribe:
«Cuando mi alma se turba, no tiene otro remedio que la humildad para no presumir de sus fuerzas: se confunde y abate esperando que la levante Dios; nada bueno se atribuye a sí mismo el que quiera recibir de Dios lo que necesita» (Comentario al Salmo 39,57).
«No dice el Señor: “Aprended de Mí a fabricar el mundo, o a resucitar muertos”, sino “que soy manso y humilde de Corazón”… ¿Tan grande cosa es, oh Señor, el Ser humilde y pequeño, que si Tú que eres grande no lo hubieras practicado, no se pudiera aprender?» (Sobre la Santa Virginidad 35, 29).
Y San León Magno:
«La cruz de Jesucristo, instrumento de la redención del género humano, es justamente sacramento y modelo. Es sacramento que nos comunica la gracia y es ejemplo que nos excita a la devoción: porque, libres ya de la cautividad, tenemos la ventaja de poder imitar a nuestro Redentor» (Sermón 72,1).
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)
Jesús de Nazaret: La confesión de Pedro
Tomo I, Capítulo IX, 1.
En los tres Evangelios sinópticos, aparece como un hito importante en el camino de Jesús el momento en que pregunta a los discípulos acerca de lo que la gente dice y lo que ellos mismos piensan de Él (cf. Mc 8, 27-30; Mt 16, 13-20; Lc 9, 18-21). En los tres Evangelios Pedro contesta en nombre de los Doce con una declaración que se aleja claramente de la opinión de la «gente». En los tres Evangelios, Jesús anuncia inmediatamente después su pasión y resurrección, y añade a este anuncio de su destino personal una enseñanza sobre el camino de los discípulos, que es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz se explica también de un modo esencialmente antropológico, como el camino del «perderse a sí mismo», que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo (cf. Mc 8, 31-9.1; Mt 16, 21-28; Lc 9, 22-27). Y, finalmente, en los tres Evangelios sigue el relato de la transfiguración de Jesús, que explica de nuevo la confesión de Pedro profundizándola y poniéndola al mismo tiempo en relación con el misterio de la muerte y resurrección de Jesús (cf. Mc 9,2-13; Mt 17, 1-13; Lc 9, 28-36).
Sólo en Mateo aparece, inmediatamente después de la confesión de Pedro, la concesión del poder de las llaves del reino —el poder de atar y desatar— unida a la promesa de que Jesús edificará sobre él — Pedro— su Iglesia como sobre una piedra. Relatos de contenido paralelo a este encargo y a esta promesa se encuentran también en Lucas 22,3 ls, en el contexto de la Ultima Cena, y en Juan 21, 15-19, después de la resurrección de Jesús.
Por lo demás, en Juan se encuentra también una confesión de Pedro que se coloca igualmente en un hito importante del camino de Jesús, y que sólo entonces le da al círculo de los Doce toda su importancia y su fisonomía (cf. Jn 6, 68s). Al tratar la confesión de Pedro según los sinópticos tendremos que considerar también este texto que, a pesar de todas las diferencias, muestra elementos fundamentales comunes con la tradición sinóptica.
Estas explicaciones un tanto esquemáticas deberían haber dejado claro que la confesión de Pedro sólo se puede entender correctamente en el contexto en que aparece, en relación con el anuncio de la pasión y las palabras sobre el seguimiento: estos tres elementos —las palabras de Pedro y la doble respuesta de Jesús— van indisolublemente unidos. Para comprender dicha confesión es igualmente indispensable tener en cuenta la confirmación por parte del Padre mismo, y a través de la Ley y los Profetas, después de la escena de la transfiguración. En Marcos, el relato de la transfiguración es precedido de una promesa —aparente— de la Parusía, que por un lado enlaza con las palabras sobre el seguimiento, pero por otro introduce la transfiguración de Jesús y de este modo explica a su manera tanto el seguimiento como la promesa de la Parusía. Las palabras sobre el seguimiento, que en Marcos y Lucas están dirigidas a todos —al contrario que el anuncio de la pasión, que se hace sólo a los testigos—, introducen el factor eclesiológico en el contexto general; abren el horizonte del conjunto a todos, más allá del camino recién emprendido por Jesús hacia Jerusalén (cf. Lc 9,23), del mismo modo que su explicación del seguimiento del Crucificado hace referencia a aspectos fundamentales de la existencia humana en general.
Juan sitúa estas palabras en el contexto del Domingo de Ramos y las relaciona con la pregunta de los griegos que buscan a Jesús; de este modo, destaca claramente el carácter universal de dichas afirmaciones. Al mismo tiempo están aquí relacionadas con el destino de Jesús en la cruz, que pierde así todo carácter casual y aparece en su necesidad intrínseca (cf. Jn 12, 24s). Con sus palabras sobre el grano de trigo que muere, Juan relaciona además el mensaje del perderse y encontrarse con el misterio eucarístico, que en su Evangelio, al final de la historia de la multiplicación de los panes y su explicación en el sermón eucarístico de Jesús, determina también el contexto de la confesión de Pedro.
Centrémonos ahora en las distintas partes de este gran entramado de sucesos y palabras. Mateo y Marcos mencionan como escenario del acontecimiento la zona de Cesárea de Felipe (hoy Banyás), el santuario de Pan erigido por Herodes el Grande junto a las fuentes del Jordán. Herodes hijo convirtió este lugar en capital de su reino, dándole el nombre en honor a César Augusto y a sí mismo.
La tradición ha ambientado la escena en un lugar en el que un empinado risco sobre las aguas del Jordán simboliza de forma sugestiva las palabras acerca de la roca. Marcos y Lucas, cada uno a su modo, nos introducen, por así decirlo, en la ambientación interior del suceso. Marcos dice que Jesús había planteado su pregunta «por el camino»; está claro que el camino de que habla conducía a Jerusalén: ir de camino hacia las «aldeas de Cesárea de Felipe» (Mc 8, 27) quiere decir que se está al inicio de la subida a Jerusalén, hacia el centro de la historia de la salvación, hacia el lugar en el que debía cumplirse el destino de Jesús en la cruz y en la resurrección, pero en el que también tuvo su origen la Iglesia después de estos acontecimientos. La confesión de Pedro y por tanto las siguientes palabras de Jesús se sitúan al comienzo de este camino.
Tras la gran época de la predicación en Galilea, éste es un momento decisivo: tanto el encaminarse hacia la cruz como la invitación a la decisión que ahora distingue netamente a los discípulos de la gente que sólo escucha a Jesús pero no le sigue, hace claramente de los discípulos el núcleo inicial de la nueva familia de Jesús: la futura Iglesia. Una característica de esta comunidad es estar «en camino» con Jesús; de qué camino se trata quedará claro precisamente en este contexto. Otra característica de esta comunidad es que su decisión de acompañar al Señor se basa en un conocimiento, en un «conocer» a Jesús que al mismo tiempo les obsequia con un nuevo conocimiento de Dios, del Dios único en el que, como israelitas, creen.
En Lucas —de acuerdo con el sentido de su visión de la figura de Jesús— la confesión de Pedro va unida a un momento de oración. Lucas comienza el relato de la historia con una paradoja intencionada: «Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos» (9, 18). Los discípulos quedan incluidos en ese «estar solo», en su reservadísimo estar con el Padre. Se les concede verlo como Aquel que habla con el Padre cara a cara, de tú a tú, como hemos visto al comienzo de este libro. Pueden verlo en lo íntimo de su ser, en su ser Hijo, en ese punto del que provienen todas sus palabras, sus acciones, su autoridad. Ellos pueden ver lo que la «gente» no ve, y esta visión les permite tener un conocimiento que va más allá de la «opinión» de la «gente». De esta forma de ver a Jesús se deriva su fe, su confesión; sobre esto se podrá edificar después la Iglesia.
Aquí es donde encuentra su colocación interior la doble pregunta de Jesús. Esta doble pregunta sobre la opinión de la gente y la convicción de los discípulos presupone que existe, por un lado, un conocimiento exterior de Jesús que no es necesariamente equivocado aunque resulta ciertamente insuficiente, y por otro lado, frente a él, un conocimiento más profundo vinculado al discipulado, al acompañar en el camino, y que sólo puede crecer en él. Los tres sinópticos coinciden en afirmar que, según la gente, Jesús era Juan el Bautista, o Elías o uno de los profetas que había resucitado; Lucas había contado con anterioridad que Herodes había oído tales interpretaciones sobre la persona y la actividad de Jesús, sintiendo por eso deseos de verlo. Mateo añade como variante la idea manifestada por algunos de que Jesús era Jeremías.
Todas estas opiniones tienen algo en común: sitúan a Jesús en la categoría de los profetas, una categoría que estaba disponible como clave interpretativa a partir de la tradición de Israel. En todos los nombres que se mencionan para explicar la figura de Jesús se refleja de algún modo la dimensión escatológica, la expectativa de un cambio que puede ir acompañada tanto de esperanza como de temor. Mientras Elías personifica más bien la esperanza en la restauración de Israel, Jeremías es una figura de pasión, el que anuncia el fracaso de la forma de la Alianza hasta entonces vigente y del santuario, y que era, por así decirlo, la garantía concreta de la Alianza; no obstante, es también portador de la promesa de una Nueva Alianza que surgirá después de la caída. Jeremías, en su padecimiento, en su desaparición en la oscuridad de la contradicción, es portador vivo de ese doble destino de caída y de renovación.
Todas estas opiniones no es que sean erróneas; en mayor o menor medida constituyen aproximaciones al misterio de Jesús a partir de las cuales se puede ciertamente encontrar el camino hacia el núcleo esencial. Sin embargo, no llegan a la verdadera naturaleza de Jesús ni a su novedad. Se aproximan a él desde el pasado, o desde lo que generalmente ocurre y es posible; no desde sí mismo, no desde su ser único, que impide el que se le pueda incluir en cualquier otra categoría. En este sentido, también hoy existe evidentemente la opinión de la «gente», que ha conocido a Cristo de algún modo, que quizás hasta lo ha estudiado científicamente, pero que no lo ha encontrado personalmente en su especificidad ni en su total alteridad. Karl Jaspers ha considerado a Jesús como una de las cuatro personas determinantes, junto a Sócrates, Buda y Confucio, reconociéndole así una importancia fundamental en la búsqueda del modo recto de ser hombres; pero de esa manera resulta que Jesús es uno entre tantos, dentro de una categoría común a partir de la cual se les puede explicar, pero también delimitar.
Hoy es habitual considerar a Jesús como uno de los grandes fundadores de una religión en el mundo, a los que se les ha concedido una profunda experiencia de Dios. Por tanto, pueden hablar de Dios a otras personas a las que esa «disposición religiosa» les ha sido negada, haciéndoles así partícipes, por así decirlo, de su experiencia de Dios. Sin embargo, en esta concepción queda claro que se trata de una experiencia humana de Dios, que refleja la realidad infinita de Dios en lo finito y limitado de una mente humana, y que por eso se trata sólo de una traducción parcial de lo divino, limitada además por el contexto del tiempo y del espacio. Así, la palabra «experiencia» hace referencia, por un lado, a un contacto real con lo divino, pero al mismo tiempo comporta la limitación del sujeto que la recibe. Cada sujeto humano puede captar sólo un fragmento determinado de la realidad perceptible, y que además necesita después ser interpretado. Con esta opinión, uno puede sin duda amar a Jesús, convertirlo incluso en guía de su vida. Pero la «experiencia de Dios» vivida por Jesús a la que nos aficionamos de este modo se queda al final en algo relativo, que debe ser completado con los fragmentos percibidos por otros grandes. Por tanto, a fin de cuentas, el criterio sigue siendo el hombre mismo, cada individuo: cada uno decide lo que acepta de las distintas «experiencias», lo que le ayuda o lo que le resulta extraño. En esto no se da un compromiso definitivo.
A la opinión de la gente se contrapone el conocimiento de los discípulos, manifestado en la confesión de fe. ¿Cómo se expresa? En cada uno de los tres sinópticos está formulado de manera distinta, y de manera aún más diversa en Juan. Según Marcos, Pedro le dice simplemente a Jesús: «Tú eres [el Cristo] el Mesías» (8, 29). Según Lucas, Pedro lo llama «el Cristo [el Ungido] de Dios» (9,20) y, según Mateo, dice: «Tú eres Cristo [el Mesías], el Hijo de Dios vivo» (16,16). Finalmente, en Juan la confesión de Pedro reza así: «Tú eres el Santo de Dios» (6, 69).
Puede surgir la tentación de elaborar una historia de la evolución de la confesión de fe cristiana a partir de estas diferentes versiones. Sin duda, la diversidad de los textos refleja también un proceso de desarrollo en el que poco a poco se clarifica plenamente lo que al principio, en los primeros intentos, como a tientas, se indicaba de un modo todavía vago. En el ámbito católico, Pierre Grelot ha ofrecido recientemente la interpretación más radical de la contraposición de estos textos: no ve una evolución, sino una contradicción. La simple confesión mesiánica de Pedro que relata Marcos refleja sin duda correctamente el momento histórico; pero se trata todavía de una confesión puramente «judía», que interpreta a Jesús como un Mesías político según las ideas de la época. Sólo la exposición de Marcos manifestaría una lógica clara, pues sólo un mesianismo político explicaría la oposición de Pedro al anuncio de la pasión, una intervención a la que Jesús —como hiciera cuando Satanás le ofreció el poder— responde con un brusco rechazo: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (Mc 8, 33). Esta áspera reacción sólo sería coherente si con ella se hiciera referencia también a la confesión anterior y se la rechazara como falsa; no tendría lógica en cambio en la confesión madura, desde el punto de vista teológico, que aparece en la versión de Mateo.
En sus conclusiones, Grelot concuerda también con aquellos exegetas que no comparten su interpretación totalmente negativa del texto de Marcos: en la confesión de Mateo se trataría de una palabra posterior a la Pascua; una confesión así sólo se podía formular —como piensa la mayoría de los exegetas— después de la resurrección. Grelot, además, relaciona este aspecto con una particular teoría sobre una aparición pascual del Resucitado a Pedro, que él pone en paralelo al encuentro con el Resucitado en el que Pablo vio el inicio de su apostolado. Las palabras de Jesús: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mí 16, 17), tienen un paralelismo sorprendente en la Carta a los Gálatas: «Pero cuando Dios me escogió desde el seno de mi madre y me llamó a su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí, para que yo lo anunciara a los gentiles, en seguida, sin pedir consejo ni a la carne ni a la sangre» (Ga 1,15s; cf. 1, lis: «El Evangelio anunciado por mí no es de origen humano; yo no he recibido ni aprendido de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo»). El texto de Pablo y la alabanza a Pedro por parte de Jesús tienen en común la referencia a una revelación y, con ello, también a la afirmación de que ese conocimiento no procede de «carne y sangre».
De todo esto, Grelot concluye que tanto Pedro como Pablo habrían sido distinguidos con una aparición especial del Resucitado —de lo que de hecho hablan varios textos del Nuevo Testamento— y que Pedro, al igual que Pablo, al que se le concedió una aparición de este tipo, habría recibido su encargo específico en aquella ocasión. La misión de Pedro se referiría a la Iglesia de procedencia judía; la de Pablo a la Iglesia proveniente de los gentiles (cf. Ga 2, 7). La promesa a Pedro habría que situarla en el contexto de la aparición del Resucitado y considerarla objetivamente en claro paralelo con el encargo que Pablo recibió del Señor resucitado. No necesitamos entrar aquí en una discusión detallada de esta teoría, sobre todo cuando este libro, que trata de Jesús, se pregunta ante todo por el Señor y se ocupa del tema eclesiológico sólo en la medida necesaria para entender correctamente su figura.
Quien lee con atención Gálatas 1,11-17 puede apreciar fácilmente no sólo los paralelismos, sino también las diferencias entre ambos textos. Está claro que Pablo quiere destacar la autonomía de su encargo apostólico, que no se deriva de la autoridad de otros, sino que le ha sido otorgado por el Señor mismo; a él le importan la universalidad de su misión y la particularidad de su camino en la construcción de una Iglesia con gentes provenientes del paganismo. Pero Pablo sabe también que, para que su servicio sea válido, necesita la communio (koinoníá) con los Apóstoles precedentes (cf. Ga 2, 9), y que sin ésta todo sería inútil (cf. Ga 2, 2). Por eso, tres años después de la conversión, durante los cuales estuvo en Arabia y Damasco, fue a Jerusalén para ver a Pedro (Cefas); vio también a Santiago, el hermano del Señor (cf. Ga 1, 18s) También por eso viajó catorce años más tarde a Jerusalén, esta vez con Bernabé y Tito, y pudo estrechar la mano de las «columnas» Santiago, Cefas y Juan, en señal de comunión (cf. Ga 2, 9). De este modo, aparece en primer lugar Pedro y luego las tres columnas como garantes de la communio, como sus puntos de referencia indispensables que aseguran la autenticidad y la unidad del Evangelio y, con ello, de la Iglesia naciente.
En todo esto, sin embargo, se puede apreciar el significado irrenunciable del Jesús histórico, de su anuncio y de sus decisiones: el Resucitado ha llamado a Pablo y le confiere su misma autoridad y su mismo encargo; pero el Resucitado es el mismo que antes había elegido a los Doce, que había confiado a Pedro una misión especial, que había marchado con ellos hasta Jerusalén, que había sufrido allí la muerte en la cruz y había resucitado al tercer día. De este conjunto de acontecimientos son garantes los primeros Apóstoles (cf. Hch 1, 21s), y precisamente teniendo en cuenta este contexto el encargo que le confía a Pedro difiere fundamentalmente del que Pablo recibe.
Este encargo especial de Pedro aparece no sólo en Mateo, sino —de un modo diferente, aunque análogo en lo sustancial— también en Lucas y Juan, e incluso en Pablo mismo. Precisamente en la apasionada apología de la Carta a los Gálatas se presupone muy claramente el encargo especial de Pedro; este primado está documentado realmente mediante la tradición en toda su amplitud y en todos sus más diversos filones. Reducirlo a una aparición pascual personal y ponerla así en perfecto paralelo con la misión de Pablo resulta imposible a la vista de los textos neotestamentarios.
Pero es el momento de volver a la confesión que Pedro hace de Cristo y, con ello, a nuestro tema principal. Hemos visto que Grelot considera la confesión de Pedro narrada por Marcos como totalmente «judía» y, por ello, rechazada por Jesús. Pero este rechazo no aparece en el texto, en el que Jesús sólo prohibe la divulgación pública de esta confesión, que la gente de Israel podría efectivamente malinterpretar, conduciendo, por un lado, a una serie de falsas esperanzas en Él y, por otro, a un proceso político contra Él. Sólo después de esta prohibición sigue la explicación de lo que significa realmente «Mesías»: el verdadero Mesías es el «Hijo del hombre», que es condenado a muerte y que sólo así entra en su gloria como el Resucitado a los tres días de su muerte. La investigación habla, en relación con el cristianismo de los orígenes, de dos tipos de fórmulas de confesión: la «sustantiva» y la «verbal»; para entenderlo mejor podríamos hablar de tipos de confesión de orientación «ontológica» y otros orientados a la historia de la salvación. Las tres formas de la confesión de Pedro que nos transmiten los sinópticos son «sustantivas»: Tú eres el Cristo; el Cristo de Dios; el Cristo, el Hijo del Dios vivo. El Señor pone siempre al lado de estas afirmaciones sustantivas la confesión «verbal»: el anuncio anticipado del misterio pascual de cruz y resurrección. Ambos tipos de confesión van unidos, y cada uno queda incompleto y en el fondo incomprensible sin el otro. Sin la historia concreta de la salvación, los títulos resultan ambiguos: no sólo la palabra «Mesías», sino también la expresión «Hijo del Dios vivo». También este título se puede entender como totalmente opuesto al misterio de la cruz. Y viceversa, la mera afirmación de lo que ha ocurrido en la historia de la salvación queda sin su profunda esencia, si no queda claro que Aquel que allí ha sufrido es el Hijo del Dios vivo, es igual a Dios (cf. Flp 2, 6), pero que se despojó a sí mismo y tomó la condición de siervo rebajándose hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2, 7s). En este sentido, sólo la estrecha relación de la confesión de Pedro y de las enseñanzas de Jesús a los discípulos nos ofrece la totalidad y lo esencial de la fe cristiana. Por eso, también los grandes símbolos de fe de la Iglesia han unido siempre entre sí estos dos elementos.
Y sabemos que los cristianos —en posesión de la confesión justa— tienen que ser instruidos continuamente, a lo largo de los siglos, y también hoy, por el Señor, para que sean conscientes de que su camino a lo largo de todas las generaciones no es el camino de la gloria y el poder terrenales, sino el camino de la cruz. Sabemos y vemos que, también hoy, los cristianos —nosotros mismos—llevan aparte al Señor para decirle: «¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte» (Mi 16,22). Y como dudamos de que Dios lo quiera impedir, tratamos de evitarlo nosotros mismos con todas nuestras artes. Y así, el Señor tiene que decirnos siempre de nuevo también a nosotros: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» (Mc 8, 33). En este sentido, toda la escena muestra una inquietante actualidad. Ya que, en definitiva, seguimos pensando según «la carne y la sangre» y no según la revelación que podemos recibir en la fe.
Hemos de volver una vez más a los títulos de Cristo que se encuentran en las confesiones. Ante todo, es importante ver que la forma específica del título hay que comprenderla cada vez dentro del conjunto de cada uno de los Evangelios y de su particular forma de tradición. Siempre es importante la relación con el proceso de Jesús, durante el cual vuelve a aparecer la confesión de los discípulos como pregunta y acusación. En Marcos, la pregunta del sumo sacerdote retoma el título de Cristo (Mesías) y lo amplía: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?» (14, 61). Esta pregunta presupone que tales interpretaciones de la figura de Jesús se habían hecho de dominio público a través de los grupos de discípulos. El poner en relación los títulos de Cristo (Mesías) e Hijo procedía de la tradición bíblica (cf. Sal2, 7; Sal 110). Desde este punto de vista, la diferencia entre las versiones de Marcos y Mateo se relativiza y resulta menos profunda que en la exégesis de Grelot y otros. En Lucas, Pedro reconoce a Jesús —según hemos visto— como «el Ungido (Cristo, Mesías) de Dios». Aquí nos volvemos a encontrar con lo que el anciano Simeón sabía sobre el Niño Jesús, al que preanunció como el Ungido (Cristo) del Señor (cf. Lc 2,26). Como contraste, a los pies de la cruz, «las autoridades» se burlan de Jesús diciéndole: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido» (Lc 23, 35). Así, el arco se extiende desde la infancia de Jesús, pasando por la confesión de Cesárea de Felipe, hasta la cruz: los tres textos juntos manifiestan la singular pertenencia del «Ungido» a Dios. Pero en el Evangelio de Lucas hay que mencionar otro acontecimiento importante para la fe de los discípulos en Jesús: la historia de la pesca milagrosa, que termina con la elección de Simón Pedro y de sus compañeros para que sean discípulos. Los experimentados pescadores habían pasado toda la noche sin conseguir nada, y entonces Jesús les dice que salgan de nuevo, a plena luz del día, y echen las redes al agua. Para los conocimientos prácticos de estos hombres resultaba una sugerencia poco sensata, pero Simón responde: «Maestro… por tu palabra, echaré las redes» (Lc 5,5). Luego viene la pesca abundantísima, que sobrecoge a Pedro profundamente. Cae a los pies del Señor en actitud de adoración y dice: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador» (5, 8). Reconoce en lo ocurrido el poder de Dios, que actúa a través de la palabra de Jesús, y este encuentro directo con el Dios vivo en Jesús le impresiona profundamente. A la luz y bajo el poder de esta presencia, el hombre reconoce su miserable condición. No consigue soportar la tremenda potencia de Dios, es demasiado imponente para él. Desde el punto de vista de la historia de las religiones, éste es también uno de los textos más impresionantes para explicar lo que ocurre cuando el hombre se siente repentinamente ante la presencia directa de Dios. En ese momento el hombre sólo puede estremecerse por lo que él es y rogar ser liberado de la grandeza de esta presencia. Esta percepción repentina de Dios en Jesús se expresa en el título que Pedro utiliza ahora para Jesús: Kyrios, Señor. Es la denominación de Dios utilizada en el Antiguo Testamento para reemplazar el nombre de Dios revelado en la zarza ardiente que no se podía pronunciar. Si antes de hacerse a la mar Jesús era para Pedro el «epistáta» —que significa maestro, profesor, rabino—, ahora lo reconoce como el Kyrios.
Una situación similar la encontramos en el relato de Jesús que camina sobre las aguas del lago encrespadas por la tempestad para llegar a la barca de los discípulos. Pedro le pide que le permita también a él andar sobre las aguas para ir a su encuentro. Como empezaba a hundirse, la mano tendida de Jesús lo salva, subiendo después los dos a la barca. En ese instante el viento se calma. Entonces ocurre lo mismo que había sucedido en la historia de la pesca milagrosa: los discípulos de la barca se postran ante Jesús, un gesto que expresa a la vez sobrecogimiento y adoración. Y reconocen: «Realmente eres el Hijo de Dios» (cf. Mt 14,22-33). La confesión de Pedro narrada en Mateo 16, 16 encuentra claramente su fundamento en esta y en otras experiencias análogas que se relatan en el Evangelio.
En Jesús, los discípulos sintieron muchas veces y de distintas formas la presencia misma del Dios vivo.
Antes de intentar componer una imagen con todas estas piezas del mosaico, debemos examinar brevemente aún la confesión de Pedro que aparece en Juan. El sermón eucarístico de Jesús, que en Juan sigue a la multiplicación de los panes, retoma públicamente, por así decirlo, el «no» de Jesús al tentador, que le había invitado a convertir las piedras en panes, es decir, a ver su misión reducida a proporcionar bienestar material. En lugar de esto, Jesús hace referencia a la relación con el Dios vivo y al amor que procede de Él, que es la verdadera fuerza creadora, dadora de sentido, y después también de pan: así explica su misterio personal, se explica a sí mismo, a través de su entrega como el pan vivo. Esto no gusta a los hombres; muchos se alejan de Él. Jesús les pregunta a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?». Pedro responde: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna: nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios» (Jn 6, 68s).
Hemos de reflexionar con más detalle sobre esta versión de la confesión de Pedro en el contexto de la Última Cena. En dicha confesión se perfila el misterio sacerdotal de Jesús: en el Salmo 106,16 se llama a Aarón «el santo de Dios». El título remite retrospectivamente al discurso eucarístico y, con ello, se proyecta hacia el misterio de la cruz de Jesús; está por tanto enraizado en el misterio pascual, en el centro de la misión de Jesús, y alude a la total diferencia de su figura respecto a las formas usuales de esperanza mesiánica. El Santo de Dios: estas palabras nos recuerdan también el abatimiento de Pedro ante la cercanía del Santo después de la pesca milagrosa, que le hace experimentar dramáticamente la miseria de su condición de pecador. Así pues, nos encontramos absolutamente en el contexto de la experiencia de Jesús que tuvieron los discípulos, y que hemos intentado conocer a partir de algunos momentos destacados de su camino de comunión con Jesús.
¿Qué conclusiones podemos sacar de todo esto? En primer lugar hay que decir que el intento de reconstruir históricamente las palabras originales de Pedro, considerando todo lo demás como desarrollos posteriores, tal vez incluso a la fe postpascual, induce a error. ¿De dónde podría haber surgido realmente la fe postpascual si el Jesús prepascual no hubiera aportado fundamento alguno para ello? Con tales reconstrucciones, la ciencia pretende demasiado.
Precisamente el proceso de Jesús ante el Sanedrín pone al descubierto lo que de verdad resultaba escandaloso en Él: no se trataba de un mesianismo político; éste se daba en cambio en Barrabás y más tarde en BarKokebá. Ambos tuvieron sus seguidores, y ambos movimientos fueron reprimidos por los romanos. Lo que causaba escándalo de Jesús era precisamente lo mismo que ya vimos en la conversación del rabino Neusner con el Jesús del Sermón de la Montaña: el hecho de que parecía ponerse al mismo nivel que el Dios vivo. Éste era el aspecto que no podía aceptar la fe estrictamente monoteísta de los judíos; eso era lo que incluso Jesús sólo podía preparar lenta y gradualmente. Eso era también lo que — dejando firmemente a salvo la continuidad ininterrumpida con la fe en un único Dios— impregnaba todo su mensaje y constituía su carácter novedoso, singular, único. El hecho de que el proceso ante los romanos se convirtiera en un proceso contra un mesianismo político respondía al pragmatismo de los saduceos. Pero también Pilato sintió que se trataba en realidad de algo muy diferente, que a un verdadero «rey» políticamente prometedor nunca lo habrían entregado para que lo condenara.
Con esto nos hemos anticipado. Volvamos a las confesiones de los discípulos. ¿Qué vemos, si juntamos todo este mosaico de textos? Pues bien, los discípulos reconocen que Jesús no tiene cabida en ninguna de las categorías habituales, que El era mucho más que «uno de los profetas», alguien diferente. Que era más que uno de los profetas lo reconocieron a partir del Sermón de la Montaña y a la vista de sus acciones portentosas, de su potestad para perdonar los pecados, de la autoridad de su mensaje y de su modo de tratar las tradiciones de la Ley. Era ese «profeta» que, al igual que Moisés, hablaba con Dios como con un amigo, cara a cara; era el Mesías, pero no en el sentido de un simple encargado de Dios.
En Él se cumplían las grandes palabras mesiánicas de un modo sorprendente e inesperado: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy» (Sal2, 7). En los momentos significativos, los discípulos percibían atónitos: «Éste es Dios mismo». Pero no conseguían articular todos los aspectos en una respuesta perfecta.
Utilizaron —justamente— las palabras de promesa de la Antigua Alianza: Cristo, Ungido, Hijo de Dios, Señor. Son las palabras clave en las que se concentró su confesión que, sin embargo, estaba todavía en fase de búsqueda, como a tientas. Sólo adquirió su forma completa en el momento en el que Tomás tocó las heridas del Resucitado y exclamó conmovido: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Pero, en definitiva, siempre estaremos intentando comprender estas palabras. Son tan sublimes que nunca conseguiremos entenderlas del todo, siempre nos sobrepasarán. Durante toda su historia, la Iglesia está siempre en peregrinación intentando penetrar en estas palabras, que sólo se nos pueden hacer comprensibles en el contacto con las heridas de Jesús y en el encuentro con su resurrección, convirtiéndose después para nosotros en una misión.
Comentarios exegéticos
R. Schnackenburg: El Evangelio según san Marcos: Curación de un sordomudo.
El Nuevo Testamento y su Mensaje, Herder, Barcelona (1980).
La profesión de Pedro (Mc 8, 27-30).
27 Luego Jesús se fue con sus discípulos hacia las aldeas de Cesarea de Filipo. Y en el camino preguntaba a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» 28 Ellos le respondieron: «Pues que Juan el Bautista; otros, que Elías; y otros, que uno de los profetas.» 29 Entonces él les volvió a preguntar: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?» Tomando la palabra Pedro, le dice: «Tú eres el Mesías.» 30 Y severamente les advirtió que a nadie dijeran nada acerca de él.
El evangelista sigue manteniendo el marco de las peregrinaciones. Desde Betsaida se puede continuar hacia el Norte, hasta la región de Cesarea de Filipo, junto a las fuentes del Jordán. Probablemente Marcos quiere enlazar así la última perícopa con esta escena. Al mismo tiempo subraya también toda la actividad que Jesús ha realizado hasta el presente. La «ciudad del César», cercana a las fuentes del Jordán, que el tetrarca Filipo había elegido como residencia, y que para distinguirla de otras Cesareas se llama Cesarea de Filipo, sólo se menciona en este pasaje de los Evangelios. Está situada en el corazón de una región predominantemente pagana, casi en el mismo grado de latitud que Tiro.1 (…)
Durante el camino pregunta Jesús a sus discípulos por quién le tiene la gente. Sólo el hecho de que Jesús pregunte acerca de sí mismo es ya digno de atención, pues hasta ahora nunca habíamos oído nada igual. Por el contrario, Jesús se esforzaba y preocupaba por conservar su secreto. Aquí empero se evidencia que el evangelista quería constantemente, aunque de modo velado, plantear a sus lectores la pregunta de quién era Jesús. Al final de la primera parte del Evangelio, esa pregunta se convierte en tema explícito y quien interroga es el mismo Jesús. Por ello, la respuesta que Pedro da como portavoz del círculo de los discípulos no puede carecer de una significación especial. Pero lo que sorprende es que después Jesús prohíba severamente a los discípulos que hablen con nadie de su persona. La pregunta que Jesús hace a sus discípulos encuentra una cierta réplica en la que más tarde le dirige a Él el sumo sacerdote (Mc.14,61: “¿Eres tú el Cristo, el hijo del Bendito?”). Pues, como Pedro confiesa a Jesús como «Mesías», pregunta el sumo sacerdote en la sesión del Consejo Supremo si Jesús es el Mesías; y así como después de la escena de Cesarea de Filipo, Jesús empieza a adoctrinar a los discípulos sobre el camino doloroso del «Hijo del hombre» (Mc. 8:31), así alude también ante el consejo supremo al «Hijo del hombre» (Mc. 14:62: “Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo”).
Jesús empieza por preguntar a sus discípulos quién piensa la gente que es él. La pregunta resulta casi necesaria después de lo que se nos ha dicho hasta ahora, pues los lectores han tenido noticia repetidas veces de las reacciones del pueblo ante la doctrina y ante los hechos extraordinarios de Jesús; pero nunca han obtenido una información satisfactoria sobre su actitud acerca de Jesús. Por lo general se habla de que todos «se quedaban llenos de estupor» (Mc. 1:27), «se quedaban atónitos» (Mc. 1:22; Mc. 6:2; Mc. 7:37), «estaban maravillados» (Mc. 2:12; Mc. 5:42) y «se admiraban» (Mc. 5:20). Sólo en una ocasión hablan las gentes claramente del cumplimiento de las promesas de salvación (Mc. 7:37). Los lectores, sin embargo, tampoco dejan de estar preparados para la respuesta de los discípulos; pues, tras el envío de los doce, y con ocasión del relato acerca de Herodes, el evangelista ha transcrito los rumores que circulaban entre el pueblo (Mc. 6:14s), y allí quedó patente que tales opiniones eran insuficientes. La respuesta que ahora dan los discípulos coincide casi literalmente con aquellos rumores. Así pues, las opiniones del pueblo no han cambiado, a pesar de la gran multiplicación de panes y a pesar de las grandes curaciones que Marcos ha referido después. El pueblo de Galilea no tiene un juicio claro y es incapaz de llegar a una confesión decidida. No obstante su admiración hacia el gran benefactor y taumaturgo, sigue perplejo y titubeante. Por ello Jesús no adopta ninguna postura frente a tales opiniones populares y pregunta ahora resueltamente a sus discípulos: «Pero vosotros ¿quién decís que soy yo?» Pedro responde de modo claro e inequívoco: «Tú eres el Mesías.»
Pero ¿qué significa esta escena para los lectores cristianos del Evangelio de Marcos? Nada menos que, al final del ministerio de Jesús en Galilea, y por boca del primero de los discípulos, se les confirme su profesión de fe en Jesús como el Mesías prometido. Este era el sentido oculto de su actividad en medio del pueblo de Israel, como queda reflejado en todos los capítulos precedentes. Pero al mismo tiempo les hace caer en la cuenta de lo difícil que resultaba semejante confesión en aquellas circunstancias históricas y lo expuesta que estaba a falsas interpretaciones. En su manifestación y propósitos, Jesús nada tenía que ver con la imagen que los judíos se habían hecho del Mesías. Por ello, y pese a toda la admiración que despertaba, Jesús no encontró en el pueblo la verdadera fe, terminando su espléndida actividad en Galilea con un fracaso externo. Así pudieron levantarse contra él sus enemigos humanos y hubo de seguir el camino de la cruz. Su muerte, no obstante, había de trocarse en la salvación para todos, según el plan salvífico de Dios; para todos los que creen en el Mesías muerto en cruz y resucitado, tanto judíos como paganos. La confesión mesiánica de Pedro necesitaba aún de un esclarecimiento, necesitaba sobre todo de la revelación del misterio del dolor. Aún debía madurar en un conocimiento más profundo, que durante el ministerio de Jesús en la tierra ya era ciertamente accesible a los ojos creyentes, aunque sólo tras la resurrección de Jesús llegaría a la plena certeza de que este Mesías es verdaderamente el Hijo de Dios.
Parte segunda del Evangelio de Marcos
El balance del ministerio público de Jesús era negativo (8,27-30); pero en el plan salvífico de Dios estaba previsto este fracaso externo: Jesús tiene que recorrer el camino de la cruz (8,31) para dar su vida como «rescate por muchos» (10,45). Sólo así se llega a la redención del género humano mediante la sangre del único, sangre con la que Dios pactará una nueva alianza con el mundo entero (14,24).
Desde aquí se comprende la conducta de Jesús, hasta ahora bastante enigmática en numerosas ocasiones. Su apartamiento de las multitudes que celebraban sus curaciones y hechos portentosos, aunque sin comprenderlos; sus órdenes de silencio a los que había curado, quienes le proclamaban como taumaturgo, y a los demonios que querían descubrir su misterio de una forma desleal; sus reproches a los discípulos torpes… todo ello sucedió con vistas al destino de muerte que le había sido señalado, y que a su vez cambia la suerte de los hombres pecadores, aunque siempre les sea necesaria la conversión a Dios. Jesús penetra ahora en su camino de muerte, y por ello su secreto mesiánico no puede permanecer oculto por más tiempo. Al contrario, desde ahora se irán iluminando cada vez más las tinieblas en que está envuelta su persona. A los tres discípulos de confianza va a desvelar Jesús su esencia divina y oculta (la transfiguración: 9,2-13); el ciego Bartimeo puede reconocerle públicamente como Hijo de David (10,46-52), Jesús entra en Jerusalén como el portador de la paz mesiánica (11,1-11); habla inequívocamente de sí mismo como del Hijo de Dios en la parábola de los viñadores homicidas (12,1-12), y de un modo más claro aún en su enseñanza sobre la filiación davídica del Mesías (12,35-37), y delante del sanedrín termina por proclamarse abiertamente como el Mesías esperado, identificándose con el Hijo del hombre a quien Dios exaltará a su diestra (14,61s).
El camino por la cruz a la gloria, que Jesús anuncia a sus discípulos al comienzo de esta segunda parte del evangelio de San Marcos , que por tres veces pone íntegramente ante sus ojos, se realiza en el curso de la exposición que alcanza su vértice más alto con la confesión del centurión pagano al pie de la cruz (15,39: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”) y con el mensaje de la resurrección que resuena sobre el sepulcro (16,6: “Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha resucitado”).
Mas la comunidad oyente no sólo ha de seguir el camino de su Señor, sino que debe también comprender la obligación que sobre ella pesa de tomar parte en él. Ya en el primer anuncio de la pasión se mezcla de forma indisoluble una serie de sentencias que exigen de todo aquel que quiera tener parte en la gloria del ya inminente reino de Dios, el seguimiento con la cruz, la entrega de la vida y la confesión del Hijo del hombre (8,34-9,1). Con el segundo anuncio de la pasión (9,30-32) enlaza un largo discurso, dirigido a los discípulos que disputan entre sí, pero que también señala a la comunidad unas indicaciones fundamentales para su camino sobre la tierra (9,33-50). Al vaticinio tercero, y más largo, de la pasión de Jesús (10,32-34) sigue una enseñanza a los hijos de Zebedeo, que deben beber el cáliz de la pasión y ser bautizados con el bautismo de muerte antes de participar en la gloria de Cristo, y unas palabras a todos los discípulos, según las cuales la ley fundamental de la comunidad no es el dominio, sino el servicio (10,35-45).
1. El primer anuncio de la pasión (8,31-9,29)
a) Anuncio de la pasión y oposición de Pedro (Mc, 8,31-33).
31 Entonces comenzó a enseñarles que es necesario que el Hijo del hombre padezca mucho, y sea rechazado por los ancianos, por los sumos sacerdotes y por los escribas, y que sería llevado a la muerte, pero que a los tres días resucitaría; 32 y con toda claridad les hablaba de estas cosas. Pedro, llevándoselo aparte, se puso a reprenderlo. 33 Pero él, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro, y le dice: «Quítate de mi presencia Satán, porque no piensas a lo divino, sino a lo humano.»
El anuncio de la pasión de Jesús está estrechamente ligado al reconocimiento de su mesianidad por parte de Pedro. Por lo cual, la profecía de la muerte se encuentra todavía bajo el planteamiento de la cuestión de quién es Jesús. Ni la gente del pueblo, ni el mismo Pedro han comprendido el misterio de Jesús. El portavoz del círculo de los discípulos reconoce ciertamente la incomparable grandeza de Jesús y la proclama con el atributo máximo que tiene a su disposición: el atributo de la mesianidad; pero esta indicación suscita justamente falsas interpretaciones. Para convertirse en una confesión plenamente cristiana es preciso declarar antes el tipo especial de esta mesianidad de Jesús y el camino que Dios le ha trazado.
En la instrucción que sigue, y que se dirige particularmente a los discípulos (cf. 9,30), a los doce (10,32), y con ellos a la comunidad, la elección de otro título señala ya por sí solo el alejamiento de las esperanzas judías: Jesús habla del Hijo del hombre. Ya antes Jesús se había designado así, y desde luego que en un sentido misterioso y pleno de dignidad: como plenipotenciario de la autoridad divina para perdonar pecados (2,10) y como Señor del sábado (2,28). De ese mismo Hijo del hombre se dice ahora que debe padecer y morir.
De la mano de Marcos volvemos a una antigua consideración de la pasión de Jesús que trasladaba al Mesías los padecimientos, persecuciones y burlas de los justos del Antiguo Testamento. Una experiencia humana universal, que ya atormentaba a los hombres piadosos de la antigua alianza, pero que lograron superar mediante su unión íntima con el Dios oculto de la salvación, la acepta y resuelve el hombre Jesús, el «Hijo del hombre», de tal modo que su carrera y triunfo se convierten en el camino de cuantos le siguen. Porque Jesús es el «Hijo del hombre», a quien se le ha otorgado el poder soberano de Dios; la esperanza de los oprimidos se convierte por él en certeza de liberación.
Marcos pone el máximo empeño en su teología del Hijo del hombre que cabalga por el camino obscuro y misterioso de Jesús (14,21.41). Contemplando la profecía con mayor detención, nuestra mirada se detiene en la expresión «ser rechazado». Es una expresión dura que dice más que una condena judicial; al Hijo del hombre le esperan la postergación y el desprecio (9,1). Pero eso no es todo; probablemente late aquí una cita implícita de la Escritura. El mismo verbo se emplea en el pasaje de un salmo que tuvo gran importancia en la Iglesia primitiva: «La piedra que rechazaron los constructores, ésa vino a ser piedra angular, esto es obra del Señor y admirable a nuestros ojos» (/Sal/118/22s). El pasaje se cita al final de la parábola de los viñadores homicidas (Mar_12:10s), que apunta ciertamente al asesinato de Jesús. La Iglesia primitiva lo entendió así: los dirigentes judíos han rechazado al último enviado de Dios, al Hijo de Dios en persona; pero Dios le ha confirmado y constituido en el fundamento de la salvación. Los «constructores» son los hombres que hubieran debido reconocer la importancia de aquella piedra. No sin razón menciona nuestro pasaje expresamente a los tres grupos del sanedrín, el tribunal supremo judío: los ancianos, que formaban la nobleza laica; los sumos sacerdotes, en cuyas manos estaba el culto del templo y también parte del poder político, y los escribas o expositores de la ley, que gozaban de gran prestigio. Jesús es rechazado por estos representantes oficiales del pueblo judío: idea pavorosa.
Pero esto no impide los planes salvíficos de Dios, como lo indica el pensamiento de la piedra angular. En conexión con otros lugares bíblicos, que utilizan la misma imagen, surge así toda una teología (cf. 1Pe_2:6-8): la piedra rechazada por los hombres ha sido puesta por Dios en Sión como piedra angular firme, escogida y preciosa: quien confía en ella no titubeará (Is 28,16). Pero la misma piedra se convertirá en piedra de escándalo y tropiezo para cuantos la rechazan (Is 8,14s). Dios cambia el misterio de maldad en promesa de salvación, las tinieblas en luz. Y justifica al que han rechazado los hombres resucitando al Hijo del hombre que había sido crucificado.
El anuncio de la resurrección se encuentra en los tres vaticinios de la pasión del Hijo del hombre; pero, extrañamente, los discípulos la pasan por alto una y otra vez. No viene al caso una explicación psicológica, según la cual los discípulos no habrían prestado atención a esa promesa, aterrados y confusos como estaban por las palabras acerca de los padecimientos y muerte del hijo del hombre.
La resurrección entra en el plan salvífico de Dios y hay que mencionarla en esta fórmula de vaticinio. El trasfondo bíblico la subraya con más fuerza aún que el propio acontecimiento: a diferencia de la formula que aparece en 1Co 15,4, no se dice que será «resucitado», sino que «resucitará», y no «al tercer día» sino «a los tres días». Desde luego que los matices lingüísticos no hacen mucho al caso puesto que la idea sigue siendo la misma: es Dios quien en un período brevísimo de tiempo, después de tres días o al tercer día, devuelve a la vida al que había sido matado. En el Antiguo Testamento y en el judaísmo «tres días» es una expresión corriente para indicar un breve período de sufrimientos y prueba, al que sigue un cambio de situación con la ayuda y liberación divinas. «El Señor nos ha herido y él mismo nos curará; nos ha golpeado y nos vendará. él mismo nos devolverá la vida después de dos días; al tercer día nos resucitará y viviremos en su presencia» (Os 6,2s). (…)
Esta es la panorámica que se abre al final de la profecía de la pasión, aunque los discípulos sólo se percatasen de ella después de la resurrección de Jesús (cf. 9,10). Ahora habla Jesús a sus discípulos de su camino personal de sufrimientos y muerte «con toda claridad». Es éste un cambio que se inicia con la escena de Cesarea de Filipo; hasta entonces Jesús había guardado su secreto para sí. Pero, al igual que los discípulos no comprendieron entonces su ministerio mesiánico (cf. 6,52; 8,17-21), tampoco ahora vislumbran adónde conduce el camino de Jesús. Si no quieren, sin embargo, que su fe naufrague, tienen que abrir sus ojos a la necesidad que preside los padecimientos y muerte de su Señor.
Mas esto no sólo vale para los discípulos en aquella situación histórica; cuenta también para la comunidad que siente como algo duro e incomprensible la muerte denigrante de Jesús. También a ella tiene que revelársele de modo total el sentido divino de este acontecimiento al echar ahora una mirada retrospectiva. En el espejo de la enseñanza a los discípulos reconoce la comunidad su propia resistencia, y la triple profecía manifiesta de Jesús debe introducirla de un modo firme y profundo en los pensamientos de Dios.
El mismo discípulo, que en nombre de los otros había pronunciado la profesión de fe mesiánica en Jesús, se convierte en adversario y seductor de Jesús. Le toma aparte y empieza a reprenderle. Asistimos aquí a un duelo entre Pedro y Jesús, como lo sugiere el mismo verbo empleado: con la misma energía y dureza con que Pedro «reprende» al Señor por sus ideas de sufrimientos y muerte, «reprende» Jesús al príncipe de los discípulos. Con la mirada clavada en ellos -Jesús se vuelve y «mira a sus discípulos»-. Jesús condena como tentación satánica los intentos de Pedro por apartarle del camino de la muerte. La dureza de esta reprimenda salta a la vista.
La frase «Quítate de mi presencia, Satán» se encuentra también al final del relato de las tentaciones en Mt 4,10, (…). Marcos, que en dos ocasiones emplea la expresión «Satán» -no «diablo»-, ha debido descubrir la semejanza de situaciones entre la tentación del desierto y el conjuro de Pedro: Jesús sería inducido a un mesianismo político, a unas ambiciones de poder y dominio terrenos, que contradicen los pensamientos de Dios. Es la tentación más peligrosa que asalta una y otra vez a los hombres (cf. Mc 14,37.42) y que deben superar mediante la obediencia a la llamada de Dios. Tampoco la comunidad de Marcos parece haberse habituado todavía a la idea de un Mesías que padece y muere, alimentando sueños de un reinado terreno. La Iglesia no está llamada a un dominio político; su acción en el mundo es el testimonio del amor y de la voluntad de paz (cf. 9,50), su camino terreno debe ser el seguimiento del Señor crucificado. Jesús le dice de un modo tajante: «No piensas a lo divino, sino a lo humano.» También la apertura actual al mundo, el compromiso de los cristianos con el mundo encuentra aquí un límite: No deben renunciar al camino de Cristo.
b) Seguir a Jesús en el dolor y la muerte (Mc 8,34-9,1).
34 Y llamando junto a sí al pueblo, juntamente con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame. 35 Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la pondrá a salvo.
Esta serie de sentencias está dirigida a toda la comunidad. El «pueblo», que en aquella circunstancia histórica no podía estar allí -Mateo y Lucas lo dejan al margen-, representa a cuantos han de escuchar el mensaje de Jesús, y se menciona especialmente a los discípulos para dirigirse a los creyentes. Difícilmente se alude a los rectores de la comunidad. Lo mismo subraya la expresión «llamando junto a sí» que Marcos emplea para impartir enseñanzas importantes al pueblo o a los discípulos y, mediante ellos, a los que creerán más tarde (cf. 7,14; 10,42; 12,43). De este modo las palabras de Jesús, (…), pasan a ser una exhortación permanente para todos los hombres. Todos deben considerar el camino del Hijo del hombre como algo que les interesa a ellos mismos.
Lo que Jesús dice acerca de sus padecimientos y muerte no sólo debe iluminar lo que hay de oscuro en su propio destino, sino que también debe indicar a sus discípulos el camino del seguimiento de Jesús. Las sentencias segunda y tercera sobre la ganancia y pérdida de la «vida» suenan como una explicación de la existencia humana en general, como proverbios sapienciales que expresan la paradoja -lo contradictorio- de la experiencia humana. Pero, insertas como están entre la sentencia clásica sobre el seguimiento con la cruz y la que se refiere a la confesión de fe en el Hijo del hombre, son también una exhortación al ordenamiento cristiano de la existencia entre los discípulos de Cristo. Dentro de la existencia humana los padecimientos y la muerte son inevitables; pero en el seguimiento de Jesús son también superables, pues que inducen a la hondura y plenitud de una vida a la que el hombre íntimamente aspira.
La sentencia sobre el seguimiento con la cruz, desgastada por su empleo frecuentísimo, son unas palabras extremadamente duras, parecidas a aquel ágrafo que no aparece consignado en los Evangelios entre las sentencias que nos han transmitido del Señor: «Quien está cerca de mi, está cerca del fuego; quien está lejos de mí, está lejos del reino.» Jesús ha hablado de hecho en este lenguaje intimidante para expresar la seriedad y grandeza de lo que exige el ser discípulo (cf. Lc 9,57s; Lc 14,25-35). Su invitación a seguirle va dirigida a los hombres animosos que, plenamente conscientes de lo abrupto del camino y con toda libertad se deciden a seguirlo porque el objetivo final bien lo merece.
Considerando la palabra en su tenor original, se ve que la llamada al seguimiento -«venir en pos de mí»- parece terminar en el oprobio y la muerte. «Cargar con su cruz» sólo puede referirse en su sentido literal a los hombres de aquel tiempo: se trataría de seguir el camino terrible de un hombre condenado a la crucifixión que toma sobre sus hombros el pesado madero transversal sobre el que será clavado al tiempo que se fija sobre su cabeza el motivo de la ejecución. Esta imagen, familiar a los hombres de aquel tiempo, equivale, pues, a «arriesgarse a una vida tan difícil como el último recorrido de un condenado muerte» (A. Fridrichsen).
La exposición más antigua de la metáfora se deja ya adivinar en la frase segunda: «Niéguese a sí mismo.» Falta aún en la redacción original del logion, que aparece en Lc 14,27 (= Mt 10,38); pero revela sin duda la intención de Jesús. En otro pasaje, y dirigiéndose a un hombre que quiere ser su discípulo, Jesús le exige «odiar» a su padre y a su madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y hermanas, e incluso «su propia vida», es decir, ponerlos en un segundo plano cuando lo requiere el seguimiento de Jesús (Lc 14,26). El seguimiento con la cruz significa, pues, la renuncia radical a las ambiciones personales para pertenecer a Jesús y a Dios. Renunciando a la propia libertad por amor de Jesús y del Evangelio, el hombre consigue la verdadera libertad sobre sí mismo. Quien renuncia a disponer de sí mismo y se pone por completo a disposición divina, emprende con Jesús un camino que lleva a la anchura y plenitud de la vida de Dios.
Las palabras acerca de la salvación y pérdida de la vida (v. 35) conservan toda su fuerza mediante el concepto clave de «vida». Es un vocablo que en griego significa «alma», pero que según el Antiguo Testamento expresa todo el hombre con su vitalidad, su voluntad de vivir y sus manifestaciones de vida; modernamente diríamos que al hombre en su existencia. Quien sólo quiere desarrollar su propio yo y salvar su existencia para si, perderá esa vida y marrará irremediablemente su objetivo vital. Pero quien posterga y entrega su vida terrena en el seguimiento de Jesús, salvará su vida y alcanzará su verdadero objetivo vital.
Generalmente se interpreta la sentencia cual si se hablase de la «vida» en un doble sentido: la vida terrena y natural y la vida eterna junto a Dios. Interpretación que no es falsa, pero que merma agudeza a la sentencia paradójica, ya que en ambos casos se emplea la misma expresión. «La palabra psiche no contiene un doble sentido, más bien lo elimina y supera, ya no se trata en absoluto de la existencia terrena del hombre, sino que esa existencia adquiere ahora nuevas dimensiones: tras el presente y el futuro que terminan una vez hay un futuro definitivo».
En Lc 17,33 la sentencia está formulada de tal modo que opone el fracaso de una existencia vivida de una forma puramente terrena a la plenitud existencial de una vida orientada hacia Dios. Pero en Mt. en cuanto sentencia de seguimiento incluye el motivo «por mi causa», y Marcos agrega «por el Evangelio» (cf. 10,29), sin duda que para indicar que esto no sólo vale para el tiempo de la vida de Jesús sobre la tierra, sino siempre, mientras se anuncie el Evangelio.
El discípulo de Jesús se pone por completo al servicio de su Señor y del Evangelio. Lo cual quiere decir que, como Jesús y con Jesús desea cumplir la voluntad de Dios de un modo radical, incluso si se le exige la vida terrena. La idea de martirio, que aquí resuena inevitablemente, puede sin embargo trasladarse a la vida cristiana como tal, cuando en ella la voluntad alcanza el desprendimiento supremo. En el caso extremo de la entrega de la vida, Jesús esclarece lo que significa arriesgarse a un camino que él ha recorrido personalmente por obedecer a Dios. También una vida de servicio a los otros, una vida de amor, como la que Jesús ha reclamado, y de disposición al sufrimiento, que semejante vida supone, constituye una realización del seguimiento de Jesús según las exigencias del Evangelio.
Notas
[1] Las especulaciones de que la escena se situó allí porque en aquel lugar de la antigua Panéade se alzaba un santuario en honor de Pan, sobre la vertiente del monte que está encima de la fuente del Jordán, y porque el lugar se consideraba como una entrada al mundo de los infiernos -cf. «las puertas del reino de la muerte» de Mt 16,18- carecen de fundamento al no haber referencia alguna a ese dato. Para la tradición judía el único indicio al respecto era que el río sagrado del Jordán pertenecía a las «fuentes del abismo» (Gen 8,2).
M. de Tuya, Biblia comentada: La confesión de Pedro en Cesarea.
Evangelio de San Juan, Tomo Vb, BAC, Madrid (1977), pp. 690-692.
Cf. Comentario a Mt 16,13-20.
27 Iba Jesús con sus discípulos a las aldeas de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: ¿Quién dicen los hombres que soy yo? 28 Ellos le respondieron diciendo: Unos, que Juan Bautista; otros, que Elías, y otros, que uno de los profetas. 29 El les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy? Respondiendo Pedro, le dijo: Tú eres el Cristo. 30 Y les encargó que a nadie dijeran esto de El.
Mc, lo mismo que Lc, sólo traen en este lugar el relato que hacen los apóstoles sobre quién dice la gente que sea El y la confesión de Pedro proclamando que Jesús es «el Cristo», el Mesías. Ambos traen también la prohibición que les hace para que no digan que El es el Cristo. Mira siempre a evitar exaltaciones mesiánicas prematuras.
Aunque en diversas escenas anteriores, relatadas por Mc, los «endemoniados» lo proclaman Mesías, en los apóstoles se ve un retraso en su comprensión. Puede ser que haya escenas «anticipadas» o a las que se las haya prestado un contenido posterior, ya que, en los «endemoniados», el objetivo directo es la supremacía de Cristo sobre los demonios, con lo que el mesianismo se presenta en Israel. Acaso se silencian otras escenas de los apóstoles, en los que éstos, ya de antes, reconociesen su mesianismo.
v.27. Mc sitúa esta escena cuando Cristo se dirige «a las aldeas de Cesarea de Filipo», pero «en el camino», Mt es más vago; Lc, en cambio, precisará aún más (Lc 9,18).
v.29 Pedro proclama a Jesús diciendo: «Tú eres el Cristo». Comparando esta fórmula con la de Mt-Lc, se ve que ésta es la fórmula más primitiva.
Primera predicción de su muerte. 9,31-33 (Mt 16,21-23; Lc 9,22) Cf. Comentario a Mt 16,21-23.
31 Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y resucitado después de tres días. Claramente les hablaba de esto. 32 Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle. » Pero El, volviéndose y mirando a sus discípulos, reprendió a Pedro y le dijo: Quítate allá, Satán, porque no sientes según Dios, sino según los hombres.
La contigüidad literaria de este pasaje con el anterior, en el que prohíbe divulguen que es el Mesías, no exige una inmediación histórica. El «desde entonces» (Mc-Mt) es una fórmula literaria de transición.
La narración de Mt-Mc es casi equivalente en extensión y desarrollo; Lc sólo hace una citación esquemática.
Después de la proclamación mesiánica que le hacen los discípulos por boca de Pedro, se comprende muy bien el que Cristo utilice este período para enseñarles lo que era el verdadero mesianismo del Padre, frente al erróneo concepto mesiánico triunfador, político y nacionalista, judío.
v.31 Mc es el único que resalta el que Cristo les hablaba sobre la predicción de su pasión y muerte, «claramente».
La fórmula que Mc pone para el anuncio de la resurrección al tercer día es: resucitará «después (metá) de tres días», mientras que Mt-Lc ponen que resucitará «en el tercer día». La fórmula de Mc parece más primitiva. Mc la mantiene en los otros pasajes (9,31; 10,34). Luego desaparece en el N.T. para darse una formulación más precisa «en el tercer día». Tiene, pues, sabor de una fórmula ante eventum. Ni habría inconveniente que en la redacción literaria de las tres predicciones se hubiesen tenido en cuenta matices post eventum por razón de justificar la valoración judía de estos tres días.
Condiciones para seguir a Cristo. 8,34-38 (Mt 16,24-28; Lc 9,25-27) Cf. Comentario a Mt 16,24-28.
34 Llamando a la muchedumbre y a los discípulos, les dijo: El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda la vida por mí y el Evangelio, ése la salvará. 36 ¿Y qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo y perder su alma? Pues ¿qué dará el hombre a cambio de su alma? 38 Porque, si alguien se avergonzare de mí y de mis palabras ante esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles.
Los tres sinópticos sitúan en este mismo lugar estas advertencias sobre las condiciones para seguir a Cristo. Las advertencias van dirigidas a los que quieran ingresar en su reino. Es verdad que, si la invitación se hace a las turbas (Mc-Lc), también se hace a los «discípulos» (Mc-Mt), lo que parecería dársele un valor no sólo de ingreso, sino de actividad ya en el reino. Será lo que haga Lc, destacando más este aspecto «ético», al decir que es necesario negarse a sí mismo «cada día» (Lc 9,23), sin duda incluido en la invitación de Mc-Mt al ingreso en el reino. Después del anuncio de su pasión, es lógico insertase aquí la suerte y predicción de sus seguidores.
La narración de los tres sinópticos es equivalente en extensión y contenido.
Las escenas de crucifixiones no eran raras. La imagen se evocaba del medio ambiente. Pero no sería improbable que aquí el «tomar su cruz» y «sígame» esté matizado con el ejemplo de Cristo en la Vía Dolorosa.
v.35. El motivo por el que ha de perderse la vida, si fuere preciso, es «por mi causa» (Mt-Lc); a lo que Mc añade también por causa «del Evangelio», interpretación, sin duda, suya o de la catequesis.
Mc, lo mismo que Mt-Lc, destacan la importancia de la persona de Cristo. Por El ha de perderse, si es preciso, la vida, Esto da a Cristo, máxime en todo el contexto, un valor de trascendencia: todo ha de posponerse a El.
v. 36. «Perder el alma». «Alma» es el conocido semitismo por «vida».
v. 37. » ¿Qué dará el hombre a cambio de su vida?» es un proverbio. Pero en el caso presente de Mc se refiere a la vida eterna.
v. 38. Mc, lo mismo que Lc, destacan que el que se «avergüence» aquí de Cristo, El también se «avergonzará» en su día. Es lo que supone Mt al evocar la «retribución» que Cristo dará a cada uno.
Mc destaca el avergonzarse «ante esta generación adúltera y pecadora», Es la generación que recibiría al Mesías. Es frase que expresa la generación mesiánica.
Mc-Lc sólo presentan a Cristo viniendo en «gloria», cuya descripción lo presenta en su gloria divina. Mt añade a este triunfo divino los poderes divinos del juicio sobre la Humanidad (Mt 16,27).
Los elementos literarios y judiciales con que se presenta al Hijo del hombre en su «gloria» y como «juez» están tomados del libro de Daniel (Dan 7,13-27). Pero el contenido está muy enriquecido con relación a la fuente literaria daniélica. Los ángeles aparecen, más que como un cuadro de fondo, como los servidores de Cristo. Así aparece, por un motivo más, situado en una esfera trascendente.