Domingo XXIII Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 30 agosto, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas (Domingo XXIII del Tiempo Ordinario – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Is 35, 4-7a : Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará.
-Salmo: 145, 7-10 : R. Alaba, alma mía, al Señor.
-2ª Lectura: Sant 2, 1-5 : ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres para hacerlos herederos del reino?.
+Evangelio: Mc 7, 31-37 : Hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Lorenzo de Brindisi
Homilía: Todo lo ha hecho bien.
Homilía 1 en el domingo XI de Pentecostés, 1.9.11.12: Opera omnia, t. 8, 124.134.136-138
(Liturgia de las Horas).
Lo mismo que la ley divina dice, narrando la obra de la creación del mundo: Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno, así el evangelio, al narrar la obra de la redención y de la re-creación, dice: Todo lo ha hecho bien, ya que los árboles sanos dan frutos buenos y un árbol sano no puede dar frutos malos. Así como el fuego de suyo no puede dar más que calor y es absolutamente imposible que dé frío; y lo mismo que el sol no puede por menos de producir luz y es impensable que produzca tinieblas, así también Dios no puede sino hacer el bien, puesto que es la misma e infinita bondad, la luz sustancial, sol de luz infinita, fuego de infinito calor: Todo lo ha hecho bien.
Unamos hoy con sencillez nuestras voces a las de la santa multitud y digamos: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos. En realidad, la muchedumbre dijo esto por inspiración del Espíritu Santo, como la burra de Balaán; es el Espíritu Santo el que habla por boca de la turba: Todo lo ha hecho bien, es decir: éste es el verdadero Dios, que todo lo hace bien, pues hace oír a los sordos y hablar a los mudos, cosa que sólo el poder divino es capaz de realizar. De un caso particular se pasa a la totalidad: éste ha obrado un milagro que sólo Dios puede realizar, luego éste es Dios, que todo lo hizo bien: Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos, esto es, está investido de una fuerza y un poder divinos.
Todo lo ha hecho bien. La ley dice que Dios todo lo hizo bueno; el evangelio, en cambio, dice que todo lo ha hecho bien: hacer las cosas buenas y hacer las cosas bien no son conceptos inmediatamente convertibles. Muchos hacen cosas buenas, pero no las hacen bien: tales las obras de los hipócritas, ciertamente buenas, pero realizadas con mal ánimo y con perversa y torcida intención; Dios, al contrario, todas sus obras las ha hecho buenas y bien: El Señor es justo en todos sus caminos, es bondadoso en todas sus acciones. Todo lo hiciste con sabiduría, esto es, sapientísima y óptimamente; por eso dicen: Todo lo ha hecho bien.
Y si Dios hizo todas sus obras buenas y bien por nosotros, sabiendo que nuestra alma se deleita en las cosas buenas, ¿por qué —pregunto— no nos afanamos por hacer todas nuestras obras buenas y bien, sabiendo que Dios se deleita en tales obras?
Y si me decís: ¿Qué es lo que debemos hacer para merecer gozar eternamente de los beneficios divinos?, os lo resumiré en una sola frase: lo que hace la esposa y una buena mujer para con su marido —pues no en vano la Iglesia es llamada esposa de Cristo y de Dios—, y entonces Dios se conducirá con nosotros como un buen esposo con la esposa a la que tiernamente ama. Es lo que dice el Señor por boca de Oseas: Me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad, y te penetrarás del Señor. De esta forma, hermanos, seremos felices ya en esta vida, este mundo se nos convertirá en un paraíso, seremos alimentados, como los hebreos, con el maná celeste en el desierto de esta vida, si a ejemplo de Cristo y según nuestras fuerzas, todas nuestras obras las hiciéremos bien, de suerte que de cada uno de nosotros pueda decirse: Todo lo ha hecho bien. Nos llena de confusión, hermanos, la comprobación de que siendo nosotros buenos por naturaleza, como creados a imagen de Dios, seamos, sin embargo, malos por nuestras acciones; por naturaleza, semejantes a Dios; por nuestras malas obras, semejantes al diablo.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (2000)
Jubileo de los Profesores Universitarios.
Domingo 10 de septiembre de 2000.
1. «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos» (Mc 7, 37).
[…] Estamos invitados, ante todo, a compartir el asombro y la alabanza de cuantos asistieron al milagro narrado en el texto evangélico que acabamos de escuchar. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia la llegada, en la persona de Jesús, del reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas anunciadas por el profeta Isaías: «Los oídos del sordo se abrirán, (…) la lengua del mudo cantará» (Is 35, 5-6). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 17-21).
Este año de gracia atraviesa los tiempos, marca ya toda la historia; es principio de resurrección y de vida, que implica no sólo a la humanidad, sino también a la creación (cf. Rm 8, 19-22)…
2. «¡Effetá!, ¡ábrete!» (Mc 7, 34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo, resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos a la escucha y al testimonio.
El sordomudo, del que habla el Evangelio, ¿no evoca acaso la situación de quien no logra establecer una comunicación que dé sentido verdadero a la existencia? En cierto modo, nos hace pensar en el hombre que se encierra en una supuesta autonomía, en la que termina por encontrarse aislado con respecto a Dios y, a menudo, también con respecto a su prójimo. Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación.
Sí, Cristo abre al hombre al conocimiento de Dios y de sí mismo. Lo abre a la verdad, porque él es la verdad (cf. Jn 14, 6), tocándolo interiormente y curando así «desde dentro» todas sus facultades.
Amadísimos hermanos y hermanas… esta palabra constituye para vosotros una exhortación a abrir vuestro espíritu a la verdad que libera. Visto desde esta perspectiva, vuestro compromiso diario se convierte en seguimiento de Cristo por el camino del servicio a los hermanos en la verdad del amor.
Cristo es aquel que «todo lo ha hecho bien» (Mc 7, 37). Es el modelo que debéis contemplar constantemente para que vuestra actividad académica preste un servicio eficaz a la aspiración humana a un conocimiento cada vez más pleno de la verdad.
3. «Decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis. Mirad a vuestro Dios (…) que os salvará»» (Is 35, 4).
Amadísimos profesores y estudiantes, en estas palabras de Isaías también se inscribe muy bien vuestra misión. Todos los días os comprometéis a anunciar, defender y difundir la verdad. A menudo se trata de verdades relacionadas con las más diversas realidades del cosmos y de la historia. No siempre, como en los ámbitos de la teología y de la filosofía, el discurso aborda directamente el problema del sentido último de la vida y la relación con Dios. Sin embargo, este sigue siendo el horizonte más vasto de todo pensamiento. También en las investigaciones sobre aspectos de la vida que parecen completamente alejados de la fe, se esconde un deseo de verdad y de sentido que va más allá de lo particular y de lo contingente.
Cuando el hombre no es espiritualmente «sordo y mudo», todo itinerario del pensamiento, de la ciencia y de la experiencia le hace ver también un reflejo del Creador y suscita un deseo de él, con frecuencia escondido y quizá incluso reprimido, pero indeleble. Esto lo había comprendido muy bien san Agustín, que exclamaba: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» (Confesiones I, 1, 1).
Vuestra vocación de estudiosos y profesores que habéis abierto el corazón a Cristo consiste en vivir y testimoniar eficazmente esta relación entre cada uno de los saberes y el «saber» supremo que se refiere a Dios y que, en cierto sentido, coincide con él, con su Verbo encarnado y con el Espíritu de verdad que él nos ha dado. Así, con vuestra contribución, la universidad se convierte en el lugar del effetá, donde Cristo, sirviéndose de vosotros, sigue realizando el milagro de abrir los oídos y los labios, suscitando una nueva escucha y una auténtica comunicación.
La libertad de investigación no debe temer este encuentro con Cristo. No perjudica el diálogo y el respeto a las personas, ya que la verdad cristiana, por su misma naturaleza, se propone y jamás se impone, y su punto fundamental es el profundo respeto del «sagrario de la conciencia» (Redemptoris missio, 39; cf. Redemptor hominis, 12; Dignitatis humanae, 3).
4. Nuestro tiempo es una época de grandes transformaciones, que afectan también al mundo universitario. El carácter humanístico de la cultura se manifiesta a veces de manera marginal, mientras que se acentúa la tendencia a reducir el horizonte del conocimiento a lo que es mensurable y a descuidar toda cuestión relativa al significado último de la realidad. Podríamos preguntarnos qué hombre prepara hoy la universidad.
Frente a los desafíos de un nuevo humanismo que sea auténtico e integral, la universidad necesita personas atentas a la palabra del único Maestro; necesita profesionales cualificados y testigos creíbles de Cristo. Ciertamente, es una misión difícil, que exige empeño constante, se alimenta de la oración y del estudio, y se expresa en la normalidad de la vida diaria.
Esta misión se apoya en la pastoral universitaria, que es al mismo tiempo atención espiritual a las personas y acción eficaz de animación cultural, en la que la luz del Evangelio orienta y humaniza los itinerarios de la investigación, del estudio y de la didáctica.
El centro de esa acción pastoral son las capillas universitarias, donde, profesores, alumnos y personal encuentran apoyo y ayuda para su vida cristiana. Situadas como lugares significativos en el marco de la universidad, sostienen el compromiso de cada uno en las formas y en los modos que el ambiente universitario sugiere: son lugares del espíritu, palestras de virtudes cristianas, casas acogedoras y abiertas, y centros vivos y propulsores de animación cristiana de la cultura, mediante el diálogo respetuoso y sincero, la propuesta clara y motivada (cf. 1 P 3, 15) y el testimonio que interroga y convence.
5. Queridos hermanos, es para mí una gran alegría celebrar hoy con vosotros el jubileo de las universidades. Vuestra multitudinaria y cualificada presencia constituye un signo elocuente de la fecundidad cultural de la fe.
Al fijar su mirada en el misterio del Verbo encarnado (cf. Incarnationis mysterium, 1), el hombre se encuentra a sí mismo (cf. Gaudium et spes, 22). Experimenta, además, una íntima alegría, que se expresa con el mismo estilo interior del estudio y de la enseñanza. La ciencia supera así los límites que la reducen a mero proceso funcional y pragmático, para encontrar de nuevo su dignidad de investigación al servicio del hombre en su verdad total, iluminada y orientada por el Evangelio.
Amadísimos profesores y alumnos, esta es vuestra vocación: hacer de la universidad el ambiente en el que se cultiva el saber, el lugar donde la persona encuentra perspectivas, sabiduría y estímulos para el servicio cualificado de la sociedad.
Encomiendo vuestro camino a María, Sedes sapientiae, cuya imagen os entrego hoy, para que la acojáis, como maestra y peregrina, en las ciudades universitarias del mundo. Ella, que sostuvo con su oración a los Apóstoles en los albores de la evangelización, os ayude también a vosotros a animar con espíritu cristiano el mundo universitario.
Benedicto XVI, papa
Homilía (2006)
Viaje Apostólico a Munich, Altötting y Ratisbona (9-14 Septiembre 2006)
Explanada de la Nueva Feria de Munich
Domingo 10 de septiembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Ante todo quisiera saludaros una vez más a todos con afecto: como ya he dicho, me alegra poder encontrarme de nuevo entre vosotros y celebrar juntamente con vosotros la santa misa. Me alegra poder visitar una vez más los lugares que me son familiares y que han ejercido un influjo decisivo en mi vida, formando mi pensamiento y mis sentimientos, los lugares en los que aprendí a creer y a vivir. Es una ocasión para expresar mi gratitud a todas las personas —vivas y muertas— que me han guiado y acompañado. Doy gracias a Dios por esta hermosa patria y por las personas que me la han hecho patria.
Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema, acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro de la realidad y centro de nuestra vida personal. «Mirad a vuestro Dios», dice el profeta Isaías en la primera lectura (Is 35, 4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.
Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida.
Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social: nuestra responsabilidad recíproca, nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por el derecho de los pobres.
Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios. Santiago lo llama «ley regia» (St 2, 8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús: la realeza de Dios, la soberanía de Dios.
Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos cuando oramos: «Venga a nosotros tu reino». No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo.
Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección? A la «ley regia», la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también «ley de la libertad»: si todos pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —»Mirad a vuestro Dios»— habla al mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos.
Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad.
Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros: Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.
No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.
El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo: «Effetá«, «Ábrete». El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano: eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.
En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo: «Effetá«, «Ábrete», para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino.
Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cf. Jn 1, 18): mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.
El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo?
[…]
Como es obvio, algunos piensan que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras que las cosas que conciernen a Dios, o incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de esos obispos es precisamente que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones, para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir por ejemplo el sida afrontando de verdad sus causas profundas y curando a los enfermos con la debida atención y con amor.
La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al establecimiento del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo.
De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el camino recto.
Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana, sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación.
Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros y en nosotros.
Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón que pronuncie de nuevo su «Effetá«, que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos enseñó en el padrenuestro.
El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo: «Llegará la venganza de Dios» (Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste: en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz: en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su «venganza» es la cruz: el «no» a la violencia, el «amor hasta el extremo».
Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Otra sordera y otra mudez
He aquí un milagro que necesitamos que se repita abundantemente en nuestras comunidades cristianas y en cada uno de nosotros. En el ritual del bautismo se repite este gesto de Jesús para significar que al recién bautizado se le abre el oído para entender la Palabra de Dios y se le suelta la lengua para poder proclamarla.
Los ya bautizados necesitamos que Cristo quebrante nuestra «sordera» para que su palabra cale de verdad en nosotros y nos transforme, y para que no seleccionemos unas palabras y dejemos otras según nuestro gusto o convivencia. Cada vez que escuchamos el evangelio deberíamos darnos cuenta de que somos «sordos», y pedir a Cristo que nos espabile el oído, para ponernos ante Él en actitud incondicional.
Si es intolerable que seamos sordos al evangelio –o por lo menos a muchas de sus palabras– igualmente lo es que seamos «mudos» para proclamarlo. Ya está bien de una Iglesia de «mudos», es decir, de bautizados que no sienten el deseo y el entusiasmo de anunciar gozosamente a su alrededor la Buena Noticia del amor de Dios a los hombres con obras y palabras. Los no creyentes tienen derecho a escuchar de nosotros la Palabra de salvación y a recibir el testimonio que la confirme.
Este doble milagro Cristo quiere, ciertamente, realizarlo en nosotros. Si curó al sordomudo es para hacernos creer que quiere curar otra «sordera» y otra «mudez» más profunda. La única condición es que nos reconozcamos «sordos» y «mudos», necesitados de curación, y que lo pidamos con fe. En el relato de hoy, Jesús hace el milagro porque se lo piden. Si pedimos de verdad, también nosotros veremos cosas grandes.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo VI
La muchedumbre se admira de los milagros de Jesús. Ya Isaías profetizó las maravillas que haría el Mesías (lecturas primera y tercera). Santiago exalta las atenciones hechas a los pobres (segunda lectura). Frente a las miserias y los derrotismos humanos, el Corazón de Jesucristo es siempre la garantía de nuestra vida y la prueba permanente de que el Padre nos ama.
–Isaías 35,4-7: Los oídos del sordo se abrirán, la lengua del mudo cantará. En los días mesiánicos la cercanía bienhechora de Dios se manifestará en la rehabilitación de los indigentes: abriendo los oídos a los sordos y devolviendo la palabra a los mudos. Esto se realiza espiritualmente en el rito del Bautismo. San Jerónimo enseña:
«La causa de la seguridad y de la constancia es que Cristo vendrá, al que el Padre entregó todo juicio (Jn 5,22), y dará a cada uno según sus obras… Entonces se abrirán los ojos de los ciegos y los sordos oirán. Entonces el cojo saltará como un ciervo y quedará suelta la lengua de los mudos. Lo cual, aunque se cumplió en la grandeza de los signos cuando el Señor hablaba a los discípulos de Juan, que le fueron enviados (Lc 7,22), también se cumple entre las gentes cuando los que antes eran ciegos y con su lengua lanzaban piedras, miran la Luz de la Verdad. Y los que, con sus oídos sordos, no podían oír las palabras de la Escritura, se alegran ahora ante los mandatos de Dios. Cuando, los que antes eran cojos y no andaban por camino recto, saltan como los ciervos, imitando a sus doctores, y se suelta la lengua de los mudos, cuya boca había cerrado Satanás, para que no pudieran confesar al solo Señor.
«Por tanto, se abrirán los ojos, oirán los oídos, saltarán los cojos y se soltará la lengua de los mudos, porque han brotado con fuerza las aguas del bautismo y los torrentes y ríos en la soledad, es decir, las abundantes gracias espirituales» (Comentario sobre el profeta Isaías 35,3-6).
–Con el Salmo 145 alabamos al Señor que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda… Con gran gozo espiritual gritamos: «El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión (Iglesia, alma cristiana), de edad en edad».
–Santiago 2,1-5: ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos herederos del Reino? La verdadera humildad religiosa, basada en la conciencia de la propia indigencia, constituye para el auténtico creyente el mejor aval de su esperanzado optimismo ante el Padre y de su amor real a todos los hermanos.
Se puede afirmar que el tema de la pobreza bíblica atraviesa todo el Nuevo Testamento. Es como el fondo de la predicación evangélica. Recordemos la escena en la sinagoga de Nazaret, cuando el Señor leyó el pasaje de Isaías: «… me ha enviado para evangelizar a los pobres…» (Lc 4,18). San Agustín escribe a San Jerónimo:
«Pienso que en cuanto a la acepción de personas, no se ha de considerar pecado leve pensar que se tiene la fe de nuestro Señor Jesucristo y aplicar a los honores eclesiásticos aquella diferencia entre sentarse y quedarse de pie. ¿Quién puede comprender que se elija a un rico para una sede de honor en la iglesia en detrimento de un pobre más instruido y más santo? Pues, si se trata de las asambleas corrientes, ¿quién no peca –si es que se peca– juzgando dentro de sí mismo que uno es tanto mejor cuanto es considerado más rico? Eso parece indicar el pasaje de Santiago 2,4» (Carta 132,18).
–Marcos 7,31-37: Hace oír a los sordos y hablar a los mudos. La apertura humilde a la voz del Padre y el derecho a la oración o al diálogo filial con Él son, en nosotros, dones divinos, recibidos de Dios a través de su Hijo Redentor y Mediador. San Gregorio Magno dice:
«Oímos las palabras de Dios si las cumplimos; y entonces las hablamos rectamente a los prójimos, cuando primero las hubiéremos cumplido nosotros. Cosa que confirma bien el Evangelista San Marcos cuando narra el milagro obrado por Cristo, diciendo: “presentáronle un hombre sordomudo, suplicándole que pusiera sobre él su mano” e indica el orden de esta curación cuando añade: “le metió los dedos en las orejas y con la saliva le tocó la lengua” (Mc 7,32-33). ¿Qué se significa por los dedos del Redentor, sino los dones del Espíritu Santo?… Pero, ¿qué significa el tocar con saliva la lengua de él? La lengua de nuestro Redentor es para nosotros la sabiduría de la palabra de Dios que hemos recibido. En efecto, la saliva fluye de la cabeza a la boca; y así, aquella sabiduría que es Él mismo, al tocar nuestra lengua, en seguida la dispone para predicar» (Homilías sobre Ezequiel 1,10).
Juan Taulero, dominico
Sermón: ¿Por qué es sordo el hombre?
Sermón 49.
«Todo lo que hace es admirable: hace oír a los sordos y hablar a los mudos»
Es preciso que examinemos de cerca qué es lo que hace que el hombre sea sordo. Por haber escuchado las insinuaciones del Enemigo y sus palabras, la primera pareja de nuestros antepasados han sido los primeros sordos. Y nosotros también, detrás de ellos, de tal manera que somos incapaces de escuchar y comprender las amables inspiraciones del Verbo eterno. Sin embargo, sabemos bien que el Verbo eterno reside en el fondo de nuestro ser, tan inefablemente cerca de nosotros y en nosotros que nuestro mismo ser, nuestra misma naturaleza, nuestros pensamientos, todo lo que podemos nombrar, decir o comprender, está tan cerca de nosotros y nos es tan íntimamente presente como lo es y está el Verbo eterno. Y el Verbo habla sin cesar al hombre. Pero el hombre no puede escuchar ni entender todo lo que se le dice, a causa de la sordera de la que está afectado… Del mismo modo ha sido de tal manera golpeado en todas sus demás facultades que es también mudo, y no se conoce a sí mismo. Si quisiera hablar de su interior, no lo podría hacer por no saber dónde está y no conociendo su propia manera de ser…
¿En qué consiste, pues, este cuchicheo dañino del Enemigo? Es todo este desorden que él te hace ver y te seduce y te persuade que aceptes, sirviéndose, para ello, del amor, o de la búsqueda de las cosas creadas de este mundo y de todo lo que va ligado a él: bienes, honores, incluso amigos y parientes, es decir, tu propia naturaleza, y todo lo que te trae el gusto de los bienes de este mundo caído. En todo esto consiste su cuchicheo…
Pero viene Nuestro Señor: mete su dedo sagrado en la oreja el hombre, y la saliva en su lengua, y el hombre encuentra de nuevo la palabra.
Comentarios exegéticos
José Ma. Solé Roma
Comentario a las tres Lecturas
Ministros de la Palabra, Ciclo «B», Herder, Barcelona (1979).
Primera lectura. Isaías 35, 4-7
Nos pinta Isaías un magnífico cuadro de la Salvación Mesiánica:
Los trazos principales son:
a) Un clima universal de gozo, paz, confianza, optimismo: Decid a los corazones apocados: ¡Animo! ¡No temáis! ¡Dios os trae la Salvación!
b) Esta salvación va significada por innúmeros milagros: curación de toda suerte de enfermedades corporales. Significan la espléndida curación de las dolencias espirituales.
c) Esta Salvación la realiza Dios en persona. Esta vez no envía un Moisés o un Josué: «He aquí a vuestro Dios. El mismo os trae la Salvación.»
La salvación es radical y total. El «pecado», causa de todas nuestras desdichas, queda vencido (v 8). Todos «Redimidos» de su esclavitud, recobramos el gozo y la libertad verdaderos.
En Jesús se va a cumplir profecía tan espléndida. Jesús es el «Emmanuel = Dios con nosotros». Jesús es Dios Salvador. En los Evangelios Jesús presenta el cumplimiento de esta profecía en su persona y en su ministerio (Mt 11, 2 6). Y con ello garantiza su dignidad de Hijo de Dios y su función de Mesías Salvador.
Segunda Lectura: Santiago 2, 1-5
Santiago nos da unas normas de sociología cristiana. Un pequeño código de revolución pacífica, que la fe y la caridad cristiana deben realizar en la sociedad:
Atiendan al Señor de la Gloria, a Jesucristo Gloria del Padre, y no a la gloria de los ricos y poderosos. Es decir, los cristianos tenemos otra jerarquía de valores diferentes de la que tienen los gentiles. La gloria y la riqueza de verdad es la que nos viene de Cristo. Se valora por grados de gracia y de vida divina y no por grados de poder, prestigio o dinero.
La descripción tan gráfica que nos hace Santiago del favoritismo nos da sonrojo. A los dos mil años de Evangelio serpentea este favoritismo que sólo sirve para perpetuar el orgullo, el egoísmo, la avaricia y las injusticias, aun en los ambientes que se tienen por muy cristianos. El cristiano, en cada uno de sus hermanos, sean pobres, sean ricos, ve y respeta la dignidad de personas humanas y de hijos de Dios. No podemos estar todos nivelados ni en talento, ni en cualidades, ni en bienes materiales, ni en jerarquías sociales; pero todos, en cuanto hijos de un mismo Padre y hermanos en Cristo, son dignos de respeto y amor; y de ayuda si la necesitan.
En todo caso, cabe, sí, hablar de favoritismo: El que tiene Dios. Para Dios son predilectos los pobres: «Atended, mis hermanos carísimos: ¿Por ventura no escogió Dios a los pobres en bienes terrenos para enriquecerlos en la fe y hacerlos herederos del reino prometido a los que le aman?». Los «pobres» en sentido evangélico son los humildes, sencillos, desaficionados, generosos: los que se apoyan no en sí mismos o en seguridades humanas, sino sólo en Dios. Es evidente que esta disposición es más fácil para los que carecen de recursos. De ahí que el Evangelio los llame «predilectos» (Mt 5, 3). El Papa nos lo acaba de recordar: «Sois vosotros (pobres) un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. Sois un sacramento; es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo. Toda la tradición de la Iglesia reconoce en los pobres el sacramento de Cristo. Por lo demás, Jesús mismo proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, es El, como si El mismo fuese este infeliz. Amadísimos hijos, vosotros sois Cristo para Nos» (24 VIII 1968). Esta poderosa sociología, este humanismo cristiano no es odio de los ricos ni es lucha de clases, sino escuela de la fe, de caridad, de jerarquía de valores. Educada así la conciencia cristiana, el desasimiento es un tesoro. Y el rico sólo puede vivir en paz si reconoce que el dinero y el poderío son bienes caducos y efímeros si se usan egoísticamente. Sólo reciben premio de eternidad si con ellos se practican las obras de justicia y caridad. Y con ello todos, sin menospreciar a los más ricos ni envidiarles, podemos practicar un recto favoritismo con los pobres, enfermos e infortunados: Pane mensae caelestis refecti, te, Domine, deprecamur, ut hoc nutrimentum caritatis corda nostra confirmet, quatenus ad tibi ministrandum in fratribus excitemur (Postcom.).
Evangelio: Marcos 7,31-37
Jesús Mesías sigue curando dolencias corporales como «signo» de su misión Salvífica.
Marcos nos conserva el recuerdo de dos curaciones realizadas por Cristo no instantáneamente, sino lenta y progresivamente. Esta y la de 8, 22 26. Es evidente que ello no indica menos poder en Jesús. Los milagros de Jesús son siempre a la vez que hechos históricos, «signos» o lecciones. Quiere enseñar a sus discípulos que la acción apostólica cuya misión es curar ciegos, sordos, mudos, espirituales, será difícil, lenta, progresiva. No se impacienten.
Tiene igualmente sentido pedagógico la oración que hace Jesús antes de la curación del sordo. El ministerio apostólico debe ir precedido y acompañado de oración para ser eficaz.
El silencio que impone es para evitar entusiasmos mesiánicos de sentido terreno o político. Es otra lección de sencillez, humildad y desinterés en el ejercicio del apostolado. El cristiano y el apóstol que así imitan a Jesús se hacen también merecedores de aquel elogio que las turbas tributan al divino Misionero: ¡Bellamente lo ha hecho todo! ¡Hace hablar a los mudos y oír a los sordos! … La bondad y munificencia de Cristo las gozamos ahora en el Sacramento: «Otorga, Señor, a tus fieles a los que nutres en la mesa de la Palabra y del Sacramento, que queden repletos de tan magníficas dádivas de tu Hijo» (Postcom.)
R. Schnackenburg: El Evangelio según san Marcos: Curación de un sordomudo.
El Nuevo Testamento y su Mensaje, Herder, Barcelona (1980).
31 Salió de los territorios de Tiro, y, a través de Sidón, nuevamente se dirigió hacia el mar de Galilea, en pleno territorio de la Decápolis. 32 Le traen un sordomudo y le ruegan que le imponga la mano. 33 Y llevándoselo aparte, fuera de la gente, le metió los dedos en los oídos y con saliva le tocó la lengua: 34 levantando entonces los ojos al cielo, suspiró, y le dice: «¡Effathá!», que significa: «¡Ábrete!» 35 Se le abrieron los oídos e inmediatamente se le soltó la lengua y comenzó a hablar correctamente. 36 Les mandó con insistencia que no lo dijeran a nadie. Pero cuanto más se lo mandaba él, tanto más lo proclamaban ellos. 37 Y, sobremanera atónitos, decían: «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.»
(…) Las gentes que llevan el sordomudo a Jesús y le suplican que le imponga las manos (cf. 6,5) eran ciertamente judíos (…). Cuando al término del episodio exclaman «Todo lo ha hecho perfectamente: hace oír a los sordos y hablar a los mudos», están citando una frase tomada de un vaticinio del profeta Isaías para el tiempo de la salvación (Isa_35:5). Para la comunidad cristiana este vaticinio se cumple en el ministerio de Jesús: Dios envía a su pueblo la salvación prometida. Pero Marcos se apodera del episodio y lo expone pensando sobre todo en sus lectores cristianos procedentes del paganismo.
Mediante una indicación de viaje lo relaciona con la narración precedente; quiere dar la impresión de que esta curación sorprendente ha tenido lugar en una región donde al menos cabe pensar que los asistentes al acto no eran judíos. Los pormenores del viaje de Jesús resultan bastante imprecisos. Según la lectura más probable, Jesús se dirige primero desde Tiro más hacia el norte, hacia Sidón; dobla después y regresa al lago de Genesareth «en pleno territorio de la Decápolis»; es decir, a la orilla oriental del lago. Evita, pues, Galilea y se encuentra, según Marcos, en una región donde también tuvo lugar el exorcismo y curación del endemoniado de Gerasa (Is 5,1-20). (…) lo que pretende es llamar la atención de los lectores sobre la importancia del episodio para ellos mismos: la acción salvífica de Jesús mira al mundo pagano. También para ellos Dios «todo lo ha hecho perfectamente» por obra de Jesús. (…) Subraya ante todo la orden de silencio de Jesús (v. 36), aunque aquella gente no le obedece, y «proclaman» cada vez más lo que habían visto como lo «proclamó» por la Decápolis el poseso de Gerasa ante su curación (Is 5,20).
(…). La gente presenta a Jesús un sordo que, por la misma dureza de oído, sólo puede hablar con mucha dificultad, y tal vez sólo balbucía o tartamudeaba: toda una imagen de la impotencia humana. En su mentalidad especial suplican a Jesús que quiera imponerle las manos y poder así aliviarle o curarle del todo. Jesús toma la miseria humana muy a pecho: introduce sus dedos en los oídos del sordo y le toca la lengua con su saliva. Se acomoda así al pensamiento del pueblo y no deja duda alguna de que quiere sanarle de su mal. Sin embargo, todo eso no es más que la preparación; la curación propiamente dicha se realiza por su palabra soberana. Jesús la pronuncia por propia iniciativa, pero después de haber elevado los ojos al cielo y en comunión con su Padre celestial. Él mismo está íntimamente conmovido, como lo revela su suspiro.
La palabra aramea que se nos ha conservado, y que el evangelista traduce para los lectores, no se dirige a los órganos enfermos sino al mismo paciente: «¡Ábrete!» En la concepción judía, todo el hombre está enfermo y cuando se cura, la salud opera también sobre los órganos dañados. El resultado llega inmediatamente: los oídos se abren y el impedimento de la lengua -imagen de la dificultad que tenía para hablar- se suelta. (…) Por extraño que pueda resultarnos el relato -por ejemplo, la fuerza curativa de la saliva-, el cuadro constituye una imagen adecuada de lo que ocurrió con la curación que Jesús llevó a cabo: todo el hombre ha quedado sano. Las dolencias que deforman la creación de Dios quedan eliminadas y vuelve a brillar el esplendor original de la creación. Es un signo de la creación nueva que Dios realizará algún día. En la mañana de la creación Dios todo lo hizo bien (Gén 1), en el día de la consumación «todo lo hará nuevo» (Ap 21,5).
Según el relato evangélico, la curación se verificó aparte, fuera de la gente. El evangelista, que tanto interés pone en la reserva y secreto de la actividad taumatúrgica de Jesús, difícilmente ha encontrado ya este rasgo que subraya al máximo. En la paralela curación del ciego (Mc 8,22-27), Jesús saca al enfermo de la aldea (8,23). En su imagen del Jesús terrenal entra el que en las grandes curaciones busque el silencio y el alejamiento de los hombres; esto le distingue de los taumaturgos helenistas sobre los que circulan muchas historias. Éstos buscaban el sensacionalismo y el aplauso de los hombres; Jesús se retiraba del pueblo. Lo que sus manos y su palabra realizaban era para el propio Jesús un acontecimiento milagroso de la proximidad divina y él conservaba el misterio de su actividad divina. Esto no excluye que tales hechos deban testificar también el inminente tiempo de salvación; deben hacer reflexionar a los hombres y conducirlos a la fe. Por ello rehúye Jesús a la multitud curiosa y ávida de novedades, aunque sin retirarse de su actividad pública. El evangelista no hace sino resaltar cada vez más esta actitud de Jesús, a lo cual le mueve el interés por la persona de Jesús. Las obras salvíficas de Dios que Jesús realizaba, eran también obras de éste y testificaban en su favor como Mesías e Hijo de Dios. Personalmente Jesús quería permanecer oculto, pero sus obras no le permitían ocultarse. Marcos quiere suscitar en la comunidad creyente una conciencia más viva de quién era ese Jesús: el verdadero y único emisario por quien llega a los hombres la salvación de Dios y en el que se realizan las grandes promesas. No obstante, ese Jesús sólo puede y debe ser comprendido en la fe, por lo que permanece en una cierta penumbra.
A los hombres les invade el pasmo, salen por completo fuera de sí; pero no llegan realmente a la fe. Esto entra, sin embargo, en los planes salvíficos de Dios, porque Jesús tiene que seguir el camino que lleva a la Cruz (Mc 8,31) para dar su vida en rescate de muchos (Mc 10,45). Es difícil que el evangelista haya querido interpretar el episodio de una manera simbólica. En modo alguno da a entender que el sordomudo deba ser un tipo para los hombres, que primero se muestran sordos al mensaje de salvación y a quienes sólo Jesús abre los oídos para escuchar y comprender. El impedimento de la lengua, de que el enfermo se ve liberado, sólo con grandes dificultades puede acomodarse a semejante interpretación simbólica
M. de Tuya, Biblia comentada: Volviendo a Galilea, cura un sordomudo.
Evangelio de San Juan, Tomo Vb, BAC, Madrid (1977), pp. p. 683-685.
Este relato es exclusivo de Mc. En Mt sólo se pinta uno de esos cuadros globales (Mt 15,29-31), en el cual se puede encajar este relato aislado de Mc.
«Dejando de nuevo los términos de Tiro, se fue por Sidón hacia el mar de Galilea, atravesando los términos de la Decápolis. Le llevaron un sordo y tartamudo, rogándole que le impusiera las manos, y, tomándole aparte de la muchedumbre, metióle los dedos en los oídos, escupió en el dedo y le tocó la lengua, y, mirando al cielo, suspiró y dijo: «Ephata», que quiere decir ábrete; y se abrieron sus oídos y se le soltó la lengua, y hablaba expeditamente. Les encargó que no lo dijesen a nadie; pero cuanto más se lo encargaba, mucho más lo publicaban, y sobremanera se admiraban, diciendo: Todo lo ha hecho bien: a los sordos hace oír y a los mudos hace hablar».
Los autores han pretendido reconstruir diversos posibles itinerarios de Cristo en este retorno hacia el lago de Tiberíades. Pero es extraño lo que dice Mc. Deja Tiro para ir al Tiberíades, pero toma la dirección de Sidón, que le aleja. Se ignora el motivo de este itinerario. En todo caso, el milagro que va a narrarse tiene lugar, según toda probabilidad, en Galilea.
Le trajeron un hombre «sordo» y también con un defecto para hablar. El término que se usa para describirlo (mogilálon) lo interpretan los autores en dos sentidos: «mudo» o con un defecto para hablar: «tartamudo». La partícula que entra en la composición de la palabra (mógi) indica fatiga, dificultad, cortedad, más que un impedimento absoluto. Es verdad que los LXX traducen el «mudo» (elem) de Isaías (Is 25,6) por esta palabra, pero no consta que esté influenciado por este pasaje en el uso de esta palabra, en la versión griega de Isaías, pues era de uso tradicional (2 Rey. 5, 11).
Y le rogaban que, para curarle, «le impusiera las manos». Era gesto familiar a Cristo (Mc 6,5; 8,23.25). Igualmente era usado como gesto de transmisión de poderes y autoridad con el que los rabinos comunicaban el «magisterio» oficial a sus alumnos, lo mismo que signo de transmisión de bendiciones (Gén 48). Posiblemente estos que traían al enfermo creían que fuese condición esencial para la curación este gesto, pues era de uso tradicional (2 Re 5, 11).
Cristo se apartó con este sordomudo de la muchedumbre; probablemente le acompañaron, como en otras ocasiones, algunos discípulos (cf. v.36). Quería manifiestamente evitar con ello la conmoción que iba a producirse, con las posibles consecuencias de sobre excitación mesiánica.
Ya aparte, «mete» sus dedos en los oídos de aquel sordo, como para indicar que iba a abrirlos, y «escupiendo», o poniendo saliva en sus dedos, le «tocó la lengua», como para indicar que quería facilitar otra vez el recto hablar a aquella persona. Estos gestos podían hacer pensar a gentes paganas o judías en ciertos ritos mágicos. Los rabinos tenían terminantemente prohibido a todos los que curaban heridas entremezclar con ello el susurro de palabras, menos aún de versículos bíblicos, máxime si esto se hacía utilizando saliva, ya que a ésta se le concedían ciertas virtudes curativas. La saliva era considerada en la antigüedad como remedio medicinal. En Cristo, esto no era otra cosa que una especie de «parábola en acción», con la que indicaba lo que iba a realizar, y con lo que excitaba la fe de aquel «sordo», ya que con palabras no podía hacerlo.
Pero, antes de pronunciar su palabra curativa de imperio, quiso acusar bien que no eran ritos mágicos, sino obra del Padre; «miró al cielo», como indicando la fuente de la curación que iba a venir, y luego «gimió» (esténaxen), sin duda, como forma exquisita de su oración silenciosa al Padre (Rom 8,23.26). Y dio la orden de la curación: «ábrete», que Mc conservó como un recuerdo gráfico y exacto de aquella escena en su forma aramaica (ephphatá), como los evangelios han conservado otras palabras aramaicas, aunque traduciéndola para sus lectores de la gentilidad.
Y, al punto, el milagro se hizo. La frase con la que Mc dice que se curó su mudez es la siguiente: «y se soltó el vínculo (atadura) de su lengua». Se pretendía que era el término técnico para indicar que la mudez de este hombre había sido producida por un sortilegio; alegándose para ello numerosas fórmulas mágicas que tenían por objeto el «atar la lengua». Pero ni Mc alude para nada, como otras veces lo hace, a ninguna posesión diabólica ni a ningún «espíritu» en relación con la sordera, lo que hace mucho más verosímil pensar que se trata de un simple defecto natural.
Cristo insiste en que no lo «dijesen» a nadie; no en vano le había apartado de la turba. Buscaba con ello evitar prematuros y desorbitados movimientos mesiánicos. Pero no hicieron caso. Cristo, sabiendo que no se había de guardar secreto, ¿por qué prohíbe divulgarlo? Para que viesen que El cumplía el plan del Padre y que no buscaba ni precipitaba estos acontecimientos. Tenía que esperar a su «hora». No era como aquellos seudo-mesías, charlatanes, que todo lo prometían para embaucar a las gentes.
Pero la emoción mesiánica de la turba se desbordó. Y corrió por la comarca, evocándose este mesianismo, al citar y aplicar Mc a Cristo unas palabras que evocaban las que Isaías dice del Mesías: cómo soltará la lengua de los mudos y abrirá los oídos de los sordos (Is 35,5.6). Y que fue la respuesta que, para probar en cierta ocasión su mesianismo, Cristo mismo alegó a los mensajeros del Bautista que venían a preguntarle si El era el Mesías (Mt 1,1-6; Lc 7,18-23).
Isidro Gomá y Tomás: Jesús en la decápolis – curación de un sordomudo.
El Evangelio Explicado, Vol. II, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona (1967), p. 21-24.
Explicación.
El lugar (31).
No parece haberse prolongado mucho la estancia de Jesús en la Fenicia. De la región de Tiro se remontó a la ciudad de Sidón, atravesando en plena primavera las deliciosas praderías de aquella comarca. De Sidón, bañada por el Mediterráneo, hizo rumbo al este, atravesando el macizo del Líbano meridional y alcanzando los mismos orígenes del Jordán, que atravesó, para descender por su cuenca y, pasando probablemente por Cesarea de Filipo y Betsaida Julias, llegar a la región de la Decápolis, situada en gran parte al este del mar de Genesaret, y parar definitivamente junto al riente lago. Así, suponiendo que partiera Jesús de Cafarnaúm, había regresado casi a su punto de partida dando una larga vuelta de círculo completo, de unos doscientos kilómetros: «Y saliendo otra vez de los confines de Tiro, fue por Sidón al mar de Galilea, por en medio de la Decápolis, y llegó junto al mar de Galilea».
El Sordomudo(32-37).
Era Jesús conocido en este país: allí había realizado poco tiempo antes los milagros de los posesos de Gerasa y de la multiplicación de los panes. Así que, según afirma Mt. en el lugar paralelo que hemos reproducido, le presentaron multitud de enfermos de toda suerte. Marcos refiere con todo de talle solamente la curación de uno de ellos, sordomudo: «Y le trajeron un sordomudo, y le rogaban que pusiese la mano sobre él:» era un gesto frecuente usado por Jesús en sus curaciones (Mt. 8, 14.15; 9,25; Mc. 1,31; 5,41; 6,5, etc.).
No quiso el Señor curar ante la multitud a este enfermo, atento a no crear conflictos con sus enemigos ni mover el fácil entusiasmo de las muchedumbres. Lo tomó de la mano, lo llevó consigo, «y sacándole de entre la entre la gente», practicó con él unas acciones simbólicas: «le metió sus dedos en los oídos», probablemente los índices, como queriendo taladrar los obturados sentidos; «y escupiendo le tocó su lengua», es decir, después de escupir humedeció la muda lengua con su saliva, como para darle elasticidad y movimiento. Eran acciones extraordinarias, con las que excitaba la fe y preparaba al enfermo para su salud.
«Y mirando al cielo» de donde viene todo bien, que ahora, como otras veces, pide Jesús al Padre (Mc, 6, 41; 8, 6; Ioh. 11, 41), «gimió», ya por la vehemencia de su plegaria, ya para significar su simpatía y condolencia con el enfermo y con todos los males de la humanidad. «Y le dijo: «Ephphetha», que quiere decir: «Abrete»» y que significa también: «Desátate». Es Pedro, inspirador de Mc., quien conservó esta solemne palabra del Señor, en la misma lengua en que la pronunció.
La palabra, del Señor es rápidamente eficaz: Y luego fueron abiertos sus oídos, y fue desatada la ligadura de su lengua. Fue total la curación de su mutismo. Y hablaba bien, clara y correcta mente; si era sordomudo de nacimiento, recibió infuso el conocimiento de la lengua aramaica, que nunca había oído. Y como otras veces en esta época peligrosa de su ministerio, para evitar fáciles revueltas, hijas de las falsas ideas mesiánicas, para no exacerbar la envidia de sus enemigos, quizás para darnos ejemplo de humildad y modestia, les mandó que a nadie lo dijesen. Mas la admiración ante los grandes milagros y la gratitud por los grandes favores difícilmente se represan: Pero cuanto más se lo mandaba tanto más lo divulgaban. Y el pueblo, lleno de bondad natural cuando no se le pervierte, se hacía una delicada reflexión en la que se compendia todo el ministerio de Jesús, diciendo: Bien lo ha hecho todo: a los sordos ha hecho oír, y a los mudos hablar. Es clara alusión a Isaías (35, 5.6).
Otros milagros de Jesús (Mt. 29-31).
Marcos nos da una deliciosa miniatura en la descripción del milagro anterior; Mateo nos ofrece como en un panorama la multitud de los milagros obrados por el Señor en las inmediaciones del mar de Tiberíades y en su región oriental: Y subiendo a un monte, a una de las colinas que caracterizan la topografía de aquel país, se sentó allí.La escena que se desarrolla es conmovedora; en un momento se puebla el monte de una multitud de miserables aquejados de toda suerte de dolencias: Y se llegaron a él muchas gentes, que traían consigo mudos, ciegos, cojos, mancos, y otros muchos: y los echaron a sus pies, y los sanó. Es de suponer la premura de aquellas gentes, temerosas de que Jesús se retirara, como otras veces, por el exceso de multitud, antes de curarlos a todos.
La facilidad y la multitud de las curaciones, la bondad inagotable del Señor, la visión de tanto estropeado que de repente entra en el júbilo de una salud perfecta, llena de estupor a aquellas gentes: De manera que se maravillaban las gentes, viendo a los mudos que hablaban; los cojos, que andaban; a los ciegos, que veían ,y loaban en gran manera al Dios de Israel, a su Dios patrio, del que estaban orgullosos los judíos que allí vivían, mezclados con gran número de gentiles.
Lecciones morales. – A) v. 33, -«Y sacándole aparte de entre la gente…» – No quiere Jesús obrar milagros aparatosamente, dice el Crisóstomo, para enseñarnos a huir de la vanidad e hinchazón. Aunque no hay milagro mayor que profesar la humildad y practicar la modestia. Es cosa tan natural, después de la primera caída, él humano orgullo, y, por lo mismo que es natural, es tan universal la costumbre de enorgullecerse y envanecerse, que el Señor quiso se fundara toda nuestra religión en la humildad, de cuyos ejemplos está llena su santísima vida.
B) v.33. – «Le metió sus dedos en los oídos…» – Pudiendo curar con una palabra al sordomudo, dice el mismo Crisóstomo, no quiso hacerlo sino metiendo en sus orejas los divinos dedos, para manifestarnos que su cuerpo y la operación de su cuerpo estaba lleno de virtud divina unido como estaba a la Divinidad. Porque, como por el pecado de Adán vinieron sobre el cuerpo humano muchos padecimientos, y muchas lesiones sobre sus miembros, al venir Cristo quiso demostrar en Sí la total rehabilitación y perfección de la humana naturaleza.
C) v. 34. -«Y mirando al cielo, gimió…» – Miró al cielo, dice Beda, para enseñarnos que de allí debemos impetrar el habla para los mudos, el oído para los sordos, el remedio para todas las enfermedades. Y gimió, no porque tuviese necesidad de pedir con gemidos al Padre, él que Junto con el Padre da el socorro a los que lo piden; sino para enseñarnos cómo debemos gemir cuando pedimos el socorro de la piedad divina para nuestros errores y los de nuestros prójimos.
D) v. 34. – «Ephetha»… – Manifiéstase Jesús en este milagro Dios y Hombre: como Hombre, mira al cielo, ora y gime; como Dios, pronuncia imperativamente una sola palabra, que al instante produce un profundo cambio en el organismo de aquel infeliz. «Habló, y fue hecho…» (Ps. 32, 9). En la Liturgia del Bautismo, el sacerdote imita esta acción simbólica de Jesús, tocando con sus dedos, humedecidos de la propia saliva, los oídos y la lengua del neófito, y pronunciando asimismo el «Ephphetha»: para significar que antes del Bautismo el niño es, dice San Beda, como un sordo mudo con respecto a las cosas divinas; que sus oídos deben ser abiertos para oír y entender la palabra de Dios, y desatada su lengua para profesar públicamente la fe cristiana y cantar las alabanzas del Señor.
E) v. 37. – «Bien lo ha hecho todo…» – Todo lo hizo bien el que, como Dios, es el Sumo Bien, y como hombre es el más perfecto tipo de la bondad de Dios que pueda salir de sus manos. Lo hizo todo bien, porque nada podía hacer mal, por cuanto la responsabilidad de los actos es de la persona, y en Jesús la única Persona que hay es divina, el Verbo de Dios consubstancial con Dios. El bien y el mal dicen relación a la libertad, que hace el bien cuando se ajusta a la ley y el mal cuando se desvía de ella. Y la libertad de Jesús no pudo desviarse de la ley: no la libertad que le era propia como Dios, porque Dios es para sí mismo su ley, y es metafísicamente imposible que Dios salga de sí tomando por regla de su obrar una ley fuera de Él mismo; ni la que tenía corno hombre, porque estaba absolutamente ajustada a la voluntad de Dios, hasta el punto de ser por naturaleza impecable. Por esto decía en cierta ocasión Jesús: «Hago «siempre» lo que agrada al Padre» (Ioh. 8, 29); y a Dios no le place más que el bien.