Domingo XXI Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 17 agosto, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas (Domingo XXI del Tiempo Ordinario – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Jos 24, 1-2a. 15-17. 18b : Nosotros serviremos al Señor: ¡Es nuestro Dios!
-Salmo: 33, 2-23 : R. Gustad y ved qué bueno es el Señor.
-2ª Lectura: Ef 5, 21-32 : Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.
+Evangelio: Jn 6, 60-69 : ¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Agustín, obispo
Tratado: Los secretos de Dios
Tratado 27, sobre el Evangelio de San Juan.
Comentario a Jn 6,60-72, predicado en Hipona el lunes 10 de agosto de 414, en la fiesta de San Lorenzo
Entender la carne no según la carne
1. Del evangelio hemos oído las palabras del Señor que siguen al sermón anterior. Respecto a ellas se debe a vuestros oídos y mentes un sermón, y éste no es inadecuado al día hodierno, pues trata del cuerpo del Señor, que él decía darlo a comer por la vida eterna. Pues bien, diciendo «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,57), expuso el modo de este reparto y don suyo, cómo da su carne a comer. Signo de que uno lo ha comido y bebido es esto: si permanece y es objeto de permanencia, si habita y es inhabitado, si se adhiere sin ser abandonado. Con palabras místicas, pues, nos ha enseñado y estimulado a esto: a estar en su cuerpo bajo esa misma cabeza, entre sus miembros, comiendo su carne, sin abandonar su unidad. Pero demasiados de quienes estaban presentes se escandalizaron por no entender, ya que, al oír esto, no pensaban sino en la carne, cosa que ésos mismos eran. Ahora bien, el Apóstol dice, y dice la verdad: Pensar según la carne es muerte (Rm 8,6). El Señor nos da a comer su carne, mas pensar según la carne es muerte, aunque de su carne dice que allí hay vida eterna. Ni siquiera la carne, pues, debemos entenderla según la carne, como en las palabras siguientes.
Atención a los secretos de Dios
2. Así pues, muchos oyentes, no de sus enemigos, sino de sus discípulos, dijeron: Dura es esta palabra. ¿Quién puede oírla? (Jn 6,61) Si los discípulos tuvieron por dura esta palabra, los enemigos ¿qué pensarían? Y, sin embargo, era preciso decir así lo que no todos podían entender. El secreto de Dios debe suscitar personas atentas, adversarias. En cambio, ésos desertaron pronto, tras decir tales palabras el Señor Jesús; no creyeron que decía algo importante y que con las palabras aquellas cubría enteramente alguna gracia; más bien, como quisieron y al modo humano entendieron que Jesús podía o disponía esto: distribuir como troceada, a quienes en él creen, la carne de que estaba vestida la Palabra. Afirman: Dura es esta palabra. ¿Quién puede oírla?
3. Ahora bien, porque Jesús sabía en su interior que sus discípulos murmuraban de esto. De hecho, dijeron esto entre ellos para que él no los oyese; pero él, que los conocía en sí mismos, por haber oído en su interior, respondió y preguntó: ¿Esto os escandaliza? Ciertamente os escandaliza esto, haber dicho yo: Os doy a comer mi carne y a beber mi sangre. ¿Si, pues, vierais al Hijo del hombre ascender adonde estaba antes? (Jn 6,62-63) ¿Qué significa esto? ¿Con esto resuelve lo que los había turbado? ¿Con esto aclara la causa que los había escandalizado? Con esto sencillamente, si entendieran. Ellos, en efecto, suponían que él iba a distribuir su cuerpo; él, en cambio, dijo que iba a subir al cielo, por supuesto, él íntegro. Cuando veáis al Hijo del hombre ascender adonde estaba antes, entonces veréis ciertamente que distribuye su cuerpo no del modo que suponéis, o entonces entenderéis ciertamente que su gracia no se consume a bocados.
En Cristo hay una sola persona
4. Y asevera: El espíritu es quien vivifica; la carne no sirve de nada (Jn 6,64). Antes de exponer esto según la donación del Señor, no ha de pasarse por alto negligentemente lo que aseveró: Si vierais al Hijo del hombre ascender adonde estaba antes. Porque Cristo, el Hijo del hombre, nació de la Virgen María, el Hijo del hombre, pues, comenzó a estar aquí en la tierra cuando de la tierra tomó la carne. Por eso había sido dicho proféticamente: La verdad ha brotado de la tierra (Sal 84,12). ¿Qué significa, pues, lo que asevera: Si vierais al Hijo del hombre ascender adonde estaba antes? De hecho, no habría ningún problema si hubiera dicho así: Si vierais al Hijo de Dios subir adonde estaba antes. Pero, porque dijo que el Hijo del hombre sube adonde estaba antes, ¿acaso el Hijo del hombre estaba en el cielo antes, cuando comenzó a estar en la tierra? Aquí dijo, por cierto: «Adonde estaba antes», como si no estuviese allí cuando decía estas cosas. Ahora bien, dice en otro pasaje: Nadie ha ascendido al cielo sino quien ha descendido del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo (Jn 3,13). No dice «estaba», sino que afirma: El Hijo del hombre que está en el cielo. Hablaba en la tierra y decía que él estaba en el cielo. Mas no dijo así: Nadie ha ascendido al cielo sino quien ha descendido del cielo, el Hijo de Dios, que está en el cielo. ¿A qué se refiere esto sino a que entendamos lo que ya encarecí a Vuestra Caridad en el sermón anterior: que Cristo Dios y hombre es una sola persona, no dos, de forma que nuestra fe es la Trinidad, no una cuaternidad? Cristo, pues, es un único individuo: la Palabra, el alma y la carne son el único Cristo; el Hijo de Dios y el Hijo del hombre son el único Cristo. Hijo de Dios siempre; Hijo del hombre en virtud del tiempo; sin embargo, el único Cristo según la unidad de la persona. Estaba en el cielo mientras hablaba en la tierra. En el cielo estaba el Hijo del hombre como el Hijo de Dios estaba en la tierra; por la carne asumida estaba en la tierra el Hijo de Dios; por la unidad de la persona estaba en el cielo el Hijo del hombre.
La carne no sirve de nada
5. ¿Qué significa, pues, lo que añade: El espíritu es quien vivifica; la carne no sirve de nada? Puesto que nos soporta, si, en vez de contradecirle, deseamos saber, digámosle: Oh Señor, Maestro bueno, ¿cómo la carne no sirve de nada, cuando tú has dicho: «Si alguien no comiere mi carne y bebiere mi sangre, no tendrá en sí vida? (Jn 6,54) ¿O la vida no sirve de nada? Y ¿por qué somos lo que somos sino para tener la vida eterna que prometes con tu carne? ¿Qué significa, pues, la carne no sirve de nada? De nada sirve, pero como la entendieron aquéllos; por cierto, entendieron la carne como en un cadáver se desgarra o en el mercado se vende; no como la vivifica el espíritu. Por ende, está dicho: «La carne no sirve de nada», como está dicho: La ciencia infla. Deberemos, pues, odiar ya la ciencia? Ni hablar. Y ¿qué significa: La ciencia infla? Sola, sin la caridad. Por eso añadió: En cambio, la caridad edifica (1Co 8,1). Añade, pues, a la ciencia caridad, y la ciencia será útil no por sí, sino por la caridad. Así también ahora: «La carne no sirve de nada», pero la carne sola; súmese a la carne el espíritu, como se suma a la ciencia la caridad, y servirá muchísimo. De hecho, si la carne no sirviese para nada, la Palabra no se habría hecho carne para habitar entre nosotros. Si Cristo nos ha servido de mucho mediante la carne, ¿cómo la carne no sirve de nada? Pero mediante la carne ha realizado algo el Espíritu por nuestra salvación. La carne fue el vaso; observa lo que tenía, no lo que era. Los apóstoles fueron enviados; ¿acaso su carne no nos sirvió de nada? Si la carne de los apóstoles nos sirvió, ¿pudo la carne del Señor no servir de nada? De hecho, ¿cómo llega a nosotros el sonido de la palabra sino mediante la voz de la carne? ¿Cómo funciona el estilete, cómo llega a nosotros un escrito? Todo eso son obras de la carne, pero porque el espíritu la pone en movimiento como a su instrumento. El Espíritu, pues, es quien vivifica; la carne no sirve de nada; yo no doy a comer mi carne como ellos entendieron la carne.
El Espíritu es quien da vida
6. Por eso afirma: Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida (Jn 6,64). Ya dije, hermanos, que en el comer su carne y beber su sangre nos encarece el Señor esto: que permanezcamos en él y él en nosotros. Pues bien, permanecemos en él cuando somos sus miembros; por su parte, él mismo permanece en nosotros cuando somos su templo. Ahora bien, la unidad nos traba para ser sus miembros. ¿Quién, sino la caridad, hace que la unidad trabe? ¿Y la caridad de Dios de dónde viene? Interroga al Apóstol: La caridad de Dios, afirma, ha sido derramada en nuestros corazones mediante el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5,5). El Espíritu, pues, es quien vivifica, pues el espíritu hace vivos a los miembros. El espíritu no hace vivos sino a los miembros que hallare en el cuerpo al que vivifica el espíritu mismo. En efecto, oh hombre, el espíritu que hay en ti, del que constas para ser hombre, ¿acaso vivifica al miembro al que halle separado de tu carne? Llamo espíritu tuyo a tu alma; tu alma no vivifica sino a los miembros que están en tu carne; si retiras uno, ya no es vivificado en virtud de tu alma, por no estar asociado a la unidad de tu cuerpo. Se dice esto para que amemos la unidad y temamos la separación. Nada, en efecto, debe temer tanto el cristiano como separarse del cuerpo de Cristo, ya que, si se separa del cuerpo de Cristo, no es miembro suyo; si no es miembro suyo, no lo vivifica su Espíritu: Todo el que no tiene el Espíritu de Cristo, afirma el Apóstol, no es suyo (Rm 8,9). El Espíritu, pues, es quien vivifica; la carne, en cambio, no sirve de nada. Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida. ¿Qué significa Son espíritu y vida? Que han de entenderse espiritualmente. ¿Las has entendido espiritualmente? Son espíritu y vida. ¿Las has entendido carnalmente? Aun así, ellas son espíritu y vida, pero para ti no lo son.
Cree para ser iluminado
7. Pero entre vosotros, afirma, hay algunos que no creen (Jn 6,65). No ha dicho: Hay algunos entre vosotros que no entienden, sino que ha dicho la causa por la que no entienden: pues entre vosotros hay algunos que no creen, y no entienden precisamente porque no creen. En efecto, un profeta ha dicho: Si no creéis, no entenderéis (Is 7,9 sec LXX). Mediante la fe somos ligados, mediante la comprensión somos vivificados. Primeramente adhirámonos mediante la fe, para que haya algo que sea vivificado mediante la intelección. De hecho, quien no se adhiere se resiste; quien se resiste no cree. De hecho, quien se resiste, ¿cómo es vivificado? Es enemigo del rayo de luz que ha de penetrarlo; no aparta la mirada, sino que cierra la mente. Hay, pues, algunos que no creen. Crean y abran; abran y serán iluminados.
Pues desde el inicio sabía Jesús quiénes serían creyentes y quién iba a entregarlo (Jn 6,65). Allí, en efecto, estaba también Judas. De hecho, algunos se escandalizaron; él, en cambio, permaneció para acechar, no para entender. Y, porque había permanecido para eso, el Señor no se calló respecto a él. No lo nombró expresamente, pero tampoco se calló, para que todos temieran, aunque uno solo pereciera. Pero, después de hablar y distinguir de los no creyentes a los creyentes, expresó la causa de que no creen: Por eso os he dicho, afirma, que nadie puede venir a mí si mi Padre no se lo diere (Jn 6,66). Incluso creer, pues, se nos da, ya que creer no es nada. Ahora bien, si es algo importante, alégrate de haber creído, pero no te ensoberbezcas, pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1Co 4,7)
Fracaso de Cristo para nuestro consuelo
8. Desde entonces muchos discípulos suyos se volvieron atrás y ya no andaban con él (Jn 6,67). Se volvieron atrás, pero detrás de Satanás, no detrás de Cristo. Por cierto, en cierta ocasión, Cristo el Señor llamó Satanás a Pedro, porque quería, más bien, preceder a su Señor y aconsejarle que no muriese él, que había venido a morir para que nosotros no muriésemos eternamente, y le dijo: Regresa detrás de mí, Satanás, pues no piensas en lo que es de Dios, sino en lo que es del hombre (Mt 16,23). Lo rechazó y denominó Satanás no para que caminase tras Satanás, sino que lo hizo caminar tras de sí, para que, caminando tras el Señor, no fuese Satanás. En cambio, ésos regresaron atrás como de ciertas mujeres dice el Apóstol: Pues algunas se han vuelto atrás detrás de Satanás (1Tm 5,15). En adelante no anduvieron con él. He aquí que, desgajados del cuerpo, perdieron la vida, quizá porque ni siquiera estuvieron en el cuerpo. Entre quienes no creían han de contarse también ésos, aunque se llamasen discípulos. Se volvieron atrás no pocos, sino muchos. Esto sucedió quizá para consuelo, porque a veces sucede que un hombre dice la verdad y no se comprende lo que dice y quienes lo oyen se escandalizan y se retiran. Por otra parte, le pesa a ese hombre haber dicho lo que es verdadero; dice, en efecto, para sus adentros ese hombre: «No debí hablar así; no debí decir esto». He aquí que le sucedió al Señor: habló y perdió a muchos, se quedó para pocos. Pero él no se turbaba porque desde el inicio sabía quiénes serían creyentes y quiénes no creyentes; si nos sucede a nosotros, nos perturbamos. Hallemos solaz en el Señor y empero digamos cautamente las palabras.
Pedro responde por nosotros
9. Y él habla a los pocos que se habían quedado. Dijo, pues, Jesús a los doce, esto es, a los doce que se quedaron: ¿Acaso también vosotros, pregunta, queréis iros? Ni siquiera Judas se marchó. Pero para el Señor estaba claro por qué permanecía; después nos lo ha manifestado. Respondió Pedro por todos, uno por muchos, la unidad por todos sin excepción: Le respondió, pues, Simón Pedro: Señor, a quién iremos? Nos rechazas de ti, danos otro tú. ¿A quién iremos? Si de ti nos apartamos, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Mirad cómo Pedro, por donación de Dios, porque el Espíritu Santo ha vuelto a crearlo, ha entendido. ¿Por qué, sino porque ha creído? Tú tienes palabras de vida eterna, pues tienes la vida eterna en el servicio de tu cuerpo y tu sangre. Y nosotros hemos creído y conocido. No hemos conocido y hemos creído, sino hemos creído y conocido, pues hemos creído para conocer, porque, si quisiéramos primero conocer y después creer, no seríamos capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios (Jn 6,68-70), esto es, que tú eres la vida eterna misma, y que en tu carne y sangre no das sino lo que eres.
Dios permite el mal para bien
10. Pregunta, pues, el Señor Jesús: ¿Acaso no os elegí yo a vosotros doce, y uno de vosotros es diablo? (Jn 6,71) Diría, pues, «elegí a once»; ¿o se elige también al diablo, o el diablo está entre los elegidos? De «elegidos» suele hablarse como loa; ¿o es también elegido ese de quien, sin quererlo ni saberlo él, se haría alguna gran cosa buena? Esto es propio de Dios y contrario a los malvados. En efecto, como los inicuos usan mal las buenas obras de Dios, así Dios, al contrario, usa bien las obras malas de los inicuos. ¡Qué bueno es que los miembros del cuerpo estén tal como sólo el artífice Dios puede disponerlos! Sin embargo, ¡qué mal usa los ojos el descaro! ¡Y qué mal usa la lengua la falacia! El testigo falso, ¿no mata primero su alma con la lengua y, muerto él, intenta dañar al otro? Usa mal la lengua, pero no por ello la lengua es algo malo; obra de Dios es la lengua; pero la maldad usa mal la buena obra de Dios. ¡Cómo usan los pies quienes corren a los delitos! ¡Cómo usan las manos los homicidas, y qué mal usan los malos a las buenas criaturas de Dios que por fuera les están próximas! Con el oro corrompen los juicios, oprimen a los inocentes. Mal usan los malos esa luz, ya que, viviendo mal, usurpan para servicio de sus delitos incluso la luz misma con que ven. En efecto, el malo, al ir a hacer algo malo, quiere disponer de luz para no tropezar él, que dentro tropezó ya y cayó; lo que teme en el cuerpo, ya ha acaecido en el corazón. Todos los bienes de Dios —para que no resulte largo recorrerlos uno por uno— los usa mal el malo; al contrario, el bueno usa bien las maldades de los hombres malos. ¿Y qué bien hay tan grande como el único Dios, siendo así que el Señor mismo dijo: Nadie hay bueno sino uno solo, Dios? (Mc 10,18) Cuanto, pues, mejor es él, tanto mejor usa incluso nuestros males.
¿Qué hay peor que Judas? Entre todos los adheridos al Maestro, entre los doce, se le confiaron los cofrecillos y el reparto distribuido a los pobres; ingrato ante tamaño favor, ante tan gran honor, aceptó el dinero, perdió la justicia; muerto entregó la Vida; como enemigo persiguió a quien siguió como discípulo. Toda esta es la maldad de Judas; pero su maldad la usó bien el Señor. Soportó ser entregado para redimirnos. He aquí que la maldad de Judas se convirtió en un bien. ¿A cuántos mártires ha perseguido Satanás? Si Satanás cesara de perseguir, no celebraríamos hoy latan gloriosa corona de San Lorenzo. Si, pues, Dios usa bien las obras malas del diablo mismo, lo que el malo hace usando mal, le daña a él, no contradice a la bondad de Dios. El Artífice se sirve del mal; y, eminente Artífice, si no supiera servirse de él, no permitiría siquiera que existiese. Uno, pues, de vosotros es diablo, asevera, aunque yo os elegí a vosotros doce. Lo que asevera «Elegí a doce»: puede también entenderse así, por ser un número sagrado: que, en efecto, no por haber perecido uno de ellos, se ha quitado, por eso, el honor de ese número, pues en lugar del que pereció fue elegido otro como sustituto (Cf Hch 1,26). El número doce permaneció como número consagrado, porque iban a anunciar la Trinidad por todo el mundo, esto es, por los cuatro puntos cardinales. Por eso, tres veces de cuatro en cuatro. Se suicidó, pues, Judas, no violó el número doce; él mismo desertó del Preceptor porque Dios le puso un sucesor.
Comer su cuerpo y participar de su espíritu
11. Todo lo que el Señor nos ha hablado de su cuerpo y de su sangre es esto: en la gracia de su reparto nos ha prometido la vida eterna; quiso que con eso se entienda que los comensales y bebedores de su carne y de su sangre permanecen en él y él en ellos; no entendieron quienes no creyeron; se escandalizaron por haber entendido carnalmente lo espiritual, y, escandalizados y perecidos ellos, el Señor acudió, para consolación, a los discípulos que se habían quedado, para probar a los cuales interrogó: «¿Acaso también vosotros queréis iros?» (Jn 6,68), para que se nos diera a conocer la respuesta de su permanencia, porque sabía que permanecían. Todo esto, pues, queridísimos, nos sirva, para que comamos la carne de Cristo y la sangre de Cristo no sólo en el sacramento, cosa que hacen también muchos malos, sino que la comamos y bebamos hasta la participación del Espíritu. Así permaneceremos en el cuerpo del Señor como miembros, para que su Espíritu nos vivifique y no nos escandalicemos aunque, de momento, con nosotros comen y beben temporalmente los sacramentos muchos que al final tendrán tormentos eternos. De hecho, el cuerpo de Cristo está por ahora mezclado como en la era; pero el Señor conoce a quienes son suyos (Cf 2Tm 2,19). Si tú sabes qué trillas, que la masa está allí latente y que la trilla no destruye lo que la bielda va a limpiar, estamos ciertos, hermanos, de que todos los que estamos en el cuerpo del Señor y permanecemos en él para que él mismo permanezca también en nosotros, en este mundo necesariamente tenemos que vivir hasta el final entre los malos. Digo: no entre los malos que denuestan a Cristo, pues se encuentra a pocos que lo denuestan con la lengua; pero se encuentra a muchos que lo hacen con la vida. Es, pues, necesario vivir hasta el final entre ellos.
Permanecer en Cristo como San Lorenzo
12. Pero ¿qué significa lo que asevera: «Quien permanece en mí y yo en él» (Jn 6,57; 15,5), qué, sino lo que oían los mártires: Quien persevere hasta el final, éste será salvo? (Mt 24,13) ¿Cómo permaneció en él San Lorenzo, cuya fiesta celebramos hoy? Permaneció hasta la prueba, permaneció hasta el interrogatorio del tirano, permaneció hasta las más crueles amenazas, permaneció hasta la muerte; es poco, permaneció hasta la inhumana tortura, pues no fue asesinado rápidamente, sino que lo torturaron al fuego; se le permitió vivir largo rato; mejor dicho, no se le permitió vivir largo rato, sino que fue forzado a morir lentamente. En esa larga muerte, pues, en esos tormentos, cual cebado con esa comida y ebrio de esa copa, no sintió los tormentos porque había comido bien y había bebido bien. Allí, en efecto, estaba quien dijo: El Espíritu es quien vivifica (Jn 6,64). Efectivamente, su carne ardía, pero el Espíritu vivificaba al alma. No cedió y accedió al reino. Por su parte, el santo mártir Sixto, cuyo día hemos celebrado cinco días atrás, le había dicho: «No te aflijas, hijo». Uno, en efecto, era obispo, diácono el otro. «No te aflijas, decía; me seguirás al cabo de un triduo». Ahora bien, llamó triduo al espacio entre el día de la pasión de San Sixto y el día de la pasión hodierna de San Lorenzo. Un triduo es un intervalo. ¡Oh consuelo! No asevera: «No te aflijas, hijo, cesará la persecución y estarás seguro», sino: «No te aflijas; me seguirás adonde yo te precedo; no se difiere tu seguimiento; un triduo será el intervalo, y estarás conmigo». Recibió el oráculo, venció al diablo, llegó al triunfo.
San Juan Crisóstomo, obispo
Homilía: ¿También vosotros queréis marcharos?
Homilía 46, sobre San Juan
Decían: Este lenguaje resulta intolerable. ¿Qué significa intolerable? Es decir áspero, trabajoso sobremanera, penoso. Pero a la verdad, no decía Jesús nada que tal fuera. Porque no trataba del modo de vivir correctamente, sino acerca de los dogmas, insistiendo en que se debía tener fe en Cristo.
Entonces ¿por qué es lenguaje intolerable? ¿Por qué promete la vida? ¿Porque afirma haber venido Él del Cielo? ¿Acaso porque dice que nadie puede salvarse sino come su carne? Pero pregunto yo: ¿son intolerables estas cosas? ¿Quién se atreverá a decirlo? Entonces ¿qué es lo que significa ese intolerable? Quiere decir difícil de entender, que supera la rudeza de los oyentes, que es altamente aterrador. Por esto decían: ¿Quién podrá soportarlo? Quizá lo decían en forma de excusa, puesto que lo iban a abandonar.
Sabedor Jesús por Sí mismo de que sus discípulos murmuraban de lo que había dicho (pues era propio de su divinidad manifestar lo que era secreto), les dijo: ¿Esto os escandaliza? Pues cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba… Lo mismo había dicho a Natanael: ¿Porque te dije que te había visto debajo de la higuera crees? Mayores cosas verás. Y a Nicodemo: Nadie ha subido al Cielo, sino el que ha bajado del Cielo, el Hijo del hombre, ¿Qué es esto? ¿Añade dificultades sobre dificultades? De ningún modo ¡lejos tal cosa! Quiere atraerlos y en eso se esfuerza mediante la alteza y la abundancia de la doctrina.
Quien dijo: Bajé del Cielo, si nada más hubiera añadido, les habría puesto un obstáculo mayor. Pero cuando dice: Mi Cuerpo es vida del mundo; y también: Como me envió mi Padre que vive también Yo vivo por el Padre; y luego: He bajado del Cielo, lo que hace es resolver una dificultad. Puesto que quien dice de sí grandes cosas, cae en sospecha de mendaz; pero quien luego añade las expresiones que preceden, quita toda sospecha. Propone y dice todo cuanto es necesario para que no lo tengan por hijo de José. De modo que no dijo lo anterior para aumentar el escándalo, sino para suprimirlo. Quienquiera que lo hubiera tenido por hijo de José no habría aceptado sus palabras; pero quienquiera que tuviese la persuasión de que Él había venido del Cielo, sin duda se le habría acercado mas fácilmente y de mejor gana.
Enseguida añadió otra solución. Porque dice: El espíritu es el que vivifica. La carne de nada aprovecha.
Es decir: lo que de Mí se dice hay que tomarlo en sentido espiritual; pues quien carnalmente oye, ningún provecho saca. Cosa carnal era dudar de cómo había bajado del Cielo, lo mismo que creerlo hijo de José, y también lo otro de ¿Cómo puede éste darnos su carne para comer? Todo eso carnal es; pero convenía entenderlo en sentido místico y espiritual. Preguntarás: ¿Cómo podían ellos entender lo que era eso de comer su carne? Respondo que lo conveniente era esperar el momento oportuno y preguntar y no desistir.
Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida; es decir, son divinas y espirituales y nada tienen de carnales ni de cosas naturales, pues están libres de las necesidades que imponen las leyes de la naturaleza de esta vida y tienen otro muy diverso sentido. Así como en este sitio usó la palabra espíritu para significar espirituales, así cuando usa la palabra carne no entiende cosas carnales, sino que deja entender que ellos las tornan y oyen a lo carnal. Porque siempre andaban anhelando lo carnal, cuando lo conveniente era anhelar lo espiritual. Si alguno toma lo dicho a lo carnal, de nada le aprovecha.
Entonces ¿qué? ¿Su carne no es carne? Si que lo es. ¿Cómo pues Él mismo dice: La carne para nada aprovecha? Esta expresión no la refiere a su propia carne lejos tal cosa! sino a los que toman lo dicho carnalmente. Pero ¿qué es tomarlo carnalmente? Tomar sencillamente a la letra lo que se dice y no pensar en otra cosa alguna. Esto es ver las cosas carnalmente. Pero no conviene juzgar así de lo que se ve, puesto que es necesario ver todos los misterios con los ojos interiores, o sea, espiritualmente. En verdad quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida en sí mismo. Entonces ¿cómo es que la carne para nada aprovecha, puesto que sin ella no tenemos vida? ¿Ves ya cómo eso no lo dijo hablando de su propia carne, sino del modo de oír carnalmente?
Pero hay entre vosotros algunos que no creen. De nuevo, según su costumbre reviste de alteza sus palabras y predice lo futuro y demuestra que Él habla así porque no intenta captar gloria entre ellos, sino mirar por su salvación. Cuando dice algunos deja entender que son de sus discípulos. Pues ya al principio había dicho: Me habéis visto, pero no creéis en Mí. Aquí en cambio dice: Hay entre vosotros algunos que no creen. Porque sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que lo entregaba. Decíales también: Por esto os he dicho: Nadie puede venir a Mí si no le es otorgado por el Padre.
Con estas palabras el evangelista da a entender lo espontáneo de su economía redentora y su paciencia. Y no se pone aquí sin motivo la expresión: Desde el principio; sino para que entiendas su presciencia, y que ya antes de pronunciar esas palabras, y no después de que ellos escandalizados habían murmurado, tenía conocimiento del traidor: cosa propia de la divinidad. Luego añadió: Si no le es otorgado por el Padre, persuadiéndoles de esta manera que tuvieran por Padre de Él a Dios y no a José; y declarando no ser cosa de poco precio el creer en Él. Como si dijera: No me conturban ni me admiran los que no creen. Ya lo sabía yo antes de que sucediera. Ya sabía a quiénes lo otorgaría el Padre. Y cuando oyes ese otorgó no pienses que se trata de una especie de herencia, sino cree que lo otorga a quien se muestra digno de recibirlo.
Desde aquel momento muchos de sus discípulos se volvieron atrás, y dejaron definitivamente su compañía. Con exactitud no dijo el evangelista se apartaron, sino: Se volvieron atrás, manifestando así que retrocedieron en el camino de la virtud perdieron la fe que antes tenían, por el hecho de volverse. No procedieron así aquellos doce. Por lo cual Jesús les pregunta; ¿También vosotros queréis marcharos? Manifestó así que no necesitaba de su servicio y culto, y que no era esa la razón de llevarlos consigo. ¿Cómo podía tener necesidad de ellos el Señor que esto les decía?
Pero ¿Por qué no los alaba? ¿Por qué no los ensalza? Desde luego para conservar su dignidad de Maestro, y además para mostrar que así era como debían ser atraídos. Si los hubiera alabado, pensando ellos que le habían hecho algún favor, se habrían ensoberbecido; en cambio, con declarar que no los necesitaba, más los une consigo. Observa con cuánta prudencia ama. No les dijo: ¡Marchaos! pues hubiera sido propio de quien los rechazaba. Sino que les pregunta también vosotros queréis marcharos? Con esto suprimía toda violencia y coacción, y hacía que no se quedaran con Él por vergüenza, que incluso tomaran el quedarse como un favor. Con no acusarlos públicamente sino suavemente punzarlos, nos enseña en qué forma conviene proceder en tales ocasiones. Pero nosotros procedemos al contrario, porque la mayor parte de las cosas las hacemos por nuestra gloria; y por esto pensamos que salimos perdiendo si se apartan de nosotros los siervos.
De modo que no los aduló ni tampoco los rechazó sino solamente les preguntó. No procedió como quien desprecia, sino como quien no quiere retenerlos por violencia y coacción. Permanecer con Él de este segundo modo hubiera equivalido a dejarlo. Y ¿qué hace Pedro? Dice: ¡Señor! ¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído que Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo. ¿Ves cómo no fueron las palabras el motivo del escándalo, sino la desidia y pereza y perversidad de los oyentes? Aun cuando Cristo no les hubiera hecho ese discurso, ellos se habrían escandalizado y no habrían cesado de pedirle el alimento corporal y de continuar apegados a lo terreno.
Por el contrario, los doce oyeron lo mismo que los otros; pero como estaban con distinta disposición de ánimo, dijeron: ¿A quién iríamos?: palabras que declaran un grande afecto del alma. Significan que amaban al Maestro sobre todas las cosas, padres, madres, haberes; y que a quienes de Él se apartan no les queda a dónde acogerse. Y luego, para que no pareciera que ese: ¿A quién iríamos? lo habían dicho porque no habría quien los recibiera, al punto Pedro añadió: Tú tienes palabras de vida eterna. Los demás escuchaban de un modo carnal y a lo humano; pero ellos escuchaban espiritualmente y poniéndolo todo bajo la fe.
Por eso Cristo les decía: Las palabras que os he dicho son espíritu. Es decir, no penséis que mis enseñanzas están sujetas a lógica necesaria de las cosas humanas. No son así las cosas espirituales ni soportan que se las sujete a medidas terrenas. Es lo mismo que declara Pablo con estas palabras: No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al Cielo? Se entiende para hacer descender a Cristo. O ¿quién bajará al abismo? Se entiende para hacer subir a Cristo de entre los muertos. Tú tienes palabras de vida eterna. Ya habían ellos aceptado la idea de la resurrección y todo lo demás. Pero advierte, te ruego, la caridad de Pedro para con sus hermanos, y cómo toma a su cargo todo el negocio del grupo. Porque no dijo: Yo conocí; sino: Nosotros conocimos. O mejor aún, advierte cómo penetra las palabras mismas del Maestro y habla de un modo distinto al de los judíos. Porque ellos decían: Este es hijo de José en cambio dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo; y también: Tú tienes palabras de vida eterna. Quizá lo dice porque muchas veces había oído a Cristo repetir: Quien cree en Mí tiene vida eterna.
Demuestra de este modo que va conservando en la memoria las palabras de Cristo, puesto que ya Él mismo las usa. ¿Qué hace Cristo? No alabó ni ensalzó a Pedro, como en otra ocasión lo hizo. Sino ¿qué dice?: ¿Acaso no os escogí yo a los doce? ¡Y uno de vosotros es un diablo! Puesto que Pedro había dicho: Nosotros hemos creído, Cristo exceptúa a Judas. En otra ocasión nada dijo Cristo acerca de sus discípulos habiendo Él preguntado: Pero vosotros ¿quién decís que soy yo? respondió Pedro: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Ahora, en cambio, como Pedro los englobó a todos y dijo: Nosotros hemos creído, justamente Cristo exceptuó del número a Judas. Y lo hace comenzando a revelar la perfidia del traidor con mucha antelación. Aunque sabía que nada le aprovechaba, sin embargo puso Él lo que de estaba de su parte.
Mira también su sabiduría. No lo descubrió, pero tampoco permitió que quedara del todo oculto, tanto para que no se tornara más imprudente y obstinado, como también para no pensar que quedaba oculto, más audazmente se atreviera a su crimen. Por esto en lo que sigue lo reprende más claramente. Pues primero lo mezcló con el grupo cuando dijo: algunos de entre vosotros que no creen, lo cual explica el evangelista diciendo: Porque desde el principio sabía bien Jesús quiénes eran los que no creían y quién era el que lo entregaría. Como Judas persistía en su incredulidad, más acremente punza diciendo: Uno de vosotros es un diablo; pero con el objeto de mantener a Judas aún oculto, aterroriza a todos.
Razonablemente se puede aquí preguntar por qué ahora los discípulos nada dicen, ni dudan, ni temen, ni se miran unos a otros ni preguntan: ¿Acaso soy yo, Señor? Tampoco hace Pedro señas a Juan para que pregunte al Maestro quién es el traidor. ¿Por qué esto? Fue porque Pedro aún no había escuchado aquella palabra: ¡Apártate de mí, Satanás! y por lo que aún mismo no temía. Pero después de que se le increpó y de haber él hablado con crecido afecto, no recibió alabanza alguna, sino que se le llamó Satanás, o sea, tropiezo. De modo que cuando escuchó aquella otra palabra: Uno de vosotros me va a entregar, entonces sí temió en su corazón. Por otra parte, en esta ocasión Jesús no dice: Uno de vosotros me va a entregar, sino: Uno de vosotros es un diablo. Así no comprendían lo que Él decía y pensaban que únicamente reprendía la perversidad en general.
San Cirilo de Alejandría, obispo
Homilía: Duro es este lenguaje
Comentarios a San Juan. En: Jesús Solano, Textos Eucarístico primitivos (San Cirilo de Alejandría), B.A.C., Madrid (1979), pp. 404-413.
Muchos, pues, de los discípulos que lo oyeron dijeron: Duro es este lenguaje: ¿sufre el oírlo?
Y sabiendo Jesús por sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo (Jn 6,60s).
Tal es la costumbre de los necios, porque siempre condenan lo más fino de las enseñanzas y destrozan, sin saber, la doctrina que supera su capacidad, porque no la entienden ellos; y, sin embargo, más debían aplicarse a aprender y más debían querer aguzarse con las cosas dichas; no, por el contrario, oponerse a palabras tan sabias y llamar duro lo que convenía hasta admirar. Les pasa lo mismo que si uno ve aguantarse a los que les faltan los dientes. Porque éstos se lanzan a los alimentos más blandos, y muchas veces desprecian los manjares más exquisitos, y lo que es mejor lo hacen malo, sin querer confesar la enfermedad por la que se ven forzados a rechazarlo. También los ignorantes y los de inferior inteligencia se horrorizan ante el conocimiento profundo, a caza del cual convenía ir con todo esfuerzo y con muchos trabajos, sin detenerse hasta alcanzarlo con incesante diligencia.
Por tanto, el varón espiritual tendrá sus delicias en las palabras de nuestro Salvador y clamará más bien con toda razón: ¡Cuán dulces son a mi paladar sus dichos; mas que miel y panal a mi boca! (Ps 118,103). Mas el judío animal, pensando neciamente ser locura el misterio espiritual e invitado por las palabras del Salvador a subir a una inteligencia digna del hombre, siempre cae en la locura habitual, llamando a lo malo bueno, y a lo bueno, malo, conforme al dicho del profeta (Es 5,20). Hará de nuevo como sus padres, y se encontrará también en esto imitando las ignorancias de sus progenitores, pues aquéllos, por su parte, recibiendo el maná que Dios les enviaba y participando de la bendición de arriba, eran arrastrados a la más grosera costumbre y echaban de menos los hedores que tenían en Egipto, anhelando ver cebollas, puerros y ollas de carne (cf. Num 11,5; Ex 16,3); y éstos, por su parte, exhortados a recibir la eficacia vivificante del Espíritu y siendo enseñados a alimentarse del pan verdadero, del que venía del Dios y Padre, se vuelven a su error, amigos del placer más que amigos de Dios (2 Tim 3,4); y como sus progenitores condenaban el alimento mismo del maná, atreviéndose a decir: Nuestra vida se marchita (Num 11,6) con este maná, así éstos, a su vez, rechazan el pan verdadero, no avergonzándose de decir: Duro es este lenguaje.
Conviene, por consiguiente, que sean sabios los que oyen los divinos misterios; conviene que sean peritos cambistas, para conocer la moneda legítima y la falsa, y ni en las cosas que se han de admitir por fe introduzcan investigaciones sin término ni en las cosas que necesitan investigación derrochen fe, que es, a veces, perjudicial, sino que den lo conveniente a cada cosa de las que se dicen y vayan por el camino recto, evitando el desviarse a una parte y a otra. Pues ha de ir por el camino real quien corre tras la fe recta de Cristo.
¿Esto os escandaliza? ¿Pues que si viereis al Hijo del hombre subir a donde estaba primero? (Jn 6,61s).
Por una extremada ignorancia se escandalizaban de sus palabras algunos de los discípulos de Cristo Salvador. Pues como le oyesen decir: En verdad, en verdad os digo: Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros (Jn 6,53), suponían que se les invitaba a una crueldad propia de fieras, que se les mandaba comer carne inhumanamente y sorber sangre y que se les obligaba a hacer cosas que sólo oírlas estremece. Porque no conocían la belleza del misterio y la bellísima disposición que había sido encontrada sobre él; por esto andaban diciendo entre sí aquello: ¿Cómo el cuerpo humano va a insertar en nosotros la vida eterna? ¿Qué va a aprovechar para la inmortalidad lo que es de la misma naturaleza que nosotros?
Conociendo, pues, Cristo sus deliberaciones, porque todo está desnudo y descubierto a sus ojos (Hebr 4,13), cuida de que comprendan las cosas que ignoran conduciéndolos aún de la mano de muchas maneras. Vosotros, dice, muy neciamente os escandalizáis de lo que me habéis oído. Porque si todavía no tenéis conocimiento para creer, a pesar de que frecuentemente os he iniciado en ello, que mi cuerpo os ha de meter vida, ¿qué disposición tendréis, dice, cuando lo veáis volar al cielo? Pues no sólo prometo que subiré al mismo cielo, para que no digáis de nuevo aquel cómo (cf. Io 6,52), sino que el espectáculo ha de darse ante vuestros ojos para confundir a todo el que contradiga.
Pues si veis, dice, subiendo al cielo al Hijo del hombre, ¿que diréis entonces? Porque quedaréis convencidos de obrar no poco neciamente. Porque si pensáis que mi carne no puede poner en vosotros la vida, ¿cómo subirá al cielo cual un ave? Porque si no puede vivificar, por no ser de su naturaleza el vivificar, ¿cómo marchará por los aires y cómo subirá a los cielos?; pues también esto es igualmente imposible a la carne. Mas si sube fuera de lo que le es natural, ¿qué impide todavía el que también vivifique, aunque no sea de su naturaleza el vivificar, por lo que hace (digo) a su propia naturaleza? Porque aquel que hizo celestial lo que es de tierra, lo hará también vivificante, aunque por su propio ser sea de tal naturaleza, que hubiera de corromperse…
El espíritu es el que vivifica; la carne de nada aprovecha (Jn 6,63). No con absoluta falta de inteligencia habéis atribuido a la carne la incapacidad de vivificar; porque cuando se considera la sola naturaleza de la carne en sí misma, evidentemente que no es vivificadora, ya que no vivificará en absoluto a cosa alguna de las que existen, antes tiene ella necesidad de quien pueda vivificarla. Mas examinando con empeño el misterio de la encarnación y aprendiendo entonces quién es el que habita en esta carne, estaréis enteramente en disposición de aceptar, a no ser que queráis contradecir al mismo Espíritu Santo, que puede vivificar, aunque de por sí la carne de nada aproveche.
Pues por estar unida al Verbo vivificador, se ha hecho toda vivificadora, levantada ella a la potencia del que es superior (el Verbo), no habiendo forzado ella hacia su propia naturaleza al que por ningún lado puede ser vencido. Y así, por más que la naturaleza de la carne sea impotente, por cuanto a ella hace, para vivificar, pero obrará esto teniendo al Verbo vivificador y llevando en sí toda la potencia del Verbo. Pues es cuerpo de la que es vida por naturaleza y no de uno cualquiera de los hombres, acerca del cual con razón valdría aquello: La carne de nada aprovecha. Porque no obrará en nosotros esto la carne de Pablo, por ejemplo, ni la de Pedro, o bien la de cualquier otro; la sola excepción es la carne de Cristo, nuestro Salvador, en el cual habitó toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2,9).
Y cierto que sería la cosa más absurda el que por una parte la miel pusiera su propia cualidad en lo que por naturaleza no es dulce y pudiera transformar en sí aquello con lo que se mezcla, y pensar, por otra parte, que la naturaleza vivificadora del Verbo no levanta a su propia bondad al cuerpo en el que habitó. Por consiguiente, de todos los demás es verdad lo de que la carne de nada aprovecha; fallará en solo Cristo, porque en aquella carne habita la vida, es decir, el Unigénito.
Y se llama a sí mismo espíritu: Pues Dios es espíritu (Jn 4,24); y según el bienaventurado Pablo: Porque el Señor es el Espíritu (2 Cor 3,17). Y no decimos esto por negar que el Espíritu Santo tenga subsistencia propia, sino que como se llama a sí mismo Hijo del hombre por haberse hecho hombre, así ahora se nombra por su propio espíritu. Porque no es ajeno de él su Espíritu.
Las palabras que os he hablado son espíritu y son vida (Jn 6,63).
Todo su propio cuerpo llena (Cristo) con la potencia vivificadora del Espíritu. Y así llama ya espíritu a su carne, y no porque eche abajo el que es carne, sino por estar ésta sumamente unida a él y por revestir toda su fuerza vivificadora de él, debiendo ya ser llamada también espíritu. Y nada de extraño tiene esto, ni hay por qué te escandalices de ello. Pues si el que se adhiere al Señor, un espíritu es (1 Cor 6,17), ¿cómo el propio cuerpo de El (del Señor) no ha de ser, con más razón, dicho uno como algo de el?
Por tanto, con lo que antecede quiere significar esto: Por vuestros razonamientos interiores caigo en la cuenta, dice; estáis sin entender porque andáis discutiendo el que de mí haya salido el dicho de que el cuerpo terreno es por su naturaleza vivificadora; sin embargo, no es ése el fin adonde se dirigen mis palabras, porque toda la explicación que yo os hacía versaba sobre el Espíritu divino y sobre la vida eterna. Pues no es la naturaleza de la carne la que hace vivificador al espíritu, sino la fuerza del Espíritu hace al cuerpo vivificador. Por eso las palabras que os tengo dichas son espíritu, es decir, espirituales y que tratan sobre el Espíritu, y son vida, que está por vivificadoras y acerca de la vida por naturaleza.
Y no dice esto por destruir su propia carne, sino enseñándonos lo que es verdad. Así, lo que hace poco tenemos dicho, lo volveremos a repetir por la utilidad que en ello hay: la naturaleza de la carne, ella de por sí, no podría vivificar; pues ¿que más habría en el que es por naturaleza Dios? Pero no ha de entenderse que en Cristo está sola y en sí misma; tiene unido al Verbo, el cual es por naturaleza vida. Por eso, cuando Cristo la llama vivificadora, no atribuye a ella el poder vivificar tanto como a sí mismo o a su propio Espíritu. Porque por él es también vivificador su propio cuerpo, ya que lo transformó elevándolo a su propia fuerza; pero el modo, ni es comprensible para la mente ni puede expresarlo la lengua, sino que ha de ser honrado con silencio y con fe, que excede a la razón.
Mas que frecuentemente se nombre también el Hijo en las Escrituras, inspiradas por Dios, con el nombre del Espíritu, lo conoceremos por lo siguiente. Escribe, pues, el bienaventurado Juan: Este es el que vino por agua y sangre, Jesucristo; no en el agua solamente, sino en el agua y en el espíritu, y el espíritu es quien testifica, porque el espíritu es la verdad (1 Jn 5,6).
He aquí, pues, que llama espíritu a la verdad, y eso que Cristo clama en términos precisos: Yo soy la verdad (Jn 14,6). Pablo a su vez, escribiéndonos, dice: Los que están en la carne no pueden agradar a Dios; mas vosotros no estáis en la carne, sino en el espíritu, si es que el espíritu de Dios habita en vosotros. Que si alguno no tiene el espíritu de Cristo, ese tal no es de él. Y si Cristo está en vosotros, el cuerpo, ciertamente, está muerto a causa del pecado, mas el espíritu es vida a causa de la justicia (Rom 8,8ss). Aquí también, después de haber dicho que el Espíritu de Dios habita en nosotros, dijo estar en nosotros el mismo Cristo. Porque es inseparable del Hijo su Espíritu, según la razón de identidad de naturaleza, aunque se entienda existir en la propia, hipóstasis.
Por esto con frecuencia procede indiferentemente; unas veces, nombrándose a sí mismo; otras, nombrando al Espíritu.
Balduino de Cantorbery
Tratado: Sobre la fe de los apóstoles
Tratado sobre el sacramento del altar, Parte 2, 3: SC 93, 296-300 (Liturgia de las Horas).
«Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).
Entre los discípulos de Cristo había quienes creían y quienes no creían, y entre los no creyentes se encontraba Judas, que lo iba entregar. Cristo los conocía a todos: a los creyentes y a los incrédulos; al que lo iba a entregar y a los que iban a separarse de él.
Pero antes que se separen los que han de dejarlo, les aclara que la fe no es de todos, sino de aquellos a quienes el Padre les concede acercarse a él. Pues el misterio de la fe no puede revelarlo nadie de carne y hueso, sino el Padre que está en el cielo. Es él quien a unos otorga el don de creer y a otros no. Por qué a algunos no les otorga este don, él lo sabe: a nosotros no nos es dado saberlo; y ante una realidad tan incomprensible y tan escondida a nuestros ojos, no nos cabe otra posibilidad que exclamar y decir llenos de admiración: ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento, el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!
Muchos de los discípulos que no habían creído se echa-ron atrás y se fueron, no en pos de Jesús sino en pos de Satanás. Entonces dijo Jesús a los Doce que se habían quedado con él: ¿También vosotros queréis marcharos? Simón Pedro le contestó: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Si nos apartamos de ti, ¿dónde encontraremos la vida y la verdad?, ¿dónde encontraremos al autor de la vida?, ¿dónde a un doctor de la verdad como tú? Tú tienes palabras de vida eterna. Tus palabras, escuchadas con reverencia y conservadas con fe profunda, dan la vida eterna. Tus palabras nos prometen la vida eterna mediante la administración de tu cuerpo y de tu sangre.
Y nosotros, dando fe a tus palabras, creemos y sabemos que tú mismo eres el Mesías, el Hijo de Dios; es decir, creemos que tú eres la vida eterna, y que en tu carne y en tu sangre no nos das sino lo que tú eres. Creemos —dice—y sabemos que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios; esto es, creemos y sabemos que tú eres el Hijo de Dios; por tanto, es normal que tú tengas palabras de vida eterna, y todo lo que has dicho respecto a comer tu carne y a beber tu sangre, creemos y sabemos que es verdad, porque tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.
No dijo sabemos y creemos, sino creemos y sabemos Esto puede entenderse de aquel conocimiento que se va formando en la mente mediante el crecimiento de la fe. De este conocimiento está escrito: Si no creéis, no podréis comprender. Ya la misma fe es cierto conocimiento incluso en aquellos que creen simplemente, sin comprender las razones de la fe. En cambio, el conocimiento que llega a ser formulado en conceptos es propio de aquellos que con la práctica tienen una sensibilidad entrenada para conocer más plenamente las razones de la fe, siempre prontos para dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza a todo el que se la pidiere.
San Francisco de Asís
Admoniciones: El Cuerpo del Señor.
Primera Admonición.
«El Espíritu es quien da vida, la carne no sirve para nada» (Jn 6,63).
«Dice el Señor Jesús a sus discípulos: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie llega al Padre sino por mí. Si me conocierais a mí, conoceríais, por cierto, también a mi Padre; y desde ahora lo conoceréis y lo habéis visto. Felipe le dice: Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Le dice Jesús: Tanto tiempo llevo con vosotros; ¿y no me habéis conocido? Felipe, el que me ve a mí, ve también a mi Padre (Jn 14, 6-9). El Padre habita en una luz inaccessible (1Tim 6,16) y Dios es espíritu (Jn 4,24) y a Dios nadie lo ha visto jamás (Jn 1,18). Y no puede ser visto sino en el espíritu, porque el espíritu es el que vivifica; la carne no es de provecho en absoluto (Jn 6,63). Ni siquiera el Hijo es visto por nadie en lo que es igual al Padre, de forma distinta qua el Padre, de forma distinta que el Espíritu Santo. Por eso, todos los que vieron según la humanidad al Señor Jesús y no lo vieron ni creyeron, según el espíritu y la divinidad, que él era el verdadero Hijo de Dios, quedaron condenados; del mismo modo ahora, todos los que ven el sacramento, que se consagra por las palabras del Señor sobre el altar por manos del sacerdote en forma de pan y vino, y no ven ni creen, según el espíritu y la divinidad, que es verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, están condenados, como atestigua el Altísimo mismo, que dice: Esto es mi cuerpo y la sangre de mi nuevo testamento (Mc 14, 22.24); y: Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna (Jn 6,55). Así, pues, es el espíritu del Señor, que habita en sus fieles, el que recibe el santísimo cuerpo y sangre del Señor. Todos los otros, que no participan de ese mismo espíritu y presumen recibirlo, se comen y beben su sentencia (1Cor 11,29).
Por eso, ¡oh hijos de los hombres! ¿hasta cuándo seréis duros de corazón? (Sal 4,3). ¿Por qué no reconocéis la verdad y creéis en el Hijo de Dios? (Jn 9,35). Ved que diariamente se humilla (Flp 2,8), como cuando desde el trono real (Sab 18,15) descendió al seno de la Virgen; diariamente viene a nosotros él mismo en humilde apariencia; diariamente desciende del seno del Padre (Jn 1,18; 6,38) al altar en manos del sacerdote. Y como se mostró a los santos apóstoles en carne verdadera, así también ahora se nos muestra a nosotros en el pan consagrado. Y lo mismo que ellos con la vista corporal veían solamente su carne, pero con los ojos que contemplan espiritualmente creían que él era Dios, así también nosotros, al ver con los ojos corporales el pan y el vino, veamos y creamos firmemente que es su santísimo cuerpo y sangre vivo y verdadero.Y de esta manera está siempre el Señor con sus fieles, como él mismo dice. Ved que yo estoy con vosotros hasta la consumación del siglo (Mt 28,20).
San Juan Pablo II, papa
Homilía (26-08-1979): Fe auténtica y segura
Visita Pastoral a Veneto.
Belluno, Domingo 26 de agosto de 1979
«Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68).
Venerables hermanos obispos, y vosotros, sacerdotes y fieles de ]as Iglesias de Belluno y del Véneto:
2. […] Permitidme, a fin de encuadrar mejor nuestra asamblea litúrgica y de darle la necesaria referencia o fundamento que es la Palabra de Dios, permitidme volver a tomar el importante texto evangélico que acabamos de escuchar. Como sabéis, ya desde hace algunas semanas, en los domingos de este período per annum, la Iglesia, con sabia pedagogía, nos hace leer y meditar el gran discurso que tuvo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún, para presentar «el pan de vida» y para presentarse a sí mismo como pan de vida. También hoy se nos propone un pasaje, el final (cf. Jn 6, 60-69), en el que las repetidas y solemnes proposiciones del Señor requieren, por parte nuestra, una respuesta decidida de fe, corno la requirieron entonces por parte de los discípulos. Recordad lo que leímos el domingo pasado: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día». «El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él» (ib., 54. 56). Son afirmaciones de altísimo contenido espiritual que ciertamente no se comprenden ni se explican con el metro de la razón humana: en efecto, trascienden los límites de la existencia terrena; nos hablan de vida eterna y de resurrección; miran hacia una relación misteriosa entre Cristo y el creyente, que se configura como compenetración recíproca de pensamiento, de sentimiento y de vida. Ahora, ¿de qué modo podemos sintonizar con un discurso de tanta altura? «Muchos de sus discípulos —leemos en el Evangelio de hoy— dijeron: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas?»(ib., 60).
Se nos presenta, pues, la actitud humana, terrena, como la sugiere el simple raciocinio, ante las perspectivas abiertas por la palabra de Jesús. Pero he aquí que viene sobre nosotros la certeza, porque El mismo asegura: «Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida» (ib., 63). Y he aquí ante la ineludible alternativa de aceptar o rechazar estas palabras suyas, la respuesta ejemplar y para nosotros corroborante que dio Pedro: la suya es una profesión de fe magistral: «Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (ib., 69).
[…] El mismo Pedro, primer Vicario de Cristo, enseña a sus sucesores cuál debe ser la línea a seguir para no faltar al deber apostólico, para no desviarse del camino recto, para responder menos indignamente al designio redentor de Cristo, pastor supremo de la grey. Esta línea es la fe: fe cierta, plena, inquebrantable en la Palabra de Cristo y en la Persona de Cristo: fe como se manifestó en Cesarea de Filipo, cuando es Pedro quien, superando las opiniones limitadas y erróneas de los hombres, reconoce en Jesús «al Cristo, el Hijo de Dios vivo» (cf. Mt 16, 16); fe cual se manifiesta en la lectura de hoy, cuando es Pedro quien una vez más confiesa la validez trascendente «para la vida eterna» de las palabras mismas de Cristo. Se trata de una doble y espléndida profesión de fe, que —como observa San León Magno— la repite cada día Pedro en toda la Iglesia (cf. Sermo III. 3; PL 54, 146)…
3. Pero la aludida oportunidad o conveniencia de este Evangelio es clara también para vosotros, que me estáis escuchando ahora. El tema de la fe de Pedro, esto es, de la fe auténtica y segura, se aplica muy bien, por su ejemplaridad, a los herederos de una tradición religiosa que… se distingue por la solidez, por la coherencia, por la capacidad de incidir sobre las sanas costumbres morales. Hablo de vuestra fe, hermanos… ¿Qué herencia más preciosa; qué tesoro más querido podría recomendaros el Papa que ha venido a visitaros? Por la gracia de Dios y —es justo reconocerlo— por la incansable dedicación de tantos pastores, este patrimonio está todavía sustancialmente intacto: la fe que vuestros padres os transmitieron como lámpara luminosa, está viva y ardiente; pero con todo, es necesario vigilar y vigilar constantemente (¿recordáis la parábola de las diez vírgenes? cf. Mt 25, 1-13), es necesario vigilar y orar (cf. Mt 26, 41; Mc 14, 34. 38; Lc 12, 35-40), para que esta lámpara no se apague jamás, sino que resista a los vientos y tempestades, brille con intensidad mayor y con más amplio poder de irradiación, y esté abierta a la comprensión y a la conquista. Hoy hay verdadera necesidad de una fe madura, sólida, valiente frente a las incertidumbres que vienen de algunos hermanos…
4. Al llegar aquí, el tema de la fe que hay que —custodiar, profundizar, difundir— me lleva casi naturalmente a dirigirme a los jóvenes. Sabéis que en los encuentros y en las audiencias públicas nunca dejo de hablarles, y lo hago no sólo por la obvia y, se diría interesada razón que supone la misma edad al reservarles el porvenir y al convertirlos, a corto plazo, en protagonistas de los acontecimientos, sino también y sobre todo por las dotes peculiares que son propias de la juventud: el entusiasmo y la generosidad, la. lealtad y viveza, el sentido de la justicia, la pronta disponibilidad para servir a los hermanos en tantas formas de asistencia y caridad, la repulsa de los términos medios, el desprecio de los cálculos mezquinos, la repugnancia por cualquier forma de hipocresía, y yo deseo también el rechazo de cualquier forma de intolerancia y de violencia.
Os diré, pues, jóvenes que me escucháis, que la Iglesia desde siempre, pero hoy más aún que en el pasado, cuenta con vosotros, tiene confianza en vosotros, espera mucho de vosotros en orden al cumplimiento de su misión salvífica en el mundo. Por esto, acoged con corazón abierto esta reiterada llamada mía, que suena a invitación para entrar animosamente en la dinámica de la acción eclesial. ¿Qué sería de la Iglesia sin vosotros? Por eso confía tanto en vosotros. Nos confortan las promesas formales de Cristo, que ha garantizado a la Iglesia su presencia y asistencia ininterrumpidas (cf. Mt 28, 20; 16, 18); pero no nos eximen del deber permanente de acompañar esta certeza superior con nuestra actividad diligente y asidua. Y precisamente aquí es donde encuentra su puesto mi llamada insistente a vosotros, jóvenes, que tendrá —lo deseo de todo corazón— una respuesta pronta y positiva por parte vuestra.
5. […] Encomiendo a la maternal protección de María los múltiples contactos entre los hombres, por encima de toda frontera, raza y nación, los cuales precisamente en esta región son tan numerosos y se demuestran fructíferos. ¡Continuad profundizando y reforzando de este modo la mutua comprensión y la convivencia pacífica entre los diversos grupos étnicos y entre los pueblos! María, la Madre de la Iglesia, es al mismo tiempo también la Reina de la Paz.
¡María, Reina de la Iglesia y Reina de la Paz, ruega por nosotros!
Benedicto XVI, papa
Homilía (11-09-2011): Recuperar el Primado de Dios.
Visita Pastoral a Ancona. Santa Misa para la Clausura del XXV Congreso Eucarístico Nacional Italiano.
Astillero de Ancona, Domingo 11 de septiembre de 2011
«Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6,60).
Queridísimos hermanos y hermanas:
1.[…] En Bari hemos hecho memoria de cómo «sin el Domingo no podemos vivir»; hoy, nuestro reencuentro se caracteriza por la «Eucaristía para la vida cotidiana».
3. «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?» (Jn 6, 60). Ante el discurso de Jesús sobre el pan de vida, en la Sinagoga de Cafarnaún, la reacción de los discípulos, muchos de los cuales abandonaron a Jesús, no está muy lejos de nuestras resistencias ante el don total que él hace de sí. Porque acoger verdaderamente este don quiere decir perderse a sí mismo, dejarse fascinar y transformar, hasta vivir de él, como nos ha recordado el apóstol san Pablo en la segunda lectura: «Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 8).
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque con frecuencia confundimos la libertad con la ausencia de vínculos, con la convicción de poder actuar por nuestra cuenta, sin Dios, a quien se ve como un límite para la libertad. Y esto es una ilusión que no tarda en convertirse en desilusión, generando inquietud y miedo, y llevando, paradójicamente, a añorar las cadenas del pasado: «Ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en la tierra de Egipto», decían los israelitas en el desierto (Ex 16, 3), como hemos escuchado. En realidad, sólo en la apertura a Dios, en la acogida de su don, llegamos a ser verdaderamente libres, libres de la esclavitud del pecado que desfigura el rostro del hombre, y capaces de servir al verdadero bien de los hermanos.
«Este modo de hablar es duro»; es duro porque el hombre cae con frecuencia en la ilusión de poder «transformar las piedras en pan». Después de haber dejado a un lado a Dios, o haberlo tolerado como una elección privada que no debe interferir con la vida pública, ciertas ideologías han buscado organizar la sociedad con la fuerza del poder y de la economía. La historia nos demuestra, dramáticamente, cómo el objetivo de asegurar a todos desarrollo, bienestar material y paz prescindiendo de Dios y de su revelación concluyó dando a los hombres piedras en lugar de pan. El pan, queridos hermanos y hermanas, es «fruto del trabajo del hombre», y en esta verdad se encierra toda la responsabilidad confiada a nuestras manos y nuestro ingenio; pero el pan es también, y ante todo, «fruto de la tierra», que recibe de lo alto sol y lluvia: es don que se ha de pedir, quitándonos toda soberbia y nos hace invocar con la confianza de los humildes: «Padre (…), danos hoy nuestro pan de cada día» (Mt 6, 11).
El hombre es incapaz de darse la vida a sí mismo, él se comprende sólo a partir de Dios: es la relación con él lo que da consistencia a nuestra humanidad y lo que hace buena y justa nuestra vida. En el Padrenuestro pedimos que sea santificado su nombre, que venga su reino, que se cumpla su voluntad. Es ante todo el primado de Dios lo que debemos recuperar en nuestro mundo y en nuestra vida, porque es este primado lo que nos permite reencontrar la verdad de lo que somos; y en el conocimiento y seguimiento de la voluntad de Dios donde encontramos nuestro verdadero bien. Dar tiempo y espacio a Dios, para que sea el centro vital de nuestra existencia.
¿De dónde partir, como de la fuente, para recuperar y reafirmar el primado de Dios? De la Eucaristía: aquí Dios se hace tan cercano que se convierte en nuestro alimento, aquí él se hace fuerza en el camino con frecuencia difícil, aquí se hace presencia amiga que transforma. Ya la Ley dada por medio de Moisés se consideraba como «pan del cielo», gracias al cual Israel se convierte en el pueblo de Dios; pero en Jesús, la palabra última y definitiva de Dios, se hace carne, viene a nuestro encuentro como Persona. Él, Palabra eterna, es el verdadero maná, es el pan de la vida (cf. Jn 6, 32-35); y realizar las obras de Dios es creer en él (cf. Jn 6, 28-29). En la última Cena Jesús resume toda su existencia en un gesto que se inscribe en la gran bendición pascual a Dios, gesto que él, como hijo, vive en acción de gracias al Padre por su inmenso amor. Jesús parte el pan y lo comparte, pero con una profundidad nueva, porque él se dona a sí mismo. Toma el cáliz y lo comparte para que todos pueden beber de él, pero con este gesto él dona la «nueva alianza en su sangre», se dona a sí mismo. Jesús anticipa el acto de amor supremo, en obediencia a la voluntad del Padre: el sacrificio de la cruz. Se le quitará la vida en la cruz, pero él ya ahora la entrega por sí mismo. Así, la muerte de Cristo no se reduce a una ejecución violenta, sino que él la transforma en un libre acto de amor, en un acto de autodonación, que atraviesa victoriosamente la muerte misma y reafirma la bondad de la creación salida de las manos de Dios, humillada por el pecado y, al final, redimida. Este inmenso don es accesible a nosotros en el Sacramento de la Eucaristía: Dios se dona a nosotros, para abrir nuestra existencia a él, para involucrarla en el misterio de amor de la cruz, para hacerla partícipe del misterio eterno del cual provenimos y para anticipar la nueva condición de la vida plena en Dios, en cuya espera vivimos.
¿Pero qué comporta para nuestra vida cotidiana este partir de la Eucaristía a fin de reafirmar el primado de Dios? La comunión eucarística, queridos amigos, nos arranca de nuestro individualismo, nos comunica el espíritu de Cristo muerto y resucitado, nos conforma a él; nos une íntimamente a los hermanos en el misterio de comunión que es la Iglesia, donde el único Pan hace de muchos un solo cuerpo (cf. 1 Co 10, 17), realizando la oración de la comunidad cristiana de los orígenes que nos presenta el libro de la Didaché: «Como este fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino» (ix, 4). La Eucaristía sostiene y transforma toda la vida cotidiana. Como recordé en mi primera encíclica, «en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros», por lo cual «una Eucaristía que no comporte un ejercicio concreto del amor es fragmentaria en sí misma» (Deus caritas est, 14).
La historia bimilenaria de la Iglesia está constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida comunitaria; nace, por lo tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada. Nutrirse de Cristo es el camino para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino entrar en la misma lógica de amor y de donación del sacrificio de la cruz. Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado, sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento, vestir a quien está desnudo, visitar al enfermo y al preso (cf. Mt 25, 34-36). En cada persona sabrá ver al mismo Señor que no ha dudado en darse a sí mismo por nosotros y por nuestra salvación. Una espiritualidad eucarística, entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la gratuidad, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas. Una espiritualidad eucarística es el alma de una comunidad eclesial que supera divisiones y contraposiciones y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la unidad de la Iglesia, de su vitalidad y de su misión. Una espiritualidad eucarística es el camino para restituir dignidad a las jornadas del hombre y, por lo tanto, a su trabajo, en la búsqueda de conciliación de los tiempos dedicados a la fiesta y a la familia y en el compromiso por superar la incertidumbre de la precariedad y el problema del paro. Una espiritualidad eucarística nos ayudará también a acercarnos a las diversas formas de fragilidad humana, conscientes de que ello no ofusca el valor de la persona, pero requiere cercanía, acogida y ayuda. Del Pan de la vida sacará vigor una renovada capacidad educativa, atenta a testimoniar los valores fundamentales de la existencia, del saber, del patrimonio espiritual y cultural; su vitalidad nos hará habitar en la ciudad de los hombres con la disponibilidad a entregarnos en el horizonte del bien común para la construcción de una sociedad más equitativa y fraterna.
Queridos amigos, volvamos … con la fuerza de la Eucaristía en una constante ósmosis entre el misterio que celebramos y los ámbitos de nuestra vida cotidiana. No hay nada auténticamente humano que no encuentre en la Eucaristía la forma adecuada para ser vivido en plenitud: que la vida cotidiana se convierta en lugar de culto espiritual, para vivir en todas las circunstancias el primado de Dios, en relación con Cristo y como donación al Padre (cf. Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 71). Sí, «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4): nosotros vivimos de la obediencia a esta palabra, que es pan vivo, hasta entregarnos, como Pedro, con la inteligencia del amor: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69).
Como la Virgen María, seamos también nosotros «regazo» disponible que done a Jesús al hombre de nuestro tiempo, despertando el deseo profundo de aquella salvación que sólo viene de él. Buen camino, con Cristo Pan de vida, a toda la Iglesia que está en Italia. Amén.
Ángelus (26-08-2012): Entendió porque creyó.
Castelgandolfo, Domingo 26 de agosto de 2012.
«Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,69).
Queridos hermanos y hermanas:
Los domingos pasados meditamos el discurso sobre el «pan de vida» que Jesús pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm después de alimentar a miles de personas con cinco panes y dos peces. Hoy, el Evangelio nos presenta la reacción de los discípulos a ese discurso, una reacción que Cristo mismo, de manera consciente, provocó. Ante todo, el evangelista Juan —que se hallaba presente junto a los demás Apóstoles—, refiere que «desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6, 66). ¿Por qué? Porque no creyeron en las palabras de Jesús, que decía: Yo soy el pan vivo bajado del cielo, el que coma mi carne y beba mi sangre vivirá para siempre (cf. Jn 6, 51.54); ciertamente, palabras en ese momento difícilmente aceptables, difícilmente comprensibles. Esta revelación —como he dicho— les resultaba incomprensible, porque la entendían en sentido material, mientras que en esas palabras se anunciaba el misterio pascual de Jesús, en el que él se entregaría por la salvación del mundo: la nueva presencia en la Sagrada Eucaristía.
Al ver que muchos de sus discípulos se iban, Jesús se dirigió a los Apóstoles diciendo: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6, 67). Como en otros casos, es Pedro quien responde en nombre de los Doce: «Señor, ¿a quién iremos? —también nosotros podemos reflexionar: ¿a quién iremos?— Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 68-69). Sobre este pasaje tenemos un bellísimo comentario de san Agustín, que dice, en una de sus predicaciones sobre el capítulo 6 de san Juan: «¿Veis cómo Pedro, por gracia de Dios, por inspiración del Espíritu Santo, entendió? ¿Por qué entendió? Porque creyó. Tú tienes palabras de vida eterna. Tú nos das la vida eterna, ofreciéndonos tu cuerpo [resucitado] y tu sangre [a ti mismo]. Y nosotros hemos creído y conocido. No dice: hemos conocido y después creído, sino: hemos creído y después conocido. Hemos creído para poder conocer. En efecto, si hubiéramos querido conocer antes de creer, no hubiéramos sido capaces ni de conocer ni de creer. ¿Qué hemos creído y qué hemos conocido? Que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, es decir, que tú eres la vida eterna misma, y en la carne y en la sangre nos das lo que tú mismo eres» (Comentario al Evangelio de Juan, 27, 9). Así lo dijo san Agustín en una predicación a sus fieles.
Por último, Jesús sabía que incluso entre los doce Apóstoles había uno que no creía: Judas. También Judas pudo haberse ido, como lo hicieron muchos discípulos; es más, tal vez tendría que haberse ido si hubiera sido honrado. En cambio, se quedó con Jesús. Se quedó no por fe, no por amor, sino con la secreta intención de vengarse del Maestro. ¿Por qué? Porque Judas se sentía traicionado por Jesús, y decidió que a su vez lo iba a traicionar. Judas era un zelote, y quería un Mesías triunfante, que guiase una revuelta contra los romanos. Jesús había defraudado esas expectativas. El problema es que Judas no se fue, y su culpa más grave fue la falsedad, que es la marca del diablo. Por eso Jesús dijo a los Doce: «Uno de vosotros es un diablo» (Jn 6, 70). Pidamos a la Virgen María que nos ayude a creer en Jesús, como san Pedro, y a ser siempre sinceros con él y con todos.
Congregación para el Clero
Js 24,1-2.15-17.18; Ef. 5,21 – 32; Jn 6,60-69
En este domingo concluye el “discurso del pan de vida”, inaugurado por Jesús con el signo de la multiplicación de los panes y de los peces. A las reacciones de la multitud, de los fariseos y de los discípulos, Jesús respondió con una progresiva profundidad, llevando a sus interlocutores a reconocer no simplemente el “signo”, sino todo el significado profundo de aquel milagro: es Dios quien de verdad da el verdadero Pan de vida, para la vida eterna, y este pan es el mismo Cristo, “Carne” ofrecida para la salvación del mundo.
Los últimos párrafos de todo el capítulo 6 del Evangelio de Juan involucran a los discípulos de Jesús: en la sinagoga de Cafanaum ellos también comienzan a murmurar, a dudar y a echarse para atrás porque “el lenguaje es demasiado duro”… Antes, más bien, de abrirse a la gracia e intuir el “signo”, ellos mismos se cierran el camino de la verdadera “inteligencia”, don del Espíritu Santo, que nace de la fe y de la humildad.
La respuesta de Jesús no puede ser otra que invitarlos a creer, a confiar, porque para Dios todo es posible. No está explicado cómo ocurrirá que el pan sea carne y el vino sangre, pero Él dice que es así. En el misterio admirable de la Eucaristía se trata, justamente, de decir con fe que el amor de Dios llega a ese extremo, imposible para los ojos del hombre. Por esto también nosotros podemos decir con Israel: “Él ha hecho estos grandes signos delante de nuestros ojos y nos ha cuidado durante todo el camino” (I Lectura).
También para Pedro, las palabras de Jesús resultan oscuras y duras. No es que haya entendido más que los otros, pero ha entendido que debe creer, y puede fiarse de Jesús, porque “sólo Él tiene palabras de vida eterna”, de vida verdadera.
La resistencia de la muchedumbre y al mismo tiempo las palabras de Pedro presentan dos modos posibles de responder a la “pretensión” de Jesús. Cuando nos alejamos de Él es porque en nosotros no hay la humildad propia de la verdadera fe, que nos hace acoger con confianza, también lo que no comprendemos y que va contra nuestra razón o contra nuestros deseos.
Las palabras de Pedro están sintetizadas en la postura de quien, delante del misterio eucarístico, se pone en humilde y silenciosa adoración, no con la duda en el corazón, sino con el deseo de quien desea la comunión plena con Él.
El Amén que la tradición litúrgica nos hace pronunciar en el momento de la Comunión, adquiere así un significado profundo, puesto que repite la misma profesión de Pedro: “No sin razón dices Amén, reconociendo que tomas el cuerpo de Cristo. Cuando te presentas para recibirlo, el Obispo te dice: ¡el cuerpo de Cristo! Y tú respondes: ¡Amén”, es decir, es verdad. Que el ánimo custodie lo que tu palabra reconoce” (San Ambrosio).
La Virgen Santísima, que dijo su fiat, nos obtenga la humildad de corazón, para reconocer el deseo y la grandeza del Don divino que se nos da en la Eucaristía.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Optar por Cristo
«¿También vosotros queréis marcharos?» La fe es una opción libre, una decisión de seguir a Cristo y de entregarse a Él. Nada tiene que ver con la inercia o la rutina. Por eso, ante las críticas de «muchos discípulos», Jesús no rebaja el listón, sino que se reafirma en lo dicho y hasta parece extremar su postura. De este modo, empuja a realizar una elección: «O conmigo o contra mí» (Mt 12,30).
«Nosotros creemos». Las palabras de Pedro indican precisamente esa elección. Una decisión que implica toda la vida. Como en la primera lectura: «Serviremos al Señor» (Jos 24,15.18). Como en las promesas bautismales: «Renuncio a Satanás. Creo en Jesucristo». Es necesario optar. Y, después, mantener esa decisión, renovando la opción por Cristo cada día, y aun varias veces al día: en la oración, ante las dificultades, frente a las tentaciones…
«Creemos y sabemos». Creemos y por eso sabemos. La fe nos introduce en el verdadero conocimiento. No se trata de entender para luego creer, sino de creer para poder entender (San Agustín). La fe nos abre a la verdad de Dios, a la luz de Dios. La fe es fuente de certeza: «sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios».
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo VI
La reafirmación de Pedro en el requerimiento de Cristo se corresponde a la del pueblo judío a su entrada en la tierra prometida. Cristo y la Iglesia, modelo de amor matrimonial y humano, según San Pablo.
La conflictividad de Cristo-Eucaristía no está en Él, sino en nosotros, que podemos aceptarlo con todas las consecuencias, como Pedro y los discípulos, o podemos, por inconsciencia, indiferencia o incredulidad, apartarnos del Él, como aquellos que lo hicieron en Cafarnaún.
–Josué 24,1-2.15-17.18: Nosotros serviremos al Señor, porque Él es nuestro Dios. La alianza de salvación es siempre de iniciativa divina, pero no elimina la responsabilidad humana. Hemos de corresponder con gran amor al amor inmenso de Dios.
La respuesta del pueblo elegido es un acto de fe y de aceptación: servirá al Dios del éxodo o salida de Egipto, al Dios que ha realizado tan grandes maravillas en su favor, al Dios que siempre ha sido fiel a sus promesas, no obstante las muchas rebeliones de Israel, que ahora funda su elección en el recuerdo agradecido y en la reflexión de la experiencia histórica vivida. Es una gran lección para nosotros, que hemos sido más favorecidos que el Antiguo Israel.
–El Salmo 33 nos ofrece elementos para meditar la lectura anterior: «Gustad y ved qué bueno es el Señor». Por eso lo bendecimos en todo momento y nuestra alma se gloría en el Señor, que está cerca de los atribulados y salva a los abatidos.
–Efesios 5,21-32: Es éste un gran misterio y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Nuestra aceptación de Cristo y nuestra comunión de vida con Él tiene como marco de garantía la comunión eclesial con su Esposa fiel, amada y purificada con su sangre. Escribe Orígenes:
«No quisiera que creyerais que se habla de la Esposa de Cristo, es decir, la Iglesia, con referencia únicamente al tiempo que sigue a la venida del Salvador en la carne, sino más bien se habla de ella desde el comienzo del género humano, desde la misma creación del mundo. Más aún, si puedo seguir a Pablo en la búsqueda de los orígenes de este misterio, he de decir que se hallan todavía más allá, antes de la misma creación del mundo. Porque dice Pablo: “Nos escogió en Cristo, antes de la creación del mundo, para que fuésemos santos’’ (Ef 1,4).
«Y dice también el Apóstol que la Iglesia está fundada, no solo sobre los apóstoles, sino también sobre los profetas (Ef 2,20). Ahora bien, Adán es adnumerado a los profetas: él fue quien profetizó aquel gran misterio que se refiere a Cristo y a la Iglesia, cuando dijo: “Por esta razón un hombre dejará su padre y su madre y se adherirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Gen 2,24). La Historia de la Salvación nos ofrece ejemplos maravillosos. El Apóstol, en efecto, se refiere claramente a estas palabras cuando afirma: “Este misterio es grande: me refiero en lo que respecta a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32).
«Más aún, el Apóstol dice: “Él amó tanto a la Iglesia, que se entregó por ella, santificándola con el lavatorio de agua” (Ef 5,26); aquí se muestra que la Iglesia no era inexistente antes. ¿Cómo podía haberla amado si no hubiera existido? No hay que dudar que existía ya, y por eso la amó. Porque la Iglesia existía en todos los santos que han existido desde el comienzo de los tiempos. Y por eso, Cristo amaba a la Iglesia y vino a ella» (Comentario al Cantar 2).
–Juan 6,61-70: Tú tienes palabras de vida eterna. Ante la Eucaristía han de definirse la fe y las actitudes de los hombres. San Agustín comenta:
«‘‘Si no coméis mi carne…’’. Y ¿quién sino la Vida pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje, pues, será muerte, no vida, para quien juzgue mendaz la Vida, escandalizáronse los discípulos; no todos a la verdad, sino muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas?… ¿Qué les respondió, pues? ¿Os escandaliza esto? Pues, ¿qué será ver al Hijo del Hombre subir a donde primero estaba? Claro es; si puedo subir íntegro, no puedo ser consumido.
«Así, pues, nos dio en su Cuerpo y en su Sangre un saludable alimento y, a la vez, en dos palabras, resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por lo mismo, quienes lo comen y beban quienes lo beben; tengan hambre y sed; coman la Vida, beban la Vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te rehaces que no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué otra cosa es sino vivir? Cómete la Vida, bébete la Vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida. Entonces será esto, el Cuerpo y la Sangre de Cristo será Vida para cada uno cuando lo que en este sacramento se toma visiblemente, el pan y el vino, que son signos, se come espiritualmente y espiritualmente se beba lo que significa. Porque le hemos oído al Señor decir: “El Espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida. Pero hay en vosotros algunos que no creen” (Ibid. 64-65). Eran los que decían: “¡Cuán duras palabras son estas!, ¿quién las puede aguantar?” (ib. 62). Duras, sí, para los duros; es decir son increíbles, mas lo son para los incrédulos» (Sermón 131,1).
Comentarios exegéticos
José Ma. Solé Roma
Comentario a las tres Lecturas
Ministros de la Palabra, Ciclo «B», Herder, Barcelona (1979).
Primera lectura: (Josué 24, 1 2. 15 18)
Israel no acaba de purificarse de su proclividad a la idolatría. Los Profetas levantan sin cesar la voz. Esta tentación no ha sido del todo superada. Ni la de la idolatría ni la del sincretismo religioso:
En el marco histórico de una asamblea cultural celebrada en el Santuario de Siquem se nos presenta a Josué sucesor de Moisés en la jefatura de Israel, en su calidad de gran caudillo, exigiendo a todo el pueblo, representado en los cabezas de las doce Tribus, la fidelidad y rechazar todos los ídolos, o prestar culto a los ídolos y abandonar a Yahvé.
– En su discurso apoya la fidelidad a Yahvé en tres razones principales: Dios se les ha revelado en la maravillosa historia de la liberación de Egipto como Dios Omnipotente y Único (17). Dios es Dios Santo que ha hecho de ellos un pueblo santo, elegido, consagrado a su culto (19a). Dios es Dios celoso y no tolera que sus adoradores coqueteen con los ídolos. La doctrina tan exigente de Josué, expresada en antropomorfismos que luego repetirán los Profetas, permite al autor del Eclesiástico enumerar a Josué entre los Profetas en línea con Moisés: «Poderoso Josué sucesor de Moisés en la Profecía; grande en la salvación de los elegidos. Marchó siempre en pos de Dios Poderoso; y ya en los días de Moisés manifestó su piedad; se opuso a la asamblea; apartó al pueblo del pecado; e hizo cesar la murmuración de los malvados» (Ecl 46, 1. 7).
El pueblo siempre veleidoso oye cómo cierra Josué el inquietante dilema: Sea cual sea la elección que vosotros hagáis, «Yo y mi Casa serviremos a Yahvé». Josué ha obtenido con su sinceridad y su piedad el más rotundo éxito: «Respondió entonces el pueblo: Lejos de nosotros el abandonar a Yahvé para servir a otros dioses. Yahvé es nuestro Dios» (16). En la Nueva Alianza nos es útil recordar cómo Dios es Único, Poderoso, Fiel, Santo, Celoso. Son muchos los ídolos entronizados en el corazón humano, aun en el de los que nos llamamos cristianos. La Iglesia hoy nos hace pedir: «Da populis tuis id amare quod praecipis, id desiderare quod promittis; ut, inter mundanas varietates, ibi nostra fixa sint corda, ubi vera sunt gaudia» (Collecta).
Segunda Lectura: Efesios 5, 21 32:
Nos ofrece el Apóstol una bella teología del sacramento del Matrimonio:
Esta teología se remonta a la narración del Génesis. Así como cuando Dios creaba a Adán tenía en su mente y corazón el «Adán Nuevo» = Cristo, así cuando instituía Dios el matrimonio preparaba como un esbozo y figura de los desposorios de Cristo con la Iglesia.
En la Cristología paulina es muy frecuente el tema Cristo Esposo e Iglesia Esposa. Tema por otra parte iluminado por los Profetas del Antiguo Testamento, que presentan las relaciones de Dios con Israel bajo el símbolo de un desposorio. Isaías, Jeremías, Oseas, Ezequiel, y sobre todo el Cantar de los Cantares, desarrollan a menudo el tema de los desposorios de Dios con Israel. En la Nueva Alianza, cuando las promesas, las figuras, los preanuncios, las sombras se convierten en realidad, Cristo Dios se escoge, purifica, embellece, enriquece, enjoya a la Iglesia, su Esposa (vv 26. 27).
De esta bellísima Cristología deduce Pablo la teología del matrimonio cristiano: El matrimonio entre cristianos es un «signo sagrado»: representa el desposorio Cristo Iglesia. Los esposos cristianos deben ver en el desposorio Cristo Iglesia el modelo de sus derechos y deberes mutuos: «Varones, amad a vuestras esposas como Cristo amó a su Iglesia hasta entregarse a Sí mismo por ella. Los maridos deben amar a sus esposas como a sus propios cuerpos. Quien ama a su esposa a sí mismo se ama» (25. 28). El matrimonio cristiano adquiere con ello una dignidad y un dinamismo santificador maravilloso. Y dado que como sacramento realiza lo que significa, da a los esposos la gracia de reproducir, la fidelidad, la santidad, la totalidad, la fecundidad con que se aman Cristo y la Iglesia.
Evangelio: Juan 6, 61 70:
San Juan nos guarda el más bello de los discursos de Jesús. No halló entonces eco. El auditorio no tenía fe en El. Hoy lo leemos con fe y estallamos de amor:
En todo el discurso del «Pan de Vida» Jesús y su auditorio quedan en zona diversa. Al principio sus oyentes sólo piensan en el «pan» material, sustento corporal (v 34). Al final del discurso, más a ras de tierra, sólo piensan en un crudo y repugnante canibalismo (53. 61), expresado con todo desabrimiento: «¿Cómo puede Este darnos a comer su carne? Este lenguaje es intolerable» (60). «Les parecía doctrina dura. ¡Y éranlo ellos! Imaginan carne a bocados y a tajadas, no carne vivificada y vivificante de Espíritu Santo» (cfr. Avila, BAC 303, p 886).
La solución será la Carne de Cristo glorificada (27. 63). Nos dará Jesús su «carne» hecha «Espíritu vivificante» (1 Cor 15, 45). La manducación será real, pero «espiritual». Será el Verbo Encarnado el alimento que comeremos con la fe y el sacramento. El Verbo Encarnado y glorificado en su Carne es el vehículo por el que nos llega la vida divina (55. 58).
Los hombres, seres corpóreos, nos alimentaremos de vida divina a través del Cuerpo de Cristo. A través de El nos fue ganada la salvación y a través de El se nos comunica. Y eso es precisamente la Eucaristía, a la que llamamos muy propiamente: «Santísimo Cuerpo de Cristo». La fe de la Iglesia defiende una Eucaristía eminentemente pneumática a la vez que realista: «La Eucaristía es la Carne de Cristo, la que padeció por nuestros pecados, la que resucitó el Padre». «El pan eucarístico es el Cuerpo del Señor; y el cáliz, su Sangre» (Ireneo). El pan y el vino son el signo sensible de la realidad y de la presencia sustancial de Cristo. El pan y el vino no son «dones» de Cristo, sino Cristo mismo como «Don». ¡Negocio estupendo! Ofrecemos nuestro don: el pan… Ut, offerentes quae dedisti, teipsum mereamur accipere (Super Oblata).
Comentarios exegéticos
M. de Tuya, Biblia comentada: Efecto producido por el discurso en los discípulos y apóstoles
Evangelio de San Juan, Tomo Vb, BAC, Madrid (1977).
La enseñanza de Cristo produjo, como era natural, sus efectos. En la muchedumbre los dejó ver el evangelista (v.41.42.52). Aquí va a recoger, por su especial importancia, el efecto producido en dos grupos concretos: 1) en los discípulos (v.60-66), y 2) en los apóstoles (v.67-71).
1) Efecto producido por el discurso en los “discípulos” (6,60-66)
60 Luego de haberle oído, muchos de sus discípulos dijeron: ¡Duras son estas palabras! ¿Quién puede oírlas? 61 Conociendo Jesús que murmuraban de esto sus discípulos, les dijo: ¿Esto os escandaliza? 62 Pues ¿qué sería si vierais al Hijo del hombre subir allí a donde estaba antes? 63 El espíritu es el que da vida; la carne no aprovecha para nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida; 64 pero hay algunos de vosotros que no creen. Porque sabía Jesús, desde el principio, quiénes eran los que no creían y quién era el que había de entregarle. 65 Y decía: Por esto os dije que nadie puede venir a mí si no le es dado de mi Padre. 66 Desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían.
Esta doble enseñanza de Cristo produce “escándalo” en los “discípulos.” Estos están contrapuestos a los “apóstoles,” y por este pasaje se sabe que eran “muchos.” En diversas ocasiones, los evangelios hablan de “discípulos” de Cristo. Para ellos era esta enseñanza “dura,” no de comprender, sino de admitir; pues por comprenderla es por lo que no quisieron admitirla. Era doble: que él “bajó” del cielo — su preexistencia divina — y que daba a “comer” su “carne.”
Cristo les responde con algo que es diversamente interpreta-do. Si esto es “escándalo” para ellos, “¿qué sería si lo vieran subir a donde estaba antes?” Por la “communicatio idiomatum” hace ver su origen divino: donde estaba antes era en el cielo (Jn 17:5.24), de donde “bajó” por la encarnación. Esta respuesta de Cristo, para unos vendría a aumentarles el “escándalo,” al ver subir al cielo al que, por lo que decía y exigía, venían a considerar por blasfemo. Para otros, estas palabras que se refieren a la. ascensión serían un principio de solución: verían un cuerpo no sometido a ley de la gravedad; por lo que a un tiempo demostraba, “subiendo a donde estaba antes,” que era Dios, y que podía dar a “comer su carne” de modo prodigioso — eucarístico — sin tener que ser carne partida y sangrante.
Pero, en la perspectiva literaria de Jn, probablemente se refiere a ambas cosas.
Para precisar más el pensamiento, les dice que “el espíritu es el que da vida,” mientras que “la carne no aprovecha para nada.” De esta frase se dan dos interpretaciones:
Pudiera, a primera vista, parecer esta frase un proverbio, ya que Cristo no dice mi carne. Sin embargo, en la psicología judía, el principio vivificador de la carne, de la vida sensitivo-vegetativa — aunque no muy precisa — , no era el “espíritu”, sino el “alma”. Por eso, si la expresión procediese de un proverbio, éste estaría modificado aquí por Cristo, con objeto de que sobre él se aplicase esta sentencia.
Así como la carne sin vida no aprovecha, pues el alma, el espíritu vital, es el que la vitaliza, así aquí, en esta recepción de la carne eucarística de Cristo, que no es carne sangrante ni partida, ella sola nada aprovecharía; pero es carne vitalizada por una realidad espiritual, divina, que es el principio vitalizador de esa carne eucarística, y, en consecuencia, de la nutrición espiritual que causa en los que la reciben. Sería una interpretación en función de lo que se lee en el mismo Jn: “Lo que nace de la carne, es carne; pero lo que nace del Espíritu, es espíritu” (Jn 3:6).
La Eucaristía es la “carne de Dios” (Dei caro), que, por lo mismo, vivifica. Por eso, el concilio de Efeso condenó al que negase que la “carne del Señor” no es “vivificadora,” pues fue hecha propia del Verbo poderoso para vivificar todas las cosas.
Otra interpretación está basada en que sólo se afirma con ello la imposibilidad humana de penetrar el misterio encerrado en estas palabras de Cristo. “Carne” o “carne y sangre” son expresiones usuales para expresar el hombre en su sentido de debilidad e impotencia (Jn 1:14; Mt 16:17, etc.). Aquí la “carne,” el hombre que entiende esto al modo carnal, no logra alcanzar el misterio que encierra; sólo se lo da la revelación del “Espíritu.”
En función de la interpretación que se adopte está igualmente la valoración del versículo siguiente: “Las palabras que Yo os he hablado, son espíritu y vida.”
En el segundo caso, el sentido de éstas es: aunque el hombre por sus solas fuerzas no puede penetrar el misterio de esta enseñanza de Cristo si no es por revelación del Espíritu, éste, por Cristo, dice que estas palabras son “espíritu y vida,” porque son portadoras o causadoras para el ser humano de una vida espiritual y divina. En Jn es frecuente que la expresión “es” tenga el sentido de “causar” (Jn 6:35ss).
En el primer caso, el sentido es que las enseñanzas eucarísticas de Cristo — “las palabras que Yo os he hablado” — son vida espiritual, porque esa carne está vitalizada por una realidad espiritual y divina, que es el Verbo hecho carne (Jn 1:14).
En la época de la Reforma se quiso sostener que estas palabras de Cristo corregían la interpretación eucarística del discurso sobre el “Pan de vida” de la segunda sección, insistiendo sobre el sentido espiritual de cuanto había dicho sobre su carne y su sangre. Pero esta posición es científicamente insostenible.
En primer lugar, porque la frase, en sí misma, es ambigua e incidental, y podría tomarse en diversos sentidos. Y, en segundo lugar, porque Cristo no iba a rectificar con una sola frase ambigua, e incidentalmente dicha, todo el realismo eucarístico, insistido, sistematizado y en un constante “crescendo,” de su segundo discurso sobre el “Pan de vida.”
Pero estas enseñanzas de Cristo no encontraron en “muchos” de sus “discípulos” la actitud de fe y sumisión que requerían. Y las palabras que ellos llamaron “duras,” les endurecieron la vida, y no “creyeron” en El; y “desde entonces,” sea en sentido causal (Jn 19:12), sea en un sentido temporal (Jn 19:27), aunque ambos aquí se unen, porque, si fue “entonces” o “desde entonces,” fue precisamente “a causa de esto,” abandonaron a Cristo. En un momento rompieron con El, retrocedieron, y ya “no le seguían.” El verbo griego usado (pe??pat??? ) indica gráficamente el retirarse de Cristo y el no seguirle en sus misiones “giradas” por Galilea. Pero el evangelista, conforme a su costumbre, destaca que esto no fue sorpresa para Cristo, pues El sabía “desde el principio” quiénes eran los “no creyentes,” lo mismo que quién le había de entregar. Es, pues, la ciencia sobrenatural de Cristo la que aquí destaca de una manera terminante. Este “desde el principio” al que alude, por la comparación con otros pasajes de Jn (Jn 15:4; 1Jn 2:24; 1Jn 3:11; 2Jn 1:5), hace ver que se trata del momento en que cada uno de ellos fue llamado por Cristo al apostolado.
Juan se complace en destacar frecuentemente la “ciencia” sobrenatural de Cristo.
2) Efecto producido por el discurso en los “apóstoles,” (6:67-71)
Jn, en este capítulo, tan binariamente estructurado, pone ahora la cuestión de fidelidad que Cristo plantea a los “apóstoles.”
El momento histórico preciso al que responde esta escena no exige que sea precisamente a continuación de esta crisis de los “discípulos.” Puede estar estructurado aquí por razón de un contexto lógico.
67 Y dijo Jesús a los Doce: ¿Queréis iros vosotros también? 68 Respondióle Simón Pedro: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, 69 y nosotros hemos creído y sabemos que tú eres el Santo de Dios. 70 Respondióle Jesús: ¿No he elegido yo a los Doce? Y uno de vosotros es diablo. 71 Hablaba de Judas Iscariote, porque éste, uno de los Doce, había de entregarle.
Cristo plantea abiertamente el problema de su fidelidad ante El, a causa de esto, a sus “apóstoles.” La partícula interrogativa con que se lo pregunta (µ? ) supone una respuesta negativa. No dudaba Cristo de ellos, pero habían de hacer esta confesión en uno de esos momentos trascendentales de la vida.
Y le confiesa que no pueden ir a otro, pues sólo El tiene “palabras de vida eterna,” porque la enseñan y la confieren, como relatan los evangelios.
Y le confiesa por el “Santo de Dios,” que es equivalente al Mesías (Jn 10:36; Mc 1:24). No deja de ser un buen índice de fidelidad histórica, y del entronque de Jn con los sinópticos, el que aquí, en este evangelio del “Hijo de Dios” (Jn 20:31), se conserve esta expresión. Y ante el “Santo de Dios,” el Mesías, no cabe más que oírle y obedecerle. Ya no bastan Moisés ni los profetas.
Aquí se contrapone acusadamente su fe en El por los “apóstoles” — “nosotros hemos creído y sabido” — , frente a la incredulidad ligera de los “discípulos” que le abandonaron (Jn 17:8).
Si la confesión de Pedro en nombre de todos era espléndida, había, no obstante, entre ellos un miserable a quien el Padre notaría,” sino a quien arrastraba, como en otras ocasiones, el Diablo (Jn 13:2.27). La presencia de Cristo se muestra una vez más. El había elegido “doce,” pero uno “es diablo.” Este era diablo, no en el sentido etimológico de la palabra, de calumniador u hombre que pone insidias, sino en el sentido de ser ministro de Satanás, como lo dirá Jn en otros pasajes (Jn 13:2.27; Lc 22:3).
El evangelista no omitirá decir que del que hablaba era Judas Iscariote 53, destacando que, siendo uno de los Doce, había de entregarle a los enemigos y a la muerte. Es el estigma con que aparece en el evangelio.
Isidro Gomá y Tomás: Consecuencias del Discurso de Cafarnaúm
El Evangelio Explicado, Vol. I, Ed. Acervo, 6ª ed., Barcelona (1966), p. 696-701.
Explicación.
El discurso de Jesús había ya terminado con las solemnes palabras en que condensaba el divino Maestro todo su pensamiento, y que pronunciaría señalándose a sí mismo: «Este es el pan descendido del cielo…» Había sido un largo monólogo, sólo interrumpido por los murmullos de los presentes en la sinagoga de Cafarnaúm, donde lo pronunció: «Esto dijo en la sinagoga enseñando, en Cafarnaúm». Ya se ha dicho que Jesús tomaba con frecuencia la palabra en las sinagogas (Mt. 5, 23; 12, 9; Mc. 1, 21; Lc. 4, 16 sigs.; 13, 10). Creen algunos que los episodios siguientes, contenidos en este fragmento, tuvieron lugar a la salida de la sinagoga.
Confirmación de la doctrina sobre la Eucaristía (60-64)
La insistencia de Jesús en afirmar que la comida de su carne era condición necesaria para la vida espiritual, soliviantó a aquellos espíritus groseros, que creyeron se trataba de descuartizar el cuerpo del Maestro y comer a pedazos su carne y beber su sangre, como pudiese hacerse en los banquetes de Tieste. El Evangelio no habla de la incredulidad de los judíos; es de suponer que fue completa, cuando muchos de los mismos discípulos de Jesús, de los que ordinariamente seguían, y el mismo Judas entre los doce, tomaron «sus discípulos que esto oyeron, dijeron: «Duro es este razonamiento»; es cosa intolerable, chocante contra todo sentido de humanidad, lo que enseña: «y ¿quién lo puede oír?» ¿Quién puede oír sin escándalo que ha bajado del cielo, y más aún que deba comerse su carne y beberse su sangre para tener vida eterna? Esto decían entre sí los discípulos del Señor.
El Maestro no rectifica, como lo hizo siempre que sus palabras fueron mal interpretadas (Mt. 6, 16; Ioh. 3, 5.6; 4, 32; 11; 16, 16 sigs.); antes al contrario, les demuestra, primero, que conoce las cosas ocultas, argumento de la verdad de lo que dice: «Y Jesús, sabiendo en sí mismo», por intuición, de una manera sobrenatural, «que murmuraban sus discípulos de esto…». En segundo lugar, les presenta un argumento a fortiori, directamente demostrativo de su divinidad, profetizando su ascensión a los cielos, que son morada suya de toda la eternidad, como Hijo unigénito del Padre, con lo cual confirma rotundamente la verdad de la manducación de su cuerpo: «Les dijo: ¿Esto os escandaliza? Pues ¿qué, si viereis al Hijo del hombre subir adonde estaba antes?». Como si dijera: si el Hijo del hombre es capaz de subir a los cielos, ¿no será capaz de hallar la manera de dar su carne en comida y su sangre en bebida? Con lo que les insinúa la posible solución de la dificultad que les escandaliza: si puedo subir al cielo, mi cuerpo será celeste, no estará sometido a las leyes de la naturaleza, y será posible darlo en comida sin hacerle pedazos.
Y lo que ha insinuado con su alusión a su ascensión a los cielos, lo confirma con una razón definitiva de la verdad que les ha propuesto y del sentido real, pero sobrenatural en que ha de entenderse: «El espíritu es el que da vida: la carne nada aprovecha». La carne muerta y separada del alma no puede ejercer ninguna acción vital, sino que tiene tendencia a la corrupción; si ha dicho que su carne dará, a quienes la coman, la vida eterna, no debe entenderse de su carne hecha pedazos, muerta, sino vivificada por su alma y substancialmente con ella unida a la divinidad.
Acaba Jesús su exposición doctrinal con esta sentencia en que se insinúa la forma en que se realizará el estupendo prodigio de dar en alimento su carne y sangre: «Las palabras que yo os he dicho, espíritu y vida son»; esto es, la doctrina que acabo de exponeros haré que sea espíritu y verdad, porque mi palabra es eficaz para convertir el pan en carne viva y el vino en sangre viva. Otros interpretan así: Lo que yo acabo de enseñaros no debe entenderse en el sentido de una comestión ordinaria de carne muerta, sino vivificada por el alma y la divinidad.
Se apartan muchos discípulos de Jesús: Razón de ello (65-67).
Pasando Jesús de la exposición objetiva de la doctrina a la situación psicológica de sus oyentes, hace esta reflexión dolorosa: «Mas hay algunos de vosotros que no creen»; ésta es la razón de escándalo que sufren: no creer en la divina misión de Jesús. A Jesús no se le oculta esta profunda razón del fracaso de sus enseñanzas, en muchos oyentes: «Porque Jesús sabía desde el principio», desde su encarnación, o desde el comienzo de su ministerio público, o desde el principio de este discurso, «quiénes eran los que no creían»; como asimismo conoce al traidor: «Y quién le había de entregar», Judas, cuya siniestra figura aparece aquí por primera vez, y que quizás tomaría parte en la protesta contra las enseñanzas de Jesús.
Como la incredulidad es la causa del escándalo que sufren, así la incredulidad viene de que el Padre, por su orgullo, que les predispone contra la divina doctrina, no les ha dado el don de la fe, que es siempre una gracia de Dios: «Y decía: Por esto os he dicho que ninguno puede venir a mí, si no le fuere dado por mi Padre.»
Propuesta la totalidad de la doctrina, y exigida la fe como condición para aceptarla, muchos de sus habituales discípulos abandonaron la escuela de Jesús, consumando su apostasía: «Desde entonces, o a causa de esto, muchos de sus discípulos volvieron atrás, y no andaban ya con él». Esperaban un Mesías poderoso y lleno de gloria, que restaurase a Israel; y en vez de ello, les pide Jesús acatamiento a doctrinas que juzgan absurdas. Jesús no rectifica, ni templa la aparente dureza de su discurso: conserva en toda su integridad el sentido propio de la manducación de su carne y sorbción de su sangre. Quedaba definitivamente sentada la doctrina fundamental de la presencia real y de la comunión, tal como la enseña la Iglesia.
Los Apóstoles permanecen firmes (68-72).
Dispuesto estaba Jesús, afectado sin duda por la deserción de tantos discípulos, a quedar incluso sin sus Apóstoles, caso de que también ellos hayan recibido escándalo, pero él ya sabe que creen. Sólo para demostrarles que quiere una adhesión libérrima a sus enseñanzas, y para que con la confesión exterior se robustezca su fe, provoca en ellos una crisis, con esta apremiante pregunta: «Y dijo Jesús a los doce: Y vosotros, ¿queréis también iros? Y Simón Pedro le respondió», tomando la palabra en nombre de todos, como primero de todos y el más impetuoso: «Señor, ¿a quién iremos?» Palabra de profundo amor, que pone el Maestro sobre toda afección; fuera de él no hay refugio. Y sigue Pedro haciendo una confesión magnífica: «Tú tienes palabras de vida eterna», es decir, palabras que procuran la vida eterna (v. 64); «y nosotros hemos creído y conocido», experimentalmente, por tus obras y doctrina, «que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios», el Ungido para realizar la obra del verdadero Mesías que esperamos. Hemos creído y conocido, porque para profundizar en el conocimiento de las verdades cristianas, debe preceder el asentimiento de la fe.
A las palabras de Pedro, responde Jesús señalando, en un rasgo trágico, la figura del traidor; con ello demuestra otra vez que la fe es don de Dios, ya que en el mismo Colegio apostólico hay un apóstata; les previene el peligro de perder la fe; y profiere un vaticinio que será nuevo motivo de fe para los demás Apóstoles cuando se realice: «Jesús les respondió: ¿No os escogí yo a los doce, y el uno de vosotros es diablo?», es decir, lugarteniente del diablo con respecto a Jesús.
Añade por su cuenta el Evangelista un breve comentario: «Y hablaba de Judas Iscariote», «el hombre de Keriot», ciudad de la tribu de Judá, «hijo de Simón: porque éste, que era uno de los doce, le había de entregar». ¡ Qué paralelo horrendo entre la conducta de este «demonio», en la ocasión presente de la promesa, y la de un año más tarde, día por día, la noche de la institución de la Eucaristía! (Ioh. 6, 65.71.72; 13, 2.26.31).
Lecciones morales.
A) v. 61.-«Duro es este razonamiento…» – Para la inteligencia de los hombres altaneros y soberbios, es duro, difícil de soportar todo razonamiento de la fe. Porque las verdades de la fe exceden ordinariamente la capacidad mental del hombre, y éste es naturalmente celoso de los prestigios de su pensamiento, rechazando sistemáticamente aquello que no alcanza a comprender. Pero Dios nos pide el obsequio de la inteligencia, a cambio del inestimable beneficio de unas verdades de orden sobrenatural, semilla de una vida divina, y que hasta en el orden natural son garantía de rectitud y progreso para nuestro pensamiento. Y no nos pide este obsequio en forma autocrática, sin salvar los fueros de nuestra inteligencia: para ello están los motivos de credibilidad. Ningún razonamiento de la fe es duro si nosotros atendemos la autoridad y la veracidad de Dios, garantizados por los milagros, las profecías, el testimonio de los mártires, la perdurabilidad de la Iglesia, etc. Acatemos humildemente las verdades de la fe, y pensemos en lo que dice San Agustín: Si los discípulos de Jesús, dicen, «duro es este razonamiento», ¿qué harán sus enemigos?
B) v. 64. – «El espíritu es el que da vida…» – Contienen estas palabras la quintaesencia de nuestra religión. Porque ésta se diferencia de las demás precisamente por el espíritu que la informa, que es el mismo Espíritu de Dios. Jesús aplica estas palabras a la comunión eucarística: la carne de Cristo de nada aprovecharía sin el Espíritu de Cristo; éste es el que da vida sobrenatural al alma. La comunión sacramental es principalmente comunión espiritual; es la unión, por medio del sacramento, del espíritu del hombre con Cristo, lleno del Espíritu de Dios. Lo que Jesús dice de la comunión, podemos aplicarlo a todos los elementos de nuestra religión: a los demás sacramentos, al culto, a la palabra de Dios. Todo este complicado y espléndido sistema material de nuestra religión no es sino como el soporte del Espíritu de Dios, que así ha querido acomodarse a nuestra naturaleza. Prescindir del espíritu en nuestra religión es matar el sentido y la eficacia de sus factores. Y ¡cuántos cristianos no conocen ni practican de la religión más que la corteza, no pudiendo por ello ser vivificados por su espíritu!
c) v. 67. – «Muchos de sus discípulos volvieron atrás». – No quisieron oír a Jesús con el oído de la fe: por ello la perdieron. Volver atrás es del hombre; ser atraído a Jesús es de Dios. Para que temblemos de los malos pasos que puede dar nuestra libertad, que puede llevarnos a la separación definitiva de Dios; y nos acojamos a la misericordia de Dios, que nos puede llevar otra vez a Jesús. La Iglesia le pide a Dios que obligue hasta a nuestra voluntad rebelde a ser dócil a Dios; pidámosle nosotros que nos detenga y empuje adelante cuando nuestra voluntad vacile y quiera volver atrás.
D) v. 69. – «Tú tienes palabras de vida eterna…» – Tiene Jesús palabras de vida eterna, porque es el Verbo que esencialmente vive vida eterna, y vino al mundo, para darnos una participación eterna de aquella su vida eterna. Y como la palabra de Jesús es la expresión del pensamiento de Jesús, y por esta palabra hemos conocido a Jesús y al Padre que le envió, por esto la palabra de Jesús es palabra que produce la vida eterna; porque ésta, como dice San Juan, no es más que «el conocimiento del único Dios verdadero y de aquel a quien envió, Jesucristo» (Ioh. 17, 3).
J. Bossuet: Nuestros murmuradores cafarnaítas
Jacobo Benigno Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio, Ed. Difusión, Buenos Aires, 1943, pp. 341-342; 353-356; 359-363.
Escuchemos por un rato a nuestros murmuradores. No digo a los judíos, ni a los cafarnaítas ni a los demás de quienes habla San Juan, sino más bien oigamos a los murmuradores cristianos que fingen que se apartan del parecer de los murmuradores de Cafarnaúm y dicen: Nosotros no nos parecemos a ellos. Sí los cafarnaítas hubieran comprendido que la comida y bebida de que les habla el Salvador era la fe, no hubieran murmurado ni abandonado a Jesucristo. Pero y los herejes ¿que dicen? Que es necesario tener fe y saber. Que todo lo demás no sirve de nada, abusando de aquellas palabras del Salvador: El espíritu vivifica; la carne a nada aprovecha. Las palabras que yo os digo son espíritu y vida (Jn VI 63).
Salvador mío: Yo no me he recogido en vuestra presencia para disputar ni controvertir; mas como no en vano permitís el que haya herejías, y queréis sacar de los contradictores mayor ilustración de vuestras verdades, oiré las murmuraciones de los herejes para entender y gustar mejor de vuestra verdad. Ellos Señor son, verdaderamente, por más que digan, unos nuevos cafarnaítas que vienen a perturbar vuestra Iglesia pacífica y modesta y vuestros hijos que no son altercadores ni rencillosos, sino fieles, con el ruido de esta pregunta: ¿Cómo puede éste darnos a comer su propia carne?
Los herejes, atrevidamente responden que no puede, así como suena; que es necesario entenderlo espiritualmente. Es decir, según se explican, que es necesario entender figuradamente todas estas palabras. ¡Qué grosero es, dicen, todo aquel que prepara otra cosa que la fe y el espíritu para comer vuestra carne y vuestra sangre! Oigamos, pues, con atención a estos hombres tan espirituales y tan elevados que miran con desdén vuestro humilde rebaño porque cree sencillamente vuestras palabras y no procura torcer el sentido ni la fuerza de ellas para contentar a la razón.
Concededme, Señor, la gracia de descubrir las vanas sutilezas y lazos que arman a los ignorantes que al mismo tiempo son soberbios, pues que llegan hasta el exceso de tenernos por verdaderos cafarnaítas porque no queremos creer con ellos que el haber dicho que el espíritu es el que vivifica, es haber dicho que no se come vuestra carne ni se bebe vuestra sangre sino con la fe. Tal es su explicación. La carne a nada aprovecha, es decir, que no sirve de nada comer realmente vuestra carne. Mis palabras son espíritu y vida. Esto es todo cuanto yo he dicho de mi carne y de mi sangre.
No es más que una figura. Ved Señor lo que dicen. Pero yo no hallo nada de esto en vuestro Evangelio.
Quiero, Señor, volver a leerlo y a meditar de nuevo todas sus palabras y espero, no solamente creer siempre en él con una fe firme, como creo, sino también oír claramente, si Vos lo permitís, que estos murmuradores se engañan y que os hacen decir lo que no decís. Más, Señor, yo guardo para otro día esta humilde lección, pues por hoy ya he ganado bastante con haberme humillado y sujetado mi entendimiento a la fe de vuestra Iglesia Católica.
Escándalo discípulos (Juan VI 60, 61, 62 y Sig.)
Jesús dijo esto en Cafarnaúm, en la sinagoga. Muchos de sus discípulos dijeron: Dura es esta palabra, ¿quién la puede oír? Y sabiendo Jesús dentro de sí que murmuraban de ella, les dijo: ¿Eso os escandaliza? Pues, ¿qué será si viereis al Hijo del hombre subir a donde estaba primero? El espíritu es el que da la vida. La carne a nada aprovecha. Las palabras que yo os hable son espíritu y vida. Pero hay entre vosotros quienes no creen en ellas. Sabía, a la verdad, quiénes eran los que no creían y quién era el que le había de entregar. Y por eso continuaba diciendo: Os he dicho que nadie puede venir a mí, si primero no se lo concediere mi Padre.
Ved aquí las palabras en donde se pretende que Jesús templó su sermón. Vosotros creéis que me habéis de comer con vuestra boca, pero no es así, porque me consumiríais y no podría volver entero y vivo al cielo de donde he venido. Vosotros os unís a mi carne y a mi sangre; creéis que para conseguir la vida es necesario comerla y beberla al pie de la letra; pero el espíritu es el que vivifica, no la carne; al contrario, ésta no sirve de nada. Las palabras que os digo son espíritu y vida, no carne y sangre como vosotros pensáis. Todo es figura y alegoría en mi sermón del cual nada se ha de tomar literalmente. De este modo todo queda apaciguado; el escándalo se desvanece y la murmuración cesa. Leamos, sin embargo, lo que se sigue: Desde entonces muchos de, sus discípulos se retiraron de su compañía y ya no andaban con El …
Desde entonces etc. Desde estas palabras que destacaban la, dificultad (a lo que se pretende) y que quitaban el escándalo, muchos de los discípulos se retiraron y no conversaban con Él. Vedlos ya perdidos. ¿Qué es lo que les obliga a retirarse? Es acaso el que había dicho: ¿Nadie puede venir a mí si primero, no se lo concede mi Padre? Pero antes la había dicho y nadie se retiró y Él mismo nota que no hace más que repetirlo. ¿Es por ventura porque había dicho: Hay entre vosotros quienes no creen? No fue esa la causa porque se retiraron; ni hay allí cosa increíble ni repugnante porque no reprendía sino a algunos y de esos no se podían agraviar los otros.
Y así lo que les disgusta es precisamente lo que precede: ¿Pues qué será si viereis al hijo del hombre subir adonde estaba primero? Y el espíritu es el que vivifica. Esto es, vuelvo a decir, lo que les disgusta. Esto es lo que pretenden que dijo para prevenir el enfado. Cuando más bien se ha explicado Jesús, tanto más ha quitado el escándalo… Nuestros murmuradores y nuestros incrédulos son los que dan mal sentido a vuestras palabras.
Cuál es la causa del escándalo (Juan VI 61, 62 y 63)
¿Esto os escandaliza? ¿Pues qué será si viereis al Hijo del hombre subir donde estaba primero? ¿Os escandalizáis de oírme decir que comeréis verdaderamente mi carne y que beberéis verdaderamente mi sangre? ¿Qué será si os digo también que volveré entero y vivo al cielo en donde estaba? Nada tiene de maravilloso que aquel cuya carne no se come y cuya sangre no se bebe verdadera y realmente sino de una manera mística y espiritual se vuelve entero y vivo al cielo.
El espíritu no acostumbra a dividir su alimento, es decir, su objeto. La fe no consume lo que se apropia; solo el comer hace ese efecto y lo que admira a los cafarnaítas es ver que no sucederá con el cuerpo de Jesucristo. Luego no pensaron que el Salvador les hablaba únicamente de comida y bebida metafóricas puesto caso que éstas en nada se oponen a la ascensión y resurrección del Salvador y nadie soñará jamás que un beber y un comer que no sean más de meditar y creer estorben que un hombre vaya donde quiera aunque sea hasta el cielo si pudiese llegar allá. Creer empero que realmente se come la carne de este hombre y que todavía sube al cielo todo entero, es añadir al discurso una nueva dificultad que excede a todas las demás.
Bien se puede imaginar que un hombre devora a otro y que se alimenta de su carne, pero afirmar que una vez comida ésta quede viva y entera hasta subir y estar con ella en el cielo, es como decir que esta carne es indivisible e incorruptible y que la da de un modo espiritual, sobrenatural, invisible, incomprensible y, a un mismo tiempo, real y substancial. Porque de otro modo no sería nada de eso y no se necesitaría aturdir a las gentes con tanto énfasis de palabras ni alegar la realidad de la ascensión para explicar una metáfora. Y ved ahí porqué se retiran al oír semejantes palabras. Esta nueva dificultad los acaba de consternar y por tanto no pueden sufrir la alteza de tan augusto misterio.
¡Ah! ¡Y cuánto se ofende el Salvador cuando se miden dichas palabras con el sentido humano! Todo lo que es mío es tuyo y todo la que es tuyo es mío. Nadie conoce al Padre sino el Hijo. Nadie conoce al Hijo sino el Padre. Todo lo que hace el Padre no solamente lo hace el Hijo sino que también lo hace del mismo modo. Así como el Padre tiene vida por Sí mismo, también el Hijo tiene vida en Sí mismo. Quien me ve a mí, ve a mi Padre. Yo y mi Padre no somos más que uno. El Hijo de Dios es verdadero Dios, es el Dios bendito sobre todas las cosas y por quien todas las cosas han sido hechas. ¿Y qué importa todo esto? dicen los socinianos. Jesucristo es Dios en la representación. Dios y Él no son más que uno en amor y concordia. ¿Pues para qué son todas esas magníficas palabras si se habían de rebajar y reducir en fin y cosas tan tangibles? ¡Salvador mío! Tu y tus apóstoles no habéis venido al mundo para aturdirlo con vanas palabras y por lo mismo aquellos que debilitan el verdadero sentido que ellas tienen pretenden engañaros (Jn XVIII 10 – V 19, 26. – XIV 9, 10, 30.- Lc IX. 22. – Rom. IX. 5. – Heb, 1, 2 y Sig. – Aut. XIII. 53).
Del mismo modo, decir con tanta energía Si no coméis mi carne, sino bebéis mi sangre (Juan. VI. 54 y Sig.), repetirlo cuatro o cinco veces y repetirlo tantas cuantas lo extrañan los que le oyen y después de haberlo repetido tanto y de haber asombrado al mundo que no le quería creer, pasar a las obras y decir seriamente y con imperio: Tomad comed, esto es mi cuerpo; bebed, esto es mi sangre, el mismo cuerpo dado por vosotros, la misma sangre derramada en la cruz, añadir todavía que no se consumen esta carne y esta sangre comiéndolas y que está, en el cielo todo entero con todo lo que ha tomado del hombre y con toda la naturaleza humana entera, o todo ello es verdad como suena o todo es inventado para introducir turbaciones y divisiones en el mundo (Jn VI 54, 55 y sig. — Mt XXVI. 26, 27, 28. – Lc XXII. 19).
Que Dios haga cosas altas e incomprensibles pase, pues en Él es natural. Que el mundo se disguste y resista a tan alta revelación, vaya, pues también es natural al hombre animal. Pero que se ofusque el entendimiento con dificultades que sólo se, hallan en las palabras; que lo que afirmen haya de ser hipérbole y exageración y que haya de ser necesario abatirlo a la capacidad del sentido del hombre, digo que eso no puede ser, no puede ser. Créanlo los que quieren quitarnos la vida que encierran las palabras de Jesucristo y reducir a nonada el Evangelio.
Qué quiere decir «la carne a nada aprovecha» (Juan VI 64).
Aun hay una palabra que descubrir en aquellas palabras del Salvador La carne a nada aprovecha. Me parece que Jesucristo, concebido en las benditas entrañas de María Santísima, me las va a explicar. Solicitémoslo, pidamos, llamemos y nos abrirán y oiremos qué es lo que hace bienaventurada a María.
Viene a anunciarla el Ángel, que será madre de Jesucristo. Créelo y se cumple en su bienaventurado vientre lo que le ha sido prometido. ¿Y qué es lo que le dijo acerca de esto su prima Santa Isabel? Bienaventurada eres por haber creído. Lo que te ha sido dicho de parte del Señor, se cumplirá. Ya se ha cumplido en parte pues habéis concebido, y aun falta que el infante que lleváis en vuestro servo nazca, lo cual se cumplirá a su tiempo como lo demás. Ved ahí lo que os hace feliz.
Pero para comprender toda vuestra dicha aun es preciso saber qué es lo que habéis creído del Salvador que lleváis en vuestras entrañas. ¿Os habéis unido a Él por la fe? ¿Habéis creído que vendrá sobre Vos el Espíritu Santo? ¿Creísteis en la infusión de la virtud del Altísimo; en el modo admirable e inaudito con que concebiríais el fruto bendito en vuestro vientre? Bendita eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Bendita eres por ser feliz; bendita y feliz por dos cosas: bendita, por el gran misterio que se ha cumplido en Vos según la carne y feliz por la fe que os ha unido con él.
El mismo Jesucristo explicó esta verdad en otra parte. Una mujer, admirada del sermón que acababa de oír, exclamó en medio de la turba diciendo: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que mamaste. Y Jesús le dijo: Aún más bienaventurados son aquellos que oyen la palabra de Dios y la guardan (Lc. XI, 27-28). ¿Aún más bienaventurados…? ¿Acaso quiere decir que su madre no es bienaventurada por haberle alimentado y tenido por su Hijo? No por cierto. No es eso. Él no se opuso a lo que Santa Isabel había dicho por inspiración del Espíritu Santo: Bienaventurada eres, lo que se te ha dicho se cumplirá, sino que quiere que se reconozca con ella que la verdadera causa de la felicidad de su Santísima Madre, es el haber creído, no para destruir la verdad de lo que se ha cumplido en María según la carne, sino para juntar a ella el fruto interior que recibió creyendo. Del mismo modo es preciso juntar a lo que se ha cumplido en nosotros según la carne en la Eucaristía, lo que se debe cumplir en ella por la fe, y nos dará, la vida si creemos que la felicidad que nos esta prometida nos viene a la verdad de lo uno y de lo otro; pero como a María, más del espíritu y de la fe que de la carne y de la sangre.
Del mismo modo cuando le acaban de decir: Vuestra Madre y hermanos están ahí, respondió: Mi madre y mis hermanos son los que oyen la palabra de Dios y la guardan (Lc VIII 20, 21). No fue porque renunciase a la unión de la sangre que había contraído con ellos haciéndose hombre y aun menos por negar que como los demás hubiese sido concebido de la sangre de su madre, sino para que le oyesen decir de dónde venía la unión verdadera que quería tuviésemos con Él y que su Madre, a quien con razón llamaba bienaventurada según lo que dijo Santa Isabel, no lo era tanto por haberlo concebido según la sangre cuanto por haber creído en la palabra del Ángel, le había antes concebido espiritualmente, como dicen los Santos Padres.
Hagámonos nosotros felices a ejemplo suyo. El Hijo de Dios quería tomar en ella cuerpo y sangre no solamente para dar uno y otro por nosotros sino también para dárnoslo a nosotros mismos tan verdaderamente como lo ha tomado María y tan realmente como lo ha dado por nosotros en la cruz. Y la propia substancia de su carne y de su sangre esta en nosotros cuando nos la da a comer y a beber, que estuvo en María cuando lo concibió y en la cruz cuando murió. Creamos con la Virgen lo que se ha cumplido en nosotros según la carne, pero tratemos con ella de que se cumpla también esto mismo y al propio tiempo según el espíritu. El espíritu nos vivificará como ha vivificado a la Virgen Santísima. No le habría servido el haberlo concebido según la carne, si no lo hubiera concebido según el espíritu, ni nos servirá tampoco de nada recibirlo como ella en nuestro cuerpo si al mismo tiempo no lo recibimos a ejemplo suyo en nuestra alma por medio de la fe.
Fue concebido de una manera admirable y por una operación particular del Espíritu Santo en el seno de María y por un modo admirable y una operación también maravillosa del Espíritu Santo, está todos los días como concebido y nacido en el Altar… María creyó que lo que concebía no sólo era el Hijo del hombre sino también Hijo de Dios. La misma creencia tenemos nosotros del Dios que se nos da. ¿Acaso seremos groseros y carnales porque creamos estas cosas como las creyó María Santísima?
¿Para qué entonces abandonaros, Salvador mío? María creyó y se cumplió en ella lo que le había sido dicho. Creamos también nosotros y veremos cumplido todos los días lo que no se nos ha prometido. María es llamada bienaventurada. Nosotros también lo seremos y sólo serán infelices los que os dejen.
La diferencia que hay entre los discípulos fieles y los incrédulos (Juan VII. 14, 15, 24, 25)
Salvador mío, callaré en vuestra presencia para considerar con silencio y temblando la prodigiosa diferencia que hay entre vuestros discípulos, de los cuales los unos quedan con Vos mientras os abandonan los otros. ¿Y quiénes son los que os dejan? Los mismos que antes habían dicho: Este es verdaderamente el Mesías. Los que os buscaban para haceros rey; los que después de vuestra retirada al otro lado del río pasaron allá para juntarse con Vos en Cafarnaúm (Juan VI 14,15 – 25). Semejantes hombres, como que desean aprovecharse de vuestra doctrina, sin embargo son los que os dejan. Los que murmuran de Vos y los que no pueden sufrir vuestra enseñanza.
¡Cuántos hay que parece creen en el Salvador y que interiormente no creen en Él, porque no creen como deben y buscan a Jesucristo por el interés como aquellos a quienes dijo: En verdad, en verdad os digo, que me buscáis por los panes de que os habéis hartado (Jn 11. 26) ¡A cuántos se les podía decir. Vosotros me buscáis para que contente vuestra ambición y vuestra avaricia!
He ahí lo que interiormente me pedís con tantos votos y tantas oraciones. No buscáis hacer mi voluntad, sino la vuestra y estáis descontentos conmigo porque no quito lo que repugna a vuestros sentidos y débil razón. Sondead vuestros corazones; ved vuestras obras y cuáles sean; examinaos y veréis cómo no hay nada que no sea carnal en vuestros pensamientos. Trabajad en buscar otra vianda y meditad en lo que os digo.
Pero Señor, si ellos eran carnales, vuestros apóstoles lo eran mucho más y no obstante se quedaron con Vos al mismo tiempo que los murmuradores se escandalizaron y os dejaron. Descubridme este terrible secreto: ¿Por qué luego que veis la murmuración de aquellos incrédulos les decís: No murmuréis. Nadie puede venir a Mí, si mi Padre que es quien me ha enviado, no le atrae? Y cuando los visteis determinados a dejaros, dijisteis: Algunos hay entre vosotros quo no creen y por esto os digo Yo, que nadie viene a Mí sin que primero le sea concedido por mi Padre.
Cuando San Pedro os dijo y los otros fieles con él: Señor, ¿A quién hemos de ir? Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, fue porque vuestro Padre ya los había atraído interiormente, puesto que les había concedido venir a Vos. Y no solamente venir sino aun habitar en Vos, porque eran del dichoso número de aquellos de quienes está escrito: Serán todos enseñados por Dios, de aquel Todo feliz de quien habéis dicho: Todo lo que me da mi Padre, viene a mí. Es decir, todos aquellos que atrae secretamente, que les hace venir a mí y les ha concedido que vengan. Este es el Todo feliz que os ha dado vuestro Padre, para que todos ellos vengan a Vos y a quienes no despediréis. Vos los admitís a vuestro íntimo secreto, a vuestras interiores dulzuras. Vos les decís lo que otro tiempo a San Pedro: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no es la carne y la sangre quien te lo ha revelado, sino mi Padre que está en, los cielos. Alégrate pueblo bendito; alégrate pequeñuelo rebaño, porque plugo a vuestro Padre el daros su reino, revelaros su secreto y atraeros a su Hijo (Mt XVII. 17. – XXV 34. – Lc XII. 32).
¿Y qué hacéis de los otros? ¡Me estremezco y me asusto! Los abandonáis por un justo castigo. Búscanse así mismos y los entregáis a su orgullo, a sus sentidos carnales, a su murmuración y a su escándalo. Y ellos se quedan voluntariamente en él y en su mala elección a que les habéis abandonado por un juicio oculto pero rectísimo. Por lo cual ya os he dicho quo nadie puede venir a mí si Padre primero no se lo concede (Jn VI 66). Nadie puede salir por sí mismo del atolladero de su presunción y orgullo, si vuestro Padre no lo saca de él para llevarle a Vos. Sacadme, Señor, a mí. Yo os entrego todo cuanto tengo.