Domingo XIV Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 3 julio, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ez 2, 2-5: Son un pueblo rebelde, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos
Sal 122, 1-2a. 2bcd. 3-4: Nuestros ojos están en el Señor, esperando su misericordia
2 Cor 12, 7b-10: Presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo
Mc 6, 1-6: No desprecian a un profeta más que en su tierra
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (08-07-2012)
domingo 8 de julio de 2012Voy a reflexionar brevemente sobre el pasaje evangélico de este domingo, un texto del que se tomó la famosa frase «Nadie es profeta en su patria», es decir, ningún profeta es bien recibido entre las personas que lo vieron crecer (cf. Mc 6, 4). De hecho, Jesús, después de dejar Nazaret, cuando tenía cerca de treinta años, y de predicar y obrar curaciones desde hacía algún tiempo en otras partes, regresó una vez a su pueblo y se puso a enseñar en la sinagoga. Sus conciudadanos «quedaban asombrados» por su sabiduría y, dado que lo conocían como el «hijo de María», el «carpintero» que había vivido en medio de ellos, en lugar de acogerlo con fe se escandalizaban de él (cf. Mc 6, 2-3). Este hecho es comprensible, porque la familiaridad en el plano humano hace difícil ir más allá y abrirse a la dimensión divina. A ellos les resulta difícil creer que este carpintero sea Hijo de Dios. Jesús mismo les pone como ejemplo la experiencia de los profetas de Israel, que precisamente en su patria habían sido objeto de desprecio, y se identifica con ellos. Debido a esta cerrazón espiritual, Jesús no pudo realizar en Nazaret «ningún milagro, sólo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos» (Mc 6, 5). De hecho, los milagros de Cristo no son una exhibición de poder, sino signos del amor de Dios, que se actúa allí donde encuentra la fe del hombre, es una reciprocidad. Orígenes escribe: «Así como para los cuerpos hay una atracción natural de unos hacia otros, como el imán al hierro, así esa fe ejerce una atracción sobre el poder divino» (Comentario al Evangelio de Mateo 10, 19).
Por tanto, parece que Jesús —como se dice— se da a sí mismo una razón de la mala acogida que encuentra en Nazaret. En cambio, al final del relato, encontramos una observación que dice precisamente lo contrario. El evangelista escribe que Jesús «se admiraba de su falta de fe» (Mc 6, 6). Al estupor de sus conciudadanos, que se escandalizan, corresponde el asombro de Jesús. También él, en cierto sentido, se escandaliza. Aunque sabe que ningún profeta es bien recibido en su patria, sin embargo la cerrazón de corazón de su gente le resulta oscura, impenetrable: ¿Cómo es posible que no reconozcan la luz de la Verdad? ¿Por qué no se abren a la bondad de Dios, que quiso compartir nuestra humanidad? De hecho, el hombre Jesús de Nazaret es la transparencia de Dios, en él Dios habita plenamente. Y mientras nosotros siempre buscamos otros signos, otros prodigios, no nos damos cuenta de que el verdadero Signo es él, Dios hecho carne; él es el milagro más grande del universo: todo el amor de Dios contenido en un corazón humano, en el rostro de un hombre.
Quien entendió verdaderamente esta realidad es la Virgen María, bienaventurada porque creyó (cf. Lc 1, 45). María no se escandalizó de su Hijo: su asombro por él está lleno de fe, lleno de amor y de alegría, al verlo tan humano y a la vez tan divino. Así pues, aprendamos de ella, nuestra Madre en la fe, a reconocer en la humanidad de Cristo la revelación perfecta de Dios.
Congregación para el Clero
Homilía
Casi como un espejo de lo que la Liturgia nos propuso el domingo pasado, cuando los textos se centraban en el poder de la fe, hoy se nos manifiesta la dificultad de creer y la problemática postura de los hombres frente a esta tarea.
En el segundo relato de la vocación de Ezequiel (I Lectura) queda de manifiesto la misión del profeta, que ha sido destinado a un mundo complejo y hostil: es la “raza de los rebeldes; hijos testarudos y de corazón endurecido”, a los cuales el Señor les envía al profeta como Signo de su presencia.
El evangelio de Marcos hace eco a esta página. El episodio es el mismo contado también por Lucas, aunque con matices diversos, pero el contexto es el mismo. La pregunta que aflora a los labios de los habitantes de Nazareth, al escuchar la enseñanza de Jesús en su sinagoga, es la expresión del rechazo de la predicación del definitivo profeta.
El Señor es rechazado, no tanto porque su mensaje no sea convincente y válido, menos aún si se piensa en los signos que acompañaban el anuncio. Los contemporáneos, al fin y al cabo, reconocen su sabiduría y la autoridad del mensaje que proclama. Pero no reconocen el origen, son desconfiados, incapaces de pasar del “signo” al “fundamento”. Tal incapacidad está expresada en la pregunta acerca del origen de esa sabiduría que se manifiesta delante de sus ojos.
Hoy como entonces, frecuentemente lo que acompaña al encuentro con Cristo es una cierta curiosidad superficial, no la fascinación que la persona de Cristo ejerce en la existencia de quien lo encuentra. Como para los habitantes de Nazareth, también el hombre contemporáneo, capturado por la novedad de Cristo, puede quedarse dramáticamente indiferente y hasta desconfiado.
Hay que dar un salto: desde el escepticismo y el escándalo, al asombro y el seguimiento. Sorpresa y estupor generan los interrogantes. Si estos son prejuicios y pura retórica, como la de los habitantes de Nazareth, el camino del hombre está destinado a detenerse y a terminar en la desconfianza y en el escepticismo.
Los nazarenos, si por una parte no pueden negar su sabiduría superior y su poder, por otra no aceptan que Jesús sea el “Hijo de Dios”. La presunción de conocer ya al Señor, bloquea a los hombres y los deja en el umbral del encuentro.
¿Por qué este bloqueo?
La raíz de la incredulidad es la incapacidad de acoger la Revelación de Dios en lo cotidiano, no en la abstracción teórica de una revelación pasada que no tiene nada que ver con el presente, sino con lo cotidiano.Es el escándalo de la Divinidad que asume lo humano, entrando así en lo cotidiano. La hostilidad del mundo está ahí y permanecerá hasta el fin. Pero el verdadero problema somos nosotros, los creyentes, nuestra fe en Cristo vivo y presente.
Debemos mirar de frente al escepticismo que nos invade, también cuando estamos postrados delante del Resucitado; también donde la presencia del Resucitado se nos da y se nos presenta gratuitamente. Debemos hacer un claro examen de conciencia y reconocer dónde dejamos albergar, en nuestro corazón, la falta de fe, la duda y el escepticismo, de cara al Señor, presente y vivo.
Esta duda es, en nosotros, como el contagio de la mentira del mundo, un mal que penetra dentro de la conciencia y el corazón; es como una sutil hoja que se insinúa entre nosotros y todo aquello que se nos ha dado por Cristo y en Cristo.
Es en la humillación del Hijo de Dios y en nuestra humana enfermedad humana que podemos reconocer la gloria de Dios. Es una gracia que pedimos a la Virgen Madre, Aquella que nos indica el Camino y cuya fe es libre de toda sombra de duda y de pecado.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El Evangelio del domingo decimocuarto (6,1-6) está en contraste brutal con los domingos anteriores. Después de los impresionantes signos realizados por Jesús vemos que Él es claramente rechazado. La rebeldía y la dureza de corazón (1a lectura: Ez 2,2-5), la falta de fe de quien se queda a ras de tierra (Evangelio), impiden reconocer y aceptar los signos más evidentes. La reacción de los parientes y paisanos de Jesús es una advertencia del peligro que también nosotros corremos si no damos continuamente el salto de la fe.
Confianza total en Dios
El Salmo 122 es la súplica confiada de los pobres de Yahvé que experimentan el desprecio a su alrededor. Y manifiesta de manera muy elocuente la postura del que ora a Dios: una confianza total en su amor y en su poder y, a la vez, un absoluto respeto y reverencia ante la majestad de Dios.
En el contexto de la liturgia de hoy, el salmo se pone en labios de Cristo, que ante el desprecio de su propio pueblo, ante el rechazo de una gente rebelde y obstinada, se dirige a su Padre abandonándose a Él y dejando en sus manos todos sus cuidados. Muchas veces a lo largo de su vida terrena Jesús experimentó las burlas y sarcasmos, la oposición de los pecadores, y con mucha frecuencia debió levantar sus ojos y su corazón al Padre que está en los cielos.
También nosotros podemos hacer nuestro este salmo. Ante todo, nos enseña a orar con humildad, no exigiendo a Dios, sino acudiendo a Él cómo el esclavo que sabe que no tiene ningún derecho y que lo espera todo de la bondad de su Señor y le deja las manos libres para que actúe como quiera y cuando quiera. Por otra parte, frente a las dificultades, nos enseña a levantar los ojos a nuestro Padre esperando su socorro y su misericordia, de manera que podamos experimentar como san Pablo la certeza de su protección: «Te basta mi gracia», pues la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad del hombre.
Raniero Cantalamessa
Homilía: La tentación de no reconocer a Jesús que pasa.
«Salió de allí y vino a su patria» (Mc 6,1)»
Cuando ya se había hecho popular y famoso por sus milagros y su enseñanza, Jesús volvió un día a su lugar de origen, Nazaret, y como de costumbre se puso a enseñar en la sinagoga. Pero esta vez no suscitó ningún entusiasmo, ningún ¡hosanna!. Más que escuchar cuanto decía y juzgarle según ello, la gente se puso a hacer consideraciones ajenas: «¿De dónde ha sacado esta sabiduría? No ha estudiado; le conocemos bien; es el carpintero, ¡el hijo de María!». «Y se escandalizaban de Él», o sea, encontraban un obstáculo para creerle en el hecho de que le conocían bien.
Jesús comentó amargamente: «Un profeta sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa carece de prestigio». Esta frase se ha convertido en proverbial en la forma abreviada: Nemo propheta in patria, nadie es profeta en su tierra. Pero esto es sólo una curiosidad. El pasaje evangélico nos lanza también una advertencia implícita que podemos resumir así: ¡atentos a no cometer el mismo error que cometieron los nazarenos! En cierto sentido, Jesús vuelve a su patria cada vez que su Evangelio es anunciado en los países que fueron, en un tiempo, la cuna del cristianismo.
Nuestra Italia, y en general Europa, son, para el cristianismo, lo que era Nazaret para Jesús: «el lugar donde fue criado» (el cristianismo nació en Asia, pero creció en Europa, ¡un poco como Jesús había nacido en Belén, pero fue criado en Nazaret!). Hoy corren el mismo riesgo que los nazarenos: no reconocer a Jesús. La carta constitucional de la nueva Europa unida no es el único lugar del que Él es actualmente «expulsado»...
El episodio del Evangelio nos enseña algo importante. Jesús nos deja libres; propone, no impone sus dones. Aquel día, ante el rechazo de sus paisanos, Jesús no se abandonó a amenazas e invectivas. No dijo, indignado, como se cuenta que hizo Publio Escipión, el africano, dejando Roma: «Ingrata patria, ¡no tendrás mis huesos!». Sencillamente se marchó a otro lugar. Una vez no fue recibido en cierto pueblo; los discípulos indignados le propusieron hacer bajar fuego del cielo, pero Jesús se volvió y les reprendió (Lc 9, 54).
Así actúa también hoy. «Dios es tímido». Tiene mucho más respeto de nuestra libertad que la que tenemos nosotros mismos, los unos de la de los otros. Esto crea una gran responsabilidad. San Agustín decía: «Tengo miedo de Jesús que pasa» (Timeo Jesum transeuntem). Podría, en efecto, pasar sin que me percate, pasar sin que yo esté dispuesto a acogerle.
Su paso es siempre un paso de gracia. Marcos dice sintéticamente que, habiendo llegado a Nazaret en sábado, Jesús «se puso a enseñar en la sinagoga». Pero el Evangelio de Lucas especifica también qué enseñó y qué dijo aquel sábado. Dijo que había venido «para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos; para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor» (Lucas 4, 18-19).
Lo que Jesús proclamaba en la sinagoga de Nazaret era, por lo tanto, el primer jubileo cristiano de la historia, el primer gran «año de gracia», del que todos los jubileos y «años santos» son una conmemoración.