Domingo de Pentecostés (B): Homilías
/ 22 mayo, 2015 / Tiempo de PascuaLecturas (Domingo de Pentecostés – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.
-Salmo: Sal 103, 1-34: R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
-2ª Lectura: 1 Cor 12, 3b-7. 12-13: Hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo.
o bien: Gál 5, 16-25: El fruto del Espíritu.
+Evangelio: +Jn 20, 19-23: Recibid el Espíritu Santo.
o bien: +Jn 15, 26-27; 16, 12-15: El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San León Magno, papa
Tratado
(Tratado 77, 4-6: CCL 138A, 490-493)
Me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis ser hijos de Dios
Cuando aplicamos toda la capacidad de nuestra inteligencia a la confesión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, hemos de alejar de nuestra imaginación las formas de las cosas visibles y las edades de las naturalezas temporales; hemos de excluir de nuestras categorías mentales los cuerpos de los lugares y los lugares de los cuerpos. Apártese del corazón lo que se extiende en el espacio, lo que se encierra dentro de unos límites, y lo que no está siempre en todas partes, ni es la totalidad. Nuestros conceptos relativos a la deidad de la Trinidad han de rehuir las categorías de espacio, no deben intentar establecer gradaciones, y si envuelven algún sentimiento digno de Dios, no abrigue la presunción de negarlo a alguna de las Personas, por ejemplo, adscribiendo como más honorífico al Padre, lo que se niega al Hijo y al Espíritu. No es verdadera piedad preferir al que engendra sobre el Unigénito. Todo deshonor infligido al Hijo es una injuria hecha al Padre, y lo que se resta a uno se sustrae a ambos. Pues siendo común al Padre y al Hijo la sempiternidad y la deidad, no se considerará al Padre ni todopoderoso ni inmutable si se piensa que o bien ha engendrado un ser inferior a él, o bien que se ha enriquecido teniendo al Hijo que antes no tenía.
Dice, en efecto, a sus discípulos el Señor Jesús, como hemos escuchado en la lectura evangélica: Si me amarais os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Pero esta afirmación, quienes oyeron con frecuencia: Yo y el Padre somos uno, y: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre, la interpretan no como una diferencia en el plano de la deidad, ni la entienden referida a aquella esencia que saben ser sempiterna con el Padre y de la misma naturaleza.
Así pues, la encarnación del Verbo es señalada a los apóstoles como promoción humana, y los que estaban turbados por el anuncio de la partida del Señor, son incitados a los gozos eternos recordándoles el aumento de su propia gloria: Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, es decir: si tuvierais una idea clara de la gloria que se deriva para vosotros del hecho de que yo, engendrado de Dios Padre, haya nacido también de una madre humana; de que siendo Señor de los seres eternos, quise ser uno de los mortales; de que siendo invisible me hice visible; de que siendo sempiterno en mi calidad de Dios asumí la condición de esclavo, os alegraríais de que vaya al Padre. Esta ascensión os será beneficiosa a vosotros, porque vuestra humildad es elevada en mí sobre todos los cielos para ser colocada a la derecha del Padre. Y yo, que soy con el Padre lo que el Padre es en sí mismo, permanezco inseparablemente unido al que me ha engendrado; por eso no me alejo de él viniendo a vosotros, como tampoco os dejo a vosotros cuando vuelvo a él.
Alegraos, pues, de que me vaya al Padre, porque el Padre es más que yo. Os he unido a mí y me he hecho Hijo del hombre, para que vosotros podáis ser hijos de Dios. De donde se sigue que aunque yo continúo siendo uno en ambos, no obstante, en cuanto me configuro con vosotros, soy menor que el Padre; pero en cuanto que no me separo del Padre, soy incluso mayor que yo mismo. Vaya, pues, al Padre la naturaleza que es inferior al Padre, y esté allí la carne donde siempre está el Verbo; y la única fe de la Iglesia católica crea igual en su deidad a quien no tiene inconveniente reconocer inferior en su humanidad.
Tengamos, pues, amadísimos, por digna de desprecio la vana y ciega astucia de la sacrílega herejía, que se lisonjea de la torcida interpretación de esta frase; pues habiendo dicho el Señor: Todo lo que tiene el Padre es mío, no comprende que quita al Padre todo cuanto se atreve a negar al Hijo, y, de tal manera se extravía en lo concerniente a su humanidad, que piensa que al Unigénito le han faltado las cualidades paternas, por el mero hecho de que ha asumido las nuestras. En Dios la misericordia no disminuyó el poder, ni la entrañable reconciliación de la criatura ha eclipsado su sempiterna gloria. Lo que tiene el Padre lo tiene igualmente el Hijo, y lo que tiene el Padre y el Hijo, lo tiene asimismo el Espíritu Santo, porque toda la Trinidad es un solo Dios.
Ahora bien, esta fe no la ha descubierto la terrena sabiduría ni argumentos humanos la han demostrado, sino que la enseñó el mismo Unigénito y la ha instituido el Espíritu Santo, del que no hemos de pensar distintamente que del Padre y del Hijo. Pues aun cuando no es Padre ni es Hijo, no por eso está separado del Padre y del Hijo; y lo mismo que en la Trinidad tiene su propia Persona, así también tiene en la deidad del Padre y del Hijo una única sustancia, sustancia que todo lo llena, todo lo contiene y que, junto con el Padre y el Hijo, gobierna todo el universo. A él la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.
San Ireneo de Lyon, obispo
Tratado contra las Herejías
Libro III- 17, 1-2
«Yo le pediré al Padre que os de otro Defensor, el Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16)
El Espíritu prometido por los profetas descendió sobre el Hijo de Dios hecho Hijo del Hombre (Mt 3,16), para acostumbrarse a habitar con él en el género humano, a descansar en los hombres y a morar en la criatura de Dios, obrando en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de hombre viejo a nuevo en Cristo.
Este Espíritu es el que David pidió para el género humano, diciendo: «Confírmame en el Espíritu generoso» (Sal 51[50],14). De él mismo dice Lucas (Hch 2), que descendió en Pentecostés sobre los Apóstoles, con potestad sobre todas las naciones para conducirlas a la vida y hacerles comprender el Nuevo Testamento: por eso, provenientes de todas las lenguas alababan a Dios, pues el Espíritu reunía en una sola unidad las tribus distantes, y ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones. Para ello el Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos acercase a Dios (Jn 15,26; 16,7). Pues, así como del trigo seco no puede hacerse ni una sola masa ni un solo pan, sin algo de humedad, así tampoco nosotros, siendo muchos, podíamos hacernos uno en Cristo Jesús ( 1 Co 10,17), sin el agua que proviene del cielo. Y así como si el agua no cae, la tierra árida no fructifica, así tampoco nosotros, siendo un leño seco, nunca daríamos fruto para la vida, si no se nos enviase de los cielos la lluvia gratuita. Pues nuestros cuerpos recibieron la unidad por medio de la purificación (bautismal) para la incorrupción; y las almas la recibieron por el Espíritu. Por eso una y otro fueron necesarios, pues ambos nos llevan a la vida de Dios.
San Juan Pablo II, papa
Regina Caeli (25-04-1982)
1. «Paz a vosotros», dijo Cristo, entrando en el Cenáculo, aquella tarde el primer día después del sábado, es decir, el día de la resurrección.
«Paz a vosotros», dijo de nuevo y añadió: «Como el Padre me ha enviado así también os envió yo». Después de haber hecho esto, «exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 21-22).
Hemos meditado sobre estas palabras del Señor resucitado hace una semana, al rezar el «Regina caeli» en Bolonia, durante la gran reunión de la juventud.
Volvemos sobre ellas también hoy, para recordar y renovar la meditación del día de Pentecostés del año pasado. Estas son las palabras pronunciadas entonces:
2. «¡Oh, qué bueno es el Señor! Él les dio el Espíritu Santo, que es Señor y da la vida…, y con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y gloria… Él, igual en la Divinidad. Jesús les dio el Espíritu Santo, diciendo: ‘recibid’. Pero, más aún, ¿no ha dado quizás, no ha confiado a ellos mismos al Espíritu Santo? ¿Puede el hombre ‘recibir’ al Dios vivo y poseerlo como ‘propio’?»
«Entonces Cristo entregó los Apóstoles, aquellos que eran el comienzo del nuevo Pueblo de Dios y el fundamento de su Iglesia, al Espíritu Santo, al Espíritu que el Padre debía mandar en su nombre (cf. Jn 14, 26), al Espíritu de verdad (Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13), al Espíritu, por medio del cual el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5); los entregó al Espíritu para que a su vez lo recibieran como el Don; Don obtenido del Padre por obra del Mesías, del Siervo doliente de Yavé, del cual habla la profecía de Isaías» (L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de junio de 1981, pág. 2).
3. Estas palabras fueron pronunciadas hace un año, con ocasión del 1600 aniversario del Concilio I de Constantinopla.
Las repito este domingo del tiempo pascual. Estas palabras unen con vínculo profundo la Pascua de Resurrección con la solemnidad de Pentecostés.
Nos dicen que el Don del Consolador ha sido dado a la Iglesia para el hombre, que lleva en sí el peso de la heredad del pecado: para cada uno de los hombres y para todos los hombres.
Nos dicen que Cristo en su resurrección confió la Iglesia al Espíritu Santo para todos los tiempos; la Iglesia que es enviada a todo el mundo.
Durante el año jubilar el misterio del Espíritu Santo ha sido el tema del simposio que ha reunido a los teólogos de la Iglesia Oriental y Occidental y a los de las Iglesias de la «Reforma» en torno a la verdad profesada por todos los cristianos.
Es necesario que en el tiempo de Pascua, en el período en que se pasa de la Pascua a Pentecostés, nos demos cuenta una vez más del significado que tienen las palabras del Resucitado: «Recibid el Espíritu Santo». Es preciso que vivamos de la plenitud del misterio pascual.
4. Estos días reiteradamente, y una vez más, al recibir las Delegaciones de Chile y Argentina dentro del marco de la mediación de la Santa Sede en la cuestión de Beagle, he manifestado mi preocupación y expresado mis deseos por una solución pacífica del conflicto que opone a uno de estos dos países, Argentina, a Gran Bretaña por la posesión de las Islas Falkland o Malvinas.
Hoy el mundo mira alarmado la posibilidad de que este conflicto pueda precipitar, de un momento a otro, en un encuentro armado, deplorable en sí y de amenazadoras consecuencias, no fácilmente previsibles en toda su amplitud.
Os invito a vosotros y a todos los católicos del mundo, especialmente a los que viven en los dos países implicados en la cuestión, a unirse a mi plegaria para que el Señor inspire a los gobernantes responsables decisión y valentía a fin de buscar, en esta hora, quizá decisiva, los caminos del entendimiento, con sabiduría y magnanimidad, en servicio del bien insustituible de la paz de sus pueblos y para la tranquilidad del continente americano.
Que la Virgen María sostenga sus esfuerzos y los de todos los que se afanan por favorecer soluciones de Paz.
Homilía (26-05-1985) – En Italiano, para posterior traducción
CONCISTORO PUBBLICO: CONCELEBRAZIONE CON I NUOVI CARDINALI.
Solennità di Pentecoste. Domenica, 26 maggio 1985
1. “Pace a voi!” (Gv 20, 19).
Oggi, giorno di Pentecoste, ci troviamo nel cenacolo di Gerusalemme: gli apostoli insieme con la Madre del Signore. E anche se ormai sono passati molti giorni dalla risurrezione, tutti conservano ancora nella memoria quel giorno, in cui Cristo, mentre erano chiuse le porte del luogo dove si trovavano, venne tra loro. Anche la liturgia ricorda quel giorno.
Venne, si fermò in mezzo ad essi, e disse: “Pace a voi!” (Gv 20, 19).
Oggi, giorno di Pentecoste, Cristo non verrà solo. Verrà con colui che egli ha annunciato e promesso: il Consolatore, lo Spirito di verità: Parakletos.
“. . . Quando me ne sarò andato, ve lo manderò” (Gv 16, 7). Andato via Gesù, gli apostoli insieme con Maria rimasero in preghiera, mentre si avvicinava il momento della discesa.
2. Il momento della discesa – il mistero della discesa dello Spirito Santo – è unito strettissimamente a quella sera “dopo il sabato”, giorno della risurrezione.
Allora Gesù venne tra gli apostoli e “mostrò loro le mani e il costato” (Gv 20, 20). Era la stessa persona che “prima del sabato di Pasqua” era stata inchiodata alla croce, e che, spirata, ebbe il costato aperto dalla lancia del centurione.
Davanti agli apostoli si presentò dunque il Crocifisso e al tempo stesso il Risorto, e disse: “Pace a voi!”. Dopo averli salutati, alitò su di loro e disse: “Ricevete lo Spirito Santo” (Gv 20, 22).
Questo non era più solo un annuncio. Era insieme il compimento della promessa. Cristo dice chiaramente: “Ricevete”. Gli apostoli dunque ricevono lo Spirito Santo. Nelle parole del Risorto è contenuto tutto il divino realismo del dono: del dono dall’alto.
Questo dono è lo Spirito Santo, lo Spirito che è uno con il Padre e il Figlio: è come il frutto della loro spirazione. Il loro amore. Il dono increato ed eterno.
Lui è il Paraclito. Il Padre lo manda “nel nome di Cristo” (cf. Gv 14, 26). E Cristo stesso lo manda (cf. Gv 16, 7; 20, 22). Proprio in quel momento, in cui dice: “Ricevete lo Spirito Santo”.
3. In questo momento ebbe inizio la Chiesa. La Chiesa-corpo di Cristo. Cristo risorto nel corpo manifesta la Chiesa, quando dice agli apostoli: “Ricevete lo Spirito Santo”. Manifesta l’inizio della Chiesa e insieme le dà inizio.
La Chiesa infatti è simile al corpo, che “è uno” pur “avendo molte membra” (composta di molti membri) (cf. 1 Cor 12, 12).
Nel momento in cui Cristo risorto va dagli apostoli, proprio essi costituiscono l’inizio del nuovo corpo di Cristo: di quel corpo che è la Chiesa. Questo corpo, nel momento dell’inizio della Chiesa nel cenacolo della risurrezione, è deposto in loro: viene iniziato in loro. I dodici costituiscono il principio del nuovo Israele (Ad gentes, 5). Nel ricevere lo Spirito Santo, diventano una sola realtà: la Chiesa, nuovo corpo di Cristo.
“Tutti sono stati battezzati in un solo Spirito per formare un solo corpo. Tutti si sono abbeverati a un solo Spirito” (cf. 1 Cor 12, 13).
Ciò avvenne quando Cristo «alitò su di loro e disse: “Ricevete lo Spirito Santo»” (Gv 20, 22).
4. Il giorno di Pentecoste è il giorno della nascita della Chiesa. Il corpo di Cristo, unito dallo Spirito Santo nei cuori degli apostoli a partire da quel giorno, si manifesta al mondo.
Quanto avviene nel cenacolo della Pentecoste – e intorno al cenacolo – costituisce si può dire ciò che sono i sintomi della venuta al mondo della Chiesa. Viene al mondo – o piuttosto entra nel mondo – la Chiesa, il corpo di Cristo, maturo per vivere e agire nel mondo. In mezzo a tutte le nazioni.
5. Questo si esprime innanzitutto attraverso “un rombo come di vento che si abbatte gagliardo (At 2, 2): infatti colui, che viene mandato dal Padre “nel nome di Cristo”, è il “Soffio”. È lui che compie l’unione dei cuori. Grazie a lui i dodici usciranno dal cenacolo come Chiesa: come un solo corpo, nel quale vive il Cristo, crocifisso e risorto.
6. Questi si manifesta contemporaneamente nel segno delle lingue. Lingue come di fuoco si accendono sopra le teste degli apostoli ed essi cominciano a parlare “in altre lingue” (At 2, 4).
Queste sono per essi lingue “straniere”, diverse da quella natia. E contemporaneamente queste sono lingue proprie, le lingue materne di questa gente che si è radunata attorno al cenacolo, di questa folla.
E vi erano – come testimoniano gli Atti degli apostoli – “Parti, Medi, Elamiti e abitanti della Mesopotamia, della Giudea, della Cappadocia, del Ponto e dell’Asia, della Frigia e della Panfilia, dell’Egitto e delle parti della Libia vicino a Cirene, stranieri di Roma, Ebrei e proseliti, Cretesi e Arabi” (At 2, 9-11). L’intero Medio Oriente di allora, e di oggi, e insieme “il mondo mediterraneo”: la culla della Chiesa.
7. Tutti erano l’annuncio della molteplicità della Chiesa, l’annuncio della sua universalità; erano la prima dimensione storica di questa universalità, che si realizza attraverso una molteplicità di lingue, di culture, di popoli e di nazioni.
Tutti sono stati redenti nella croce di Cristo, giustificati mediante la sua risurrezione.
Tutti – forse anche senza saperlo – attendevano di diventare un corpo in Cristo: di diventare la Chiesa, il nuovo Israele. Attendevano che dalla molteplicità emergesse questa mirabile unità, operata da un solo Spirito.
“. . . Battezzati in un solo Spirito . . . abbeverati a un solo Spirito” (1 Cor 12, 13).
8. Allora dunque – al centro stesso di questo evento – gli apostoli dovettero comprendere fino in fondo le parole che Cristo aveva detto loro il giorno della risurrezione:
“Pace a voi! Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi” (Gv 20, 21).
Di fronte a questa folla capirono definitivamente di essere “mandati”. Lo Spirito Santo operò questo mandato, questa missione che si manifestò nei loro cuori e sulle loro labbra. Questo divenne in essi una realtà matura.
Le persone radunate intorno al cenacolo si domandavano: “Costoro che parlano non sono forse tutti galilei? E com’è che . . . li udiamo annunziare nelle nostre lingue le grandi opere di Dio?” (At 2, 7-8. 11).
9. Era l’inizio del mandato e della missione di tutta la Chiesa, che di secolo in secolo, e di generazione in generazione, parla sempre nuove lingue.
In questa molteplicità di lingue essa è insieme universale e una: costituisce un corpo solo!
Oggi, nel nostro “cenacolo” romano, presso la tomba di San Pietro, risuonano in modo particolare alcune di queste lingue parlate dalla Chiesa di oggi: la lingua italiana, francese, spagnola, inglese, tedesca, polacca, olandese, ucraina, slovacca, tamil, ibo e etiopica.
Cari fratelli, che insieme con me celebrate questa santa Eucaristia di Cristo sulla tomba di San Pietro, neo-cardinali! Voi siete un segno particolare di questa universalità, composta di molte lingue e insieme dell’unità della Chiesa: unita dallo Spirito Santo per opera della croce e della risurrezione di Cristo. Siete la testimonianza della Chiesa apostolica unita intorno a Pietro, così come nel giorno stesso della Pentecoste.
Oggi – nella solennità di Pentecoste – dovete vivere di nuovo il senso delle parole, pronunciate dal Signore risorto: “Pace a voi! Come il Padre ha mandato me, anch’io mando voi”.
Nella chiamata al cardinalato è contenuta la speciale espressione della missione di tutta la Chiesa, un particolare accento dell’eredità apostolica unita all’ufficio episcopale, al servizio episcopale e, particolarmente, al servizio di Pietro.
Dovete dunque testimoniare questa unità, che è contenuta nella molteplicità e nell’universalità e costruirla in modo particolare. Assicurarla. E manifestarla. Tutto ciò si trova sull’asse del grande mistero del corpo di Cristo, che “essendo uno ha molte membra” e tutte le membra vengono animate da “un solo Spirito” (cf. 1 Cor 12, 12. 14).
10. Pace a voi!
Pace a voi, cari fratelli e sorelle, che in questo momento mi state ascoltando qui, presso la tomba di San Pietro. E a voi, che, in tutto l’orbe terrestre, vi unite a noi.
Pace a voi: Chiese tutte del popolo di Dio che nella comunione con chi presiede alla carità formate un’unica Chiesa: il corpo di Cristo, diffuso in tutto il mondo.
Pace a voi tutti, fratelli e sorelle, che insieme con noi confessate lo stesso Cristo anche se non siete con noi nell’unità della stessa Chiesa. Oggi imploriamo insieme lo Spirito Consolatore, affinché avvicini il tempo di questa unione, che ebbe il proprio inizio nell’evento della Pentecoste di Gerusalemme.
Pace a voi tutti, fratelli e sorelle, che siete uniti dal sacerdozio universale nel sacramento del santo Battesimo; e specialmente a voi, che sul fondamento di questo sacerdozio vi siete donati totalmente a Cristo mediante i voti religiosi.
Pace a voi, presbiteri della Chiesa, servi di Dio e del popolo di Dio su tutta la terra.
Pace a voi, venerati fratelli nell’episcopato, servi e pastori di questo popolo.
Pace a te, venerato Collegio dei cardinali, oggi rinnovato e arricchito di nuovi membri.
Pace a te, Chiesa di Dio!
Pace a te, mondo di oggi. Che lo Spirito della Pace abiti in te, rinnovando il volto della terra!
11. Ecco, il Cristo risorto venne nel cenacolo e “i discepoli gioirono” (Gv 20, 20).
Ecco, lo Spirito promesso discese sugli apostoli . . . “i discepoli gioirono”.
Cari fratelli e sorelle! Che nessuno “ci tolga questa gioia” (cf. Gv 16, 22).
Amen.
Regina Caeli (26-05-1985)
1. ¡Descienda tu espíritu y renueve la faz de la tierra!
En el culmen de la solemnidad de Pentecostés la Iglesia clama a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo:
Pide que descienda el Espíritu.
Pide en el nombre de Cristo.
Pide confiando en la potencia de la cruz y de la resurrección de Cristo.
Pide fiel a las promesas de Cristo recibidas en el Cenáculo el Jueves Santo y reiteradas en la perspectiva de la Ascensión.
La Iglesia ora. La Iglesia primitiva congregada en oración con María, Madre del Señor. E igualmente la Iglesia contemporánea en este año del Señor 1985.
Ora para obtener el Espíritu de Verdad, el Paráclito.
Ora con especial fuerza este día que recuerda la venida del Espíritu Santo: Pentecostés.
2. Descienda tu Espíritu y renueve la faz de la tierra, cantamos en la liturgia (cf. Sal 103/104, 30): «la tierra está llena de tus criaturas» (oh Señor)… «envías tu aliento y los creas» (vv. 24. 30)
Y al mismo tiempo sabemos —lo atestigua San Pablo— «que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto» (Rom. 8, 22), «ella fue sometida a la frustración… pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción» (Rom 8, 20-21): ¡se trata de la corrupción por causa del pecado!
Y por ello «la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios… para entrar en la libertad gloriosa» (cf. Rom 8, 19. 21).
3. Esta imagen del mundo que delineó Pablo en la Carta a los Romanos, ¡qué bien corresponde a nuestra situación contemporánea!
Y por ello clama la Iglesia:
Venga el Espíritu de Verdad y nos convenza del pecado del hombre de nuestra época.
Renueve la faz de la tierra: la tierra se puede renovar sólo en el hombre, en los corazones humanos, en las conciencias de los hombres.
Pidamos, pues, «Doma el espíritu indómito, infunde calor de vida en el hielo, guía al que tuerce el sendero» (Secuencia).
4. La Iglesia ora con María. Como en el Cenáculo de Pentecostés. La que ha «concebido por obra del Espíritu Santo», Esposa y Madre, es la esperanza del hombre y del mundo. En Ella se hizo manifiesto el preanuncio de que Dios renovará la tierra. Y este preanuncio perdura.
Regina Caeli (22-05-1988)
1. La solemnidad de Pentecostés que hoy celebramos reviste un significado especial porque nos trae a la memoria la apertura del Año Mariano.
Esta coincidencia nos quiere recordar que la venida del Espíritu Santo al mundo está estrechamente unida a la presencia de María entre nosotros. El Espíritu Santo nos da a María, y María nos lleva al Espíritu Santo.
El Espíritu Santo y la Virgen están en el origen de la Iglesia.
María ha dado a la Iglesia su mismo Fundador: Nuestro Señor Jesucristo. El Espíritu da a la Iglesia su misma vida y la fuerza de crecer y de extenderse hasta los confines de la tierra.
El Espíritu Santo y María, presentes en la Iglesia desde su nacimiento, invocan a lo largo de toda la historia con todos los discípulos del Señor Jesús, su vuelta en la gloria.
2. Como he dicho en la Encíclica Dominum et Vivificantem, «espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en el corazón. La Iglesia persevera en la oración como los Apóstoles con María, Madre de Cristo» (n. 66).
La Iglesia puede vivir un perenne Pentecostés en el Espíritu Santo y en unión con la plegaria de María. Uniéndose a la plegaria del Espíritu Santo y de María es como la Iglesia encuentra la fuerza, a lo largo de los siglos, para permanecer fiel a la misión que le confió Jesús el Señor, para tener siempre nuevos hijos, para realizar siempre nuevas iniciativas de caridad y de santidad, para vencer definitivamente el poder del mal.
Todo el secreto de nuestro camino de santificación, de nuestro vivir en comunión con Cristo y con la Iglesia, está en sabernos unir a estos «gemidos inenarrables» del Espíritu ―como dice San Pablo (Rom 8, 26)―, en esa misteriosa «intercesión» del Espíritu, el único que conoce a fondo la voluntad de Dios y su plan de salvación para nosotros. Con el fin de realizar ese plan, hemos de hacer nuestros los «deseos del Espíritu» (v. 27). Sólo así podremos orar en el nombre de Cristo y obtener la misericordia del Padre.
3. Y María, a su vez, nos ayuda a discernir la voz del Espíritu, a abrirnos a su soplo vital y fecundante, a disponernos con humildad y confianza, para escuchar y hacer nuestro lo que el Espíritu nos va a decir por sí mismo o por medio de la Iglesia.
María nos enseña a estar abiertos a todos los canales de la verdad, venga de donde y por donde venga hasta nosotros. «Cualquier verdad, diga quien la diga ―observa Santo Tomás― viene del Espíritu Santo» (Comm al Ev. de Jn 1. 4b, lect. III, n. 103). El soplo de Pentecostés es el soplo de la Verdad que conquista el mundo, que conquista las conciencias y los corazones de los hombres. Y María está en el centro de este acontecimiento, de este camino de salvación.
¡Pidámosle una vez más que nos haga disponibles a la voz del Espíritu!
Regina Caeli (22-05-)1994
Queridos hermanos y hermanas:
1. Es Pentecostés: fiesta importante para la Iglesia y también para el mundo. En Jerusalén, cincuenta días después de la resurrección de Cristo, sobre la primera comunidad de sus discípulos descendió el Espíritu Santo, manifestándose con la energía del viento y del fuego, y convirtiéndose en el alma de la Iglesia naciente, en su fuerza y en el secreto de su camino a lo largo de los siglos.
¿Podría existir la Iglesia sin el Espíritu Santo, dador de la vida, de toda vida? La Biblia nos lo presenta aleteando sobre las aguas de la primera creación (cf. Gn 1, 2), principio de existencia para todas las criaturas. De su efusión especial el día de Pentecostés cobra vida también la nueva creación, la comunidad de los salvados, redimidos por la sangre de Cristo.
Ven, Espíritu Santo. Te pedimos por toda la Iglesia: aumenta nuestra fidelidad, fortalece nuestra unidad, infunde impulso a nuestra evangelización.
Ven, ven Espíritu Santo. Te suplicamos por el mundo. Muéstrate padre de los pobres y consolador perfecto, especialmente para los pueblos martirizados de Ruanda y Bosnia-Herzegovina, para todas las naciones que están en guerra. Toca los corazones, ilumina las mentes, suscita deseos y propósitos de paz.
2. Un especial Pentecostés tuvo lugar esta mañana para la diócesis de Roma, en la basílica de San Pedro, con la ordenación de 39 presbíteros, formados en el Seminario romano mayor, en el Almo Colegio Capranica, en el colegio diocesano «Redemptoris Mater» y en la «Escuela de formación apostólica de los Oblatos del Divino Amor». Yo mismo hubiera querido imponerles las manos, pero, mientras lo hacía el cardenal vicario, también yo lo hacía espiritualmente, ofreciendo mi sacrificio por ellos. Los saludo a todos con intenso afecto e íntima alegría.
¡Qué gran ministerio es el sacerdocio! El Espíritu colma a aquellos a quienes Cristo elige libremente, y los configura con Él, como cabeza, pastor y esposo de la Iglesia. Marcados irreversiblemente por ese don, ya no se pertenecen a sí mismos: su vida está completamente al servicio de Dios y de sus hermanos. Son ya hombres de Dios, iconos y transparencia del rostro de Cristo.
El Espíritu quiere servirse de su voz para llegar al corazón de los hombres. Así, se repite en ellos el milagro de las lenguas, que caracterizó el primer Pentecostés. Gritan las maravillas de la salvación, como heraldos incansables de un mensaje de comunión, de fraternidad y de paz.
3. Miremos a la santísima Virgen, que el día de Pentecostés estaba en el cenáculo, junto a los Apóstoles. En ella la fuerza del Espíritu Santo hizo verdaderamente maravillas (Lc 1, 49). Ella, Madre del Redentor, Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, obtenga con su intercesión una nueva efusión del Espíritu de Dios sobre la Iglesia y sobre el mundo.
Ahora nos preparamos para rezar el Regina coeli, por última vez este año porque hoy termina el período pascual, con esta gran solemnidad de Pentecostés. Tenía grandes deseos de rezarlo desde la ventana del Vaticano, como todos los domingos. Pero es necesario esperar todavía algunos días.
Catequesis: Audiencia General (06-09-1995)
Presencia de María en el origen de la Iglesia
2. Antes de exponer el itinerario mariano del Concilio, deseo dirigir una mirada contemplativa a María, tal como, en el origen de la Iglesia, la describen los Hechos de los Apóstoles. San Lucas, al comienzo de este escrito neotestamentario que presenta la vida de la primera comunidad cristiana, después de haber recordado uno por uno los nombres de los Apóstoles (Hch 1, 13), afirma: «Todos ellos perseveraban en la oración, con un mismo espíritu en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos» (Hch 1, 14).
En este cuadro destaca la persona de María, la única a quien se recuerda con su propio nombre, además de los Apóstoles. Ella representa un rostro de la Iglesia diferente y complementario con respecto al ministerial o jerárquico.
3. En efecto, la frase de Lucas se refiere a la presencia, en el cenáculo, de algunas mujeres, manifestando así la importancia de la contribución femenina en la vida de la Iglesia, ya desde los primeros tiempos. Esta presencia se pone en relación directa con la perseverancia de la comunidad en la oración y con la concordia. Estos rasgos expresan perfectamente dos aspectos fundamentales de la contribución específica de las mujeres a la vida eclesial. Los hombres, más propensos a la actividad externa, necesitan la ayuda de las mujeres para volver a las relaciones personales y progresar en la unión de los corazones.
«Bendita tú entre las mujeres» (Lc 1, 42), María cumple de modo eminente esta misión femenina. ¿Quién, mejor que María, impulsa en todos los creyentes la perseverancia en la oración? ¿Quién promueve, mejor que ella, la concordia y el amor?
Reconociendo la misión pastoral que Jesús había confiado a los Once, las mujeres del cenáculo, con María en medio de ellas, se unen a su oración y, al mismo tiempo, testimonian la presencia en la Iglesia de personas que, aunque no hayan recibido una misión, son igualmente miembros, con pleno título, de la comunidad congregada en la fe en Cristo.
4. La presencia de María en la comunidad, que orando espera la efusión del Espíritu (cf. Hch 1, 14), evoca el papel que desempeñó en la encarnación del Hijo de Dios por obra del Espíritu Santo (cf. Lc 1, 35). El papel de la Virgen en esa fase inicial y el que desempeña ahora, en la manifestación de la Iglesia en Pentecostés, están íntimamente vinculados.
La presencia de María en los primeros momentos de vida de la Iglesia contrasta de modo singular con la participación bastante discreta que tuvo antes, durante la vida pública de Jesús. Cuando el Hijo comienza su misión, María permanece en Nazaret, aunque esa separación no excluye algunos contactos significativos, como en Caná, y, sobre todo, no le impide participar en el sacrificio del Calvario.
Por el contrario, en la primera comunidad el papel de María cobra notable importancia. Después de la ascensión, y en espera de Pentecostés, la Madre de Jesús está presente personalmente en los primeros pasos de la obra comenzada por el Hijo.
5. Los Hechos de los Apóstoles ponen de relieve que María se encontraba en el cenáculo «con los hermanos de Jesús» (Hch 1, 14), es decir, con sus parientes, como ha interpretado siempre la tradición eclesial. No se trata de una reunión de familia, sino del hecho de que, bajo la guía de María, la familia natural de Jesús pasó a formar parte de la familia espiritual de Cristo: «Quien cumpla la voluntad de Dios ―había dicho Jesús―, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3, 34).
En esa misma circunstancia, Lucas define explícitamente a María «la madre de Jesús» (Hch 1, 14), como queriendo sugerir que algo de la presencia de su Hijo elevado al cielo permanece en la presencia de la madre. Ella recuerda a los discípulos el rostro de Jesús y es, con su presencia en medio de la comunidad, el signo de la fidelidad de la Iglesia a Cristo Señor.
El título de Madre, en este contexto, anuncia la actitud de diligente cercanía con la que la Virgen seguirá la vida de la Iglesia. María le abrirá su corazón para manifestarle las maravillas que Dios omnipotente y misericordioso obró en ella.
Ya desde el principio María desempeña su papel de Madre de la Iglesia: su acción favorece la comprensión entre los Apóstoles, a quienes Lucas presenta con un mismo espíritu y muy lejanos de las disputas que a veces habían surgido entre ellos.
Por último, María ejerce su maternidad con respecto a la comunidad de creyentes no sólo orando para obtener a la Iglesia los dones del Espíritu Santo, necesarios para su formación y su futuro, sino también educando a los discípulos del Señor en la comunión constante con Dios.
Así, se convierte en educadora del pueblo cristiano en la oración y en el encuentro con Dios, elemento central e indispensable para que la obra de los pastores y los fieles tenga siempre en el Señor su comienzo y su motivación profunda.
6. Estas breves consideraciones muestran claramente que la relación entre María y la Iglesia constituye una relación fascinante entre dos madres. Ese hecho nos revela nítidamente la misión materna de María y compromete a la Iglesia a buscar siempre su verdadera identidad en la contemplación del rostro de la Theotókos.
Regina Caeli (18-05-1997)
1. Hoy la Iglesia celebra y revive el extraordinario acontecimiento de Pentecostés, que marca el inicio de su misión universal de evangelización.
El evangelista san Juan afirma que Cristo resucitado, al aparecerse a los Apóstoles en el cenáculo la misma tarde de Pascua, «exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados»» (Jn 20, 22- 23). Cristo mismo pidió después a los Once que no se alejaran de Jerusalén, sino que esperaran la efusión del Espíritu, que el Padre enviaría «desde lo alto» (cf. Lc 24, 49). El acontecimiento que se verificó cincuenta días después de la Pascua es, por tanto, el cumplimiento del don de Cristo que murió, resucitó y subió al Padre; es el cumplimiento del misterio pascual.
2. De la misma manera que san Juan presenta a María al pie de la cruz, también san Lucas refiere su presencia en el cenáculo el día de Pentecostés, en oración con los Apóstoles. Este doble icono expresa plenamente el papel de María en el misterio de Cristo y de la Iglesia, como enseña el concilio ecuménico Vaticano II (cf. Lumen gentium, cap. VIII).
María es modelo de la Iglesia, que sabe escuchar en silencio la palabra de amor de Dios e invoca el don del Espíritu Santo, fuego divino que calienta el corazón de los hombres e ilumina sus pasos por los caminos de la justicia y la paz.
3. «Reine la paz en sus almas», canta precisamente hoy el himno «Veni, Creator». Dirijamos una ferviente súplica al Espíritu Santo, para que lleve su paz a las situaciones de conflicto, que aún son numerosas, y en particular a la población de Kinshasa, que asiste a la conclusión de una larga y dolorosa crisis del país. Oremos para que, en una transición ordenada y pacífica, esa comunidad civil se encamine hacia un futuro de libertad y prosperidad, en el respeto a los derechos de toda persona.
Que Dios ayude a todos a ver en el otro a un hermano, y a colaborar así en la construcción de una nación reconciliada en el amor.
Invoquemos al Espíritu Santo también para los prófugos ruandeses. Él es el «Padre de los pobres». Que él abra los corazones, para que nadie permanezca insensible ante su trágico destino.
Encomendemos a todos a la protección materna de María santísima.
Catequesis: Audiencia General (17-06-1998)
Existencia filial
1. En la última cena Jesús dijo a los Apóstoles: «Os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7). La tarde del día de Pascua, Jesús cumplió su promesa: se apareció a los Once, reunidos en el cenáculo, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Cincuenta días después, en Pentecostés, tuvo lugar «la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el cenáculo el domingo de Pascua» (Dominum et vivificantem, 25). El libro de los Hechos de los Apóstoles nos ha conservado la descripción del acontecimiento (cf. Hch 2, 1-4).
Reflexionando sobre ese texto, podemos descubrir algunos rasgos de la misteriosa identidad del Espíritu Santo.
2. Es importante, ante todo, tener presente la relación que existe entre la fiesta judía de Pentecostés y el primer Pentecostés cristiano.
Al inicio, Pentecostés era la fiesta de las siete semanas (cf. Tb 2, 1), la fiesta de la siega (cf. Ex 23, 16), cuando se ofrecía a Dios las primicias del trigo (cf. Nm 28, 26; Dt 16, 9). Sucesivamente, la fiesta cobró un significado nuevo: se convirtió en la fiesta de la alianza que Dios selló con su pueblo en el Sinaí, cuando dio a Israel su ley.
San Lucas narra el acontecimiento de Pentecostés como una teofanía, una manifestación de Dios análoga a la del monte Sinaí (cf. Ex 19, 16-25): fuerte ruido, viento impetuoso y lenguas de fuego. El mensaje es claro: Pentecostés es el nuevo Sinaí, el Espíritu Santo es la nueva alianza, el don de la nueva ley. Con agudeza descubre ese vínculo san Agustín: «¡Gran misterio, hermanos, y digno de admiración! Si os dais cuenta, en el día de Pentecostés (los judíos) recibieron la ley escrita con el dedo de Dios y en el día de Pentecostés vino el Espíritu Santo» (Ser. Mai, 158, 4). Y un Padre de Oriente, Severiano de Gabala, afirma: «Era conveniente que en el mismo día en que fue dada la ley antigua, se diera también la gracia del Espíritu Santo» (Cat. in Act. Apost., 2, 1).
3. Así se cumplió la promesa hecha a los padres. En el profeta Jeremías leemos: «Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, dice el Señor: pondré mi ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré» (Jr 31, 33). Y en el profeta Ezequiel: «Os daré un corazón nuevo; infundiré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis leyes» (Ez 36, 26-27).
¿De qué modo el Espíritu Santo constituye la alianza nueva y eterna? Borrando el pecado y derramando en el corazón del hombre el amor de Dios: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). La ley mosaica señalaba deberes, pero no podía cambiar el corazón del hombre. Hacía falta un corazón nuevo, y eso es precisamente lo que Dios nos ofrece en virtud de la redención llevada a cabo por Jesús. El Padre nos quita nuestro corazón de piedra y nos da un corazón de carne, como el de Cristo, animado por el Espíritu Santo, que nos impulsa a actuar por amor (cf. Rm 5, 5). Sobre la base de este don se instituye la nueva alianza entre Dios y la humanidad. Santo Tomás afirma, con agudeza, que el Espíritu Santo mismo es la Nueva Alianza, actuando en nosotros el amor, plenitud de la ley (cf. Comment. in 2 Co 3, 6).
4. En Pentecostés viene el Espíritu Santo y nace la Iglesia. La Iglesia es la comunidad de los que han «nacido de lo alto», «de agua y Espíritu», como dice el evangelio de san Juan (cf. Jn 3, 3. 5). La comunidad cristiana no es, ante todo, el resultado de la libre decisión de los creyentes; en su origen está primariamente la iniciativa gratuita del amor de Dios, que otorga el don del Espíritu Santo. La adhesión de la fe a este don de amor es «respuesta» a la gracia, y la misma adhesión es suscitada por la gracia. Así pues, entre el Espíritu Santo y la Iglesia existe un vínculo profundo e indisoluble. A este respecto, dice san Ireneo: «Donde está la Iglesia, ahí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu del Señor, ahí está la Iglesia y toda gracia» (Adv. haer., III, 24, 1). Se comprende, entonces, la atrevida expresión de san Agustín: «Poseemos el Espíritu Santo, si amamos a la Iglesia» (In Io., 32, 8).
El relato del acontecimiento de Pentecostés subraya que la Iglesia nace universal: éste es el sentido de la lista de los pueblos —partos, medos, elamitas… (cf. Hch 2, 9-11)— que escuchan el primer anuncio hecho por Pedro. El Espíritu Santo es donado a todos los hombres, de cualquier raza y nación, y realiza en ellos la nueva unidad del Cuerpo místico de Cristo. San Juan Crisóstomo pone de relieve la comunión llevada a cabo por el Espíritu Santo, con este ejemplo concreto: «Quien vive en Roma sabe que los habitantes de la India son sus miembros» (In Io., 65, 1: PG 59, 361).
5. Del hecho de que el Espíritu Santo es «la nueva alianza» deriva que la obra de la tercera Persona de la santísima Trinidad consiste en hacer presente al Señor resucitado y con él a Dios Padre. En efecto, el Espíritu realiza su acción salvífica haciendo inmediata la presencia de Dios. En esto consiste la alianza nueva y eterna: Dios ya se ha puesto al alcance de cada uno de nosotros. En cierto sentido, cada uno, «del más chico al más grande» (Jr 31, 34), goza del conocimiento directo del Señor, como leemos en la primera carta de san Juan: «En cuanto a vosotros, la unción que de él habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas —y es verdadera y no mentirosa— según os enseñó, permaneced en él» (1 Jn 2, 27). Así se cumple la promesa que hizo Jesús a sus discípulos durante la última cena: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26).
Gracias al Espíritu Santo, nuestro encuentro con el Señor se lleva a cabo en el entramado ordinario de la existencia filial en el «cara a cara» de la amistad, experimentando a Dios como Padre, Hermano, Amigo y Esposo. Éste es Pentecostés. Ésta es la nueva alianza.
Benedicto XVI, papa
Homilía (31-05-2009)
Solemnidad de Pentecostés. Basílica de San Pedro. Domingo 31 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Cada vez que celebramos la eucaristía vivimos en la fe el misterio que se realiza en el altar; es decir, participamos en el acto supremo de amor que Cristo realizó con su muerte y su resurrección. El único y mismo centro de la liturgia y de la vida cristiana —el misterio pascual—, en las diversas solemnidades y fiestas asume «formas» específicas, con nuevos significados y con dones particulares de gracia. Entre todas las solemnidades Pentecostés destaca por su importancia, pues en ella se realiza lo que Jesús mismo anunció como finalidad de toda su misión en la tierra. En efecto, mientras subía a Jerusalén, declaró a los discípulos: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). Estas palabras se cumplieron de la forma más evidente cincuenta días después de la resurrección, en Pentecostés, antigua fiesta judía que en la Iglesia ha llegado a ser la fiesta por excelencia del Espíritu Santo: «Se les aparecieron unas lenguas como de fuego (…) y quedaron todos llenos del Espíritu Santo» (Hch 2, 3-4). Cristo trajo a la tierra el fuego verdadero, el Espíritu Santo. No se lo arrebató a los dioses, como hizo Prometeo, según el mito griego, sino que se hizo mediador del «don de Dios» obteniéndolo para nosotros con el mayor acto de amor de la historia: su muerte en la cruz.
Dios quiere seguir dando este «fuego» a toda generación humana y, naturalmente, es libre de hacerlo como quiera y cuando quiera. Él es espíritu, y el espíritu «sopla donde quiere» (cf. Jn 3, 8). Sin embargo, hay un «camino normal» que Dios mismo ha elegido para «arrojar el fuego sobre la tierra»: este camino es Jesús, su Hijo unigénito encarnado, muerto y resucitado. A su vez, Jesucristo constituyó la Iglesia como su Cuerpo místico, para que prolongue su misión en la historia. «Recibid el Espíritu Santo», dijo el Señor a los Apóstoles la tarde de la Resurrección, acompañando estas palabras con un gesto expresivo: «sopló» sobre ellos (cf. Jn 20, 22). Así manifestó que les transmitía su Espíritu, el Espíritu del Padre y del Hijo.
Ahora, queridos hermanos y hermanas, en esta solemnidad, la Escritura nos dice una vez más cómo debe ser la comunidad, cómo debemos ser nosotros, para recibir el don del Espíritu Santo. En el relato que describe el acontecimiento de Pentecostés, el autor sagrado recuerda que los discípulos «estaban todos reunidos en un mismo lugar». Este «lugar» es el Cenáculo, la «sala grande en el piso superior» (cf. Mc 14, 15) donde Jesús había celebrado con sus discípulos la última Cena, donde se les había aparecido después de su resurrección; esa sala se había convertido, por decirlo así, en la «sede» de la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 13). Sin embargo, los Hechos de los Apóstoles, más que insistir en el lugar físico, quieren poner de relieve la actitud interior de los discípulos: «Todos ellos perseveraban en la oración con un mismo espíritu» (Hch 1, 14). Por consiguiente, la concordia de los discípulos es la condición para que venga el Espíritu Santo; y la concordia presupone la oración.
Esto, queridos hermanos y hermanas, vale también para la Iglesia hoy; vale para nosotros, que estamos aquí reunidos. Si queremos que Pentecostés no se reduzca a un simple rito o a una conmemoración, aunque sea sugestiva, sino que sea un acontecimiento actual de salvación, debemos disponernos con religiosa espera a recibir el don de Dios mediante la humilde y silenciosa escucha de su Palabra. Para que Pentecostés se renueve en nuestro tiempo, tal vez es necesario —sin quitar nada a la libertad de Dios— que la Iglesia esté menos «ajetreada» en actividades y más dedicada a la oración.
Nos lo enseña la Madre de la Iglesia, María santísima, Esposa del Espíritu Santo. Este año Pentecostés cae precisamente el último día de mayo, en el que de ordinario se celebra la fiesta de la Visitación. También la Visitación fue una especie de pequeño «pentecostés», que hizo brotar el gozo y la alabanza en el corazón de Isabel y en el de María, una estéril y la otra virgen, ambas convertidas en madres por una intervención divina extraordinaria (cf.Lc 1, 41-45). También la música y el canto que acompañan nuestra liturgia nos ayudan a «perseverar en la oración con un mismo espíritu»; por eso, expreso mi viva gratitud al coro de la catedral y a la Kammerorchester de Colonia. Para esta liturgia, en el bicentenario de la muerte de Joseph Haydn, se eligió muy oportunamente su Harmoniemesse, la última de las «Misas» que compuso ese gran músico, una sinfonía sublime para gloria de Dios. A todos los que os habéis reunido aquí en esta circunstancia os dirijo mi más cordial saludo.
Los Hechos de los Apóstoles, para indicar al Espíritu Santo, utilizan dos grandes imágenes: la de la tempestad y la del fuego. Claramente, san Lucas tiene en su mente la teofanía del Sinaí, narrada en los libros del Éxodo (Ex 19, 16-19) y el Deuteronomio (Dt 4, 10-12.36). En el mundo antiguo la tempestad se veía como signo del poder divino, ante el cual el hombre se sentía subyugado y aterrorizado. Pero quiero subrayar también otro aspecto: la tempestad se describe como «viento impetuoso», y esto hace pensar en el aire, que distingue a nuestro planeta de los demás astros y nos permite vivir en él. Lo que el aire es para la vida biológica, lo es el Espíritu Santo para la vida espiritual; y, como existe una contaminación atmosférica que envenena el ambiente y a los seres vivos, también existe una contaminación del corazón y del espíritu, que daña y envenena la existencia espiritual. Así como no conviene acostumbrarse a los venenos del aire —y por eso el compromiso ecológico constituye hoy una prioridad—, se debería actuar del mismo modo con respecto a lo que corrompe el espíritu. En cambio, parece que nos estamos acostumbrando sin dificultad a muchos productos que circulan en nuestras sociedades contaminando la mente y el corazón, por ejemplo imágenes que enfatizan el placer, la violencia o el desprecio del hombre y de la mujer. También esto es libertad, se dice, sin reconocer que todo eso contamina, intoxica el alma, sobre todo de las nuevas generaciones, y acaba por condicionar su libertad misma. En cambio, la metáfora del viento impetuoso de Pentecostés hace pensar en la necesidad de respirar aire limpio, tanto con los pulmones, el aire físico, como con el corazón, el aire espiritual, el aire saludable del espíritu, que es el amor.
La otra imagen del Espíritu Santo que encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el fuego. Al inicio aludí a la comparación entre Jesús y la figura mitológica de Prometeo, que recuerda un aspecto característico del hombre moderno. Al apoderarse de las energías del cosmos —el «fuego»—, parece que el ser humano hoy se afirma a sí mismo como dios y quiere transformar el mundo, excluyendo, dejando a un lado o incluso rechazando al Creador del universo. El hombre ya no quiere ser imagen de Dios, sino de sí mismo; se declara autónomo, libre, adulto. Evidentemente, esta actitud revela una relación no auténtica con Dios, consecuencia de una falsa imagen que se ha construido de él, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, que cree realizarse a sí mismo alejándose de la casa del padre. En las manos de un hombre que piensa así, el «fuego» y sus enormes potencialidades resultan peligrosas: pueden volverse contra la vida y contra la humanidad misma, como por desgracia lo demuestra la historia. Como advertencia perenne quedan las tragedias de Hiroshima y Nagasaki, donde la energía atómica, utilizada con fines bélicos, acabó sembrando la muerte en proporciones inauditas.
En verdad, se podrían encontrar muchos ejemplos menos graves, pero igualmente sintomáticos, en la realidad de cada día. La Sagrada Escritura nos revela que la energía capaz de mover el mundo no es una fuerza anónima y ciega, sino la acción del «espíritu de Dios que aleteaba por encima de las aguas» (Gn 1, 2) al inicio de la creación. Y Jesucristo no «trajo a la tierra» la fuerza vital, que ya estaba en ella, sino el Espíritu Santo, es decir, el amor de Dios que «renueva la faz de la tierra» purificándola del mal y liberándola del dominio de la muerte (cf. Sal 104, 29-30). Este «fuego» puro, esencial y personal, el fuego del amor, vino sobre los Apóstoles, reunidos en oración con María en el Cenáculo, para hacer de la Iglesia la prolongación de la obra renovadora de Cristo.
Los Hechos de los Apóstoles nos sugieren, por último, otro pensamiento: el Espíritu Santo vence el miedo. Sabemos que los discípulos se habían refugiado en el Cenáculo después del arresto de su Maestro y allí habían permanecido segregados por temor a padecer su misma suerte. Después de la resurrección de Jesús, su miedo no desapareció de repente. Pero en Pentecostés, cuando el Espíritu Santo se posó sobre ellos, esos hombres salieron del Cenáculo sin miedo y comenzaron a anunciar a todos la buena nueva de Cristo crucificado y resucitado. Ya no tenían miedo alguno, porque se sentían en las manos del más fuerte.
Sí, queridos hermanos y hermanas, el Espíritu de Dios, donde entra, expulsa el miedo; nos hace conocer y sentir que estamos en las manos de una Omnipotencia de amor: suceda lo que suceda, su amor infinito no nos abandona. Lo demuestra el testimonio de los mártires, la valentía de los confesores de la fe, el ímpetu intrépido de los misioneros, la franqueza de los predicadores, el ejemplo de todos los santos, algunos incluso adolescentes y niños. Lo demuestra la existencia misma de la Iglesia que, a pesar de los límites y las culpas de los hombres, sigue cruzando el océano de la historia, impulsada por el soplo de Dios y animada por su fuego purificador.
Con esta fe y esta gozosa esperanza repitamos hoy, por intercesión de María: «Envía tu Espíritu, Señor, para que renueve la faz de la tierra».
Regina Caeli (31-05-2009)
La Iglesia esparcida por el mundo entero revive hoy, solemnidad de Pentecostés, el misterio de su nacimiento, de su «bautismo» en el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 5), que tuvo lugar en Jerusalén cincuenta días después de la Pascua, precisamente en la fiesta judía de Pentecostés. Jesús resucitado había dicho a sus discípulos: «Permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto» (Lc 24, 49). Esto aconteció de forma sensible en el Cenáculo, mientras se encontraban todos reunidos en oración junto con María, la Virgen Madre.
Como leemos en los Hechos de los Apóstoles, de repente aquel lugar se vio invadido por un viento impetuoso, y unas lenguas como de fuego se posaron sobre cada uno de los presentes. Los Apóstoles salieron entonces y comenzaron a proclamar en diversas lenguas que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, que murió y resucitó (cf. Hch 2, 1-4). El Espíritu Santo, que con el Padre y el Hijo creó el universo, que guió la historia del pueblo de Israel y habló por los profetas, que en la plenitud de los tiempos cooperó a nuestra redención, en Pentecostés bajó sobre la Iglesia naciente y la hizo misionera, enviándola a anunciar a todos los pueblos la victoria del amor divino sobre el pecado y sobre la muerte.
El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Sin él, ¿a qué se reduciría? Ciertamente, sería un gran movimiento histórico, una institución social compleja y sólida, tal vez una especie de agencia humanitaria. Y en verdad es así como la consideran quienes la ven desde fuera de la perspectiva de la fe. Pero, en realidad, en su verdadera naturaleza y también en su presencia histórica más auténtica, la Iglesia es plasmada y guiada sin cesar por el Espíritu de su Señor. Es un cuerpo vivo, cuya vitalidad es precisamente fruto del Espíritu divino invisible.
Queridos amigos, este año la solemnidad de Pentecostés cae en el último día del mes de mayo, en el que habitualmente se celebra la hermosa fiesta mariana de la Visitación. Este hecho nos invita a dejarnos inspirar y, en cierto modo, instruir por la Virgen María, la cual fue protagonista de ambos acontecimientos. En Nazaret ella recibió el anuncio de su singular maternidad e, inmediatamente después de haber concebido a Jesús por obra del Espíritu Santo, fue impulsada por el mismo Espíritu de amor a acudir en ayuda de su anciana prima Isabel, que ya se encontraba en el sexto mes de una gestación también prodigiosa. La joven María, que, llevando en su seno a Jesús y olvidándose de sí misma, acude en ayuda del prójimo, es icono estupendo de la Iglesia en la perenne juventud del Espíritu, de la Iglesia misionera del Verbo encarnado, llamada a llevarlo al mundo y a testimoniarlo especialmente en el servicio de la caridad.
Invoquemos, por tanto, la intercesión de María santísima, para que obtenga a la Iglesia de nuestro tiempo la gracia de ser poderosamente fortalecida por el Espíritu Santo. Que sientan la presencia consoladora del Paráclito en especial las comunidades eclesiales que sufren persecución por el nombre de Cristo, para que, participando en sus sufrimientos, reciban en abundancia el Espíritu de la gloria (cf. 1 P 4, 13-14).
Homilía (27-12-2012)
Basílica Vaticana. Domingo 27 de mayo de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra celebrar con vosotros esta santa misa… en la solemnidad de Pentecostés. Este misterio constituye el bautismo de la Iglesia; es un acontecimiento que le dio, por decirlo así, la forma inicial y el impulso para su misión. Y esta «forma» y este «impulso» siempre son válidos, siempre son actuales, y se renuevan de modo especial mediante las acciones litúrgicas. Esta mañana quiero reflexionar sobre un aspecto esencial del misterio de Pentecostés, que en nuestros días conserva toda su importancia. Pentecostés es la fiesta de la unión, de la comprensión y de la comunión humana. Todos podemos constatar cómo en nuestro mundo, aunque estemos cada vez más cercanos los unos a los otros gracias al desarrollo de los medios de comunicación, y las distancias geográficas parecen desaparecer, la comprensión y la comunión entre las personas a menudo es superficial y difícil. Persisten desequilibrios que con frecuencia llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones es cada vez más complicado y a veces prevalece la contraposición; asistimos a sucesos diarios en los que nos parece que los hombres se están volviendo más agresivos y huraños; comprenderse parece demasiado arduo y se prefiere buscar el propio yo, los propios intereses. En esta situación, ¿podemos verdaderamente encontrar y vivir la unidad que tanto necesitamos?
La narración de Pentecostés en los Hechos de los Apóstoles, que hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11), contiene en el fondo uno de los grandes cuadros que encontramos al inicio del Antiguo Testamento: la antigua historia de la construcción de la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Pero, ¿qué es Babel? Es la descripción de un reino en el que los hombres alcanzaron tanto poder que pensaron que ya no necesitaban hacer referencia a un Dios lejano, y que eran tan fuertes que podían construir por sí mismos un camino que llevara al cielo para abrir sus puertas y ocupar el lugar de Dios. Pero precisamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres estaban trabajando juntos para construir la torre, improvisamente se dieron cuenta de que estaban construyendo unos contra otros. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de ya no ser ni siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental de las personas humanas: la capacidad de ponerse de acuerdo, de entenderse y de actuar juntos.
Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, y también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos alcanzado el poder de dominar las fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al ser humano mismo. En esta situación, orar a Dios parece algo superado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queremos. Pero no caemos en la cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad que hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de entendernos o quizá, paradójicamente, cada vez nos entendemos menos? ¿No parece insinuarse entre los hombres un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a ser peligrosos los unos para los otros? Volvemos, por tanto, a la pregunta inicial: ¿puede haber verdaderamente unidad, concordia? Y ¿cómo?
Encontramos la respuesta en la Sagrada Escritura: sólo puede existir la unidad con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar. Esto es lo que sucedió en Pentecostés. Esa mañana, cincuenta días después de la Pascua, un viento impetuoso sopló sobre Jerusalén y la llama del Espíritu Santo bajó sobre los discípulos reunidos, se posó sobre cada uno y encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor, capaz de transformar. El miedo desapareció, el corazón sintió una fuerza nueva, las lenguas se soltaron y comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran entender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado. En Pentecostés, donde había división e indiferencia, nacieron unidad y comprensión.
Pero veamos el Evangelio de hoy, en el que Jesús afirma: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Aquí Jesús, hablando del Espíritu Santo, nos explica qué es la Iglesia y cómo debe vivir para ser lo que debe ser, para ser el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad; nos dice que actuar como cristianos significa no estar encerrados en el propio «yo», sino orientarse hacia el todo; significa acoger en nosotros mismos a toda la Iglesia o, mejor dicho, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso y actúo como cristiano, no lo hago encerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo: así el Espíritu Santo, Espíritu de unidad y de verdad, puede seguir resonando en el corazón y en la mente de los hombres, impulsándolos a encontrarse y a aceptarse mutuamente. El Espíritu, precisamente por el hecho de que actúa así, nos introduce en toda la verdad, que es Jesús; nos guía a profundizar en ella, a comprenderla: nosotros no crecemos en el conocimiento encerrándonos en nuestro yo, sino sólo volviéndonos capaces de escuchar y de compartir, sólo en el «nosotros» de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior. Así resulta más claro por qué Babel es Babel y Pentecostés es Pentecostés. Donde los hombres quieren ocupar el lugar de Dios, sólo pueden ponerse los unos contra los otros. En cambio, donde se sitúan en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu, que los sostiene y los une.
La contraposición entre Babel y Pentecostés aparece también en la segunda lectura, donde el Apóstol dice: «Caminad según el Espíritu y no realizaréis los deseos de la carne» (Ga 5, 16). San Pablo nos explica que nuestra vida personal está marcada por un conflicto interior, por una división, entre los impulsos que provienen de la carne y los que proceden del Espíritu; y nosotros no podemos seguirlos todos. Efectivamente, no podemos ser al mismo tiempo egoístas y generosos, seguir la tendencia a dominar sobre los demás y experimentar la alegría del servicio desinteresado. Siempre debemos elegir cuál impulso seguir y sólo lo podemos hacer de modo auténtico con la ayuda del Espíritu de Cristo. San Pablo —como hemos escuchado— enumera las obras de la carne: son los pecados de egoísmo y de violencia, como enemistad, discordia, celos, disensiones; son pensamientos y acciones que no permiten vivir de modo verdaderamente humano y cristiano, en el amor. Es una dirección que lleva a perder la propia vida. En cambio, el Espíritu Santo nos guía hacia las alturas de Dios, para que podamos vivir ya en esta tierra el germen de una vida divina que está en nosotros. De hecho, san Pablo afirma: «El fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz» (Ga 5, 22). Notemos cómo el Apóstol usa el plural para describir las obras de la carne, que provocan la dispersión del ser humano, mientras que usa el singular para definir la acción del Espíritu; habla de «fruto», precisamente como a la dispersión de Babel se opone la unidad de Pentecostés.
Queridos amigos, debemos vivir según el Espíritu de unidad y de verdad, y por esto debemos pedir al Espíritu que nos ilumine y nos guíe a vencer la fascinación de seguir nuestras verdades, y a acoger la verdad de Cristo transmitida en la Iglesia. El relato de Pentecostés en el Evangelio de san Lucas nos dice que Jesús, antes de subir al cielo, pidió a los Apóstoles que permanecieran juntos para prepararse a recibir el don del Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María en el Cenáculo a la espera del acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia también hoy reza: «Veni Sancte Spiritus!», «¡Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor!». Amén.
Catecismo de la Iglesia Católica
n. 687-710
ARTÍCULO 8. “CREO EN EL ESPÍRITU SANTO”
687 «Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2, 11). Pues bien, su Espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo. El que «habló por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150) nos hace oír la Palabra del Padre. Pero a él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibir al Verbo en la fe. El Espíritu de verdad que nos «desvela» a Cristo «no habla de sí mismo» (Jn 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué «el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce», mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Jn 14, 17).
688 La Iglesia, comunión viviente en la fe de los Apóstoles que ella transmite, es el lugar de nuestro conocimiento del Espíritu Santo:
– en las Escrituras que Él ha inspirado;
– en la Tradición, de la cual los Padres de la Iglesia son testigos siempre actuales;
– en el Magisterio de la Iglesia, al que Él asiste;
– en la liturgia sacramental, a través de sus palabras y sus símbolos, en donde el Espíritu Santo nos pone en comunión con Cristo;
– en la oración en la cual Él intercede por nosotros;
– en los carismas y ministerios mediante los que se edifica la Iglesia;
– en los signos de vida apostólica y misionera;
– en el testimonio de los santos, donde Él manifiesta su santidad y continúa la obra de la salvación.
I. La misión conjunta del Hijo y del Espíritu Santo
689 Aquel al que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4, 6) es realmente Dios. Consubstancial con el Padre y el Hijo, es inseparable de ellos, tanto en la vida íntima de la Trinidad como en su don de amor para el mundo. Pero al adorar a la Santísima Trinidad vivificante, consubstancial e indivisible, la fe de la Iglesia profesa también la distinción de las Personas. Cuando el Padre envía su Verbo, envía también su Aliento: misión conjunta en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos pero inseparables. Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta, Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela.
690 Jesús es Cristo, «ungido», porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud (cf. Jn 3, 34). Cuando por fin Cristo es glorificado (Jn 7, 39), puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria (cf.Jn 17, 22), es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica (cf. Jn 16, 14). La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él:
«La noción de la unción sugiere […] que no hay ninguna distancia entre el Hijo y el Espíritu. En efecto, de la misma manera que entre la superficie del cuerpo y la unción del aceite ni la razón ni los sentidos conocen ningún intermediario, así es inmediato el contacto del Hijo con el Espíritu, de tal modo que quien va a tener contacto con el Hijo por la fe tiene que tener antes contacto necesariamente con el óleo. En efecto, no hay parte alguna que esté desnuda del Espíritu Santo. Por eso es por lo que la confesión del Señorío del Hijo se hace en el Espíritu Santo por aquellos que la aceptan, viniendo el Espíritu desde todas partes delante de los que se acercan por la fe» (San Gregorio de Nisa, Adversus Macedonianos de Spirirtu Sancto, 16).
II. Nombre, apelativos y símbolos del Espíritu Santo
El nombre propio del Espíritu Santo
691 «Espíritu Santo», tal es el nombre propio de Aquel que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. La Iglesia ha recibido este nombre del Señor y lo profesa en el Bautismo de sus nuevos hijos (cf. Mt 28, 19).
El término «Espíritu» traduce el término hebreo Ruah, que en su primera acepción significa soplo, aire, viento. Jesús utiliza precisamente la imagen sensible del viento para sugerir a Nicodemo la novedad transcendente del que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8). Por otra parte, Espíritu y Santo son atributos divinos comunes a las Tres Personas divinas. Pero, uniendo ambos términos, la Escritura, la liturgia y el lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco posible con los demás empleos de los términos «espíritu» y «santo».
Los apelativos del Espíritu Santo
692 Jesús, cuando anuncia y promete la Venida del Espíritu Santo, le llama el «Paráclito», literalmente «aquel que es llamado junto a uno», advocatus (Jn 14, 16. 26; 15, 26; 16, 7). «Paráclito» se traduce habitualmente por «Consolador», siendo Jesús el primer consolador (cf. 1 Jn 2, 1). El mismo Señor llama al Espíritu Santo «Espíritu de Verdad» (Jn 16, 13).
693 Además de su nombre propio, que es el más empleado en el libro de los Hechos y en las cartas de los Apóstoles, en San Pablo se encuentran los siguientes apelativos: el Espíritu de la promesa (Ga 3, 14; Ef 1, 13), el Espíritu de adopción (Rm 8, 15; Ga 4, 6), el Espíritu de Cristo (Rm 8, 11), el Espíritu del Señor (2 Co 3, 17), el Espíritu de Dios (Rm 8, 9.14; 15, 19; 1 Co 6, 11; 7, 40), y en San Pedro, el Espíritu de gloria (1 P 4, 14).
Los símbolos del Espíritu Santo
694 El agua. El simbolismo del agua es significativo de la acción del Espíritu Santo en el Bautismo, ya que, después de la invocación del Espíritu Santo, ésta se convierte en el signo sacramental eficaz del nuevo nacimiento: del mismo modo que la gestación de nuestro primer nacimiento se hace en el agua, así el agua bautismal significa realmente que nuestro nacimiento a la vida divina se nos da en el Espíritu Santo. Pero «bautizados […] en un solo Espíritu», también «hemos bebido de un solo Espíritu»(1 Co 12, 13): el Espíritu es, pues, también personalmente el Agua viva que brota de Cristo crucificado (cf. Jn 19, 34; 1 Jn 5, 8) como de su manantial y que en nosotros brota en vida eterna (cf.Jn 4, 10-14; 7, 38; Ex 17, 1-6; Is 55, 1; Za 14, 8; 1 Co 10, 4; Ap 21, 6; 22, 17).
695 La unción. El simbolismo de la unción con el óleo es también significativo del Espíritu Santo, hasta el punto de que se ha convertido en sinónimo suyo (cf. 1 Jn 2, 20. 27; 2 Co 1, 21). En la iniciación cristiana es el signo sacramental de la Confirmación, llamada justamente en las Iglesias de Oriente «Crismación». Pero para captar toda la fuerza que tiene, es necesario volver a la Unción primera realizada por el Espíritu Santo: la de Jesús. Cristo [«Mesías» en hebreo] significa «Ungido» del Espíritu de Dios. En la Antigua Alianza hubo «ungidos» del Señor (cf. Ex 30, 22-32), de forma eminente el rey David (cf. 1 S 16, 13). Pero Jesús es el Ungido de Dios de una manera única: la humanidad que el Hijo asume está totalmente «ungida por el Espíritu Santo». Jesús es constituido «Cristo» por el Espíritu Santo (cf. Lc 4, 18-19; Is 61, 1).
La Virgen María concibe a Cristo del Espíritu Santo, quien por medio del ángel lo anuncia como Cristo en su nacimiento (cf. Lc 2,11) e impulsa a Simeón a ir al Templo a ver al Cristo del Señor (cf. Lc 2, 26-27); es de quien Cristo está lleno (cf. Lc 4, 1) y cuyo poder emana de Cristo en sus curaciones y en sus acciones salvíficas (cf. Lc 6, 19; 8, 46). Es él en fin quien resucita a Jesús de entre los muertos (cf. Rm 1, 4; 8, 11). Por tanto, constituido plenamente «Cristo» en su humanidad victoriosa de la muerte (cf. Hch 2, 36), Jesús distribuye profusamente el Espíritu Santo hasta que «los santos» constituyan, en su unión con la humanidad del Hijo de Dios, «ese Hombre perfecto […] que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13): «el Cristo total» según la expresión de San Agustín (Sermo 341, 1, 1: PL 39, 1493; Ibíd., 9, 11: PL 39, 1499)
696 El fuego. Mientras que el agua significaba el nacimiento y la fecundidad de la vida dada en el Espíritu Santo, el fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo. El profeta Elías que «surgió […] como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha» (Si 48, 1), con su oración, atrajo el fuego del cielo sobre el sacrificio del monte Carmelo (cf. 1 R 18, 38-39), figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, «que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías» (Lc 1, 17), anuncia a Cristo como el que «bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Lc 3, 16), Espíritu del cual Jesús dirá: «He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviese encendido!» (Lc 12, 49). En forma de lenguas «como de fuego» se posó el Espíritu Santo sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él (Hch 2, 3-4). La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo (cf. San Juan de la Cruz, Llama de amor viva). «No extingáis el Espíritu»(1 Ts 5, 19).
697 La nube y la luz. Estos dos símbolos son inseparables en las manifestaciones del Espíritu Santo. Desde las teofanías del Antiguo Testamento, la Nube, unas veces oscura, otras luminosa, revela al Dios vivo y salvador, tendiendo así un velo sobre la transcendencia de su Gloria: con Moisés en la montaña del Sinaí (cf. Ex 24, 15-18), en la Tienda de Reunión (cf. Ex 33, 9-10) y durante la marcha por el desierto (cf. Ex 40, 36-38; 1 Co 10, 1-2); con Salomón en la dedicación del Templo (cf. 1 R 8, 10-12). Pues bien, estas figuras son cumplidas por Cristo en el Espíritu Santo. Él es quien desciende sobre la Virgen María y la cubre «con su sombra» para que ella conciba y dé a luz a Jesús (Lc 1, 35). En la montaña de la Transfiguración es Él quien «vino en una nube y cubrió con su sombra» a Jesús, a Moisés y a Elías, a Pedro, Santiago y Juan, y «se oyó una voz desde la nube que decía: «Este es mi Hijo, mi Elegido, escuchadle»» (Lc 9, 34-35). Es, finalmente, la misma nube la que «ocultó a Jesús a los ojos» de los discípulos el día de la Ascensión (Hch 1, 9), y la que lo revelará como Hijo del hombre en su Gloria el Día de su Advenimiento (cf. Lc 21, 27).
698 El sello es un símbolo cercano al de la unción. En efecto, es Cristo a quien «Dios ha marcado con su sello» (Jn 6, 27) y el Padre nos marca también en él con su sello (2 Co 1, 22; Ef 1, 13; 4, 30). Como la imagen del sello [sphragis] indica el carácter indeleble de la Unción del Espíritu Santo en los sacramentos del Bautismo, de la Confirmación y del Orden, esta imagen se ha utilizado en ciertas tradiciones teológicas para expresar el «carácter» imborrable impreso por estos tres sacramentos, los cuales no pueden ser reiterados.
699 La mano. Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos (cf. Mc 6, 5; 8, 23) y bendice a los niños (cf. Mc 10, 16). En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo (cf. Mc 16, 18; Hch 5, 12; 14, 3). Más aún, mediante la
imposición de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado (cf. Hch 8, 17-19; 13, 3; 19, 6). En la carta a los Hebreos, la imposición de las manos figura en el número de los «artículos fundamentales» de su enseñanza (cf. Hb 6, 2). Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus epíclesis sacramentales.
700 El dedo. «Por el dedo de Dios expulso yo [Jesús] los demonios» (Lc 11, 20). Si la Ley de Dios ha sido escrita en tablas de piedra «por el dedo de Dios» (Ex 31, 18), la «carta de Cristo» entregada a los Apóstoles «está escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en las tablas de carne del corazón» (2 Co 3, 3). El himno Veni Creator invoca al Espíritu Santo como dextrae Dei Tu digitus («dedo de la diestra del Padre»).
701 La paloma. Al final del diluvio (cuyo simbolismo se refiere al Bautismo), la paloma soltada por Noé vuelve con una rama tierna de olivo en el pico, signo de que la tierra es habitable de nuevo (cf. Gn 8, 8-12). Cuando Cristo sale del agua de su bautismo, el Espíritu Santo, en forma de paloma, baja y se posa sobre él (cf. Mt 3, 16 paralelos). El Espíritu desciende y reposa en el corazón purificado de los bautizados. En algunos templos, la Santa Reserva eucarística se conserva en un receptáculo metálico en forma de paloma (el columbarium), suspendido por encima del altar. El símbolo de la paloma para sugerir al Espíritu Santo es tradicional en la iconografía cristiana.
III. El Espíritu y la Palabra de Dios en el tiempo de las promesas
702 Desde el comienzo y hasta «la plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4), la Misión conjunta del Verbo y del Espíritu del Padre permanece oculta pero activa. El Espíritu de Dios preparaba entonces el tiempo del Mesías, y ambos, sin estar todavía plenamente revelados, ya han sido prometidos a fin de ser esperados y aceptados cuando se manifiesten. Por eso, cuando la Iglesia lee el Antiguo Testamento (cf. 2 Co 3, 14), investiga en él (cf. Jn 5, 39-46) lo que el Espíritu, «que habló por los profetas» (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), quiere decirnos acerca de Cristo.
Por «profetas», la fe de la Iglesia entiende aquí a todos los que fueron inspirados por el Espíritu Santo en el vivo anuncio y en la redacción de los Libros Santos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. La tradición judía distingue la Ley [los cinco primeros libros o Pentateuco], los Profetas [que nosotros llamamos los libros históricos y proféticos] y los Escritos [sobre todo sapienciales, en particular los Salmos] (cf. Lc 24, 44).
En la Creación
703 La Palabra de Dios y su Soplo están en el origen del ser y de la vida de toda creatura (cf. Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10):
«Es justo que el Espíritu Santo reine, santifique y anime la creación porque es Dios consubstancial al Padre y al Hijo […] A Él se le da el poder sobre la vida, porque siendo Dios guarda la creación en el Padre por el Hijo» (Oficio Bizantino de las Horas. Maitines del Domingo según el modo segundo. Antífonas 1 y 2).
704 «En cuanto al hombre, Dios lo formó con sus propias manos [es decir, el Hijo y el Espíritu Santo] Y Él dibujó trazó sobre la carne moldeada su propia forma, de modo que incluso lo que fuese visible llevase la forma divina» (San Ireneo de Lyon, Demonstratio praedicationis apostolicae, 11: SC 62, 48-49).
El Espíritu de la promesa
705 Desfigurado por el pecado y por la muerte, el hombre continua siendo «a imagen de Dios», a imagen del Hijo, pero «privado de la Gloria de Dios» (Rm 3, 23), privado de la «semejanza». La Promesa hecha a Abraham inaugura la Economía de la Salvación, al final de la cual el Hijo mismo asumirá «la imagen» (cf. Jn 1, 14; Flp 2, 7) y la restaurará en «la semejanza» con el Padre volviéndole a dar la Gloria, el Espíritu «que da la Vida».
706 Contra toda esperanza humana, Dios promete a Abraham una descendencia, como fruto de la fe y del poder del Espíritu Santo (cf. Gn 18, 1-15; Lc 1, 26-38. 54-55; Jn 1, 12-13; Rm 4, 16-21). En ella serán bendecidas todas las naciones de la tierra (cf. Gn 12, 3). Esta descendencia será Cristo (cf. Ga 3, 16) en quien la efusión del Espíritu Santo formará «la unidad de los hijos de Dios dispersos» (cf. Jn 11, 52). Comprometiéndose con juramento (cf. Lc 1, 73), Dios se obliga ya al don de su Hijo Amado (cf. Gn 22, 17-19; Rm 8, 32;Jn 3, 16) y al don del «Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda … para redención del Pueblo de su posesión» (Ef 1, 13-14; cf. Ga 3, 14).
En las Teofanías y en la Ley
707 Las Teofanías [manifestaciones de Dios] iluminan el camino de la Promesa, desde los Patriarcas a Moisés y desde Josué hasta las visiones que inauguran la misión de los grandes profetas. La tradición cristiana siempre ha reconocido que, en estas Teofanías, el Verbo de Dios se dejaba ver y oír, a la vez revelado y «cubierto» por la nube del Espíritu Santo.
708 Esta pedagogía de Dios aparece especialmente en el don de la Ley (cf. Ex 19-20; Dt 1-11; 29-30), que fue dada como un «pedagogo» para conducir al Pueblo hacia Cristo (Ga 3, 24). Pero su impotencia para salvar al hombre privado de la «semejanza» divina y el conocimiento creciente que ella da del pecado (cf. Rm 3, 20) suscitan el deseo del Espíritu Santo. Los gemidos de los Salmos lo atestiguan.
En el Reino y en el Exilio
709 La Ley, signo de la Promesa y de la Alianza, habría debido regir el corazón y las instituciones del pueblo salido de la fe de Abraham. «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza […], seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa» (Ex 19,5-6; cf. 1 P 2, 9). Pero, después de David, Israel sucumbe a la tentación de convertirse en un reino como las demás naciones. Pues bien, el Reino objeto de la promesa hecha a David (cf. 2 S 7; Sal 89; Lc 1, 32-33) será obra del Espíritu Santo; pertenecerá a los pobres según el Espíritu.
710 El olvido de la Ley y la infidelidad a la Alianza llevan a la muerte: el Exilio, aparente fracaso de las Promesas, es en realidad fidelidad misteriosa del Dios Salvador y comienzo de una restauración prometida, pero según el Espíritu. Era necesario que el Pueblo de Dios sufriese esta purificación (cf. Lc 24, 26); el Exilio lleva ya la sombra de la Cruz en el Designio de Dios, y el Resto de pobres que vuelven del Exilio es una de la figuras más transparentes de la Iglesia.
Carta Encíclica Dominum et Vivificantem (18-05-1986)
Sobre el Espíritu Santo en la Vida de la Iglesia y del Mundo
El Espíritu Santo y la era de la Iglesia
25. «Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17, 4) fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2, 18). El es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rom 8, 10-11 )». (LG n. 4)
De este modo el Concilio Vaticano II habla del nacimiento de la Iglesia el día de Pentecostés. Tal acontecimiento constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo Cenáculo el domingo de Pascua. Cristo resucitado vino y «trajo» a los apóstoles el Espíritu Santo. Se lo dio diciendo: «Recibid el Espíritu Santo». Lo que había sucedido entonces en el interior del Cenáculo, «estando las puertas cerradas», más tarde, el día de Pentecostés es manifestado también al exterior, ante los hombres. Se abren las puertas del Cenáculo y los apóstoles se dirigen a los habitantes y a los peregrinos venidos a Jerusalén con ocasión de la fiesta, para dar testimonio de Cristo por el poder del Espíritu Santo. De este modo se cumple el anuncio: «El dará testimonio de mí. Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio».(Jn 15, 26 s)
Leemos en otro documento del Vaticano II: «El Espíritu Santo obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de Pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre; la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; comenzó la difusión del Evangelio por la predicación entre los paganos» ().
La era de la Iglesia empezó con la «venida», es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor (AG n. 4). Dicha era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. De esto hablan ampliamente y en muchos pasajes los Hechos de los Apóstoles de los cuáles resulta que, según la conciencia de la primera comunidad , cuyas convicciones expresa Lucas, el Espíritu Santo asumió la guía invisible —pero en cierto modo «perceptible»— de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo sigue obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores. Pues la gracia del Espíritu Santo, que los apóstoles dieron a sus colaboradores con la imposición de las manos, sigue siendo transmitida en la ordenación episcopal. Luego los Obispos, con el sacramento del Orden hacen partícipes de este don espiritual a los ministros sagrados y proveen a que, mediante el sacramento de la Confirmación, sean corroborados por él todos los renacidos por el agua y por el Espíritu; así, en cierto modo, se perpetúa en la Iglesia la gracia de Pentecostés.
Como escribe el Concilio, «el Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Cor 3, 16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Gál 4, 6; Rom 8, 15-16.26). Guía a la Iglesia a toda la verdad (cf. Jn 16, 13), la unifica en comunión y misterio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cf. Ef 4, 11-12; 1 Cor 12, 4; Gál 5, 22) con la fuerza del Evangelio rejuvenece la Iglesia, la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo» (LG n. 4)*.96
26. Los pasajes citados por la Constitución conciliar Lumen gentium nos indica que, con la venida del Espíritu Santo, empezó la era de la Iglesia. Nos indican también que esta era, la era de la Iglesia, perdura. Perdura a través de los siglos y las generaciones. En nuestro siglo en el que la humanidad se está acercando al final del segundo milenio después de Cristo, esta «era de la Iglesia», se ha manifestado de manera especial por medio del Concilio Vaticano II, como concilio de nuestro siglo. En efecto, se sabe que éste ha sido especialmente un concilio «eclesiológico», un concilio sobre el tema de la Iglesia. Al mismo tiempo, la enseñanza de este concilio es esencialmente «pneumatológica», impregnada por la verdad sobre el Espíritu Santo, como alma de la Iglesia. Podemos decir que el Concilio Vaticano II en su rico magisterio contiene propiamente todo lo «que el Espíritu dice a las Iglesias» (Cf. Ap 2, 29; 3, 6. 13. 22) en la fase presente de la historia de la salvación.
Siguiendo la guía del Espíritu de la verdad y dando testimonio junto con él, el Concilio ha dado una especial ratificación de la presencia del Espíritu Santo Paráclito. En cierto modo, lo ha hecho nuevamente «presente» en nuestra difícil época. A la luz de esta convicción se comprende mejor la gran importancia de todas las iniciativas que miran a la realización del Vaticano II, de su magisterio y de su orientación pastoral y ecuménica. En este sentido deben ser también consideradas y valoradas las sucesivas Asambleas del Sínodo de los Obispos, que tratan de hacer que los frutos de la verdad y del amor —auténticos frutos del Espíritu Santo— sean un bien duradero del Pueblo de Dios en su peregrinación terrena en el curso de los siglos. Es indispensable este trabajo de la Iglesia orientado a la verificación y consolidación de los frutos salvíficos del Espíritu, otorgados en el Concilio. A este respecto conviene saber «discernirlos» atentamente de todo lo que contrariamente puede provenir sobre todo del «príncipe de este mundo» (Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11). Este discernimiento es tanto más necesario en la realización de la obra del Concilio ya que se ha abierto ampliamente al mundo actual, como aparece claramente en las importantes Constituciones conciliares Gaudium et spes y Lumen gentium.
Leemos en la Constitución pastoral: «La comunidad cristiana (de los discípulos de Cristo) está integrada por hombres que, reunidos en Cristo son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia» (GS n. 1). «Bien sabe la Iglesia que sólo Dios, al que ella sirve, responde a las aspiraciones más profundas del corazón humano, el cual nunca se sacia plenamente con solos los elementos terrenos» (GS n. 41). «El Espíritu de Dios … con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra» (GS n. 26).
* Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4. Existe toda una tradición patrística y teológica sobre la unión íntima entre el Espíritu Santo y la Iglesia, unión presentada a veces de modo análogo a la relación entre el alma y cuerpo en el hombre: cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 24, 1: SC 211, pp. 470-474; S. Agustín, Sermo 267, 4, 4; PL 38, 1231; Sermo 268, 2: PL 38, 1232; In Iohannis evangelium tractatus, XXV, 13; XXVII, 6: CCL 36, 266, 272 s.; S. Gregorio Magno, In septem psalmos poenitentiales expositio, psal. V, 1: PL 79, 602; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 1: PG 39, 449 s.; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 22, 23, 24: PG 26, 368 s., 372; S.Juan Crisóstomo. In Epistolam ad Ephesios, Homil. IX, 3: PG 62, 72 s. Santo Tomás de Aquino ha sintetizado la precedente tradición patrística y teológica, al presentar al Espíritu Santo como el «corazón» y el «alma» de la Iglesia: cf. Summa Theol., III, q. 8, a. 1, ad 3; In symbolum Apostolorum Expositio, a. IX; In Tertium Librum Sententiarum, Dist. XIIIfi q. 2, a. 2, quaestiuncula 3.
El testimonio del día de Pentecostés
30. El día de Pentecostés encontraron su más exacta y directa confirmación los anuncios de Cristo en el discurso de despedida y, en particular, el anuncio del que estamos tratando: «El Paráclito… convencerá al mundo en la referente al pecado». Aquel día, sobre los apóstoles recogidos en oración junto a María, Madre de Jesús, bajó el Espíritu Santo prometido, como leemos en los Hechos de los Apóstoles: «Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse» (Act 2, 4) 110, «volviendo a conducir de este modo a la unidad las razas dispersas, ofreciendo al Padre las primicias de todas las naciones» (Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, III, 17, 2: SC 211, p. 330-332)
Es evidente la relación entre este acontecimiento y el anuncio de Cristo. En él descubrimos el primero y fundamental cumplimiento de la promesa del Paráclito. Este viene, enviado por el Padre, «después» de la partida de Cristo, como «precio» de ella. Esta es primero una partida a través de la muerte de Cruz, y luego, cuarenta días después de la resurrección, con su ascensión al Cielo. Aún en el momento de la Ascensión Jesús mandó a los apóstoles «que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre»; «seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días»; «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Act 1, 4. 5. 8).
Estas palabras últimas encierran un eco o un recuerdo del anuncio hecho en el Cenáculo. Y el día de Pentecostés este anuncio se cumple fielmente. Actuando bajo el influjo del Espíritu Santo, recibido por los apóstoles durante la oración en el Cenáculo ante una muchedumbre de diversas lenguas congregada para la fiesta, Pedro se presenta y habla. Proclama lo que ciertamente no habría tenido el valor de decir anteriormente: «Israelitas … Jesús de Nazaret, hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio entre vosotros… a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándole en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó librándole de los dolores de la muerte, pues no era posible que quedase bajo su dominio» (Act 2, 22-24).
Jesús había anunciado y prometido: «El dará testimonio de mí… pero también vosotros daréis testimonio». En el primer discurso de Pedro en Jerusalén este «testimonio» encuentra su claro comienzo: es el testimonio sobre Cristo crucificado y resucitado. El testimonio del Espíritu Paráclito y de los apóstoles. Y en el contenido mismo de aquel primer testimonio, el Espíritu de la verdad por boca de Pedro «convence al mundo en lo referente al pecado»: ante todo, respecto al pecado que supone el rechazo de Cristo hasta la condena a muerte y hasta la Cruz en el Gólgota. Proclamaciones de contenido similar se repetirán, según el libro de los Hechos de los Apóstoles, en otras ocasiones y en distintos lugares (Cf. Act 3, 14 s.; 4, 10. 27 s.; 7, 52; 10, 39; 13, 28 s. etc.).
31. Desde este testimonio inicial de Pentecostés, la acción del Espíritu de la verdad, que «convence al mundo en lo referente al pecado» del rechazo de Cristo, está vinculada de manera inseparable al testimonio del misterio pascual: misterio del Crucificado y Resucitado. En esta vinculación el mismo «convencer en lo referente al pecado» manifiesta la propia dimensión salvífica. En efecto, es un «convencimiento» que no tiene como finalidad la mera acusación del mundo, ni mucho menos su condena. Jesucristo no ha venido al mundo para juzgarlo y condenarlo, sino para salvarlo (Cf. Jn 3, 17; 12, 47). Esto está ya subrayado en este primer discurso cuando Pedro exclama: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Act 2, 36). Y a continuación, cuando los presentes preguntan a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué hemos de hacer, hermanos?» él les responde: «Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo» (Act 2, 37 s).
De este modo el «convencer en lo referente al pecado» llega a ser a la vez un convencer sobre la remisión de los pecados, por virtud del Espíritu Santo. Pedro en su discurso de Jerusalén exhorta a la conversión, como Jesús exhortaba a sus oyentes al comienzo de su actividad mesiánica (Cf. Mc 1,15). La conversión exige la convicción del pecado, contiene en sí el juicio interior de la conciencia, y éste, siendo una verificación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: a Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20, 22). Así pues en este «convencer en lo referente al pecado» descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito. El convencer en lo referente al pecado, mediante el ministerio de la predicación apostólica en la Iglesia naciente, es relacionado —bajo el impulso del Espíritu derramado en Pentecostés— con el poder redentor de Cristo crucificado y resucitado. De este modo se cumple la promesa referente al Espíritu Santo hecha antes de Pascua: «recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros». Por tanto, cuando Pedro, durante el acontecimiento de Pentecostés, habla del pecado de aquellos que «no creyeron» (Cf. Jn 16, 9) y entregaron a una muerte ignominiosa a Jesús de Nazaret, da testimonio de la victoria sobre el pecado; victoria que se ha alcanzado, en cierto modo, mediante el pecado más grande que el hombre podía cometer: la muerte de Jesús, Hijo de Dios, consubstancial al Padre. De modo parecido, la muerte del Hijo de Dios vence la muerte humana: «Seré tu muerte, oh muerte» (Os 13, 14 Vg; cf. 1 Cor 15, 55). Como el pecado de haber crucificado al Hijo de Dios «vence» el pecado humano. Aquel pecado que se consumó el día de Viernes Santo en Jerusalén y también cada pecado del hombre. Pues, al pecado más grande del hombre corresponde, en el corazón del Redentor, la oblación del amor supremo, que supera el mal de todos los pecados de los hombres. En base a esta creencia, la Iglesia en la liturgia romana no duda en repetir cada año, en el transcurso de la vigilia Pascual, «Oh feliz culpa», en el anuncio de la resurrección hecho por el diácono con el canto del «Exsultet».
32. Sin embargo, de esta verdad inefable nadie puede «convencer al mundo», al hombre y a la conciencia humana , sino es el Espíritu de la verdad. El es el Espíritu que «sondea hasta las profundidades de Dios» (Cf. 1 Cor 2, 10). Ante el misterio del pecado se deben sondear totalmente «las profundidades de Dios». No basta sondear la conciencia humana, como misterio íntimo del hombre, sino que se debe penetrar en el misterio íntimo de Dios, en aquellas «profundidades de Dios» que se resumen en la síntesis: al Padre, en el Hijo, por medio del Espíritu Santo. Es precisamente el Espíritu Santo que las «sondea» y de ellas saca la respuesta de Dios al pecado del hombre. Con esta respuesta se cierra el procedimiento de «convencer en lo referente al pecado», como pone en evidencia el acontecimiento de Pentecostés.
Al convencer al «mundo» del pecado del Gólgota —la muerte del Cordero inocente—, como sucede el día de Pentecostés, el Espíritu Santo convence también de todo pecado cometido en cualquier lugar y momento de la historia del hombre, pues demuestra su relación con la cruz de Cristo. El «convencer» es la demostración del mal del pecado, de todo pecado en relación con la Cruz de Cristo. El pecado, presentado en esta relación, es reconocido en la dimensión completa del mal, que le es característica por el «misterio de la impiedad» (Cf. 2 Tes 2, 7) que contiene y encierra en sí. El hombre no conoce esta dimensión, —no la conoce absolutamente— fuera de la Cruz de Cristo. Por consiguiente, no puede ser «convencido» de ello sino es por el Espíritu Santo: Espíritu de la verdad y, a la vez, Paráclito.
En efecto, el pecado, puesto en relación con la Cruz de Cristo, al mismo tiempo es identificado por la plena dimensión del «misterio de la piedad», (Cf. 1 Tim 3, 16) como ha señalado la Exhortación Apostólica postsinodal «Reconciliatio et paenitentia». (Cf. RP, 19-22). El hombre tampoco conoce absolutamente esta dimensión del pecado fuera de la Cruz de Cristo. Y tampoco puede ser «convencido» de ella sino es por el Espíritu Santo: por el cual sondea las profundidades de Dios.
El Espíritu Santo fortalece el «hombre interior»
58. El misterio de la Resurrección y de Pentecostés es anunciado y vivido por la Iglesia, que es la heredera y continuadora del testimonio de los Apóstoles sobre la resurrección de Jesucristo. Es el testigo perenne de la victoria sobre la muerte, que reveló la fuerza del Espíritu Santo y determinó su nueva venida, su nueva presencia en los hombres y en el mundo. En efecto, en la resurreción de Cristo, el Espíritu Santo Paráclito se reveló sobre todo como el que da la vida: «Aquél que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros» (Rom 8, 11). En nombre de la resurrección de Cristo la Iglesia anuncia la vida, que se ha manifestado más allá del límite de la muerte, la vida que es más fuerte que la muerte. Al mismo tiempo, anuncia al que da la vida: el Espíritu vivificante; lo anuncia y coopera con él en dar la vida. En efecto, «aunque el cuerpo haya muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia» (Rom 8, 10) realizada por Cristo crucificado y resucitado. Y en nombre de la resurrección de Cristo, la Iglesia sirve a la vida que proviene de Dios mismo, en íntima unión y humilde servicio al Espíritu. Precisamente por medio de este servicio el hombre se convierte de modo siempre nuevo en «el camino de la Iglesia», como dije ya en la Encíclica sobre Cristo Redentor (Cf. RH , 14) y ahora repito en ésta sobre el Espíritu Santo. La Iglesia unida al Espíritu, es consciente más que nadie de la realidad del hombre interior, de lo que en el hombre hay de más profundo y esencial, porque es espiritual e incorruptible. A este nivel el Espíritu injerta la «raíz de la inmortalidad» (Cf. Sab 15, 3), de la que brota la nueva vida, esto es, la vida del hombre en Dios que, como fruto de su comunicación salvífica por el Espíritu Santo, puede desarrollarse y consolidarse solamente bajo su acción. Por ello, el Apóstol se dirige a Dios en favor de los creyentes, a los que dice: «Doblo mis rodillas ante el Padre … para que os conceda que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Cf. Ef 3, 14-16).
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza este hombre interior, esto es, «espiritual». Gracias a la comunicación divina el espíritu humano que «conoce los secretos del hombre», se encuentra con el Espíritu que «todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (Cf. 1 Cor 2, 10 s). Por este Espíritu, que es el don eterno, Dios uno y trino se abre al hombre, al espíritu humano. El soplo oculto del Espíritu divino hace que el espíritu humano se abra, a su vez, a la acción de Dios salvífica y santificante. Mediante el don de la gracia que viene del Espíritu el hombre entra en «una nueva vida», es introducido en la realidad sobrenatural de la misma vida divina y llega a ser «santuario del Espíritu Santo», «templo vivo de Dios» (Cf. Rom 8, 9; 1 Cor 6, 19). En efecto, por el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo vienen al hombre y ponen en él su morada (Cf. Jn 14, 23)*. En la comunión de gracia con la Trinidad se dilata el «área vital» del hombre, elevada a nivel sobrenatural por la vida divina. El hombre vive en Dios y de Dios: vive «según el Espíritu» y «desea lo espiritual».
59. La relación íntima con Dios por el Espíritu Santo hace que el hombre se comprenda, de un modo nuevo, también a sí mismo y a su propia humanidad. De esta manera, se realiza plenamente aquella imagen y semejanza de Dios que es el hombre desde el principio (Cf. Gén 1, 26 s.; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 93; aa. 4. 5. 8). Esta verdad íntima sobre el ser humano ha de ser descubierta constantemente a la luz de Cristo que es el prototipo de la relación con Dios y, en él, debe ser descubierta también la razón de «la entrega sincera de sí mismo a los demás», como escribe el Concilio Vaticano II; precisamente en razón de esta semejanza divina se demuestra que el hombre «es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma», en su dignidad de persona, pero abierta a la integración y comunión social (Cf. GS n. 24; cf. también n. 25). El conocimiento eficaz y la realización plena de esta verdad del ser se dan solamente por obra del Espíritu Santo. El hombre llega al conocimiento de esta verdad por Jesucristo y la pone en práctica en su vida por obra del Espíritu, que el mismo Jesús nos ha dado.
En este camino, «camino de madurez interior» que supone el pleno descubrimiento del sentido de la humanidad, Dios se acerca al hombre, penetra cada vez más a fondo en todo el mundo humano. Dios uno y trino, que en sí mismo «existe» como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Espíritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias. De este modo el mundo, partícipe del don divino, se hace como enseña el Concilio, «cada vez más humano, cada vez más profundamente humano» (Cf. GS n. 38, 40), mientras madura en él, a través de los corazones y de las conciencias de los hombres, el Reino en el que Dios será definitivamente «todo en todos»: (Cf. 1 Cor 15, 28) como don y amor. Don y amor: éste es el eterno poder de la apertura de Dios uno y trino al hombre y al mundo, por el Espíritu Santo.
En la perspectiva del año dos mil desde el nacimiento de Cristo se trata de conseguir que un número cada vez mayor de hombres «puedan encontrar su propia plenitud … en la entrega sincera de sí mismo a los demás» según la citada frase del Concilio. Que bajo la acción del Espíritu Paráclito se realice en nuestro mundo el proceso de verdadera maduración en la humanidad, en la vida individual y comunitaria por el cual Jesús mismo «cuando ruega al Padre que «todos sean uno, como nosotros también somos uno» (Jn 17, 21-22), sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad»(GS n. 24). El Concilio reafirma esta verdad sobre el hombre, y la Iglesia ve en ella una indicación particularmente fuerte y determinante de sus propias tareas apostólicas. En efecto, si el hombre es «el camino de la Iglesia», este camino pasa a través de todo el misterio de Cristo, como modelo divino del hombre. Sobre este camino el Espíritu Santo, reforzando en cada uno de nosotros «al hombre interior» hace que el hombre, cada vez mejor, pueda «encontrarse en la entrega sincera de sí mismo a los demás». Puede decirse que en estas palabras de la Constitución pastoral del Concilio se compendia toda la antropología cristiana: la teoría y la praxis, fundada en el Evangelio, en la cual el hombre, descubriendo en sí mismo su pertenencia a Cristo, y en a la elevación a «hijo de Dios», comprende mejor también su dignidad de hombre, precisamente porque es el sujeto del acercamiento y de la presencia de Dios, sujeto de la condescendencia divina en la que está contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva. Entonces se puede repetir verdaderamente que la «gloria de Dios es el hombre viviente, pero la vida del hombre es la visión de Dios»: (Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 20, 7: SC 100/2 p. 648) el hombre, viviendo una vida divina, es la gloria de Dios, y el Espíritu Santo es el dispensador oculto de esta vida y de esta gloria. El —dice Basilio el Grande— «simple en su esencia y variado en sus dones … se reparte sin sufrir división … está presente en cada hombre capaz de recibirlo, como si sólo él existiera y, no obstante, distribuye a todos gracia abundante y completa» (S. Basilio, De Spirito Sancto, IX, 22: PG 32, 110).
60. Cuando, bajo el influjo del Paráclito, los hombres descubren esta dimensión divina de su ser y de su vida, ya sea como personas ya sea como comunidad, son capaces de liberarse de los diversos determinismos derivados principalmente de las bases materialistas del pensamiento, de la praxis y de su respectiva metodología. En nuestra época estos factores han logrado penetrar hasta lo más íntimo del hombre, en el santuario de la conciencia, donde el Espíritu Santo infunde constantemente la luz y la fuerza de la vida nueva según la libertad de los hijos de Dios. La madurez del hombre en esta vida está impedida por los condicionamientos y las presiones que ejercen sobre él las estructuras y los mecanismos dominantes en los diversos sectores de la sociedad. Se puede decir que en muchos casos los factores sociales, en vez de favorecer el desarrollo y la expansión del espíritu humano, terminan por arrancarlo de la verdad genuina de su ser y de su vida, —sobre la que vela el Espíritu Santo— para someterlo así al «Príncipe de este mundo».
El gran Jubileo del año dos mil contiene, por tanto, un mensaje de liberación por obra del Espíritu, que es el único que puede ayudar a las personas y a las comunidades a liberarse de los viejos y nuevos determinismos, guiándolos con la «ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rom 8, 2), descubriendo y realizando la plena dimensión de la verdadera libertad del hombre. En efecto —como escribe San Pablo— «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3, 17). Esta revelación de la libertad y, por consiguiente, de la verdadera dignidad del hombre adquiere un significado particular para los cristianos y para la Iglesia en estado de persecución —ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad—, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espíritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana.
También en las situaciones normales de la sociedad los cristianos, como testigos de la auténtica dignidad del hombre, por su obediencia al Espíritu Santo, contribuyen a la múltiple «renovación de la faz de la tierra», colaborando con sus hermanos a realizar y valorar todo lo que el progreso actual de la civilización, de la cultura, de la ciencia, de la técnica y de los demás sectores del pensamiento y de la actividad humana, tiene de bueno, noble y bello (GS n. 53-59). Esto lo hacen como discípulos de Cristo, —como escribe el Concilio— «constituido Señor por su resurrección … obra ya por virtud de su Espíritu en el corazón del hombre, no sólo despertando el anhelo del siglo futuro, sino alentando, purificando y robusteciendo también con ese deseo aquellos generosos propósitos con los que la familia humana intenta hacer más llevadera su propia vida y someter la tierra a este fin» (GS n. 38). De esta manera, afirman aún más la grandeza del hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios; grandeza que es iluminada por el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, el cual, «en la plenitud de los tiempos», por obra del Espíritu Santo, ha entrado en la historia y se ha manifestado como verdadero hombre, primogénito de toda criatura, «del cual proceden todas las cosas y para el cual somos» (1 Cor 8, 6).
* 254 Cf. Jn 14, 23; S. Ireneo, Adversus haereses, V, 6, 1: SC 153, pp. 72-80; S. Hilario, De Trinitate, VIII, 19. 21: PL 16, 752 s.; S. Agustín, Enarr. in Ps. XLIX, 2: CCL 38, pp. 575 s.; S. Cirilo de Alejandría, In Ioannis Evangelium, lib. I; II: PG 73, 154-158; 246; lib. IX: PG 74, 262; S. Atanasio, Oratio III contra Arianos, 24: PG 26, 374 s.; Epist. I ad Serapionem, 24: PG 26, 586 s.; Dídimo Alejandrino, De Trinitate, II, 6-7: PG 39, 523-530; S. Juan Crisóstomo, In epist. ad Romanos homilia XIII, 8: PG 60, 519; S. Tomás de Aquino, Summa Theol. Ia, q. 43, aa. 1, 3-6.
El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven!»
65. El soplo de la vida divina, el Espíritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración. Es hermoso y saludable pensar que, en cualquier lugar del mundo donde se ora, allí está el Espíritu Santo, soplo vital de la oración. Es hermoso y saludable reconocer que si la oración está difundida en todo el orbe, en el pasado, en el presente y en el futuro, de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espíritu Santo, que «alienta» la oración en el corazón del hombre en toda la inmensa gama de las mas diversas situaciones y de las condiciones, ya favorables, ya adversas a la vida espiritual y religiosa. Muchas veces, bajo la acción del Espíritu, la oración brota del corazón del hombre no obstante las prohibiciones y persecuciones, e incluso las proclamaciones oficiales sobre el carácter arreligioso o incluso ateo de la vida pública. La oración es siempre la voz de todos aquellos que aparentemente no tienen voz, y en esta voz resuena siempre aquel «poderoso clamor», que la Carta a los Hebreos atribuye a Cristo (Cf. Heb 5, 7). La oración es también la revelación de aquel abismo que es el corazón del hombre: una profundidad que es de Dios y que sólo Dios puede colmar, precisamente con el Espíritu Santo. Leemos en San Lucas: «Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11, 13).
El Espíritu Santo es el don, que viene al corazón del hombre junto con la oración. En ella se manifiesta ante todo y sobre todo como el don que «viene en auxilio de nuestra debilidad». Es el rico pensamiento desarrollado por San Pablo en la Carta a los Romanos cuando escribe: «Nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene; mas el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26). Por consiguiente, el Espíritu Santo no sólo hace que oremos, sino que nos guía «interiormente» en la oración, supliendo nuestra insuficiencia y remediando nuestra incapacidad de orar. Está presente en nuestra oración y le da una dimensión divina (Cf. Orígenes, De oratione, 2: PG 11, 419-423). De esta manera, «el que escruta los corazones conoce cual es la aspiración del Espíritu y que su intercesión a favor de los santos es según Dios» (Rom 8, 27). La oración por obra del Espíritu Santo llega a ser la expresión cada vez más madura del hombre nuevo, que por medio de ella participa de la vida divina.
Nuestra difícil época tiene especial necesidad de la oración. Si en el transcurso de la historia —ayer como hoy— muchos hombres y mujeres han dado testimonio de la importancia de la oración, consagrándose a la alabanza a Dios y a la vida de oración, sobre todo en los Monasterios, con gran beneficio para la Iglesia, en estos años va aumentando también el número de personas que, en movimientos o grupos cada vez más extendidos, dan la primacía a la oración y en ella buscan la renovación de la vida espiritual. Este es un síntoma significativo y consolador, ya que esta experiencia ha favorecido realmente la renovación de la oración entre los fieles que han sido ayudados a considerar mejor el Espíritu Santo, que suscita en los corazones un profundo anhelo de santidad.
En muchos individuos y en muchas comunidades madura la conciencia de que, a pesar del vertiginoso progreso de la civilización técnico-científica y no obstante las conquistas reales y las metas alcanzadas, el hombre y la humanidad están amenazados. Frente a este peligro, y habiendo ya experimentado antes la espantosa realidad de la decadencia espiritual del hombre, personas y comunidades enteras —como guiados por un sentido interior de la fe— buscan la fuerza que sea capaz de levantar al hombre, salvarlo de sí mismo, de su propios errores y desorientaciones, que con frecuencia convierten en nocivas sus propias conquistas. Y de esta manera descubren la oración, en la que se manifiesta «el Espíritu que viene en ayuda de nuestra flaqueza». De este modo, los tiempos en que vivimos acercan al Espíritu Santo muchas personas que vuelven a la oración. Y confío en que todas ellas encuentren en la enseñanza de esta Encíclica una ayuda para su vida interior y consigan fortalecer, bajo la acción del Espíritu, su compromiso de oración, de acuerdo con la Iglesia y su Magisterio.
66. En medio de los problemas, de las desilusiones y esperanzas, de las deserciones y retornos de nuestra época, la Iglesia permanece fiel al misterio de su nacimiento. Si es un hecho histórico que la Iglesia salió del Cenáculo el día de Pentecostés, se puede decir en cierto modo que nunca lo ha dejado. Espiritualmente el acontecimiento de Pentecostés no pertenece sólo al pasado: la Iglesia está siempre en el Cenáculo que lleva en su corazón. La Iglesia persevera en la oración, como los Apóstoles junto a María, Madre de Cristo, y junto a aquellos que constituían en Jerusalén el primer germen de la comunidad cristiana y aguardaban , en oración, la venida del Espíritu Santo.
La Iglesia persevera en oración con María. Esta unión de la Iglesia orante con la Madre de Cristo forma parte del misterio de la Iglesia desde el principio: la vemos presente en este misterio como está presente en el misterio de su Hijo. Nos lo dice el Concilio: «La Virgen Santísima … cubierta con la sombra del Espíritu Santo … dio a la luz al Hijo, a quien Dios constituyó primogénito entre muchos hermanos (cf. Rom 8, 29), esto es, los fieles, a cuya generación y educación coopera con amor materno»; ella, «por sus gracias y dones singulares, … unida con la Iglesia … es tipo de la Iglesia» (LG n. 63). «La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad … se hace también madre» y «a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera». Ella (la Iglesia) «es igualmente virgen, que guarda … la fe prometida al Esposo» (LG n. 64).
De este modo se comprende el profundo sentido del motivo por el que la Iglesia, unida a la Virgen Madre, se dirige incesantemente como Esposa a su divino Esposo, como lo atestiguan las palabras del Apocalipsis que cita el Concilio: «El Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: «¡Ven!» (LG n. 4; cf. Ap 22, 17). La oración de la Iglesia es esta invocación incesante en la que a el Espíritu mismo intercede por nosotros»; en cierta manera él mismo la pronuncia con la Iglesia y en la Iglesia. En efecto, el Espíritu ha sido dado a la Iglesia para que, por su poder, toda la comunidad del pueblo de Dios, a pesar de sus múltiples ramificaciones y diversidades, persevere en la esperanza: aquella esperanza en la que «hemos sido salvados» (Cf. Rom 8, 24). Es la esperanza escatológica, la esperanza del cumplimiento definitivo en Dios, la esperanza del Reino eterno, que se realiza por la participación en la vida trinitaria. El Espíritu Santo, dado a los Apóstoles como Paráclito, es el custodio y el animador de esta esperanza en el corazón de la Iglesia.
En la perspectiva del tercer milenio después de Cristo, mientras «el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús; «¡Ven!», esta oración suya conlleva, como siempre, una dimensión escatológica destinada también a dar pleno significado a la celebración del gran Jubileo. Es una oración encaminada a los destinos salvíficos hacia los cuales el Espíritu Santo abre los corazones con su acción a través de toda la historia del hombre en la tierra. Pero al mismo tiempo, esta oración se orienta hacia un momento concreto de la historia, en el que se pone de relieve la «plenitud de los tiempos», marcada por el año dos mil. La Iglesia desea prepararse a este Jubileo por medio del Espíritu Santo, así como por el Espíritu Santo fue preparada la Virgen de Nazaret, en la que el Verbo se hizo carne.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Llenos del Espíritu
Hch 2,1-11; 1Cor 12,3-7.12-13; Jn 20,19-23
«Se llenaron todos de Espíritu Santo». He aquí la característica principal de la Iglesia primitiva tal como los Hechos de los Apóstoles nos la presentan. Es el Espíritu Santo quien pone en marcha a la Iglesia. Es su alma y su motor. Sin Él, la Iglesia es un grupo de hombres más, sin fuerza, sin entusiasmo, sin vida. He aquí el secreto de la Iglesia: no con «algo» de Espíritu Santo, sino «llenos» de Él; y llenos no alguno, sino «todos».
Aquí radican también todos los males de la Iglesia: En la falta de Espíritu. Por eso, la solución a los problemas y dificultades de la Iglesia no consisten en una mejor organización o en un cambio de métodos, sino en volver a sus orígenes, a su identidad más profunda: Que cada uno de sus miembros acepte dejarse llenar de Espíritu Santo. Sin esta vida en el Espíritu todo lo demás será completamente estéril.
Este es el pecado de la Iglesia de nuestros días, nuestro pecado: intentar combatir con las armas de este mundo, con armas humanas, que son impotentes e inútiles, dejando de lado la fuerza infinita y omnipotente del Espíritu Santo. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son una Iglesia o un cristiano que reniegan de su identidad, de lo que les constituye como tales. Una Iglesia o un cristiano que olvidan al Espíritu Santo son como un cuerpo sin alma: está muerto, no tiene vida, no da fruto ni puede darlo.
«Recibid el Espíritu Santo». Cristo da a su Esposa la Iglesia el don del Espíritu, el único que la hace fecunda. Pentecostés funda y edifica la Iglesia. Para esto ha muerto Cristo, para darnos el Espíritu que brota de su costado abierto. Cristo quiere a su Esposa, en este final del segundo milenio, llena de hermosura, santa, fecunda. Para eso le da su Espíritu, el Espíritu que viene no sólo a santificar a cada uno, sino a santificar y a acrecentar la Iglesia, y, a través de ella, a renovar la faz de la tierra.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Antífonas y Oraciones
Entrada: «El Espíritu llena el mundo, y Él, que mantiene todo unido, habla con sabiduría. Aleluya» (Sab 1,7). O bien: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu que se nos ha dado. Aleluya» (ROM 5,5).
Colecta (del Gelasiano y Gregoriano): «¡Oh Dios!, que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia extendida por todas las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de los fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica».
Ofertorio (del Sacramentario de Bérgamo): «Te pedimos, Señor, que según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada».
Comunión: «Se llenaron todos del Espíritu Santo y cada uno hablaba de las maravillas de Dios. Aleluya» (Hch 2,4.11).
Postcomunión (con textos del Veronense y de la antigua liturgia hispana o mozárabe): «¡Oh Dios!, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo, haz que el Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza y la Eucaristía que acabamos de recibir acreciente en nosotros la salvación».
Liturgia de la Palabra
Con la donación solemne del Espíritu Santo, el Padre vinculó definitivamente la persona y la obra de su Verbo encarnado, muerto y resucitado a la realidad visible e histórica de su Iglesia, realizando así el misterio del Cristo histórico y Cristo total: Cabeza y Miembros vivificados por el mismo Espíritu de Cristo, que Él envió con el Padre, hasta la consumación de los siglos.
–Hechos 2,1-11: Se llenaron todos del Espíritu Santo y empezaron a hablar. La venida del Espíritu Santo es, en la historia de la salvación, un acontecimiento paralelo a la Encarnación del Verbo.
–1 Corintios 12,3-7.12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo Cuerpo. El Espíritu es el que da vida y sostiene la unidad en el seno de la Iglesia. Nos hace sintonizar misteriosamente con el Corazón de Jesucristo.
–Juan 20,19-23: Como el Padre me ha enviado así también os envío yo. Recibid el Espíritu Santo. En virtud de la acción iluminadora y santificadora del Espíritu Santo, se realiza nuestra reconciliación con Dios en el misterio de Cristo. Oigamos a San Ireneo:
«Dios había prometido por boca de sus profetas que en los últimos días derramaría su Espíritu sobre sus siervos y siervas y que éstos profetizarían. Por esto descendió el Espíritu Santo sobre el Hijo de Dios que se había hecho Hijo del Hombre, para así, permaneciendo en Él, habitar en el género humano, reposar sobre los hombres y residir en la obra plasmada por manos de Dios, realizando así en el hombre la voluntad del Padre y renovándolo de la antigua condición a la nueva, creada en Cristo.
«San Lucas nos narra cómo después de la Ascensión del Señor, descendió sobre los discípulos, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo, con el poder de dar a todos los hombres entrada en la vida y dar su plenitud a la nueva alianza. Todos a una los discípulos alaban a Dios en todas las lenguas, al reducir el Espíritu a la unidad a los pueblos distantes y ofrecer al Padre las primicias de todas las naciones.
«Por esto el Señor había prometido que nos enviaría aquel Defensor que nos haría capaces de Dios: del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así también nosotros, que éramos antes como un leño árido, nunca hubiésemos dado el fruto de vida, sin esta gratuita lluvia de lo alto. Nuestros cuerpos, en efecto, recibieron por el baño bautismal la unidad destinada a la incorrupción, pero nuestras almas, pero nuestras almas la recibieron por el Espíritu.
«El Espíritu de Dios descendió sobre el Señor: Espíritu de prudencia y de sabiduría, Espíritu de consejo y de valentía, Espíritu de ciencia y de temor del Señor; y el Señor, a su vez, lo dio a la Iglesia, enviando al Defensor sobre toda la tierra desde el cielo… Recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado, retornándolo al Señor con intereses» (Contra las herejías 3,17,1-3).
San Basilio dice a su vez:
«Ante todo, ¿quién habiendo oído los nombres que se dan al Espíritu, no siente levantado su ánimo y no eleva su pensamiento hacia la naturaleza divina? Ya que es llamado Espíritu de Dios y Espíritu de Verdad, que procede del Padre. Espíritu firme. Espíritu generoso. Espíritu Santo es su nombre propio y peculiar… Hacia Él dirigen su mirada todos los que sienten necesidad de santificación; hacia Él tiende el deseo de todos los que llevan una vida virtuosa y su soplo es para ellos a manera de riego que les ayuda en la consecución de su fin propio y natural. Capaz de perfeccionar a los otros, Él no tiene falta de nada…Él no crece por adiciones, sino que está constantemente en plenitud; sólido en Sí mismo, está en todas partes. Él es fuente de santidad, Luz para la inteligencia; Él da a todo ser racional como una Luz para entender la verdad.
«Aunque inaccesible por naturaleza, se deja comprender por su bondad; con su acción lo llena todo, pero se comunica solamente a los que encuentra dignos, no ciertamente de manera idéntica ni con la misma plenitud, sino distribuyendo su energía según la proporción de su fe. Simple en su esencia y variado en sus dones, está íntegro en cada uno e íntegro en todas partes. Se reparte sin sufrir división, deja que participen de Él, pero Él permanece íntegro, a semejanza del rayo del sol, cuyos beneficios llegan a quien disfrute de él como si fuera único, pero, mezclado con el aire, ilumina la tierra entera y el mar… Por Él se elevan a lo alto los corazones; por su mano son conducidos los débiles; por Él los que caminan tras la virtud llegan a la perfección. Es Él quien ilumina a los que se han purificado de sus culpas y, al comunicarse a ellos, los vuelve espirituales…» (Tratado sobre el Espíritu Santo 9).