Domingo VI Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 10 febrero, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Lv 13, 1-2. 44-46: El leproso vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento
Sal 31, 1b-2. 5. 11: Tú eres mi refugio, me rodeas de cantos de liberación
1 Co 10, 31– 11, 1: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo
Mc 1, 40-45: La lepra se le quitó, y quedó limpio
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (11-02-1979)
domingo 11 de febrero de 1979[...] El Señor Jesús, en el Evangelio de hoy, encuentra a un hombre gravemente enfermo: un leproso que le pide: "Si quieres puedes limpiarme" (Mc 1,40). E inmediatamente después Jesús le prohíbe divulgar el milagro realizado, es decir, hablar de su curación. Y aunque sepamos que " Jesús iba... predicando el, Evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9,35), sin embargo la restricción, "la reserva" de Cristo respecto a la curación que El había realizado es significativa. Quizá hay aquí una lejana previsión de aquella "reserva", de aquella cautela con que la Iglesia examina todas las presuntas curaciones milagrosas, por ejemplo, las que desde hace más de cien años se realizan en Lourdes. Es sabido a qué severos controles médicos se somete cada una de ellas.
La Iglesia ruega por la salud de todos los enfermos, de todos los que sufren, de todos los incurables humanamente condenados a invalidez irreversible. Ruega por los enfermos y ruega con los enfermos. Acoge cada curación, aunque sea parcial y gradual, con el mayor reconocimiento. Y al mismo tiempo con toda su actitud hace comprender —como Cristo— que la curación es algo excepcional, que desde el punto de vista de la "economía" divina de la salvación es un hecho extraordinario y casi "suplementario".
Esta economía divina de la salvación —como la ha revelado Cristo— se manifiesta indudablemente en la liberación del hombre de ese mal que es el sufrimiento "físico". Pero se manifiesta aún más en la transformación interior de ese mal que es el sufrimiento espiritual, en el bien "salvífico", en el bien que santifica al que sufre y también, por medio de él, a los otros...
[Cristo nos invita esencialmente a "seguirle"] Estas palabras no tienen la fuerza de curar, no libran del sufrimiento. Pero tienen una fuerza transformante. Son una llamada a ser un hombre nuevo, a ser particularmente semejante a Cristo, para encontrar en esta semejanza, a través de la gracia, todo el bien interior en lo que de por sí mismo es un mal que hace sufrir, que limita, que quizá humilla o trae malestar. Cristo que dice al hombre que sufre "ven y sígueme", es el mismo Cristo que sufre Cristo de Getsemaní, Cristo flagelado, Cristo coronado de espinas, Cristo caminando con la cruz, Cristo en la cruz... Es el mismo Cristo que bebió hasta el fondo el cáliz del sufrimiento humano "que le dio el Padre" (cf. Jn Jn 18,11). El mismo Cristo que asumió todo el mal de la condición humana sobre la tierra, excepto el pecado, para sacar de él el bien salvífico: el bien de la redención, el bien de la purificación, y de la reconciliación con Dios, el bien de la gracia.
Queridos hermanos y hermanas, si el Señor dice a cada uno de vosotros: "ven y sígueme", os invita y os llama a participar en la misma transformación, en la misma transmutación del mal del sufrimiento en el bien salvífico: de la redención, de la gracia, de la purificación, de la conversión... para sí y para los demás.
Precisamente por esto San Pablo, que quería tan apasionadamente ser imitador de Cristo, afirma en otro lugar: "Suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo" (Col 1,24).
Cada uno de vosotros puede hacer de estas palabras la esencia de la propia vida y de la propia vocación.
Os deseo una transformación tal que es "un milagro interior", todavía mayor que el milagro de la curación; esta transformación que corresponde a la vía normal de la economía salvífica de Dios como nos la ha presentado Jesucristo. Os deseo esta gracia y la imploro para cada uno de vosotros, queridos hermanos y hermanas.
Francisco, papa
Ángelus (15-02-2015): Curar el mal de raíz
domingo 15 de febrero de 2015150215
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En estos domingos el evangelista san Marcos nos está relatando la acción de Jesús contra todo tipo de mal, en beneficio de los que sufren en el cuerpo y en el espíritu: endemoniados, enfermos, pecadores... Él se presenta como aquel que combate y vence el mal donde sea que lo encuentre. En el Evangelio de hoy (cf. Mc 1, 40-45) esta lucha suya afronta un caso emblemático, porque el enfermo es un leproso. La lepra es una enfermedad contagiosa que no tiene piedad, que desfigura a la persona, y que era símbolo de impureza: el leproso tenía que estar fuera de los centros habitados e indicar su presencia a los que pasaban. Era marginado por la comunidad civil y religiosa. Era como un muerto ambulante.
El episodio de la curación del leproso tiene lugar en tres breves pasos: la invocación del enfermo, la respuesta de Jesús y las consecuencias de la curación prodigiosa. El leproso suplica a Jesús «de rodillas» y le dice: «Si quieres, puedes limpiarme» (v. 40). Ante esta oración humilde y confiada, Jesús reacciona con una actitud profunda de su espíritu: la compasión. Y «compasión» es una palabra muy profunda: compasión significa «padecer-con-el otro». El corazón de Cristo manifiesta la compasión paterna de Dios por ese hombre, acercándose a él y tocándolo. Y este detalle es muy importante. Jesús «extendió la mano y lo tocó... la lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio» (v. 41-42). La misericordia de Dios supera toda barrera y la mano de Jesús tocó al leproso. Él no toma distancia de seguridad y no actúa delegando, sino que se expone directamente al contagio de nuestro mal; y precisamente así nuestro mal se convierte en el lugar del contacto: Él, Jesús, toma de nosotros nuestra humanidad enferma y nosotros de Él su humanidad sana y capaz de sanar. Esto sucede cada vez que recibimos con fe un Sacramento: el Señor Jesús nos «toca» y nos dona su gracia. En este caso pensemos especialmente en el Sacramento de la Reconciliación, que nos cura de la lepra del pecado.
Una vez más el Evangelio nos muestra lo que hace Dios ante nuestro mal: Dios no viene a «dar una lección» sobre el dolor; no viene tampoco a eliminar del mundo el sufrimiento y la muerte; viene más bien a cargar sobre sí el peso de nuestra condición humana, a conducirla hasta sus últimas consecuencias, para liberarnos de modo radical y definitivo. Así Cristo combate los males y los sufrimientos del mundo: haciéndose cargo de ellos y venciéndolos con la fuerza de la misericordia de Dios.
A nosotros, hoy, el Evangelio de la curación del leproso nos dice que si queremos ser auténticos discípulos de Jesús estamos llamados a llegar a ser, unidos a Él, instrumentos de su amor misericordioso, superando todo tipo de marginación. Para ser «imitadores de Cristo» (cf. 1 Cor 11, 1) ante un pobre o un enfermo, no tenemos que tener miedo de mirarlo a los ojos y de acercarnos con ternura y compasión, y de tocarlo y abrazarlo. He pedido a menudo a las personas que ayudan a los demás que lo hagan mirándolos a los ojos, que no tengan miedo de tocarlos; que el gesto de ayuda sea también un gesto de comunicación: también nosotros tenemos necesidad de ser acogidos por ellos. Un gesto de ternura, un gesto de compasión... Pero yo os pregunto: vosotros, ¿cuándo ayudáis a los demás, los miráis a los ojos? ¿Los acogéis sin miedo de tocarlos? ¿Los acogéis con ternura? Pensad en esto: ¿cómo ayudáis? A distancia, ¿o con ternura, con cercanía? Si el mal es contagioso, lo es también el bien. Por lo tanto, es necesario que el bien abunde en nosotros, cada vez más. Dejémonos contagiar por el bien y contagiemos el bien.
Homilía (15-02-2015): Salvar
domingo 15 de febrero de 2015«Señor, si quieres, puedes limpiarme...» Jesús, sintiendo lástima; extendió la mano y lo tocó diciendo: «Quiero: queda limpio» (cf. Mc 1,40-41). La compasión de Jesús. Ese padecer con que lo acercaba a cada persona que sufre. Jesús, se da completamente, se involucra en el dolor y la necesidad de la gente... simplemente, porque Él sabe y quiere padecer con, porque tiene un corazón que no se avergüenza de tener compasión.
«No podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado» (Mc 1, 45). Esto significa que, además de curar al leproso, Jesús ha tomado sobre sí la marginación que la ley de Moisés imponía (cf. Lv 13,1-2. 45-46). Jesús no tiene miedo del riesgo que supone asumir el sufrimiento de otro, pero paga el precio con todas las consecuencias (cf. Is 53,4).
La compasión lleva a Jesús a actuar concretamente: a reintegrar al marginado. Y éstos son los tres conceptos claves que la Iglesia nos propone hoy en la liturgia de la palabra: la compasión de Jesús ante la marginación y su voluntad de integración.
Marginación: Moisés, tratando jurídicamente la cuestión de los leprosos, pide que sean alejados y marginados por la comunidad, mientras dure su mal, y los declara: «Impuros» (cf. Lv 13,1-2. 45.46).
Imaginad cuánto sufrimiento y cuánta vergüenza debía de sentir un leproso: físicamente, socialmente, psicológicamente y espiritualmente. No es sólo víctima de una enfermedad, sino que también se siente culpable, castigado por sus pecados. Es un muerto viviente, como «si su padre le hubiera escupido en la cara» (Nm 12,14).
Además, el leproso infunde miedo, desprecio, disgusto y por esto viene abandonado por los propios familiares, evitado por las otras personas, marginado por la sociedad, es más, la misma sociedad lo expulsa y lo fuerza a vivir en lugares alejados de los sanos, lo excluye. Y esto hasta el punto de que si un individuo sano se hubiese acercado a un leproso, habría sido severamente castigado y, muchas veces, tratado, a su vez, como un leproso.
Es verdad, la finalidad de esa norma era la de salvar a los sanos, proteger a los justos y, para salvaguardarlos de todo riesgo, marginar el peligro, tratando sin piedad al contagiado. De aquí, que el Sumo Sacerdote Caifás exclamase: «Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera» (Jn 11,50).
Integración: Jesús revoluciona y sacude fuertemente aquella mentalidad cerrada por el miedo y recluida en los prejuicios. Él, sin embargo, no deroga la Ley de Moisés, sino que la lleva a plenitud (cf. Mt 5, 17), declarando, por ejemplo, la ineficacia contraproducente de la ley del talión; declarando que Dios no se complace en la observancia del Sábado que desprecia al hombre y lo condena; o cuando ante la mujer pecadora, no la condena, sino que la salva de la intransigencia de aquellos que estaban ya preparados para lapidarla sin piedad, pretendiendo aplicar la Ley de Moisés. Jesús revoluciona también las conciencias en el Discurso de la montaña (cf. Mt 5) abriendo nuevos horizontes para la humanidad y revelando plenamente la lógica de Dios. La lógica del amor que no se basa en el miedo sino en la libertad, en la caridad, en el sano celo y en el deseo salvífico de Dios, Nuestro Salvador, «que quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). «Misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 12,7; Os 6,6).
Jesús, nuevo Moisés, ha querido curar al leproso, ha querido tocar, ha querido reintegrar en la comunidad, sin autolimitarse por los prejuicios; sin adecuarse a la mentalidad dominante de la gente; sin preocuparse para nada del contagio. Jesús responde a la súplica del leproso sin dilación y sin los consabidos aplazamientos para estudiar la situación y todas sus eventuales consecuencias. Para Jesús lo que cuenta, sobre todo, es alcanzar y salvar a los lejanos, curar las heridas de los enfermos, reintegrar a todos en la familia de Dios. Y eso escandaliza a algunos.
Y Jesús no tiene miedo de este tipo de escándalo. Él no piensa en las personas obtusas que se escandalizan incluso de una curación, que se escandalizan de cualquier apertura, a cualquier paso que no entre en sus esquemas mentales o espirituales, a cualquier caricia o ternura que no corresponda a su forma de pensar y a su pureza ritualista. Él ha querido integrar a los marginados, salvar a los que están fuera del campamento (cf. Jn 10).
Son dos lógicas de pensamiento y de fe: el miedo de perder a los salvados y el deseo de salvar a los perdidos. Hoy también nos encontramos en la encrucijada de estas dos lógicas: a veces, la de los doctores de la ley, o sea, alejarse del peligro apartándose de la persona contagiada, y la lógica de Dios que, con su misericordia, abraza y acoge reintegrando y transfigurando el mal en bien, la condena en salvación y la exclusión en anuncio.
Estas dos lógicas recorren toda la historia de la Iglesia: marginar y reintegrar. San Pablo, dando cumplimiento al mandamiento del Señor de llevar el anuncio del Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Mt 28,19), escandalizó y encontró una fuerte resistencia y una gran hostilidad sobre todo de parte de aquellos que exigían una incondicional observancia de la Ley mosaica, incluso a los paganos convertidos. También san Pedro fue duramente criticado por la comunidad cuando entró en la casa de Cornelio, el centurión pagano (cf. Hch 10).
El camino de la Iglesia, desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el de la misericordia y de la integración. Esto no quiere decir menospreciar los peligros o hacer entrar los lobos en el rebaño, sino acoger al hijo pródigo arrepentido; sanar con determinación y valor las heridas del pecado; actuar decididamente y no quedarse mirando de forma pasiva el sufrimiento del mundo. El camino de la Iglesia es el de no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las personas que la piden con corazón sincero; el camino de la Iglesia es precisamente el de salir del propio recinto para ir a buscar a los lejanos en las «periferias» esenciales de la existencia; es el de adoptar integralmente la lógica de Dios; el de seguir al Maestro que dice: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Lc 5,31-32).
Curando al leproso, Jesús no hace ningún daño al que está sano, es más, lo libra del miedo; no lo expone a un peligro sino que le da un hermano; no desprecia la Ley sino que valora al hombre, para el cual Dios ha inspirado la Ley. En efecto, Jesús libra a los sanos de la tentación del «hermano mayor» (cf. Lc 15,11-32) y del peso de la envidia y de la murmuración de los trabajadores que han soportado el peso de la jornada y el calor (cf. Mt 20,1-16).
En consecuencia: la caridad no puede ser neutra, aséptica, indiferente, tibia o imparcial. La caridad contagia, apasiona, arriesga y compromete. Porque la caridad verdadera siempre es inmerecida, incondicional y gratuita (cf. 1Cor 13). La caridad es creativa en la búsqueda del lenguaje adecuado para comunicar con aquellos que son considerados incurables y, por lo tanto, intocables. Encontrar el lenguaje justo... El contacto es el auténtico lenguaje que transmite, fue el lenguaje afectivo, el que proporcionó la curación al leproso. ¡Cuántas curaciones podemos realizar y transmitir aprendiendo este lenguaje del contacto! Era un leproso y se ha convertido en mensajero del amor de Dios. Dice el Evangelio: «Pero cuando se fue, empezó a pregonar bien alto y a divulgar el hecho» (Mc 1,45).
Queridos nuevos Cardenales, ésta es la lógica de Jesús, éste es el camino de la Iglesia: no sólo acoger y integrar, con valor evangélico, aquellos que llaman a la puerta, sino salir, ir a buscar, sin prejuicios y sin miedos, a los lejanos, manifestándoles gratuitamente aquello que también nosotros hemos recibido gratuitamente. «Quien dice que permanece en Él debe caminar como Él caminó» (1Jn 2,6). ¡La disponibilidad total para servir a los demás es nuestro signo distintivo, es nuestro único título de honor!
Pensadlo bien en estos días en los que habéis recibido el título cardenalicio. Invoquemos la intercesión de María, Madre de la Iglesia, que sufrió en primera persona la marginación causada por las calumnias (cf. Jn 8,41) y el exilio (cf. Mt 2,13-23), para que nos conceda el ser siervos fieles de Dios. Ella, que es la Madre, nos enseñe a no tener miedo de acoger con ternura a los marginados; a no tener miedo de la ternura. Cuántas veces tenemos miedo de la ternura. Que Ella nos enseñe a no tener miedo de la ternura y de la compasión; nos revista de paciencia para acompañarlos en su camino, sin buscar los resultados del éxito mundano; nos muestre a Jesús y nos haga caminar como Él.
Queridos hermanos nuevos Cardenales, mirando a Jesús y a nuestra Madre, os exhorto a servir a la Iglesia, en modo tal que los cristianos –edificados por nuestro testimonio– no tengan la tentación de estar con Jesús sin querer estar con los marginados, aislándose en una casta que nada tiene de auténticamente eclesial. Os invito a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, por el motivo que sea; a ver al Señor en cada persona excluida que tiene hambre, que tiene sed, que está desnuda; al Señor que está presente también en aquellos que han perdido la fe, o que, alejados, no viven la propia fe, o que se declaran ateos; al Señor que está en la cárcel, que está enfermo, que no tiene trabajo, que es perseguido; al Señor que está en el leproso – de cuerpo o de alma -, que está discriminado. No descubrimos al Señor, si no acogemos auténticamente al marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco que no tuvo miedo de abrazar al leproso y de acoger a aquellos que sufren cualquier tipo de marginación. En realidad, queridos hermanos, sobre el evangelio de los marginados, se juega y se descubre y se revela nuestra credibilidad.
Congregación para el Clero
Homilía
«Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1) Las palabras de San Pablo resuenan fuertemente en la liturgia de este sexto Domingo del Tiempo Ordinario y nos señalan cuál es el camino de la vida: la imitación de Cristo. Pero es una imitación que, si se entiende en sentido voluntarioso, ninguno es capaz de alcanzar. Solamente aquellos a los que Cristo da la gracia de conocerlo y de imitarlo, de vivir el ensimismamiento con Él, pueden lograrla.
La vida de quienes, como el apóstol Pablo, acogen totalmente esta gracia, se hace ocasión de encuentro y de real seguimiento del Señor, también para los hermanos. Esta es la vida de los santos: han llegado a ser una sola cosa con Cristo y, presentando la fascinación, la belleza y la permanente novedad de estar en Él, son «caminos concretos» para vivir realmente en relación con Él.
Basta pensar en los grandes santos como san Benito de Nursia, san Francisco de Asís, santo Domingo de Guzmán: cuántos, a lo largo de la historia, han emprendido un camino de santificación, reconocido por la Iglesia como don del Espíritu.
¿Cómo se puede imitar a los santos? ¿En qué consiste su santidad? ¿De qué manera nos ha sido dado poder hacer algo para abrazar, como ellos, nuestra nueva identidad bautismal de hijos de Dios? De ellos no podemos, sin duda, imitar las obras, que fueron suscitadas por el Espíritu Santo en un determinado lugar y tiempo, para el bien de toda la Iglesia y de la humanidad. Pero podemos imitar su corazón, es decir, pidiendo y buscando la misma sed de verdad y de bien que ellos tuvieron; su total disponibilidad para la obra de Dios –la obra que Dios quiere realizar en cada uno de nosotros- y su prontitud para adherirse, con todo su ser, a su Voluntad.
Debemos pedir la verdadera humildad, la que vemos en el leproso del evangelio, que supo encaminarse hacia Cristo –«vino hacia Él un leproso»- y suplicarle –«le suplicaba de rodillas»- poniendo en sus manos toda su vida: «¡si quieres, puedes limpiarme!».
Pero podemos preguntarnos: ¿qué fue lo que movió al leproso a este completo abandono a la Voluntad de Otro? ¿Qué movió a los santos a dejar la propia vida a los pies de Cristo, para que hiciera con ella lo que quisiera? ¿Qué es lo que puede llevarnos a esta completa confianza en Él, para que nos limpie de verdad? No puede ser más que la profunda certeza que animó al Corazón de María delante del anuncio del Ángel y al pie de la Cruz; la que dio fuerzas a San José para cumplir lo que Dios quería; la que sostuvo a los apóstoles frente al martirio: la compasión de Dios inclinada hacia nosotros, la misericordia del Padre Eterno que ha bajado a la tierra y ha asumido un rostro humano.
Cristo es nuestro único Bien y no quiere otra cosa más que nuestro bien. Él nació y murió por este motivo; resucitó y está aquí, presente en la Eucaristía, para esto. Por eso podemos abandonarnos en Él sin reservas; podemos ir hasta Él y, arrodillándonos suplicantes, podemos depositar en su Voluntad toda nuestra vida, para sentir que, hoy como ayer, Él nos dice: «¡Quiero, queda limpio!»
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El domingo sexto nos encara con otro acto sumamente revelador de Jesús (1,40-45). Al leproso, que estaba totalmente marginado de la sociedad humana y de la comunidad religiosa (1a lectura: Lev 13,1-2.44-46), Jesús no sólo no le rechaza, sino que se acerca a él y le toca: de ese modo el que era impuro queda purificado, sanado y reintegrado a la normalidad al ser tocado por el Santo de Dios. Aunque Jesús le impone silencio, el gozo de la salvación es demasiado grande como para seguir callado.
Todo para gloria de Dios
1Cor 10,31-11,1
«Cuando comáis o bebáis o hagáis cualquier cosa, hacedlo todo para gloria de Dios». El cristiano, consagrado por el bautismo, puede y debe ver todo santamente. El valor de lo que hacemos no está en lo externo, sino en cómo lo hacemos. Cristo en los treinta años de su vida oculta no hizo cosas grandes o vistosas; vivió con un corazón lleno de amor a su Padre y a los hombres las cosas pequeñas e insignificantes. Y esos actos tenían un valor infinito y estaban redimiendo al mundo. Lo mismo nosotros: la vida cotidiana, sencilla y corriente, puede tener un inmenso valor. No esperemos a hacer cosas grandes. Hagamos grande lo pequeño. Todo puede ser orientado a la gloria de Dios. Todo: la comida, la bebida, cualquier cosa que hagamos... Cristo ha asumido todo lo humano y nada debe quedar fuera de la órbita del Señor.
«No deis motivo de escándalo...» Esta advertencia de san Pablo es también para nosotros. Incluso sin quererlo positivamente, sin darnos cuenta, podemos estar poniendo estorbos para que otros se acerquen a Cristo. Escándalo es todo lo que sirve de tropiezo al hermano o le frena en su entrega al Señor. Nuestra palabra poco evangélica, nuestra conducta mediocre o incoherente, son escándalo para el hermano por el que Cristo murió. Y las palabras de Cristo sobre el escándalo son terribles: «¡Ay del que escandaliza! Más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo arrojasen al mar» (Mt 18,6).
«Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo». Sólo la imitación de Cristo no escandaliza. Al contrario, estimula en el camino del evangelio. Cuando vemos a alguien seguir el ejemplo de Cristo, comprobamos que su palabra se puede cumplir y ese ejemplo aviva nuestra esperanza. En cambio, decir una cosa y hacer otra es escandaloso, porque es dar a entender con nuestras obras que el evangelio no se puede cumplir o que estas cosas están bien para decirlas pero no para vivirlas...
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La realidad salvadora de Cristo se hace luz para nosotros por el don de la fe. Ella es la luz sobrenatural que nos infunde los mismos criterios y sentimientos propios del Corazón de Jesús, en su relación con el Padre y con los hombres. La santidad cristiana no depende, pues, del formalismo puritano de una fidelidad material a unos preceptos, sino de la fe y del amor a Dios que, a través de la fidelidad a esos preceptos, aseguran nuestra conducta de hijos y nos impulsan a buscar en cada momento su Voluntad amorosa, que está empeñada en perfeccionar la vida nuestra de cada día.
–Levítico 13,1-2.44-46: El leproso vivirá solo, y tendrá su morada fuera del campamento. La ley mosaica, además de proclamar la santidad trascendente del Señor, velaba también por el bien común del pueblo a Él consagrado. Ésta es la razón de sus preceptos sobre la pureza cultual y comunitaria. La lepra aquí aparece como símbolo del pecado y de sus consecuencias.
En efecto, cuando el hombre peca gravemente, se arruina para sí mismo y para Dios. Anda perdido, sin sentido y sin dirección, pues el pecado desorienta y extravía. El pecado es la mayor tragedia que puede sucederle a un cristiano. En unos pocos momentos de malicia ha negado a Dios y se ha negado también a sí mismo. Su vida honrada, su vocación, las promesas que un día hiciera él mismo o hicieron por él en el bautismo, las esperanzas que Dios había puesto en él, su pasado, su futuro, todo se ha venido abajo... Queda como un leproso, solo, fuera del campamento, sin participación en la vida de la Iglesia, de la que se ha excluido. Por eso dice San Juan Crisóstomo:
«El pecado no sólo es nocivo para el alma, sino también para el cuerpo, porque a causa de él el fuerte se hace débil, el sano enfermo, el ligero pesado, el hermoso deforme y viejo» (Homilía sobre 1 Corintios 99).
Pero toda esa ruina podrá ser restaurada, por la misericordia del Salvador, con el arrepentimiento y con el sacramento de la penitencia.
-Con el Salmo 31 proclamamos: «Tú, Señor, eres mi refugio; me rodeas de cantos de liberación. Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta su delito. Había pecado, lo reconocí, no te encubrí mi delito. Propuse: «confesaré al Señor mi culpa», y Tú perdonaste mi culpa y mi pecado».
El sacramento de la penitencia nos hace pasar de la muerte a la vida, de la enfermedad a la salud espiritual.
–2 Corintios 10,31–11,1: Seguid mi ejemplo, como yo sigo el de Cristo. En la ley nueva no basta la santidad legalista o cultual. La salvación evangélica es obra de la fe, que da siempre la primacía a la caridad interior y exterior (Gál 5,6). Es la santidad de un corazón nuevo. La ley fundamental de la convivencia entre cristianos es la caridad. En la medida en que nos amamos, encontramos los puntos de acuerdo y de fraternidad, sabiendo todos renunciar a cualquier cosa en favor de los hermanos. El criterio último de nuestra conducta es siempre imitar a Cristo, que en todo ha buscado la gloria del Padre y el bien de los hombres. La vida cristiana ha de ser en todas sus manifestaciones una fiel imitación de Cristo, abriéndose a la acción de su Espíritu. San Gregorio Magno afirma:
«Tanto los predicadores del Señor como los fieles deben estar en la Iglesia de tal manera que compadezcan al prójimo con caridad; pero sin separarse de la vía del Señor por una falsa compasión» (Homilía 37 sobre los Evangelios)
–Marcos 1,40-45: Le desapareció la lepra y quedó limpio. Jesús ha venido a perfeccionar la ley. Él no desprecia la fidelidad a los preceptos, pero supera el formalismo puritano con una caridad verdadera ante las necesidades de los hombres, sus hermanos. Cristo tiene compasión del leproso, no sólo por lo horrible de la enfermedad, sino también por el estado de muerte civil y religiosa que, según la ley, implicaba.
Nosotros podemos ver en el leproso del Evangelio no solo una imagen del pecador, sino también un símbolo de todos los marginados de la sociedad. A todos hemos de tender nuestra mano en una ayuda fraternal y verdadera. Pero hemos de tener siempre conciencia de que no seremos solidarios con los demás, sino en la medida en que seamos fieles al Padre. Nada frena tanto el buen desarrollo de la ciudad terrena como la pretensión del hombre de bastarse a sí mismo en su búsqueda personal y comunitaria de la felicidad. Siempre lleva a Dios el amor que procede de Él mismo. San Pedro Crisólogo elogia la fuerza transformadora de la verdadera caridad, aquella que participa de la fecundidad del amor divino:
«La fuerza del amor no mide las posibilidades, ignora las fronteras, no reflexiona, no conoce razones. El amor no se resigna ante la imposibilidad, no se intimida ante ninguna dificultad» (Sermón 147).