Domingo V de Pascua (Ciclo B): Homilías
/ 2 mayo, 2015 / Tiempo de PascuaLecturas (Domingo V de Pascua – Ciclo B)
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Hch 9, 26-31 : Les contó cómo había visto al Señor en el camino.
-Salmo: Sal 21 : R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
-2ª Lectura: 1 Jn 3, 18-24 : Este es su mandamiento: que creamos y que amemos.
+Evangelio: Jn 15, 1-8 : El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante.
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Cirilo de Alejandría
Comentario al evangelio de san Juan
El Señor, para convencernos de que es necesario que nos adhiramos a él por el amor, ponderó cuán grandes bienes se derivan de nuestra unión con él, comparándose a sí mismo con la vid y afirmando que los que están unidos a él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, al participar del Espíritu Santo, comparten su misma naturaleza (pues el Espíritu de Cristo nos une con él).
La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de inhabitación. Nosotros, en efecto, partimos de un buen deseo y nos adherimos a Cristo por la fe; así llegamos a participar de su propia naturaleza y alcanzamos la dignidad de hijos adoptivos, pues, como afirma san Pablo, el que se une al Señor es un espíritu con él.
De la misma forma que en un lugar de la Escritura se dice de Cristo que es cimiento y fundamento (pues nosotros, se afirma, estamos edificados sobre él y, como piedras vivas y espirituales, entramos en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, cosa que no sería posible si Cristo no fuera fundamento), así, de manera semejante, Cristo se llama a sí mismo vid, como si fuera la madre y nodriza de los sarmientos que proceden de él.
En él y por él hemos sido regenerados en el Espíritu para producir fruto de vida, no de aquella vida caduca y antigua, sino de la vida nueva que se funda en su amor. Y esta vida la conservaremos si perseveramos unidos a él y como injertados en su persona; si seguimos fielmente los mandamientos que nos dio y procuramos conservar los grandes bienes que nos confió, esforzándonos por no contristar, ni en lo más mínimo, al Espíritu que habita en nosotros, pues, por medio de él, Dios mismo tiene su morada en nuestro interior.
De qué modo nosotros estamos en Cristo y Cristo en nosotros nos lo pone en claro el evangelista Juan al decir: En esto conocemos que permanecemos en él, y él en nosotros: en que nos ha dado de su Espíritu.
Pues, así como la raíz hace llegar su misma manera de ser a los sarmientos, del mismo modo el Verbo unigénito de Dios Padre comunica a los santos una especie de parentesco consigo mismo y con el Padre, al darles parte en su propia naturaleza, y otorga su Espíritu a los que están unidos con él por la fe: así les comunica una santidad inmensa, los nutre en la piedad y los lleva al conocimiento de la verdad y a la práctica de la virtud.
Isaac de la Stella, monje cisterciense
Sermón 16
Sermón 16, primero para el 7º domingo de Pascua, § 5-8; SC 130
La parábola de la viña
Confieso que tengo todo el respeto por la explicación que ve en la parábola de la viña (Mateo 20,15) a la Iglesia universal, la viña de Cristo. Los sarmientos de los cristianos, el agricultor y padre de familia, el Padre celestial, el día sin ocaso o la vida del hombre, las horas, las edades del mundo o la persona humana, el lugar de la actividad humana misma.
Sin embargo, personalmente, me gusta considerar mi alma y también mi cuerpo, es decir, toda mi persona como una viña. No debo de abandonarla sino trabajarla, cultivarla para que no la ahoguen los brotes o raíces extraños, ni se vea agobiada por los propios brotes naturales. Tengo que podarla para que no se forme demasiada madera, cortarla para que dé más fruto. Sin falta tengo que rodearla de una valla para que no la pisoteen los viandantes y para que el jabalí no la devore. (cf Sal 79,14) Tengo que cultivarla con mucho cuidado para que el vino no degenere en algo extraño, incapaz de alegrar a Dios y a los hombres o incluso entristecerlos. Tengo que protegerla con mucha atención, para que el fruto que con tanto trabajo se cultiva no sea robado furtivamente por los que en secreto devoran a los pobres (Hab 3,14). De la misma manera que el primer hombre recibió en el paraíso, su viña, la orden de trabajarla y de guardarla, yo tengo que cultivar mi viña (Gn 2,15).
Juan Taulero, dominico en Estrasburgo
Sermón 7
«El que permanece en mí, y yo en él, ése da mucho fruto»
Cuando el hombre noble siente en él una inclinación a poseer a Dios o la gracia o sea lo que sea, debe pensar poco en el consuelo personal que esto le valdrá… Aquellos que entregan completamente a Dios sus dones corporales y espirituales, son los únicos que se hacen capaces y dignos de recibir, en todo tiempo, más gracias todavía… Hijos míos, existen estos hombres como el tronco de la vid. Exteriormente es negro, seco y de poco valor. Al que no lo conociera, le parecería que sólo sirve para ser echado al fuego y quemado. Pero por dentro, en el corazón de esta cepa, están escondidas las venas llenas de vida y una gran fuerza que produce la fruta más preciosa y más dulce de la viña y el árbol que jamás se hubiera referido.
Así existen estas personas, las más amables, las que tienen sus ojos fijos en Dios. Por fuera, en apariencia, son como la gente que se deteriora, se parecen al bosque negro y seco, porque son humildes y pequeños fuera. No son gente de grandes frases, de grandes obras y de grandes prácticas; no viven de apariencias y, según su propia opinión, no brillan en nada. ¡Pero el que ha conocido la vena plena de vida que está en su interior donde renuncian a lo que son por su naturaleza propia, donde Dios es su divisa y su apoyo, qué felicidad les proporcionará este conocimiento!
Francisco Javier
Carta
05 de noviembre de 1549, n° 90, 34-36
«Sin mí, no podéis hacer nada»
Que nadie alimente la ilusión de pensar que destacará en las cosas grandes, si no destaca en las cosas humildes. Creedme hay una especie de fervores, y, por mejor decirlo, tentaciones…Ciertamente para no renunciar a su voluntad haciendo lo que la obediencia les prescribe, desean hacer otras cosas más importantes, sin recordar que si no tienen virtud para las cosas pequeñas, menos tendrán para las grandes. En efecto cuando se lanzan a las cosas grandes y difíciles, con poco sacrificio y fuerza de ánimo, reconocen su atracción por la tentación, cuando se encuentran sin fuerzas…
No os escribo estas cosas para impediros el ánimo a cosas muy altas, señalándoos por grandes siervos de Dios, dejando memoria de vosotros para los que después de vuestros días vendrán; mas dígolas a este fin solamente para que en las cosas pequeñas os mostréis grandes, aprovechándoos mucho en el conocimiento de las tentaciones, en ver para cuánto sois, fortificándoos totalmente en Dios; y si en esto perseveráredes, no dudo sino que creceréis siempre en humildad y espíritu, y haréis mucho fruto en las almas, yendo quietos y seguros dondequiera que fuéredes.
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (2006)
14 de mayo de 2006
En este V domingo de Pascua, la liturgia nos presenta la página del evangelio de san Juan en la que Jesús, hablando a los discípulos durante la última Cena, los exhorta a permanecer unidos a él como los sarmientos a la vid. Se trata de una parábola realmente significativa, porque expresa con gran eficacia que la vida cristiana es misterio de comunión con Jesús: «El que permanece en mí y yo en él —dice el Señor—, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). El secreto de la fecundidad espiritual es la unión con Dios, unión que se realiza sobre todo en la Eucaristía, con razón llamada también «Comunión». Me complace subrayar este misterio de unidad y de amor en este período del año, en el que muchísimas comunidades parroquiales celebran la primera Comunión de los niños. A todos los niños que en estas semanas se encuentran por primera vez con Jesús Eucaristía quiero dirigirles un saludo especial, deseándoles que se conviertan en sarmientos de la Vid, que es Jesús, y crezcan como verdaderos discípulos suyos.
Un camino seguro para permanecer unidos a Cristo, como los sarmientos a la vid, es recurrir a la intercesión de María, a quien ayer, 13 de mayo, veneramos particularmente recordando las apariciones de Fátima, donde en 1917 se manifestó varias veces a tres niños, los pastorcitos Francisco, Jacinta y Lucía. El mensaje que les encomendó, en continuidad con el de Lourdes, era una fuerte exhortación a la oración y a la conversión, un mensaje de verdad profético, considerando que el siglo XX se vio sacudido por destrucciones inauditas, causadas por guerras y regímenes totalitarios, así como por amplias persecuciones contra la Iglesia.
Además, el 13 de mayo de 1981, hace 25 años, el siervo de Dios Juan Pablo II sintió que había sido salvado milagrosamente de la muerte por la intervención de «una mano materna», como él mismo dijo, y todo su pontificado estuvo marcado por lo que la Virgen había anunciado en Fátima. Aunque no faltaron preocupaciones y sufrimientos, y aunque existen motivos de preocupación por el futuro de la humanidad, consuela lo que la «blanca Señora» prometió a los pastorcitos: «Al final, mi Corazón inmaculado triunfará».
Con esta certeza, nos dirigimos ahora con confianza a María santísima, agradeciéndole su constante intercesión y pidiéndole que siga velando sobre el camino de la Iglesia y de la humanidad, especialmente sobre las familias, las madres y los niños.
Regina Caeli (2012)
6 de mayo de 2012
El Evangelio de hoy, quinto domingo del tiempo pascual, comienza con la imagen de la viña. «Jesús dijo a sus discípulos: “Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el labrador”» (Jn 15, 1). A menudo, en la Biblia, a Israel se le compara con la viña fecunda cuando es fiel a Dios; pero, si se aleja de él, se vuelve estéril, incapaz de producir el «vino que alegra el corazón del hombre», como canta el Salmo 104 (v. 15). La verdadera viña de Dios, la vid verdadera, es Jesús, quien con su sacrificio de amor nos da la salvación, nos abre el camino para ser parte de esta viña. Y como Cristo permanece en el amor de Dios Padre, así los discípulos, sabiamente podados por la palabra del Maestro (cf. Jn 15, 2-4), si están profundamente unidos a él, se convierten en sarmientos fecundos que producen una cosecha abundante. San Francisco de Sales escribe: «La rama unida y articulada al tronco da fruto no por su propia virtud, sino en virtud de la cepa: nosotros estamos unidos por la caridad a nuestro Redentor, como los miembros a la cabeza; por eso las buenas obras, tomando de él su valor, merecen la vida eterna» (Trattato dell’amore di Dio, XI, 6, Roma 2011, 601).
En el día de nuestro Bautismo, la Iglesia nos injerta como sarmientos en el Misterio pascual de Jesús, en su propia Persona. De esta raíz recibimos la preciosa savia para participar en la vida divina. Como discípulos, también nosotros, con la ayuda de los pastores de la Iglesia, crecemos en la viña del Señor unidos por su amor. «Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este “permanecer”, que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor» (Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 310). Es indispensable permanecer siempre unidos a Jesús, depender de él, porque sin él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). En una carta escrita a Juan el Profeta, que vivió en el desierto de Gaza en el siglo V, un creyente hace la siguiente pregunta: ¿Cómo es posible conjugar la libertad del hombre y el no poder hacer nada sin Dios? Y el monje responde: Si el hombre inclina su corazón hacia el bien y pide ayuda de Dios, recibe la fuerza necesaria para llevar a cabo su obra. Por eso la libertad humana y el poder de Dios van juntos. Esto es posible porque el bien viene del Señor, pero se realiza gracias a sus fieles (cf. Ep 763: SC 468, París 2002, 206). El verdadero «permanecer» en Cristo garantiza la eficacia de la oración, como dice el beato cisterciense Guerrico d’Igny: «Oh Señor Jesús…, sin ti no podemos hacer nada, porque tú eres el verdadero jardinero, creador, cultivador y custodio de tu jardín, que plantas con tu palabra, riegas con tu espíritu y haces crecer con tu fuerza» (Sermo ad excitandam devotionem in psalmodia: SC 202, 1973, 522).
Queridos amigos, cada uno de nosotros es como un sarmiento, que sólo vive si hace crecer cada día con la oración, con la participación en los sacramentos y con la caridad, su unión con el Señor. Y quien ama a Jesús, la vid verdadera, produce frutos de fe para una abundante cosecha espiritual. Supliquemos a la Madre de Dios que permanezcamos firmemente injertados en Jesús y que toda nuestra acción tenga en él su principio y su realización.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
«Permaneced en Mí»
Su misma vida
El misterio de Cristo y de su Resurrección es de una fecundidad inagotable. Los autores sagrados no encuentran palabras ni imágenes para expresarlo. No hemos de imaginar a Cristo fuera de nosotros. Gracias a su glorificación Él vive en nosotros y nosotros vivimos su misma vida. Por el Bautismo hemos sido injertados en Cristo y vivimos su misma vida, lo mismo que los sarmientos tienen la misma vida que reciben de la vid.
Por eso, el mandato de Cristo es muy sencillo: «Permaneced en mí». La vida cristiana, aunque parezca compleja, es en realidad muy simple: se trata de permanecer unidos a Cristo continuamente. En san Juan, permanecer en Cristo supone vivir en gracia, pero no sólo; implica además una relación personal y una intimidad amorosa con Él cada vez más consciente y más continua.
Esto es de una importancia enorme. Y san Juan lo subraya con una lógica y una coherencia implacables: «Lo mismo que el sarmiento separado de la vid se seca y no tiene vida ni da fruto, vosotros separados de mí no podéis hacer nada». Es preciso aprender esta lección de una vez por todas. Nuestro fruto no depende de las cualidades humanas, sino de la unión con Cristo. Dios desea que demos fruto abundante –y en ello es glorificado, y para eso nos poda, para que llevemos más fruto–, pero nuestra fecundidad, nuestro dar fruto en la vida personal, en la Iglesia y en el mundo, está en proporción a nuestra santidad, a nuestra unión con el Señor Resucitado. Sin ella no haremos nada, ni daremos fruto abundante ni duradero; y si los hay, serán frutos aparentes, que se evaporan como la niebla mañanera.
Congregación para el Clero
Las Lecturas que hemos escuchado hoy se complementan maravillosamente y nos colocan aún más en el “realismo” cristiano, en la nueva realidad inaugurada por la Encarnación, Muerte y Resurrección de Cristo.
«Yo soy la verdadera Vid» (Jn 15,1-8). Atribuyéndose a Sí mismo la imagen bíblica de la vid, el Señor Jesús recoge y hace propia la identidad de Israel –pueblo elegido por Dios de entre los otros pueblos- y describe la nueva relación entre Él y sus discípulos: como los sarmientos respecto a la vid, así los discípulos pertenecen a Cristo casi “biológicamente”, como recientemente ha dicho el Santo Padre Benedicto XVI (cfr. Santa Misa en el Olympiastadion de Berlín, 23-09-2011). Esta pertenencia expresa eficazmente nuestra “vital” dependencia del Señor y su conmovedora identificación con nosotros: la vid, en efecto, es toda una con cada uno de sus sarmientos y cada sarmiento la hace presente.
¿Por qué Cristo es la verdadera vid? ¿Y por qué nos ha hecho ser sus sarmientos? Porque el “fruto” que Dios esperaba del hombre, por culpa nuestra no estamos en condiciones de ofrecerlo y producimos solamente pequeñas “pasas” incomibles. El Hijo de Dios, pues, se ha hecho hombre para presentar al Padre el fruto tan esperado –el vino bueno del amor y de la obediencia- y así insertarnos en este amor verdadero.
A esta realidad, tan familiar para los cristianos, hoy deberíamos añadirle una nueva reflexión, partiendo de una segunda palabra del Señor. Para “llevar mucho fruto” y obtener “aquello que pedimos”, el Señor pone una condición: «Si permanecéis en Mí y mis palabras permanecen en vosotros…» (Jn 15,7). ¿Qué significa permanecer en el Señor? ¿Y en qué sentido sus “palabras” permanecen en nosotros?
A la primera pregunta, ha respondido san Juan en la segunda Lectura: «Quien cumple sus mandamientos permanece en Dios y Dios en él. En esto conocemos que Él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado» (1Jn 3,24). Podemos habitar en Dios, permanecer en Cristo, porque primero Él nos ha insertado en la relación Consigo. Este ligamen no depende de nosotros, sino que nos es dado. Nos ha sido dado de una vez para siempre en el Bautismo y se profundiza siempre más en la Eucaristía: «En esto conocemos que habita en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado». Siendo fuertes por la relación vital con Cristo, podemos cumplir los mandamientos, pero no como un precio que pueda merecer el amor, sino como el “fruto” que, siendo amados por Él, llegamos a ser capaces de ofrecer.
¿En qué sentido, pues, sus palabras deben “permanecer” en nosotros? Hay que excluir una lectura “intelectualista”: no sería suficiente que sus palabras permanecieran en nosotros, simplemente como una serie de conceptos aprendidos de memoria. Las “palabras” de Cristo no se pueden reducir a conceptos y mucho menos a simples palabras “escritas”, materialmente memorizables.
Las palabras de Cristo son mucho más: son realidad. Son lo que Él, Resucitado y Vivo, nos comunica cada día en la Iglesia, en esos encuentros, quizás inesperados, en los cuales Él mismo hace particularmente perceptible la verdad y la belleza de su Presencia; son los “hechos” por medio de los cuales nos llega y nos señala el camino a seguir. Estos “hechos”, estas “palabras” asumen así el rostro de cuantos se nos han hecho compañeros de camino y testigos predilectos de nuestra pertenencia a Cristo, habiendo sido llamados y profundamente amados por Él.
Para san Pablo, seguramente formaban parte de estas “palabras” el encuentro con Cristo Resucitado en el camino de Damasco; el tiempo transcurrido con Ananías y el don del Bautismo; la amistad con Bernabé, que, como hemos escuchado, llega a salirle personalmente de garantía, afrontando la desconfianza de toda la comunidad cristiana; en fin, el amor de la misma comunidad cristiana que, frente a los atentados de los judíos de lengua griega, se hacen cargo de su vida y lo ponen a salvo haciéndolo partir para Tarso.
En cada una de estas “palabras”, Cristo repite la palabra de su Amor por nosotros y nos hace fuertes con ese Amor. Pidamos a María Santísima, que recordaba “todas estas cosas”, meditándolas en su Corazón, el don de hacer “memoria”, con el fin de que cada palabra del Señor pueda modelarnos como Él quiere y, al final de los tiempos, nos presentemos al Padre «santos e inmaculados frente a Él en el amor» (Ef 1,4). Amén.
Raniero Cantalamessa
Homilía: Todo sarmiento que da fruto, lo poda
Domingo 14 de mayo de 2006
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto».
En su enseñanza Jesús parte con frecuencia de cosas familiares para cuantos le escuchan, cosas que estaban ante los ojos de todos. Esta vez nos habla con la imagen de la vid y los sarmientos.
Jesús expone dos casos. El primero, negativo: el sarmiento está seco, no da fruto, así que es cortado y desechado; el segundo, positivo: el sarmiento está aún vivo y sano, por lo que es podado. Ya este contraste nos dice que la poda no es un acto hostil hacia el sarmiento. El viñador espera todavía mucho de él, sabe que puede dar frutos, tiene confianza en él. Lo mismo ocurre en el plano espiritual. Cuando Dios interviene en nuestra vida con la cruz, no quiere decir que esté irritado con nosotros. Justamente lo contrario.
Pero ¿por qué el viñador poda el sarmiento y hace «llorar», como se suele decir, a la vid? Por un motivo muy sencillo: si no es podada, la fuerza de la vid se desperdicia, dará tal vez más racimos de lo debido, con la consecuencia de que no todos maduren y de que descienda la graduación del vino. Si permanece mucho tiempo sin ser podada, la vid hasta se asilvestra y produce sólo pámpanos y uva silvestre.
Lo mismo ocurre en nuestra vida. Vivir es elegir, y elegir es renunciar. La persona que en la vida quiere hacer demasiadas cosas, o cultiva una infinidad de intereses y de aficiones, se dispersa; no sobresaldrá en nada. Hay que tener el valor de hacer elecciones, de dejar aparte algunos intereses secundarios para concentrarse en otros primarios. ¡Podar!
Esto es aún más verdadero en la vida espiritual. La santidad se parece a la escultura. Leonardo da Vinci definió la escultura como «el arte de quitar». Las otras artes consisten en poner algo: color en el lienzo en la pintura, piedra sobre piedra en la arquitectura, nota tras nota en la música. Sólo la escultura consiste en quitar: quitar los pedazos de mármol que están de más para que surja la figura que se tiene en la mente. También la perfección cristiana se obtiene así, quitando, haciendo caer los pedazos inútiles, esto es, los deseos, ambiciones, proyectos y tendencias carnales que nos dispersan por todas partes y no nos dejan acabar nada.
Un día, Miguel Ángel, paseando por un jardín de Florencia, vio, en una esquina, un bloque de mármol que asomaba desde debajo de la tierra, medio cubierto de hierba y barro. Se paró en seco, como si hubiera visto a alguien, y dirigiéndose a los amigos que estaban con él exclamó: «En ese bloque de mármol está encerrado un ángel; debo sacarlo fuera». Y armado de cincel empezó a trabajar aquel bloque hasta que surgió la figura de un bello ángel.
También Dios nos mira y nos ve así: como bloques de piedra aún informes, y dice para sí: «Ahí dentro está escondida una criatura nueva y bella que espera salir a la luz; más aún, está escondida la imagen de mi propio Hijo Jesucristo [nosotros estamos destinados a «reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29. Ndt)]; ¡quiero sacarla fuera!». ¿Entonces qué hace? Toma el cincel, que es la cruz, y comienza a trabajarnos; toma las tijeras de podar y empieza a hacerlo. ¡No debemos pensar en quién sabe qué cruces terribles! Normalmente Él no añade nada a lo que la vida, por sí sola, presenta de sufrimiento, fatiga, tribulaciones; sólo hace que todas estas cosas sirvan para nuestra purificación. Nos ayuda a no desperdiciarlas.
Reflexión: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos»
La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 114-117
Meditar sobre estas palabras de Jesús sobre la vid y los sarmientos, significa percibir la relación que nos liga a él en su dimensión más profunda: Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. Es una relación aún más profunda que aquélla que existe entre el pastor y su grey que meditamos el domingo pasado. En el evangelio de hoy descubrimos dónde reside la «fuerza interior» de nuestra religión (cfr. 2 Tim. 3,5).
Pensemos en la realidad natural de donde está sacada la imagen. ¿Qué hay de más íntimamente unido entre sí que la vid y los sarmientos? El sarmiento es un acodo y una prolongación de la vid. De ella viene la savia que lo alimenta, la humedad del suelo y todo aquello que él transforma después en uva bajo los rayos estivales del sol; si no es alimentado por la vid, no puede producir nada, nada serio: ni un pámpano, ni un racimo de uva, nada de nada. Es la misma verdad que san Pablo inculca con la imagen del cuerpo y de los miembros: Cristo es la Cabeza de un cuerpo que es la Iglesia, de la cual cada cristiano es un miembro (cfr. Rom. 12,4 ssq; 1 Cor. 12,12 ssq). También el miembro, si está separado del cuerpo, no puede hacer nada.
¿Dónde reposa esta relación aplicada a nosotros los hombres? ¿No contrasta esto con nuestro sentido de autonomía y de libertad, es decir, con nuestro sentimiento de ser un todo y no una parte? Esto reposa sobre un acontecimiento bien preciso que el apóstol san Pablo, con una imagen también sacada de la agricultura, llama un acodo. En el Bautismo, nosotros, que éramos aceitunados de naturaleza salvaje hemos sido injertados en Cristo (cfr. Rom. 11,16); hemos llegado a ser sarmientos de la verdadera vid y ramos del olivo bueno. Todo esto por la fuerza del Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rom. 5,5). ¡Entre la vid y el sarmiento hay en común el Espíritu Santo!
¿Cuál es entonces nuestra misión de sarmientos? Juan -le hemos oído-tiene un verbo predilecto para expresarlo: «permanecer» (se entiende, unidos a la vida que es Cristo): Permanezcan en mí y yo en ustedes; Si no permanecen en mí …; Quien permanece en mí… Permanecer unidos a la vid y permanecer en Cristo Jesús significa ante todo no abandonar los empeños asumidos en el Bautismo, no ir al país lejano como el hijo pródigo sabiendo bien empero que uno puede separarse de Cristo de golpe, de un solo salto, dándose a una vida de pecado consciente y libre, pero también a pequeños pasos, casi sin darse cuenta, día tras día, infidelidad tras infidelidad, omisión tras omisión, compromiso tras compromiso, dejando primero la comunión, después la misas, después la oración y al final todo.
Permanecer en Cristo significa también algo positivo y es permanecer en su amor (Jn. 15,9). En el amor, se entiende que él tiene por nosotros más que en el amor que nosotros tenemos por él. Significa por tanto permitirle que nos ame, que nos haga pasar su «savia» que es su Espíritu evitando poner entre él y nosotros la barrera insuperable de la autosuficiencia, de la indiferencia y del pecado.
Jesús insiste en la urgencia de permanecer en él haciéndonos ver las consecuencias fatales del separarse de él. El sarmiento que no permanece unido se seca, no lleva fruto, es cortado y arrojado al fuego. No sirve para nada porque la madera de la vid – a diferencia de otras maderas que cortadas sirven para tantos fines- es una madera inútil para cualquier otro fin que no sea el de producir uva (cfr. Ez. 15,1 ssq). Uno puede tener una vida pujante externamente estar lleno de ideas y de salud, producir energía, negocios, hijos, y ser a los ojos de Dios, madera seca para ser echada al fuego apenas termina la estación de la vendimia.
Permanecer en Cristo entonces significa permanecer en su amor, en su ley; a veces significa permanecer en la cruz, «perseverar conmigo en la prueba» (cfr. Lc. 22,28). Pero no sólo permanecer , quedando en el estadio infantil del Bautismo, cuando el sarmiento apenas ha despuntado y se ha injertado; sino más bien crecer hacia la Cabeza (cfr. Ef. 4,15), llegar a ser adulto en la fe, es decir, llevar frutos de buenas obras.
Para un tal crecimiento hay que ser podado y dejarse podar: Todo sarmiento que lleva fruto (mi Padre) lo poda para que lleve más fruto (Jn. 15,2). ¿Qué significa que lo poda? Significa que corta los brotes superfluos y parasitarios (los deseos y apegos desordenados) para que concentre toda su energía en una sola dirección y así realmente crezca. El campesino es muy atento cuando la vid se carga de uva para descubrir y cortar las ramas secas o superfluas para que no comprometan la maduración de todo el resto. Es una gracia grande saber reconocer , en el tiempo de la poda, la mano del Padre y no maldecir ni reaccionar desordenadamente cuando como víctimas perseguidas por no se sabe qué mala suerte.
Ustedes ya están limpios para la palabra que les he anunciado , decía Jesús a sus discípulos (Jn. 15,3). El Evangelio que es la palabra de Cristo Jesus es por tanto como una poda y representa la ascesis fundamental del cristianismo. Ataca la codicia (mamona con sus satélites, la carne y sus concupiscencias), todo lo que, en una palabra, nos disipa en tantos vanos proyectos y deseos terrenos. Fortifica, en cambio, las energías sanas y espirituales; nos concentra sobre verdaderos valores poniendo en crisis los falsos. La palabra de Dios se revela verdaderamente como una espada afilada y de doble hoja, en las manos del que la lleva (Apc. 1,16).
Bajo esta luz debemos esforzarnos por no ver sólo nuestros sufrimientos individuales -los lutos, las enfermedades, las angustias que golpean a cada uno de nosotros o a nuestra familia-sino también el gran sufrimiento universal que atenaza a nuestra sociedad y al mundo entero incluso a aquel mas misterioso de todos que golpea a los inocentes. Desde hace algunos años nos debatimos en una crisis que revela nuestra impotencia para poner paz y orden en nuestra convivencia civil, para encontrar un acuerdo y para poner fin al odio y a la violencia. Es también esta una poda necesaria del orgullo y de la presunción humana. Tal vez el Señor está buscando, de todas las maneras posibles, hacernos entender que sin él no podemos hacer nada (Jn. 15,5).
Es una lección, ésta, que una sociedad trata fácilmente de olvidar apenas logra estar por algún año sin guerras y sin grandes tragedias. El espíritu de Babel -es decir, de la presunción de construir por nosotros mismos la casa- está siempre al acecho. Oímos a tantos jefes nuestros hacer programas muy ambiciosos, terminar cada discurso prometiendo paz, justicia y libertad. Pero todo esto como si dependiera exclusivamente de ellos o a lo sumo de la buena voluntad de todos. Como si no fuera necesario por nada hacer referencia al evangelio y a Dios por ser capaces de mantener ciertos valores, comprendido el más elemental de todos que es el respeto a la vida. Como si el odio pudiera ser vencido si no por el amor; como si la venida de Cristo a la tierra hubiera sido un lujo y un sobrante y no en cambio una necesidad absoluta de salvación para todos. Todo esto es una tremenda ilusión que Dios debe quitarnos, de otra manera volveremos a ser paganos como antes de Cristo. Y para quitárnosla Dios no necesita enviarnos duros castigos; le basta dejarnos un poco manejarnos solos y después hacernos observar, entre las ruinas y el llanto, lo que hemos sido capaces de hacer: si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles (Sal. 127,1).
La palabra de Cristo sobre la vid y los sarmientos adquiere un significado nuevo ahora que pasamos a la parte eucarística y sacrificial de nuestra misa. Estamos por consagrar el vino exprimido de aquella «verdadera vid» en el lagar de la pasión. Nosotros consagramos el «fruto de la vid», pero consagramos también el fruto «de nuestro trabajo», es decir, del sarmiento. Dios nos restituye como bebida de salvación lo que le hemos ofrecido bajo el símbolo del vino.
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo III
Antífonas y Oraciones
Entrada: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas; revela a las naciones su justicia. Aleluya» (Sal 97,1-2).
Colecta (compuesta con textos del Gelasiano, Gregoriano y Sacramentario de Bérgamo): «Señor, Tú que te has dignado redimirnos y has querido hacernos hijos tuyos; míranos siempre con amor de Padre y haz que cuantos creemos en Cristo tu Hijo, alcancemos la libertad verdadera y la herencia eterna».
Ofertorio: «¡Oh Dios!, que por el admirable trueque de este sacrificio nos haces partícipes de tu divinidad; concédenos que nuestra vida sea manifestación y testimonio de esta verdad que conocemos».
Comunión: «Yo soy la vid verdadera; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante. Aleluya» (Jn 15,1.5).
Postcomunión (del Misal anterior , retocada con textos del Veronense, Gelasiano y Gregoriano): «Ven Señor en ayuda de tu pueblo y, ya que nos has iniciado en los misterios de tu Reino, haz que abandonemos nuestra antigua vida de pecado y vivamos, ya desde ahora, la novedad de la vida eterna».
Liturgia de la Palabra
El cristianismo no es un club de entusiastas admiradores de Cristo, ni un gremio de selectos, asociados y mentalizados por una filosofía dimanante del Evangelio. La Iglesia es fundamentalmente el misterio de nuestra incorporación personal y comunitaria a la Persona viviente de Cristo Jesús. Incorporación interior y profunda, mediante la vida de fe, de gracia y de caridad. Y también incorporación garantizada externamente, mediante nuestra permanencia visible a la propia Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Lo que Cristo instituyó para prolongar su obra de salvación hasta el fin de los tiempos.
–Hechos 9,26-31: Les contó cómo había visto al Señor en el camino. Pablo fue predestinado y elegido por Dios para realizar la obra de Cristo. Y fue plenamente de Cristo, cuando quedó aceptado e incorporado a su Iglesia jerárquica y visible, como garantía de comunión con los demás cristianos. Comenta San Juan Crisóstomo:
«Los discípulos temían que los judíos hicieran de Pablo un mártir, como habían hecho con Esteban. A pesar de este temor le envían a predicar el Evangelio a su propia patria, donde estará más seguro. Veis en esta conducta de los Apóstoles que Dios no lo hace todo inmediatamente con su gracia y que con frecuencia deja actuar a sus discípulos siguiendo la regla de la prudencia» (Homilía sobre los Hechos, 21).
Con el Salmo 21 decimos: «El Señor es mi alabanza en la gran asamblea. Cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse. Alabarán al Señor los que lo buscan; viva su Corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor, se postrarán las familias de los pueblos. Ante Él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para Él, mi descendencia le servirá, hablarán del Señor a la generación futura…»
–1 Juan 3,18-24: Éste es su mandamiento: que creamos y que nos amemos. La garantía más profunda de nuestra sinceridad cristiana está siempre en la autenticidad de nuestra fe, verificada en el amor, como comunión de vida con el Corazón de Cristo, Amor avalado del Padre (Jn 3, 14). San Beda dice:
«Ni podemos amarnos unos a otros con rectitud sin la fe en Cristo, ni podemos creer de verdad en el nombre de Jesucristo sin amor fraterno… Que Dios sea tu casa y que tú seas la casa de Dios; habita en Dios y que Dios habite en ti. Dios habita en ti para apoyarte: tú habitas en Dios para no caer. Observa los mandamientos, guarda la caridad» (Comentario a la 1 Jn).
–Juan 15,1-8: El que permanece en Mí y yo en él, ése da fruto. La Iglesia no es sino la realización del misterio del Cristo total. Él, Cabeza; nosotros, sus miembros. Él, la Vid; nosotros, los sarmientos injertados en la cepa por la fe y la gracia que santifica. Comenta San Cirilo de Alejandría:
«El Señor, para convencernos que es necesario que nos adhiramos a Él por el amor, ponderó cuan grandes bienes se derivan de nuestra unión con Él, comparándose a Sí mismo con la vid y afirmando que los que están unidos a Él e injertados en su persona, vienen a ser como sus sarmientos y, que, al participar del Espíritu de Cristo, éste nos une con Él. La adhesión de quienes se vinculan a la vid consiste en una adhesión de voluntad y de deseo; en cambio, la unión de la vid con nosotros es una unión de amor y de inhabitación» (Comentario al Evangelio de San Juan 10,2).
Joseph Ratzinger (Benedicto XVI): Jesús de Nazaret
Tomo I, cap. VIII, 2: La vid y el vino (in fine)
La parábola de la viña en los sermones de despedida de Jesús continúa toda la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la vid, dándole una mayor profundidad. «Yo soy la verdadera la vid» (Jn 15,1), dice el Señor. En estas palabras resulta importante sobre todo el adjetivo «verdadera». Con mucho acierto dice Charles K. Barrett: «Fragmentos de significado a los que se alude veladamente mediante otras vides, aparecen aquí recogidos y explicitados a través de Él. Él es la verdadera vid» (p. 461). Pero el elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el «Yo soy»: el Hijo mismo se identifica con la vid, Él mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, se retoma aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. El mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid.
Esta vid ya nunca podrá ser arrancada, no podrá ser abandonada al pillaje: pertenece definitivamente a Dios, a través del Hijo Dios mismo vive en ella. La promesa se ha hecho irrevocable, la unidad indestructible. Éste es el nuevo y gran paso histórico de Dios, que constituye el significado más profundo de la parábola: encarnación, muerte y resurrección se manifiestan en toda su magnitud. «Cristo Jesús, el Hijo de Dios… no fue primero «sí» y luego «no»; en Él todo se ha convertido en un «sí»; en Él todas las promesas de Dios han recibido un «sí»» (2 Co 1, 19s): así es como lo expresa san Pablo.
El hecho es que la vid, mediante Cristo, es el Hijo mismo, es una realidad nueva, aunque, una vez más, ya se encontraba preparada en la tradición bíblica. El Salmo 80, 18 había relacionado estrechamente al «Hijo del hombre» con la vid. Pero, puesto que ahora el Hijo se ha convertido Él mismo en la vid, esto comporta que precisamente de este modo sigue siendo una cosa sola con los suyos, con todos los hijos de Dios dispersos, que El ha venido a reunir (cf. Jn 11, 52). La vid como atributo cristológico contiene también en sí misma toda una eclesiología. Significa la unión indisoluble de Jesús con los suyos que, por medio de El y con Él, se convierten todos en «vid», y que su vocación es «permanecer» en la vid. Juan no conoce la imagen de Pablo del «cuerpo de Cristo». Sin embargo, la imagen de la vid expresa objetivamente lo mismo: la imposibilidad de separar a Jesús de los suyos, su ser uno con Él y en Él. Así, las palabras sobre la vid muestran el carácter irrevocable del don concedido por Dios, que nunca será retirado. En la encarnación Dios se ha comprometido a sí mismo; pero al mismo tiempo estas palabras nos hablan de la exigencia de este don, que siempre se dirige de nuevo a nosotros reclamando nuestra respuesta.
Como hemos dicho antes, la vid ya no puede ser arrancada, ya no puede ser abandonada al pillaje. Pero en cambio hay que purificarla constantemente. Purificación, fruto, permanencia, mandamiento, amor, unidad: éstas son las grandes palabras clave de este drama del ser en y con el Hijo en la vid, un drama que el Señor con sus palabras nos pone ante nuestra alma. Purificación: la Iglesia y el individuo siempre necesitan purificarse. Los actos de purificación, tan dolorosos como necesarios, aparecen a lo largo de toda la historia, a lo largo de toda la vida de los hombres que se han entregado a Cristo. En estas purificaciones está siempre presente el misterio de la muerte y la resurrección. Hay que recortar la autoexaltación del hombre y de las instituciones; todo lo que se ha vuelto demasiado grande debe volver de nuevo a la sencillez y a la pobreza del Señor mismo. Solamente a través de tales actos de mortificación la fecundidad permanece y se renueva.
La purificación tiende al fruto, nos dice el Señor. ¿Cuál es el fruto que Él espera? Veamos en primer lugar el fruto que Él mismo ha producido con su muerte y resurrección. Isaías y toda la tradición profética habían dicho que Dios esperaba uvas de su viña y, con ello, un buen vino: una imagen para indicar la justicia, la rectitud, que se alcanza viviendo en la palabra de Dios, en la voluntad de Dios; la misma tradición habla de que Dios, en lugar de eso, no encuentra más que agracejos inútiles y para tirar: una imagen de la vida alejada de la justicia de Dios y que tiende a la injusticia, la corrupción y la violencia. La vid debe dar uva de calidad de la que se pueda obtener, una vez recogida, prensada y fermentada, un vino de calidad.
Recordemos que la imagen de la vid aparece también en el contexto de la Última Cena. Tras la multiplicación de los panes Jesús había hablado del verdadero pan del cielo que Él iba a dar, ofreciendo así una interpretación anticipada y profunda del Pan eucarístico. Resulta difícil imaginar que con las palabras sobre la vid no aluda tácitamente al nuevo vino selecto, al que ya se había referido en Caná y que Él ahora nos regala: el vino que vendría de su pasión, de su amor «hasta el extremo» (/« 13, 1). En este sentido, también la imagen de la vid tiene un trasfondo eucarístico; hace alusión al fruto que Jesús trae: su amor que se entrega en la cruz, que es el vino nuevo y selecto reservado para el banquete nupcial de Dios con los hombres. Aunque sin citarla expresamente, la Eucaristía resulta así comprensible en toda su grandeza y profundidad. Nos señala el fruto que nosotros, como sarmientos, podemos y debemos producir con Cristo y gracias a Cristo: el fruto que el Señor espera de nosotros es el amor —el amor que acepta con Él el misterio de la cruz y se convierte en participación de la entrega que hace de sí mismo— y también la verdadera justicia que prepara al mundo en vista del Reino de Dios.
Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones de Dios podemos producir un fruto que desemboque en el misterio eucarístico, llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios para la historia. Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el amor que ha pasado por la cruz, por las purificaciones de Dios. También el «permanecer» es parte de ello. En Juan 15,1-10 aparece diez veces el verbo griego ménein (permanecer). Lo que los Padres llaman perseverantia —el perseverar pacientemente en la comunión con el Señor a través de todas las vicisitudes de la vida— aquí se destaca en primer plano. Resulta fácil un primer entusiasmo, pero después viene la constancia también en los caminos monótonos del desierto que se han de atravesar a lo largo de la vida, la paciencia de proseguir siempre igual aun cuando disminuye el romanticismo de la primera hora y sólo queda el «sí» profundo y puro de la fe. Así es como se obtiene precisamente un buen vino. Agustín vivió profundamente la fatiga de esta paciencia después de la luz radiante del comienzo, después del momento de la conversión, y precisamente de este modo conoció el amor por el Señor y la inmensa alegría de haberlo encontrado.
Si el fruto que debemos producir es el amor, una condición previa es precisamente este «permanecer», que tiene que ver profundamente con esa fe que no se aparta del Señor. En el versículo 7 se habla de la oración como un factor esencial de este permanecer: a quien ora se le promete que será escuchado. Rezar en nombre de Jesús no es pedir cualquier cosa, sino el don fundamental que, en sus sermones de despedida, Él denomina como «la alegría», mientras que Lucas lo llama Espíritu Santo (cf. Lc 11, 13), lo que en el fondo significa lo mismo. Las palabras sobre el permanecer en el amor remiten al último versículo de la oración sacerdotal de Jesús (cf. Jn 17, 26), vinculando así también el relato de la vid al gran tema de la unidad, que allí el Señor presenta como una súplica al Padre.
Romano Guardini: Meditaciones Teológicas
Ed. Castilla, Madrid 1965, Pág. 506 – 514
Los primeros Evangelios, los de Mateo, Marcos y Lucas, por lo regular, cuentan de la vida de Jesús lo que sucede de modo inmediato, y las palabras van ligadas a lo sucedido. Han dejado pasar muchas cosas que también dijo Jesús, pero que no quedaban ante los puntos de vista que orientaban sus relatos. El Evangelio de Juan, por el contrario, habla a partir de un largo intervalo tras la ausencia de Jesús: unos sesenta años después. Durante este tiempo, Juan ha ido en seguimiento de la vida y la doctrina del Maestro, predicando y meditando, y ha hecho visibles unas profundidades que todavía no estaban de manifiesto en los primeros Evangelios. Por eso cuenta sobre muchas cosas que aquéllos callan: entre esas cosas están los llamados sermones de despedida (caps. 13 al 16), en los cuales se hace palabra algo muy hondo y muy íntimo de la conciencia de Jesús.
En el capítulo decimoquinto se dice: » Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que se queda en mí, igual que yo en él, da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada. El que no se queda en mí, es tirado fuera como el sarmiento, y se seca: luego los, reúnen y los echan al fuego, y arden. Si os quedáis en mí y mi palabra se queda en vosotros, pediréis lo que queráis y lo tendréis » (5-7).
La comparación es muy bella y preguntamos su significado. Quiere presentar ante la conciencia la relación establecida entre Cristo y sus discípulos. Si ellos quieren llegar a ser y realizar aquello para lo cual El les ha elegido y enviado, deben permanecer en estrecha unión con El. Ahora bien, sería fácil ver esa unión como si se tratara de que ellos conservaran sus palabras en la memoria y se sumergieran cada vez más en ellas: que se atuvieran a sus indicaciones y penetraran en su sentido: que El estuviera en ellos como guía de su vida espiritual. Cierto que eso estaría bien, pero ¿se trata solamente de eso? Ya el apremio con que nos habla la comparación hace suponer que se trata de algo más hondo. Palabras como » El que se queda en mí, y yo en él «, dicen más de lo que habría dicho antaño un Sócrates a sus discípulos. ¿Qué es ese Más?
En la Primera Epístola de san Juan leemos frases como éstas: » Si decimos que no tenemos pecado » -se alude a los gnósticos de la época, que enseñaban que, tan pronto como su esfuerzo superaba un determinado nivel, estaban más allá del bien y del mal-, » nos engañamos y no hay verdad en nosotros » (1, 8). ¿Qué quiere decir eso de que no hay verdad en nosotros? ¿Entenderíamos correctamente su sentido si, a nuestro modo racionalista, dijéramos que eso significa que cuando lo afirmáramos, no entenderíamos de qué se trata, y tendríamos una concepción falsa? Juan quiere decir más. Dice: » Entonces no hay verdad en nos otros «
O bien, oigamos la siguiente frase, también de la Primera Epístola de San Juan: » Si alguno tiene con qué vivir en el mundo, y ve a su hermano que tiene necesidad, y le cierra sus entrañas, ¿cómo permanece en él el amor de Dios? » (3, 17). Otra vez el mismo tono. Nosotros diríamos: El que no tiene amor, no sabe lo que es amor. Pero esto no le bastaría a Juan: él dice: » En él no permanece el amor «. Antes había sido: » No hay verdad en nosotros «; ahora: » El amor no permanece en él «. El racionalista ve en esas frases un platonismo que cosifica conceptos: a éste, Juan le replicaría: No tienes experiencia. Lo que a mí me importa no es sólo que uno tenga o no tenga comprensión y amor de modo intencional y psicológico, sino que estén o no estén en él la verdad y el amor. La verdad y el amor no son sólo pensamientos y disposiciones de ánimo, sino potencias vivas, que, procediendo de Dios, habitan y actúan en el hombre creyente.
Esto ya nos acerca más a penetrar el sentido de la comparación. En la Epístola a los Filipenses dice Pablo: » Estoy poseído por Cristo Jesús » y » En El soy hallado » (3, 12, 9). Otra vez es la profundidad del tono lo que nos pone en guardia. Nos inclinamos a entender las palabras de modo psicologista o intelectualista; a pensar que el Apóstol quiere decir: «He recibido una fuerte impresión de Cristo: me he puesto a su servicio: El me ha atraído espiritualmente hacia sí; su palabra y su imagen determinan mi vida interior; etc.» Pero eso sería poco, demasiado poco.
Si leemos esas frases, debemos pensar lo que cuentan los Hechos de los Apóstoles sobre el viaje de Pablo de Jerusalén a Damasco; cómo por el camino se le aparece Cristo glorificado, y su palabra hace caer por el suelo al perseguidor de la joven comunidad; cómo éste queda ciego del golpe, y durante tres días permanece sentado, mudo, sin comer ni beber, y luego se levanta y es otro hombre (9, 3 s.). Leídas a partir de ahí, aquellas palabras adquieren una pujanza de realidad completamente diversa.
Estos textos -y se podrían citar otros muchos- nos llevan más cerca del sentido de la comparación de la vid; del mismo modo que, en general, ningún pasaje de la Sagrada Escritura puede explicarse partiendo de él solamente, sino que hay que verlo tal como brota del conjunto en que está. Si comparamos lo que dicen los textos del Nuevo Testamento con la realidad de que dan noticia, con la abundancia de lo que dijo Jesús en los años de su actuación -para no hablar de su propio ser y actuar y su destino divino- humano-, nunca pasan de ser sino relámpagos surgidos de un inconmensurable mundo que queda más atrás. Un pequeño ejemplo solamente: Lucas cuenta en su quinto capítulo cómo Jesús se hace apartar un poco de la orilla y » desde la barca, sentado, enseñaba a la gente » (5, 3), pero el relato no dice ni palabra de lo que El enseñó allí. Tras las palabras de la Escritura queda algo inaudito: de ello surge una vez tal palabra, otra vez tal gesto, pero siempre es algo inconmensurablemente menos de lo que era en verdad.
Así, cuando Juan dice: » alguien guarda su palabra «, esto es, hace lo que ha mandado Cristo, » en él se cumple de veras el amor de Dios » (2, 5), no quiere decir solamente que pensamos en El, que nos sentimos ligados a El, sino precisamente » que estamos en El «, y eso es más: mejor dicho, es otra cosa. Cuando Juan dice: » nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros » (4, 12), eso no significa sólo una fidelidad duradera, o un influjo psicológico constante, sino una realidad.
Esto nos habla no solamente en Juan, sino también en Pablo. En la Segunda Epístola a los Corintios se dice: » Si uno está en Cristo, es nueva creación » (5, 17). Eso quiere decir: allí está en actuación el Espíritu de Dios; lo que ocurre no es sólo pensar y aprender y adoptar una disposición de ánimo, sino que es llegar a ser algo real. En la Epístola a los Gálatas está la poderosa frase: » Y no vivo yo, sino que vive Cristo en mí » (2, 20). Aquí se expresa plenamente este poder, esta realidad creadora.
También en Pablo encontramos algo que corresponde a la misma comparación de la vid, precisamente en su doctrina del «Cuerpo místico de Cristo». Sobre eso se dirá en seguida algo más.
Así, pues, aquí se alude a una relación entre Cristo y el que cree en El, lo que no significa sólo que el creyente piense en Cristo, que se deje guiar por su imagen, que le obedezca o algo parecido: significa realidad. Y ahora recordamos que Jesús fundó la Eucaristía en aquel atardecer y que en Cafarnaúm había dicho sobre su sentido cosas como éstas: » Yo soy el pan vivo, bajado del cielo: el que coma de este pan, vivirá eternamente. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo… El que come mi carne y bebe mi sangre, se queda en mí y yo en él » (Jn., 6, 51 y 56).
Así se indica que, en la última noche, Cristo se dio a los suyos de un modo que supera en mucho a todo lo que haga el simple maestro, o educador, o guía. En la forma de un misterio, de una acción misteriosa, se ha dado El mismo y lo volverá a hacer siempre. Al celebrarse la Eucaristía, se entrega al creyente, bajo la forma misteriosa de la Cena, de tal modo que en adelante vive en éste, y que éste puede realizar su propia vida a partir del misterio interior establecido de ese modo.
Pero ¿cómo hemos de representárnoslo?
Si consideramos al hombre en su conjunto, vemos que está construido de fuera a dentro: a no ser que se debiera decir, más correctamente: de dentro a fuera. Pero ese «dentro» no ahonda entrando en muchos peldaños. (Claro que el concepto de los peldaños, de la gradación, es sólo una imagen. En realidad, no se trata de «más alto» o «más hondo» en el mismo dominio, sino, en todo caso, de otra índole de vida y de ordenación. Sin embargo, la imagen es útil, de modo que la seguiremos usando). Existe la interioridad orgánica, que resulta del crecimiento del cuerpo. Existe la interioridad psicológica, en que actúan los sentimientos. Existe la espiritual, en que actúan los pensamientos, mejor dicho, en que se percibe la verdad. Existe la interioridad de la persona, en que se realizan las decisiones morales.
Pues bien, san Pablo dice: Existe un dominio interior aún más hondo, el espiritual o «pneumático». Es aquel en que vive Cristo en el creyente. Ese dominio no existe por sí mismo, como un estrato situado en la naturaleza del hombre, sino que lo crea Cristo en el misterio del nuevo nacimiento, con el bautismo y la fe. Entonces entra El mismo en el hombre: penetra en él más hondamente que todo aquello de que hablan la psicología y la ciencia de la cultura. Si desaparecen la fe y la fidelidad, entonces desaparece esa interioridad, y aparece el hombre que ha perdido un dominio vital y ya no comprende nada del mensaje de Cristo.
En esa interioridad vive aquello que dice la comparación de la vid y de que habla el mensaje de la Eucaristía: Cristo en el hombre.
Pero ¿cómo puede estar Cristo en mí? Por lo pronto: Yo sé que Dios está en mí, pues es omnipresente y me penetra igual que lo penetra todo. Más aún: Me ha creado -«ha creado», visto, desde nuestro punto de vista: en realidad debería decirse, su voluntad creadora me mantiene constantemente en el ser: su mano me conserva fuera de la nada. Si pudiera llegar yo al borde de mi ser, tocaría su mano. Algo más, también: Me mantiene en el ser personal, como el «yo» que soy, al hablarme con su «tú» que me llama y me crea. Y todavía algo más: La revelación me dice que me ama, que se dirige a mí en gracia, y que me hace hijo suyo.
Cierto, así es: aunque es misterio, es algo familiar al corazón. Así que Dios está en mí: pero ¿y Cristo, el hecho hombre? ¿Cómo puede estar El en mí? Porque es el Resucitado, el espiritualizado, aquel de quien dice Pablo: » El Señor «, esto es, Cristo, » es el Espíritu «, el Pneuma (2 Cor., 3, 17). Con el bautismo y la fe, nace El dentro de mí y yo dentro de El. ¿Qué más hay que decir? El lo había prometido: sus Apóstoles lo experimentaron y lo garantizan. Es misterio, y no hay pensamiento que resuelva el misterio. Pero nosotros nos familiarizamos con él; podemos respirar en él y vivir hacia el día en que lo entenderemos, y sólo en él empezaremos a comprender realmente quiénes somos. «Amados , ahora somos hijos de Dios, y todavía no se ha manifestado qué seremos. Sabemos que cuando El se manifieste, seremos semejantes a El, por que le veremos según es «, dice Juan en su Primera Epístola (3, 2).
Sin embargo, la comparación expresa algo más. Alude a que esa interioridad no se abre solamente en algún individuo especialmente destacado, sino en este, en aquel, en el otro. A través de todos pasa esa profundidad divina en que está Cristo, y vive, y rige. De ella surge la vida de los creyentes, uno por uno, tal como los sarmientos del conjunto de la vid. San Pablo tendrá para ello otra comparación que le ofrece la doctrina social de la Antigüedad: La vida de Cristo, que se extiende a través de los muchos creyentes, en lo más íntimo de su ser, realizado por Dios, forma con ellos una misteriosa unidad semejante a la de un cuerpo en que hay muchos miembros, pero los miembros son los individuos.
Esta unidad de la sagrada vid, del Cuerpo místico de Cristo, es la Iglesia. En lo hondo de su interioridad domina Cristo. De ella surge y crece cada creyente, igual que los sarmientos surgen de la vid, y el miembro, del cuerpo.
Es necesario que recordemos a menudo los hondos pensamientos de la Revelación. Nos dan la conciencia propia cristiana, que dice: Yo, ciertamente, soy una pobre criatura, que en todo falla y fracasa, pero en mí está el misterio de la vida divina.
Necesitamos ese punto de apoyo interior. Hoy se habla de Dios y de sus misterios de una manera tan impía, que un profeta clamaría para que cayera un rayo: y no podemos hacer otra cosa sino considerar lo que dijo el Señor en la hora de su muerte: » No saben lo que hacen » (Lc., 23, 24). Negación tras negación, blasfemia tras blasfemia, destrucción tras destrucción: ocurre todo lo que cabe imaginar para que se derrumbe en el hombre esa interioridad de que hablábamos. No es posible prever qué será de él, si esto sigue así. La psicología dice que, en cuanto una exigencia esencial de la vida no encuentra satisfacción, el hombre se pone enfermo: ¿qué enfermedad aparecerá si se destruye en el hombre la interioridad de Cristo?
Tanto más profundamente deben identificarse los creyentes con el misterio que se les ha concedido. Pero para eso no basta un Padrenuestro al día, y que el domingo vayamos a la iglesia, mientras que por lo demás vivamos como los que no creen. Debemos permanecer conscientes de esa hondura que hay en nosotros. Un corazón cuya interioridad no se resguarda en amor, se echa a perder: no echemos a perder lo que vive en nuestra hondura más íntima.