Domingo V Tiempo de Cuaresma (Ciclo B) – Homilías
/ 17 marzo, 2015 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jer 31, 31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré los pecados
Sal 50, 3-4. 12-13. 14-15: Oh, Dios, crea en mí un corazón puro
Heb 5, 7-9: Aprendió a obedecer; y se convirtió en autor de salvación eterna
Jn 12, 20-33: Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (01-04-1979): Queremos ver a Jesús
domingo 1 de abril de 1979«Señor, queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21).
1. Así dijo a Felipe, que era de Betsaida, la gente que había llegado a Jerusalén de diversas partes. Cuando aquí, en este lugar, en los límites de la gran Roma, donde hasta hace algún tiempo todo era solamente campo, llegó la gente de varias partes de Italia, parecía que dijesen lo mismo: ¡Queremos ver a Cristo en medio de nosotros! Queremos que El habite con nosotros; que aquí se levante su casa. Nos conocemos poco entre nosotros. Querernos que El nos haga conocernos mutuamente, que nos haga acercarnos recíprocamente, para que ya no seamos extraños, sino que lleguemos a ser una comunidad...
Así habló la gente que había llegado aquí de diversas partes de Italia. Así habéis hablado vosotros, queridos feligreses de esta parroquia joven de San Buenaventura de Bagnoregio. Y éstas, o parecidas, palabras son todavía actuales: se escuchan incluso ahora.
Vuestra parroquia es muy joven. Nació aquí por vuestra fe, sobre este terreno hace poco todavía baldío.
Y nació por vuestra firme voluntad de hacer habitar a Jesús en medio de vosotros.
Y nació por la iniciativa que manifestasteis ante las autoridades eclesiásticas, e incluso ante las civiles. Gracias a ello surgió esta iglesia que sirve ya a vuestra comunidad cristiana. Y funcionan otros medios útiles para la vida parroquial.
Sé bien que ya se ha realizado mucho trabajo con método y abnegación, a pesar de las muchas dificultades encontradas, y que deseáis continuar la hermosa obra desarrollándola según las líneas de un aumento progresivo que se amplíe cada día más para llegar a todas las necesidades de esta familia parroquial. El Papa os acompaña con su benevolencia y con su deseo paterno: ¡Queremos ver a Jesús!
[...]3. Y ahora permitid que me refiera de nuevo a las lecturas litúrgicas de este domingo. El Profeta Jeremías habla en la primera lectura de la alianza cada vez más estrecha que Dios quiere hacer con la casa de Israel. Dado que el pueblo de Israel no mantuvo la alianza precedente, Dios quiere constituir con él otra más sólida e interior: «Pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón, y seré su Dios y ellos serán mi Pueblo» (Jer 31, 33).
Queridos hermanos y hermanas: Dios ha realizado con nosotros la nueva y a la vez definitiva alianza en Jesucristo, que, como dice hoy San Pablo, »vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna» (Heb 5, 9).
Esta alianza se basa en la perfecta obediencia del Hijo al Padre. En virtud de esta obediencia, Cristo «fue escuchado» (Heb 5, 7), y es escuchado siempre; El mantiene ininterrumpidamente esta unión del hombre con Dios que se estableció en su cruz. «La Iglesia —como afirma el Concilio— es sacramento o signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» (Lumen gentium, 1).
Vosotros que habéis formado aquí una célula viva de la Iglesia, esto es, vuestra parroquia, habéis expresado de modo particular esta alianza con Dios en la que queréis perseverar con la gracia de Jesucristo.
Si alguno os preguntase por qué lo habéis hecho, le podríais responder así, como dice hoy el Profeta: nosotros queremos que El sea nuestro Dios y nosotros su Pueblo; queremos que sus leyes estén escritas en nuestro corazón.
Vosotros buscáis un apoyo para vuestros corazones y vuestras conciencias. Buscáis un apoyo para vuestras familias. Queréis que sean estables, que no se disuelvan; que constituyan esos hogares vivos del amor, en los cuales el hombre puede calentarse cada día. Perseverando en el vínculo sacramental del matrimonio, queréis transmitir la vida a vuestros hijos y, junto con la vida, la educación humana y cristiana. Cada uno de vosotros, queridos padres, advierte profundamente esta gran responsabilidad que está vinculada a la dignidad del padre y de la madre. Sabéis que de esto depende vuestra propia salvación y la de vuestros hijos. ¿Cómo soy padre? ¿Qué madre soy yo? He aquí las preguntas que os hacéis más de una vez. Vosotros os alegráis y yo con vosotros, de cada uno de los bienes que se manifiesta en vosotros, en vuestras familias, en vuestros hijos; me alegro con vosotros de sus progresos en la escuela, del desarrollo de sus conciencias jóvenes. Queréis que se hagan verdaderamente "hombres". Y esto depende, en gran medida, de lo que adquieren en la casa paterna. Nadie puede sustituiros en esta obra. La sociedad, la nación, la Iglesia se construyen sobre la base de los fundamentos que echáis vosotros.
Miro a vuestros niños, a la juventud de vuestra parroquia. Están aquí presentes muy numerosos. Es joven, verdaderamente joven esta parroquia. Los niños, los jóvenes, ¡cuántas esperanzas ponen en la vida! ¡Y cuánta esperanza tenemos en ellos!
Precisamente por esto es necesario que apoyemos fuertemente toda nuestra vida, y ante todo la vida familiar, sobre Jesucristo. Porque El, que «vino a ser causa de salvación eterna para todos» (Heb 5, 9), nos indica cada día los caminos de esta salvación. Con la palabra y el ejemplo nos enseña cómo debemos vivir. Nos muestra cuál es el sentido profundo y último de la vida humana.
Y si el hombre está seguro de este sentido de la vida, entonces todos los problemas, incluso los ordinarios y cotidianos, se resuelven en concordancia con él.
La vida se desarrolla entonces al mismo tiempo en el plano humano y divino.
Hoy oímos que el Señor Jesús preanuncia su muerte. Este es ya el V domingo de Cuaresma; estamos muy próximos a la Semana Santa, al triduo sacro que nos recordará nuevamente de modo particular su pasión, muerte y resurrección. Por esto las palabras con que el Señor anuncia su fin ya cercano hablan de la gloria: «Es llegada la hora en que el Hijo del hombre será glorificado... Ahora mi alma se siente turbada. ¿Y qué diré?... Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12, 23. 27-28). Y finalmente pronuncia las palabras que manifiestan tan profundamente el misterio de la muerte redentora: «Ahora es el juicio de este mundo... Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí» (Jn 12, 31-32). Esta elevación de Cristo sobre la tierra es anterior a la elevación en la gloria: elevación sobre el leño de la cruz, elevación de martirio, elevación de muerte.
Jesús preanuncia su muerte también en estas palabras misteriosas: «En verdad, en verdad os digo que, si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, quedará solo; pero si muere, llevará mucho fruto» (Jn 12, 24). Su muerte es prenda de la vida, es la fuente de la vida para todos nosotros. El Padre Eterno preordinó esta muerte en el orden de la gracia y de la salvación, igual que está establecida, en el orden de la naturaleza, la muerte del grano de trigo bajo la tierra, para que pueda despuntar la espiga dando fruto abundante. El hombre después se alimenta de este fruto que se hace pan cotidiano. También el sacrificio realizado en la muerte de Cristo se hace comida de nuestras almas bajo las apariencias de pan.
Preparémonos a vivir la Semana Santa, el triduo sacro, la muerte y la resurrección. Aceptemos esta vida cuya fuente es su sacrifico. Vivamos esta vida alimentándonos con la comida del Cuerpo y la Sangre del Redentor, crezcamos en ella para alcanzar la vida eterna.
Ángelus (16-03-1997): Una muerte que da fruto
domingo 16 de marzo de 19971. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, Jesús explica el sentido de su muerte sirviéndose de la imagen del grano de trigo que, muriendo, da fruto (cf. Jn 12, 24).
La ocasión para esta reflexión se la ofrece el hecho de que, entre la multitud que fue a recibirlo mientras se acercaba a Jerusalén, había también extranjeros, precisamente algunos griegos, que manifestaron a los Apóstoles su deseo de verlo: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12, 21). Con estas palabras, se hacen en cierto modo portavoces de toda la humanidad, destacando el valor universal de la salvación ofrecida por Jesús.
2. ¡Quisiéramos ver a Jesús! Este es el grito que la humanidad dirige también hoy a los discípulos de Cristo, pidiéndoles que muestren, con su vida y sus obras, el rostro divino. Lo acogemos con emoción, sabiendo que, como dice el apóstol Pablo, llevamos un tesoro en «recipientes de barro» (2 Co 4, 7). No ignoramos que la historia cristiana, aunque es tan rica en santidad, muestra también mucha fragilidad humana. El Concilio ha observado que, con frecuencia, precisamente la incoherencia de los creyentes constituye un obstáculo en el camino de cuantos buscan al Señor (cf. Gaudium et spes, 19). Por esta razón, el camino de la Iglesia hacia el tercer milenio tiene que ser un serio itinerario de conversión, un esfuerzo de renovación personal y comunitaria a la luz del Evangelio. Este, y sólo este, debe ser el gran jubileo del año 2000. Cuanto más se refleje Cristo en nuestra vida, tanto más mostrará la atracción irresistible que él mismo anunció hablando de su muerte en la cruz: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).
3. Señor Jesús, ¡da al mundo la paz!
Amadísimos hermanos y hermanas, os invito, una vez más, a implorar al Señor la paz para Albania.
La crisis que está sacudiendo a esa nación, que acaba de salir de un largo período de dictadura inhumana, ya se ha extendido a todo su territorio, sumiendo a esas amadas poblaciones en la falta total de seguridad.
Por el bien de Albania, a todos los que han empuñado un arma, les pido que la depongan: ciertamente, la violencia destructora no es el medio adecuado para resolver los problemas sociales. Al contrario, cada uno tiene que sentirse comprometido a colaborar, dentro del respeto a las personas y al derecho, en el restablecimiento de la confianza entre los ciudadanos y sus autoridades. Todo esto no puede realizarse sin el orden público.
Ciertamente, estos acontecimientos trágicos interpelan a toda Europa, que debe ayudar a los gobernantes y al pueblo albanés a construir su país sobre la base de la democracia y el diálogo político y social. Que la Virgen María, nuestra Señora del Buen Consejo, interceda para que la fuerza de las armas no triunfe sobre la paz, y para que la indiferencia no prevalezca sobre la solidaridad.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (29-03-2009): Es la hora decisiva
domingo 29 de marzo de 2009[...] constatamos cuán actuales son las palabras del Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma. Jesús, en la inminencia de su pasión, declara: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Ya no es hora de palabras y discursos; ha llegado la hora decisiva, para la cual ha venido al mundo el Hijo de Dios y, a pesar de que su alma está turbada, se muestra dispuesto a cumplir hasta el fondo la voluntad del Padre. Y la voluntad de Dios es darnos la vida eterna que hemos perdido. Pero para que esto se realice es necesario que Jesús muera, como un grano de trigo que Dios Padre ha sembrado en el mundo, pues sólo así podrá germinar y crecer una nueva humanidad, libre del dominio del pecado y capaz de vivir en fraternidad, como hijos e hijas del único Padre que está en los cielos.
Homilía (29-03-2009): Sed de Cristo
domingo 29 de marzo de 2009En el pasaje evangélico de hoy, san Juan refiere un episodio que aconteció en la última fase de la vida pública de Cristo, en la inminencia de la Pascua judía, que sería su Pascua de muerte y resurrección. Narra el evangelista que, mientras se encontraba en Jerusalén, algunos griegos, prosélitos del judaísmo, por curiosidad y atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. "Señor —le dijeron—, queremos ver a Jesús" (Jn 12, 21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía un nombre griego; y ambos "fueron a decírselo a Jesús" (Jn 12, 22).
En la petición de estos griegos anónimos podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. "Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre" (Jn 12, 23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz. De hecho, sólo así se realizará el plan divino de la salvación, que es para todos, judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.
A esta luz comprendemos también la solemne proclamación con la que se concluye el pasaje evangélico: "Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32), así como el comentario del Evangelista: "Decía esto para significar de qué muerte iba a morir" (Jn 12, 33). La cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos.
Muy oportunamente la liturgia nos hace meditar este texto del evangelio de san Juan en este quinto domingo de Cuaresma, mientras se acercan los días de la Pasión del Señor, en la que nos sumergiremos espiritualmente desde el próximo domingo, llamado precisamente domingo de Ramos y de la Pasión del Señor. Es como si la Iglesia nos estimulara a compartir el estado de ánimo de Jesús, queriéndonos preparar para revivir el misterio de su crucifixión, muerte y resurrección, no como espectadores extraños, sino como protagonistas juntamente con él, implicados en su misterio de cruz y resurrección. De hecho, donde está Cristo, allí deben encontrarse también sus discípulos, que están llamados a seguirlo, a solidarizarse con él en el momento del combate, para ser asimismo partícipes de su victoria.
El Señor mismo nos explica cómo podemos asociarnos a su misión. Hablando de su muerte gloriosa ya cercana, utiliza una imagen sencilla y a la vez sugestiva: "Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). Se compara a sí mismo con un "grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto", como dice de forma eficaz san Atanasio. Y sólo mediante la muerte, mediante la cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos. De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a cabo el plan divino de la salvación universal era necesario que muriera y fuera sepultado: sólo así toda la realidad humana sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, el triunfo del Amor; así se demostraría que el amor es más fuerte que la muerte.
Con todo, el hombre Jesús, que era un hombre verdadero, con nuestros mismos sentimientos, sentía el peso de la prueba y la amarga tristeza por el trágico fin que le esperaba. Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado humano y a cuanto hay de sucio en la humanidad, que él debía llevar consigo y consumar en el fuego de su amor. Todo esto él lo debía llevar consigo y transformar en su amor. "Ahora —confiesa— mi alma está turbada. Y ¿que voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?" (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir: "Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida". En esta apremiante invocación percibimos una anticipación de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, implorará al Padre que aleje de él el cáliz de la pasión.
Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que precisamente para eso ha llegado a esta hora, y con confianza ora: "Padre, glorifica tu nombre" (Jn 12, 28). Con esto quiere decir: "Acepto la cruz", en la que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: "No se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario que deberíamos seguir fundamentalmente en todas nuestras oraciones: transformar, dejar que la gracia transforme nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.
Los mismos sentimientos afloran en el pasaje de la carta a los Hebreos que se ha proclamado en la segunda lectura. Postrado por una angustia extrema a causa de la muerte que se cierne sobre él, Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas "con poderoso clamor y lágrimas" (Hb 5, 7). Invoca ayuda de Aquel que puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y precisamente por esta filial confianza en Dios —nota el autor— fue escuchado, en el sentido de que resucitó, recibió la vida nueva y definitiva. La carta a los Hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de Jesús, con clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se ofrecía a sí mismo y a la humanidad al Padre, transformando así el mundo.
Queridos hermanos y hermanas, este es el camino exigente de la cruz que Jesús indica a todos sus discípulos. En diversas ocasiones dijo: "Si alguno me quiere servir, sígame". No hay alternativa para el cristiano que quiera realizar su vocación. Es la "ley" de la cruz descrita con la imagen del grano de trigo que muere para germinar a una nueva vida; es la "lógica" de la cruz de la que nos habla también el pasaje evangélico de hoy: "El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna" (Jn 12, 25). "Odiar" la propia vida es una expresión semítica fuerte y encierra una paradoja; subraya muy bien la totalidad radical que debe caracterizar a quien sigue a Cristo y, por su amor, se pone al servicio de los hermanos: pierde la vida y así la encuentra. No existe otro camino para experimentar la alegría y la verdadera fecundidad del Amor: el camino de darse, entregarse, perderse para encontrarse.
Queridos amigos, la invitación de Jesús resuena de forma muy elocuente en la celebración de hoy en vuestra parroquia, pues está dedicada al Santo Rostro de Jesús: el Rostro que "algunos griegos", de los que habla el evangelio, deseaban ver; el Rostro que en los próximos días de la Pasión contemplaremos desfigurado a causa de los pecados, la indiferencia y la ingratitud de los hombres; el Rostro radiante de luz y resplandeciente de gloria, que brillará en el alba del día de Pascua.
Mantengamos fijos el corazón y la mente en el Rostro de Cristo...
Queridos hermanos y hermanas, dejaos iluminar por el esplendor del Rostro de Cristo... Es importante que la oración, tanto personal como litúrgica, ocupe siempre el primer lugar en nuestra vida.
A vosotros, queridos jóvenes, quiero dirigiros en particular unas palabras de aliento: dejaos atraer por la fascinación de Cristo. Contemplando su Rostro con los ojos de la fe, pedidle: "Jesús, ¿qué quieres que haga yo contigo y por ti?". Luego, permaneced a la escucha y, guiados por su Espíritu, cumplid el plan que él tiene para cada uno de vosotros. Preparaos seriamente para construir familias unidas y fieles al Evangelio, y para ser sus testigos en la sociedad. Y si él os llama, estad dispuestos a dedicar totalmente vuestra vida a su servicio en la Iglesia como sacerdotes o como religiosos y religiosas. Yo os aseguro mi oración...
Queridos hermanos y hermanas de esta comunidad parroquial, el amor infinito de Cristo que brilla en su Rostro resplandezca en todas vuestras actitudes, y se convierta en vuestra "cotidianidad". Como exhortaba san Agustín en una homilía pascual, "Cristo padeció; muramos al pecado. Cristo resucitó; vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre; que no se apegue aquí nuestro corazón, sino que lo siga en las cosas de arriba. Nuestro jefe fue colgado de un madero; crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro; sepultados con él, olvidemos las cosas pasadas. Está sentado en el cielo; traslademos nuestros deseos a las cosas supremas" (Discurso 229, D, 1).
Animados por esta convicción, prosigamos la celebración eucarística, invocando la intercesión maternal de María para que nuestra vida sea un reflejo de la de Cristo. Oremos para que todos aquellos con quienes nos encontremos perciban siempre en nuestros gestos y en nuestras palabras la bondad pacificadora y consoladora de su Rostro. Amén.
Homilía (25-03-2012): Un corazón puro
domingo 25 de marzo de 2012«Crea en mí, Señor, un corazón puro» (Sal 50,12), hemos invocado en el salmo responsorial. Esta exclamación muestra la profundidad con la que hemos de prepararnos para celebrar la próxima semana el gran misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Nos ayuda asimismo a mirar muy dentro del corazón humano, especialmente en los momentos de dolor y de esperanza a la vez, como los que atraviesa en la actualidad el pueblo mexicano y también otros de Latinoamérica.
El anhelo de un corazón puro, sincero, humilde, aceptable a Dios, era muy sentido ya por Israel, a medida que tomaba conciencia de la persistencia del mal y del pecado en su seno, como un poder prácticamente implacable e imposible de superar. Quedaba sólo confiar en la misericordia de Dios omnipotente y la esperanza de que él cambiara desde dentro, desde el corazón, una situación insoportable, oscura y sin futuro. Así fue abriéndose paso el recurso a la misericordia infinita del Señor, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (cf. Ez 33,11). Un corazón puro, un corazón nuevo, es el que se reconoce impotente por sí mismo, y se pone en manos de Dios para seguir esperando en sus promesas. De este modo, el salmista puede decir convencido al Señor: «Volverán a ti los pecadores» (Sal 50,15). Y, hacia el final del salmo, dará una explicación que es al mismo tiempo una firme confesión de fe: «Un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias» (v. 19).
La historia de Israel narra también grandes proezas y batallas, pero a la hora de afrontar su existencia más auténtica, su destino más decisivo, la salvación, más que en sus propias fuerzas, pone su esperanza en Dios, que puede recrear un corazón nuevo, no insensible y engreído. Esto nos puede recordar hoy a cada uno de nosotros y a nuestros pueblos que, cuando se trata de la vida personal y comunitaria, en su dimensión más profunda, no bastarán las estrategias humanas para salvarnos. Se ha de recurrir también al único que puede dar vida en plenitud, porque él mismo es la esencia de la vida y su autor, y nos ha hecho partícipes de ella por su Hijo Jesucristo.
El Evangelio de hoy prosigue haciéndonos ver cómo este antiguo anhelo de vida plena se ha cumplido realmente en Cristo. Lo explica san Juan en un pasaje en el que se cruza el deseo de unos griegos de ver a Jesús y el momento en que el Señor está por ser glorificado. A la pregunta de los griegos, representantes del mundo pagano, Jesús responde diciendo: «Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado» (Jn 12,23). Respuesta extraña, que parece incoherente con la pregunta de los griegos. ¿Qué tiene que ver la glorificación de Jesús con la petición de encontrarse con él? Pero sí que hay una relación. Alguien podría pensar –observa san Agustín– que Jesús se sentía glorificado porque venían a él los gentiles. Algo parecido al aplauso de la multitud que da «gloria» a los grandes del mundo, diríamos hoy. Pero no es así. «Convenía que a la excelsitud de su glorificación precediese la humildad de su pasión» (In Joannis Ev., 51,9: PL 35, 1766).
La respuesta de Jesús, anunciando su pasión inminente, viene a decir que un encuentro ocasional en aquellos momentos sería superfluo y tal vez engañoso. Al que los griegos quieren ver en realidad, lo verán levantado en la cruz, desde la cual atraerá a todos hacia sí (cf. Jn 12,32). Allí comenzará su «gloria», a causa de su sacrificio de expiación por todos, como el grano de trigo caído en tierra que muriendo, germina y da fruto abundante. Encontrarán a quien seguramente sin saberlo andaban buscando en su corazón, al verdadero Dios que se hace reconocible para todos los pueblos. Este es también el modo en que Nuestra Señora de Guadalupe mostró su divino Hijo a san Juan Diego. No como a un héroe portentoso de leyenda, sino como al verdaderísimo Dios, por quien se vive, al Creador de las personas, de la cercanía y de la inmediación, del Cielo y de la Tierra (cf. Nican Mopohua, v. 33). Ella hizo en aquel momento lo que ya había ensayado en las Bodas de Caná. Ante el apuro de la falta de vino, indicó claramente a los sirvientes que la vía a seguir era su Hijo: «Hagan lo que él les diga» (Jn 2,5).
Queridos hermanos, al venir aquí he podido acercarme al monumento a Cristo Rey, en lo alto del Cubilete. Mi venerado predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, aunque lo deseó ardientemente, no pudo visitar este lugar emblemático de la fe del pueblo mexicano en sus viajes a esta querida tierra. Seguramente se alegrará hoy desde el cielo de que el Señor me haya concedido la gracia de poder estar ahora con ustedes, como también habrá bendecido a tantos millones de mexicanos que han querido venerar sus reliquias recientemente en todos los rincones del país. Pues bien, en este monumento se representa a Cristo Rey. Pero las coronas que le acompañan, una de soberano y otra de espinas, indican que su realeza no es como muchos la entendieron y la entienden. Su reinado no consiste en el poder de sus ejércitos para someter a los demás por la fuerza o la violencia. Se funda en un poder más grande que gana los corazones: el amor de Dios que él ha traído al mundo con su sacrificio y la verdad de la que ha dado testimonio. Éste es su señorío, que nadie le podrá quitar ni nadie debe olvidar. Por eso es justo que, por encima de todo, este santuario sea un lugar de peregrinación, de oración ferviente, de conversión, de reconciliación, de búsqueda de la verdad y acogida de la gracia. A él, a Cristo, le pedimos que reine en nuestros corazones haciéndolos puros, dóciles, esperanzados y valientes en la propia humildad.
También hoy, desde este parque con el que se quiere dejar constancia del bicentenario del nacimiento de la nación mexicana, aunando en ella muchas diferencias, pero con un destino y un afán común, pidamos a Cristo un corazón puro, donde él pueda habitar como príncipe de la paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Y, para que Dios habite en nosotros, hay que escucharlo, hay que dejarse interpelar por su Palabra cada día, meditándola en el propio corazón, a ejemplo de María (cf. Lc 2,51). Así crece nuestra amistad personal con él, se aprende lo que espera de nosotros y se recibe aliento para darlo a conocer a los demás.
En Aparecida, los Obispos de Latinoamérica y el Caribe han sentido con clarividencia la necesidad de confirmar, renovar y revitalizar la novedad del Evangelio arraigada en la historia de estas tierras «desde el encuentro personal y comunitario con Jesucristo, que suscite discípulos y misioneros» (Documento conclusivo, 11). La Misión Continental, que ahora se está llevando a cabo diócesis por diócesis en este Continente, tiene precisamente el cometido de hacer llegar esta convicción a todos los cristianos y comunidades eclesiales, para que resistan a la tentación de una fe superficial y rutinaria, a veces fragmentaria e incoherente. También aquí se ha de superar el cansancio de la fe y recuperar «la alegría de ser cristianos, de estar sostenidos por la felicidad interior de conocer a Cristo y de pertenecer a su Iglesia. De esta alegría nacen también las energías para servir a Cristo en las situaciones agobiantes de sufrimiento humano, para ponerse a su disposición, sin replegarse en el propio bienestar» (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2011). Lo vemos muy bien en los santos, que se entregaron de lleno a la causa del evangelio con entusiasmo y con gozo, sin reparar en sacrificios, incluso el de la propia vida. Su corazón era una apuesta incondicional por Cristo, de quien habían aprendido lo que significa verdaderamente amar hasta el final.
En este sentido, el Año de la fe, al que he convocado a toda la Iglesia, «es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo [...]. La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo» (Porta fidei, 11 octubre 2011, 6.7).
Pidamos a la Virgen María que nos ayude a purificar nuestro corazón, especialmente ante la cercana celebración de las fiestas de Pascua, para que lleguemos a participar mejor en el misterio salvador de su Hijo, tal como ella lo dio a conocer en estas tierras. Y pidámosle también que siga acompañando y amparando a sus queridos hijos mexicanos y latinoamericanos, para que Cristo reine en sus vidas y les ayude a promover audazmente la paz, la concordia, la justicia y la solidaridad.
Amén.
Francisco, papa
Ángelus (22-03-2015): Jesús revela su identidad para que podamos «verlo»
domingo 22 de marzo de 2015Queridos hermanos y hermanas:
En este quinto domingo de Cuaresma, el evangelista Juan nos llama la atención con un particular curioso: algunos «griegos», de religión judía, llegados a Jerusalén para la fiesta de la Pascua, se dirigen al apóstol Felipe y le dicen: «Queremos ver a Jesús» (Jn 12, 21). En la ciudad santa, donde Jesús fue por última vez, hay mucha gente. Están los pequeños y los sencillos, que han acogido festivamente al profeta de Nazaret reconociendo en Él al Enviado del Señor. Están los sumos sacerdotes y los líderes del pueblo, que lo quieren eliminar porque lo consideran herético y peligroso. También hay personas, como esos «griegos», que tienen curiosidad por verlo y por saber más acerca de su persona y de las obras realizadas por Él, la última de las cuales —la resurrección de Lázaro— causó mucha sensación.
«Queremos ver a Jesús»: estas palabras, al igual que muchas otras en los Evangelios, van más allá del episodio particular y expresan algo universal; revelan un deseo que atraviesa épocas y culturas, un deseo presente en el corazón de muchas personas que han oído hablar de Cristo, pero no lo han encontrado aún. «Yo deseo ver a Jesús», así siente el corazón de esta gente.
Respondiendo indirectamente, de modo profético, a aquel pedido de poderlo ver, Jesús pronuncia una profecía que revela su identidad e indica el camino para conocerlo verdaderamente: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12, 23). ¡Es la hora de la Cruz! Es la hora de la derrota de Satanás, príncipe del mal, y del triunfo definitivo del amor misericordioso de Dios. Cristo declara que será «levantado sobre la tierra» (v. 32), una expresión con doble significado: «levantado» en cuanto crucificado, y «levantado» porque fue exaltado por el Padre en la Resurrección, para atraer a todos hacia sí y reconciliar a los hombres con Dios y entre ellos. La hora de la Cruz, la más oscura de la historia, es también la fuente de salvación para todos los que creen en Él.
Continuando con la profecía sobre su Pascua ya inminente, Jesús usa una imagen sencilla y sugestiva, la del «grano de trigo» que, al caer en la tierra, muere para dar fruto (cf. v. 24). En esta imagen encontramos otro aspecto de la Cruz de Cristo: el de la fecundidad. La cruz de Cristo es fecunda. La muerte de Jesús, de hecho, es una fuente inagotable de vida nueva, porque lleva en sí la fuerza regeneradora del amor de Dios. Inmersos en este amor por el Bautismo, los cristianos pueden convertirse en «granos de trigo» y dar mucho fruto si, al igual que Jesús, «pierden la propia vida» por amor a Dios y a los hermanos (cf. v. 25).
Por este motivo, a aquellos que también hoy «quieren ver a Jesús», a los que están en búsqueda del rostro de Dios; a quien recibió una catequesis cuando era pequeño y luego no la profundizó más y quizá ha perdido la fe; a muchos que aún no han encontrado a Jesús personalmente...; a todas estas personas podemos ofrecerles tres cosas: el Evangelio; el Crucifijo y el testimonio de nuestra fe, pobre pero sincera. El Evangelio: ahí podemos encontrar a Jesús, escucharlo, conocerlo. El Crucifijo: signo del amor de Jesús que se entregó por nosotros. Y luego, una fe que se traduce en gestos sencillos de caridad fraterna. Pero principalmente en la coherencia de vida: entre lo que decimos y lo que vivimos, coherencia entre nuestra fe y nuestra vida, entre nuestras palabras y nuestras acciones. Evangelio, Crucifijo y testimonio. Que la Virgen nos ayude a llevar estas tres cosas.
Congregación para el Clero
Homilía
«Queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). En este quinto Domingo de Cuaresma, la Iglesia nos anima a dar un nuevo y decisivo paso, en el camino del combate espiritual que ya está por llegar a su fin.
Los griegos, dirigiéndose a Felipe, el Apóstol que por su nombre y procedencia geográfica les resultaba más cercano, hacen una pregunta que desarma por su concreción: «¡Queremos ver a Jesús!». No piden un saber abstracto, ni una idea que sintetice todas las demás, ni una enseñanza ética que signifique un progreso, sino que piden un encuentro. No piden que se les hable del Señor, ni que se les recuerde lo que ha enseñado, lo bueno que es hacer su Voluntad, sino que quieren verlo a Él directamente.
«Queremos ver a Jesús». Lo concreto de esta petición recoge también la conmovedora oración del Salmo 50 – «Crea en mí, Señor, un corazón puro» –, con la cual el salmista, siendo consciente de su propio pecado y de la necesidad de que suceda «algo nuevo», que pueda cambiarlo interiormente, le pide a Dios que lo transforme, que lo recree, de manera que finalmente pueda ser «nuevo», vivo y libre, en la relación con Él.
«Queremos ver a Jesús». Esta novedad, esta vida y libertad que busca el salmista, el hombre no las puede conseguir con sus solas fuerzas, ni siquiera, paradójicamente, cumpliendo lo que es éticamente correcto. En efecto, incluso lo que es éticamente correcto, sin esa novedad, vida y libertad, al final resulta estéril y vacío. Solamente una actuación que no proviene de nosotros, sólo el don de un encuentro nos puede salvar.
«Queremos ver a Jesús». No está en nosotros decidir las circunstancias, la modalidad y la forma de este don. El hombre es incapaz de «decidir» qué lo salvará, ni puede permitir a otros que decidan por él, acomodándose a la moda del último minuto, a la más reciente receta psicológica o a las «urgencias» con las cuales, de vez en cuando, los poderes dominantes encaminan la atención y las energías de la gente. El hombre sólo puede «pedir» esta salvación, esperarla y, una vez que la encuentra, dejarlo todo y aferrarse a ella.
Esto es lo que les sucedió a los Apóstoles, hombres que estaban profundamente abiertos a la perenne novedad que era la Persona de Jesús para ellos: dejando todo lo que les era querido, sus ocupaciones y sus proyectos, lo siguieron. Fue así como compartieron la compañía de Cristo, la comunión de vida con Él, llegando a ser ellos mismos esa «compañía» en la cual se encuentra a Cristo.
«Queremos ver a Jesús». El grito de los griegos es también nuestro grito, porque es el grito de cada hombre. La respuesta del Redentor es misteriosa, pero Él escuchó atentamente la petición que Andrés y Felipe le hicieron, como siempre escucha nuestras peticiones, y responde a ella: «Si el grano de trigo que cae en tierra no muere, se queda solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12,24).
Antes que nada, en su respuesta está indicando una norma general del ser humano: el que no muere se queda solo; en cambio, quien muere produce mucho fruto. Al mismo tiempo, da a conocer cómo los griegos y todos los hombres podrán encontrarlo: Él, que es «el grano de trigo caído en la tierra», el Verbo Eterno hecho hombre, asume en sí mismo esta «norma de vida» inscrita por el Creador en el corazón del hombre y recorre por nosotros este camino: «Siendo Hijo, escribe San Pablo, aprendió la obediencia mediante sus sufrimientos». Él no se contenta con hacerse encontrar de un modo superficial y exterior, sino que, muriendo en la Cruz, quiere encontrarnos más profundamente y revelarnos así la gloria de Dios: «Ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro «conoced al Señor», porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande» (Jer 31,34).
La Santísima Virgen en la Anunciación, que ha sido la primera en ver el Rostro del Hijo de Dios que de Ella nació, nos acompañe para que sepamos pronunciar su mismo «sí», perdiendo nuestra vida para encontrarla. Que Ella, Clementísima, Piadosa, Dulce Virgen María, después de este destierro nos muestre a Jesús, Fruto bendito de su vientre. Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Cristo fue escuchado
La segunda lectura, aludiendo a la oración del huerto, afirma que Cristo «fue escuchado» por su Padre. Expresión paradójica, porque el Padre no le ahorró pasar por la muerte. Y, sin embargo, fue escuchado. La resurrección revelará hasta qué punto el Hijo ha sido escuchado. A este Cristo que había pedido: «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17,1), lo vemos ahora coronado de honor y gloria precisamente en virtud de su pasión y su cruz (Heb 2,9). Más aún, una vez resucitado, llevado a la perfección, «se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna». A la luz de la Resurrección entendemos en toda su verdad que es el grano de trigo que cae en tierra y muere para dar mucho fruto. Sí, efectivamente, en lo más hondo de su agonía el Hijo ha sido escuchado por el Padre.
Esto es iluminador también para nosotros. Mucha gente se queja de que Dios no le escucha porque no le libera de los males que está sufriendo. Pero a su Hijo tampoco le liberó de ni le ahorró la muerte. Y, sin embargo, le escuchó. Dios escucha siempre. Lo que ocurre es que nosotros «no sabemos pedir lo que conviene» (Rom 8,26). Dios puede escucharnos permitiendo que permanezcamos en la prueba y no evitándonos la muerte. Nos escucha dándonos fuerza para resistir en la prueba. Nos escucha dándonos gracia para ser aquilatados y purificados. Nos escucha glorificándonos a través del sufrimiento. Nos escucha haciéndonos grano de trigo que muere para dar fruto abundante...
Todos los cristianos y santos de todas las épocas somos fruto de la pasión de Cristo. Gracias a ella el príncipe de este mundo ha sido echado fuera. Gracias a ella hemos sido arrancados del poder del demonio y atraídos hacia Cristo. Gracias a ella Dios ha sellado con nosotros una alianza nueva. Gracias a ella nuestros pecados han sido perdonados. Gracias a ella Dios ha creado en nosotros un corazón puro y nos ha devuelto la alegría de la salvación. Gracias a ella ha sido inscrita en nuestro corazón la nueva ley, la ley del Espíritu Santo...
La gloria de la Cruz
Jn 12,20-33
«Ahora es glorificado el Hijo del hombre». Jesús es «elevado sobre la tierra»: con esta expresión san Juan se refiere a la cruz y a la gloria al mismo tiempo. Con ello expresa una realidad muy profunda y misteriosa a la vez: en el patíbulo de la cruz, cuando Jesús pasa a los ojos de los hombres por un derrotado y por un maldito (Gal 3,13), es en realidad cuando Jesús está venciendo. «Ahora el Príncipe de este mundo –Satanás– es arrojado fuera». En la cruz Jesús es Rey (Jn 19,19). Cuando Dios nos da la cruz es para glorificarnos.
«Si muere da mucho fruto». El cuerpo destruido de Jesús es fuente de vida. De su pasión somos fruto nosotros. Millones y millones de hombres han recibido y recibirán vida eterna por esta entrega de Cristo. El sufrimiento con amor y por amor es fecundo. La contemplación de Cristo crucificado debe encender en nosotros el deseo de sufrir con Cristo para dar vida al mundo. «Os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto dure» (Jn 15,16).
«Atraeré a todos hacia mí». Cristo crucificado atrae irresistiblemente las miradas y los corazones. Mediante la cruz ha sido colmado de gloria y felicidad. Mediante la cruz ha sido constituida fuente de vida para toda la humanidad. La cruz es expresión del amor del Padre a su Hijo: «Por esto me ama el Padre, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). Por eso, Jesús no rehuye la cruz: «Para esto he venido».
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
–Jeremías 31,31-34: Haré una alianza nueva y no recordaré el pecado. La Antigua Alianza preparaba al creyente para el misterio de Cristo, pero solo la Nueva Alianza santificaría interiormente al pecador. Dios forma a su pueblo, por los profetas, en la esperanza de la salvación, en la espera de una alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (Is 2,2-4), que será grabada en sus corazones (Jer 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (Is 49,5-6; 53,11). Serán, sobre todo, los pobres y los humildes del Señor quienes mantendrán esta esperanza. El anuncio de Jeremías se perfecciona en Cristo. Él es la Palabra definitiva del Padre. No habrá otra Palabra más elocuente que ésta.
–Con el Salmo 50 decimos: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro. Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado...»
–Hebreos 5,7-9: Aprendió a obedecer y se ha convertido en centro de salvación eterna. Jesús, autor de la Nueva Alianza por su Sacerdocio y su inmolación, es el único que puede renovarnos, hasta convertirnos realmente en hijos de Dios. San Juan Crisóstomo:
«Cuando el Apóstol habla de estas súplicas y del clamor de Jesús no quiere hablar de las peticiones que hizo para Sí mismo, sino para los que creerían en Él. Y puesto que los hebreos no tenían todavía la elevada concepción de Cristo que hubieran debido poseer, San Pablo dice que fue escuchado, como el mismo Señor dijo a sus discípulos para consolarlos: «Si me amaseis, os alegraríais de que fuera al Padre, porque el Padre es mayor que yo»... Eran tan grande el respeto y la piedad del Hijo que Dios Padre no pudo menos que tener en cuenta sus súplicas, salvando a su Hijo y salvando también a todos los que le obedecen» (Homilía 11, sobre Hebreos).
–Juan 12,20-33: Si el grano de trigo cae en tierra y muere, da mucho fruto. Por la humillación victimal de Cristo Jesús se ha hecho posible la glorificación perfecta del Padre y la santificación real del creyente. Comenta San Agustín:
«Pero el precio de estas muertes [la de los mártires] es la muerte de uno solo. ¡Cuántas muertes compró muriendo Aquél que de no haber muerto, no hubiera hecho que se multiplicara el grano de trigo. Oísteis las palabras que dijo al acercarse su pasión, es decir, al acercarse nuestra redención: «Si el grano de trigo caído en tierra, no muere, permanece solo; pero si muere da mucho fruto» (Jn 12 24-25). En la Cruz realizó un gran negocio; allí fue abierto el saco que contenía nuestro precio: cuando la lanza del que lo hería abrió el costado, brotó de Él el precio de todo el orbe» (Sermón 329,1).
Sólo una compenetración plena, viva y amorosa, con el misterio del Amor que llevó a Cristo hasta la Cruz por nosotros, puede redimirnos de una piedad frívola en la celebración litúrgica de estos días.