Domingo III Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 23 enero, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Jon 3, 1-5. 10: Los ninivitas habían abandonado el mal camino
Sal 24, 4-5a. 6-7cd. 8-9: Señor, enséñame tus caminos
1 Co 7, 29-31: La representación de este mundo se termina
Mc 1, 14-20: Convertíos y creed en el Evangelio
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (27-01-2008): La Buena Nueva de Jesús
domingo 27 de enero de 2008En la liturgia de hoy el evangelista san Mateo, que nos acompañará durante todo este año litúrgico, presenta el inicio de la misión pública de Cristo. Consiste esencialmente en el anuncio del reino de Dios y en la curación de los enfermos, para demostrar que este reino ya está cerca, más aún, ya ha venido a nosotros. Jesús comienza a predicar en Galilea, la región en la que creció, un territorio de "periferia" con respecto al centro de la nación judía, que es Judea, y en ella, Jerusalén. Pero el profeta Isaías había anunciado que esa tierra, asignada a las tribus de Zabulón y Neftalí, conocería un futuro glorioso: el pueblo que caminaba en tinieblas vería una gran luz (cf. Is 8, 23-9, 1), la luz de Cristo y de su Evangelio (cf. Mt 4, 12-16).
El término "evangelio", en tiempos de Jesús, lo usaban los emperadores romanos para sus proclamas. Independientemente de su contenido, se definían "buenas nuevas", es decir, anuncios de salvación, porque el emperador era considerado el señor del mundo, y sus edictos, buenos presagios. Por eso, aplicar esta palabra a la predicación de Jesús asumió un sentido fuertemente crítico, como para decir: Dios, no el emperador, es el Señor del mundo, y el verdadero Evangelio es el de Jesucristo.
La "buena nueva" que Jesús proclama se resume en estas palabras: "El reino de Dios —o reino de los cielos— está cerca" (Mt 4, 17; Mc 1, 15). ¿Qué significa esta expresión? Ciertamente, no indica un reino terreno, delimitado en el espacio y en el tiempo; anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando.
Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo, al que se le llama "dedo de Dios" (cf. Lc 11, 20). El Espíritu creador infunde vida donde llega Jesús, y los hombres quedan curados de las enfermedades del cuerpo y del espíritu. El señorío de Dios se manifiesta entonces en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la misma pasión por el reino de Dios que animó la misión de Jesucristo: pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el hombre, encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el amor de Dios, su Creador y Padre.
Congregación para el Clero
Homilía: Un camino de continua conversión
También este domingo, como el anterior, se caracteriza por dos relatos vocacionales, de los cuales surgen con particular fuerza la invitación a la conversión personal y la participación en la llamada a la conversión dirigida a todos los hombres.
La primera lectura nos trae la aventura de Jonás. Se trata de un profeta, llamado por Dios a marchar a una ciudad lejana, Nínive, a predicar un anuncio de conversión a sus habitantes. Jonás, de entrada, es reticente: él está convencido de que predicar la conversión a una ciudad de paganos es inútil, puesto que solamente Israel es el destinatario de la salvación de Dios. No obstante, cuando llega a la ciudad es obligado a desdecirse, se derrumba su escepticismo, puesto que descubre que los ninivitas escuchan su palabra, creen y se convierten.
De este modo, el mismo profeta vive una conversión personal en su relación con Dios. Jonás debe admitir que no conoce lo suficiente a su Señor, que tiene una mirada de particular misericordia hacia todos los hombres, llamados a reconocerlo y a amarlo.
En el relato evangélico, los cuatro pescadores llamados a ser Apóstoles, al contrario de Jonás responden en seguida a la llamada de Jesús. Pero ellos, como Jonás, también son llamados a fiarse del Señor hasta llevar a cabo algo que a primera vista les parecería ilógico y peligroso: abandonar su trabajo para seguir a un «desconocido». Lo que determina la decisión que toman es, sin duda, la palabra que el mismo Jesús pronuncia: «El tiempo se ha cumplido, el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio».
Las primeras dos afirmaciones revelan la presencia de Dios y el cumplimiento de su obra; las otras dos apelan a la respuesta del hombre, que es llamado a colaborar en el designio de salvación que se cumple en Jesús de Nazaret, Señor y Cristo.
La Palabra de Dios, por tanto, subraya en primer lugar que la vocación a la vida cristiana parte de una verdadera conversión personal, que nunca se realiza de manera definitiva y que debe renovarse continuamente, en las distintas etapas de la existencia. En segundo lugar, la respuesta humana debe ser siempre llena de confianza, también cuando lo que Dios pide puede parecer no comprensible inmediatamente, ilógico e incluso humanamente inútil.
En fin, toda vocación debe ser misionera, hacerse «anuncio de conversión» que es más eficaz en la medida en que más se vive, en primer lugar, a nivel personal.
Que la Santísima Virgen María, mujer del anuncio y del seguimiento, sostenga a la Iglesia, a todos los cristianos y a los sacerdotes, en este camino de continua conversión y, por tanto, de eficaz anuncio.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El domingo tercero (1,14-20) presenta la predicación inicial de Jesús y la llamada de los primeros discípulos. Tanto el carácter urgente de la llamada de Jesús –«se ha cumplido el plazo»– como lo inmediato e incondicional del seguimiento por parte de los discípulos manifiesta la grandiosidad y el atractivo de la persona de Jesús. Esta urgencia se manifiesta también en el carácter de «pescadores de hombres» que tienen los discípulos: lo mismo que Jonás (1a lectura: Jon 3,1-5.10) son enviados a convertir a los hombres a Cristo: «convertíos y creed».
Hambre de eternidad
1Cor 7,29-31
«El momento es apremiante». Después de haber celebrado la venida del Hijo de Dios a este mundo, esta frase se entiende mejor. Después del nacimiento de Cristo nada puede ser igual. Él lo ha transformado todo, la razón de ser de todo, el único punto de referencia válido para todo.
La frase de san Pablo «el momento es apremiante» está en dependencia de la del mismo Jesús en el evangelio: «se ha cumplido el tiempo, se ha acercado el Reino de Dios». No podemos seguir viviendo como si Él no hubiera venido. Su presencia debe determinar toda nuestra vida. Su venida da a nuestra existencia un todo de seriedad y urgencia. No podemos seguir malgastando nuestra vida viviéndola al margen de Él. Con Él tiene un valor inmensamente mayor de lo que imaginamos...
«La apariencia de este mundo se termina». Sería lamentable que siguiéramos viviendo de apariencias, de mentiras... La Navidad debe haber dejado en nosotros una sed incontenible de realidad, de vivir en la verdad. No sigamos engañándonos a nosotros mismos. Llamemos las cosas por su nombre. No sigamos viviendo como si lo real fuera lo de aquí abajo. Al contrario, lo de aquí es pasajero, muy pasajero.
Lo real es eterno, lo definitivo. Cristo ha venido para que nuestra vida tenga un valor y un peso de eternidad. Hemos de tener hambre de eternidad. Hemos de saber vivir de lo eterno. «Somos ciudadanos del cielo» (Fil 3,20), «aspiremos a los bienes del Cielo (Col 3,1-2). Este es también el sentido de la llamada del Señor en el evangelio: «Convertíos, creed la Buena Nueva, está cerca el Reino de Dios.
Venid conmigo
Mc 1,14-20
«Se ha cumplido el tiempo». Hemos celebrado a Cristo en el Adviento como «el deseado de las naciones», el esperado de todos los pueblos. «Todo el mundo te busca» (Mc 1,37). Con la venida de Cristo estamos en la plenitud de los tiempos. El Reino de Dios está aquí, la salvación se nos ofrece para disfrutarla. Tenemos, sobre todo, a Cristo en persona. «Cuántos desearon ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís y no lo oyeron». Pero la presencia de Cristo hace que las cosas no puedan seguir igual. Por eso, Jesús añade a continuación: «Convertíos». La presencia de Cristo exige una actitud radical de atención y entrega a Él, cambiando todo lo necesario para que Él sea el centro de todo, para que su Reino se establezca en nosotros.
«Creed la Buena nueva». Evangelio significa «buena noticia», «anuncio alegre y gozoso». La presencia de Cristo, su cercanía, su poder, son una buena noticia. La llegada del Reino de Dios es una buena noticia. Cada una de las palabras y frases del evangelio son una noticia gozosa. ¿Recibo así el evangelio, como Buena nueva y anuncio gozoso, o lo veo como una carga y una exigencia? Cada vez que lo escucho, lo leo o medito, ¿lo veo como promesa de salvación? ¿Creo de verdad en el evangelio? ¿Me fío de lo que Cristo en él me manda, me advierte o me aconseja?
«Venid conmigo». Ser cristiano es ante todo irse con Jesús, caminar tras Él, seguirle. San Marcos nos presenta al principio del todo, la llamada de Jesús a los discípulos, cuando aún Jesús no ha predicado ni hecho milagros; sin embargo, ellos le siguen «inmediatamente», dejando todo, incluso el trabajo y el propio padre. La conversión que pide Jesús al principio del evangelio de hoy es ante todo dejarnos fascinar por su persona. Cuando se experimenta el atractivo de Cristo, ¡qué fácil es dejarlo todo!
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El llamamiento a la salvación, garantizado por la presencia de Jesús Redentor en medio de los hombres, no puede ser acogido sin un profundo cambio personal y colectivo. No podemos alcanzar la salvación sin un cambio radical de nuestra vida. El Hijo de Dios se ha hecho hombre para hacer de los hombres hijos de Dios. Pero quiere una opción personal por parte de los hombres. Él no coacciona. Nos deja en el uso pleno de nuestra libertad, que ha de ejercitarse hacia el bien y no degenerar en el libertinaje. Se requiere una decisión vital, un compromiso profundo de fidelidad al Corazón de Cristo Redentor, que cambia toda nuestra vida interior y externamente. El encuentro con el Salvador ha de producir en nosotros una «conversión», un cambio de vida, de mentalidad y de costumbres.
–Jonás 3,1-5.10: Los ninivitas se convirtieron de su vida. El libro profético de Jonás constituye todo él una parábola reveladora. En él se manifiesta claramente la voluntad de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Oigamos a San Ireneo:
«Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por el cetáceo, no para que fuese absorbido y destruido definitivamente, sino para que, una vez arrojado de nuevo, fuera más sumiso a Dios y diese mayor gloria a aquél que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor, que los había de librar de la muerte, con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás. Porque así dice de ellos la Escritura: «todos se retractaron de sus malos caminos y de la injusticia de sus manos, diciendo: ¿quién sabe si Dios se arrepentirá y apartará de nosotros su ira, y así no pereceremos?».
«De manera semejante, Dios toleró pacientemente en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo, que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un medio de salvación, que fue llevado a la práctica por el Verbo mediante «el signo de Jonás» (Lc 11,29-30), para aquellos que tienen con respecto al Señor los mismos sentimientos que Jonás, confesándolo con sus mismas palabras: «siervo del Señor soy yo, y adoro al Dios Señor del cielo, que hizo el mar y la tierra» (Jon 1,9).
«De esta forma, el hombre, recibiendo de Dios una salvación inesperada, resucita de entre los muertos y glorifica a Dios y pronuncia las palabras proféticas de Jonás: «Grité al Señor mi Dios en mi tribulación y me oyó desde el seno del infierno» (Jon 2,2). Así el hombre permanece para siempre glorificando a Dios y le da gracias sin interrupción por la salvación que obtuvo de Él» (Contra las herejías III,19,3ss).
–Con el Salmo 24 pedimos al Señor que nos instruya en sus sendas, para que caminemos con lealtad. La ternura y la misericordia del Señor son eternas. Él es bueno y recto y enseña su camino a los pecadores. Él hace caminar a los humildes con rectitud.
–1 Corintios 7,29-31: La apariencia de este mundo se termina. Para el verdadero creyente, la brevedad de la vida temporal no significa sino la oportunidad de aceptar la gracia y llegar a esa salvación próxima y definitiva que Cristo Jesús nos ofrece. Esa esperanza viva de los bienes eternos inminentes es lo que permite a los fieles actuar con total libertad de espíritu, y no como esclavos de las cosas temporales. Es verdad, sin embargo, que en el camino de la vida presente hay muchos enemigos y tentaciones. Escribe Casiano:
«Que estos enemigos se oponen a nuestro progreso lo decimos solamente en cuanto nos mueven al mal, no porque creamos que nos determinen efectivamente a él. Por lo demás, ningún hombre podría en absoluto evitar cualquier pecado, si esos enemigos tuvieran tanto poder para vencernos, como lo tienen para tentarnos. Si, por una parte, es verdad que tienen el poder para incitarnos al mal, por otra, es también cierto que se nos ha dado a nosotros la fuerza de rechazar sus sugestiones y la libertad de no consentir en ellas.
«Y si su poder y su ataques engendran en nosotros el temor, no perdamos de vista que contamos con la protección y la ayuda del Señor. Su gracia combate a nuestro favor con un poder incomparablemente superior al de toda esa multitud de adversarios que nos acosan. Dios no se limita únicamente a inspirarnos el bien, sino que nos impulsa a cumplirlo... Es, pues, un hecho cierto que el demonio no puede reducir a nadie, si no es a aquél que libremente le presta el consentimiento de su voluntad» (Colaciones 7,8).
–Marcos 1,14-20: Convertíos y creed la Buena Noticia. El camino de salvación, que el Evangelio nos ofrece, exige una sincera renuncia personal a nuestra anterior vida tarada o pagana, para seguir fielmente a Cristo Salvador. La conversión evangélica es la apertura decidida del corazón del hombre al Corazón de Jesucristo. San Clemente Romano escribe:
«Fijémonos atentamente en la sangre de Cristo, y démonos cuenta de cuán valiosa es a los ojos de Dios y Padre suyo, ya que derramada por nuestra salvación, ofreció a todo el mundo la gracia de la conversión.
«Recorramos todas las etapas de la historia, y veremos cómo en cualquier época el Señor ha concedido oportunidad de arrepentimiento a todos los que han querido convertirse a El. Noé predicó la penitencia, y los que le hicieron caso se salvaron. Jonás anunció la destrucción a los ninivitas, pero ellos, haciendo penitencia de sus pecados, aplacaron la ira de Dios con sus plegarias y alcanzaron la salvación, a pesar de que no pertenecían al pueblo de Dios.
«Los ministros de la gracia divina, inspirados por el Espíritu Santo, hablaron acerca de la conversión. El mismo Señor de todas las cosas habló también de la conversión, avalando sus palabras con un juramento: «por mi vida, dice el Señor, no me complazco en la muerte del pecador, sino en que cambien de conducta» [Ez 33,11]... Queriendo, pues, que todos los que Él ama se beneficien de la conversión, confirmó aquella sentencia con su voluntad omnipotente.
«Sometámonos, pues, a su espléndida y gloriosa voluntad e, implorando humildemente su misericordia y benignidad, refugiémonos en su clemencia, abandonando las obras vanas, las riñas y las envidias, cosas que llevan a la muerte. Seamos, pues, hermanos, humildes de espíritu; abandonemos toda soberbia y altanería, toda insensatez [...] Recordemos las palabras del Señor Jesús con las que enseña la equidad y la bondad» (Carta a los Corintios VII,4–XIII,1).