Domingo III Tiempo de Cuaresma (Ciclo B) – Homilías
/ 7 marzo, 2015 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Ex 20, 1-17: La Ley se dio por medio de Moisés
Ex 20, 1-3. 7-8. 12-17: La ley se dio por medio de Moisés
Sal 18, 8. 9. 10. 11: Señor, tú tienes palabras de vida eterna
1 Co 1, 22-25: Predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los hombres; pero para los llamados es sabiduría de Dios
Jn 2, 13-25: Destruid este templo, y en tres días lo levantaré
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (18-03-1979): La ira santa
domingo 18 de marzo de 19791. «La casa de mi Padre».
Hoy Cristo pronuncia estas palabras en el umbral del templo de Jerusalén.
Se presenta sobre este umbral para "reivindicar" frente a los hombres la casa de su Padre, para reclamar sus derechos sobre esta casa. Los hombres hicieron de ella una plaza de mercado. Cristo los reprende severamente; se pone decididamente contra tales desviaciones. El celo por la casa de Dios lo devora (cf. Jn 2, 17), por esto El no duda en exponerse a la malevolencia de los ancianos del pueblo judío y de todos los que son responsables de lo que se ha hecho contra la casa de su Padre, contra el templo.
Es memorable este acontecimiento. Memorable la escena. Cristo, con las palabras de su ira santa, ha inscrito profundamente en la tradición de la Iglesia la ley de la santidad de la casa de Dios. Pronunciando esas palabras misteriosas que se referían al templo de su cuerpo: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19), Jesús ha consagrado de una sola vez todos los templos del Pueblo de Dios. Estas palabras adquieren una riqueza de significado totalmente particular en el tiempo de Cuaresma cuando, meditando la pasión de Cristo y su muerte —destrucción del templo de su cuerpo—, nos preparamos a la solemnidad de la Pascua, esto es, al momento en que Jesús se nos revelará todavía en el templo mismo de su cuerpo, levantado de nuevo por el poder de Dios, que quiere construir en él, de generación en generación, el edificio espiritual de la nueva fe, esperanza y caridad [...]
4. La casa es la morada del hombre. Es una condición necesaria para que el hombre pueda venir al mundo, crecer, desarrollarse, para que pueda trabajar, educar, y educarse, para que los hombres puedan constituir esa unión más profunda y más fundamental que se llama "familia".
Se construyen las casas para las familias. Después, las mismas familias se construyen en las casas sobre la verdad y el amor. El fundamento primero de esta construcción es la alianza matrimonial, que se expresa en las palabras del sacramento con las que el esposo y la esposa se prometen recíprocamente la unión, el amor, la fidelidad conyugal. Sobre este fundamento se apoya ese edificio espiritual, cuya construcción no puede cesar nunca. Los cónyuges, como padres, deben aplicar constantemente a la propia vida de constructores sabios, la medida de la unión, del amor, de la honestidad y de la fidelidad matrimonial. Deben renovar cada día esa promesa en sus corazones y a veces recordarla también con las palabras. Hoy, con ocasión de esta visita pastoral, yo les invito a hacerlo de modo particular, porque la visita pastoral debe servir para la renovación de ese templo que formamos todos en Cristo crucificado y resucitado. San Pablo dice que Cristo es "poder y sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 24). Sea El vuestro poder y vuestra sabiduría, queridos esposos y padres. Lo sea para todas las familias de esta parroquia. ¡No os privéis de este poder y de esta sabiduría! Consolidaos en ellos. Educad en ellos a vuestros hijos y no permitáis que este poder y esta sabiduría, que es Cristo, les sea quitado un día. Por ningún ambiente y por ninguna institución. No permitáis que alguien pueda destruir ese "templo" que vosotros construís en vuestros hijos. Este es vuestro deber, pero éste es también vuestro sacrosanto derecho. Y es un derecho que nadie puede violar sin cometer una arbitrariedad.
5. La familia está construida sobre la sabiduría y el poder del mismo Cristo, porque se apoya sobre un sacramento. Y está construida también y se construye constantemente sobre la ley divina, que no puede ser sustituida en modo alguno por cualquier otra ley. ¿Acaso puede un legislador humano abolir los mandamientos que nos recuerda hoy la lectura del Libro del Éxodo: «No matar, no cometer adulterio, no robar, no decir falsos testimonios» (Ex 20, 13-16)? Todos sabemos de memoria el Decálogo. Los diez mandamientos constituyen la concatenación necesaria de la vida humana personal, familiar, social. Si falta esta concatenación, la vida del hombre se hace inhumana. Por esto el deber fundamental de la familia, y después de la escuela, y de todas las instituciones, es la educación y consolidación de la vida humana sobre el fundamento de esta ley, que a nadie es lícito violar.
Así estamos construyendo con Cristo el templo de la vida humana, en el que habita Dios. Construyamos en nosotros la casa del Padre. Que el celo por la construcción de esta casa constituya el núcleo de la vida de todos nosotros aquí presentes...
Homilía (02-03-1997): La Resurrección
domingo 2 de marzo de 19971. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna» (cf. Jn 6, 68).
El Salmo responsorial que acabamos de proclamar nos lleva al corazón del mensaje de la liturgia de hoy. El poder de la Palabra divina se manifestó por primera vez en la creación del mundo, cuando Dios dijo: «Fiat» (cf. Gn 1, 3), llamando a la existencia a todas las criaturas. Pero las lecturas bíblicas de este tercer domingo de Cuaresma destacan otra dimensión del poder de la Palabra de Dios: la que se refiere al orden moral.
Dios entregó al pueblo elegido el Decálogo en el monte Sinaí, montaña que reviste singular valor simbólico en la historia de la salvación. Precisamente por esto, con ocasión del gran jubileo de año 2000, se ha propuesto un encuentro en ese monte (cf. Tertio millennio adveniente, 53). La primera lectura de hoy, tomada del libro del Éxodo, desarrolla de modo particular los primeros tres mandamientos dados a Israel, esto es, los de la que se suele llamar «primera tabla»: «Yo soy el Señor, tu Dios (...). No tendrás otros dioses frente a mí (...). No pronunciarás el nombre del Señor, tu Dios, en falso (...). Fíjate en el sábado para santificarlo » (Ex20, 2.7-8).
2. Es fundamental el primer mandamiento, en el que se afirma solemnemente la unicidad de Dios: no hay otras divinidades, además de él. En la ley dada a Moisés, se manifiesta el Dios invisible, que ninguna imagen realizada por las manos del hombre puede representar dignamente. Con la encarnación del Verbo, Dios se hizo hombre, y así el Dios invisible se hizo visible y, desde ese momento, la humanidad puede contemplar su gloria. La cuestión de la representación artística de Dios fue examinada detenidamente en el segundo concilio de Nicea, y se aclaró entonces que, dado que el Dios invisible se había hecho hombre en la Encarnación, su reproducción artística era legítima para los cristianos.
Al primer mandamiento está muy unido el segundo, que no sólo quiere condenar el abuso del nombre de Dios, sino que también tiene como finalidad advertir que no se siga la idolatría difundida en las religiones paganas.
De la misma forma, por lo que concierne al tercer mandamiento: «Fíjate en el sábado para santificarlo» (Ex 20, 8), la normativa es detallada y se remonta al modelo originario del descanso, del que dio ejemplo Dios al término de la creación.
En cambio, se describen de manera sintética los mandamientos de la que se suele llamar «segunda tabla».
3. «Señor, tú tienes palabras de vida eterna». Las palabras que Dios pronuncia en el Antiguo Testamento encuentran pleno cumplimiento en Cristo, Palabra de Dios encarnada. En la antigua alianza, el poder creador de Dios en el ámbito moral se expresó en el Decálogo; en la nueva alianza, en cambio, Cristo es la actuación plena de ese poder; por tanto, no es una ley escrita, sino la persona misma del Salvador.
Se trata de una verdad que san Pablo expresa con eficacia al escribir a los Gálatas y a los Romanos: a la justificación mediante la observancia de la ley contrapone la justificación mediante la fe en Cristo. Hoy, en cambio, en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios, leemos estas palabras: «Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los griegos; pero para los llamados a Cristo —judíos o griegos— fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1Co 1, 22-24).
El poder y la sabiduría que Dios manifestó al crear el mundo y al hombre, hecho «a su imagen y semejanza» (cf. Gn 1, 26), se expresan plenamente en el orden moral. Por tanto, está al servicio del bien del hombre y de la sociedad humana. Esto lo confirma el Nuevo Testamento que determina con claridad el papel de la moral al servicio de la salvación eterna del hombre.
Precisamente por esto, en la aclamación antes del Evangelio acabamos de proclamar las palabras que Jesús pronunció en el diálogo con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único. Todo el que cree en él, tiene vida eterna» (Jn 3, 16). No sólo los mandamientos, sino sobre todo el Verbo eterno, que se hizo hombre, es la fuente de la vida eterna. [...]
5. «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).
En el evangelio hemos releído el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. La descripción de san Juan es viva y elocuente: por una parte está Jesús que, «haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes» (Jn 2, 14-15), y por otra están los judíos, en particular los fariseos. El contraste es fuerte, hasta el punto de que algunos de los presentes preguntan a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18).
«Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19), responde Cristo. La gente replica: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (Jn 2, 20). No habían comprendido —anota san Juan— que el Señor estaba hablando del templo vivo de su cuerpo que, durante los acontecimientos pascuales, sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. «Y cuando resucitó de entre los muertos —escribe el evangelista—, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (Jn 2, 22).
El acontecimiento pascual da significado auténtico a todos los elementos presentes en las lecturas de hoy. En la Pascua se revela plenamente el poder del Verbo encarnado, poder del Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación.
«Señor, tú tienes palabras de vida eterna».
Creemos que tú eres verdaderamente el Hijo de Dios.
Y te damos gracias por habernos hecho partícipes de tu misma vida divina.
Amén.
Ángelus (02-03-1997): Vendedores del templo de nuestra época
domingo 2 de marzo de 19971. En el evangelio de este tercer domingo de Cuaresma, san Juan relata que Jesús, al encontrar en el templo de Jerusalén a vendedores y cambistas, hizo un azote de cordeles y los arrojó con palabras encendidas: «¡Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre!» (Jn 2, 16).
La actitud «severa» del Señor parecería estar en contraste con la mansedumbre habitual con la que se acerca a los pecadores, cura a los enfermos, acoge a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, observando con atención, la mansedumbre y la severidad son expresiones del mismo amor, que sabe ser, según la necesidad, tierno y exigente. El amor auténtico va acompañado siempre por la verdad.
Ciertamente, el celo y el amor de Jesús a la casa del Padre no se limitan a un templo de piedra. El mundo entero pertenece a Dios, y no se ha de profanar. Con el gesto profético que nos refiere el texto evangélico de hoy, Cristo nos pone en guardia contra la tentación de «comerciar» incluso con la religión, supeditándola a intereses mundanos o, de cualquier modo, ajenos a ella.
Cristo alza su voz también contra los «vendedores del templo» de nuestra época, es decir, contra cuantos convierten el mercado en su «religión» hasta ofender, en nombre del «dios-poder y del dios-dinero», la dignidad de la persona humana con abusos de todo tipo. Pensemos, por ejemplo, en la falta de respeto a la vida, hecha objeto a veces de peligrosos experimentos; pensemos en la contaminación ecológica, la comercialización del sexo, el tráfico de drogas y la explotación de los pobres y los niños.
2. La página evangélica también tiene un significado más específico, que remite al misterio de Cristo y anuncia la alegría de la Pascua. Respondiendo a quienes le pedían que confirmara con un «signo» su profecía, Jesús lanza una especie de desafío: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). El mismo evangelista advierte que hablaba de su cuerpo, aludiendo a su futura resurrección. Así, la humanidad de Cristo se presenta como el verdadero «templo», la casa viva de Dios. Será «destruida» en el Gólgota, pero inmediatamente volverá a ser «reconstruida» en la gloria, para transformarse en morada espiritual de cuantos acogen el mensaje evangélico y se dejan plasmar por el Espíritu de Dios.
3. Que la Virgen nos ayude a acoger las palabras de su Hijo divino. La misión de María consiste, precisamente, en llevarnos a él, repitiéndonos la invitación que hizo a los sirvientes en Caná: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Escuchemos su voz materna. María sabe bien que las exigencias del Evangelio, incluso cuando son pesadas y duras, constituyen el secreto de la verdadera libertad y de nuestra felicidad auténtica.
Homilía (26-03-2000): La Resurrección, signo de fidelidad
domingo 26 de marzo de 20001. Siguiendo el camino de la historia de la salvación, tal como se narra en el Símbolo de los Apóstoles, mi peregrinación jubilar me ha traído a Tierra Santa. De Nazaret, donde Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María por obra del Espíritu Santo, he llegado a Jerusalén, donde "padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado". Aquí, en la basílica del Santo Sepulcro, me arrodillo ante el lugar de su sepultura: "He aquí el lugar donde lo pusieron" (Mc 16, 6).
La tumba está vacía. Es un testigo silencioso del acontecimiento central de la historia humana: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Durante casi dos mil años la tumba vacía ha dado testimonio de la victoria de la Vida sobre la muerte. Con los Apóstoles y los evangelistas, con la Iglesia de todos los tiempos y lugares, también nosotros damos testimonio y proclamamos: "¡Cristo resucitó! Una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte no tiene ya señorío sobre él" (cf. Rm 6, 9).
"Mors et vita duello conflixere mirando; dux vitae mortuus, regnat vivus" (Secuencia pascual latina Victimae paschali). El Señor de la vida estaba muerto; ahora reina, victorioso sobre la muerte, fuente de vida eterna para todos los creyentes.
3. "Destruid este templo y en tres días lo levantaré" (Jn 2, 19).
El evangelista san Juan nos narra que, después de la resurrección de Jesús de entre los muertos, los discípulos recordaron estas palabras y creyeron (cf. Jn 2, 22). Jesús las pronunció a fin de que fueran un signo para sus discípulos. Cuando fue al templo con sus discípulos, expulsó a los cambistas y a los vendedores del lugar santo (cf. Jn 2, 15). En el momento en que los presentes protestaron, preguntándole: "¿Qué señal nos muestras para obrar así?", Jesús les replicó: "Destruid este templo y en tres días lo levantaré". El evangelista anota que "él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2, 18-21).
La profecía encerrada en las palabras de Jesús se cumplió en la Pascua, cuando "al tercer día resucitó de entre los muertos". La resurrección de nuestro Señor Jesucristo es el signo de que el Padre eterno es fiel a su promesa y hace nacer nueva vida de la muerte: "la resurrección del cuerpo y la vida eterna". El misterio se refleja claramente en esta antigua iglesia de laAnástasis, que contiene tanto el sepulcro vacío, signo de la Resurrección, como el Gólgota, lugar de la crucifixión. La buena nueva de la Resurrección no puede separarse nunca del misterio de la cruz. San Pablo nos lo dice en la segunda lectura de hoy: "Nosotros predicamos a Cristo crucificado" (1 Co 1, 23). Cristo, que se ofreció a sí mismo como sacrificio vespertino en el altar de la cruz (cf. Sal 141, 2), se revela ahora como "fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 24). Y en su resurrección, los hijos y las hijas de Adán han sido hechos partícipes de su vida divina, que tenía desde toda la eternidad, con el Padre, en el Espíritu Santo.
4. [...] Mediante el Decálogo y la ley moral inscrita en el corazón del hombre (cf. Rm 2, 15), Dios desafía radicalmente la libertad de cada hombre y cada mujer. Responder a la voz de Dios que resuena en lo más profundo de nuestra conciencia y elegir el bien es la opción más sublime de la libertad humana. Equivale, realmente, a elegir entre la vida y la muerte (cf. Dt 30, 15). Caminando por la senda de la Alianza con Dios santísimo, el pueblo se convierte en heraldo y testigo de la promesa, la promesa de una auténtica liberación y de la plenitud de vida.
La resurrección de Jesús es el sello definitivo de todas las promesas de Dios, el lugar de nacimiento de una humanidad nueva y resucitada, la prenda de una historia caracterizada por los dones mesiánicos de paz y alegría espiritual. En el alba de un nuevo milenio, loscristianos pueden y deben mirar al futuro con firme confianza en el poder glorioso del Resucitado de renovar todas las cosas (cf. Ap 21, 5). Él es el único que libra a toda la creación de la servidumbre de la corrupción (cf. Rm 8, 20). Con su resurrección, abre el camino al gran descanso del sabbath, el octavo día, cuando la peregrinación de la humanidad llegue a su fin y Dios sea todo en todos (cf. 1 Co 15, 28).
Aquí, en el Santo Sepulcro y en el Gólgota, a la vez que renovamos nuestra profesión de fe en el Señor resucitado, ¿podemos dudar de que con el poder del Espíritu de vida recibiremos la fuerza para superar nuestras divisiones y trabajar juntos a fin de construir un futuro de reconciliación, unidad y paz? Aquí, como en ningún otro lugar de la tierra, oímos una vez más al Señor que dice a sus discípulos: "¡Ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).
5. "Mors et vita duello conflixere mirando; dux vitae mortuus, regnat vivus".
El Señor resucitado, resplandeciente por la gloria del Espíritu, es la Cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico. Él la sostiene en su misión de proclamar el Evangelio de la salvación a los hombres y mujeres de cada generación, hasta que vuelva en la gloria.
En este lugar, donde se dio a conocer la Resurrección primero a las mujeres y luego a los Apóstoles, invito a todos los miembros de la Iglesia a renovar su obediencia al mandato del Señor de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra. En el alba de un nuevo milenio es muy necesario proclamar desde los tejados la buena nueva de que "tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (Jn 3, 16). "Señor, (...) tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 68). Hoy, como indigno Sucesor de Pedro, deseo repetir estas palabras mientras celebramos el sacrificio eucarístico en este lugar, el más santo de la tierra. Con toda la humanidad redimida, hago mías las palabras que Pedro, el pescador, dirigió a Cristo, Hijo del Dios vivo: "Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna".
Christós anésti.
¡Jesucristo ha resucitado! ¡En verdad, ha resucitado! Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (19-03-2006): Crucificado y Resucitado
domingo 19 de marzo de 2006Hemos escuchado juntos una famosa y bella página del libro del Éxodo, en la que el autor sagrado narra la entrega del Decálogo a Israel por parte de Dios. Un detalle llama enseguida la atención: la enumeración de los diez mandamientos se introduce con una significativa referencia a la liberación del pueblo de Israel. Dice el texto: "Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud" (Ex 20, 2). Por tanto, el Decálogo quiere ser una confirmación de la libertad conquistada. En efecto, los mandamientos, si se analizan en profundidad, son el instrumento que el Señor nos da para defender nuestra libertad tanto de los condicionamientos internos de las pasiones como de los abusos externos de los maliciosos. Los "no" de los mandamientos son otros tantos "sí" al crecimiento de una libertad auténtica. Conviene subrayar también una segunda dimensión del Decálogo: con la Ley dada por medio de Moisés el Señor revela que quiere establecer con Israel una alianza. Por consiguiente, la Ley, más que una imposición, es un don. Más que mandar lo que el hombre debe hacer, quiere manifestar a todos la elección de Dios: él está de parte del pueblo elegido; lo liberó de la esclavitud y lo rodeó con su bondad misericordiosa. El Decálogo es testimonio de un amor de predilección.
La liturgia de hoy nos ofrece un segundo mensaje: la Ley mosaica se cumplió plenamente en Jesús, que reveló la sabiduría y el amor de Dios mediante el misterio de la cruz, "escándalo para los judíos, necedad para los griegos —como nos dice san Pablo en la segunda lectura—; pero para los llamados (...), judíos o griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 23-24). Precisamente a este misterio se refiere la página evangélica que se acaba de proclamar: Jesús expulsa del templo a los vendedores y a los cambistas. El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo de un salmo: "El celo por tu casa me devora" (cf. Sal 69, 10). A Jesús lo "devora" este "celo" por la "casa de Dios", utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma: "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn 2, 19). Palabras misteriosas, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando: "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn2, 21).
Sus adversarios destruirán este "templo", pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y "escandalosa" de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, esta celebración eucarística, que a la meditación de los textos litúrgicos del tercer domingo de Cuaresma une el recuerdo de san José, nos ofrece la oportunidad de considerar, a la luz del misterio pascual, otro aspecto importante de la existencia humana. Me refiero a la realidad del trabajo, que hoy está en el centro de cambios rápidos y complejos. En numerosas páginas la Biblia muestra cómo el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre. Cuando el Creador plasmó al hombre a su imagen y semejanza, lo invitó a trabajar la tierra (cf. Gn 2, 5-6). A causa del pecado de nuestros primeros padres, el trabajo se transformó en fatiga y sudor (cf. Gn 3, 6-8), pero el proyecto divino mantiene inalterado su valor. El mismo Hijo de Dios, haciéndose semejante en todo a nosotros, se dedicó durante muchos años a actividades manuales, hasta el punto de que lo conocían como el "hijo del carpintero" (cf. Mt 13, 55). La Iglesia ha mostrado siempre, especialmente durante el último siglo, interés y solicitud por este ámbito de la sociedad, como testimonian las numerosas intervenciones sociales del Magisterio y la acción de múltiples asociaciones de inspiración cristiana, algunas de las cuales han venido hoy aquí a representar a todo el mundo de los trabajadores. Me alegra acogeros, queridos amigos, y os dirijo a cada uno mi cordial saludo...
El trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida. Al respecto, es oportuna la invitación de la primera lectura: "Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso dedicado al Señor, tu Dios" (Ex 20, 8-9). El sábado es día santificado, es decir, consagrado a Dios, en el que el hombre comprende mejor el sentido de su existencia y también de la actividad laboral. Por tanto, se puede afirmar que la enseñanza bíblica sobre el trabajo culmina en el mandamiento del descanso. Al respecto, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia observa oportunamente: "El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del sábado eterno (cf. Hb 4, 9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ef 2, 10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a él, que de ellas es el Autor" (n. 258).
La actividad laboral debe contribuir al verdadero bien de la humanidad, permitiendo "al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación" (Gaudium et spes, 35). Para que esto suceda no basta la preparación técnica y profesional, por lo demás necesaria; ni siquiera es suficiente la creación de un orden social justo y atento al bien de todos. Es preciso vivir una espiritualidad que ayude a los creyentes a santificarse a través de su trabajo, imitando a san José, que cada día debió proveer con sus manos a las necesidades de la Sagrada Familia, y por eso la Iglesia lo propone como patrono de los trabajadores. Su testimonio muestra que el hombre es sujeto y protagonista del trabajo. Quisiera encomendarle a él a los jóvenes que con esfuerzo logran insertarse en el mundo del trabajo, a los desempleados y a todos los que sufren las dificultades debidas a la crisis laboral generalizada. Que junto con María, su esposa, san José vele sobre todos los trabajadores y obtenga serenidad y paz para las familias y para toda la humanidad. Que al contemplar a este gran santo, los cristianos aprendan a testimoniar en todos los ámbitos laborales el amor de Cristo, manantial de solidaridad verdadera y de paz estable. Amén.
Ángelus (11-03-2012): Nuevo culto y nuevo Templo
domingo 11 de marzo de 2012El Evangelio de este tercer domingo de Cuaresma refiere, en la redacción de san Juan, el célebre episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales y a los cambistas (cf. Jn 2, 13-25). El hecho, recogido por todos los evangelistas, tuvo lugar en la proximidad de la fiesta de la Pascua y suscitó gran impresión tanto entre la multitud como entre sus discípulos. ¿Cómo debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar, hay que señalar que no provocó ninguna represión de los guardianes del orden público, porque lo vieron como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, con frecuencia denunciaban los abusos, y a veces lo hacían con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (Jn 2, 18); demuéstranos que actúas verdaderamente en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo también se ha interpretado en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos, de hecho, eran «celosos» de la ley de Dios y estaban dispuestos a usar la violencia para hacer que se cumpliera. En tiempos de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio de los romanos. Pero Jesús decepcionó estas expectativas, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, es un instrumento del anticristo. La violencia nunca sirve a la humanidad, más aún, la deshumaniza.
Escuchemos entonces las palabras que Jesús dijo al realizar ese gesto: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2, 16). Sus discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito en un Salmo: «El celo de tu casa me devora» (69, 10). Este Salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga en carne propia, no el que querría servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección. «Destruid este templo —dijo—, y en tres días lo levantaré». Y san Juan observa: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19. 21). Con la Pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios Padre «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23). Queridos amigos, el Espíritu Santo comenzó a construir este nuevo templo en el seno de la Virgen María. Por su intercesión, pidamos que cada cristiano sea piedra viva de este edificio espiritual.
Francisco, papa
Homilía (08-03-2015): No podemos engañar a Jesús
domingo 8 de marzo de 2015En este pasaje del Evangelio que hemos escuchado, hay dos cosas que me impresionan: una imagen y una palabra.
La imagen es la de Jesús con el látigo en la mano que echa fuera a todos los que aprovechaban el Templo para hacer negocios. Estos comerciantes que vendían los animales para los sacrificios, cambiaban las monedas... Estaba lo sagrado —el templo, sagrado— y esto sucio, afuera. Esta es la imagen. Y Jesús toma el látigo y procede, para limpiar un poco el Templo.
Y la frase, la palabra, está ahí donde se dice que mucha gente creía en Él, una frase terrible: «Pero Jesús no se confiaba a ellos, porque los conocía a todos, y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque Él sabía lo que hay dentro de cada hombre» (Jn 2, 24-25).
Nosotros no podemos engañar a Jesús: Él nos conoce por dentro. No se fiaba. Él, Jesús, no se fiaba. Y esta puede ser una buena pregunta en la mitad de la Cuaresma: ¿Puede fiarse Jesús de mí? ¿Puede fiarse Jesús de mí, o tengo una doble cara? ¿Me presento como católico, como uno cercano a la Iglesia, y luego vivo como un pagano? «Pero Jesús no lo sabe, nadie va a contárselo». Él lo sabe. «Él no tenía necesidad de que alguien diese testimonio; Él, en efecto, conocía lo que había en el hombre». Jesús conoce todo lo que está dentro de nuestro corazón: no podemos engañar a Jesús. No podemos, ante Él, aparentar ser santos, y cerrar los ojos, actuar así, y luego llevar una vida que no es la que Él quiere. Y Él lo sabe. Y todos sabemos el nombre que Jesús daba a estos con doble cara: hipócritas.
Nos hará bien, hoy, entrar en nuestro corazón y mirar a Jesús. Decirle: «Señor, mira, hay cosas buenas, pero también hay cosas no buenas. Jesús, ¿te fías de mí? Soy pecador...». Esto no asusta a Jesús. Si tú le dices: «Soy un pecador», no se asusta. Lo que a Él lo aleja es la doble cara: mostrarse justo para cubrir el pecado oculto. «Pero yo voy a la iglesia, todos los domingos, y yo...». Sí, podemos decir todo esto. Pero si tu corazón no es justo, si tú no vives la justicia, si tú no amas a los que necesitan amor, si tú no vives según el espíritu de las bienaventuranzas, no eres católico. Eres hipócrita. Primero: ¿Puede Jesús fiarse de mí? En la oración, preguntémosle: Señor, ¿Tú te fías de mí?
Segundo, el gesto. Cuando entramos en nuestro corazón, encontramos cosas que no funcionan, que no están bien, como Jesús encontró en el Templo esa suciedad del comercio, de los vendedores. También dentro de nosotros hay suciedad, hay pecados de egoísmo, de soberbia, de orgullo, de codicia, de envidia, de celos... ¡tantos pecados! Podemos incluso continuar el diálogo con Jesús: «Jesús, ¿Tú te fías de mí? Yo quiero que Tú te fíes de mí. Entonces te abro la puerta y tú limpia mi alma». Y pedir al Señor que así como limpió el Templo, venga a limpiar el alma. E imaginamos que Él viene con un látigo de cuerdas... No, con eso no limpia el alma. ¿Vosotros sabéis cuál es el látigo de Jesús para limpiar nuestra alma? La misericordia. Abrid el corazón a la misericordia de Jesús. Decid: «Jesús, mira cuánta suciedad. Ven, limpia. Limpia con tu misericordia, con tus palabras dulces; limpia con tus caricias». Y si abrimos nuestro corazón a la misericordia de Jesús, para que limpie nuestro corazón, nuestra alma, Jesús se fiará de nosotros.
Ángelus (08-03-2015): El verdadero templo en el que Dios se da a conocer
domingo 8 de marzo de 2015El Evangelio de hoy (Jn 2, 13-25) nos presenta el episodio de la expulsión de los vendedores del templo. Jesús «hizo un látigo con cuerdas, los echó a todos del Templo, con ovejas y bueyes» (v. 15), el dinero, todo. Tal gesto suscitó una fuerte impresión en la gente y en los discípulos. Aparece claramente como un gesto profético, tanto que algunos de los presentes le preguntaron a Jesús: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?» (v. 18), ¿quién eres para hacer estas cosas? Muéstranos una señal de que tienes realmente autoridad para hacerlas. Buscaban una señal divina, prodigiosa, que acreditara a Jesús como enviado de Dios. Y Él les respondió: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré» (v. 19). Le replicaron: «Cuarenta y seis años se ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?» (v. 20). No habían comprendido que el Señor se refería al templo vivo de su cuerpo, que sería destruido con la muerte en la cruz, pero que resucitaría al tercer día. Por eso, «en tres días». «Cuando resucitó de entre los muertos —comenta el evangelista—, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús» (v. 22).
En efecto, este gesto de Jesús y su mensaje profético se comprenden plenamente a la luz de su Pascua. Según el evangelista Juan, este es el primer anuncio de la muerte y resurrección de Cristo: su cuerpo, destruido en la cruz por la violencia del pecado, se convertirá con la Resurrección en lugar de la cita universal entre Dios y los hombres. Cristo resucitado es precisamente el lugar de la cita universal —de todos— entre Dios y los hombres. Por eso su humanidad es el verdadero templo en el que Dios se revela, habla, se lo puede encontrar; y los verdaderos adoradores de Dios no son los custodios del templo material, los detentadores del poder o del saber religioso, sino los que adoran a Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23).
En este tiempo de Cuaresma nos estamos preparando para la celebración de la Pascua, en la que renovaremos las promesas de nuestro bautismo. Caminemos en el mundo como Jesús y hagamos de toda nuestra existencia un signo de su amor para nuestros hermanos, especialmente para los más débiles y los más pobres, construyamos para Dios un templo en nuestra vida. Y así lo hacemos «encontrable» para muchas personas que encontramos en nuestro camino. Si somos testigos de este Cristo vivo, mucha gente encontrará a Jesús en nosotros, en nuestro testimonio. Pero —nos preguntamos, y cada uno de nosotros puede preguntarse—, ¿se siente el Señor verdaderamente como en su casa en mi vida? ¿Le permitimos que haga «limpieza» en nuestro corazón y expulse a los ídolos, es decir, las actitudes de codicia, celos, mundanidad, envidia, odio, la costumbre de murmurar y «despellejar» a los demás? ¿Le permito que haga limpieza de todos los comportamientos contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos, como hemos escuchado hoy en la primera lectura? Cada uno puede responder a sí mismo, en silencio, en su corazón. «¿Permito que Jesús haga un poco de limpieza en mi corazón?». «Oh padre, tengo miedo de que me reprenda». Pero Jesús no reprende jamás. Jesús hará limpieza con ternura, con misericordia, con amor. La misericordia es su modo de hacer limpieza. Dejemos —cada uno de nosotros—, dejemos que el Señor entre con su misericordia —no con el látigo, no, sino con su misericordia— para hacer limpieza en nuestros corazones. El látigo de Jesús para nosotros es su misericordia. Abrámosle la puerta, para que haga un poco de limpieza.
Cada Eucaristía que celebramos con fe nos hace crecer como templo vivo del Señor, gracias a la comunión con su Cuerpo crucificado y resucitado. Jesús conoce lo que hay en cada uno de nosotros, y también conoce nuestro deseo más ardiente: el de ser habitados por Él, sólo por Él. Dejémoslo entrar en nuestra vida, en nuestra familia, en nuestro corazón. Que María santísima, morada privilegiada del Hijo de Dios, nos acompañe y nos sostenga en el itinerario cuaresmal, para que redescubramos la belleza del encuentro con Cristo, que nos libera y nos salva.
Congregación para el Clero
Homilía
«Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén» (Jn 2,13). San Juan, a diferencia de los otros evangelistas, coloca este relato al comienzo de su Evangelio, en la primera de las tres fiestas pascuales, en las cuales está documentada la participación del Señor.
Todo lo que Él, con su pasión, muerte y resurrección realizó en la tercera y definitiva Pascua, aquí se encuentra como anticipado y prefigurado.
Ante todo, el hecho: Jesús expulsa a los vendedores y a los cambistas de la Casa de su Padre (Jn 2,14-16). En esta ocasión, Jesús no solamente advierte, sino que interviene con todo su ser, así como nos va a salvar no con una doctrina, sino entregándose a Sí mismo en la Cruz.
Si el relato nos resulta familiar, por cierto clima ideológico que caracteriza a nuestro tiempo tendemos a ver enseguida sus consecuencias «morales», sobre todo en relación con la Iglesia. No obstante, se olvida que la Iglesia es «ya» el Templo destruido por los hombres y resucitado por Cristo en tres días; es ya «el lugar donde Dios «llega» a nosotros y desde donde nosotros «partimos» hacia Él», como recientemente ha enseñado el Santo Padre Benedicto XVI (Homilía en la Solemnidad de la Cátedra de San Pedro, 19 febrero 2012).
Sea lo que fuere que hagan los hombres que forman el cuerpo –siempre llamados a la conversión, especialmente en este tiempo de Cuaresma-, la Iglesia sigue siendo el lugar donde Dios nos reúne; lugar de la presencia de Cristo en la historia, como lo será hasta la consumación de los tiempos. Por esto es que se la debe amar profundamente y mirarla por lo que Ella es: Templo de la misericordia y de la condescendencia de Dios, en el cual hay lugar para los pecadores, hay lugar para cada uno de nosotros.
El gesto realizado por Cristo es mucho más que «moralizante». Él no pretende quitar del templo lo material, como el comercio de los animales para el sacrificio y la mesa de los cambistas, como si fueran cosas «indignas» de Dios. Si pensáramos así olvidaríamos que quien purifica el templo es íntegramente hombre e íntegramente Dios; que, a partir de Cristo, no sólo lo «material» se hace compatible con lo divino, sino que, aún más, es el instrumento mismo a través del cual se alcanza lo Divino. Es algo muy distinto de la búsqueda de una pureza o una purificación ritual.
Cristo, más bien, vuelve a Israel –y, por tanto, a nuestra humanidad- a su verdadera vocación. ¿Cómo? Ante todo, llamando al templo, corazón del pueblo de Israel, a su verdad. Los bancos de los vendedores, en efecto, ocupaban el Patio de los Gentiles, lugar al que podían acceder también los que no-hebreos, que así eran invitados a adorar al único verdadero Dios. Cristo reabre ese espacio, y con él todo el templo, a su verdad de lugar en el cual «Dios quiere encontrar» al hombre: no sólo los sacrificios de los hombres, sino aquello de lo cual los sacrificios eran signos: el corazón mismo del hombre.
Él llama al hombre –a todo el hombre y a todos los hombres- al encuentro con Él, y comienza a hacerlo por medio del pequeño pueblo que había elegido, Israel.
Cristo, por esto, no es un revolucionario político –como algunos han sostenido en el siglo pasado- ni un asceta que llama a una especie de mortificación de uno mismo.
Él es el Redentor, que ha venido para iluminar al hombre con la Luz de la Verdad, para purificar el templo, para reabrir la razón al horizonte grande de Dios. Él es la Verdad que, crucificada el Viernes Santo, veremos esplendorosa el día de Pascua y que nos acoge en el el nuevo Templo de su Cuerpo. Por esto, «mientras los judíos piden signos y los griegos buscan la sabiduría, nosotros predicamos a Cristo Crucificado, escándalo para los judíos y necedad para los paganos; pero para aquellos que son llamados (...), fuerza de Dios y sabiduría de Dios » (1Cor 1,23-24).
A la Santísima Virgen María, a su libre humanidad, inteligente, consciente y transparente a la Luz de Dios, a Ella que es Mediadora de todas las gracias, pidámosle tomarnos en serio la llamada de Dios, y liberando el «patio» de nuestra razón, que lleguemos a estar realmente abiertos a Dios y a los hombres. Amén.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El signo del templo
El evangelio nos presenta a Jesús como el nuevo templo, destruido en la cruz y reconstruido a los tres días. De este templo manará para nosotros el agua vivificante del Espíritu (cfr. Jn 19,34). En este templo estamos llamados a morar, a permanecer (Jn 15,4), lo mismo que Él mora en el seno del Padre (Jn 1,18). De este templo formamos parte como piedras vivas (1Pe 2,5) por el bautismo. Este templo destruido y reconstruido es el signo que Dios nos da en esta cuaresma para que creamos en Él.
Jesús aparece también empleando la violencia. Este texto nos presenta un Jesús intransigente contra el mal. El mismo Jesús que vemos lleno de ternura y amor hacia los pecadores (cfr. Jn 8,1-11) hasta dar la vida por ellos (Jn 15,13) es el que aquí contemplamos actuando enérgicamente contra el mal. El mismo y único Cristo. Nos corrobora así la postura que ya manifestaba en el primer domingo luchando contra Satanás. Jesús no pacta con el mal. Lo vemos devorado por el celo de la casa de Dios, del templo. El mismo celo que debe encendernos a nosotros en la lucha contra el mal. El mismo celo que debe devorarnos por la santidad de la casa de Dios que es la Iglesia. El mismo celo que debe hacernos arder en esta Cuaresma por la purificación del templo que somos nosotros mismos.
Pero la lucha contra el mal es sobre todo una opción positiva, una adhesión al bien, al Bien que es Dios mismo. La cuaresma es una oportunidad de gracia para renovar nuestra vivencia de los mandamientos. Para renovar, mediante el cumplimiento fiel de los mandamientos, nuestra pertenencia al Señor que nos ha sacado de la esclavitud y nos ha hecho libres. Cumpliendo los mandamientos decimos «sí» a Dios. Cumpliendo los mandamientos reafirmamos la alianza, el pacto de amor que Dios hizo con nosotros en el bautismo. Cumpliendo los mandamientos nos lanzamos por el camino que nos hace verdaderamente libres.
El celo de tu casa me devora
Jn 2,13-25
Nos encontramos en este texto de san Juan con un rasgo de Jesús en el que solemos reparar poco: la dureza de Jesús frente al mal y la hipocresía, que aparece otras muchas veces en sus invectivas contra los fariseos. ¿La razón? «El celo de tu casa me devora». A veces casi se llega a identificar el amor con la melosidad inofensiva. Y, sin embargo, la postura aparentemente violenta de Jesús es fruto del amor, de un amor apasionado, porque el celo es el amor llevado al extremo (cfr. Dt 4,24 y 2Cor 11,2). ¿No deberemos también nosotros ganar mucho en fortaleza en la lucha contra el mal en todas sus manifestaciones? Porque «el amor es fuerte como la muerte» (Ct. 8,6).
Jesús es fuerte para defender los derechos de su Padre. Su corazón humano, que ama el Padre con todas sus fuerzas, se enciende de celo ante la profanación del Templo, el lugar santo, la morada de Dios. En medio de un mundo que desprecia a Dios, también el cristiano debe vivir la actitud de Jesús: «El celo de tu casa me devora».
La fortaleza de Cristo, por lo demás, no se ejerce contra los hombres, sino en favor de ellos, dejando que destruyan el templo de su cuerpo y reconstruyéndolo en tres días. «Tengo poder para entregar mi vida y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,18). De igual modo, el cristiano unido a Cristo es invencible, aunque deje su piel y su vida en la lucha contra el mal: «No temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma... Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt 10,28-30).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
No podemos reducir nuestra celebración cuaresmal en una meras prácticas devocionales. «No todo el que dice: «Señor, Señor» entrará en el Reino de los Cielos» (Mt 7,21). Hemos de identificar nuestra voluntad con la de Dios. A esto deben conducirnos nuestras prácticas cuaresmales. La fidelidad filial con que Jesucristo cumplió la voluntad del Padre, hasta el sacrificio real de su vida, su actitud de obediencia incondicional, constituyen el ejemplo de vida impresionante que debemos imitar, como discípulos suyos.
–Éxodo 20,1-17: La ley fue dada por Moisés. Dios se eligió un pueblo para realizar con él una alianza de amor y salvación. La ley mosaica fue la manifestación paternal de su amor, en forma de mandatos divinos que dignificasen la vida de sus hijos. Son diez los preceptos, pero se reducen a dos, como dice San Agustín:
«Has de amar a Dios con todo tu ser, porque es mejor que tú, y al prójimo como a ti mismo, porque es lo que eres tú. Los preceptos son dos, por tanto: «ama a Dios» y «ama al prójimo»; tres en cambio los objetos del amor... pues no se diría «y al prójimo como a ti mismo», si no te amas a ti mismo.
«Si son tres los objetos del amor, ¿por qué, pues, son dos los preceptos? ¿Por qué? Escuchadle. Dios no consideró necesario exhortarte a amarte a ti mismo, pues no hay nadie que no se ame a sí mismo. Mas, puesto que muchos van a la perdición por amarse mal, diciéndote que ames a tu Dios con todo tu ser, se te dio al mismo tiempo la norma de cómo has de amarte a ti mismo. ¿Quieres amarte a ti mismo? Para que no te pierdas en ti mismo, ama a Dios con todo tu ser, pues en Él te encontrarás a ti» (Sermón 179 A, 3-4).
–Con el Salmo 18 decimos: «La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón; la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos».
–1 Corintios 1,22-25: Predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los hombres, pero sabiduría de Dios para los llamados. Jesús no vino a abrogar la ley, sino a perfeccionarla con el amor (Mt 5,17). El misterio de la Cruz es la mejor prueba de su amor total al Padre y a los hombres, sus hermanos. San Agustín dice:
«Los sabios de este mundo nos insultan a propósito de la Cruz de Cristo y dicen: «¿Qué corazón tenéis que adoráis a un Dios crucificado?» «¿Qué corazón tenemos?»... Ciertamente, no el vuestro. La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios. No tenemos, pues, un corazón como el vuestro. Decid lo que queráis. Vosotros no podéis ver a Jesús, porque os avergonzáis de subir al árbol, como hizo Zaqueo; suba el humilde a la Cruz... y, para no avergonzarte de la Cruz de Cristo, ponla en tu frente...» (Sermón 174,3).
–Juan 2,13-25: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Jesús hubo de enfrentarse personalmente con el fariseísmo puritano, que trataba de conjugar la piedad legalista con sus propios intereses egoístas y materiales. Comenta San Agustín:
«¿Para qué quiso Salomón que el templo fuese levantado? Para que fuese prefiguración del cuerpo de Cristo. Aquel templo era una sombra; llegó la luz y ahuyentó la sombra. Busca ahora el templo construido por Salomón y encontrarás las ruinas. ¿Por qué se convirtió en ruinas aquel templo? Porque se cumplió lo que él simbolizaba.
«El verdadero templo, que es el cuerpo del Señor, se derrumbó; pero luego se levantó, y de tal manera que en modo alguno podrá derrumbarse de nuevo. «Destruid este templo y yo lo levantaré en tres días», había dicho el Señor respecto a su cuerpo. Así pues, el templo de Dios es el cuerpo de Cristo... Quien dijo: «vuestros cuerpos son miembros de Cristo», ¿qué otra cosa mostró sino que nuestros cuerpos y nuestra Cabeza, que es Cristo, constituyen en conjunto el único templo de Dios?» (Sermón 217).