Domingo de la Octava de Pascua (Ciclo B): Homilías
/ 11 abril, 2015 / Tiempo de PascuaLecturas (Domingo de la Octava de Pascua- Ciclo B)
Este es el Domingo II de Pascua, llamado también De la Divina Misericordia.
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles.
-1ª Lectura: Hch 4, 32-35 : Tenían un solo corazón y una sola alma.
-Salmo: Sal 117, 2-24 : Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia. O bien: Aleluya.
-2ª Lectura: 1 Jn 5, 1-6 : Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo.
+Evangelio: Jn 20, 19-31 : A los ocho días, llegó Jesús.
San Juan Pablo II, papa
Homilía (1979): Testigos de la Resurrección
VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA DE SAN PANCRACIO
Domingo 22 de abril de 1979
1. Hoy estamos sobre las huellas de la antiquísima tradición de la Iglesia, la del II domingo de Pascua, llamado in Albis, que está vinculado a la liturgia de la Pascua y, sobre todo, a la liturgia de la Vigilia Pascual. Esta Vigilia, como atestigua incluso su forma actual, representaba un día grande para los catecúmenos, que durante la noche pascual, por medio del bautismo, eran sepultados juntamente con Cristo en la muerte para poder caminar en una vida nueva, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre (cf. Rom 6, 4).
San Pablo ha presentado el misterio del bautismo en esta imagen sugestiva. Los catecúmenos recibían el bautismo precisamente durante la Vigilia Pascual, como hemos tenido la suerte de hacer también este año, cuando he conferido el bautismo a niños y adultos de Europa, Asia y África.
De este modo la noche que precede al domingo de la Resurrección se ha convertido realmente para ellos en «Pascua», es decir, el Paso del pecado, o sea, de la muerte del espíritu, a la Gracia; esto es, a la vida en el Espíritu Santo. Ha sido la noche de una verdadera resurrección en el Espíritu. Como signo de la gracia santificante, los neo-bautizados recibían, durante el bautismo, una vestidura blanca, que los distinguía durante toda la octava de Pascua. En este día del II domingo de Pascua, deponían tales vestidos; de donde el antiquísimo nombre de este día: domingo in Albis depositis.
Esta tradición en Roma está unida a la iglesia de San Pancracio. Precisamente aquí es hoy la estación litúrgica. Por esto tenemos la suerte de unir la visita pastoral de la parroquia a la tradición romana de la estación del domingo in Albis.
2. Hoy, pues, deseamos cantar juntos aquí la alegría de la resurrección del Señor, así como lo anuncia la liturgia de este domingo.
«Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia…
Este es el día en que actuó el Señor:
sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117 [118], 1, 24).
Deseamos también dar gracias por el inefable don de la fe, que ha descendido a nuestros corazones y se refuerza constantemente mediante el misterio de la resurrección del Señor. San Juan nos habla hoy de la grandeza de este don en las potentes palabras de su Carta: «Todo el engendrado de Dios vence al mundo; y ésta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5, 4-5).
Nosotros, pues, damos gracias a Cristo resucitado con una gran alegría en el corazón, porque nos hace participar en su victoria. Al mismo tiempo, le suplicamos humildemente para que no cesemos nunca de ser partícipes, con la fe, de esta victoria: particularmente en los momentos difíciles y críticos, en los momentos de las desilusiones y de los sufrimientos,- cuando estamos expuestos a la tentación y a las pruebas. Sin embargo, sabemos lo que escribe San Pablo: «Todos los que aspiran a vivir piadosamente en Cristo Jesús sufrirán persecuciones» (2 Tim 3, 12). Y he aquí todavía las palabras de San Pedro: «…exultáis, aunque ahora tengáis que entristeceros un poco, en las diversas tentaciones, para que vuestra fe, probada, más preciosa que el oro, que se corrompe aunque acrisolado por el fuego, aparezca digna de alabanza, gloria y honor en la revelación de Jesucristo» (1 Pe 1, 6-7).
3. Los cristianos de las primeras generaciones de la Iglesia se preparaban para el bautismo largamente y a fondo. Este era el período del catecumenado, cuyas tradiciones se reflejan todavía en la liturgia de la Cuaresma. Estas tradiciones se vivían cuando los adultos se preparaban para el bautismo. A medida que se fue desarrollando la tradición del bautismo de los niños, el catecumenado en esta forma debía desaparecer. Los niños recibían el bautismo en la fe de la Iglesia, de la que era fiadora toda la comunidad cristiana (que hoy se llama «parroquia»), y ante todo lo era su propia familia. La liturgia renovada del bautismo de los niños pone ahora más de relieve este aspecto. Los padres, con los padrinos y madrinas, profesan la fe, hacen las promesas bautismales y asumen la responsabilidad de la educación cristiana de su niño.
De este modo, el catecumenado se traslada en cierta manera a un período posterior, al tiempo del progresivo crecer y convertirse en adultos; el bautizado, pues, debe adquirir de sus más allegados y en la comunidad parroquial de la Iglesia una conciencia viva de esa fe, de la que ya antes ha sido hecho partícipe mediante la gracia del bautismo. Es difícil llamar «catecumenado» a este proceso en el sentido primero y propio de la palabra. No obstante, es el equivalente del auténtico catecumenado y debe desarrollarse con la misma seriedad y el mismo celo que el que antes precedía al bautismo. En este punto convergen y se unen los deberes de la familia cristiana y de la parroquia. Es necesario que, en esta ocasión, nos demos cuenta de ello con una claridad y fuerza particular.
4. La parroquia, como comunidad fundamental del Pueblo de Dios y como parte orgánica de la Iglesia, en cierto sentido, tiene su origen en el sacramento del bautismo. En efecto, es la comunidad de los bautizados. Mediante cada bautismo, la parroquia participa de modo especial en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. Todo su esfuerzo pastoral y apostólico mira a que todos los feligreses tengan conciencia del bautismo, para que perseveren en la gracia, esto es, en el estado de hijos de Dios, y gocen de los frutos del bautismo, tanto en la vida personal, como en la familiar y social. Por esto es particularmente necesaria la renovación de la conciencia del bautismo. En la vida de la parroquia es un valor fundamental emprender este catecumenado —que falta ahora en la preparación al bautismo— y realizarlo en las diversas etapas de la vida.
Precisamente en esto consiste la función de la catequesis, que debe extenderse no sólo al período de la escuela elemental, sino también a las escuelas superiores y a períodos ulteriores de la vida.
En particular es indispensable la catequesis sacramental como preparación a la primera comunión y a la confirmación; es de gran importancia la preparación al sacramento del matrimonio.
Además, el hombre bautizado, si quiere ser cristiano «con obras y de verdad», debe permanecer, en su existencia, constantemente fiel a la catequesis recibida: ella le dice, efectivamente, cómo debe comprender y actuar su cristianismo en los diversos momentos y ambientes de la vida profesional, social, cultural. Esta es la vasta tarea de la catequesis de los adultos…
[…]
6. En el domingo in Albis la liturgia de la Iglesia hace de nosotros testigos del encuentro de Cristo resucitado con los Apóstoles en el Cenáculo de Jerusalén. La figura del Apóstol Tomás y el coloquio de Cristo con él atrae siempre nuestra atención particular. El Maestro resucitado le permite de modo singular reconocer las señales de su pasión y convencerse así de la realidad de la resurrección. Entonces Santo Tomás, que antes no quería creer, expresa su fe con las palabras: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Jesús le responde: «Porque me has visto has creído; dichosos los que sin ver creyeron» (Jn 20, 29).
Mediante la experiencia de la Cuaresma, tocando en cierto sentido las señales de la pasión de Cristo, y mediante la solemnidad de su resurrección, se renueve y se refuerce nuestra fe, y también la fe de los que están desconfiados, tibios, indiferentes, alejados.
¡Y la bendición que el Resucitado pronunció en el coloquio con Tomás, «dichosos los que han creído», permanezca con todos nosotros!
Catequesis (1979): El misterio pascual de Cristo
AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 18 de abril de 1979
1. “Este es el día que hizo el Señor”
Todos estos días, entre el Domingo de Pascua y el segundo domingo después de Pascua, in albis, constituyen en cierto sentido el único día. La liturgia se concentra sobre un acontecimiento, sobre el único misterio. “Ha resucitado, no está aquí” (Mc 16, 6) Cumplió la Pascua. Reveló el significado del Paso. Confirmó la verdad de sus palabras. Dijo la última palabra de su mensaje: mensaje de la Buena Nueva, del Evangelio. Dios mismo que es Padre, esto es, Dador de la Vida, Dios mismo no quiere la muerte (cf. Ez 18, 23. 32), y “creó todas las cosas para la existencia” (Sab 1, 14), ha manifestado hasta el fondo, en Él y por Él, su amor. El amor quiere decir vida.
Su resurrección es el testimonio definitivo de la Vida, esto es, del Amor.
“La muerte y la vida entablaron singular batalla. El Señor de la vida, muerto, reina vivo” (Secuencia).
“Este es el día que hizo el Señor” (Sal 117 [118], 24): “más sublime que todos, más luminoso que los demás, en el que el Señor resucitó, en el que conquistó para Sí un pueblo nuevo… mediante el espíritu de regeneración, en el que ha llenado de gozo y exultación las almas de todos” (San Agustín, Sermo 168, in Pascha X, 1; PL 39, 2070).
Este único día corresponde, en cierto modo, a todos los siete días de que habla el libro del Génesis, y que eran los días de la creación (cf. Gén 1-2). Por esto los celebramos todos en este único día. En estos días, durante la octava, celebramos el misterio de la nueva creación. Este misterio se expresa en la persona de Cristo resucitado. El mismo es ya este misterio y constituye para nosotros su anuncio, la invitación a él. La levadura. En virtud de esta invitación y de esta levadura somos todos en Jesucristo la “nueva creatura”.
“Así, pues, festejémosla, no con la vieja levadura…, sino con los ácimos de la pureza y la verdad” (1 Cor 5, 8).
2. Cristo, después de su resurrección, vuelve al mismo lugar del que había salido para la pasión y la muerte. Vuelve al Cenáculo, donde se encontraban los Apóstoles. Mientras estaban cerradas las puertas, Él vino, se puso en medio de ellos y dijo: “La paz sea con vosotros”. Y añadió: “Como me envió mi Padre, así os envío yo… Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos” (Jn 20, 19-23).
¡Qué significativas son estas palabras de Jesús después de su resurrección! En ellas se encierra el mensaje del Resucitado. Cuando dice: “Recibid el Espíritu Santo”, nos viene a la mente el mismo Cenáculo en el que Jesús pronunció el discurso de despedida. Entonces profirió las palabras cargadas del misterio de su corazón: “Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo enviaré” (Jn 16, 7). Así dijo pensando en el Espíritu Santo.
Y he aquí que ahora, después de haber realizado su sacrificio, su “partida” a través de la cruz, viene de nuevo al Cenáculo para traerles al que ha prometido. Dice el Evangelio: “Sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). Enuncia la palabra madura de su Pascua. Les trae el don de la pasión y el fruto de la resurrección. Con este don los plasma de nuevo. Les da el poder de despertar a los otros a la Vida, aún cuando esta Vida esté muerta en ellos: “a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados” (Jn 20, 23).
Pasarán cincuenta días desde la Resurrección a Pentecostés. Pero ya en este único día que hizo el Señor (cf. Sal 117 [118], 24) están contenidos el don esencial y el fruto de Pentecostés. Cuando Cristo dice: “Recibid el Espíritu Santo”, anuncia hasta el fin su misterio pascual.
“Esta es una realidad misteriosa y escondida, que nadie conoce sino quien la recibe, y no la recibe sino el que la desea, y no la desea sino quien está inflamado en el fondo de su corazón por el Espíritu Santo que Cristo envió a la tierra” (San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, cap. 7, 4: Opera omnia, ed. min. Quaracchi, 5, pág. 213).
3. El Concilio Vaticano II ha iluminado de nuevo el misterio pascual en la peregrinación terrestre del Pueblo de Dios. Ha sacado de él la imagen plena de la Iglesia, que siempre hunde sus raíces en este misterio salvífico, y de él saca jugo vital. “El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a Sí y venciendo la muerte con su muerte y resurrección, ha redimido al hombre y lo ha transformado en nueva creatura (cf. Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17). Pues comunicando su Espíritu a sus hermanos congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su Cuerpo. En este Cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, que están unidos a Cristo paciente y glorioso, por los sacramentos, de un modo arcano pero real” (Lumen gentium, 7).
La Iglesia permanece incesantemente en el misterio del Hijo que se ha realizado con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
¡La octava de Pascua es día de la Iglesia!
Viviendo este día, debemos aceptar juntamente con él, las palabras que resonaron por vez primera en el Cenáculo donde apareció el Resucitado: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (Jn 20, 21).
Aceptar a Cristo resucitado quiere decir aceptar la misión, así como la aceptaron los que en aquel momento estaban reunidos en el Cenáculo: los Apóstoles.
Creer en Cristo resucitado quiere decir tomar parte en la misma misión salvífica, que Él ha realizado con el misterio pascual. La fe es convicción de la ponente y del corazón.
Tal convicción adquiere su pleno significado cuando de ella nace la participación en esta misión, que Cristo aceptó del Padre.
Creer quiere decir aceptar consiguientemente esta misión de Cristo.
Entre los Apóstoles, Tomás estaba ausente cuando Cristo resucitado vino por vez primera al Cenáculo. Tomás, que declaraba en voz alta a sus hermanos: “Si no veo… no creeré” (Jn 20, 25), se convenció con la venida siguiente de Cristo resucitado. Entonces, como sabemos, se desvanecieron todas sus reservas, y profesó su fe con estas palabras: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Junto con la experiencia del misterio pascual, reafirmó su participación en la misión de Cristo. Como si, ocho días después, también llegasen a él estas palabras de Cristo: “Como me envió mi Padre, así os envío yo” (cf. Jn 20, 21).
Tomás vino a ser testigo maduro de Cristo.
4. El Concilio Vaticano II enseña la doctrina sobre la misión del Pueblo de Dios, que ha sido llamado a participar en la misión del mismo Cristo (cf. Lumen gentium, 10-12). Es la triple misión. Cristo —Sacerdote, Profeta y Rey— ha expresado totalmente su misión en el misterio pascual, en la resurrección.
Cada uno de nosotros en esta gran comunidad de la Iglesia, del Pueblo de Dios, participa de esta misión mediante el sacramento del bautismo. Cada uno de nosotros está llamado a la fe en la resurrección como Tomás: “Alarga acá tu dedo y mira mis manos, y tiende tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino fiel” (Jn 20, 27).
Cada uno de nosotros tiene el deber de definir el sentido de la propia vida mediante esta fe. Esta vida tiene formas muy diversas. Nosotros mismos tenemos que darle una forma determinada. Y precisamente nuestra fe hace que la vida de cada uno de nosotros esté penetrada en alguna parte de esta misión, que Jesucristo; nuestro Redentor, ha aceptado del Padre y ha compartido con nosotros. La fe hace que alguna parte de misterio pascual penetre la vida de cada uno de nosotros. Una cierta irradiación suya.
Es necesario que captemos este rayo para vivirlo cada día durante todo este tiempo, que ha comenzado de nuevo en el día que hizo el Señor.
Homilía (1997): Misericordia que resplandece en la oscuridad del mal
DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA ROMANA DE SAN JUDAS TADEO
Domingo 6 de abril de 1997
1. «A los ocho días (…) llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros»» (Jn 20, 26).
El pasaje evangélico de hoy, «domingo in albis», narra dos apariciones del Resucitado a los Apóstoles: una, el mismo día de Pascua y, otra, ocho días después. La tarde del primer día después del sábado, mientras los Apóstoles se encuentran reunidos en un único lugar, con las puertas cerradas por miedo a los judíos, se presenta Jesús y les dice: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19). En realidad, con ese saludo les ofrece el don de la auténtica paz, fruto de su muerte y resurrección. En el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los puebles entre sí y con Dios.
Jesús confía, después, a los Apóstoles la tarea de proseguir su misión salvífica, para que a través de su ministerio la salvación llegue a todos los lugares y a todos los tiempos de la historia humana: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). El gesto de encomendarles la misión evangelizadora y el poder de perdonar los pecados está íntimamente relacionado con el don del Espíritu, como indican sus palabras: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados » (Jn 21, 22-23).
Con estas palabras, Jesús encomienda a sus discípulos el ministerio de la misericordia. En efecto, en el misterio pascual se manifiesta plenamente el amor salvífico de Dios, rico en misericordia, «dives in misericordia» (cf. Ef 2, 4). En este segundo domingo de Pascua, la liturgia nos invita a reflexionar de modo particular en la misericordia divina, que supera todo límite humano y resplandece en la oscuridad del mal y del pecado. La Iglesia nos impulsa a acercarnos con confianza a Cristo, quien, con su muerte y su resurrección, revela plena y definitivamente las extraordinarias riquezas del amor misericordioso de Dios.
2. Durante la aparición del Resucitado que tuvo lugar la tarde de Pascua no estaba presente el apóstol Tomás. Informado sobre ese extraordinario acontecimiento, e incrédulo ante el testimonio de los demás Apóstoles, pretende comprobar personalmente la veracidad de lo que afirman.
Ocho días después, es decir, en la octava de Pascua, precisamente como hoy, se repite la aparición: Jesús mismo sale al encuentro de la incredulidad de Tomás, ofreciéndole la posibilidad de palpar con su mano los signos de su pasión, e invitándolo a pasar de la incredulidad a la plenitud de la fe pascual.
Ante la profesión de fe de Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28), Jesús pronuncia una bienaventuranza que ensancha el horizonte hacia la multitud de los futuros creyentes: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). La experiencia pascual del apóstol Tomás fue más grande que su misma petición. En efecto, no sólo pudo constatar la veracidad de los signos de la pasión y la resurrección, sino que, a través del contacto personal con el Resucitado, también comprendió el significado profundo de la resurrección de Jesús y, habiéndose transformado íntimamente, confesó abiertamente su fe plena y total en su Señor resucitado y presente en medio de los discípulos. Por tanto, en cierto sentido, pudo «ver» la realidad divina del Señor Jesús, muerto y resucitado por nosotros. El Resucitado mismo es el argumento definitivo de su divinidad y, a la vez, de su humanidad.
3. También todos nosotros estamos invitados a ver con los ojos de la fe a Cristo vivo y presente en la comunidad cristiana. Amadísimos hermanos y hermanas… Pienso, en particular, en los enfermos, en los ancianos y en quienes, por diversos motivos, atraviesan alguna dificultad.
Os encomiendo en particular a vosotros… la tarea de ser portadores de esperanza, llevando el Evangelio a vuestros hermanos que viven en el barrio. No esperéis que vengan a vosotros; salid vosotros a su encuentro, confiando en el poder de la Palabra que lleváis…
4. […] En los evangelios leemos que Jesús mismo, aun prodigándose en favor de numerosos hombres y mujeres, se retiraba a orar a solas durante largos períodos (cf. Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 6, 12; 9, 18; 11, 1; Jn 6, 15; etc.). Debemos imitarlo y encontrarlo en los momentos de soledad y silencio dedicados a la oración. Estos providenciales momentos de recogimiento espiritual os ayudarán a todos a ser auténticos misioneros del Evangelio en esta gran ciudad.
5. «En el grupo de los creyentes, todos tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
La comunidad apostólica de Jerusalén, descrita en los Hechos de los Apóstoles, es modelo de toda comunidad cristiana. También nosotros, que ya vivimos en el umbral del tercer milenio cristiano, debemos llegar a ser cada vez más un solo corazón y una sola alma, tanto en la acción litúrgica como en la actividad apostólica y en el testimonio de la caridad. Debemos comprometernos a testimoniar con gran fuerza la resurrección de Jesús (cf. Hch 4, 33), en comunión con los sucesores de los Apóstoles.
«Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe», acaba de recordarnos la primera carta de san Juan (1 Jn 5, 4). Mediante la fe, que se vive en la observancia de los mandamientos, también nosotros estamos llamados a derrotar las fuerzas del mal para preparar ya desde ahora, con nuestro apostolado, la manifestación plena del reino de Dios.
Con las palabras del Salmo responsorial, queremos exultar por las maravillas que Dios sigue realizando también en nuestro tiempo. En efecto, en la Pascua de su Hijo, muerto y resucitado, sale al encuentro de cada hombre, manifestándole las infinitas riquezas de su misericordia sin límites. «Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117, 24). Amén. Aleluya.
Homilía (2000): Corazón traspasado… ¡Sangre y agua!
CAPILLA PAPAL PARA LA CANONIZACIÓN DE LA BEATA MARÍA FAUSTINA KOWALSKA
Domingo 30 de abril de 2000
1. «Confitemini Domino quoniam bonus, quoniam in saeculum misericordia eius», «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 118, 1). Así canta la Iglesia en la octava de Pascua, casi recogiendo de labios de Cristo estas palabras del Salmo; de labios de Cristo resucitado, que en el Cenáculo da el gran anuncio de la misericordia divina y confía su ministerio a los Apóstoles: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (…) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23).
Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra sus manos y su costado, es decir, señala las heridas de la Pasión, sobre todo la herida de su corazón, fuente de la que brota la gran ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad. De ese corazón sor Faustina Kowalska, la beata que a partir de ahora llamaremos santa, verá salir dos haces de luz que iluminan el mundo: «Estos dos haces -le explicó un día Jesús mismo- representan la sangre y el agua» (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132).
2. ¡Sangre y agua! Nuestro pensamiento va al testimonio del evangelista san Juan, quien, cuando un soldado traspasó con su lanza el costado de Cristo en el Calvario, vio salir «sangre y agua» (Jn 19, 34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joánica, no sólo recuerda el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cf. Jn 3, 5; 4, 14; 7, 37-39).
La misericordia divina llega a los hombres a través del corazón de Cristo crucificado: «Hija mía, di que soy el Amor y la Misericordia en persona», pedirá Jesús a sor Faustina (Diario, p. 374). Cristo derrama esta misericordia sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. Y ¿acaso no es la misericordia un «segundo nombre» del amor (cf. Dives in misericordia, 7), entendido en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud de aliviar cualquier necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?
Hoy es verdaderamente grande mi alegría al proponer a toda la Iglesia, como don de Dios a nuestro tiempo, la vida y el testimonio de sor Faustina Kowalska. La divina Providencia unió completamente la vida de esta humilde hija de Polonia a la historia del siglo XX, el siglo que acaba de terminar. En efecto, entre la primera y la segunda guerra mundial, Cristo le confió su mensaje de misericordia. Quienes recuerdan, quienes fueron testigos y participaron en los hechos de aquellos años y en los horribles sufrimientos que produjeron a millones de hombres, saben bien cuán necesario era el mensaje de la misericordia.
Jesús dijo a sor Faustina: «La humanidad no encontrará paz hasta que no se dirija con confianza a la misericordia divina» (Diario, p. 132). A través de la obra de la religiosa polaca, este mensaje se ha vinculado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercero. No es un mensaje nuevo, pero se puede considerar un don de iluminación especial, que nos ayuda a revivir más intensamente el evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres de nuestro tiempo.
3. ¿Qué nos depararán los próximos años? ¿Cómo será el futuro del hombre en la tierra? No podemos saberlo. Sin embargo, es cierto que, además de los nuevos progresos, no faltarán, por desgracia, experiencias dolorosas. Pero la luz de la misericordia divina, que el Señor quiso volver a entregar al mundo mediante el carisma de sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.
Pero, como sucedió con los Apóstoles, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: «Paz a vosotros». Es preciso que la humanidad se deje penetrar e impregnar por el Espíritu que Cristo resucitado le infunde. El Espíritu sana las heridas de nuestro corazón, derriba las barreras que nos separan de Dios y nos desunen entre nosotros, y nos devuelve la alegría del amor del Padre y la de la unidad fraterna.
4. Así pues, es importante que acojamos íntegramente el mensaje que nos transmite la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que a partir de ahora en toda la Iglesia se designará con el nombre de «domingo de la Misericordia divina». A través de las diversas lecturas, la liturgia parece trazar el camino de la misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna. Cristo nos enseñó que «el hombre no sólo recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que está llamado a «usar misericordia» con los demás: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7)» (Dives in misericordia, 14). Y nos señaló, además, los múltiples caminos de la misericordia, que no sólo perdona los pecados, sino que también sale al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se inclinó sobre todas las miserias humanas, tanto materiales como espirituales.
Su mensaje de misericordia sigue llegándonos a través del gesto de sus manos tendidas hacia el hombre que sufre. Así lo vio y lo anunció a los hombres de todos los continentes sor Faustina, que, escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, hizo de su existencia un canto a la misericordia: «Misericordias Domini in aeternum cantabo».
5. La canonización de sor Faustina tiene una elocuencia particular: con este acto quiero transmitir hoy este mensaje al nuevo milenio. Lo transmito a todos los hombres para que aprendan a conocer cada vez mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos.
El amor a Dios y el amor a los hermanos son efectivamente inseparables, como nos lo ha recordado la primera carta del apóstol san Juan: «En esto conocemos que amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos» (1 Jn 5, 2). El Apóstol nos recuerda aquí la verdad del amor, indicándonos que su medida y su criterio radican en la observancia de los mandamientos.
En efecto, no es fácil amar con un amor profundo, constituido por una entrega auténtica de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando nuestra mirada en él, sintonizándonos con su corazón de Padre, llegamos a ser capaces de mirar a nuestros hermanos con ojos nuevos, con una actitud de gratuidad y comunión, de generosidad y perdón. ¡Todo esto es misericordia!
En la medida en que la humanidad aprenda el secreto de esta mirada misericordiosa, será posible realizar el cuadro ideal propuesto por la primera lectura: «En el grupo de los creyentes, todos pensaban y sentían lo mismo: lo poseían todo en común y nadie llamaba suyo propio nada de lo que tenía» (Hch 4, 32). Aquí la misericordia del corazón se convirtió también en estilo de relaciones, en proyecto de comunidad y en comunión de bienes. Aquí florecieron las «obras de misericordia», espirituales y corporales. Aquí la misericordia se transformó en hacerse concretamente «prójimo» de los hermanos más indigentes.
6. Sor Faustina Kowalska dejó escrito en su Diario: «Experimento un dolor tremendo cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustias, de modo que me destruyen también físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para aliviar al prójimo» (p. 365). ¡Hasta ese punto de comunión lleva el amor cuando se mide según el amor a Dios!
En este amor debe inspirarse la humanidad hoy para afrontar la crisis de sentido, los desafíos de las necesidades más diversas y, sobre todo, la exigencia de salvaguardar la dignidad de toda persona humana. Así, el mensaje de la misericordia divina es, implícitamente, también un mensaje sobre el valor de todo hombre. Toda persona es valiosa a los ojos de Dios, Cristo dio su vida por cada uno, y a todos el Padre concede su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.
7. Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quienes, afligidos por una prueba particularmente dura o abrumados por el peso de los pecados cometidos, han perdido la confianza en la vida y han sentido la tentación de caer en la desesperación. A ellos se presenta el rostro dulce de Cristo y hasta ellos llegan los haces de luz que parten de su corazón e iluminan, calientan, señalan el camino e infunden esperanza. ¡A cuántas almas ha consolado ya la invocación «Jesús, en ti confío», que la Providencia sugirió a través de sor Faustina! Este sencillo acto de abandono a Jesús disipa las nubes más densas e introduce un rayo de luz en la vida de cada uno.
8. «Misericordias Domini in aeternum cantabo» (Sal 89, 2). A la voz de María santísima, la «Madre de la misericordia», a la voz de esta nueva santa, que en la Jerusalén celestial canta la misericordia junto con todos los amigos de Dios, unamos también nosotros, Iglesia peregrina, nuestra voz.
Y tú, Faustina, don de Dios a nuestro tiempo, don de la tierra de Polonia a toda la Iglesia, concédenos percibir la profundidad de la misericordia divina, ayúdanos a experimentarla en nuestra vida y a testimoniarla a nuestros hermanos. Que tu mensaje de luz y esperanza se difunda por todo el mundo, mueva a los pecadores a la conversión, elimine las rivalidades y los odios, y abra a los hombres y las naciones a la práctica de la fraternidad. Hoy, nosotros, fijando, juntamente contigo, nuestra mirada en el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de abandono confiado y decimos con firme esperanza: «Cristo, Jesús, en ti confío».
Benedicto XVI, papa
Regina Caeli (2009): Sin amor y misericordia no hay comunión.
[…] Durante esta semana singular, que para la liturgia constituye un solo día, he experimentado aún más la comunión que me rodea y me sostiene: una solidaridad espiritual, alimentada esencialmente por la oración, que se manifiesta de mil maneras… Los católicos formamos y debemos sentirnos una sola familia, animada por los mismos sentimientos de la primera comunidad cristiana, de la cual el texto de los Hechos de los Apóstoles que se lee este domingo afirma: «La multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32).
La comunión de los primeros cristianos tenía como verdadero centro y fundamento a Cristo resucitado. En efecto, el Evangelio narra que, en el momento de la Pasión, cuando el Maestro divino fue arrestado y condenado a muerte, los discípulos se dispersaron. Sólo María y las mujeres, con el apóstol san Juan, permanecieron juntos y lo siguieron hasta el Calvario. Una vez resucitado, Jesús dio a los suyos una nueva unidad, más fuerte que antes, invencible, porque no se fundaba en los recursos humanos sino en la misericordia divina, gracias a la cual todos se sentían amados y perdonados por él.
Por tanto, es el amor misericordioso de Dios el que une firmemente, hoy como ayer, a la Iglesia y hace de la humanidad una sola familia; el amor divino, que mediante Jesús crucificado y resucitado nos perdona los pecados y nos renueva interiormente. Animado por esta íntima convicción, mi amado predecesor Juan Pablo II quiso dedicar este domingo, el segundo de Pascua, a la Misericordia divina, e indicó a todos a Cristo resucitado como fuente de confianza y de esperanza, acogiendo el mensaje espiritual que el Señor transmitió a Faustina Kowalska, sintetizado en la invocación: «Jesús, en ti confío».
Como sucedió con la primera comunidad, María nos acompaña en la vida de cada día. Nosotros la invocamos como «Reina del cielo», sabiendo que su realeza es como la de su Hijo: toda amor, y amor misericordioso. Os pido que le encomendéis nuevamente a ella mi servicio a la Iglesia, a la vez que con confianza le decimos: Mater misericordiae, ora pro nobis.
Regina Caeli (2012): ¿Qué es el culto cristiano?
Domingo de la Divina Misericordia, 15 de abril de 2012
Cada año, al celebrar la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con él resucitado: el Evangelio de san Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección, «el primero de la semana», y luego «ocho días después» (cf. Jn 20, 19.26). Ese día, llamado después «domingo», «día del Señor», es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su culto propio, es decir la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio del judío del sábado. De hecho, la celebración del día del Señor es una prueba muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un acontecimiento extraordinario y trascendente podía inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de acontecimientos pasados, y mucho menos una experiencia mística particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las Sagradas Escrituras, y parte para nosotros el Pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que experimentaron los discípulos, es decir, el hecho de ver a Jesús y al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo verdadero, pero libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el Evangelio, o sea, que Jesús, en las dos apariciones a los Apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «Paz a vosotros» (Jn 20, 19.21.26). El saludo tradicional, con el que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, a derramar toda su sangre, como Cordero manso y humilde, «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso dedicar este domingo después de Pascua a la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: la del costado traspasado de Cristo, del que salen sangre y agua, según el testimonio ocular del apóstol san Juan (cf. Jn 19, 34-37). Pero Cristo ya ha resucitado, y de él vivo brotan los sacramentos pascuales del Bautismo y la Eucaristía: los que se acercan a ellos con fe reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que nos ofrece Jesús resucitado; dejémonos llenar el corazón de su misericordia. De esta manera, con la fuerza del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los demás estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María santísima, Madre de Misericordia.
Julio Alonso Ampuero: Año Litúrgico
Durante el tiempo pascual desaparece el evangelio de Marcos y sólo volvemos a encontrarlo en la solemnidad de la Ascensión del Señor (Mc 16,15-20). En realidad la ascensión-entronización queda narrada en un breve versículo (el 19). Sin embargo, es significativo que este hecho quede enmarcado entre el mandato misionero universal (vv. 15-18) y la constatación de su cumplimiento (v. 20): Cristo, el Señor glorificado, ejerce su señorío invisible en la acción visible de su Iglesia que evangeliza –«actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos»–.
¡Señor mío y Dios mío!
«Recibid el Espíritu Santo». He aquí el regalo pascual de Cristo. El que había prometido. «No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18), ahora cumple su promesa. Jesús, que había gritado «el que tenga sed que venga a mí y beba» (Jn 7,37), se nos presenta ahora en su resurrección como fuente perenne del Espíritu. A Cristo resucitado hemos de acercarnos con sed a beber el Espíritu que mana de Él, pues el Espíritu es el don pascual de Cristo.
«Señor mío y Dios mío». La actitud final de Tomás nos enseña cuál ha de ser nuestra relación con el Resucitado: una relación de fe y adoración. Fe, porque no le vemos con los ojos: «Dichosos los que crean sin haber visto»; fe a pesar de que a veces parezca ausente, como a los discípulos de Emaús, que no eran capaces de reconocerle aunque caminaba con ellos (Lc 24,13ss). Y adoración, porque Cristo es en cuanto hombre «el Señor», lleno de la vida, de la gloria y de la felicidad de Dios.
«Se llenaron de alegría al ver al Señor». La resurrección de Cristo es fuente de alegría. El encuentro con el Señor resucitado produce gozo. Su presencia lo ilumina todo, porque Él es el Señor de la historia. En cambio, su ausencia es causa de tristeza, de angustia y de temor. También en esto Cristo cumple su promesa: «Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22). ¿Vivo mi relación con Cristo como la única fuente del gozo autentico y duradero?
Manuel Garrido Bonaño: Año Litúrgico Patrístico
Tomo III
Antífonas y oraciones
Entrada: «Como el niño recién nacido, ansiad la lecha auténtica, no adulterada, para crecer con ella sanos. Aleluya» (1 Pe 2,2). O bien: «Alegraos en vuestra gloria, dando gracias a Dios. que os ha llamado al reino celestial. Aleluya» (Esd 2,36-37).
Colecta (del Misal Gótico): «Dios de misericordia infinita, que reanimas la fe de tu pueblo con la celebración anual de las fiestas pascuales, acrecienta en nosotros los dones de tu gracia, para que comprendamos mejor que el bautismo nos ha purificado, que el Espíritu nos ha hecho renacer y que la sangre nos ha redimido».
Ofertorio (del misal anterior, retocada con textos de los Sacramentarios Gelasiano y de Bérgamo): «Recibe, Señor, las ofrendas que (junto con los recién bautizados) te presentamos y haz que, renovados por la fe y el bautismo, consigamos la eterna bienaventuranza».
Comunión: «Trae tu mano y toca la señal de los clavos; y no seas incrédulo, sino creyente. Aleluya» (Jn 20,27).
Postcomunión (del misal anterior, retocada con textos del Gelasiano): «Concédenos, Dios todopoderoso, que la fuerza del sacramento pascual que hemos recibido, persevere siempre en nosotros».
Liturgia de la Palabra
El acontecimiento pascual, Muerte y Resurrección del Señor, rehizo la fe del Colegio apostólico y puso en marcha la obra de Cristo, que es la Iglesia como comunidad de creyentes reunidos en Cristo, vivientes de su Palabra y de su Eucaristía.
–Hechos 4,32-35: Todos pensaban y sentían lo mismo. Por la fuerza de la predicación apostólica de los primeros testigos de la Resurrección se inició la Iglesia, como comunidad de fe y de amor entre los hombres. San Fulgencio de Ruspe dice:
«Dios, al conservar en la Iglesia la caridad que ha sido derramada en ella por el Espíritu Santo, convierte a esta misma Iglesia en un sacrificio agradable a sus ojos y le hace capaz de recibir siempre la gracia de esa caridad espiritual, para que pueda ofrecerse continuamente a Él como una ofrenda viva, santa y agradable» (Lib. 3,11-12).
–Salmo responsorial 117.
–1 Juan 5,16: Todo el que ha nacido de Dios vence al mundo. La vida de fe iniciada por el bautismo y vivificada por la Eucaristía, es la clave que da autenticidad a nuestra condición de hijos de Dios en medio del mundo. San Atanasio así lo manifiesta:
«Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar el contenido de la antigua tradición, de la doctrina y de la fe de la Iglesia Católica, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los Santos Padres. En ella, efectivamente, está fundamentada la Iglesia, de manera que todo aquél que se aparta de esta fe deja de ser cristiano y ya no merece el nombre de tal» (Carta I a Serapión 28-30).
–Juan 20,19-31: A los ocho días se les apareció el Señor. Es el texto evangélico para los tres ciclos y presenta la primera comunidad eclesial surgida de la Pascua. Comunidad de creyentes, reunidos para iniciar su misión de testigos, por la fe, del acontecimiento de la Resurrección de Cristo. Nos fijamos aquí en la duda de Santo Tomás, comentada por San Gregorio Magno:
«Sólo Tomás, llamado el Mellizo, estaba ausente y, al volver y escuchar lo que había sucedido, no quiso creer lo que le contaban. Se presenta de nuevo el Señor y ofrece al discípulo incrédulo su costado para que lo palpe, le enseña las manos y, mostrándole la cicatriz de sus heridas, sana la herida de su incredulidad. ¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviese primero ausente, que luego al venir oyese, que al oir dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?
«Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su Maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe.
«De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección… Teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada… “Dichosos los que crean sin haber visto”: en esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros. Con tal que las obras acompañen nuestra fe» (Homilía 26 sobre los Evangelios).
Directorio Homilético
Referencias del Catecismo de la Iglesia Católica recopiladas en el Directorio Homilético publicado en 2015 por la Congregación para el Culto Divino
Las apariciones de Cristo resucitado
Señor
448 Con mucha frecuencia, en los evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole «Señor». Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; 14, 30; 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío» (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!» (Jn 21, 7).
Las apariciones del Resucitado
641 María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús (cf. Mc16,1; Lc 24, 1) enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado (cf.Jn 19, 31. 42) fueron las primeras en encontrar al Resucitado (cf. Mt 28, 9-10; Jn 20, 11-18). Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles (cf. Lc 24, 9-10). Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce (cf. 1 Co 15, 5). Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 31-32), ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc24, 34).
642 Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y de los que la mayor parte aún vivían entre ellos. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los Apóstoles (cf. 1 Co15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano (cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos («la cara sombría»: Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y «sus palabras les parecían como desatinos» (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua «les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados» (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645 Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (cf. Lc24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (cf. Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (cf. Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (cf Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (cf. Mt 28, 9. 16-17; Lc 24, 15. 36; Jn 20, 14. 19. 26; 21, 4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (cf. Jn 20, 17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (cf. Jn 20, 14-15) o «bajo otra figura» (Mc 16, 12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (cf. Jn 20, 14. 16; 21, 4. 7).
646 La Resurrección de Cristo no fue un retorno a la vida terrena como en el caso de las resurrecciones que él había realizado antes de Pascua: la hija de Jairo, el joven de Naím, Lázaro. Estos hechos eran acontecimientos milagrosos, pero las personas afectadas por el milagro volvían a tener, por el poder de Jesús, una vida terrena «ordinaria». En cierto momento, volverán a morir. La Resurrección de Cristo es esencialmente diferente. En su cuerpo resucitado, pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio. En la Resurrección, el cuerpo de Jesús se llena del poder del Espíritu Santo; participa de la vida divina en el estado de su gloria, tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es «el hombre celestial» (cf. 1 Co 15, 35-50).
La presencia santificante de Cristo resucitado en la Liturgia
II. La obra de Cristo en la liturgia
Cristo glorificado…
1084 «Sentado a la derecha del Padre» y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.
1085 En la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre «una vez por todas» (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.
…desde la Iglesia de los Apóstoles…
1086 «Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica» (SC 6).
1087 Así, Cristo resucitado, dando el Espíritu Santo a los Apóstoles, les confía su poder de santificación (cf Jn 20,21- 23); se convierten en signos sacramentales de Cristo. Por el poder del mismo Espíritu Santo confían este poder a sus sucesores. Esta «sucesión apostólica» estructura toda la vida litúrgica de la Iglesia. Ella misma es sacramental, transmitida por el sacramento del Orden.
…está presente en la liturgia terrena…
1088 «Para llevar a cabo una obra tan grande» —la dispensación o comunicación de su obra de salvación— «Cristo está siempre presente en su Iglesia, principalmente en los actos litúrgicos. Está presente en el sacrificio de la misa, no sólo en la persona del ministro, «ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz», sino también, sobre todo, bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su Palabra, pues es Él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura. Está presente, finalmente, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: «Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt18,20)» (SC 7).
1089 «Realmente, en una obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a la Iglesia, su esposa amadísima, que invoca a su Señor y por Él rinde culto al Padre Eterno» (SC 7).
La Eucaristía dominical
2177 La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la Iglesia. “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, §1).
«Igualmente deben observarse los días de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, Epifanía, Ascensión, Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, Santa María Madre de Dios, Inmaculada Concepción y Asunción, San José, Santos Apóstoles Pedro y Pablo y, finalmente, todos los Santos» (CIC can. 1246, §1).
2178 Esta práctica de la asamblea cristiana se remonta a los comienzos de la edad apostólica(cf Hch 2, 42-46; 1 Co 11, 17). La carta a los Hebreos dice: “No abandonéis vuestra asamblea, como algunos acostumbran hacerlo, antes bien, animaos mutuamente” (Hb 10, 25).
«La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano a la iglesia, acercarse al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración […] Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración y no marcharse antes de la despedida […] Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos» (Pseudo-Eusebio de Alejandría, Sermo de die Dominica).
«Haced esto en memoria mía»
1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones […] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).
Nuestro nacimiento a una nueva vida en la Resurrección de Cristo
Sentido y alcance salvífico de la Resurrección
654 Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificaciónque nos devuelve a la gracia de Dios (cf. Rm 4, 25) «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos […] así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia (cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3). Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Id, avisad a mis hermanos» (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.
655 Por último, la Resurrección de Cristo —y el propio Cristo resucitado— es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicias de los que durmieron […] del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 20-22). En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean […] los prodigios del mundo futuro» (Hb 6,5) y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina (cf. Col 3, 1-3) para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5, 15).
La justificación
1988 Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia (cf 1 Co 12), sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo (cf Jn 15, 1-4)
«Por el Espíritu Santo participamos de Dios […] Por la participación del Espíritu venimos a ser partícipes de la naturaleza divina […] Por eso, aquellos en quienes habita el Espíritu están divinizados» (San Atanasio de Alejandría, Epistula ad Serapionem, 1, 24).
“Creo en el perdón de los pecados”
976 El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la comunión de los santos. Al dar el Espíritu Santo a su Apóstoles, Cristo resucitado les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).
(La Segunda parte del Catecismo tratará explícitamente del perdón de los pecados por el Bautismo, el sacramento de la Penitencia y los demás sacramentos, sobre todo la Eucaristía. Aquí basta con evocar brevemente, por tanto, algunos datos básicos).
I. Un solo Bautismo para el perdón de los pecados
977 Nuestro Señor vinculó el perdón de los pecados a la fe y al Bautismo: «Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado se salvará» (Mc 16, 15-16). El Bautismo es el primero y principal sacramento del perdón de los pecados porque nos une a Cristo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación (cf. Rm 4, 25), a fin de que «vivamos también una vida nueva» (Rm 6, 4).
978 «En el momento en que hacemos nuestra primera profesión de fe, al recibir el santo Bautismo que nos purifica, es tan pleno y tan completo el perdón que recibimos, que no nos queda absolutamente nada por borrar, sea de la culpa original, sea de cualquier otra cometida u omitida por nuestra propia voluntad, ni ninguna pena que sufrir para expiarlas. Sin embargo, la gracia del Bautismo no libra a la persona de todas las debilidades de la naturaleza. Al contrario […] todavía nosotros tenemos que combatir los movimientos de la concupiscencia que no cesan de llevarnos al mal» (Catecismo Romano, 1, 11, 3).
979 En este combate contra la inclinación al mal, ¿quién será lo suficientemente valiente y vigilante para evitar toda herida del pecado? «Puesto que era necesario que, además de por razón del sacramento del bautismo, la Iglesia tuviera la potestad de perdonar los pecados, le fueron confiadas las llaves del Reino de los cielos, con las que pudiera perdonar los pecados de cualquier penitente, aunque pecase hasta el final de su vida» (Catecismo Romano, 1, 11, 4).
980 Por medio del sacramento de la Penitencia, el bautizado puede reconciliarse con Dios y con la Iglesia:
«Los Padres tuvieron razón en llamar a la penitencia «un bautismo laborioso» (San Gregorio Nacianceno, Oratio 39, 17). Para los que han caído después del Bautismo, es necesario para la salvación este sacramento de la Penitencia, como lo es el Bautismo para quienes aún no han sido regenerados» (Concilio de Trento: DS 1672).
981 Cristo, después de su Resurrección envió a sus Apóstoles a predicar «en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24, 47). Este «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5, 18), no lo cumplieron los Apóstoles y sus sucesores anunciando solamente a los hombres el perdón de Dios merecido para nosotros por Cristo y llamándoles a la conversión y a la fe, sino comunicándoles también la remisión de los pecados por el Bautismo y reconciliándolos con Dios y con la Iglesia gracias al poder de las llaves recibido de Cristo:
La Iglesia «ha recibido las llaves del Reino de los cielos, a fin de que se realice en ella la remisión de los pecados por la sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo. En esta Iglesia es donde revive el alma, que estaba muerta por los pecados, a fin de vivir con Cristo, cuya gracia nos ha salvado» (San Agustín,Sermo 214, 11).
982 No hay ninguna falta por grave que sea que la Iglesia no pueda perdonar. «No hay nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón» (Catecismo Romano, 1, 11, 5). Cristo, que ha muerto por todos los hombres, quiere que, en su Iglesia, estén siempre abiertas las puertas del perdón a cualquiera que vuelva del pecado (cf. Mt 18, 21-22).
983 La catequesis se esforzará por avivar y nutrir en los fieles la fe en la grandeza incomparable del don que Cristo resucitado ha hecho a su Iglesia: la misión y el poder de perdonar verdaderamente los pecados, por medio del ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores:
«El Señor quiere que sus discípulos tengan un poder inmenso: quiere que sus pobres servidores cumplan en su nombre todo lo que había hecho cuando estaba en la tierra» (San Ambrosio, De Paenitentia 1, 8, 34).
«[Los sacerdotes] han recibido un poder que Dios no ha dado ni a los ángeles, ni a los arcángeles […] Dios sanciona allá arriba todo lo que los sacerdotes hagan aquí abajo» (San Juan Crisóstomo, De sacerdotio 3, 5).
«Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don» (San Agustín, Sermo 213, 8, 8).
Sólo Dios perdona el pecado
1441 Sólo Dios perdona los pecados (cf Mc 2,7). Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: «El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra» (Mc 2,10) y ejerce ese poder divino: «Tus pecados están perdonados» (Mc 2,5; Lc 7,48). Más aún, en virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre.
1442 Cristo quiso que toda su Iglesia, tanto en su oración como en su vida y su obra, fuera el signo y el instrumento del perdón y de la reconciliación que nos adquirió al precio de su sangre. Sin embargo, confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del «ministerio de la reconciliación» (2 Co 5,18). El apóstol es enviado «en nombre de Cristo», y «es Dios mismo» quien, a través de él, exhorta y suplica: «Dejaos reconciliar con Dios» (2 Co 5,20).
La comunión de los bienes espirituales
949 En la comunidad primitiva de Jerusalén, los discípulos «acudían […] asiduamente a la enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones» (Hch 2, 42):
La comunión en la fe. La fe de los fieles es la fe de la Iglesia recibida de los Apóstoles, tesoro de vida que se enriquece cuando se comparte.
950 La comunión de los sacramentos. “El fruto de todos los Sacramentos pertenece a todos. Porque los Sacramentos, y sobre todo el Bautismo que es como la puerta por la que los hombres entran en la Iglesia, son otros tantos vínculos sagrados que unen a todos y los ligan a Jesucristo. Los Padres indican en el Símbolo que debe entenderse que la comunión de los santos es la comunión de los sacramentos […]. El nombre de comunión puede aplicarse a todos los sacramentos puesto que todos ellos nos unen a Dios […]. Pero este nombre es más propio de la Eucaristía que de cualquier otro, porque ella es la que lleva esta comunión a su culminación” (Catecismo Romano, 1, 10, 24).
951 La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo «reparte gracias especiales entre los fieles» para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, «a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común» (1 Co 12, 7).
952 “Todo lo tenían en común” (Hch 4, 32): «Todo lo que posee el verdadero cristiano debe considerarlo como un bien en común con los demás y debe estar dispuesto y ser diligente para socorrer al necesitado y la miseria del prójimo» (Catecismo Romano, 1, 10, 27). El cristiano es un administrador de los bienes del Señor (cf. Lc 16, 1, 3).
953 La comunión de la caridad: En la comunión de los santos, «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Rm 14, 7). «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Co 12, 26-27). «La caridad no busca su interés» (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
El nombre de la Eucaristía
… 1329 Banquete del Señor (cf 1 Co 11,20) porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero(cf Ap 19,9) en la Jerusalén celestial.
Fracción del pan porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia (cf Mt 14,19; 15,36; Mc 8,6.19), sobre todo en la última Cena (cf Mt 26,26; 1 Co 11,24). En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección (Lc 24,13-35), y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas (cf Hch 2,42.46; 20,7.11). Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con él y forman un solo cuerpo en él (cf 1 Co 10,16-17).
Asamblea eucarística (synaxis), porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia (cf 1 Co 11,17-34).
«Haced esto en memoria mía»
… 1342 Desde el comienzo la Iglesia fue fiel a la orden del Señor. De la Iglesia de Jerusalén se dice:
«Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, fieles a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a las oraciones […] Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y con sencillez de corazón» (Hch 2,42.46).
La oración cristiana en el tiempo de la Iglesia
2624 En la primera comunidad de Jerusalén, los creyentes “acudían asiduamente a las enseñanzas de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Esta secuencia de actos es típica de la oración de la Iglesia; fundada sobre la fe apostólica y autentificada por la caridad, se alimenta con la Eucaristía.
Padre Nuestro
… 2790 Gramaticalmente, “nuestro” califica una realidad común a varios. No hay más que un solo Dios y es reconocido Padre por aquéllos que, por la fe en su Hijo único, han renacido de Él por el agua y por el Espíritu (cf 1 Jn 5, 1; Jn 3, 5). La Iglesia es esta nueva comunión de Dios y de los hombres: unida con el Hijo único hecho “el primogénito de una multitud de hermanos” (Rm 8, 29) se encuentra en comunión con un solo y mismo Padre, en un solo y mismo Espíritu (cf Ef 4, 4-6). Al decir Padre “nuestro”, la oración de cada bautizado se hace en esta comunión: “La multitud […] de creyentes no tenía más que un solo corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).
Homilías para ciclos dominicales en que coincide el mismo Evangelio
El II Domingo de Pascua se lee el mismo evangelio para los Ciclos A, B, y C. Sin embargo la primera y segunda lecturas así como el salmo son diferentes. En el comentario al Evangelio de este día (Jn 20,19-31 ) aparecen también homilías que podrían aplicarse indistintamente a este domingo. Yendo a este enlace las encontrará.