Domingo II Tiempo Ordinario (B) – Homilías
/ 17 enero, 2015 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
1 S 3, 3b-10. 19: Habla, Señor, que tu siervo escucha
Sal 39, 2 y 4ab. 7-8a. 8b-9. 10: Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad
1 Co 6, 13c-15a. 17-20: ¡Vuestros cuerpos son miembros de Cristo!
Jn 1, 35-42: Vieron dónde vivía y se quedaron con él
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (19-01-1997): Dios llama también hoy
domingo 19 de enero de 19971. «El Señor llamó a Samuel y él respondió: "Aquí estoy"» (1 S 3, 4).
La liturgia de la Palabra de este domingo nos presenta el tema de la vocación. Se delinea, ante todo, en la primera lectura, tomada del primer libro de Samuel. Acabamos de escuchar nuevamente el sugestivo relato de la vocación del profeta, a quien Dios llama por su nombre, despertándolo del sueño. Al principio, el joven Samuel no sabe de dónde proviene esa voz misteriosa. Sólo después y gradualmente, también gracias a la explicación del anciano sacerdote Elí, descubre que la voz que ha escuchado es la voz de Dios. Entonces, responde enseguida: «Habla, Señor, que tu siervo te escucha» (1 S 3, 10).
Se puede decir que la llamada de Samuel tiene un significado paradigmático, pues es la realización de un proceso que se repite en todas las vocaciones. En efecto, la voz de Dios se hace oír cada vez con mayor claridad y la persona adquiere progresivamente la conciencia de su proveniencia divina. La persona llamada por Dios aprende con el tiempo a abrirse cada vez más a la palabra de Dios, disponiéndose a escuchar y realizar su voluntad en su propia vida.
2. El relato de la vocación de Samuel en el contexto del Antiguo Testamento coincide, en cierto sentido, con lo que escribe san Juan sobre la vocación de los Apóstoles. El primer llamado fue Andrés, hermano de Simón Pedro. Precisamente él llevó a su hermano a Cristo, anunciándole: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41). Cuando Jesús vio a Simón, le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)» (Jn 1, 42).
En esta breve pero solemne descripción de la vocación de los discípulos de Jesús, destaca el tema de la «búsqueda» y del «encuentro». En la actitud de los dos hermanos, Andrés y Simón, se manifiesta la búsqueda del cumplimiento de las profecías, que era parte esencial de la fe del Antiguo Testamento. Israel esperaba al Mesías prometido; lo buscaba con mayor celo, especialmente desde que Juan Bautista había empezado a predicar a orillas del Jordán. El Bautista no sólo anunció la próxima venida del Mesías, sino que también señaló su presencia en la persona de Jesús de Nazaret, que había ido al Jordán para ser bautizado. La llamada de los primeros Apóstoles se realizó precisamente en este ámbito, es decir, nació de la fe del Bautista en el Mesías ya presente en medio del pueblo de Dios.
También el salmo responsorial de hoy habla de la venida del Mesías al mundo. La liturgia de este domingo pone las palabras del salmista en la boca de Jesús: «Aquí estoy —como está escrito en el libro— para hacer tu voluntad» (Sal 39, 8-9). Esta presencia del Mesías, que Dios anunció en los libros proféticos, cuando llegó la plenitud de los tiempos se convirtió enrealidad histórica en el misterio de la Encarnación. Todos nosotros, que acabamos de vivir el período de Navidad, tiempo de alegría y de fiesta por el nacimiento del Salvador, tenemos grabada aún en nuestros ojos y en nuestro corazón la celebración del cumplimiento de las profecías mesiánicas en la noche de Belén. Terminado el tiempo navideño, la liturgia nos muestra ahora el comienzo gradual de la misión salvífica de Jesús a través de los relatos sencillos e inmediatos de la vocación de los Apóstoles.
4. [...] no existe ninguna noticia más sorprendente que la que contiene el Evangelio: «Dios mismo —en Jesús— salió personalmente a nuestro encuentro, se hizo uno de nosotros, fue crucificado, resucitó y nos llama a todos a participar en su misma vida para siempre». Os exhorto a llevar esta buena nueva también a cuantos hoy no están aquí con nosotros; llevadla a todos los muchachos y muchachas, a las familias, a las personas solas, a los ancianos y a los enfermos. Ofreced a todos la buena nueva del Evangelio, para que puedan decir, como el apóstol Andrés: «Hemos encontrado al Mesías» (Jn 1, 41).
5. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? (...). ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros? » (1 Co 6, 15.19). Estas palabras del apóstol Pablo a los Corintios merecen una reflexión particular, puesto que describen la vocación cristiana. Sí, el Espíritu Santo habita en cada uno de nosotros, y nosotros lo hemos recibido de Dios. Por tanto, ya no nos pertenecemos a nosotros mismos (cf. 1 Co 6, 19), puesto que Cristo nos «ha comprado pagando un alto precio» (cf. 1 Co 6, 20).
San Pablo quiere que los Corintios, destinatarios de su carta, sean conscientes de esta verdad: el hombre pertenece a Dios, ante todo porque es criatura suya, pero más aún por el hecho de haber sido redimido del pecado por obra de Cristo. Darse cuenta de esto significa llegar a las raíces mismas de toda vocación.
Esto es verdad, en primer lugar, para la vocación cristiana y, sobre este fundamento, es verdad para toda vocación particular: para la vocación sacerdotal, para la vocación religiosa y para la vocación al matrimonio, así como para cualquier otra vocación relacionada con las diversas actividades y profesiones, por ejemplo, médico, ingeniero, artista, profesor, etc. Para un cristiano, todas estas vocaciones particulares encuentran su fundamento en el gran misterio de la Redención.
Precisamente por haber sido redimido por Cristo y haberse convertido en morada del Espíritu Santo, todo cristiano puede encontrar en sí mismo los diversos talentos y carismas que le permiten desarrollar de modo creativo su propia vida. Así, es capaz de servir a Dios y a los hombres, respondiendo de modo adecuado a su vocación particular en la comunidad cristiana y en el ambiente social en el que vive. Os deseo que siempre seáis conscientes de la dignidad de vuestra vocación cristiana, que estéis atentos a la voz de Dios que os llama, y que seáis generosos al anunciar su presencia salvífica a vuestros hermanos.
¡Habla Señor, que nosotros, tus siervos, estamos dispuestos a escucharte!
«Tú solo tienes palabras de vida eterna » (cf. Aleluya de la misa). Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (15-01-2012): El papel del mediador
domingo 15 de enero de 2012Las lecturas bíblicas de este domingo —el segundo del tiempo ordinario—, nos presentan el tema de la vocación: en el Evangelio encontramos la llamada de los primeros discípulos por parte de Jesús; y, en la primera lectura, la llamada del profeta Samuel. En ambos relatos destaca la importancia de una figura que desempeña el papel de mediador, ayudando a las personas llamadas a reconocer la voz de Dios y a seguirla. En el caso de Samuel, es Elí, sacerdote del templo de Silo, donde se guardaba antiguamente el arca de la alianza, antes de ser trasladada a Jerusalén. Una noche Samuel, que era todavía un muchacho y desde niño vivía al servicio del templo, tres veces seguidas se sintió llamado durante el sueño, y corrió adonde estaba Elí. Pero no era él quien lo llamaba. A la tercera vez Elí comprendió y le dijo a Samuel: «Si te llama de nuevo, responde: «Habla, Señor, que tu siervo escucha»» (1 S 3, 9). Así fue, y desde entonces Samuel aprendió a reconocer las palabras de Dios y se convirtió en su profeta fiel.
En el caso de los discípulos de Jesús, la figura de la mediación fue Juan el Bautista. De hecho, Juan tenía un amplio grupo de discípulos, entre quienes estaban también dos parejas de hermanos: Simón y Andrés, y Santiago y Juan, pescadores de Galilea. Precisamente a dos de estos el Bautista les señaló a Jesús, al día siguiente de su bautismo en el río Jordán. Se lo indicó diciendo: «Este es el Cordero de Dios» (Jn 1, 36), lo que equivalía a decir: Este es el Mesías. Y aquellos dos siguieron a Jesús, permanecieron largo tiempo con él y se convencieron de que era realmente el Cristo. Inmediatamente se lo dijeron a los demás, y así se formó el primer núcleo de lo que se convertiría en el colegio de los Apóstoles.
A la luz de estos dos textos, quiero subrayar el papel decisivo de un guía espiritual en el camino de la fe y, en particular, en la respuesta a la vocación de especial consagración al servicio de Dios y de su pueblo. La fe cristiana, por sí misma, supone ya el anuncio y el testimonio: es decir, consiste en la adhesión a la buena nueva de que Jesús de Nazaret murió y resucitó, y de que es Dios. Del mismo modo, también la llamada a seguir a Jesús más de cerca, renunciando a formar una familia propia para dedicarse a la gran familia de la Iglesia, pasa normalmente por el testimonio y la propuesta de un «hermano mayor», que por lo general es un sacerdote. Esto sin olvidar el papel fundamental de los padres, que con su fe auténtica y gozosa, y su amor conyugal, muestran a sus hijos que es hermoso y posible construir toda la vida en el amor de Dios.
Queridos amigos, pidamos a la Virgen María por todos los educadores, especialmente por los sacerdotes y los padres de familia, a fin de que sean plenamente conscientes de la importancia de su papel espiritual, para fomentar en los jóvenes, además del crecimiento humano, la respuesta a la llamada de Dios, a decir: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».
Congregación para el Clero
Homilía: Agudizar los sentidos
La liturgia de la Palabra de este domingo está centrada en dos relatos vocacionales que aparecen en la primera lectura y en el Evangelio. El primero de ellos tiene por protagonista a Samuel, llamado a ser profeta y sacerdote; el segundo se refiere a los dos hermanos, Andrés y Pedro, llamados a ser Apóstoles.
Hay que destacar enseguida un aspecto relevante: la iniciativa de la llamada siempre parte de Dios, que actúa con perseverancia y delicadeza. En el caso de Samuel, el Señor llama durante la noche, en el silencio del descanso, reiteradamente, para que el hombre comprenda y acoja la llamada.
En el caso de Pedro y Andrés, Jesús se entretiene dialogando con ellos. «¿A quién buscáis?». Después propone: «Venid y lo veréis». La iniciativa vocacional de Dios, pues, se desarrolla a través de recursos humanos, respetando plenamente el tiempo para responderle; es perseverante y al mismo tiempo delicado.
Un ulterior elemento particularmente significativo, en la misma línea de la concreción de la llamada de Dios, parece surgir del recurso a los sentidos que Él hace.
Para Samuel, Dios recurre al oído: el joven «siente» la voz de Dios que lo llama y la reconoce como familiar; tres veces la confunde con la de su maestro Elí. Para Pedro y Andrés, el Señor recurre al sentido de la vista: Andrés «ve» pasar a Jesús y lo sigue; Jesús «ve» que lo siguen y luego les dice: «Venid y veréis». Ellos «vieron» dónde vivía Jesús. Cuando después viene acompañado también Pedro, el Señor fija su mirada en él, revelándole su nueva identidad: «Tú te llamarás Cefas».
En el contexto de la vocación adquieren una particular importancia los verbos «buscar» y «encontrar». En la primera lectura es Dios quien busca a Samuel y éste, por invitación de Elí, se deja encontrar. En el Evangelio, en cambio, son los futuros Apóstoles quienes van al encuentro de Cristo, movidos por la invitación de Juan el Bautista, que lo ve pasar y lo reconoce. Jesús, deteniéndose, se deja encontrar. En esta dinámica, los dos relatos presentan la figura fundamental de un mediador entre Dios y el que es llamado, para ayudar a este último a reconocer la llamada.
La vocación asume plenamente la humanidad del llamado. Cuando quien es buscado y llamado se deja encontrar, asume plenamente la propia identidad. Samuel, en las tres primeras llamadas, se presenta como el «servidor que escucha»; pero cuando reconoce la voz de Dios y acoge la llamada, es hecho profeta y sacerdote. De aquí surge –y lo vemos con estupor- que en la vocación se manifiesta plenamente la identidad de Dios: Andrés, en el primer encuentro con Jesús, ya lo llamó «Rabí», pero cuando encuentra a su hermano Pedro y lo invita a acercarse a Jesús, lo llama «el Mesías» que ha sido encontrado.
Estos elementos que hemos destacado, nos recuerdan que toda vocación es siempre la expresión de una profunda relación de amor entre Dios y el que es llamado. Si éste se deja guiar por quien sabe reconocer la voz de Dios y se atreve a responder afirmativamente al proyecto que el Señor tiene para él, la relación de amor se transforma radicalmente, cambia el modo de ver a Dios y el modo de ser vistos por Él.
María Santísima, en cuya vocación surge de modo insuperable la plenitud de lo humano y la manifestación de Dios, guíe y custodie la vocación de cada uno, para que pueda «ver» y «encontrar» al Señor cada día de la propia existencia.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Manifestación de Dios
Todo el tiempo de Navidad, la liturgia subrayaba el aspecto de manifestación de Jesucristo. Pero en el tiempo de Epifanía se ha intensificado. El Hijo de Dios se ha manifestado al mundo y al mismo tiempo nos manifiesta al Padre. Y es esto lo que subraya la liturgia: una verdadera teofanía de la Trinidad. El cielo rasgado pone al descubierto el misterio de Dios. Jesús se revela como Hijo del Padre y Ungido del Espíritu. El Padre manifiesta su complacencia en el Hijo muy amado.
Más significativo todavía es que toda esta grandeza de Cristo se manifiesta en su humillación. A Jesús el bautismo no le hace Hijo de Dios, porque lo es desde toda la eternidad como Verbo, y como hombre desde el instante de su concepción. Al bautizarse se pone en situación de profunda humillación: pasa por un pecador más que busca purificación. Pero es precisamente en esa situación objetiva de humillación donde se revela lo más alto de su divinidad: un aspecto que no deberíamos olvidar del misterio de Navidad, que tiene consecuencias incalculables para nuestra vida. No brillamos más por el brillo humano o por el aplauso de los hombres, sino por participar del camino de humillación de Cristo.
En la celebración eucarística se hace presente para nosotros el misterio que celebramos. Tocamos el misterio y el misterio nos transforma. Si vivimos la liturgia, si la celebramos con fe profunda, va creciendo en nosotros el conocimiento de Dios, Él va irradiando en nosotros la luz de su gloria (2Co 4,6) y vamos siendo transformados en su imagen, vamos reflejando su gloria (2Co 3,18). Si de veras vivimos la liturgia, vamos siendo transfigurados, vamos siendo convertidos en teofanía también nosotros...
Una experiencia contagiosa
Jn 1,35-42
«Este es el Cordero de Dios». Todo empieza con un testimonio. La fe de los discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.
«Venid y lo veréis». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten un fuerte atractivo por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«hacia las cuatro de la tarde»–. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. Venid y lo veréis. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34,9).
«Lo llevó a Jesús». La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Pero no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías». Y lo llevó a Jesús.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Dios nos ha hablado con impresionante realismo en la Encarnación de su Verbo eterno, hecho hombre como nosotros, igual a nosotros en todo, menos en el pecado. Por eso todo diálogo auténtico entre el hombre y Dios se ha de hacer a través de Jesucristo. Quien rechaza a Cristo, rechaza a Dios y se coloca fuera de la salvación redentora.
–1 Samuel 3,3-10.19: Habla, Señor, que tu siervo escucha. El episodio de la vocación del profeta Samuel es un claro exponente del derecho de Dios a condicionar decisivamente la vida del hombre con su libre llamamiento. Y es también un ejemplo de la auténtica respuesta humana ante la vocación divina. Oigamos a Casiano:
«Hay tres géneros de llamamiento. Uno cuando nos llama Dios directamente; otro, cuando nos llama por medio de los hombres; y el tercero, cuando lo hace por medio de la necesidad» (Colaciones 3).
«Muchos son los caminos que conducen a Dios. Por eso, cada cual debe seguir con decisión irrevocable el modo de vida que primero abrazó, manteniéndose fiel en su dirección primera. Cualquiera que sea la vocación escogida, podrá llegar a ser perfecto en ella» (ib. 14).
«Aquí estoy, dice Samuel, porque me has llamado». San Jerónimo escribe al monje Heliodoro:
«Recuerda el día en que entraste en filas, cuando sepultado con Cristo en el bautismo, juraste las palabras del sacramento: que por el nombre del mismo Cristo, no tendrías cuenta con padre ni madre. Mira que el enemigo tiene empeño en matar a Cristo en tu pecho. Mira que el donativo o soldada que, al entrar en la milicia, recibiste es codiciado por los campamentos contrarios... Secos los ojos, vuela al estandarte de la cruz. En este caso, es verdadera piedad ser cruel» (Carta 14).
–Con el Salmo 39 le decimos al Señor una vez más: ««Aquí estoy, para hacer tu voluntad». Yo esperaba con ansia al Señor; Él se inclinó y escuchó mi grito; me puso en la boca un cántico nuevo, un himno a nuestro Dios... Dios mío, lo quiero, llevo tu ley en mis entrañas».
–1 Corintios 6,13-15.17-20: Vuestros miembros son miembros de Cristo. La vocación cristiana es integral. Afecta también a nuestro cuerpo para la santidad. No se es cristiano con sólo el pensamiento y el alma. Dios llama al hombre entero, le reclama hasta lo más íntimo de su corazón. Así lo explica San Gregorio de Nisa
«Considerando que Cristo es «la luz verdadera» (Jn 1,9), sin mezcla posible de error alguno, nos damos cuenta de que también nuestra vida ha de estar iluminada con los rayos de la luz verdadera. Los rayos del sol de justicia son las virtudes que de Él emanan para iluminarnos; para que «dejemos las actividades de las tinieblas y nos conduzcamos, como en pleno día, con dignidad» (Rom 13, 1) y, apartando de nosotros las ignominias que se cometen a escondidas, obrando en todo a plena luz, nos convirtamos también nosotros en luz y, como es propio de la luz, iluminemos a los demás con nuestras obras.
«Y si tenemos en cuenta que «Cristo es nuestra santificación» (1 Cor 1,10), nos abstendremos de toda obra y pensamiento malo e impuro, con lo cual demostraremos que llevamos con sinceridad su mismo nombre, mostrando la eficacia de esta santificación, no con palabras, sino con los actos de nuestra vida.
«Además, cuando decimos que Cristo es nuestra redención, lo consideramos como el precio que nos gana la inmortalidad y nos hace posesión suya, comprados a la muerte por su vida (1 Tim 2,6). Y si somos de Aquel que nos redimió, sigamos en todo al Señor, de manera que ya no seamos dueños de nosotros mismos, sino que el Señor es Aquel que nos compró (1 Cor 6,20) y nosotros somos sus siervos. Su voluntad es, pues, para nosotros ley de vida» (Tratado sobre el perfecto modelo de cristiano 4.6).
–Juan 1,35-42: Vieron donde vivía y se quedaron con El. En toda vocación cristiana Cristo es el centro, y es quien pone al hombre en sintonía garantizada con la voluntad de Dios, que así le elige y le llama. Jesús quiere que los dos discípulos vean y contemplen personalmente. Lo que ellos «vieron» debió de ser algo impresionante, según deducimos de lo que después «hicieron». Estos apóstoles comunican a otros su inmenso gozo, para ganarlos también para Jesucristo. Comenta San Agustín:
«Los dos discípulos, al oírle hablar así, van en pos de Jesús. Se vuelve Jesús, ve que le siguen y les dice: «¿qué buscáis?» Responden ellos: «Maestro, ¿dónde moras?» Ellos todavía no le siguen, como para quedarse a vivir con Él... Pero Él les muestra dónde vive, y ellos están con El. ¡Qué día tan feliz pasan y qué noche tan deliciosa! ¿Hay quien sea capaz de decirnos lo que oyeron de la boca del Señor?
«Edifiquemos también nosotros mismos y hagamos una casa en nuestro corazón, adonde venga El a enseñarnos y hablar con nosotros» (Sermón 203,2).