Domingo II Tiempo de Cuaresma (Ciclo B) – Homilías
/ 1 marzo, 2015 / Tiempo de CuaresmaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Gn 22, 1-2. 9a. 10-13. 15-18: El sacrificio de Abrahán, nuestro padre en la fe
Sal 115, 10 y 15. 16-17. 18-19: Caminaré en presencia del Señor en el país de los vivos
Rm 8, 31b-34: Dios no se reservó a su propio Hijo
Mc 9, 2-10: Este es mi Hijo, el amado
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (11-03-1979): Dios está con nosotros
domingo 11 de marzo de 1979Deseo vivir hoy junto con todos vosotros, en este segundo domingo de Cuaresma, la gracia particular de este encuentro en la fe, que es la visita del Obispo a la parroquia. [...]
Este es un encuentro en la fe, cuyo contenido nos precisa la Palabra de Dios en la liturgia de hoy. Contenido fuerte, profundo y esencial. Escuchando la Carta de San Pablo a los romanos, encontramos inmediatamente la realidad-clave de la fe. «Si Dios está por nosotros. ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha de dar con El todas las cosas? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Siendo Dios quien justifica. ¿quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó. el que está a la diestra de Dios. es quien intercede por nosotros» (Rom 8, 31-34).
¡Dios está con nosotros! ¡Dios con el hombre! Con la humanidad. La prueba única y completa de esto es y permanece siempre ésta: «no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rom 8, 32).
Para poner más de relieve aún esta verdad, la liturgia hace referencia al libro del Génesis, al sacrificio de Isaac. Cuando Dios pidió a Abraham esta ofrenda, quería preparar en cierto modo la conciencia del pueblo elegido para el sacrificio que después realizaría su Hijo. Dios perdonó a Isaac y perdonó también el corazón de su padre Abraham. ¡«Pero no ha perdonado al propio Hijo»! Abraham fue «padre de nuestra fe», porque con la disposición al sacrificio de su hijo Isaac, preanunció el sacrificio de Cristo, que constituye un momento cumbre en los caminos de la fe de toda la humanidad. Todos somos conscientes de ello. Esta conciencia vivifica nuestras almas, particularmente durante la Cuaresma. Esta conciencia plasma nuestra vida cristiana desde las raíces más profundas. La plasma desde el principio al fin.
Dios está con nosotros a través de la cruz de su Hijo. Y ésta es también la fuente primera de nuestra fuerza espiritual. Cuando el Apóstol pregunta: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros?», con esta pregunta abraza a todo y a todos los que puedan ser un peligro para nuestro espíritu, para nuestra salvación. «¿Quién condenará? Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está sentado a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros» (Rom 8, 34).
De la fe en Cristo, en su cruz y resurrección, nace la esperanza. ¡Gran confianza! Sea ésta nuestra fuerza, particularmente en los momentos difíciles de la vida.
Mi pensamiento y mi palabra se dirigen de modo especial a todos los que se encuentran en dificultades de diverso género: a quienes sufren en el cuerpo y en el espíritu; a quienes sufren pruebas de carácter social, como experiencias negativas en el trabajo, o malentendidos de familia: a los jóvenes que acaso están pasando un momento de crisis: a quienes afrontan con tesón dificultades de naturaleza pastoral, como la incomprensión o la tibieza ante los valores espirituales y la resistencia al Espíritu Santo en Cristo. Todos tienen derecho a esperar.
En el Evangelio de hoy encontramos una manifestación especial de la esperanza que nace de la fe en Jesucristo. Precisamente en el tiempo de Cuaresma la Iglesia nos lee de nuevo el Evangelio de la Transfiguración del Señor. En efecto, este acontecimiento tuvo lugar a fin de preparar a los Apóstoles a las pruebas difíciles de Getsemaní, de la pasión, de la humillación de la flagelación, de la coronación de espinas, del vía crucis, del Calvario. En esta perspectiva Jesús quería demostrar a sus Apóstoles más íntimos el esplendor de la gloria que refulge en El, la que el Padre le confirma con la voz de lo alto, revelando su filiación divina y su misión: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi complacencia: escuchadle» (Mt 17, 5).
El esplendor de la gloria de la Transfiguración abraza casi toda la Antigua Alianza y llega a los ojos llenos de estupor de los Apóstoles, que se convertirían en maestros de esa fe que hace nacer la esperanza: de aquellos Apóstoles que deberían anunciar todo el misterio de Cristo.
«Señor, ¡qué bien estamos aquí!» (Mt 17, 4), exclaman Pedro, Santiago y Juan, como si quisieran decir: ¡Tú eres la encarnación de la esperanza que anhelan el alma y el cuerpo humanos! ¡Esperanza que es más fuerte que la cruz y que el Calvario! Esperanza que disipa las tinieblas de nuestra existencia, del pecado y de la muerte.
¡Qué bien estamos aquí: contigo!
Sea vuestra parroquia, y cada vez lo sea más, el lugar, la comunidad donde los hombres, profundizando por medio de la fe en el misterio de Cristo, adquieran más confianza, más conciencia del valor y del sentido de la vida, y repitan a Cristo: «¡Qué bien estamos aquí!»: contigo. Aquí, en este templo. Ante este tabernáculo. Y no sólo aquí, sino acaso en una cama de hospital; acaso en los puestos de trabajo; a la mesa en la comunidad de la familia. En todas partes.
En el próximo mes de octubre tendrá lugar en vuestra parroquia la misión. Se trata de un don especial del Señor en este año en que se celebra el 25 aniversario de la fundación de vuestra comunidad parroquial. Numerosos padres capuchinos, otros grupos de religiosos y laicos, junto con los sacerdotes de la parroquia, tratarán de ponerse en contacto personal con todos los fieles, para proclamar el mensaje de Jesús en su pureza y para ayudar a cada uno de vosotros a realizarlo plenamente en la propia vida de cada día, con generosidad, con diligencia, con entusiasmo. Bastantes almas contemplativas oran ya y se sacrifican por esta maravillosa iniciativa espiritual, que, no dudo, traerá abundantes frutos de gracia. También yo uno mi oración al Señor para que todos los miembros de esta parroquia respondan con plena disponibilidad a la invitación misteriosa del Espíritu Santo, que hará sentir su llamada apremiante a vivir una vida verdaderamente nueva en Cristo, transfigurados en El.
Ángelus (23-02-1997): Subida al Tabor
domingo 23 de febrero de 1997En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta la Transfiguración en el monte Tabor. Es la revelación de la gloria, que precede la prueba suprema de la cruz y anticipa la victoria de la resurrección.
Pedro, Santiago y Juan fueron testigos de este evento extraordinario. El evangelio de hoy relata que Jesús los llamó aparte y los llevó consigo «a un monte alto» (Mc 9, 2).
La subida de los discípulos al Tabor nos impulsa a reflexionar sobre el itinerario penitencial de estos días. También la Cuaresma es un camino de subida. Es una invitación a redescubrir el silencio pacificador y regenerador de la meditación. Se trata de un esfuerzo de purificación del corazón, para liberarlo del pecado que pesa sobre él. Ciertamente se trata de un camino arduo, pero que orienta hacia una meta rica en belleza, esplendor y alegría.
En la Transfiguración se oye la voz del Padre celestial: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Estas palabras encierran todo el programa de la Cuaresma: debemos ponernos a la escucha de Jesús. Él nos revela al Padre, porque, como Hijo eterno, es «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15). Pero, al mismo tiempo, como verdadero «Hijo del hombre», revela lo que sabemos, revela el hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22). Por tanto, ¡no tengamos miedo a Cristo! Al elevarnos a la altura de su vida divina, no nos aleja de nuestra humanidad sino que, por el contrario, nos humaniza, dando sentido pleno a nuestra existencia personal y social. A este redescubrimiento cada vez más vivo de Jesús también nos impulsa la perspectiva del gran jubileo, que en este primer año de preparación inmediata se centra principalmente en la contemplación de Cristo: una contemplación que debe alimentarse del Evangelio y de la oración, y que siempre tiene que ir acompañada por una conversión auténtica y por el redescubrimiento constante de la caridad como ley de vida diaria.
Queridos hermanos, contemplemos a María, la Virgen a la escucha, siempre dispuesta a acoger y conservar en su corazón cada una de las palabras de su Hijo divino (cf. Lc 2, 51). El evangelio la define «feliz porque ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45). La Madre celestial de Dios nos ayude a entrar en sintonía profunda con la palabra de Dios, para que Cristo se convierta en luz y guía de toda nuestra vida.
Homilía (23-02-1997): La paternidad de Dios
domingo 23 de febrero de 1997«Este es mi Hijo amado: escuchadlo » (Mc 9, 7). Hoy, en el marco de la transfiguración del Señor, volvemos a escuchar estas palabras, que resonaron en el momento del bautismo de Jesús en el Jordán (cf. Mt 3, 17). «Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan (...), y se transfiguró delante de ellos (...). Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús (...). Pedro (...) le dijo a Jesús: "Maestro. ¡Qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías"» (Mc 9, 2-5). En ese preciso instante se oyó una voz: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7).
No duró mucho esa extraordinaria manifestación de la filiación divina de Jesús. Cuando los Apóstoles alzaron nuevamente su mirada, no vieron más que a Jesús, el cual, «cuando bajaban de la montaña —prosigue el evangelista— (...), les mandó: "No contéis a nadie lo que habéis visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos"» (Mc 9, 9).
Así, en este segundo domingo de Cuaresma, escuchamos junto con los Apóstoles el anuncio de la Resurrección. Lo escuchamos mientras nos encaminamos con ellos hacia Jerusalén, donde reviviremos el misterio de la pasión y muerte del Señor. En efecto, el ayuno y la penitencia de este tiempo sagrado se orientan precisamente hacia este acontecimiento-clave de toda la economía salvífica.
La transfiguración del Señor, que según la tradición tuvo lugar en el monte Tabor, sitúa en primer plano la persona y la obra de Dios Padre, presente junto al Hijo de modo invisible pero real. Esto explica el hecho de que, en el trasfondo del evangelio de la Transfiguración, la liturgia de hoy sitúa un importante episodio del Antiguo Testamento, en el que se pone de relieve de modo particular la paternidad.
En efecto, la primera lectura, tomada del libro del Génesis, nos recuerda el sacrificio de Abraham. Éste tenía un hijo, Isaac, que había nacido en su vejez. Era el hijo de la promesa. Pero un día Abraham recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es seguramente el mayor que se pueda imaginar. A pesar de ello, no duda ni un instante y, después de haber preparado lo necesario, parte con Isaac hacia el lugar establecido. Construye un altar, coloca la leña y, una vez atado el muchacho, toma el cuchillo para inmolarlo. Sólo entonces lo detiene una orden de lo alto: «No alargues tu mano contra tu hijo, ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo» (Gn 22, 12).
Es conmovedor este acontecimiento, en el que la fe y el abandono de un padre en las manos de Dios alcanzan la cima. Con razón san Pablo llama a Abraham «padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.17). Tanto la religión judía como la cristiana hacen referencia a su fe. El Corán destaca también la figura de Abraham. La fe del padre de los creyentes es un espejo en el que se refleja el misterio de Dios, misterio de amor que une al Padre y al Hijo.
[...]
«El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8, 32). Estas palabras de san Pablo en la carta a los Romanos nos introducen en el tema fundamental de la liturgia de hoy: el misterio del amor divino revelado en el sacrificio de la cruz.
El sacrificio de Isaac anticipa el de Cristo: el Padre no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para la salvación del mundo. Él, que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de inmolar a Isaac, no dudó en sacrificar a su propio Hijo por nuestra redención. De ese modo, el sacrifico de Abraham pone de relieve que nunca y en ningún lugar se deben realizar sacrificios humanos, porque el único sacrificio verdadero y perfecto es el del Hijo unigénito y eterno de Dios vivo. Jesús, que por nosotros y por nuestra salvación nació de María virgen, se inmoló voluntariamente una vez para siempre, como víctima de expiación por nuestros pecados, obteniéndonos así la salvación total y definitiva (cf. Hb 10, 5-10). Después del sacrifico del Hijo de Dios, no se necesita ninguna otra expiación humana, puesto que su sacrificio en la cruz abarca y supera todos los demás sacrificios que el hombre podría ofrecer a Dios. Aquí nos encontramos en el centro del misterio pascual.
Desde el Tabor, el monte de la transfiguración, el itinerario cuaresmal nos lleva hasta el Gólgota, el monte del sacrifico supremo del único sacerdote de la alianza nueva y eterna. Dicho sacrificio encierra la mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo en sí mismo todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitará al tercer día y saldrá de esa dramática experiencia como vencedor de la muerte, del infierno y de Satanás. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el triduo de la pasión, la muerte y la resurrección de Cristo.
Pidamos al Señor la gracia de prepararnos de modo conveniente: «Jesús, Hijo amado del Padre, haz que te escuchemos y te sigamos hasta el Calvario, hasta la cruz, para poder participar contigo en la gloria de la resurrección». Amén.
Homilía (19-03-2000): Paternidad por la fe
domingo 19 de marzo de 2000Dios, "que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?" (Rm 8, 32).
El apóstol Pablo, en la carta a los Romanos, formula esta pregunta, en la que destaca con claridad el tema central de la liturgia de este día: el misterio de la paternidad de Dios. En el pasaje evangélico es el mismo Padre eterno quien se presenta a nosotros cuando, desde la nube luminosa que envuelve a Jesús y a los Apóstoles en el monte de la Transfiguración, hace oír su voz, que exhorta: "Éste es mi Hijo amado, escuchadlo" (Mc 9, 7). Pedro, Santiago y Juan intuyen -luego lo comprenderán mejor- que Dios les ha hablado revelándose a sí mismo y el misterio de su realidad más íntima.
Después de la resurrección, ellos, junto con los demás Apóstoles, llevarán al mundo este impresionante anuncio: en su Hijo encarnado Dios se ha acercado a todo hombre como Padre misericordioso. En Cristo todo ser humano es envuelto por el abrazo tierno y fuerte de un Padre.
[...] Cristo es el Hijo amado del Padre. Es, sobre todo, la palabra "amado" la que, respondiendo a nuestros interrogantes, descorre en cierto modo el velo que oculta el misterio de la paternidad divina. En efecto, nos da a conocer el amor infinito del Padre al Hijo y, al mismo tiempo, nos revela su "pasión" por el hombre, por cuya salvación no duda en entregar a este Hijo tan amado. Todo ser humano puede saber ya que en Jesús, Verbo encarnado, es objeto de un amor ilimitado por parte del Padre celestial.
Una contribución ulterior al conocimiento de este misterio nos la da la primera lectura, tomada del libro del Génesis. Dios pide a Abraham el sacrificio de su hijo: "Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré" (Gn 22, 2). Con el corazón destrozado, Abraham se dispone a cumplir la orden de Dios. Pero, cuando está a punto de clavar a su hijo el cuchillo del sacrificio, el Señor lo detiene y, por medio de un ángel, le dice: "No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo" (Gn 22, 12).
A través de las vicisitudes de una paternidad humana sometida a una prueba dramática, se revela otra paternidad, basada en la fe. Precisamente en virtud del extraordinario testimonio de fe dado en aquella circunstancia, Abraham obtiene la promesa de una descendencia numerosa: "Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido" (Gn 22, 18). Gracias a su fe incondicional en la palabra de Dios, Abraham se convierte en padre de todos los creyentes.
Dios Padre "no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros" (Rm 8, 32). Abraham, con su disponibilidad a inmolar a Isaac, anuncia el sacrificio de Cristo por la salvación del mundo. La ejecución efectiva del sacrificio, que le fue ahorrada a Abraham, se realizará con Jesucristo. Él mismo informa a los Apóstoles: al bajar del monte de la Transfiguración, les prohíbe que cuenten lo que han visto antes de que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos. El evangelista añade: "Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos" (Mc 9, 10).
Los discípulos intuyen que Jesús es el Mesías y que en él se realiza la salvación. Pero no logran comprender por qué habla de pasión y de muerte: no aceptan que el amor de Dios pueda esconderse detrás de la cruz. Y, sin embargo, donde los hombres verán sólo una muerte, Dios manifestará su gloria, resucitando a su Hijo; donde los hombres pronunciarán palabras de condena, Dios realizará su misterio de salvación y amor al género humano.
Ésta es la lección que cada generación cristiana debe volver a aprender. Cada generación, ¡también la nuestra! Aquí radica la razón de ser de nuestro camino de conversión en este tiempo singular de gracia. El jubileo ilumina toda la vida y la experiencia de los hombres. Incluso la fatiga y el cansancio del trabajo diario reciben de la fe en Cristo muerto y resucitado una nueva luz de esperanza. Aparecen como elementos significativos del designio de salvación que el Padre celestial está realizando mediante la cruz de su Hijo.
Apoyados en esta certeza, queridos artesanos, podéis fortalecer y concretar los valores que desde siempre caracterizan vuestra actividad: el perfil cualitativo, el espíritu de iniciativa, la promoción de las capacidades artísticas, la libertad y la cooperación, la relación correcta entre tecnología y ambiente, el arraigo familiar y las buenas relaciones de vecindad. La civilización artesana ha sabido crear, en el pasado, grandes ocasiones de encuentro entre los pueblos, y ha transmitido a las épocas sucesivas síntesis admirables de cultura y fe.
El misterio de la vida de Nazaret, del que san José, patrono de la Iglesia y vuestro protector, fue custodio fiel y testigo sabio, es el icono de esta admirable síntesis entre vida de fe y trabajo humano, entre crecimiento personal y compromiso de solidaridad.
[Amadísimos artesanos, habéis venido hoy para celebrar vuestro jubileo. Que la luz del Evangelio ilumine cada vez más vuestra experiencia laboral diaria. El jubileo os ofrece la ocasión de encontraros con Jesús, José y María, entrando en su casa y en el humilde taller de Nazaret.
En la singular escuela de la Sagrada Familia se aprenden las realidades esenciales de la vida y se profundiza el significado del seguimiento de Jesús. Nazaret enseña a superar la tensión aparente entre la vida activa y la contemplativa; invita a crecer en el amor a la verdad divina que irradia la humanidad de Cristo y a prestar con valentía el exigente servicio de la tutela de Cristo presente en todo hombre (cf. Redemptoris custos, 27)].
Crucemos, por tanto, en una peregrinación espiritual, el umbral de la casa de Nazaret, el humilde hogar que tendré la alegría de visitar, Dios mediante, la próxima semana, durante mi peregrinación jubilar a Tierra Santa.
Contemplemos a María, testigo del cumplimiento de la promesa hecha por el Señor "en favor de Abraham y su descendencia por siempre" (Lc 1, 54-55).
Que ella, junto con José, su casto esposo, os ayude, queridos artesanos, a permanecer en constante escucha de Dios, uniendo oración y trabajo. Ellos os sostengan en vuestros propósitos jubilares de renovada fidelidad cristiana y hagan que vuestras manos prolonguen, en cierto modo, la obra creadora y providente de Dios.
La Sagrada Familia, lugar de entendimiento y amor, os ayude a realizar gestos de solidaridad, paz y perdón. Así, seréis heraldos del amor infinito de Dios Padre, rico en misericordia y bondad para con todos. Amén.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (12-03-2006): Escuchar a Dios
domingo 12 de marzo de 2006[En el tiempo de Cuaresma estamos llamados de un modo particular] a la escucha del Señor, que siempre nos habla, pero espera de nosotros mayor atención... Nos lo recuerda también la página evangélica de este domingo, que propone de nuevo la narración de la transfiguración de Cristo en el monte Tabor.
Mientras estaban atónitos en presencia del Señor transfigurado, que conversaba con Moisés y Elías, Pedro, Santiago y Juan fueron envueltos repentinamente por una nube, de la que salió una voz que proclamó: "Este es mi Hijo amado; escuchadlo" (Mc 9, 7).
Cuando se tiene la gracia de vivir una fuerte experiencia de Dios, es como si se viviera algo semejante a lo que les sucedió a los discípulos durante la Transfiguración: por un momento se gusta anticipadamente algo de lo que constituirá la bienaventuranza del paraíso. En general, se trata de breves experiencias que Dios concede a veces, especialmente con vistas a duras pruebas. Pero a nadie se le concede vivir "en el Tabor" mientras está en esta tierra. En efecto, la existencia humana es un camino de fe y, como tal, transcurre más en la penumbra que a plena luz, con momentos de oscuridad e, incluso, de tinieblas. Mientras estamos aquí, nuestra relación con Dios se realiza más en la escucha que en la visión; y la misma contemplación se realiza, por decirlo así, con los ojos cerrados, gracias a la luz interior encendida en nosotros por la palabra de Dios.
También la Virgen María, aun siendo entre todas las criaturas humanas la más cercana a Dios, caminó día a día como en una peregrinación de la fe (cf. Lumen gentium, 58), conservando y meditando constantemente en su corazón las palabras que Dios le dirigía, ya sea a través de las Sagradas Escrituras o bien mediante los acontecimientos de la vida de su Hijo, en los que reconocía y acogía la misteriosa voz del Señor. He aquí, pues, el don y el compromiso de cada uno de nosotros durante el tiempo cuaresmal: escuchar a Cristo, como María. Escucharlo en su palabra, custodiada en la Sagrada Escritura. Escucharlo en los acontecimientos mismos de nuestra vida, tratando de leer en ellos los mensajes de la Providencia. Por último, escucharlo en los hermanos, especialmente en los pequeños y en los pobres, para los cuales Jesús mismo pide nuestro amor concreto. Escuchar a Cristo y obedecer su voz: este es el camino real, el único que conduce a la plenitud de la alegría y del amor.
Ángelus (08-03-2009): La Transfiguración es una experiencia de oración
domingo 8 de marzo de 2009[La liturgia de la Palabra de hoy nos muestra cómo] Jesús llevó a los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, solos a un monte alto, en un lugar apartado, y mientras oraba se "transfiguró": su rostro y su persona se volvieron luminosos, resplandecientes.
La liturgia vuelve a proponer este célebre episodio precisamente hoy, segundo domingo de Cuaresma (cf. Mc 9, 2-10). Jesús quería que sus discípulos, de modo especial los que tendrían la responsabilidad de guiar a la Iglesia naciente, experimentaran directamente su gloria divina, para afrontar el escándalo de la cruz. En efecto, cuando llegue la hora de la traición y Jesús se retire a rezar aGetsemaní, tomará consigo a los mismos Pedro, Santiago y Juan, pidiéndoles que velen y oren con él (cf. Mt 26, 38). Ellos no lo lograrán, pero la gracia de Cristo los sostendrá y les ayudará a creer en la resurrección.
Quiero subrayar que la Transfiguración de Jesús fue esencialmente una experiencia de oración (cf. Lc 9, 28-29). En efecto, la oración alcanza su culmen, y por tanto se convierte en fuente de luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden como formando una sola cosa. Cuando Jesús subió al monte, se sumergió en la contemplación del designio de amor del Padre, que lo había mandado al mundo para salvar a la humanidad. Junto a Jesús aparecieron Elías y Moisés, para significar que las Sagradas Escrituras concordaban en anunciar el misterio de su Pascua, es decir, que Cristo debía sufrir y morir para entrar en su gloria (cf. Lc 24, 26. 46). En aquel momento Jesús vio perfilarse ante él la cruz, el extremo sacrificio necesario para liberarnos del dominio del pecado y de la muerte. Y en su corazón, una vez más, repitió su "Amén". Dijo "sí", "heme aquí", "hágase, oh Padre, tu voluntad de amor". Y, como había sucedido después del bautismo en el Jordán, llegaron del cielo los signos de la complacencia de Dios Padre: la luz, que transfiguró a Cristo, y la voz que lo proclamó "Hijo amado" (Mc 9, 7).
Juntamente con el ayuno y las obras de misericordia, la oración forma la estructura fundamental de nuestra vida espiritual. Queridos hermanos y hermanas, os exhorto a encontrar en este tiempo de Cuaresma momentos prolongados de silencio, posiblemente de retiro, para revisar vuestra vida a la luz del designio de amor del Padre celestial. En esta escucha más intensa de Dios dejaos guiar por la Virgen María, maestra y modelo de oración. Ella, incluso en la densa oscuridad de la pasión de Cristo, no perdió la luz de su Hijo divino, sino que la custodió en su alma. Por eso, la invocamos como Madre de la confianza y de la esperanza.
Homilía (04-03-2012): Sin cruz no hay salvación
domingo 4 de marzo de 2012La liturgia de este día nos prepara sea para el misterio de la Pasión —como escuchamos en la primera lectura— sea para la alegría de la Resurrección.
La primera lectura nos refiere el episodio en el que Dios pone a prueba a Abrahán (cf. Gn 22, 1-18). Abrahán tenía un hijo único, Isaac, que le nació en la vejez. Era el hijo de la promesa, el hijo que debería llevar luego la salvación también a los pueblos. Pero un día Abrahán recibe de Dios la orden de ofrecerlo en sacrificio. El anciano patriarca se encuentra ante la perspectiva de un sacrificio que para él, padre, es ciertamente el mayor que se pueda imaginar. Sin embargo, no duda ni siquiera un instante y, después de preparar lo necesario, parte junto con Isaac hacia el lugar establecido. Y podemos imaginar esta caminata hacia la cima del monte, lo que sucedió en su corazón y en el corazón de su hijo. Construye un altar, coloca la leña y, después de atar al muchacho, aferra el cuchillo para inmolarlo. Abrahán se fía de Dios hasta tal punto que está dispuesto incluso a sacrificar a su propio hijo y, juntamente con el hijo, su futuro, porque sin ese hijo la promesa de la tierra no servía para nada, acabaría en la nada. Y sacrificando a su hijo se sacrifica a sí mismo, todo su futuro, toda la promesa. Es realmente un acto de fe radicalísimo. En ese momento lo detiene una orden de lo alto: Dios no quiere la muerte, sino la vida; el verdadero sacrificio no da muerte, sino que es la vida, y la obediencia de Abrahán se convierte en fuente de una inmensa bendición hasta hoy. Dejemos esto, pero podemos meditar este misterio.
En la segunda lectura, san Pablo afirma que Dios mismo realizó un sacrificio: nos dio a su propio Hijo, lo donó en la cruz para vencer el pecado y la muerte, para vencer al maligno y para superar toda la malicia que existe en el mundo. Y esta extraordinaria misericordia de Dios suscita la admiración del Apóstol y una profunda confianza en la fuerza del amor de Dios a nosotros; de hecho, san Pablo afirma: «[Dios], que no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará todo con él?» (Rm 8, 32). Si Dios se da a sí mismo en el Hijo, nos da todo. Y san Pablo insiste en la potencia del sacrificio redentor de Cristo contra cualquier otro poder que pueda amenazar nuestra vida. Se pregunta: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió; más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros?» (vv. 33-34). Nosotros estamos en el corazón de Dios; esta es nuestra gran confianza. Esto crea amor y en el amor vamos hacia Dios. Si Dios ha entregado a su propio Hijo por todos nosotros, nadie podrá acusarnos, nadie podrá condenarnos, nadie podrá separarnos de su inmenso amor. Precisamente el sacrificio supremo de amor en la cruz, que el Hijo de Dios aceptó y eligió voluntariamente, se convierte en fuente de nuestra justificación, de nuestra salvación. Y pensemos que en la Sagrada Eucaristía siempre está presente este acto del Señor, que en su corazón permanece por toda la eternidad, y este acto de su corazón nos atrae, nos une a él.
Por último, el Evangelio nos habla del episodio de la Transfiguración (cf. Mc 9, 2-10): Jesús se manifiesta en su gloria antes del sacrificio de la cruz y Dios Padre lo proclama su Hijo predilecto, el amado, e invita a los discípulos a escucharlo. Jesús sube a un monte alto y toma consigo a tres apóstoles —Pedro, Santiago y Juan—, que estarán especialmente cercanos a él en la agonía extrema, en otro monte, el de los Olivos. Poco tiempo antes el Señor había anunciado su pasión y Pedro no había logrado comprender por qué el Señor, el Hijo de Dios, hablaba de sufrimiento, de rechazo, de muerte, de cruz; más aún, se había opuesto decididamente a esta perspectiva. Ahora Jesús toma consigo a los tres discípulos para ayudarlos a comprender que el camino para llegar a la gloria, el camino del amor luminoso que vence las tinieblas, pasa por la entrega total de sí mismo, pasa por el escándalo de la cruz. Y el Señor debe tomar consigo, siempre de nuevo, también a nosotros, al menos para comenzar a comprender que este es el camino necesario. La transfiguración es un momento anticipado de luz que nos ayuda también a nosotros a contemplar la pasión de Jesús con una mirada de fe. La pasión de Jesús es un misterio de sufrimiento, pero también es la «bienaventurada pasión» porque en su núcleo es un misterio de amor extraordinario de Dios; es el éxodo definitivo que nos abre la puerta hacia la libertad y la novedad de la Resurrección, de la salvación del mal. Tenemos necesidad de ella en nuestro camino diario, a menudo marcado también por la oscuridad del mal. [...]
Por último, quiero recordaros a todos la importancia y la centralidad de la Eucaristía en la vida personal y comunitaria. La santa misa debe estar en el centro de vuestro Domingo, que es preciso redescubrir y vivir como día de Dios y de la comunidad, día en el cual alabar y celebrar a Aquel que murió y resucitó por nuestra salvación, día en el cual vivir juntos en la alegría de una comunidad abierta y dispuesta a acoger a toda persona sola o en dificultades. Reunidos en torno a la Eucaristía, de hecho, percibimos más fácilmente que la misión de toda comunidad cristiana consiste en llevar el mensaje del amor de Dios a todos los hombres. Precisamente por eso es importante que la Eucaristía esté siempre en el corazón de la vida de los fieles, como lo está hoy.
Queridos hermanos y hermanas, desde el Tabor, el monte de la Transfiguración, el itinerario cuaresmal nos conduce hasta el Gólgota, monte del supremo sacrificio de amor del único Sacerdote de la alianza nueva y eterna. En ese sacrificio se encierra la mayor fuerza de transformación del hombre y de la historia. Asumiendo sobre sí todas las consecuencias del mal y del pecado, Jesús resucitó al tercer día como vencedor de la muerte y del Maligno. La Cuaresma nos prepara para participar personalmente en este gran misterio de la fe, que celebraremos en el Triduo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Encomendemos a la Virgen María nuestro camino cuaresmal, así como el de toda la Iglesia. Ella, que siguió a su Hijo Jesús hasta la cruz, nos ayude a ser discípulos fieles de Cristo, cristianos maduros, para poder participar juntamente con ella en la plenitud de la alegría pascual. Amén.
Ángelus (04-03-2012): Una luz para superar las pruebas
domingo 4 de marzo de 2012Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para afrontar y superar con él las tentaciones, nos propone subir con él al «monte» de la oración, para contemplar en su rostro humano la luz gloriosa de Dios. Los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas atestiguan de modo concorde el episodio de la transfiguración de Cristo. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a un monte alto, y allí «se transfiguró delante de ellos» (Mc9, 2), su rostro y sus vestidos irradiaron una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y, en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre del monte y de ella salió una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchadlo» (Mc 9, 7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre celestial que da testimonio de él y manda escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se debe separar del contexto del camino que Jesús está recorriendo. Ya se ha dirigido decididamente hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar por la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales sin embargo no han entendido; más aun, han rechazado esta perspectiva porque no piensan como Dios, sino como los hombres (cf. Mt 16, 23). Por eso Jesús lleva consigo a tres de ellos al monte y les revela su gloria divina, esplendor de Verdad y de Amor. Jesús quiere que esta luz ilumine sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz sea insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en él. Así, después de este episodio, él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los asaltos de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una expresión muy bella. Dice: «Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: pl 38, 490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz viene de Dios, y nos la da Cristo, en quien habita la plenitud de la divinidad (cf. Col 2, 9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando cada día algún momento para orar en silencio y para escuchar la Palabra de Dios.
Congregación para el Clero
Homilía
«¡Qué bien estamos aquí!»! Agradecemos de corazón a la Iglesia que, en este segundo Domingo de Cuaresma, nos permite estar delante del misterio de la Transfiguración y hacer nuestras las palabras, llenas de asombro y de ternura, con las que el apóstol Pedro recibió la luz de Cristo.
La Transfiguración es un misterio riquísimo, de cuya meditación los cristianos de todos los tiempos han recibido gracias siempre nuevas. La Iglesia, además, nos propone este pasaje evangélico en dos momentos distintos del año litúrgico: en la segunda semana de Cuaresma y en la Solemnidad de la Transfiguración, el 6 de agosto, en el corazón del verano, como si quisiera decirnos que la luminosidad de lo creado es el signo de la Luz siempre nueva que se irradia victoriosa desde el misterio pascual.
Es así que en este tiempo de Cuaresma recibimos algo de la luz y de la alegría estivas que, sin ahorrarnos nada de la lucha contra el pecado y la tentación, nos dicen que esa lucha debe vivirse con la alegría que nace de la certeza de encontrarnos en el camino justo, en el camino que, si se sigue fielmente mediante la oración y en su radicalidad, nos lleva a la Pascua.
El Señor Jesús, que conoce mejor que nadie el corazón del hombre, quiso preservar a los tres discípulos –y en ellos, a todos nosotros- del «escándalo» de la Cruz. La Transfiguración es una verdadera teofanía, manifestación de la Divinidad de Cristo. Cristo, como dejando salir apenas un rayo de su Divinidad, ha mostrado a sus discípulos quién es Él y de donde nacen la verdad de su enseñanza y la potencia de sus gestos: «Este es mi Hijo, el Amado: ¡escuchadlo!» (Mc 9,7).
A la manifestación de la Divinidad de Cristo, corresponde la manifestación de Dios Padre. Por un instante somos introducidos en el misterio de la Santísima e indivisa Trinidad: la voz del Padre señala a su Hijo Unigénito, el Amado, en ese Hombre que había nacido de María en la pobreza, que había vivido en lo oculto durante treinta años como carpintero; que compartió su vida con los pescadores de Galilea, que mientras curaba y saciaba a las multitudes con su Palabra y con la multiplicación de los panes, también estaba sujeto, como todos, al sueño, al hambre y al cansancio. La Transfiguración nos señala que el eterno diálogo de amor entre el Padre y el Hijo ha entrado en nuestra historia humana y cómo, en Cristo, atrae a toda la humanidad hacia esta gloria eterna. En Él, se resumen todo el cosmos y la historia, en él se recapitula toda la historia de Dios con Israel.
«Y de repente, mirando alrededor, ya no vieron a nadie, sino solo a Jesús con ellos» (Mc 9,8). La luz de la Transfiguración parecería que dura demasiado poco tiempo; a los ojos de los discípulos queda sólo la humanidad de Cristo, como siempre la habían visto. Pero el corazón de Pedro, de Santiago y de Juan, nuestro corazón, está irremediablemente herido y sabe ciertamente que en ese Hombre habita corporalmente toda la plenitud de la Divinidad (cf. Col 2,9).
La fe cierta y fuerte en la Divinidad de Cristo, es la verdadera fuerza que sostiene nuestro camino cuaresmal, el camino del seguimiento de Cristo hasta la Cruz, cuando asistiremos a la más grande y «escandalosa» manifestación de la Gloria de Dios: la «transfiguración» de la Divinidad, que casi desapareciendo en el sufrimiento y en la muerte del Crucificado, se unirá definitivamente a nuestra existencia, para hacernos partícipes de la filiación divina.
«Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas?» (Rm 8,32). María Santísima, que en su seno revistió de nuestra humanidad la Luz del Altísimo, nos proteja y sostenga en la lucha, mirándonos con sus ojos, en los cuales se refleja la eterna gloria del Hijo de Dios.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Mc 9,1-9
El segundo domingo nos lleva a contemplar a Jesús transfigurado (Mc 9,2-9). Tras el doloroso y desconcertante primer anuncio de la pasión y la llamada de Jesús a seguirle por el camino de la cruz (8,31-38), se hace necesario alentar a los discípulos abatidos. Además de que la ley y los profetas –personificados en Moisés y Elías– manifiestan a Jesús como aquel en quien hallan su cumplimiento, es Dios mismo –simbolizado en la nube– quien le proclama su Hijo amado.
Por un instante se desvela el misterio de la cruz para volver a ocultarse de nuevo; más aún, para esconderse todavía más en el camino de la progresiva humillación hasta la muerte de cruz. Sólo entonces –«cuando resucite de entre los muertos»– será posible entender todo lo que encerraba el misterio de la transfiguración. En pleno camino cuaresmal de esfuerzo y sacrificio, también a nosotros –igual de torpes que los discípulos– se dirige la voz del Padre con un mandato único y preciso: «Escuchadle», es decir, fiaos de Él –de este Cristo que se ha transfigurado a vuestros ojos–, aunque os introduzca por caminos de cruz.
Gloria en la humillación
El relato de la transfiguración quiere mostrarnos la gloria oculta de Cristo. No es sólo que Cristo haya sufrido humillaciones ocasionales, sino que ha vivido humillado, pues «tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos» y «actuando como un hombre cualquiera» cuando en realidad era igual a Dios (Fil 2,6-8). El resplandor que aparece en la transfiguración debía ser normal en Jesús, pero se despoja voluntariamente de él. ¿No es este un aspecto de Cristo que debemos contemplar mucho nosotros, tan propensos a exaltarnos a nosotros mismos y buscar la gloria humana?
Más aún si consideramos que Jesús salva precisamente por la humillación. Este relato de la transfiguración está situado en el camino hacia la cruz, entre los dos primeros anuncios de la pasión (Mc 8,31 y 9,31). Jesús podía haber pedido al Padre doce legiones de ángeles (Mt 26,53), pero es en el colmo de la humillación –ser reprobado por las mismas autoridades religiosas de Israel, sufrir mucho, recibir desprecios y torturas, ser matado– donde va a llevar a cabo la redención. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, no da fruto; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Tampoco para nosotros hay otro camino si queremos ser fecundos y dar fruto.
En el camino hacia la pasión, Jesús nos es presentado como el Hijo amado del Padre, objeto de su amor y sus complacencias. La cruz y el sufrimiento no están en contradicción con ese amor del Padre. Al contrario, es en la cruz donde más se manifiesta ese amor; precisamente porque muere confiando en el Padre y en su amor, Jesús se revela en la cruz como el Hijo de Dios (Mc 15,39). De igual modo nosotros, al sufrir la cruz, no debemos sentirnos rechazados por Dios, sino –al contrario– especialmente amados.
El Hijo amado
En el relato de la transfiguración escuchamos la voz del Padre que nos dice: «Éste es mi Hijo amado». No es sólo un gesto de presentación, de manifestación de Cristo. Es el gesto del Padre que nos entrega a su Hijo, nos lo da para nuestra salvación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único...» (Jn 3,16). Este gesto de Dios Padre aparece simbolizado y prefigurado en el de Abraham, que toma a «su hijo único, al que quiere» y lo ofrece en sacrificio sobre un monte... La muerte de Cristo en el Calvario, que la Cuaresma nos prepara a celebrar, es la mayor manifestación del amor de Dios.
El conocimiento y la experiencia de este amor de Dios es el fundamento de nuestro camino cuaresmal. San Pablo prorrumpe lleno de admiración, de gozo y de confianza: «El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él?» Al darnos a su Hijo, Dios ha demostrado que está «por nosotros», a favor nuestro. Pues «si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» No podemos encontrar fundamento más sólido para nuestra confianza en la lucha contra el pecado y en el camino hacia nuestra propia transfiguración pascual.
Pero el gesto de Abraham no sólo simboliza el de Dios. Resume también nuestra actitud ante Dios. Abraham lo da todo, lo más querido, su hijo único, en quien tiene todas sus esperanzas. Lo da a Dios. Y al darlo parece que lo pierde. Sin embargo, realizado el sacrificio de su corazón, Dios le devuelve a su hijo, y precisamente en virtud de ese sacrificio –«por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único»– Dios le bendice abundantemente dándole una descendencia «como las estrellas del cielo y como la arena de la playa». Los sacrificios que nos pide la cuaresma –y en general nuestra fidelidad al evangelio– no son muerte, son vida. Todo sacrificio realizado con verdadero espíritu cristiano nos eleva, nos santifica. Cada sacrificio es una puerta abierta por donde la gracia penetra de manera torrencial.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El acontecimiento de la Transfiguración del Señor es más necesario para nosotros que para Él mismo. Su finalidad fue proclamar ante sus apóstoles privilegiados la condición divina de Jesús, compatible con el anuncio de la Pasión que les acababa de hacer.
Para nosotros, nos recuerda que nuestra vocación cristiana es, ante todo, vocación de santidad, esto es, vocación de ser transfigurados en Cristo, por el único camino que es posible alcanzar esa transformación de nuestra vida: el camino de la cruz, de la abnegación, renuncia a uno mismo y colaborar con la gracia divina en una verdadera renovación sobrenatural de cada instante.
–Génesis 22,1-2.9-10.13.15-18: Dios manda a Abrahán que sacrifique a su hijo Isaac. Abraham es en la historia de la salvación el modelo exacto del creyente, que vive fiándose de la palabra de Dios, obedeciéndole también en los momentos de prueba, como cuando le pide el sacrificio de su hijo Isaac. Comenta San Agustín:
«Justo es, hermanos, que confiemos en Dios, aun antes de que pague nada, porque en realidad ni puede mentir, ni puede engañar, fiaron en Él nuestros padres. Así lo hizo Abrahán. He ahí una fe digna de ser alabada y pregonada. Nada había recibido aún de Dios y creyó cuando le hizo la promesa; nosotros, en cambio, a pesar de haber recibido tanto, aún no confiamos en Él...
«Abrahán confió inmediatamente en Dios, y la tierra no se le dio a él personalmente, sino que la reservó para su posteridad... Nuestro Señor Jesucristo se convirtió en posteridad de Abrahán. Lo que encontramos prometido a Abrahán, lo vemos cumplido en nosotros» (Sermón 113,A,10).
–Con el Salmo 115 aclamamos: «Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida. Tenía fe, aun cuando dije: «Qué desgraciado soy». Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles. Señor, soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava; rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza, invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos, en presencia de todo el pueblo; en el atrio de la casa del Señor, en medio de ti, Jerusalén». Caminemos siempre en presencia del Señor con una fe viva y por el verdadero Camino, que es Cristo, Señor nuestro.
–Romanos 8,31-34: Dios no perdonó a su propio Hijo. En Cristo Jesús, el Hijo Unigénito del Padre, sacrificado por nuestra salvación, tenemos la absoluta evidencia del amor que el Padre nos tiene (Jn 3,16). El Corazón de Jesucristo es la revelación de ese inmenso amor. Comentando este pasaje paulino, San Agustín dice:
«Si Dios no perdonó a su propio Hijo... ¿cómo no iba a darnos todo con Él? Cristo sufrió la Pasión: muramos al pecado. Cristo resucitó: vivamos para Dios. Cristo pasó de este mundo al Padre: no se apague aquí nuestro corazón, antes bien, sígale al cielo. Nuestra Cabeza pendió del madero: crucifiquemos la concupiscencia de la carne. Yació en el sepulcro: sepultados con Él, olvidemos el pecado. Está sentado en el cielo: transfiramos nuestros deseos a las cosas sublimes. Ha de venir como Juez: no llevemos el mismo yugo que los infieles... Pondrá a los malos a la izquierda y a los buenos a su derecha: elijamos nuestro lugar con las obras. Su Reino no tendrá fin: no temamos en absoluto el fin de esta vida» (Sermón 229 D,1)
–Marcos 9,1-9: Este es mi Hijo amado. Aceptemos la oferta que nos hace el Padre. Escuchémoslo y sigamos sus enseñanzas. Así es como seremos verdaderos cristianos. Comenta San León Magno:
«Este es mi Hijo. No nos separe la divinidad, ni nos divida el poder, ni nos diferencie la eternidad. Este es mi Hijo, no adoptivo, sino propio; no creado por otro, sino engendrado por Mí mismo; ni pertenece a otra naturaleza semejante a la mía, sino que, nacido de mi sustancia, es igual a Mí mismo. Este es mi Hijo, por quien fueron hechas todas las cosas y sin Él nada se hizo (Jn 1,3)...
«Escuchad sin vacilación alguna a Aquél en quien yo me complazco, pues es la Verdad y la Vida (Jn 14,16), mi Poder y mi Sabiduría (1 Cor 1,24). Escuchad al que ha anunciado los misterios de la ley y ha cantado la voz de los profetas. Escuchadle, que ha redimido al mundo con su sangre, ha atado al diablo y le ha arrebatado sus armas (Mt 12,29), que ha roto la cédula de condena (Col 2,14) y el pacto de la prevaricación. Escuchadle, que abre el camino del cielo y, por el suplicio de la cruz, os prepara la escala para subir al Reino» (Sermón 51).