Homilías Domingo II de Adviento (B)
/ 5 diciembre, 2014 / Tiempo de AdvientoLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 40, 1-5. 9-11: Preparadle un camino al Señor
Sal 84, 9abc y 10. 11-12. 13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación
2 Pe 3, 8-14: Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva
Mc 1, 1-8: Enderezad los senderos del Señor
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (06-12-1981): Adviento es venida y encuentro
domingo 6 de diciembre de 19811. "La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan" (Sal 84, [85], 11).
Adviento quiere decir "venida" y quiere decir también "encuentro". Dios, que viene, se acerca al hombre, para que el hombre se encuentre con El y sea fiel a este encuentro. Para que permanezca en él, hasta el fin.
Este importante pensamiento, proclamado por la liturgia del II domingo de Adviento, quiero meditarlo juntamente con vosotros, queridos hermanos y hermanas...
2. En la liturgia de hoy, como de costumbre, habla primero Isaías, Profeta del gran adviento. Su mensaje es hoy gozoso, lleno de confianza: "Consolad, consolad a mi pueblo... Hablad al corazón de Jerusalén, gritadle: que se ha cumplido su servicio, y está pagado su crimen... Súbete a lo alto de un monte, heraldo de Sión... Alza con fuerza la voz, no temas, di...: Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza... Mirad: le acompaña el salario... Como un pastor apacienta su rebaño, su mano los reúne" (Is 40, 1-2. 9-11).
Al mismo tiempo que este mensaje, tenemos la llamada a "preparar" y "allanar" el camino, la misma que hará suya, en las riberas del Jordán, Juan Bautista, último Profeta de la venida del Señor. En síntesis, Isaías afirma: El Señor viene... como Pastor; es preciso crear las condiciones necesarias para el encuentro con El. Es necesario prepararse.
"Mirad: Dios, el Señor, llega", se nos ha dicho, pero, al mismo tiempo, la voz grita: "En el desierto preparadle un camino al Señor..., que los valles se levanten, que los montes y colinas se abajen, que lo torcido se enderece, y lo escabroso se iguale. Se revelará la gloria del Señor..." (Is 40, 3-5).
Aceptemos, pues, con alegría tanto la buena noticia como los deberes que ella pone ante nosotros. Dios quiere estar con nosotros; viene como dominador, "su brazo domina, pero, sobre todo, viene como Pastor, y como tal, "apacienta el rebaño, su mano los reúne. Lleva en brazos los corderos, cuida de las madres." (Is 40, 11).
Estamos aquí para fortalecernos en nuestra alegría y en nuestra esperanza y, a la vez, para que podamos siempre de nuevo, llevados por la convicción acerca de la presencia de Dios en nuestros caminos, prepararle el sendero, removiendo de él todo lo qué hace difícil e incluso imposible el encuentro; para que podamos retornar siempre a El.
3. Por esto, escuchemos con atención las palabras de la segunda lectura de la liturgia de hoy, en la que nos habla el Apóstol Pedro, es decir, uno que fue testigo de la primera venida. Su tema de adviento está orientado, sobre todo, hacia los últimos tiempos, hacia "el día del Señor"; los que han experimentado la primera venida, justamente viven en espera de la segunda, conforme a la promesa del Señor.
Para la lectura de Pedro parece característica la "dialéctica" de la eternidad y del tiempo, o mejor, la dialéctica del "tiempo de Dios" y del "tiempo del hombre". Como se sabe, en las comunidades cristianas de los primeros siglos, era fuerte la espera de la parusía, esto es, de la segunda venida, del segundo adviento de Cristo. Algunos empezaban a dudar de la veracidad de esta promesa. El fragmento de la segunda Carta de San Pedro, que hemos escuchado hace poco, responde a estas dificultades: "No perdáis de vista una cosa, queridísimos hermanos: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día" (2 Pe 3, 8).
Esto quiere decir: los hombres tenéis vuestra concepción del tiempo, la unidad de su medida, el calendario, el reloj; tenéis vuestros criterios, según los cuales juzgáis que el tiempo se prolonga demasiado o corre poco veloz. Vosotros vivís en el tiempo, lo vivís a vuestro modo, y así debe ser; pero no trasladéis esta concepción a Dios, porque ante El vuestros miles de años son como un solo día; y un día es como vuestros mil años. Por esto, no juzguéis con vuestras categorías y no digáis que Dios se ha dado prisa o que tarda.
Y luego escuchamos: "El Señor no tarda en cumplir..., sino que tiene mucha paciencia con vosotros porque no quiere que nadie perezca sino que todos se conviertan" (2 Pe 3, 9).
4. Así, pues, de modo inesperado se nos pone delante la imagen de Dios Pedagogo, de ese Pastor al que conocemos bien, que espera pacientemente a todos los que todavía no han cogido la pala y no han comenzado a "preparar" y "allanar" sus caminos; que han permanecido sordos al grito gozoso: "Mirad a vuestro Dios... Mirad: Dios, el Señor, viene".
Este tiempo nuestro humano, vivido de modo humano, con su contenido y su sustancia, que nosotros realizamos, continúa gracias a la paciencia de Dios. Así, lo que a alguno puede parecer como falta de cumplimiento de la promesa por parte de Dios es, en cambio, el misericordioso don que El hace al hombre.
Sin embargo es cierto que "el día del Señor" vendrá, y vendrá inesperadamente; será una sorpresa para cada uno de los hombres. Por esto, el problema de la "conversión", el problema del "encuentro", y de "estar con Dios" es cuestión de cada día; porque cada día puede ser para cada hombre, para mí, "el día del Señor". Debemos hacernos, pues, la pregunta de Pedro: ¿Cómo debemos ser nosotros en la santidad de la conducta, y en la piedad, esperando y acelerando la venida del día de Dios? (cf. 2 Pe 3, 11-12).
5. La perspectiva escatológica de la Carta del Apóstol: "un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la justicia" (2 Pe 3, 13) habla del encuentro definitivo del Creador con la creación en el reino del siglo venidero, para el cual debe madurar cada hombre mediante el adviento interior de la fe, esperanza y caridad.
El testigo de esta verdad es Juan Bautista, que en la región del Jordán predica "que se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados" (Mc 1, 4). Se cumplen así las palabras de la primera lectura del libro de Isaías. Efectivamente, Juan predicaba: "Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero El os bautizará con Espíritu Santo" (Mc 1, 7-8).
Juan distingue claramente el "adviento de preparación" del "adviento de encuentro". El adviento de encuentro es obra del Espíritu Santo, es el bautismo con el Espíritu Santo. Es Dios mismo que va al encuentro del hombre; quiere encontrarlo en el corazón mismo de su humanidad, confirmando así esta humanidad como imagen eterna de Dios y, al mismo tiempo, haciéndola "nueva".
Las palabras de Juan sobre el Mesías, sobre Cristo: "El os bautizará con Espíritu Santo" alcanzan la raíz misma del encuentro del hombre con Dios viviente, encuentro que se realiza en Jesucristo y se inscribe en el proceso de la espera de los nuevos cielos y de la nueva tierra, en que habite la justicia: adviento del "mundo futuro". En El, en Cristo, Dios ha asumido la figura concreta del Pastor anunciado por los Profetas, y al mismo tiempo se ha convertido en el Cordero que quita el pecado del mundo; por esto, se mezcló con la muchedumbre que seguía a Juan, para recibir de sus manos el bautismo de penitencia y hacerse solidario con cada hombre, para transmitirle luego, a su vez, el Espíritu Santo, esa potencia divina que nos hace capaces de liberarnos de los pecados y de cooperar a la preparación y a la venida "de los nuevos cielos y de la nueva tierra".
"La espera de una nueva tierra —enseña el Concilio Vaticano II— no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar una vislumbre del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios" (Gaudium et spes, 39).
6. Escuchemos la Palabra de Dios con la convicción de que ella, cuando es escuchada por el hombre, tiene la potencia del "Adviento" y por lo tanto, la capacidad de transformar y renovar. Entonces digamos desde lo profundo del corazón las palabras del Salmista: "Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra" (Sal 84 [85], 9-10)
Digamos con alegría estas palabras, porque ellas infunden en nuestros corazones la nueva esperanza y la nueva fuerza, porque anuncian que la gloria de Dios habitará en la tierra, que la salvación, está cerca de los que le buscan. Dios anuncia la paz, y hace posibles los tiempos de la fidelidad y de la justicia.
"La fidelidad brota de la tierra y la justicia mira desde el cielo. El Señor nos dará la lluvia, y nuestra tierra dará su fruto" (vv. 12-13).
7. Queridos hermanos y hermanas: Nuestro adviento transcurre en esta perspectiva, y en ella se realiza también nuestro encuentro, tan deseado. He querido estar entre vosotros, veros, miraros a los ojos y desearos, en la presencia de Cristo, piedra angular de nuestra construcción (cf. Ef 2, 20-22), que vuestra tierra, es decir, vuestra parroquia, vuestro barrio, den sus frutos. Y quiero también desear a cada uno de vosotros que la propia tierra, esto es, vosotros mismos, vuestras casas, vuestras familias, den su fruto.
Dios ha dicho: "Hablad al corazón de Jerusalén" (Is 40, 2). Yo quisiera hablar al corazón de cada uno y cada una de vosotros y, así, a todos vuestros amigos, a todos los feligreses, para que aceptéis con alegría tanto el mensaje de este do mingo de Adviento, como los deberes que él pone ante nosotros.
¡Preparad el camino al Señor! ¡Enderezad sus senderos! Que esto se realice en el sacramento de la reconciliación en la humilde y confiada confesión de Adviento, a fin de que ante el recuerdo de la primera venida de Cristo, que es Navidad, y a la vez en la perspectiva escatológica de su Adviento definitivo, el pecado quede eliminado y expiado, para que la Iglesia pueda proclamar a cada uno de vosotros que ha terminado la esclavitud, y que el Señor Dios viene con fuerza.
Preparadle el camino en vuestros corazones, en vuestras casas, en vuestra comunidad parroquial.
Que en cada uno de vosotros, y entre vosotros, se encuentren la misericordia y la verdad, que la justicia y la paz se besen.
¡Que la gloria de Dios habite en esta tierra! Amén.
Ángelus (05-12-1999): Tiempo de espera y esperanza
domingo 5 de diciembre de 19991. En este segundo domingo de Adviento, resuena en el evangelio la voz de Juan Bautista, profeta enviado por Dios como precursor del Mesías. Se presenta en el desierto de Judá y, haciéndose eco de un antiguo oráculo de Isaías, grita: "Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos". Este mensaje atraviesa los siglos y llega hasta nosotros, cargado de extraordinaria actualidad.
Ante todo, "preparad el camino del Señor". Preparar el camino al Salvador significa... disponerse a recibir la sobreabundancia de gracia que Cristo ha traído al mundo...
... Dispongamos nuestro espíritu con la oración, para que la próxima Navidad nos encuentre preparados para el encuentro con el Salvador que viene.
2. "Allanad sus senderos". Para encontrarnos con nuestro Redentor necesitamos "convertirnos", es decir, caminar hacia él con fe gozosa, abandonando los modos de pensar y vivir que nos impiden seguirlo plenamente.
Ante la buena nueva de un Dios que por amor a nosotros se despojó de sí mismo y asumió nuestra condición humana, no podemos menos de abrir nuestro corazón al arrepentimiento; no podemos encerrarnos en el orgullo y la hipocresía, desaprovechando la posibilidad de encontrar la verdadera paz. [Este tiempo] nos recuerda el sobreabundante amor tierno y misericordioso de Dios. Como el padre de la parábola, está dispuesto a acoger con los brazos abiertos a los hijos que tienen la valentía de volver a él (cf.Lc 15, 20).
Este esfuerzo de conversión se funda en la certeza de que la fidelidad de Dios es inquebrantable, a pesar de todo lo negativo que pueda haber en nosotros y en nuestro entorno. Por eso el Adviento es tiempo de espera y de esperanza. La Iglesia hace suya en este domingo la promesa consoladora de Isaías: "Todos verán la salvación de Dios" (Aleluya; cf. Is 40, 5).
3. [Amadísimos hermanos y hermanas, dentro de tres días, en la Inmaculada Concepcióncontemplaremos la primera realización -y la más acabada- de dicha promesa. En María, "llena de gracia", se cumple lo que Dios quiere obrar en todo hombre]. La Madre del Redentor fue preservada de la culpa y colmada de la gracia divina. Su belleza espiritual nos invita a la confianza y a la esperanza; la Virgen, toda hermosa y santa, nos estimula a preparar el camino del Señor y allanar sus senderos, para contemplar un día, junto a ella, la salvación de Dios.
Benedicto XVI, papa
Ángelus (07-12-2008): Levantar la mirada
domingo 7 de diciembre de 2008Desde hace una semana estamos viviendo el tiempo litúrgico de Adviento: tiempo de apertura al futuro de Dios, tiempo de preparación para la santa Navidad, cuando él, el Señor, que es la novedad absoluta, vino a habitar en medio de esta humanidad decaída para renovarla desde dentro. En la liturgia de Adviento resuena un mensaje lleno de esperanza, que invita a levantar la mirada al horizonte último, pero, al mismo tiempo, a reconocer en el presente los signos del Dios-con-nosotros.
En este segundo domingo de Adviento la Palabra de Dios asume el tono conmovedor del así llamado segundo Isaías, que a los israelitas, probados durante decenios de amargo exilio en Babilonia, les anunció finalmente la liberación: "Consolad, consolad a mi pueblo —dice el profeta en nombre de Dios—. Hablad al corazón de Jerusalén, decidle bien alto que ya ha cumplido su tribulación" (Is 40, 1-2). Esto es lo que quiere hacer el Señor en Adviento: hablar al corazón de su pueblo y, a través de él, a toda la humanidad, para anunciarle la salvación.
También hoy se eleva la voz de la Iglesia: "En el desierto preparadle un camino al Señor" (Is40, 3). Para las poblaciones agotadas por la miseria y el hambre, para las multitudes de prófugos, para cuantos sufren graves y sistemáticas violaciones de sus derechos, la Iglesia se pone como centinela sobre el monte alto de la fe y anuncia: "Aquí está vuestro Dios. Mirad: Dios, el Señor, llega con fuerza" (Is 40, 11).
Este anuncio profético se realizó en Jesucristo. Él, con su predicación y después con su muerte y resurrección, cumplió las antiguas promesas, revelando una perspectiva más profunda y universal. Inauguró un éxodo ya no sólo terreno, histórico y como tal provisional, sino radical y definitivo: el paso del reino del mal al reino de Dios, del dominio del pecado y la muerte al del amor y la vida. Por tanto, la esperanza cristiana va más allá de la legítima esperanza de una liberación social y política, porque lo que Jesús inició es una humanidad nueva, que viene "de Dios", pero al mismo tiempo germina en nuestra tierra, en la medida en que se deja fecundar por el Espíritu del Señor. Por tanto, se trata de entrar plenamente en la lógica de la fe: creer en Dios, en su designio de salvación, y al mismo tiempo comprometerse en la construcción de su reino. En efecto, la justicia y la paz son un don de Dios, pero requieren hombres y mujeres que sean "tierra buena", dispuesta a acoger la buena semilla de su Palabra.
Primicia de esta nueva humanidad es Jesús, Hijo de Dios e hijo de María. Ella, la Virgen Madre, es el "camino" que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Con toda su humildad, María camina a la cabeza del nuevo Israel en el éxodo de todo exilio, de toda opresión, de toda esclavitud moral y material, hacia "los nuevos cielos y la nueva tierra, en los que habita la justicia" (2 P 3, 13). A su intercesión materna encomendamos las esperanza de paz y de salvación de los hombres de nuestro tiempo.
Ángelus (04-12-2011): Sobriedad y conversión
domingo 4 de diciembre de 2011Este domingo marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este período del año litúrgico pone de relieve las dos figuras que desempeñaron un papel destacado en la preparación de la venida histórica del Señor Jesús: la Virgen María y san Juan Bautista. Precisamente en este último se concentra el texto de hoy del Evangelio de san Marcos. Describe la personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cf. Mc 1, 2-8). Comenzando por el aspecto exterior, se presenta a Juan como una figura muy ascética: vestido de piel de camello, se alimenta de saltamontes y miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cf. Mc 1, 6). Jesús mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que «habitan en los palacios del rey» y que «visten con lujo» (Mt 11, 8). El estilo de Juan Bautista debería impulsar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente en preparación para la fiesta de Navidad, en la que el Señor —como diría san Pablo— «siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para enriqueceros con su pobreza» (2 Co 8, 9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la conversión: su bautismo «está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios» (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la inminente venida del Mesías, definido como «el que es más fuerte que yo» y «bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1, 7.8). La llamada de Juan va, por tanto, más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo de vida: invita a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquel que es «el más Grande» y se hizo pequeño, «el más Fuerte» y se hizo débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje del profeta Isaías: «Una voz grita: «En el desierto preparadle un camino al Señor; allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios"» (Is 40, 3). San Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías, que dice: «Yo envío a mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino» (Mc 1, 2; cf. Mal 3, 1). Estas referencias a las Escrituras del Antiguo Testamento «hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a él hay que abrirle la puerta, prepararle el camino» (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de Adviento para preparar en nuestro corazón y en nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros. Después del Ángelus, antes de dirigir sus saludos en diversas lenguas a los grupos presentes, el Pontífice pidió solidaridad hacia quienes se ven obligados a abandonar su propio país.
Francisco, papa
Ángelus (07-12-2014): Bálsamo para nuestras heridas
domingo 7 de diciembre de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Este domingo marca la segunda etapa del tiempo de Adviento, un período estupendo que despierta en nosotros la espera del regreso de Cristo y la memoria de su venida histórica. La liturgia de hoy nos presenta un mensaje lleno de esperanza. Es la invitación del Señor expresado por boca del profeta Isaías: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios» (40, 1). Con estas palabras se abre el Libro de la consolación, donde el profeta dirige al pueblo en exilio el anuncio gozoso de la liberación. El tiempo de la tribulación ha terminado; el pueblo de Israel puede mirar con confianza hacia el futuro: le espera finalmente el regreso a la patria. Por ello la invitación es dejarse consolar por el Señor.
Isaías se dirige a gente que atravesó un período oscuro, que sufrió una prueba muy dura; pero ahora llegó el tiempo de la consolación. La tristeza y el miedo pueden dejar espacio a la alegría, porque el Señor mismo guiará a su pueblo por la senda de la liberación y de la salvación. ¿De qué modo hará todo esto? Con la solicitud y la ternura de un pastor que se ocupa de su rebaño. Él, en efecto, dará unidad y seguridad al rebaño, lo apacentará, reunirá en su redil seguro a las ovejas dispersas, reservará atención especial a las más frágiles y débiles (cf. v. 11). Esta es la actitud de Dios hacia nosotros, sus criaturas. Por ello el profeta invita a quien le escucha —incluidos nosotros, hoy— a difundir entre el pueblo este mensaje de esperanza: que el Señor nos consuela. Y dejar espacio a la consolación que viene del Señor.
Pero no podemos ser mensajeros de la consolación de Dios si nosotros no experimentamos en primer lugar la alegría de ser consolados y amados por Él. Esto sucede especialmente cuando escuchamos su Palabra, el Evangelio, que tenemos que llevar en el bolsillo: ¡no olvidéis esto! El Evangelio en el bolsillo o en la cartera, para leerlo continuamente. Y esto nos trae consolación: cuando permanecemos en oración silenciosa en su presencia, cuando lo encontramos en la Eucaristía o en el sacramento del perdón. Todo esto nos consuela.
Dejemos ahora que la invitación de Isaías —«Consolad, consolad a mi pueblo»— resuene en nuestro corazón en este tiempo de Adviento. Hoy se necesitan personas que sean testigos de la misericordia y de la ternura del Señor, que sacude a los resignados, reanima a los desanimados. Él enciende el fuego de la esperanza. ¡Él enciende el fuego de la esperanza! No nosotros. Muchas situaciones requieren nuestro testimonio de consolación. Ser personas gozosas, que consuelan. Pienso en quienes están oprimidos por sufrimientos, injusticias y abusos; en quienes son esclavos del dinero, del poder, del éxito, de la mundanidad. ¡Pobrecillos! Tienen consolaciones maquilladas, no la verdadera consolación del Señor. Todos estamos llamados a consolar a nuestros hermanos, testimoniando que sólo Dios puede eliminar las causas de los dramas existenciales y espirituales. ¡Él puede hacerlo! ¡Es poderoso!
El mensaje de Isaías, que resuena en este segundo domingo de Adviento, es un bálsamo sobre nuestras heridas y un estímulo para preparar con compromiso el camino del Señor. El profeta, en efecto, habla hoy a nuestro corazón para decirnos que Dios olvida nuestros pecados y nos consuela. Si nosotros nos encomendamos a Él con corazón humilde y arrepentido, Él derrumbará los muros del mal, llenará los vacíos de nuestras omisiones, allanará las dosis de soberbia y vanidad y abrirá el camino del encuentro con Él. Es curioso, pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más, nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué? Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la consolación es el Espíritu Santo el protagonista. Es Él quien nos consuela, es Él quien nos da la valentía de salir de nosotros mismos. Es Él quien nos conduce a la fuente de toda consolación auténtica, es decir, al Padre. Y esto es la conversión. Por favor, dejaos consolar por el Señor. ¡Dejaos consolar por el Señor!
La Virgen María es la «senda» que Dios mismo se preparó para venir al mundo. Confiamos a ella la esperanza de salvación y de paz de todos los hombres y las mujeres de nuestro tiempo.
Congregación para el Clero
Homilía: Abrir el corazón
Este es el centro en torno al cual «gira» toda la liturgia del segundo domingo del tiempo de Adviento. El Señor pide a todos una auténtica apertura del corazón, para acoger su venida. El corazón, que a menudo anda por «caminos desviados» (cfr. Is. 40, 4-5) revive gracias a dos factores fundamentales: el impacto con la realidad y el encuentro con una Presencia. Ambos se encuentran en la raíz de la vigilancia que debe caracterizar al hombre, y que se nos pide especialmente en el tiempo del Adviento.
El modelo supremo de discípulo de Cristo, ejemplo para ser siempre imitado, es sin duda, en sintonía con los Padres de la Iglesia, la Madre de Dios. María, la más sublime y alta criatura, que supo «aplanar» y «abajar» toda su existencia delante del Señor, marchando por el camino que Él le indicaba: el camino de la humildad. Mirando a la Santísima Virgen, cada uno es llamado a revestirse con la humildad: la verdadera senda que «revelará la gloria del Señor», dándole a todos la posibilidad de gritar, exultando en su alma y con la fidelidad de su vida: «¡He aquí que viene el Señor!».
La Iglesia, de la cual María es imagen, ofrece a sus hijos y a cada hombre este tiempo de gracia, con el fin de que «todos tengan la oportunidad de arrepentirse», de reconocer las necesidades fundamentales del propio corazón y, de este modo, «abrirlo» a la única posibilidad real de una respuesta plena: Cristo el Señor, que llega.
En verdad, que «todos tengan la oportunidad de arrepentirse» es también una fuerte llamada a la conversión, a cortar –dolorosamente, pero sólo así será fecundo el corte- con el pecado, pero en la perspectiva de una respuesta a un regalo más grande, de un sí a un encuentro que revela un modo nuevo de vivir: más verdadero, más justo, más humano y que nos hace más felices.
El apóstol Pedro nos invita, en este sentido, a buscar vivir una nueva y auténtica conducta, que pueda conducir a la plena santidad, para ser encontrados «sin mancha e irreprensibles delante de Dios» (cfr. 2Pe. 3, 8-14).
La venida de Jesús, como recuerda el evangelio de hoy, pide, también históricamente, un tiempo de preparación, anunciado por Juan el Bautista por medio de «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados», en espera del adviento definitivo del Señor, que siempre se renueva en el bautismo «en el Espíritu Santo».
El modo más auténtico, más sencillo, más inmediato y, en el fondo, más humano para «preparar la venida del Señor», es comenzar a recorrerlo: ponerse en marcha, aunque sea con pasos tímidos e inseguros, hacia Aquel que con todo su Ser, misericordioso y amante, viene gratuitamente al encuentro del hombre. Y teniendo siempre, como insuperable modelo, el «paso presuroso» de la Santísima Virgen que va al encuentro de su prima Isabel.
Hugo de San Víctor afirma: «¡Oh grandeza del Amor, por medio del cual amamos a Dios, lo elegimos, nos dirigimos hacia Él, lo alcanzamos, lo poseemos! (...) Me doy cuenta de que eres la vía maestra, la cual acoge, dirige y conduce a la meta; eres el camino del hombre hacia Dios y el camino de Dios hacia la humanidad. ¡Oh dichosa vía!» (...) Tú conduces Dios a los hombres; Tú diriges los hombres a Dios» (Hugo de San Víctor, Alabanza del divino amor, p. 280).
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El segundo domingo –también en consonancia con los otros ciclos– se centra en la figura de Juan el Bautista (Mc 1,1-8). Marcos subraya fuertemente su carácter de mensajero y precursor: es como una estrella fugaz que desaparece rápidamente, pues está en función de otro –como subraya el inicio de la perícopa: «Evangelio de Jesucristo»–. Su estilo recuerda al gran profeta Elías, que según la tradición judía debía preceder inmediatamente al Mesías (cfr. Mc 9,11-13). En el contexto del adviento, este texto orienta enérgicamente hacia Cristo, hacia el Mesías que viene como el «más fuerte» y como el que «bautiza con Espíritu Santo». La respuesta multitudinaria con que es acogida la llamada de Juan a la conversión es signo de cómo también nosotros hemos de ponernos decididamente en camino para acoger a Cristo con humildad y sin condiciones.
Mc 1,1-8
Conversión y austeridad
Juan Bautista nos es presentado como modelo de nuestro Adviento. Hoy sigue haciendo lo que hizo para preparar la primera venida de Cristo. Ante todo, nos pide conversión. No podemos recibir a Cristo si no estamos dispuestos a que su venida cambie muchas cosas en nuestra vida. Es la única manera de recibir a Cristo. Si esta Navidad pasa por mí sin pena ni gloria, si no se nota una transformación en mi vida, es que habré rechazado a Cristo. Pero para ponerme en disposición de cambiar he de darme cuenta de que necesito a Cristo. En este nuevo Adviento, ¿siento necesidad de Cristo?
Juan Bautista se nos presenta como modelo de nuestro Adviento por su austeridad –vestido con piel de camello, alimentado de saltamontes...– Pues bien, para recibir a Cristo es necesaria una buena dosis de austeridad (Rom 13, 13-14). Mientras uno esté ahogado por el consumismo no puede experimentar la dicha de acoger a Cristo y su salvación. Es imposible ser cristiano sin ser austero. La abundancia y el lujo asfixian y matan toda vida cristiana.
Cristo viene para bautizar con Espíritu Santo. Esto quiere decir que el esperar a Cristo nos lleva a esperar al Espíritu Santo que él viene a comunicarnos, pues «da el Espíritu sin medida» (Jn 3,34). Con el Adviento hemos inaugurado un camino que sólo culmina en Pentecostés. ¿Tengo ya desde ahora hambre y sed del Espíritu Santo?
Aquí está vuestro Dios
Is 40, 1-5. 9-11
«Consolad, consolad a mi pueblo...» La Iglesia nos anuncia la venida de Cristo. Y Él viene para traer el consuelo, la paz, el gozo. Ese consuelo íntimo y profundo que sólo Él puede dar y que nada ni nadie puede quitar. El consuelo en medio del dolor y del sufrimiento. Porque Jesús, el Hijo de Dios, no ha venido a quitarnos la cruz, sino a llevarla con nosotros, a sostenernos en el camino del Calvario, a infundirnos la alegría en medio del sufrimiento. ¡Y todo el mundo tiene tanta necesidad de este consuelo! Este mundo que Dios tanto ama y que sufre sin sentido.
«En el desierto preparadle un camino al Señor». Es preciso en este Adviento reconocer nuestro desierto, nuestra sequía, nuestra pobreza radical. Y ahí preparar camino al Señor. No disimular nuestra miseria. No consolarnos haciéndonos creer a nosotros mismos que no vamos mal del todo. Es preciso entrar en este nuevo año litúrgico sintiendo necesidad de Dios, con hambre y sed de justicia. Sólo el que así desea al Salvador verá la gloria de Dios, la salvación del Señor. Por eso dijo Jesús: «Los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del Reino de Dios» (Mt 21,31).
«...Alza con fuerza la voz, álzala, no temas, di a las ciudades de Judá: aquí está vuestro Dios». La mejor señal de que recibimos al Salvador, es el deseo de gritar a todos que «¡hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). Si de veras acogemos a Cristo y experimentamos la salvación que Él trae, no podemos permanecer callados. Nos convertimos en heraldos, en mensajeros, en profetas, en apóstoles. Y no por una obligación exterior, sino por necesidad interior: «No podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído» (He 4,20).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Para la sagrada Liturgia, Sión representa a Jerusalén, a la nueva Jerusalén de la Iglesia, a la Jerusalén de la eterna claridad en el cielo. Significa también el reinado de Dios en las almas cristianas. «Preparad el camino del Señor», allanad, reparad las calles, tenedlo todo a punto para el gran momento en el que el Rey divino, Cristo, el Señor, quiera entrar en la ciudad, en las almas. Durante el Adviento debemos vivir más conscientes, profunda y fielmente unidos a la comunidad de la Iglesia. Debemos ser una sola alma. Debemos tener todos un solo corazón, una sola fe, una sola esperanza, un solo amor, una sola oración, un solo sacrificio.
–Isaías 40,1-5.9-11: Preparadle un camino al Señor. En su designio de salvación Dios pone todo su amor; llega hasta enviarnos a su propio Hijo, el Salvador. Pero la voluntad personal y colectiva de los hombres habrá de poner toda la sinceridad de su conversión, que los haga disponibles para Cristo.
Israel es un pueblo en camino. Esto aparece en toda la Sagrada Escritura, sobre todo en la primera lectura de hoy, de un modo claro y preciso: de un estado de esclavitud hay que pasar a otro de liberación y de paz. La Iglesia vive ese mismo misterio, como nos lo ha recordado el Concilio Vaticano II. Es heredera de las prerrogativas de Israel. Pueblo en camino, Israel estaba dirigido hacia el cumplimiento de una esperanza salvífica. Pueblo en camino, la Iglesia está dirigida hacia el cumplimiento de una comunión total con Cristo; y por eso vive una espiritualidad de esperanza, esto es, de íntima unión con Dios en Cristo, que vive en su Iglesia. De ahí la impronta escatológica: la aspiración continua a la plenitud de la Jerusalén celeste.
–Salmo 84: Esperamos a Cristo y el cumplimiento de su acción salvífica en nosotros. «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Voy a escuchar lo que dice el Señor: Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos. La salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra... La justicia marchará ante Él, la salvación seguirá sus pasos».
–1 Pedro 3,8-14: Esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva. El tiempo significa solo una amorosa espera por parte de Dios, que quiere que todos los hombres lleguen a estar en actitud de salvación cuando el Señor venga. El vocabulario usado es típicamente escatológico-apocalíptico. El sentido de las palabras y de las imágenes en las que predomina el fuego, parece ser éste: la acción definitiva de Dios, su vuelta escatológica, exige una purificación interior que, al mismo tiempo, destruye lo que está mal y exalta el bien de la salvación.
Hay que «saber esperar», como diría el Beato Rafael Arnaiz. Tenemos que colaborar con la gracia de Dios. El Señor viene a la Sión del Nuevo Testamento, al reino divino de la Santa Iglesia, al cual somos llamados también nosotros. Aquí, en la Santa Iglesia: lo encuentro, lo veo, lo oigo, lo toco. Aquí me da él la salvación, el perdón de mis pecados, la gracia, la vida. Cristo –su salvación y redención– se ha dado a los hombres en su Santa Iglesia. Cuanto más nos identifiquemos con la comunidad de fe, de oración, de sacrificio, de dolor, de apostolado, que es la Iglesia, más hondamente participaremos de la redención y salvación divinas.
–Marcos 1,1-8: Preparadle el camino al Señor. Juan fue el heraldo de Cristo. Toda su vida fue un grito de alerta contra nuestra inconsciencia y nuestra irresponsabilidad. ¡Preparad los caminos del Señor... reformad vuestras vidas! ¡Abrid vuestro corazón al Corazón sacratísimo del Redentor!
La Iglesia, llamándonos así en la liturgia, prolonga la predicación del Bautista, y como dice San Gregorio Magno, prepara los caminos al Señor que viene:
«Todo el que predica la fe recta y las buenas obras ¿qué hace, sino preparar el camino del Señor para que venga al corazón de los oyentes, penetrándolos con la fuerza de la gracia, ilustrándolos con la luz de la verdad, para que, enderezadas así las sendas que han de conducir a Dios, se engendren en el alma santos pensamientos?» (Homilía 20 sobre el Evangelio).
El concilio Vaticano II fue en su día, y sigue siendo, para toda la Iglesia una renovada tensión de Adviento, una auténtica renovación profunda por la conversión evangélica: «La Iglesia, que encierra en su seno pecadores, siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación» (Lumen Gentium 8).
Pero anterior a la renovación de las estructuras es la renovación de las personas: esa profunda conversión integral en la interioridad del hombre sin Cristo, que le abre a la verdadera cristificación, a la intimidad transformante con Cristo. Asó lo enseñó explícitamente Pablo VI en su encíclica Ecclesiam suam (6-VIII-1964):
«La reforma no puede afectar ni a la concepción esencial ni a las estructuras fundamentales de la Iglesia... No podemos acusar de infidelidad a nuestra querida y santa Iglesia de Dios... No nos fascine el deseo de renovar la estructura de la Iglesia por vía carismática..., introduciendo arbitrarios ensueños de artificiosas renovaciones en el esquema constitutivo de la Iglesia... Es necesario evitar otro peligro, que el deseo de reforma podría engendrar... en quienes piensan que la reforma de la Iglesia debe consistir principalmente en la adaptación de sus sentimientos y de sus maneras de proceder a los mundanos» (41-43).
Ser heraldos de Cristo para quienes no lo conocen ni lo aman. ¡Ése es nuestro ineludible deber de Adviento!