Solemnidad Cuerpo y Sangre del Señor (Corpus Christi) – Homilías (B)
/ 6 junio, 2015 / Tiempo Ordinario* Otras homilías podrías aparecer más adelante
Homilías, comentarios, meditaciones desde la Tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (22-06-2000)
Jueves 22 de junio
1. La institución de la Eucaristía, el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes es el sugestivo tríptico que nos presenta la liturgia de la Palabra en esta solemnidad del Corpus Christi.
En el centro, la institución de la Eucaristía. San Pablo, en el pasaje de la primera carta a los Corintios, que acabamos de escuchar, ha recordado con palabras precisas ese acontecimiento, añadiendo: «Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva» (1 Co 11, 26). «Cada vez», por tanto también esta tarde, en el corazón del Congreso eucarístico internacional, al celebrar la Eucaristía, anunciamos la muerte redentora de Cristo y reavivamos en nuestro corazón la esperanza de nuestro encuentro definitivo con él.
Conscientes de ello, después de la consagración, respondiendo a la invitación del Apóstol, aclamaremos: «Anunciamos tu muerte. Proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!».
2. Nuestra mirada se ensancha hacia los otros elementos del tríptico bíblico, que la liturgia presenta hoy a nuestra meditación: el sacrificio de Melquisedec y la multiplicación de los panes.
La primera narración, muy breve pero de gran relieve, está tomada del libro del Génesis, y ha sido proclamada en la primera lectura. Nos habla de Melquisedec, «rey de Salem» y «sacerdote del Dios altísimo», que bendijo a Abraham y «ofreció pan y vino» (Gn 14, 18). A este pasaje se refiere el Salmo 109, que atribuye al Rey Mesías un carácter sacerdotal singular, por consagración directa de Dios: «Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Sal 109, 4).
La víspera de su muerte en la cruz, Cristo instituyó en el Cenáculo la Eucaristía. También él ofreció pan y vino, que «en sus santas y venerables manos» (Canon romano) se convirtieron en su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos en sacrificio. Así cumplía la profecía de la antigua Alianza, vinculada a la ofrenda del sacrificio de Melquisedec. Precisamente por ello, -recuerda la carta a los Hebreos– «él (…) se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen, proclamado por Dios sumo sacerdote a semejanza de Melquisedec» (Hb 5, 7-10).
En el Cenáculo se anticipa el sacrificio del Gólgota: la muerte en la cruz del Verbo encarnado, Cordero inmolado por nosotros, Cordero que quita el pecado del mundo. Con su dolor, Cristo redime el dolor de todo hombre; con su pasión, el sufrimiento humano adquiere nuevo valor; con su muerte, nuestra muerte queda derrotada para siempre.
3. Fijemos ahora la mirada en el relato evangélico de la multiplicación de los panes, que completa el tríptico eucarístico propuesto hoy a nuestra atención. En el contexto litúrgico del Corpus Christi, esta perícopa del evangelista san Lucas nos ayuda a comprender mejor el don y el misterio de la Eucaristía.
Jesús tomó cinco panes y dos peces, levantó los ojos al cielo, los bendijo, los partió, y los dio a los Apóstoles para que los fueran distribuyendo a la gente (cf. Lc 9, 16). Como observa san Lucas, todos comieron hasta saciarse e incluso se llenaron doce canastos con los trozos que habían sobrado (cf. Lc 9, 17).
Se trata de un prodigio sorprendente, que constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.
El pueblo de Dios lo recibe con devota participación. Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6, 51).
4. «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo».
Después de haber contemplado el extraordinario «tríptico» eucarístico, constituido por las lecturas de la liturgia de hoy, fijemos ahora la mirada del espíritu directamente en el misterio. Jesús se define «el Pan de vida», y añade: «El pan que yo daré, es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia salvífica en el mundo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.
Como los discípulos, que escucharon con asombro su discurso en Cafarnaúm, también nosotros experimentamos que este lenguaje no es fácil de entender (cf. Jn 6, 60). A veces podríamos sentir la tentación de darle una interpretación restrictiva. Pero esto podría alejarnos de Cristo, como sucedió con aquellos discípulos que «desde entonces ya no andaban con él» (Jn 6, 66).
Nosotros queremos permanecer con Cristo, y por eso le decimos con Pedro: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Con la misma convicción de Pedro, nos arrodillamos hoy ante el Sacramento del altar y renovamos nuestra profesión de fe en la presencia real de Cristo.
Este es el significado de la celebración de hoy, que el Congreso eucarístico internacional, en el año del gran jubileo, subraya con fuerza particular. Y este es también el sentido de la solemne procesión que, como cada año, dentro de poco se desarrollará desde esta plaza hasta la basílica de Santa María la Mayor.
Con legítimo orgullo escoltaremos al Sacramento eucarístico a lo largo de las calles de la ciudad, junto a los edificios donde la gente vive, goza y sufre; en medio de los negocios y las oficinas donde se realiza su actividad diaria. Lo llevaremos unido a nuestra vida asechada por un sinfín de peligros, oprimida por las preocupaciones y las penas, y sujeta al lento pero inexorable desgaste del tiempo.
Lo escoltaremos, elevando hacia él el homenaje de nuestros cantos y de nuestras súplicas: «Bone Pastor, panis vere (…) Buen Pastor, verdadero pan -le diremos con confianza-. Oh Jesús, ten piedad de nosotros, aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos.
«Tú que todo lo sabes y todo lo puedes, que nos alimentas en la tierra, guía a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de tus santos». Amén.
Homilía (19-06-2003)
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 19 de junio de 2003
1. «Ecclesia de Eucharistia vivit»: La Iglesia vive de la Eucaristía. Con estas palabras comienza la carta encíclica sobre la Eucaristía, que firmé el pasado Jueves santo, durante la misa in Cena Domini. Esta solemnidad del Corpus Christi recuerda aquella sugestiva celebración, haciéndonos revivir, al mismo tiempo, el intenso clima de la última Cena.
«Tomad, esto es mi cuerpo. (…) Esta es mi sangre» (Mt 14, 22-24). Escuchamos nuevamente las palabras de Jesús mientras ofrece a los discípulos el pan convertido en su Cuerpo, y el vino convertido en su Sangre. Así inaugura el nuevo rito pascual: la Eucaristía es el sacramento de la alianza nueva y eterna.
Con esos gestos y esas palabras, Cristo lleva a plenitud la larga pedagogía de los ritos antiguos, que acaba de evocar la primera lectura (cf. Ex 24, 3-8).
2. La Iglesia vuelve constantemente al Cenáculo, lugar de su nacimiento. Vuelve allí porque el don eucarístico establece una misteriosa «contemporaneidad» entre la Pascua del Señor y el devenir del mundo y de las generaciones (cf. Ecclesia de Eucharistia, 5).
También esta tarde, con profunda gratitud a Dios, nos recogemos en silencio ante el misterio de la fe, mysterium fidei. Lo contemplamos con el íntimo sentimiento que en la encíclica llamé el «asombro eucarístico» (ib., 6). Asombro grande y agradecido ante el sacramento en el que Cristo quiso «concentrar» para siempre todo su misterio de amor (cf. ib., 5).
Contemplamos el rostro eucarístico de Cristo, como hicieron los Apóstoles y, después, los santos de todos los siglos. Lo contemplamos, sobre todo, imitando a María, «mujer «eucarística» con toda su vida» (ib., 53), que fue el «primer «tabernáculo» de la historia» (ib., 55).
3. Este es el significado de la hermosa tradición del Corpus Christi, que se renueva esta tarde. Con ella también la Iglesia que está en Roma manifiesta su vínculo constitutivo con la Eucaristía, profesa con alegría que «vive de la Eucaristía».
De la Eucaristía viven su Obispo, Sucesor de Pedro, y sus hermanos en el episcopado y en el sacerdocio; de la Eucaristía viven los religiosos y las religiosas, los laicos consagrados y todos los bautizados.
De la Eucaristía viven, en particular, las familias cristianas, a las que se dedicó hace algunos días la Asamblea eclesial diocesana. Amadísimas familias de Roma: que la viva presencia eucarística de Cristo alimente en vosotras la gracia del matrimonio y os permita progresar por el camino de la santidad conyugal y familiar. Sacad de este manantial el secreto de vuestra unidad y de vuestro amor, imitando el ejemplo de los beatos esposos Luis y María Beltrame Quattrocchi, que iniciaban sus jornadas acercándose al banquete eucarístico.
4. Después de la santa misa nos dirigiremos orando y cantando hacia la basílica de Santa María la Mayor. Con esta procesión queremos expresar simbólicamente que somos peregrinos, «viatores», hacia la patria celestial.
No estamos solos en nuestra peregrinación: con nosotros camina Cristo, pan de vida, «panis angelorum, factus cibus viatorum», «pan de los ángeles, pan de los peregrinos» (Secuencia).
Jesús, alimento espiritual que fortalece la esperanza de los creyentes, nos sostiene en este itinerario hacia el cielo y refuerza nuestra comunión con la Iglesia celestial.
La santísima Eucaristía, resquicio del Paraíso que se abre aquí en la tierra, penetra las nubes de nuestra historia. Como rayo de gloria de la Jerusalén celestial, proyecta luz sobre nuestro camino (cf. Ecclesia de Eucharistia, 19).
5. «Ave, verum corpus natum de Maria Virgine»: ¡Salve, verdadero cuerpo de Cristo, nacido de María Virgen!
El alma se llena de asombro adorando este misterio tan sublime.
«Vere passum, immolatum in cruce pro homine». De tu muerte en la cruz, oh Señor, brota para nosotros la vida que no muere.
«Esto nobis praegustatum mortis in examine». Haz, Señor, que cada uno de nosotros, alimentado de ti, afronte con confiada esperanza todas las pruebas de la vida, hasta el día en que seas viático para el último viaje, hacia la casa del Padre.
«O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!», «¡Oh dulce Jesús! ¡Oh piadoso Jesús! ¡Oh Jesús, Hijo de María!». Amén.
Benedicto XVI, papa
Homilía (11-06-2009)
Atrio de la basílica papal de San Juan de Letrán
Jueves 11 de junio de 2009
«Esto es mi cuerpo. Esta es mi sangre».
Queridos hermanos y hermanas:
Estas palabras, que pronunció Jesús en la última Cena, se repiten cada vez que se renueva el sacrificio eucarístico. Las acabamos de escuchar en el evangelio de san Marcos, y resuenan con singular fuerza evocadora hoy, solemnidad del Corpus Christi. Nos llevan espiritualmente al Cenáculo, nos hacen revivir el clima espiritual de aquella noche cuando, al celebrar la Pascua con los suyos, el Señor anticipó, en el misterio, el sacrificio que se consumaría al día siguiente en la cruz. De este modo, la institución de la Eucaristía se nos presenta como anticipación y aceptación por parte de Jesús de su muerte. Al respecto escribe san Efrén Sirio: Durante la cena Jesús se inmoló a sí mismo; en la cruz fue inmolado por los demás (cf. Himno sobre la crucifixión 3, 1).
«Esta es mi sangre». Aquí es clara la referencia al lenguaje que se empleaba en Israel para los sacrificios. Jesús se presenta a sí mismo como el sacrificio verdadero y definitivo, en el cual se realiza la expiación de los pecados que, en los ritos del Antiguo Testamento, no se había cumplido nunca totalmente. A esta expresión le siguen otras dos muy significativas. Ante todo, Jesucristo dice que su sangre «es derramada por muchos» con una comprensible referencia a los cantos del Siervo de Dios, que se encuentran en el libro de Isaías (cf. Is 53). Al añadir «sangre de la alianza», Jesús manifiesta además que, gracias a su muerte, se cumple la profecía de la nueva alianza fundada en la fidelidad y en el amor infinito del Hijo hecho hombre; una alianza, por tanto, más fuerte que todos los pecados de la humanidad. La antigua alianza había sido sancionada en el Sinaí con un rito de sacrificio de animales, como hemos escuchado en la primera lectura, y el pueblo elegido, librado de la esclavitud de Egipto, había prometido cumplir todos los mandamientos dados por el Señor (cf. Ex 24, 3).
En verdad, desde el comienzo, con la construcción del becerro de oro, Israel fue incapaz de mantenerse fiel a esa promesa y así al pacto sellado, que de hecho transgredió muy a menudo, adaptando a su corazón de piedra la Ley que debería haberle enseñado el camino de la vida. Sin embargo, el Señor no faltó a su promesa y, por medio de los profetas, se preocupó de recordar la dimensión interior de la alianza y anunció que iba a escribir una nueva en el corazón de sus fieles (cf. Jr 31, 33), transformándolos con el don del Espíritu (cf. Ez 36, 25-27). Y fue durante la última Cena cuando estableció con los discípulos esta nueva alianza, confirmándola no con sacrificios de animales, como ocurría en el pasado, sino con su sangre, que se convirtió en «sangre de la nueva alianza». Así pues, la fundó sobre su propia obediencia, más fuerte, como dije, que todos nuestros pecados.
Esto se pone muy bien de manifiesto en la segunda lectura, tomada de la carta a los Hebreos, donde el autor sagrado declara que Jesús es «mediador de una nueva alianza» (Hb 9, 15). Lo es gracias a su sangre o, con mayor exactitud, gracias a su inmolación, que da pleno valor al derramamiento de su sangre. En la cruz Jesús es al mismo tiempo víctima y sacerdote: víctima digna de Dios, porque no tiene mancha, y sumo sacerdote que se ofrece a sí mismo, bajo el impulso del Espíritu Santo, e intercede por toda la humanidad. Así pues, la cruz es misterio de amor y de salvación que —como dice la carta a los Hebreos— nos purifica de las «obras muertas», es decir, de los pecados, y nos santifica esculpiendo la alianza nueva en nuestro corazón; la Eucaristía, renovando el sacrificio de la cruz, nos hace capaces de vivir fielmente la comunión con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, os saludo a todos con afecto, comenzando por el cardenal vicario y los demás cardenales y obispos presentes. Como el pueblo elegido, reunido en la asamblea del Sinaí, también nosotros esta tarde queremos renovar nuestra fidelidad al Señor. Hace algunos días, al inaugurar la asamblea diocesana anual, recordé la importancia de permanecer, como Iglesia, a la escucha de la Palabra de Dios en la oración y escrutando las Escrituras, especialmente con la práctica de la lectio divina, es decir, de la lectura meditada y adorante de la Biblia. Sé que se han promovido numerosas iniciativas al respecto en las parroquias, en los seminarios, en las comunidades religiosas, en las cofradías, en las asociaciones y los movimientos apostólicos, que enriquecen a nuestra comunidad diocesana.
A los miembros de estos múltiples organismos eclesiales les dirijo mi saludo fraterno. Vuestra presencia tan numerosa en esta celebración, queridos amigos, muestra que Dios plasma nuestra comunidad, caracterizada por una pluralidad de culturas y de experiencias diversas, como «su» pueblo, como el único Cuerpo de Cristo, gracias a nuestra sincera participación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Alimentados con Cristo, nosotros, sus discípulos, recibimos la misión de ser «el alma» de nuestra ciudad (cf. Carta a Diogneto, 6: ed. Funk, I, p. 400; ver también Lumen gentium, 38), fermento de renovación, pan «partido» para todos, especialmente para quienes se hallan en situaciones de dificultad, de pobreza y de sufrimiento físico y espiritual. Somos testigos de su amor.
Me dirijo en particular a vosotros, queridos sacerdotes, que Cristo ha elegido para que junto con él viváis vuestra vida como sacrificio de alabanza por la salvación del mundo. Sólo de la unión con Jesús podéis obtener la fecundidad espiritual que genera esperanza en vuestro ministerio pastoral. San León Magno recuerda que «nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo sólo tiende a convertirnos en aquello que recibimos» (Sermón 12, De Passione 3, 7: PL 54). Si esto es verdad para cada cristiano, con mayor razón lo es para nosotros, los sacerdotes.
Ser Eucaristía. Que este sea, precisamente, nuestro constante anhelo y compromiso, para que el ofrecimiento del cuerpo y la sangre del Señor que hacemos en el altar vaya acompañado del sacrificio de nuestra existencia. Cada día el Cuerpo y la Sangre del Señor nos comunica el amor libre y puro que nos hace ministros dignos de Cristo y testigos de su alegría. Es lo que los fieles esperan del sacerdote: el ejemplo de una auténtica devoción a la Eucaristía; quieren verlo pasando largos ratos de silencio y adoración ante Jesús, como hacía el santo cura de Ars, al que vamos a recordar de forma particular durante el ya inminente Año sacerdotal.
San Juan María Vianney solía decir a sus parroquianos: «Venid a la Comunión… Es verdad que no sois dignos, pero la necesitáis» (Bernad Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée – Son coeur, ed. Xavier Mappus, París 1995, p. 119). Conscientes de ser indignos a causa de los pecados, pero necesitados de alimentarnos con el amor que el Señor nos ofrece en el sacramento eucarístico, renovemos esta tarde nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No hay que dar por descontada nuestra fe. Hoy existe el peligro de una secularización que se infiltra incluso dentro de la Iglesia y que puede traducirse en un culto eucarístico formal y vacío, en celebraciones sin la participación del corazón que se expresa en la veneración y respeto de la liturgia.
Siempre es fuerte la tentación de reducir la oración a momentos superficiales y apresurados, dejándose arrastrar por las actividades y por las preocupaciones terrenales. Cuando, dentro de poco, recemos el Padrenuestro, la oración por excelencia, diremos: «Danos hoy nuestro pan de cada día», pensando naturalmente en el pan de cada día para nosotros y para todos los hombres. Sin embargo, esta petición contiene algo más profundo. El término griego epioúsios, que traducimos como «diario», podría aludir también al pan «super-sustancial», al pan «del mundo futuro». Algunos Padres de la Iglesia vieron aquí una referencia a la Eucaristía, el pan de la vida eterna, del nuevo mundo, que ya se nos da hoy en la santa misa, para que desde ahora el mundo futuro comience en nosotros. Por tanto, con la Eucaristía el cielo viene a la tierra, el mañana de Dios desciende al presente, y en cierto modo el tiempo es abrazado por la eternidad divina.
Queridos hermanos y hermanas, como cada año, al final de la santa misa se realizará la tradicional procesión eucarística y, con las oraciones y los cantos, elevaremos una imploración común al Señor presente en la Hostia consagrada. Le diremos en nombre de toda la ciudad: «Quédate con nosotros, Jesús; entrégate a nosotros y danos el pan que nos alimenta para la vida eterna. Libra a este mundo del veneno del mal, de la violencia y del odio que contamina las conciencias; purifícalo con el poder de tu amor misericordioso».
Y tú, María, que fuiste mujer «eucarística» durante toda tu vida, ayúdanos a caminar unidos hacia la meta celestial, alimentados por el Cuerpo y la Sangre de Cristo, pan de vida eterna y medicina de la inmortalidad divina. Amén.
Homilía (07-06-2012)
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de junio de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Esta tarde quiero meditar con vosotros sobre dos aspectos, relacionados entre sí, del Misterio eucarístico: el culto de la Eucaristía y su sacralidad. Es importante volverlos a tomar en consideración para preservarlos de visiones incompletas del Misterio mismo, como las que se han dado en el pasado reciente.
Ante todo, una reflexión sobre el valor del culto eucarístico, en particular de la adoración del Santísimo Sacramento. Es la experiencia que también esta tarde viviremos nosotros después de la misa, antes de la procesión, durante su desarrollo y al terminar. Una interpretación unilateral del concilio Vaticano II había penalizado esta dimensión, restringiendo en la práctica la Eucaristía al momento celebrativo. En efecto, ha sido muy importante reconocer la centralidad de la celebración, en la que el Señor convoca a su pueblo, lo reúne en torno a la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida, lo alimenta y lo une a sí en la ofrenda del Sacrificio. Esta valorización de la asamblea litúrgica, en la que el Señor actúa y realiza su misterio de comunión, obviamente sigue siendo válida, pero debe situarse en el justo equilibrio. De hecho —como sucede a menudo— para subrayar un aspecto se acaba por sacrificar otro. En este caso, la justa acentuación puesta sobre la celebración de la Eucaristía ha ido en detrimento de la adoración, como acto de fe y de oración dirigido al Señor Jesús, realmente presente en el Sacramento del altar. Este desequilibrio ha tenido repercusiones también sobre la vida espiritual de los fieles. En efecto, concentrando toda la relación con Jesús Eucaristía en el único momento de la santa misa, se corre el riesgo de vaciar de su presencia el resto del tiempo y del espacio existenciales. Y así se percibe menos el sentido de la presencia constante de Jesús en medio de nosotros y con nosotros, una presencia concreta, cercana, entre nuestras casas, como «Corazón palpitante» de la ciudad, del país, del territorio con sus diversas expresiones y actividades. El Sacramento de la caridad de Cristo debe permear toda la vida cotidiana.
En realidad, es un error contraponer la celebración y la adoración, como si estuvieran en competición una contra otra. Es precisamente lo contrario: el culto del Santísimo Sacramento es como el «ambiente» espiritual dentro del cual la comunidad puede celebrar bien y en verdad la Eucaristía. La acción litúrgica sólo puede expresar su pleno significado y valor si va precedida, acompañada y seguida de esta actitud interior de fe y de adoración. El encuentro con Jesús en la santa misa se realiza verdadera y plenamente cuando la comunidad es capaz de reconocer que él, en el Sacramento, habita su casa, nos espera, nos invita a su mesa, y luego, tras disolverse la asamblea, permanece con nosotros, con su presencia discreta y silenciosa, y nos acompaña con su intercesión, recogiendo nuestros sacrificios espirituales y ofreciéndolos al Padre.
En este sentido, me complace subrayar la experiencia que viviremos esta tarde juntos. En el momento de la adoración todos estamos al mismo nivel, de rodillas ante el Sacramento del amor. El sacerdocio común y el ministerial se encuentran unidos en el culto eucarístico. Es una experiencia muy bella y significativa, que hemos vivido muchas veces en la basílica de San Pedro, y también en las inolvidables vigilias con los jóvenes; recuerdo por ejemplo las de Colonia, Londres, Zagreb y Madrid. Es evidente a todos que estos momentos de vigilia eucarística preparan la celebración de la santa misa, preparan los corazones al encuentro, de manera que este resulta incluso más fructuoso. Estar todos en silencio prolongado ante el Señor presente en su Sacramento es una de las experiencias más auténticas de nuestro ser Iglesia, que va acompañado de modo complementario con la de celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Dios, cantando, acercándose juntos a la mesa del Pan de vida. Comunión y contemplación no se pueden separar, van juntas. Para comulgar verdaderamente con otra persona debo conocerla, saber estar en silencio cerca de ella, escucharla, mirarla con amor. El verdadero amor y la verdadera amistad viven siempre de esta reciprocidad de miradas, de silencios intensos, elocuentes, llenos de respeto y veneración, de manera que el encuentro se viva profundamente, de modo personal y no superficial. Y lamentablemente, si falta esta dimensión, incluso la Comunión sacramental puede llegar a ser, por nuestra parte, un gesto superficial. En cambio, en la verdadera comunión, preparada por el coloquio de la oración y de la vida, podemos decir al Señor palabras de confianza, como las que han resonado hace poco en el Salmo responsorial: «Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando el nombre del Señor» (Sal 115, 16-17).
Ahora quiero pasar brevemente al segundo aspecto: la sacralidad de la Eucaristía. También aquí, en el pasado reciente, de alguna manera se ha malentendido el mensaje auténtico de la Sagrada Escritura. La novedad cristiana respecto al culto ha sufrido la influencia de cierta mentalidad laicista de los años sesenta y setenta del siglo pasado. Es verdad, y sigue siendo siempre válido, que el centro del culto ya no está en los ritos y en los sacrificios antiguos, sino en Cristo mismo, en su persona, en su vida, en su misterio pascual. Y, sin embargo, de esta novedad fundamental no se debe concluir que lo sagrado ya no exista, sino que ha encontrado su cumplimiento en Jesucristo, Amor divino encarnado. La Carta a los Hebreos, que hemos escuchado esta tarde en la segunda lectura, nos habla precisamente de la novedad del sacerdocio de Cristo, «sumo sacerdote de los bienes definitivos» (Hb 9, 11), pero no dice que el sacerdocio se haya acabado. Cristo «es mediador de una alianza nueva» (Hb 9, 15), establecida en su sangre, que purifica «nuestra conciencia de las obras muertas» (Hb 9, 14). Él no ha abolido lo sagrado, sino que lo ha llevado a cumplimiento, inaugurando un nuevo culto, que sí es plenamente espiritual pero que, sin embargo, mientras estamos en camino en el tiempo, se sirve todavía de signos y ritos, que sólo desaparecerán al final, en la Jerusalén celestial, donde ya no habrá ningún templo (cf. Ap 21, 22). Gracias a Cristo, la sacralidad es más verdadera, más intensa, y, como sucede con los mandamientos, también más exigente. No basta la observancia ritual, sino que se requiere la purificación del corazón y la implicación de la vida.
Me complace subrayar también que lo sagrado tiene una función educativa, y su desaparición empobrece inevitablemente la cultura, en especial la formación de las nuevas generaciones. Si, por ejemplo, en nombre de una fe secularizada y no necesitada ya de signos sacros, fuera abolida esta procesión ciudadana del Corpus Christi, el perfil espiritual de Roma resultaría «aplanado», y nuestra conciencia personal y comunitaria quedaría debilitada. O pensemos en una madre y un padre que, en nombre de una fe desacralizada, privaran a sus hijos de toda ritualidad religiosa: en realidad acabarían por dejar campo libre a los numerosos sucedáneos presentes en la sociedad de consumo, a otros ritos y otros signos, que más fácilmente podrían convertirse en ídolos. Dios, nuestro Padre, no obró así con la humanidad: envió a su Hijo al mundo no para abolir, sino para dar cumplimiento también a lo sagrado. En el culmen de esta misión, en la última Cena, Jesús instituyó el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, el Memorial de su Sacrificio pascual. Actuando de este modo se puso a sí mismo en el lugar de los sacrificios antiguos, pero lo hizo dentro de un rito, que mandó a los Apóstoles perpetuar, como signo supremo de lo Sagrado verdadero, que es él mismo. Con esta fe, queridos hermanos y hermanas, celebramos hoy y cada día el Misterio eucarístico y lo adoramos como centro de nuestra vida y corazón del mundo. Amén.
San Agustín, obispo
La Eucaristía
1. La Eucaristía se come por partes…. ¿Qué voz es esa del Señor que os convida? ¿Quién os convida y a quiénes y qué os tiene preparado? Convida el Señor a sus siervos, y de manjar se les ha preparado a sí mismo. ¿Quién osará comer a su Señor? Y, sin embargo, dice: El que me come, vive en mí. Comer a Cristo es comer la vida. Ni es muerto para ser comido, antes vivifica El a los muertos. Cuando es comido, restaura, pero no mengua. No recelemos, pues, hermanos míos, comer este pan por miedo a concluirle y no hallar después qué comer. Sea comido Cristo; comido vivo, porque de la muerte ya resucitó. Ni cuando le comemos le dividimos en partes. Esto sucede con las especies sacramentales, ciertamente; los fieles saben cómo se come la carne de Cristo; cada cual recibe su parte; por eso la gracia misma – la Eucaristía -se llama partes . Se le come a partes y permanece todo entero; todo entero se halla en tu corazón. Todo El estaba en el Padre cuando vino a la Virgen; la llenó a ella y no se apartó de El. Venía a la carne para que los hombres le comieran, y permanecía todo entero en el cielo para ser alimento de los ángeles. Porque habéis de saber, hermanos-los que lo sabéis, y los que no lo sabéis debéis saberlo-, que, cuando Cristo se hizo hombre, comió el hombre el pan de los ángeles . ¿Por dónde, cómo, por qué medio, por qué merecimientos, por qué dignidad había el hombre de comer el pan de los ángeles, si no se hiciera hombre el Criador de los ángeles? Comámosle tranquilamente; no por comerle se termina, antes debemos comerle para que no terminemos nosotros. ¿Qué cosa es comer a Cristo? No es sólo recibir su cuerpo en el sacramento, porque también le reciben muchos indignos, de los que dice el Apóstol: El que come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente, se come y bebe su propio juicio.
2. Temores y Escrúpulos para Comulgar . Pues ¿cómo ha de ser comido Cristo? Como El mismo dice: Quien mi carne come y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Esto es comerle, esto es beberle; porque si alguien no permanece en mí ni yo en él, aunque reciba el sacramento, sólo es para su tormento. Y quién sea el que permanece en él, dícelo en otro lugar: El que cumple mis mandamientos, ése permanece en mí y yo en él. Ved, pues, hermanos, que, si los fieles os separáis del cuerpo del Señor, es de temer que muráis de hambre.
El mismo, en efecto, ha dicho: El que no come mi carne ni bebe mi sangre, no tendrá en sí la vida. Por donde, si os abstenéis de comer el cuerpo y la sangre del Señor, es de temer perezcáis; y si lo coméis indignamente o indignamente lo bebéis, se ha de temer que comáis y bebáis vuestra propia condenación. Aprieto grande, por cierto. Vivid bien, y los aprietos se aflojan. No queráis prometeros la vida viviendo mal; lo que no promete Dios, engáñase cuando se lo promete a sí mismo el hombre. Testigo malo, te prometes lo que la Verdad te niega. La Verdad dice «Si vivís mal, moriréis eternamente», y ¿dices tu: «Yo vivo mal, y viviré eternamente con Cristo»? ¿Cómo puede suceder que mienta la Verdad y digas tú la verdad? Todo hombre es mentiroso. Luego no podéis vivir bien si El no os ayuda, si El no os diere la gracia de vivir bien. Pedid esto en la oración, y comed. Orad, y os veréis libres de estos aprietos. Porque El os llenará, tanto en el bien obrar como en el bien vivir. Examinad vuestra conciencia. Vuestra boca se llenará de alabanza de Dios y de regocijo, y, libres de las grandes angustias, le diréis : Fuísteme abriendo paso por doquiera que iba, y no flaquearon mis pies.
La Gracia
1. El Sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo. Acabamos de oír al Maestro de la verdad, Redentor divino y Salvador humano, encarecernos nuestro precio: su sangre. Nos habló, en efecto, de su cuerpo y de su sangre, bebida. Los fieles saben que se trata del sacramento de los fieles; para los demás oyentes, estas palabras tienen un sentido vulgar. Cuando, por ende, para realzar a nuestros ojos una tal vianda y una tal bebida, decía: Si no comiereis mi carne y bebiereis mi sangre, no tendréis vida en vosotros (y ¿quién sino la Vida pudiera decir esto de la Vida misma? Este lenguaje, pues, será muerte, no vida, para quien juzgare mendaz a la Vida). ( Cuando, para realzar a nuestros ojos una tal vianda y una tal bebida, decía esto) , escandalizáronse los discípulos; no todos, a la verdad, sino muchos, diciendo entre sí: ¡Qué duras son estas palabras! ¿Quién puede sufrirlas? Y habiendo el Señor conocido esto dentro de sí mismo, sin decirle nadie nada , y habiendo percibido el runrún de los pensamientos, respondió a los que tal pensaban, bien que nada decían con la boca, para que supieran que los había oído y desistiesen de seguir pensando lo que pensaban… ¿Qué les respondió, pues? ¿Os escandaliza esto?
Pues ¿que será viendo al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? ¿Qué significa Os escandaliza esto ? ¿Pensáis que del cuerpo este mío, que vosotros veis, he de hacer partes y seccionarme los miembros para dároslos a vosotros? Pues ¿qué será viendo al Hijo del hombre subir a donde primero estaba? Claro es; si pudo subir íntegro, no pudo ser consumido. Así, pues, nos dio en su cuerpo y sangre un saludable alimento, y, a la vez, en dos palabras resolvió la cuestión de su integridad. Coman, por ende, quienes le comen, y beban los que le beben; tengan hambre y sed; coman la vida, beban la vida. Comer esto es rehacerse; pero en tal modo te rehaces, que no se deshace aquello con que te rehaces. Y beber aquello, ¿qué cosa es sino vivir? Cómete la vida, bébete la vida; tú tendrás vida sin mengua de la Vida. Entonces será esto, es decir, el cuerpo y la sangre de Cristo será vida para cada uno, cuando lo que en este sacramento se toma visiblemente, el pan y el vino, que son signos, se coma espiritualmente, y espiritualmente se beba lo que significa. Porque se lo hemos oído al Señor decir : El espíritu es el que da vida, la carne no aprovecha de nada. Las palabras que yo os he hablado, son espíritu y son vida. Pero hay entre vosotros, dice, algunos que no creen. Eran los que decían: ¡Cuán duras palabras son éstas; ¿quién las puede aguantar? Duras, sí, mas, para los duros; es decir, son increíbles, mas, lo son para los incrédulos.
(San Agustín, Obras de San Agustín, Tomo X, BAC, 2ª Ed., Madrid, 1965, Pág. 594-598)
San Carlos Borromeo
Homilía
Homilía pronunciada en Milán en la iglesia metropolitana durante la celebración de la misa, 9 de junio de 1583 .
Todos los misterios de Nuestro Salvador Jesucristo, queridísimas almas, son sublimes y profundos: nosotros los veneramos en unión con la sacrosanta Madre Iglesia. Sin embargo el misterio de hoy, la institución del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, por medio del cual el Señor se ha entregado en comida a la almas fieles, es tan sublime y elevado que supera toda comprensión humana. Tan grande es la bondad del Sumo Dios, en Él resplandece tal amor que cualquier inteligencia queda sobrepasada; nadie podría explicarlo con palabras, ni comprenderlo con la mente. Pero ya es mi deber hablaros de ello por el oficio y la dignidad pastoral, os diré también algo de este misterio. Brevemente, esta homilía estará centrada sobre todo en dos puntos: los cuales son las causas de la institución de este misterio y cuáles los motivos por los que lo celebramos en este tiempo.
En el Antiguo Testamento se narra la nobilísima historia del Cordero Pascual que debía ser comido dentro de la casa de cada familia; en el caso de que después sobrara y no pudiera ser consumido, debía ser quemado en el fuego. Aquel Cordero era la imagen de nuestro Cordero Inmaculado, Cristo el Señor, que se ofrece por nosotros al Padre Eterno sobre el Altar de la Cruz. Juan , el Precursor, viéndolo dijo: » He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita los pecados del mundo» (Jn. 1,29). Aquella maravillosa figura nos ha enseñado que el Cordero Pascual no podía ser totalmente comido con los dientes de la contemplación, sino que debía ser quemado completamente en el fuego del amor (Cfr. Ex. 12,10 ss.).
Pero cuando medito conmigo mismo que el Hijo de Dios se ha entregado completamente en alimento a nosotros, creo que no hay más espacio para esta distinción: este misterio debe ser abrasado totalmente en el fuego del amor. ¿Qué motivo, sino sólo el amor, pudo mover al Bondadosísimo y Grandísimo Dios a darse como alimento a esa mísera criatura que es el hombre, rebelde desde el principio, expulsado del Paraíso Terrenal, a este mísero valle desde el principio de la creación por haber probado del fruto prohibido? Este hombre había sido creado a imagen de Dios, colocado en un lugar de delicias, puesto a la cabeza de toda la creación: todas la demás cosas habían sido creadas para él. Transgredió el precepto divino, comiendo del fruto prohibido y, » Mientras estaba en una situación de privilegio, no lo comprendió» ; por eso «fue asimilado a los animales que no tienen intelecto» (Sal. 49,13); por eso fue obligado a comer su misma comida.
Pero Dios ha amado siempre tanto a los hombres que pensó en el modo de levantarlos tan pronto como habían caído; par que no se alimentaran del mismo alimento destinado a los animales-¡contemplad la infinita caridad de Dios!- se dio a si mismo como alimento, como alimento al hombre. Tú Cristo Jesús, que eres el Pan de los Ángeles, no te has negado a convertirte en alimento de los hombres rebeldes, pecadores, ingratos ¡Oh grandeza de la dignidad humana! ¡Por un acontecimiento singular, cuánto mayor, cuánto mayor es la obra de la reparación, cuánto supera esta dignidad sublime a la desgracia!¡ Dios nos ha hecho un favor singular!¡Su amor por nosotros es inexplicable! Solo este amor pudo mover a Dios a hacer tanto por nosotros. Por ello ¡qué ingrato es quien no medita en su corazón y no piensa a menudo en estos misterios!
Dios, Creador de todas las cosas, había previsto y conocido nuestra debilidad, y que nuestra vida espiritual necesitaría un alimento para el espíritu, así como la vida del cuerpo necesita un alimento material; por ello ha dispuesto para nosotros que hubiera abundancia de cada uno de estos dos alimentos; por una parte el alimento para el cuerpo; por otra el alimento del que gozan los Ángeles en el cielo, y nosotros podemos comer aquí en la misma tierra, oculto bajo especies de pan y vino. La santísima sierva de Dios, Isabel ante la visita de la Madre de Dios, no pudo dejar de exclamar: «¿A qué debo que la Madre de mi Señor venga a mi?» (Lc. 1,43). Pero ¡cuánto más debería exclamar quien recibe dentro de sí a Dios mismo!: «¿a qué debo que venga a mi, pecador, miserable, ingrato, indigno gusano y no hombre, oprobio de los hombres y abyección del pueblo, que entre en mi casa, a mi alma que a menudo he educido a cueva de malhechores, y en mi habite mi Señor, Creador, Redentor y mi Dios, ante cuya presencia los Ángeles desean estar?».
Vayamos al segundo punto de reflexión. Oportunamente hoy la Iglesia celebra la solemnidad de este santísimo misterio. Podía parecer más oportuno celebrada en la Feria Quinta in Coena Domini, día en el que sabemos que nuestro Salvador Cristo, ha instituido este Sacramento. Pero la Santa Iglesia es como un hijo, correcto y bien educado, cuyo padre ha llegado al término de sus días y mientras está a punto de morir, le deja una herencia amplia y rica; no tiene tiempo de entretenerse en el patrimonio recibido: está totalmente volcado en llorar al padre. Así la Iglesia, Esposa e Hija de Cristo, está tan atenta a llorar en aquellos días de pasión y de atroces tormentos, que no está en condiciones de celebrar como querría esta inmensa heredad a Ella entregada: los Santísimos Sacramentos instituidos en estos días.
Por tal motivo ha fijado este día para la celebración: en donde, por el inmenso don recibido, querría rendir de modo muy particular a Cristo aquella maravillosa acción de gracias que a causa de nuestra pobreza no somos capaces de ofrendarle. Por eso el Hijo de Dios, que conoces todo desde la eternidad ha venido en ayuda de nuestra debilidad con la institución de este Santísimo Sacramento: por nosotros «Él dio gracias» a Dios, «bendijo y partió el pan» (Mt. 26,26; Lc. 24,30). Con esta institución nos ha enseñado a darle gracias al máximo por un don tan grande. Pero ¿por qué la Santa Madre Iglesia ha establecido precisamente este tiempo para celebrar tal misterio? ¿Por qué precisamente después de la celebración de los otros misterios de Cristo: después de los días de Navidad, de la Resurrección, de la Ascensión al Cielo y la venida del Espíritu Santo?
Hijo, no temas: ¡todo esto no es sin motivo! Este misterio santísimo está tan ligado a todos los demás y es remedio tan eficaz en consideración de ellos, que con mucha razón está unido a ellos. Por medio de este Santísimo Misterio del Altar, recibiendo la vivificante Eucaristía, con este Pan Celestial los fieles son tan eficazmente unidos a Cristo que pueden tocar con su boca desde el costado abierto de Cristo los infinitos tesoros de todos los Sacramentos.
Pero hay otra razón para esto. Entre los misterios del Hijo de Dios que hasta ahora hemos meditado, el último fue la Ascensión al Cielo. Ello sucedió para que Él recibiese a título propio y nuestro la posesión del Reino de los Cielos y se manifestará el dominio que poco antes había afirmado: «Me ha sido dado el poder en el cielo y en la tierra» (Mt. 28,18). Como cualquier Rey, en el acto de recibir la posesión de un reino, se dirige antes que a cualquier otra ciudad a aquella que es la capital y metrópolis del reino (y como un Magisterio o Príncipe que se prepara para administrar un reino en nombre del Rey), así también Cristo: honrado con la señoría más grande y con todo derecho en el cielo y en la tierra, en primer lugar tomó posesión del Cielo, y desde allí, como haciendo una demostración, difundió sobre los hombres los dones del Espíritu Santo. Pero habiendo elegido reinar también en la tierra, nos dejó a Él Mismo aquí, en el Santísimo Sacrificio del Altar, en este Santísimo Misterio que hoy celebramos. Por este motivo extraordinario la Iglesia ordena que sea llevado por todos en procesión en forma solemne por ciudades y pueblos.
Cuando el poderoso Rey Faraón quiso honrar a José, mandó que se le condujera por las calles de la cuidad y, para que todos conocieran la dignidad de quien había explicado los sueños del Faraón, le dijo: «Tú serás quien gobierne mi casa, y todo mi pueblo te obedecerá: solo por el trono seré mayor que tú. Mira, te pongo sobre toda la tierra de Egipto. El faraón se quitó el anillo de la mano y lo puso en la mano de José; hizo que le vistieran de oro. Después los hizo subir sobre su segundo carro y delante de él un heraldo gritaba, para que todos se arrodillaran delante de él. Y así lo puso al frente de todo el país de Egipto». (Gn. 41,40 ss.)
También Asuero, cuando quiso honrar a Mardoqueo, le hizo vestir vestiduras reales, los hizo subir a su caballo y a tal fin mandó a Amán que lo condujera por la ciudad y gritara: «Aquí viene el hombre a quien el Rey quiere honrar» (Est. 6,11).
Dios quiere ser el Señor del corazón del hombre; quiere ser honrado, como conviene, por todos los hombres. Por esto hoy, de forma solemne, conducido por el Clero y por el Pueblo, por los Prelados y los Magistrados, recorre las calles de la ciudad y de los pueblos. Por esta razón la Iglesia profesa públicamente que Éste es nuestro Rey y Dios, de quien hemos recibido todo y a quien debemos todo.
Oh, hijos queridísimos en el Señor, mientras hace poco caminaba por las calles de la ciudad, pensaba en una multitud tan grande y en variedad de personas que hasta hoy, hasta nuestros días está oprimida por la miseria de la esclavitud y por largo tiempo ha tenido que servir a amos tan viles y crueles. Veía a un cierto número de jóvenes que se han dejado dominar por la lascivia y la pasión y, como dice el Apóstol (Cfr. Fil. 3,19), han proclamado como dios a su propio vientre. (Quienquiera que pone cualquier cosa como fin de su propia existencia, quiere que tal cosa sea su dios. En efecto Dios está en el término de todo). Que renuncien éstos a la carne, a la lujuria, a frecuentar los lupanares y tabernas, las malas compañías; que renuncien a los pecados y reconozcan al Verdadero Dios que la Iglesia profesa por nosotros. Lloraba por la soberbia y la vanidad de algunas mujeres que se idolatran a ellas mismas, y dedican aquellas horas de la mañana que debieran consagrar a la oración, al maquillaje de sus rostros y al peinado de sus cabellos, hasta el punto de hacer pobres infelices a sus maridos y mendigos a sus hijos y consumir su patrimonio. De ello se derivan mil males, los contratos ilícitos, el no pagar las deudas, el no dar cumplimiento a las últimas voluntades piadosas; de ello el olvido del Dios Bondadosísimo y Grandísimo, el olvido de nuestra alma. Veía a tantos avaros, mercaderes del infierno, gente que a tan caro precio compra para si el fuego eterno; de ellos con razón dice el Apóstol: «La avaricia es una forma de idolatría» (Ef. 5,5; Col. 3,5). Aparte del dinero no tienen otro Dios, sus acciones y palabras están dirigidas a pensar y decidir cómo ganar mejor, conseguir terrenos, comprar riquezas.
No podía dejar de ver la infidelidad de algunos que se declaran expertos en la ciencia de gobernar y sólo tienen esto ante sus ojos. Son quienes no dudan pisotear la ley de Dios que ellos declaran contraria a la forma de gobernar (¡pobres y desgraciados!) y obligan a Dios a retirarse. ¡Hombres dignos de lástima! (¿Y deben llamarse Cristianos quienes estiman y declaran públicamente a si mismos y al mundo más importantes que a Cristo?).
El Señor ha venido, con esta santa institución de la Eucaristía, a destruir todos estos ídolos, a fin de que con el Profeta Isaías, hoy podamos exclamar al Señor: «Sólo en Ti es Dios; no hay otros, no hay otros dioses. En verdad tú eres un Dios escondido, Dios de Israel, Salvador» (Is. 45,14 ss.). Oh Dios bueno hasta ahora hemos sido esclavos de la carne, de los sentidos, del mundo; hasta ahora dios ha sido para nosotros nuestro vientre, nuestra carne, nuestro oro, nuestra política. Queremos renunciar a todos estos ídolos: honrarte sólo a Ti como verdadero Dios, venerarte a Ti que nos has hecho tantos beneficios y, sobre todo, te has engendrado a Ti mismo como alimento para nosotros. Haz, te ruego, que desde ahora en adelante nuestro corazón sea sólo tuyo y nada nos aparte más de tu amor. Que prefiramos mil veces morir antes que ofenderte aún mínimamente. Y de este modo, haciéndonos mejores, con la fuerza de tu gracia, gozaremos eternamente de Tu Gloria. Amén.
(San Carlos Borromeo, Homilías Eucarísticas y sacerdotales , Ed. Series Grandes Maestros n° 7, Pág.12-18)
San Pedro Julián Eymard
La fe en la Eucaristía
» Quien cree en mí tiene la vida eterna » (Jn. VI, 47)
¡Qué felices seríamos si tuviésemos una fe muy viva en el santísimo Sacramento! Porque la Eucaristía es la verdad principal de la fe; es la virtud por excelencia, el acto supremo del amor, toda la religión en acción. ¡Oh, si conociésemos el don de Dios!
La fe en la Eucaristía es un gran tesoro; pero hay que buscarlo con sumisión, conservarlo por medio de la piedad y defenderlo aun a costa de los mayores sacrificios.
No tener fe en el santísimo Sacramento es la mayor de todas las desgracias.
Ante todo, ¿es posible perder completamente la fe en la sagrada Eucaristía, después de haber creído en ella y haber comulgado alguna vez?
Yo no lo creo. Un hijo puede llegar hasta despreciar a su padre e insultar a su madre; pero desconocerlos… imposible. De la misma manera un cristiano no puede negar que ha comulgado ni olvidar que ha sido feliz alguna vez cuando ha comulgado.
La incredulidad, respecto de la Eucaristía , no proviene nunca de la evidencia de las razones que se puedan aducir contra este misterio. Cuando uno se engolfa torpemente en sus negocios temporales, la fe se adormece y Dios es olvidado. Pero que la gracia le despierte, que le despierte una simple gracia de arrepentimiento, y sus primeros pasos se dirigirán instintivamente a la Eucaristía.
Esa incredulidad puede provenir también de las pasiones que dominan el corazón. La pasión, cuando quiere reinar, es cruel. Cuando ha satisfecho sus deseos, despreciada y combatida, niega. Preguntad a uno de esos desgraciados desde cuándo no cree en la Eucaristía y, remontando hasta el origen de su incredulidad, se verá siempre una debilidad, una pasión mal reprimida, a las cuales no se tuvo valor de resistir.
Otras veces nace esa incredulidad de una fe vacilante y tibia que permanece así mucho tiempo. Se ha escandalizado de ver tantos indiferentes, tantos incrédulos prácticos. Se ha escandalizado de oír las artificiosas razones y los sofismas de una ciencia falsa, y exclama: «Si es verdad que Jesucristo está realmente presente en la sagrada Hostia, ¿cómo es que no impone castigos? ¿Por qué permite que le insulten? ¡Por otra parte, hay tantos que no creen!, y, con todo, no dejan de ser personas honradas.
He aquí uno de los efectos de la fe vacilante; tarde o temprano conduce a la negación del Dios de la Eucaristía.
¡Desdicha inmensa! Porque entonces uno se aleja, como los cafarnaítas, de aquel que tiene palabras de verdad y de vida.
¡A qué consecuencias tan terribles se expone el que no cree en la Eucaristía ! En primer lugar, se atreve a negar el poder de Dios. ¿Cómo? ¿Puede Dios ponerse en forma tan despreciable? Imposible, imposible! ¿Quién puede creerlo?
A Jesucristo le acusa de falsario porque El ha dicho: «Este es mi cuerpo, esta es mi sangre».
Menosprecia la bondad de Jesús, como aquellos discípulos que oyendo la promesa de la Eucaristía le abandonaron.
Aun más; una vez negada la Eucaristía , la fe en los de más misterios tiende a desaparecer, y se perderá bien pronto. Si no se cree en este misterio vivo, que se afirma en un hecho presente, ¿en qué otro misterio se podrá creer?.
Sus virtudes muy pronto se volverán estériles, porque pierden su alimento natural y rompen los lazos de unión con Jesucristo, del cual recibían todo su vigor; ya no hacen caso y olvidan a su modelo allí presente.
Tampoco tardará mucho en agotarse la piedad, pues queda incomunicada con este centro de vida y de amor.
Entonces ya no hay que esperar consuelos sobrenaturales en las adversidades de la vida, y, si la tribulación es muy intensa, no queda más remedio que la desesperación. Cuando uno no puede desahogar sus penas en un corazón amigo, terminan éstas por ahogarnos.
Creamos, pues, en la Eucaristía. Hay que decir a menudo: «Creo, Señor; ayuda mi fe vacilante.» Nada hay más glorioso para, nuestro Señor que este acto de fe en su presencia eucarística. De esta manera honramos, cuanto es posible, su divina veracidad, porque, así como la mayor honra que podemos tributar a una persona es creer de plano en sus palabras, así la mayor injuria sería tenerle por embustero o poner en duda sus afirmaciones y exigirle pruebas y garantías de lo que dice. Y si el hijo cree a su padre bajo su palabra el criado a su señor y los súbditos a su rey ¿porqué no hemos de creer a Jesucristo cuando nos afirma con toda solemnidad que se halla presente en el santísimo Sacramento del altar?
Este acto de fe tan sencillo y sin condiciones en la palabra de Jesucristo le es muy glorioso, porque con él le reconocemos y adoramos en un estado oculto. Es más honroso para nuestro amigo el honor que le tributamos, cuando le encontramos disfrazado y, para un rey, el que se le da cuando se presenta vestido con toda sencillez, que cualquier otro honor recibido de nosotros en otras circunstancias. Entonces honramos de veras la persona y no los vestidos que usa.
Así sucede con nuestro Señor en el santísimo Sacramento.
Reconocerle por Dios, a pesar de los velos eucarísticos que lo encubren, y concederle los honores que como a Dios le corresponden es propiamente honrar la divina persona de Jesús y respetar el misterio de que se rodea. Al mismo tiempo obrar así es para nosotros más meritorio, pues como san Pedro, cuando confesó la divinidad del hijo del hombre, y el buen ladrón, cuando proclamó la inocencia del crucificado, afirmamos de Jesucristo lo que es, sin mirar a lo que parece, o, mejor dicho, es creer lo contrario de lo que nos dicen los sentidos, fiados únicamente de Su palabra infalible.
Creamos, creamos en la presencia real de Jesucristo la Eucaristía. ¡Allí está Jesucristo! Que el respeto más profundo se apodere de nosotros al entrar en la iglesia; rindámosle el homenaje de la fe y del amor que le tributaríamos si nos encontráramos con El en persona. Porque, en hecho verdad, nos encontramos con Jesucristo mismo.
Sea éste nuestro apostolado y nuestra predicación, la más elocuente, por cierto, para los incrédulos y los impíos.
2. El exceso de amor
I
¿Qué diremos de las humillaciones eucarísticas de nuestro señor Jesucristo? Para quedarse con nosotros ha tenido que exponerse a la ingratitud y al ultraje. Nada le desanima.
Contemplemos a este divino Salvador, mal tratado, como nadie, a pesar de ello persiste en quedarse con nosotros.
Nuestro Señor, que baja hasta nosotros trayéndonos del cielo tesoros infinitos de gracias, bien merece nuestro agradecimiento.
El es rey y es Dios; si un grande de la tierra y, sobre todo, si un rey viene a visitar a un pobre o a un enfermo, ¿cómo no sentirse reconocido por tal acto de deferencia?
La envidia y el odio mismo se rinden ante la grandeza que se abaja.
¿No merecerá nuestro señor Jesucristo que se le agradezca este favor y que por ello se le ame? No nos visita así como de paso, sino que se queda en medio de nosotros. Que se le llame o no, aunque no se le desee, allí está El para hacernos bien.
Con todo, es seguramente el único a quien no se agradecen los beneficios que concede. Por estar presente en el santísimo Sacramento, obra prodigios de caridad que no se aprecian ni se toman siquiera en consideración.
En las relaciones de la vida social se tiene la ingratitud como cosa que afrenta: tratándose de nuestro señor Jesucristo diríase que hay obligación de ser ingrato.
Nada de esto desconcierta a nuestro Señor; lo sabía ya cuando instituyó la Eucaristía; su único pensamiento es éste: Deliciae meae. Cifro mis delicias en estar con los hijos de los hombres.
Hay un grado en que el amor llega hasta tal punto que quiere estar con aquellos a quienes ama, aun cuando no sea correspondido.
¿Puede una madre abandonar o dejar de amar a su hijo por ser idiota, o una esposa a su esposo por ser loco?
II
Nuestro señor Jesucristo parece que anda en busca de ultrajes, sin cuidarse para nada de su honor. ¡Ay, horroriza pensarlo! El día del juicio nos causará espanto pensar que hemos vivido al lado de quien así nos ama sin parar mientes en ello. Viene, en efecto, sin aparato ni sombra de majestad: en el altar, bajo los velos eucarísticos se presenta como una cosa despreciable, como un ser privado de existencia.
¿No hay en ello bastante rebajamiento?
Jesucristo para rebajarse de esta manera ha tenido que valerse de todo su poder. Por un prodigio sostiene los accidentes, derogando y contrariando todas las leyes de la naturaleza, para humillarse y anonadarse. ¿Quién podría rodear el sol de una nube tan espesa que interceptase su calor y su luz? Sería estupendo milagro. ¡Pues esto es precisamente lo que hace Jesucristo con su divina persona! Bajo las especies eucarísticas, de suyo despreciables y ligeras, se encuentra El glorioso y lleno de luz: es Dios.
¡Oh, no avergoncemos a nuestro Señor por haberse humillado tanto haciéndose tan pequeño!
Su amor lo ha querido. Cuando un rey no desciende hasta los suyos, podrá quizá honrarlos, pero no da muestras de amarlos. Nuestro Señor, sí, se ha rebajado: luego es cierto que nos ama.
III
Al menos podría tener nuestro Señor, a su lado, una guardia visible de ángeles armados que le custodiasen. Tampoco lo quiere: estos espíritus purísimos nos humillarían e infundirían pavor con el espectáculo de su fe y de su respeto. Jesucristo viene solo y está abandonado… por humillarse más; ¡el amor desciende…, desciende siempre
IV
Si un rey vistiese pobremente con el fin de hacerse más accesible a un súbdito suyo a quien quisiese consolar, sería esto un rasgo de extraordinario amor. Claro está que, aun bajo aquel disfraz, sus palabras, sus nobles y distinguidos modales, le delatarían bien presto.
Jesucristo, en el santísimo Sacramento, se despoja aun de esta gloria personal. Oculta su hermosísimo rostro, cierra su divina boca de Verbo.
De lo contrario se le honraría muchísimo y se le pondría fuera de nuestro alcance, y lo que El quiere es descender hasta nosotros.
¡Oh, respetemos las humillaciones de Jesucristo en la Eucaristía!
V
Si un rey descendiese por amor hasta ponerse al nivel de uno de sus pobres súbditos, todavía conservaría su libertad de hombre, su acción propia, y en caso de ser atacado podría defenderse, ponerse a salvo y pedir auxilio.
Pero Jesucristo se ha entregado sin defensa alguna: no tiene acción propia. No puede quejarse, ni buscar refugio, ni pedir auxilio. A sus ángeles ha prohibido que le defiendan y que castiguen a los que le insultan, contra la natural inclinación de amparar a cualquiera que se vea atacado o en peligro. Ha rehusado toda defensa; si es acometido, nadie se pondrá por delante. Jesucristo es, en la Eucaristía, hombre y Dios; empero, el único poder que ha querido conservar en este misterio de anonadamiento es el poder de amar y humillarse.
VI
Pero, Señor, ¿por qué obráis así? ¿Por qué llegáis hasta este exceso?-Amo a los hombres y me complazco en tenerles a la vista y esperarles: quiero ir a ellos. Deliciae meae. Cifro mis delicias en estar con ellos.
Y, sin embargo, el placer, la ambición, los amigos, los negocios…, todo es preferido a nuestro Señor. A Él ya se le recibirá en último término por viático, si la enfermedad da tiempo. ¿No es esto bastante?
¡Oh Señor! ¿Por qué queréis venir a los que no os quieren recibir y os empeñáis en permanecer con los que os maltratan.
VII
¿Quién haría lo que hace Jesucristo?
Instituyó su sacramento para que se le glorificase y en él recibe más injurias que gloria. El número de los malos cristianos que le deshonran es mayor que el de los buenos que le honran.
Nuestro Señor sale perdiendo. ¿Para qué continuar este comercio? ¿Quién querría negociar teniendo la seguridad de perder?
«¡Ah! Los santos que ven y comprenden tanto amor y tanto rebajamiento deben estremecerse montando en santa cólera y sentirse indignados ante nuestra ingratitud.
Y el Padre dice al Hijo: «Hay que concluir; tus beneficios de nada sirven; tu amor es menospreciado; tus humillaciones son inútiles; pierdes; terminemos.»
Mas Jesucristo no se rinde. Persevera y aguarda; se contenta con la adoración y amor de algunas almas buenas. ¡Ah! No dejemos de corresponderle nosotros al menos.
¿No merecen acaso sus humillaciones que le honremos y amemos?
(San Pedro Julián Eymard, Obras Eucarísticas , Ed. Eucaristía, 4ª Ed., Madrid, 1963, Pág. 39-41 y Sermón en la fiesta del Corpus Christi)
San Alberto Hurtado
Comentario Teológico: San Alberto Hurtado: Tratando de los Sacramentos
LA EUCARISTÍA
Tratando de los sacramentos
Fuente de vida cristiana. Ya que el cristianismo no es tanto una ética, como el protestantismo, ni una filosofía, ni una poesía, ni una tradición, ni una causa externa, sino la divinización de nuestra vida o, más bien, la transformación de nuestra vida en Cristo, para tener como suprema aspiración hacer lo que Cristo haría en mi lugar; esa es la esencia de nuestro cristianismo.
Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí mismo. La gracia santificante y las virtudes concomitantes.
En la vida sacramental los dos sacramentos centrales son el Bautismo y la Eucaristía. El Bautismo, porque confiere la gracia santificante, necesaria para recibir la Eucaristía. Y la Eucaristía es el gran sacrificio, porque nos incorpora en la forma más íntima posible a la vida de Cristo y al momento más importante de la vida de Cristo.
La gran obra de Cristo, que vino a realizar al descender a este mundo, fue la redención de la humanidad. Y esta redención en forma concreta se hizo mediante un sacrificio. Toda la vida del Cristo histórico es un sacrificio y una preparación a la culminación de ese sacrificio por su inmolación cruenta en el Calvario. Toda la vida del Cristo místico no puede ser otra que la del Cristo histórico y ha de tender también hacia el sacrificio, a renovar ese gran momento de la historia de la humanidad que fue la primera Misa, celebrada durante veinte horas, iniciada en el Cenáculo y culminada en el Calvario
Toda santidad viene de este sacrificio del Calvario, él es el que nos abre las puertas de todos los bienes sobrenaturales. Por él, el Bautismo nos incorpora a Cristo, la Penitencia nos perdona, la Confirmación nos conforta… De aquí que en realidad el Calvario ha sido siempre considerado el centro de la vida cristiana y esas horas en que Cristo estuvo pendiente en la Cruz han sido los momentos más preciosos de la historia de la humanidad. Por esas horas se abrieron las puertas del cielo, se confirió la gracia, se redimió el pecado, nos hicimos de nuevo agradables a Dios.
Ahora bien, la Eucaristía es la apropiación de ese momento, es el representar renovar, hacernos nuestra la Víctima del Calvario, y el recibirla y unirnos a ella. Todas las más sublimes aspiraciones del hombre, todas ellas, se encuentran realizadas en la Eucaristía :
1. La Felicidad : El hombre quiere la felicidad y la felicidad es la posesión de Dios. En la Eucaristía , Dios se nos da, sin reserva, sin medida; y al desaparecer los accidentes eucarísticos nos deja en el alma a la Trinidad Santa , premio prometido sólo a los que coman su Cuerpo y beban su Sangre (cf. Jn 6,48ss).
2. Cambiarse en Dios : El hombre siempre ha aspirado a ser como Dios, a transformarse en Dios, la sublime aspiración que lo persigue desde el Paraíso. Y en la Eucaristía ese cambio se produce: el hombre se transforma en Dios, es asimilado por la divinidad que lo posee; puede con toda verdad decir como San Pablo: » ya no vivo yo, Cristo vive en mí » (Gál 2,20); y cuando el que viene a vivir en mí es de la fuerza y grandeza de Cristo, se comprende que es El quien domina mi vida, en su realidad más íntima.
3. Hacer cosas grandes : El hombre quiere hacer cosas grandes por la humanidad… por hacer estas cosas los hombres más grandes se han lanzado a toda clase de proezas, como las que hemos visto en esta misma guerra mundial; pero, ¿dónde hará cosas más grandes que uniéndose a Cristo en la Eucaristía ? Ofreciendo la Misa salva la raza y glorifica a Dios Padre en el acto más sublime que puede hacer el hombre: opone a todo el dique de pecados de los hombres, la sangre redentora de Cristo; ofrece por las culpas de la humanidad, no sacrificios de animales, sino la sangre misma de Cristo; une a su débil plegaria la plegaria omnipotente de Cristo, que prometió no dejar sin escuchar nuestras oraciones y ¡cuándo más las escuchará que cuando esa plegaria proceda del Cristo Víctima del Calvario, en el momento supremo de amor…!
Además, en la Misa , el hombre y Dios se unen con una intimidad tal que llegan a tener un ser y un obrar. El sacerdote y los fieles son uno con Cristo que ofrece y con Cristo que se ofrece. «Por Cristo, con Él y en Él» ofrecemos y nos ofrecemos al Padre, y nuestra pequeñísima oración, nuestro mérito insignificante, ¡cómo gana de valor cuando es unido al mérito infinito de Cristo que ofrece y es ofrecido con nosotros, o, si queremos, nosotros por Cristo, con El, en El…. ofrecidos en propiciación, en acción de gracias, en súplica!
He aquí, pues, nuestra oración perfectísima. Nuestra unión perfectísima con la divinidad. La realización de nuestras más sublimes aspiraciones.
4. Unión de caridad : En la Misa , también nuestra unión de caridad se realiza en el grado más íntimo. La plegaria de Cristo » Padre, que sean uno… que sean consumados en la unidad » (Jn 17, 22-23), se realiza en el sacrificio eucarístico. Al unirnos con Cristo, a quien todos los hombres están unidos: los justos con unión actual; los otros, potencial.
¡Oh, si fuéramos conscientes de lo que significa nuestra unión a Cristo respecto al Padre, respecto a Cristo mismo y respecto a nuestros hermanos, tendríamos todo en la misma Eucaristía!
¡Oh, si fuéramos a la Misa a renovar el drama sagrado: ofrecernos en el ofertorio con esas especies que van a ser transformadas en Cristo pidiendo nuestra transformación… a ser aceptados por la divinidad en la consagración, a ser transubstanciados en Cristo (¡oh, si la ofrenda hubiese estado hecha a conciencia!), la consagración sería el elemento central de nuestra vida cristiana! Esa conciencia de que ya no somos nosotros, sino que tras nuestras apariencias humanas vive Cristo y quiere actuar Cristo…
Y la comunión, esa donación de Cristo a nosotros, que exige de nosotros gratitud profunda, traería consigo una donación total de nosotros a Cristo, que así se dio, y a nuestros hermanos, como Cristo se dio a nosotros.
Toda la esencia del catolicismo la tendríamos en la Eucaristía. Esos dos grandes mandamientos de amor al Padre y al prójimo, estarían realizados mediante la Eucaristía y nos animaríamos cada día, en la Misa bien oída, a renovarnos en ese espíritu de entrega.
La sola presencia en el sacrificio eucarístico aumenta en nosotros estas disposiciones, la comunión las intensifica aún más; pero si asistiéramos a la Misa y recibiéramos la Comunión ensanchando todo lo posible la capacidad de nuestro espíritu, ¡cómo nos santificaríamos sobre medida!
«Representar», en el sentido de «volver a hacer presente».
El acto central de nuestro día debiera ser nuestra Misa la comunión en medio de la Misa (cuando se pueda), un acto imprescindible de cada cristiano ferviente.
A la comunión no vamos como a un premio, no vamos a una visita de etiqueta, vamos a buscar a Cristo para «por Cristo con Él y en El» realizar nuestros mandamientos grandes, nuestras aspiraciones fundamentales, las grandes obras de caridad… La disposición fundamental para comulgar es la gracia santificante, la donación del Espíritu Divino a nuestras almas, que debe estar en todos los que comulguen, pero los efectos sensibles de Espíritu variarán según los casos, y según la medida de la predestinación divina. De nuestra parte se requiere que colaboremos a tener esos sentimientos de fe, confianza, amo ardiente.
Hacer de la Misa el centro de mi vida. Prepararme a ella con mi vida interior, mis sacrificios, que serán hostia de ofrecimiento; continuarla durante el día dejándome partir y dándome… en unión con Cristo.
¡Mi Misa es mi vida, y mi vida es una Misa prolongada!
Después de la comunión, quedar fieles a la gran transformación que se ha apoderado de nosotros. Vivir nuestro día como Cristo, ser Cristo para nosotros y para los demás:
¡Eso es comulgar!
(San Alberto Hurtado S.I., La Búsqueda de Dios , Ed. Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 2005, Pág. 213-216)
Cardenal F. X. Nguyen Van Thuan: La Eucaristía es mi única fuerza
«Alrededor de la Mesa Eucarística se realiza y se manifiesta la armoniosa unidad de la Iglesia , misterio de comunión misionera, en la que todos se sienten hijos y hermanos» (Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud , 1997, n. 7).
» ¿Pudo usted celebrar la misa en la cárcel? «, es la pregunta que muchos me han hecho innumerables veces. Y tienen razón: la Eucaristía es la más hermosa oración, es la cumbre de la vida cristiana. Cuando les respondo que sí, ya sé cuál es la pregunta siguiente: » ¿Cómo consiguió encontrar pan y vino? «.
Cuando fui arrestado tuve que salir inmediatamente, con las manos vacías. Al día siguiente me permitieron escribir y pedir las cosas más necesarias: ropa, pasta de dientes… Escribí a mi destinatario: » Por favor, mandadme un poco de vino como medicina contra el dolor de estómago «. Los fieles entendieron lo que eso significaba: me mandaron una botellita de vino de misa con una etiqueta que decía: » medicina contra el dolor de estómago «, y las hostias las ocultaron en una antorcha que se usa para combatir la humedad. El policía me preguntó:
– ¿Le duele el estómago?
-Sí.
-Aquí hay un poco de medicina para usted.
Nunca podré expresar mi gran alegría: todos los días, con tres gotas de vino y una gota de agua en la palma de la mano, celebraba la misa.
De todos modos, dependía de la situación. En el barco que nos llevó al norte celebraba la misa por la noche y daba la comunión a los prisioneros que me rodeaban. A veces tenía que celebrar cuando todos iban al baño, después de la gimnasia. En el campo de reeducación nos dividieron en grupos de 50 personas; dormíamos en camas comunes; cada uno tenía derecho a 50 cm . Nos las arreglamos para que estuvieran cinco católicos conmigo. A las 21:30 había que apagar la luz y todos debían dormir. Me encogía en la cama para celebrar la misa de memoria, y repartía la comunión pasando la mano bajo el mosquitero. Fabricamos bolsitas con el papel de los paquetes de cigarrillos para conservar el Santísimo Sacramento. Llevaba siempre a Jesús eucarístico en el bolsillo de la camisa.
Recuerdo lo que escribí: » Tú crees en una sola fuerza: la Eucaristía , el Cuerpo y la Sangre del Señor que te dará la vida. «He venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Como el maná aumentó a los israelitas en su viaje a la tierra prometida, así la Eucaristía te alimentará en tu camino de la esperanza (cf. Jn 6, 50)» ( El camino de la esperanza , n. 983).
Cada semana tiene lugar una sesión de adoctrinamiento en la que debe participar todo el campo. Durante el descanso, mis compañeros católicos y yo aprovechamos para pasar un paquetito para cada uno de los otros cuatro grupos de prisioneros; todos saben que Jesús está en medio de ellos; El es el que cura todos los sufrimientos físicos y mentales. Durante la noche los presos se turnan en adoración; Jesús eucarístico ayuda inmensamente con su presencia silenciosa. Muchos cristianos vuelven al fervor de la fe durante esos días; hasta budistas y otros no cristianos se convierten. La fuerza del amor de Jesús es irresistible. La oscuridad de la cárcel se convierte en luz, la semilla germina bajo tierra durante la tempestad.
Ofrezco la misa junto con el Señor: cuando reparto la comunión me doy a mí mismo junto al Señor para hacerme alimento para todos. Esto quiere decir que estoy siempre al servicio de los demás.
Cada vez que ofrezco la misa tengo la oportunidad de extender las manos y de clavarme en la cruz de Jesús, de beber con Él el cáliz amargo.
Todos los días, al recitar y escuchar las palabras de la consagración, confirmo con todo mi corazón y con toda mi alma un nuevo pacto, un pacto eterno entre Jesús y yo, mediante su sangre mezclada con la mía (cf. 1 Cor. 11, 23-25).
Jesús empezó una revolución en la cruz. Vuestra revolución debe empezar en la mesa eucarística, y de allí debe seguir adelante. Así podréis renovar la humanidad.
He pasado nueve años aislado. Durante ese tiempo celebro la misa todos los días hacia las 3 de la tarde, la hora en que Jesús estaba agonizan do en la cruz. Estoy solo, puedo cantar mi misa como quiera, en latín, francés, vietnamita… Llevo siempre conmigo la bolsita que contiene el Santísimo Sacramento; » Tú en mí, y yo en Ti «. Han sido las misas más bellas de mi vida.
Por la noche, entre las 9 y las 10, realizo una hora de adoración, canto Lauda Sion , Pange Lingua , Adoro Te , Te Deum y cantos en lengua vietnamita, a pesar del ruido del altavoz, que dura desde las 5 de la mañana hasta las 11:30 de la noche. Siento una singular paz de espíritu y de corazón, el gozo y la serenidad de la compañía de Jesús, de María y de José. Canto Salve Regina , Salve Mater , Alma Redemptoris Mater , Regina coelí … en unidad con la Iglesia universal. A pesar de las acusaciones y las calumnias contra la Iglesia , canto Tu es Petrus , Oremus pro Pontifice nostro , Christus vincit … Como Jesús calmó el hambre de la multitud que lo seguía en el desierto, en la Eucaristía El mismo continúa siendo alimento de vida eterna.
En la Eucaristía anunciamos la muerte de Jesús y proclamamos su resurrección. Hay momentos de tristeza infinita. ¿Qué hacer entonces? Mirar a Jesús crucificado y abandonado en la cruz. A los ojos humanos, la vida de Jesús fracasó, fue inútil, frustrada, pero a los ojos de Dios, Jesús en la cruz cumplió la obra más importante de su vida, porque derramó su sangre para salvar al mundo. ¡Qué unido está Jesús a Dios en la cruz, sin poder predicar, curar enfermos, visitar a la gente y hacer milagros, sino en inmovilidad absoluta!
Jesús es mi primer ejemplo de radicalismo en el amor al Padre y a los hombres. Jesús lo ha da do todo: » Nos amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), hasta el » Todo está cumplido » (Jn 19, 30). Y el Padre amó tanto al mundo » que dio a su Hijo unigénito » (Jn 3, 16). Darse todo como un pan para ser comido «por la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Jesús dijo: » Siento compasión de la gente » (Mt 15, 32). La multiplicación de los panes fue un anuncio, un signo de la Eucaristía que Jesús instituiría poco después.
Queridísimos jóvenes, escuchad al Santo Padre: » Jesús vive entre nosotros en la Eucaristía… Entre las incertidumbres y distracciones de la vida cotidiana, imitad a los discípulos en el camino hacia Emaús… Invocad a Jesús, para que en los caminos de los tantos Emaús de nuestro tiempo, permanezca siempre con vosotros. Que Él sea vuestra fuerza, vuestro punto de referencia, vuestra perenne esperanza » (Juan Pablo II, Mensaje para la XII Jornada Mundial de la Juventud , 1997, n. 7).
(Cardenal F. X. Nguyen Van Thuan, Cinco panes y dos peces , Ed. Ciudad Nueva, 2ª Ed. Buenos Aires, 2001, Pág. 40-45)
San Juan Crisóstomo – Cristo, vida de quien comulga
Cuando tratamos de cosas espirituales, cuidemos de que nada haya en nuestras almas de terreno ni secular; sino que dejadas a un lado y rechazadas todas esas cosas, total e íntegramente nos entreguemos a la divina palabra. Si cuando el rey llega a una ciudad se evita todo tumulto, mucho más debemos escuchar con plena quietud y grande temor cuando nos habla el Espíritu Santo. Porque son escalofriantes las palabras que hoy se nos han leído. Escúchalas de nuevo: En verdad os digo, dice el Señor, si alguno no come mi carne y bebe mi sangre, no tendrá vida en sí mismo.
Puesto que le habían dicho: eso es imposible, Él les declara ser esto no solamente posible, sino sumamente necesario. Por lo cual continúa: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y Yo lo resucitaré al final de los tiempos. Había El dicho: Si alguno come de este pan no morirá para siempre; y es verosímil que ellos lo tomaran a mal, como cuando anteriormente dijeron: Nuestro Padre Abraham murió y los profetas también murieron; entonces ¿cómo dices tú: no gustará la muerte? Por tal motivo ahora, como solución a la pregunta, pone la resurrección; y declara que ese tal no morirá para siempre.
Con frecuencia habla Cristo de los misterios, demostrando cuán necesarios son y que conviene celebrarlos, absolutamente. Dice: Mi carne verdaderamente es comida y mi sangre verdaderamente es bebida. ¿Qué significa esto? Quiere decir o bien que es verdadero alimento que conserva la vida del alma; o bien quiere hacer creíbles sus palabras y que no vayan a pensar que lo dijo por simple parábola, sino que entiendan que realmente es del todo necesario comer su cuerpo.
Continúa luego: Quien come mi carne permanece en Mí, para dar a entender que íntimamente se mezcla con El. Lo que sigue, en cambio, no parece consonar con lo anterior, si no ponemos atención. Porque dirá alguno: ¿qué enlace lógico hay entre haber dicho: Quien come mi carne permanece en Mí, y a continuación añadir: Como me envió el Padre que vive, así Yo vivo por el Padre? Pues bien, lo cierto es que tienen muy estrecho enlace ambas frases. Puesto que con frecuencia había mencionado la vida eterna, para confirmar lo dicho añade: En Mí permanece. Pues si en Mí permanece y Yo vivo, es manifiesto que también él vivirá. Luego prosigue: Así como me envió el Padre que vive. Hay aquí una comparación y semejanza; y es como si dijera: Vivo Yo como vive el Padre. Y para que no por eso lo creyeras Ingénito, continúa al punto: así Yo vivo por el Padre, no porque necesite de alguna operación para vivir, puesto que ya anteriormente suprimió esa sospecha, cuando dijo: Así como el Padre tiene vida en Sí mismo, así dio al Hijo tener vida en Sí mismo. Si necesitara de alguna operación, se seguiría o que el Padre no le dio vida, lo que es falso; o que, si se la dio, en adelante la tendría sin necesidad de que otro le ayudara para eso.
¿Qué significa: Por el Padre? Solamente indica la causa. Y lo que quiere decir es esto: Así como mi Padre vive, así también Yo vivo. Y el que me come también vivirá por Mí. No habla aquí de una vida cualquiera, sino de una vida esclarecida. Y que no hable aquí de la vida simplemente, sino de otra gloriosa e inefable, es manifiesto por el hecho de que todos los infieles y los no iniciados viven, a pesar de no haber comido su carne. ¿Ves cómo no se trata de esta vida, sino de aquella otra? De modo que lo que dice es lo siguiente: Quien come mi carne, aunque muera no perecerá ni será castigado. Más aún, ni siquiera habla de la resurrección común y ordinaria, puesto que todos resucitarán; sino de una resurrección excelentísima y gloriosa, a la cual seguirá la recompensa.
Este es el pan bajado del cielo. No como el que comieron vuestros padres, el maná, y murieron. Quien come de este pan vivirá para siempre. Frecuentemente repite esto mismo para clavarlo hondamente en el pensamiento de los oyentes (ya que era esta la última enseñanza acerca de estas cosas); y también para confirmar su doctrina acerca de la resurrección y acerca de la vida eterna. Por esto añadió lo de la resurrección, tanto con decir: Tendrán vida eterna, como dando a entender que esa vida no es la presente, sino la que seguirá a la resurrección.
Preguntarás: ¿cómo se comprueba esto? Por las Escrituras, pues a ellas los remite continuamente para que aprendan. Y cuando dice: Que da vida al mundo, excita la emulación a fin de que otros, viendo a los que disfrutan don tan alto, no permanezcan extraños. También recuerda con frecuencia el maná, tanto para mostrar la diferencia con este otro pan, como para más excitarlos a la fe. Puesto que si pudo Dios, sin siega y sin trigo y el demás aparato de los labradores, alimentarlos durante cuarenta años, mucho más los alimentará ahora que ha venido a ejecutar hazañas más altas y excelentes. Por lo demás, si aquellas eran figuras, y sin trabajos ni sudores recogían el alimento los israelitas, mucho mejor será ahora, habiendo tan grande diferencia y no existiendo una muerte verdadera y gozando nosotros de una verdadera vida.
Y muy a propósito con frecuencia hace mención de la vida, puesto que ésta es lo que más anhelan los hombres y nada les es tan dulce como el no morir. En el Antiguo Testamento se prometía una larga existencia, pero ahora se nos promete no una existencia larga, sino una vida sin acabamiento. Quiere también declarar que el castigo que introdujo el pecado queda abolido y revocada la sentencia de muerte, puesto que pone ahora El e introduce una vida no cualquiera sino eterna, contra lo que allá al principio se había decretado.
Esto dijo enseñando en la sinagoga de Cafarnaúm; ciudad en la que había obrado muchos milagros; y en la que por lo mismo convenía que se le escuchara y creyera. Preguntarás: por qué enseñaba en la sinagoga y en el templo? Tanto para atraer a la multitud, como para demostrar que no era contrario al Padre. Pero muchos de los discípulos que lo oyeron decían: Este lenguaje resulta intolerable. ¿Qué significa intolerable? Es decir áspero, trabajoso sobremanera, penoso. Pero a la verdad, no decía Jesús nada que tal fuera. Porque no trataba entonces del modo de vivir correctamente, sino acerca de los dogmas, insistiendo en que se debía tener fe en Cristo.
Entonces ¿por qué es lenguaje intolerable? ¿Porque promete la vida y la resurrección? ¿Porque afirma haber venido él del Cielo? ¿Acaso porque dice que nadie puede salvarse si no come su carne? Pero pregunto yo: ¿son intolerables estas cosas? ¿Quién se atreverá a decirlo? Entonces ¿qué es lo que significa ese intolerable? Quiere decir difícil de entender, que supera la rudeza de los oyentes, que es altamente aterrador. Porque pensaban ellos que Jesús decía cosas que superaban su dignidad y que estaban por encima de su naturaleza. Por esto decían: ¿Quién podrá soportarlo? Quizá lo decían en forma de excusa, puesto que lo iban a abandonar.
Sabedor Jesús por Sí mismo de que sus discípulos murmuraban de lo que había dicho (pues era propio de su divinidad manifestar lo que era secreto), les dijo: ¿Esto os escandaliza? Pues cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde antes estaba… Lo mismo había dicho a Natanael: ¿Porque te dije que te había visto debajo de la higuera crees? Mayores cosas verás. Y a Nicodemo: Nadie ha subido al Cielo, sino el que ha bajado del Cielo, el Hijo del hombre. ¿Qué es esto? ¿Añade dificultades sobre dificultades? De ningún modo ¡lejos tal cosa! Quiere atraerlos y en eso se esfuerza mediante la alteza y la abundancia de la doctrina.
Quien dijo: Bajé del Cielo, si nada más hubiera añadido, les habría puesto un obstáculo mayor. Pero cuando dice: Mi cuerpo es vida del mundo; y también: Como me envió mi Padre que vive también Yo vivo por el Padre; y luego: He bajado del Cielo, lo que hace es resolver una dificultad. Puesto que quien dice de sí grandes cosas, cae en sospecha de mendaz; pero quien luego añade las expresiones que preceden, quita toda sospecha. Propone y dice todo cuanto es necesario para que no lo tengan por hijo de José. De modo que no dijo lo anterior para aumentar el escándalo, sino para suprimirlo. Quienquiera que lo hubiera tenido por hijo de José no habría aceptado sus palabras; pero quienquiera que tuviese la persuasión de que Él había venido del Cielo, sin duda se le habría acercado más fácilmente y de mejor gana.
Enseguida añadió otra solución. Porque dice: El espíritu es el que vivifica. La carne de nada aprovecha. Es decir: lo que de Mí se dice hay que tomarlo en sentido espiritual; pues quien carnalmente oye, ningún provecho saca. Cosa carnal era dudar de cómo había bajado del Cielo, lo mismo que creerlo hijo de José, y también lo otro de: ¿Cómo puede éste darnos su carne para comer? Todo eso carnal es; pero convenía entenderlo en un sentido místico y espiritual. Preguntarás: ¿Cómo podían ellos entender lo que era eso de comer su carne? Respondo que lo conveniente era esperar el momento oportuno y preguntar y no desistir.
Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida; es decir, son divinas y espirituales y nada tienen de carne ni de cosas naturales, pues están libres de las necesidades que imponen las leyes de la naturaleza de esta vida y tienen otro muy diverso sentido. Así como en este sitio usó la palabra espíritu para significar espirituales, así cuando usa la palabra carne no entiende cosas carnales, sino que deja entender que ellos las toman y oyen a lo carnal. Porque siempre andaban anhelando lo carnal, cuando lo conveniente era anhelar lo espiritual. Si alguno toma lo dicho a lo carnal, de nada le aprovecha.
Entonces ¿qué? ¿Su carne no es carne? Sí que lo es. ¿Cómo pues El mismo dice: La carne para nada aprovecha. Esta expresión no la refiere a su propia carne ¡lejos tal cosa! sino a los que toman lo dicho carnalmente. Pero ¿qué es tomarlo carnalmente? Tomar sencillamente a la letra lo que se dice y no pensar en otra cosa alguna. Esto es ver las cosas carnalmente. Pero no conviene juzgar así de lo que se ve, puesto que es necesario ver todos los misterios con los ojos interiores, o sea, espiritualmente. En verdad quien no come su carne ni bebe su sangre no tiene vida en sí mismo. Entonces ¿cómo es que la carne para nada aprovecha, puesto que sin ella no tenemos vida? ¿Ves ya cómo eso no lo dijo hablando de su propia carne, sino del modo de oír carnalmente?
(SAN JUAN CRISÓSTOMO, Explicación del Evangelio de San Juan (2), Homilía XLVII (XLVI), Tradición México 1981, pp. 24-28)
Santos Padres: San Juan Crisóstomo – Homilía LXXXII (comentario a Mt 26,28)
¡Oh cuán grande ceguera la del traidor! Participando de los misterios, permaneció él mismo. Al participar de la veneranda mesa escalofriante, no cambió ni se arrepintió. Lucas lo significa al decir que después de esto, el demonio se entró en él; no porque Lucas despreciara el cuerpo del Señor, sino burlándose de la impudencia del traidor. Porque su pecado se hacía mayor por ambos lados: por acercarse con tal disposición de alma a los misterios; y porque habiéndose acercado, no se mejoró, ni por el temor, ni por el beneficio, ni por el honor que se le concedía.
Por su parte Cristo, aunque todo lo sabía, no se lo impidió, para que así conozcas que El nada omite de cuanto se refiere a nuestra enmienda. Por esto, ya antes, ya después, lo amonestó y trató de detenerlo con palabras y con obras, por el temor y por las amenazas y por los honores. Sin embargo, nada pudo curarlo de semejante enfermedad. Y así, prescindiendo ya de él, Cristo recuerda a los discípulos, mediante los misterios, nuevamente su muerte; y durante la cena les habla de la cruz, procurando hacerles más llevadera su Pasión con la frecuencia en anunciarla de antemano. Si después de tantas obras llevadas a cabo y de tan numerosas predicciones, todavía se turbaron ¿qué no les habría acontecido si nada hubieran oído de antemano?
Y mientras cenaban, tomó Jesús el pan. Y lo partió. ¿Por qué celebró Jesús este misterio al tiempo de la Pascua? Para que por todos los caminos comprendas ser uno mismo el Legislador del Antiguo Testamento y el del Nuevo; y que lo que en aquél se contiene fue figura de lo que ahora se realiza. Por esto, en donde estaba el tipo y la figura, Jesús puso la realidad y verdad. La tarde era un símbolo de la plenitud de los tiempos e indicaba que las cosas tocaban a su realización. Y da gracias para enseñarnos cómo se ha de celebrar este misterio; y además, mostrando que no va forzado a su Pasión; y dándonos ejemplo para que toleremos con acciones de gracias todo cuanto padezcamos; y poniéndonos buena esperanza. Pues si el tipo y figura pudo librar de tan dura esclavitud, mucho mejor la realidad librará al orbe todo y será entregada en beneficio de todo el género humano. Por esto no instituyó este misterio antes, sino hasta cuando los ritos legales habían de cesar enseguida.
Termina de este modo con lo que constituía la principal solemnidad y conduce a otra mesa sumamente veneranda y terrible. Y así dice: Tomad, comed; este es mi cuerpo que será entregado por muchos. ¿Cómo fue que los discípulos no se perturbaron oyendo esto? Fue porque ya anteriormente les había dicho muchas y grandes cosas acerca del misterio. Y por lo mismo, tampoco les hace preparación especial inmediata, pues ya sabían sobre eso lo bastante. Pone el motivo de la Pasión, que es el perdón de los pecados; y llama a su sangre, sangre del Nuevo Testamento, o sea de la nueva promesa, de la nueva Ley. Porque ya de antiguo lo había prometido y ahora lo confirma el Nuevo Testamento. Así como el Antiguo tuvo sangre de ovejas y terneros, así éste tiene la sangre del Señor.
Declara además que va a morir y por esto habla del Testamento y menciona el Antiguo, pues también aquél fue dedicado con sangre. Y pone de nuevo el motivo de su muerte diciendo que será derramada por muchos para la remisión de los pecados. Y añade: Haced esto en memoria mía. ¿Adviertes cómo aparta y aleja ya de los ritos y costumbres judías? Como si dijera: Así como esos ritos los celebrabais en memoria de los milagros obrados en Egipto, así ahora haced esto en memoria mía. Aquella sangre se derramó para salvar a los primogénitos; pero ésta, para remisión de los pecados de todo el mundo. Pues dice: Esta es mi sangre que será derramada para remisión de los pecados.
Lo dijo con el objeto de al mismo tiempo declarar que su Pasión y cruz era un misterio, y consolar así de nuevo a sus discípulos. Y así como Moisés dijo a los judíos: Esto es para vosotros memorial sempiterno, así Cristo dice: Para memoria mía, hasta que venga. Por lo mismo dice: Con ardiente anhelo he deseado comer esta cena pascual; es decir, entregaros el nuevo culto y ofreceros la cena pascual con que tornaré a los hombres espirituales. Y él también bebió del cáliz. Para que no dijeran al oír eso: ¿Cómo es esto? ¿de modo que bebemos sangre y comemos carne? Y se conturbaran -pues ya anteriormente, cuando les habló de este misterio, a las solas palabras se habían conturbado-; pues para que no se conturbaran, repito, comienza El mismo por tomarlo, para inducirlos a que participen con ánimo tranquilo de aquel misterio. Por esto bebe su propia sangre.
Preguntarás: entonces ¿es necesario practicar juntamente el rito antiguo y el nuevo? ¡De ningún modo! Por eso dijo: Haced esto, para apartarlos de lo antiguo. Pues si el nuevo perdona los pecados, como en realidad los perdona, el otro resulta ya superfluo. Y como lo hizo antiguamente con los judíos, también ahora unió el recuerdo del beneficio con la celebración del misterio, cerrando con esto la boca a los herejes. Pues cuando éstos preguntan ¿de dónde consta con claridad que Cristo fue inmolado?, con varios argumentos y también con el de este misterio les cerramos la boca. Si Cristo no hubiera en realidad muerto, lo que ahora se ofrece ¿de qué sería símbolo?
¿Adviertes con cuánto cuidado se proveyó a que recordáramos continuamente que Cristo murió por nosotros? Pues Marción, Valentino y Manes iban más tarde a negar esta providencia y economía, Cristo, aun por medio de los misterios, nos trae a la memoria el recuerdo de su Pasión, para que nadie pueda ser engañado; y mediante la sagrada mesa, a la vez nos salva y nos instruye; porque ella es el principal de todos los bienes. Pablo repite esto con frecuencia. Y una vez que les hubo dado los misterios, les dijo: Os lo aseguro: Desde ahora no beberé ya más de este fruto de la vid, hasta el día aquel en que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre. Pues les había hablado de la Pasión y la cruz, ahora otra vez les menciona la resurrección, y aquí la llama reino. Mas ¿por qué después de la resurrección lo bebió? Para que los discípulos, pues aún eran algo rudos, no creyeran que el resucitado era un fantasma; aparte de que entonces muchos tenían eso como signo de verdadera resurrección. Así, por ejemplo, los apóstoles, para hacer creíble la resurrección de Cristo, decían: Nosotros, que juntamente con él comimos y bebimos.
De modo que el objeto era demostrarles que ellos lo verán claramente después de la resurrección y que luego estará de nuevo con ellos, y que más tarde ellos, por lo que vieron y por las obras, han de dar testimonio de cuanto ha sucedido. Y así les dice: Hasta que lo beba nuevo con vosotros, dando vosotros testimonio de ello; porque vosotros me veréis después que yo resucite. ¿Qué significa ese nuevo? Es decir de un modo nuevo e inaudito, y no en cuerpo pasible, sino inmortal e incorruptible y que ya no necesitará de alimento. De modo que después de la resurrección ya no comía ni bebía por necesidad que tuviera, pues de nada de eso necesitaba ya el cuerpo, sino para dar una más cierta prueba de su resurrección. Y ¿por qué después de la resurrección no bebe agua, sino solamente vino? Para arrancar de raíz otra herejía. Puesto que algunos para los misterios usan agua, Él con el objeto de declarar que al entregarnos los misterios usó vino, y después de la resurrección, sin los misterios, en la mesa ordinaria usó también vino, dice: Del fruto de la vid. Ahora bien, las vides dan vino y no agua.
Y después de cantar los salmos, salió camino del monte de los olivos. Oigan esto los que a manera de cerdos, una vez que comen, patean la mesa sensible y se levantan de ella ebrios, cuando convenía dar gracias y terminar con el canto de los salmos. Oídlo también vosotros cuantos no esperáis a que se diga la última oración de los misterios; pues también ésta es símbolo de aquella otra. Dio Cristo gracias antes de dar los misterios a los discípulos, para que también nosotros demos gracias. Dio gracias después, y enseguida recitó los salmos, para que también nosotros hagamos lo mismo. ¿Por qué sale y va hacia el monte? Se manifiesta públicamente y de modo de ser aprehendido, para no parecer que se oculta: se apresuraba al sitio conocido de Judas.
Entonces les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí. Y añadió la profecía: Pues está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas. Lo hace para persuadirlos de que siempre se ha de atender a las Escrituras; y que va a la cruz por voluntad de Dios; y prueba así de mil maneras que no es enemigo del Antiguo Testamento, ni del Dios que en éste se predica; y que lo que entonces sucedía era disposición providencial; y que ya anteriormente los profetas habían anunciado todo lo que estaba aconteciendo; y para que por todo esto confiaran ellos en un futuro mejor.
También enseña a conocer cuáles eran los discípulos antes de la cruz y cuáles fueron después. Los mismos que cuando él era crucificado no soportaron ni siquiera hallarse presentes, después de la crucifixión se presentaron valerosos, activos y más firmes que el diamante. Por lo demás ese terror y fuga de los discípulos es un argumento de la muerte real de Cristo. Si tras de todo lo dicho, tan abundante y tan eximio, todavía algunos impudentemente afirman que Cristo no fue crucificado, en el caso de que ninguna de estas cosas hubiera acontecido ¿a qué abismos de impiedad no se habrían arrojado?
Por esto confirma Él su muerte real no sólo por la Pasión, sino además con lo tocante a los discípulos, y también por los misterios que establece, derribando así, por todos modos, a los marcionitas. Por el mismo motivo permite que lo niegue el jefe de los apóstoles. Si en realidad no fue aprehendido, atado, crucificado ¿por qué el gran miedo de ellos y de los demás discípulos? Pero no los dejó en tristeza, sino ¿qué les dice? Pero una vez que haya resucitado, os precederé a Galilea. Es decir que no se aparecerá luego y al punto desde el cielo, ni se irá a una región lejana, sino que lo verán entre su misma gente ante la cual fue crucificado, y casi en los mismos sitios, para confirmarlos también por aquí en que el crucificado y el resucitado es uno mismo; y con esto mejor consolarlos en su tristeza. Por igual motivo les dice: A Galilea, para que libres del miedo de los judíos mejor creyeran en sus palabras. Tal fue el motivo de aparecérseles allá.
Respondiéndole Pedro, le dijo: Aunque todos se escandalicen en Ti, yo jamás me escandalizaré. ¡Oh Pedro! ¿qué es lo que dices? El profeta predijo: Se dispersarán las ovejas. Cristo lo confirma. Y tú dices: ¡jamás! ¿No te basta con que antiguamente, cuando tú dijiste: ¡No lo quiera el cielo, Señor!, fueras reprendido? Jesús permite que caiga para enseñarle que siempre crea en la palabra de Cristo y tenga el parecer de Cristo por más seguro que el propio. Los demás discípulos sacaron de las negaciones un fruto no pequeño, viendo en ellas la debilidad humana v la divina veracidad.
Cuando Cristo predice algo, no conviene discutirlo ni alzarse sobre los demás, pues dice Pablo: Te gloriarás en ti y no en otro. Cuando lo conveniente era suplicar y decir: Ayúdanos Señor, para que no nos apartemos de Ti, Pedro confió en sí mismo y dijo: Aunque todos se escandalicen en Ti, yo jamás me escandalizaré. Como si dijera: Aunque todos sufran esa debilidad, yo no la sufriré. Esto lo llevó poco a poco a confiar excesivamente en sí mismo. Cristo, queriendo corregir esto, permitió las negaciones, ya que Pedro no había cedido ni a Cristo ni a los profetas (pues Cristo le había citado al profeta para que así no recalcitrara); y pues no se le puede enseñar con solas palabras, se le enseñará con las obras. Y que Cristo lo permitió para que Pedro quedara en adelante enmendado, oye cómo lo dice el mismo Cristo: Mas yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe. Le habló así para más conmoverlo, y demostrarle que su caída era peor que la de los otros, y que necesitaba un auxilio mayor.
Doble era su pecado: contradecir a Cristo y anteponerse a los demás. Y aun había un tercer pecado, más grave aún, que era el adscribirlo todo a sus propias fuerzas. Para curar todo esto Jesús permite que suceda la caída; y por esto, dejando a los demás, se dirige a Pedro y le dice: ¡Simón, Simón, mira que Satanás ha reclamado zarandearos como el trigo!; es decir turbaros, tentaros. Pero yo he rogado por ti, para que no desfallezca tu fe. Mas, si el demonio reclamó zarandearlos a todos ¿por qué no dijo Cristo: Yo he rogado por todos? Pero ¿acaso no está claro el motivo que ya antes dije, o sea que fue para más conmover a Pedro y declarar que su falta es más grave que la de los otros? Por esto a él se dirige. ¿Por qué no le dijo: Yo no lo permití, sino: Yo rogué? Como va enseguida a su Pasión se expresa al modo humano, y demuestra así ser verdadero hombre. En efecto: quien edificó su Iglesia sobre la confesión de Pedro, y en tal forma la defendió y armó que no la pudieran vencer ni mil peligros ni muertes mil; quien confió a Pedro las llaves de los cielos y le confirió tan altísimos poderes; quien para todo eso no necesitó rogar (pues en aquella ocasión no dijo: He rogado, sino que habló con plena autoridad diciendo: Edificaré mi Iglesia y te daré las llaves de los cielos) ¿cómo iba a tener necesidad de rogar para fortalecer el alma vacilante en la tentación de un hombre solo?
Entonces ¿por qué habló así? Por el motivo que ya expuse y por la rudeza de los discípulos, pues aún no tenían acerca de Él la opinión que convenía. Pero entonces ¿por qué Pedro, a pesar de todo, lo negó? Es que Cristo no dijo: Para que no me niegues, sino para que no desfallezca tu fe; es decir para que no perezca del todo. Porque esto fue obra de Cristo, ya que el miedo todo lo destruye. Grande era el miedo. Fue grande, y grande lo descubrió el Señor interviniendo con su auxilio. Y lo descubrió grande, porque encerraba en sí una terrible enfermedad, o sea la arrogancia y el espíritu de contradicción. Y para curar de raíz esta enfermedad, permitió que tan gran terror invadiera a Pedro. Y era tan recia esta tempestad y enfermedad en Pedro, que no sólo contradijo a Cristo y al profeta, sino que aun después, como Cristo le dijera: En verdad te digo que esta noche antes del canto del gallo, me negarás tres veces, todavía Pedro le respondió: Aunque fuera necesario morir contigo yo no te negaré. Lucas añade que cuanto más Cristo le negaba, tanto más Pedro le contradecía. (XXII, 34).
¿Qué es esto, Pedro? Cuando Jesús decía: Uno de vosotros me va a entregar, temías por ti, no fuera a suceder que vinieras a ser traidor; y aunque de nada tenías conciencia, obligabas a un condiscípulo a preguntar al Señor; y ahora que el Señor claramente dice: Todos os escandalizaréis ¿le contradices, y no una vez sola, sino dos y muchas más? Así lo asegura Lucas. ¿Por qué le sucedió esto? Por su mucha caridad y el mucho gozo. Pues en cuanto se sintió liberado del miedo de llegar a ser traidor y conoció al que lo iba a ser, se expresaba con absoluta franqueza y libertad, y aun se levantó sobre los otros y dijo: Aunque todos se escandalicen, pero yo no me escandalizaré.
Más aún: algo de ambición se ocultaba aquí. En la cena discutían quién era el mayor: ¡hasta ese punto los sacudía esa enfermedad! Por lo cual Cristo lo corrigió. No porque lo empujara a las negaciones ¡lejos tal cosa! sino solamente retirándole su auxilio y dejando que se mostrara la humana debilidad. Advierte cuán humilde fue en adelante Pedro. Después de la resurrección, cuando preguntó a Jesús: Y éste ¿qué? recibió una reprensión, pero ya no se atrevió a contradecir, como ahora sino que guardó silencio. Y lo mismo, también después de la resurrección, cuando oyó a Jesús decir: No os incumbe a vosotros conocer los tiempos y las circunstancias, de nuevo calló y no contradijo. Y más tarde, cuando en el techo de la casa, con ocasión del lienzo, oyó la voz que le decía: Lo que Dios ha purificado, cesa tú de llamarlo impuro, aunque no veía claro qué podía significar aquello, estuvo quieto y no discutió.
Todo este fruto lo logró aquel pecado. Antes de la caída, todo lo adscribe a sus fuerzas y dice: Aunque todos se escandalicen, yo no me escandalizaré. Aunque fuere necesario morir contigo, no te negaré. Lo conveniente era decir: Si disfruto de tu gracia. En cambio, después procede del todo al contrario y dice: ¿Por qué fijáis en nosotros los ojos, como si con nuestro poder y santidad hubiéramos hecho andar a éste? Gran enseñanza recibimos aquí: que no basta con el fervor del hombre sin la gracia de lo alto; y también que en nada puede ayudarnos la gracia de lo alto, si no hay la prontitud de nuestra voluntad. Esto lo esclarecen los ejemplos de Pedro y Judas. Judas, aun ayudado de gran auxilio de parte de la gracia, ningún provecho sacó, porque no quiso ni puso lo que estaba de su parte. Pedro, en cambio, aun con toda su buena voluntad, destituido del auxilio divino, cayó. Es que la virtud se entreteje con ambos elementos.
En consecuencia, os ruego que no lo dejemos todo a Dios y nos entreguemos al sueño, ni tampoco nos entreguemos al activismo pensando en que nuestros propios trabajos llevarán todo a buen término. No quiere Dios que permanezcamos inactivos. Por esto no lo hace todo El. Pero tampoco nos quiere arrogantes. Por lo mismo no nos lo dio todo. Quitando lo malo que hay en ambos extremos, dejó lo útil. Permitió que el príncipe de los apóstoles cayera para hacerlo más modesto y llevarlo a mayor caridad. Pues dijo: Aquel a quien más se le perdonare más amará.
Obedezcamos a Dios en todo. No le discutamos lo que nos dice, aun cuando nos diga lo que parezca contrario a nuestra razón e inteligencia: prevalezcan sus palabras sobre nuestra razón e inteligencia. Procedamos así en los misterios, sin atender únicamente a lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, sino apegándonos a sus palabras. Sus palabras no pueden engañar. En cambio, nuestros sentidos fácilmente se engañan. Su palabra nunca es inoperante; pero nuestros sentidos muchas veces se engañan. Puesto que Él dijo: Este es mi cuerpo, obedezcamos, creamos, con ojos espirituales contemplémoslo. No nos dio Cristo algo simplemente sensible, sino que en cosas sensibles todo es espiritual. Así en el bautismo, por la materialidad del agua, se concede el don; pero el don y efecto es espiritual, o sea una generación o regeneración o renovación. Si tú fueras incorpóreo, te habría dado esos dones espirituales a la descubierta; pero, pues el alma está unida al cuerpo, mediante cosas sensibles te da Dios los dones espirituales.
¡Cuántos hay ahora que dicen: Yo quisiera ver su forma, su figura, su vestido, su calzado! Pues bien: lo ves, lo tocas, lo comes. Querrías tú ver su vestido; pero él se te entrega a sí mismo no únicamente para que lo veas, sino para que lo toques, lo comas, lo recibas dentro de ti. En consecuencia, que nadie se acerque con repugnancia, nadie con tibieza, sino todos fervorosos, todos encendidos, todos inflamados. Si los judíos comían el cordero pascual de pie, calzados, con los báculos en las manos, aprisa, mucho más conviene que tú te llegues vigilante y despierto. Porque ellos debían salir hacia Palestina y por lo mismo estaban en hábito de viajeros; pero tú tienes que viajar hacia el cielo.
Conviene en consecuencia continuamente vigilar, pues no es pequeño el castigo que amenaza a quienes indignamente comulgan. Considerando lo mucho que te indignas contra el traidor y contra los que crucificaron a Cristo, guárdate de ser reo del cuerpo y sangre de Cristo. Aquéllos destrozaron el cuerpo sagrado; y tú, tras de tan grandes beneficios recibidos, lo recibes en tu alma en pecado. Porque no le bastó con hacerse hombre, ser abofeteado, ser muerto, sino que se concorpora con nosotros no únicamente por la fe, sino constituyéndonos en realidad cuerpo suyo.
Pues entonces ¿cuánta pureza debe tener quien disfruta de este sacrificio? ¿Cómo tiene que ser más pura que los rayos del sol la mano aquella que divide esta carne, la boca que se llena de este fuego espiritual, la sangre que se tiñe con sangre tan tremenda? ¡Piensa en la alteza de honor a que has sido encumbrado y de qué mesa disfrutas! Con aquel que los ángeles ven y tiemblan y no se atreven a mirarlo sin terror a causa del fulgor que de ahí dimana, con ese nos alimentamos, con ese nos concorporamos, y somos hechos un cuerpo y una carne de Cristo.
¿Quién contará las proezas del Señor, hará oír todas sus alabanzas? ¿Qué pastor hay que nutra a sus propias ovejas con sus propios miembros? ¿Qué digo pastor? Con frecuencia hay madres que después del parto entregan sus hijos a otras mujeres para que los alimenten y nutran. Pero Cristo no sufrió esto, sino que con su propia sangre nos nutre y en toda plenitud nos une consigo. Considera que nació de nuestra substancia. Dirás que esto no interesa a todos. Pues bien, con toda certeza interesa a todos. Porque si vino a nuestra naturaleza, vino para todos; y si para todos, luego también para cada uno.
Preguntarás: entonces ¿cómo es que no todos sacaron fruto? No se ha de achacar eso a quien en favor de todos eligió venir así, sino a ellos que no quisieron aprovecharse. Él por su parte, mediante este misterio, se une con cada uno de los fieles; y a los que una vez ha engendrado los nutre y no los entrega a otro, y con esto te demuestra haber vestido tu carne. En consecuencia, no seamos desidiosos, pues tan gran amor se nos ha concedido, honor tan excelente. ¿No habéis visto con cuánto anhelo los infantes aplican sus labios a los pechos de su madre? Pues con igual anhelo acerquémonos a esta mesa y a este pecho de espiritual bebida. O mejor aún, con mayor anhelo, a la manera de infantes en lactancia, para extraer de ahí la gracia del Espíritu Santo: no tengamos otro dolor que el de vernos privados de este espiritual alimento. Estos misterios no son obra humana. El mismo que en aquella cena instituyólos, es el que ahora los obra. Nosotros poseemos la ordenación ministerial, pero quien los santifica y trasmuta es Él mismo.
En consecuencia, que no se acerque ningún Judas, ningún avaro. Si alguno no es de los discípulos, apártese: ¡no soporta esta mesa a quienes no lo son! Con mis discípulos, dice Cristo, como la cena pascual. Nada tiene menos esta mesa que aquélla; pues no la prepara allá Cristo y acá un hombre, sino que ambas las prepara Cristo. Este es ahora el cenáculo aquel en donde ellos estaban; de aquí salieron al monte de los olivos. Nosotros de aquí salgamos hacia las manos de los pobres, pues las manos de ellos son el monte de los olivos. La multitud de los pobres es los olivos plantados en la casa del Señor, que destilan el óleo; el óleo que en la vida futura nos será de utilidad; el óleo que las cinco vírgenes prudentes tuvieron, mientras que las otras cinco que no se proveyeron, por eso perecieron. Provistos de él entremos aquí, para poder acercarnos al Esposo con las lámparas encendidas y refulgentes. Provistos de él salgamos de aquí. No se acerque, pues, ningún cruel, ningún inmisericorde, ninguno plenamente impuro.
Digo esto para vosotros los que tomáis los misterios y también para vosotros los que los repartís. Porque es necesario dirigirnos también a vosotros, a fin de que con gran diligencia distribuyáis este don. No leve suplicio os está preparado si admitís a participar en esta mesa a alguno que conocéis como perverso. La sangre de Cristo se exigirá de vuestras manos. Aunque se trate de un estratega o de un prefecto o aun del mismo que lleva ceñida la cabeza con la diadema, si se acerca indignamente, apártalo: mayor poder tienes tú que él. Si se te hubiera encargado la custodia de una limpia fuente destinada al rebaño y advirtieras la boca de alguna oveja manchada de cieno, no le permitirías que inclinara la cabeza para beber y enlodara el caudal.
Pues bien, no se te ha señalado la guarda de una fuente de aguas, sino de sangre y de espíritu; de manera que si vieres que se acercan gentes manchadas de pecados, que son más asquerosos que la tierra y el lodo, y no te indignares y no las apartares ¿qué perdón merecerás? Para esto os distinguió Dios con honor semejante, para que así separéis a los pecadores. Esta es vuestra honra; ésta, vuestra seguridad; ésta, vuestra corona; y no el andar de un lado para otro, revestidos de blanca y refulgente túnica.
Preguntarás: ¿cómo puedo yo discernir a unos de otros? Yo no me refiero a los pecados ocultos, sino a los públicos. Y voy a decir algo más escalofriante aún: no es tan grave dejar dentro de la iglesia a los energúmenos como lo es el dejar a éstos que señala Pablo (Hebr. X, 29) que pisotean a Cristo y tienen por común y vil la sangre del Testamento e injurian la gracia del Espíritu Santo. Quien ha pecado y se acerca, es peor que un poseso. Al fin y al cabo, el poseso, agitado del demonio, no merece castigo; pero el pecador, si indignamente se acerca, será entregado a los suplicios eternos.
Rechacemos no solamente a ésos, sino a cuantos veamos que indignamente se acercan. Nadie que no sea discípulo se acerque. Ningún Judas comulgue, para que no sufra el castigo de Judas. Cuerpo es de Cristo también esta multitud. Cuida, pues, tú que repartes los misterios, de no irritar al Señor si no limpias este cuerpo: ¡no le suministres espada en vez de alimento! Aun cuando alguno se acerque a la comunión por ignorancia, apártalo, no temas. Teme a Dios y no a los hombres. Si temes al hombre, él mismo se reirá de ti; si temes a Dios, también los hombres te reverenciarán. Y si tú no te atreves, tráelo a mí. Yo no toleraré semejante atrevimiento. Antes perderé la vida que entregar a un indigno la sangre del Señor. Antes derramaré mi sangre que dar esa sangre tremenda a quien es indigno. Pero si después de larga y seria investigación no lo encuentras indigno, libre quedas de pecado.
Queda dicho esto para los pecadores públicos. Pues si a éstos corregimos, pronto nos dará Dios a conocer los otros que no conocemos. Pero si toleramos a los que conocemos ¿por qué nos ha de dar Dios a conocer a los desconocidos? Todo esto lo digo, no para que simplemente apartemos a ésos y los mantengamos separados, sino para que, enmendados, los tornemos al redil, a fin de cuidar también de ellos. De este modo nos haremos propicio a Dios y encontraremos muchos que dignamente comulguen; y recibiremos abundante recompensa de nuestro empeño solícito en favor de los demás. Ojalá todos la obtengamos por gracia y benignidad de nuestro Señor Jesucristo, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
(San Juan Crisóstomo, Homilías (Tomo IV, Comentario al Evangelio de San Mateo), Ed. Tradición, México, 1979, pg. 178-190)
Rainiero Cantalamessa
La Eucaristía hace a la Iglesia
La Palabra y la Vida-Ciclo B , Ed. Claretiana, Bs. As., 1994, pp. 139-144
Hoy, solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, deseamos captar -si el Señor nos abre el corazón y la mente para aprehenderlo- un aspecto esencial del misterio eucarístico: la Eucaristía y la Iglesia, o mejor aún, la Eucaristía en su calidad de artífice de la Iglesia.
No hace mucho tiempo, esta fiesta estaba rodeada de gran esplendor; todas las iglesias se adornaban; todas las comunidades salían en procesión entre flores y cantos. Ahora, ya no es así en todas partes. Pero este permanecer silenciosos dentro de nuestras iglesias puede servir para introducirnos más profundamente en el misterio; puede resultar una ganancia, no una pérdida. Nuestra fiesta estará toda «adentro» y no «afuera», tal como debe ser la verdadera fiesta cristiana. Será una cena íntima, como fue la de Jesús, evocada en el Evangelio de hoy. Lo que Jesús busca y desea también ahora es «una habitación para poder comer la Pascua con sus discípulos». Nosotros somos aquellos discípulos, en aquella habitación, con Jesús!
Hoy pedimos la explicación de este misterio a la palabra de Dios. El nos habla del pan que se convierte en su cuerpo; sin embargo, su apóstol nos habló de la Iglesia, también ella cuerpo de Cristo. ¿Qué relación existe entre ambas cosas? ¿Qué relación existe entre nosotros, la Iglesia y la Eucaristía que celebramos?
San Agustín nos da una respuesta que luego deberemos indagar a fondo. Nos dice: «Es vuestro misterio el que se celebra en el altar del Señor, dado que vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros; vosotros recibís vuestro propio misterio y respondéis: ¡Amén! a cuanto sois y, al responder, lo aceptáis. Se os dice: ¡Cuerpo de Cristo! , vosotros respondéis: ¡Amén! Sé un miembro del cuerpo de Cristo a fin de que tu Amén pueda ser verdadero (Ser. 272; PL 38, 12-46).
Sobre el altar, entonces, se celebra también nuestro misterio; está presente la Iglesia; el Amén que pronunciamos en el momento de la comunión es un «sí» dicho a Cristo, pero también es un «sí» dicho a la Iglesia y a los hermanos.
Sabemos que en el altar el Cristo-Cabeza está presente realmente (por transubstanciación, según el lenguaje técnico pero inadecuado de la teología). Sin embargo, ¿de qué manera decimos que también la Iglesia está presente en la Eucaristía y que la Eucaristía hace a la Iglesia? La Iglesia se hace presente no en forma real y física, sino de manera mística , en virtud del misterio de su íntima conexión con Cristo, su Cabeza. En el altar, entonces, se hace presente el cuerpo real de Cristo y también su cuerpo místico, que es la Iglesia.
En tres momentos particularmente, se capta esta copresencia en el altar del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia: en el ofertorio, en la consagración y en la comunión.
1) El ofertorio es el momento en que la Iglesia es protagonista: el cuerpo místico de Cristo se hace presente en el momento en que, a imitación de Jesús, su Cabeza, se ofrece al Padre. La liturgia lo subraya con palabras y gestos apropiados. El pan ofrecido – se dice- es el «fruto de la tierra y del trabajo del hombre». Fruto de la tierra porque también la tierra participa en la Eucaristía ya que, obedeciendo la orden del Creador (cfr. Gn. 1, 11), produce el vino que alegra el corazón del hombre, para que él haga brillar su rostro con el aceite y el pan reconforte su corazón (Sal. 104, 15). Fruto del trabajo del hombre porque la tierra, después del pecado, no produce más sus frutos espontáneamente, sino sólo con el sudor de la frente del hombre, con el esfuerzo y el dolor, así como la mujer da a luz a sus hijos con dolor. En el ofertorio, la Iglesia presenta a Dios la condición humana en toda su realidad concreta, como fue vivida también por su Cabeza Jesucristo en la Encarnación. Al poner gotas de agua en el cáliz, decimos: «El agua unida al vino sea símbolo de nuestra unión con la vid divina de aquel que ha querido asumir nuestra naturaleza humana».
Valorizar el ofertorio de la Misa significa asumir estos significados, hacerlos conscientes y operantes, poniendo personalmente en el cáliz del Señor nuestras gotas de agua que son los esfuerzos, las pruebas, las alegrías, los proyectos y las esperanzas en alguna Misa, esta ofrenda podría hacerse en forma comunitaria, permitiendo que cada uno formule la propia intención en voz alta antes que el sacerdote las recoja y las presente al Padre, junto con el pan y el vino destinados a convertirse en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.
2) El segundo momento es la consagración . Pocas veces se habla del significado eclesial de la consagración eucarística. Sin embargo, es allí donde reside el núcleo del misterio. En el momento de la consagración, nosotros, los sacerdotes, espontáneamente nos trasladamos en espíritu al Cenáculo y nos unimos a Jesús, en el instante en que -como lo escuchamos en el Evangelio de hoy- tomó el pan y, pronunciada la bendición, lo partió y se los dio a ellos, diciendo: «Tomen, esto es mi cuerpo». ¿Pero es realmente justo hacer así? ¿Es de veras sólo el Jesús de entonces, el Jesús histórico, el sujeto que, dentro de poco, en nuestra Misa, pronunciará esas palabras? ¿O acaso no es el Cristo de ahora, el Cristo resucitado, el Cristo total, es decir, Cabeza y cuerpo, quien dice: Tomen, coman, esto es mi cuerpo? Si es así, entonces se comprende por qué san Agustín nos dijo que «es nuestro misterio el que se celebra en el altar». Somos todos nosotros, en calidad de Iglesia, los que debemos decir con la Cabeza: «Tomen, coman, esto es mi cuerpo».
Por cierto, hay una gran diferencia: Jesús tiene para dar algo único: su Cuerpo es expiación y salvación: su Sangre es sangre de la Alianza (1 lectura) y purifica a las conciencias de las obras de muerte (2 lectura). ¿Qué daremos de nosotros? Debemos dar lo que tenemos: nuestro tiempo, nuestro afecto, la capacidad profesional, el sostén moral.
Tratemos de verificar, cada uno en nosotros mismos, cómo podría traducirse en la vida cotidiana aquel «Tomen, coman, esto es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por ustedes». Que pruebe y lo diga una madre, tácitamente, al iniciar su jornada. Que pruebe y lo diga un padre de familia: qué sentido nuevo adquiere bajo esa luz su sudor cotidiano! Que pruebe y lo diga una religiosa y, sobre todo, un párroco, que se consagró particularmente a esto. Toda la vida se convierte en una Eucaristía.
Éste es el sentido profundo de las palabras de Jesús: Hagan esto en memoria mía: hagan a los otros lo mismo que yo hice por ustedes; hagan lo que hice yo; así como yo me di por ustedes, así den ustedes, consúmanse los unos por los otros. Se realiza así la frase misteriosa de san Pablo: Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col. 1, 24). Dar, darse, pueden sugerir la idea de que la Eucaristía sea sólo sacrificio y despojamiento y, sin embargo, allí radica el secreto de la verdadera felicidad porque -dijo Jesús- la felicidad está más bien en dar que en recibir (Hech. 20, 35).
3) El tercer momento es la Comunión. La comunión «hace» a la Iglesia en el sentido que significa, manifiesta y cumple su unidad. Hay un vínculo profundo, a propósito de esto, entre consagración y comunión: Cristo se da a nosotros (comunión), en cuanto antes ofreció su cuerpo al Padre en calidad de sacrificio por nosotros (consagración). También nosotros estamos capacitados para darnos y para recibirnos los unos a los otros sólo si antes, con Cristo, nos hemos consagrado en sacrificio por ellos; no se da nada a los otros si no es muriendo un poco, es decir, sacrificándose. Aquellos a se nutren del mismo pan, alrededor de la misma mesa, forman un solo cuerpo, como dice san Pablo (cfr. I cor.10.16 ssq.).
Ésta fue la experiencia fuertísima de los orígenes de la Iglesia: la comunidad cristiana sentía que nacía alrededor de la Eucaristía; la Palabra los había convocado, pero era la «fracción de pan» lo que los unía (cfr. Hech. 2, 4Iss.), y hacía de ellos un solo corazón y un alma sola (cfr. Hech. 4, 32). Alrededor del altar, la comunidad sentía que ella también era como un solo pan formado por muchos granos esparcidos antes en el campo (Cfr. Didaché, 4). «En este pan -escribe san Agustín- está grabado cómo cultivar la caridad. Ese pan no se forma con un solo grano; había muchos granos de trigo, pero antes de convertirse en pan estaban separados; fueron mezclados con agua después de ser triturados. Vosotros también habéis sido como triturados precedentemente, por medio del ayuno y de la humillación; a eso se agregó el agua del Bautismo: habéis sido como rociados para tomar la forma del pan. Pero todavía no hay un pan verdadero sin el fuego. ¿Qué significa el fuego? Nuestro fuego es el crisma, el aceite que simboliza el Espíritu Santo. Al agua del Bautismo se agregó entonces el fuego del Espíritu Santo y os habéis convertido en pan, es decir, en cuerpo de Cristo» (Ser. 227; PL 38, 1100).
He aquí cómo se hace presente el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia alrededor del altar; la Eucaristía, al simbolizar la unidad (en el pasaje del grano al pan), la realiza. Es el gran principio teológico según el cual los sacramentos «significando causant»: obran aquello que significan en cuanto lo significan. En otras palabras, lo que los símbolos (el pan, el vino, el banquete) expresan en el plano visible y cotidiano de la vida, el sacramento lo realiza en el plano interior y espiritual.
Se entiende por qué debe ser así y por qué la comunión eucarística «hace» a la Iglesia. Cristo que viene a mí es el mismo Cristo indiviso que también va al hermano ubicado junto a mí. Por decirlo de alguna manera, él nos ata los unos a los otros en el momento en que nos ata a todos a sí. Aquí reside tal vez el sentido profundo de aquella frase que se lee en relación con los primeros cristianos, «unidos en la fracción del pan»: unidos al repartir o, mejor aún, al compartir el mismo pan!
Ya no puedo, entonces, desinteresarme del hermano no puedo rechazarlo sin rechazar al propio Cristo y separarme de la unidad. Quién, en la comunión, pretende ser todo fervor por Cristo, después de que en casa acaba de ofender o herir a un prójimo sin pedirle disculpas, o sin estar decidido a pedírselas, se parece a alguien que se pone en puntas de pie para besar en la frente a un amigo y no se da cuenta de que le está pisando los pies con sus zapatos reforzados: «Tú adoras a Cristo en la Cabeza -escribe san Agustín – y lo insultas en los miembros de su cuerpo Él ama su cuerpo; si tu te has separado de su cuerpo, él, la cabeza, no. Desde lo alto, te grita: Tú me honras inútilmente ( In Hoh. X, 8)
La Eucaristía realiza verdaderamente a la comunidad. Pero enseguida esto nos hace aparecer bajo una luz nueva el otro aspecto, más tradicional, de lo que suele expresarse con las palabras la comunidad hace a la Eucaristía. En la medida en que una comunidad se compromete a hacer su Eucaristía, a hacer la siempre nueva, a invertir en el buen resultado todos los propios recursos, la Eucaristía, a su vez, hará a esa comunidad, es decir la modelará y la renovará cada día. Por eso, es necesario que la comunidad cristiana nunca esté satisfecha con su modo de celebrar la Eucaristía y que trate siempre de mejorarlo, siendo inventiva con respecto a las formas para no caer en la rutina, que a todo lo vuelve opaco y soso.
Ahora, tal vez hemos entendido cuánto hay de verdad en el hecho de decir que en el altar se celebra «nuestro misterio» y, a partir de ahí, hemos entendido qué hacemos al decir ¡Amén! en el momento de la comunión. Decimos Amen, «Sí», a Cristo muerto y resucitado por nosotros, pero también a la Iglesia, a toda la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, jerarquía y pueblo de Dios; en la Iglesia, decimos «sí» a algunos en modo particular, a quien vive junto a nosotros, a quien nos ama (¡un «sí» jubiloso antes que nada a ellos!), a quien no nos ama y nos hace sufrir. Y esto porque Jesús nos amó primero, se entregó por nosotros y dijo el potente «sí» que nos salvó.
Raniero Cantalamessa, Si la fiesta de Corpus Christi «no existiera, habría que inventarla
¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!
Creo que lo más necesario que hay que hacer en la fiesta del Corpus Domini no es explicar tal o cual aspecto de la Eucaristía, sino reavivar cada año estupor y maravilla ante el misterio. La fiesta nació en Bélgica, a principios del siglo XIII; los monasterios benedictinos fueron los primeros en adoptarla; Urbano IV la extendió a toda la Iglesia en 1264, parece también que por influencia del milagro eucarístico de Bolsena, hoy venerado en Orvieto.
¿Qué necesidad había de instituir una nueva fiesta? ¿Es que la Iglesia no recuerda la institución de la Eucaristía el Jueves Santo? ¿Acaso no la celebra cada domingo y, más aún, todos los días del año? De hecho, el Corpus Domini es la primera fiesta cuyo objeto no es un evento de la vida de Cristo, sino una verdad de fe: la presencia real de Él en la Eucaristía. Responde a una necesidad: la de proclamar solemnemente tal fe; se necesita para evitar un peligro: el de acostumbrarse a tal presencia y dejar de hacerle caso, mereciendo así el reproche que Juan Bautista dirigía a sus contemporáneos: «¡En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis!».
Esto explica la extraordinaria solemnidad y visibilidad que esta fiesta adquirió en la Iglesia católica. Por mucho tiempo la del Corpus Domini fue la única procesión en toda la cristiandad, y también la más solemne.
Hoy las procesiones han cedido el paso a manifestaciones y sentadas (en general de protesta); pero aunque haya caído la forma exterior, permanece intacto el sentido profundo de la fiesta y el motivo que la inspiró: mantener despierto el estupor ante el mayor y más bello de los misterios de la fe. La liturgia de la fiesta refleja fielmente esta característica. Todos sus textos (lecturas, antífonas, cantos, oraciones) están penetrados de un sentido de maravilla. Muchos de ellos terminan con una exclamación: «¡Oh sagrado convite en el que se recibe a Cristo!» (O sacrum convivium), «¡Oh víctima de salvación!» (O salutaris hostia).
Si la fiesta del Corpus Domini no existiera, habría que inventarla. Si hay un peligro que corren actualmente los creyentes respecto a la Eucaristía es el de banalizarla. En un tiempo no se la recibía con tanta frecuencia, y se tenían que anteponer ayuno y confesión. Hoy prácticamente todos se acercan a Ella… Entendámonos: es un progreso, es normal que la participación en la Misa implique también la comunión; para eso existe. Pero todo ello comporta un riesgo mortal. San Pablo dice: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual a sí mismo y después coma el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo».
Considero que es una gracia saludable para un cristiano pasar a través de un período de tiempo en el que tema acercarse a la comunión, tiemble ante el pensamiento de lo que está apunto de ocurrir y no deje de repetir, como Juan Bautista: «¿Y Tú vienes a mí?» (Mateo, 3,14). Nosotros no podemos recibir a Dios sino como «Dios», esto es, conservándole toda su santidad y su majestad. ¡No podemos domesticar a Dios!
La predicación de la Iglesia no debería tener miedo –ahora que la comunión se ha convertido en algo tan habitual y tan «fácil»– de utilizar de vez en cuando el lenguaje de la epístola a los Hebreos y decir a los fieles: «Vosotros en cambio os habéis acercado a Dios juez universal…, a Jesús, Mediador de la nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una nueva sangre que habla mejor que la de Abel» (Hebreos 12, 22-24). En los primeros tiempos de la Iglesia, en el momento de la comunión, resonaba un grito en la asamblea: «¡Quien es santo que se acerque, quien no lo es que se arrepienta!».
Uno que no se acostumbró a la Eucaristía y habla de Ella siempre con conmovido estupor era San Francisco de Asís. «Que tema la humanidad, que tiemble el universo entero, y el cielo exulte, cuando en el altar, en las manos del sacerdote, está el Cristo Hijo de Dios vivo… ¡Oh admirable elevación y designación asombrosa! ¡Oh humildad sublime! ¡Oh sublimidad humilde, que el Señor del universo, Dios e Hijo de Dios, tanto se humille como para esconderse bajo poca apariencia de pan!».
Pero no debe ser tanto la grandeza y la majestad de Dios la causa de nuestro estupor ante el misterio eucarístico, cuanto más bien su condescendencia y su amor. La Eucaristía es sobre todo esto: memorial del amor del que no existe mayor: dar la vida por los propios amigos.
Taller: Homilías en otros idiomas para posterior traducción
Pablo VI, papa
Homilía en Italiano (25-05-1967)
Giovedì, 25 maggio 1967
Fratelli e Figli carissimi!
A questo punto della nostra celebrazione del Corpus Domini noi sostiamo in un momento di riflessione: qual è lo scopo di questa celebrazione?
ACCLAMAZIONE ECCEZIONALE AL SIGNORE PRESENTE TRA NOI
È facile rispondere: noi vogliamo onorare il Mistero Eucaristico. Esso è tale Realtà, che merita ogni nostro interesse: le verità, che lo definiscono, sono meravigliose; le dottrine, che cercano di esplorarlo, sono ricchissime e profonde; i rapporti, che lo innestano nella Chiesa, sono essenziali; il culto, che gli è dovuto, impegna tutta la comunità dei fedeli, e reclama da ogni singolo fedele un ossequio personalissimo e vitale; gli effetti, che da tale mistero derivano, sono stupendi e a noi indispensabili: basti dire che sono quelli della nostra redenzione, della nostra intima unione con Cristo, dell’unità del Corpo Mistico; della grazia, del gaudio, della pace, della forza, del conforto, fluenti nelle anime. È tal cosa l’Eucaristia che merita da noi esaltazione e contemplazione, culto esterno ed interno, ossequio collettivo e individuale; merita l’adorazione silenziosa e clamorosa. Oggi l’intenzione nostra è di tributare a Cristo, presente e nascosto nel Sacramento, un’acclamazione eccezionale, che vorremmo pari all’intatta memoria che la Chiesa conserva del dramma pasquale, e degna della misteriosa e reale presenza di Cristo fra noi, della sua inesauribile e sacrificale carità, della sua gloria celeste, quasi che questa si riverberasse sulla terra. Vogliamo dire a Lui che abbiamo capito e che abbiamo creduto al suo amore: «credidimus caritati» (1 Io. 4, 16); vogliamo dire a Lui che accettiamo questa sua immeritata e singolarissima visita, moltiplicata su tutta la terra, tanto da arrivare fino a noi, fino a ciascuno di noi; e dirgli ancora che siamo attoniti e indegni di tanta bontà, ma felici; felici che sia elargita a noi ed al mondo; vogliamo anche dirgli che tanto prodigio non ci lascia indifferenti ed increduli, ma ch’esso mette finalmente nei nostri cuori un entusiasmo gioioso, quale non dovrebbe mai mancare nei veri credenti, un desiderio lirico e giovane di cantare e di gridare le sue lodi, come dice la sequenza eucaristica ora letta all’altare: «Quantum potes, tantum aude, quia maior omni laude . . .»: quanto è possibile, tanto si osi, perché Egli è sempre maggiore d’ogni nostra lode. Sì, nella nostra intenzione celebrativa v’è anche questo desiderio: di lasciar traboccare dalle nostre chiese l’inno a Cristo per associarvi chi liberamente lo vuole fra i cittadini di Roma, l’Urbe, ch’è al centro della cattolicità: oggi più che mai vorremmo poter dantescamente dire che «Cristo è romano» (Purg. 32, 102).
LA CHIESA CI EDUCA A CELEBRARE L’EUCARISTIA
Vogliamo onorare, dicevamo, con tutte le forze della nostra fedeltà, il Mistero Eucaristico. A Cristo, nascosto e presente nel divino Sacramento, sia nel mondo, come in cielo, «la benedizione e l’onore e la gloria e la potenza per sempre» (Apoc. 5, 13).
Questo il nostro scopo; e noi ora lo stiamo, umilmente ma cordialmente, manifestando. Ma ci dobbiamo chiedere: è questo il solo scopo della festa del Corpus Domini? Non ve ne sarebbe un altro, congiunto e subordinato al primo? Uno scopo, che riguarda noi piuttosto che Cristo? Si, la festa ha evidentemente un secondo scopo: liturgico il primo, pedagogico il secondo. Vuole cioè la Chiesa, celebrando con tanta solennità la festa del Corpus Domini, educarci a pensare, a valutare, a celebrare l’Eucaristia per l’importanza ch’essa ha non solo in se stessa, teologica diciamo; ma altresì per quella ch’essa ha per noi, spirituale e sociologica specialmente. Che cosa vuol dire, Fratelli e Figli carissimi, che per la festa del Corpus Domini tanto si cerca che tutto il popolo cristiano sia convocato, sia riunito, sia simultaneamente presente? Perché oggi la Chiesa chiama a raccolta tutti i suoi figli d’intorno all’altare? Invita il Clero, tutto il Clero, invita i fedeli, tutti i fedeli, affinché la totalità dei credenti si trovi insieme a celebrare il Mistero Eucaristico; non manchino i fanciulli, vengano ai primi posti i giovani, gli adulti sospendano le occupazioni profane e diano alla riunione un carattere marcato di serietà e di solidarietà, qui vogliamo gli uomini del pensiero e gli uomini del lavoro, qui le famiglie intere siano presenti nella più grande e spirituale famiglia ecclesiale, facciamo posto alle vergini, alle vedove, ai malati, agli anziani, ai bisognosi, nessuno sia assente, perché occorre oggi la moltitudine; e nessuno si senta forestiero, ma un senso di fratellanza tutti avvicini in un medesimo sentimento, con una medesima voce, nella medesima coscienza d’una fede comune, d’una speranza comune, d’un amore comune. La Chiesa oggi vuol essere Chiesa, cioè assemblea, cioè popolo, Popolo di Dio. Perché, celebrando l’Eucaristia, la Chiesa tiene tanto a questa presenza totale e corale di quanti le appartengono e la compongono? Ecco la risposta: perché l’Eucaristia è il Sacramento della comunità cristiana. Quante cose belle e profonde si potrebbero dire su questo tema!
L’UNIONE CON CRISTO E L’UNITÀ DI TUTTI I FEDELI TRA LORO
Noi siamo abituati a considerare, celebrando l’Eucaristia (come altra volta dicemmo), il rapporto ch’essa pone fra Cristo e la singola anima, rapporto meraviglioso, rapporto ineffabile, rapporto che potremmo dire terminale, per la vita presente, dell’amore di Cristo verso ciascuno di noi; ma non è rapporto unico ed isolabile da quello che lo precede, di Cristo con la comunità ecclesiale, a cui primieramente il dono dell’Eucaristia è rivolto. E l’avvertenza di questo aspetto, sia teologico che sociologico, caratterizza la pietà vivente della Chiesa ai nostri giorni, la pietà liturgica, per nulla contraria a quella personale, anzi da questa nutrita e di questa nutrimento. L’Eucaristia non soltanto è rivolta all’unione d’ogni singolo fedele con Cristo, ma è stata istituita altresì per l’unione di tutti i fedeli cristiani fra loro; «la grazia specifica di questo Sacramento è precisamente l’unità del Corpo Mistico» (S. Th. III, 73, 3), cioè della Chiesa, cioè nostra. L’Eucaristia è figura e causa di questa unità (S. Bonaventura). Il Concilio ce lo ha ripetutamente ricordato (cf. Sacr. Conc. 48).
E con la solennità del Corpus Domini la Chiesa vuole formare in noi questa coscienza d’unità, di fratellanza, di solidarietà, di amicizia, di carità, in cui ancora, anche noi cattolici, siamo tanto manchevoli. Perciò se un frutto di questa celebrazione noi possiamo desiderare e sperare sia quello d’un maggior senso di coesione spirituale e sociale fra noi, membri fortunati della Chiesa cattolica, che nutriti di uno stesso pane e dissetati. dallo stesso calice formiamo un solo corpo (cf. 1 Cor. 10, 17).
SPLENDA LA SOPRANNATURALE SOCIO LOGIA SULL’INTERA FAMIGLIA UMANA
E chiederemo a Cristo che questa grazia dell’unità Egli voglia concedere alla sua Chiesa! La grazia di vedere assisi alla comunione della stessa Mensa eucaristica, ivi attratti dalla stessa fede e dall’adesione all’unica Chiesa, i Fratelli cristiani tuttora assenti dalla nostra – e loro – casa paterna. La grazia, voglia Egli concedere, di sentire i cattolici più uniti fra di loro, più concordi, più disciplinati, più idonei a dare alla loro fondamentale identità di principii una espressione più efficace alla difesa e alla diffusione del nome cristiano nel tanto confuso e tanto areligioso mondo moderno. La grazia infine di vedere riverberata questa soprannaturale sociologia, scaturita dal mistero pasquale, sulla intera famiglia umana, nell’apprezzamento dei veri valori della vita, nella promozione della sincera fratellanza, nella tutela e nella costruzione della pace. E quanto ne sia il bisogno voi tutti sapete!
Ma a voi che dal circostante quartiere siete qua confluiti – con le Autorità, che cordialmente salutiamo – in questa nuova e grande piazza di Roma, nasceremo questo semplice ricordo della Nostra visita e della festa del Corpus Domini: state insieme, siate uniti, riconoscetevi cittadini di Roma cattolica, consideratevi fratelli affiliati a questa bella e accogliente Parrocchia; Don Bosco vi invita; chiama, con i vostri figliuoli, tutti voi con la gioconda carità che voi conoscete; egli ancora vi insegna dove dev’essere il centro dello spirituale e settimanale convegno: la Messa, la santa Messa festiva, dove Cristo ci attende, ci istruisce, ci conforta, ci nutre, ci fa uomini veri e forti, ci guida sul sentiero del nostro pellegrinaggio nel tempo verso l’eterna vita.
Homilía en Italiano (28-05-1970)
Fratelli e Figli carissimi!
Il primo nostro riverente e rispettoso saluto va al Cardinale Angelo Dell’Acqua, Nostro Vicario Generale per questa Nostra amatissima Diocesi di Roma, e intendiamo salutare e benedire, con intima unione di fede e di carità, tutta la Nostra Diocesi di Roma, qui presente, o qui rappresentata.
PATERNI SALUTI
Poi salutiamo cordialmente il vostro Parroco Don Carlo Bressan, degno figlio di Don Bosco, che con i suoi bravi Confratelli presta il suo ministero pastorale a questa nuova Parrocchia, insignita del bel titolo di Santa Maria della Speranza; così all’intera Parrocchia, che sta diventando, con i suoi oratori salesiani, maschile e due femminili, una comunità numerosa, viva ed organica: a tutti ed a ciascun membro di essa, alle famiglie cristiane specialmente, il Nostro affettuoso e benedicente saluto. Lo estendiamo alle Parrocchie vicine, a tutto il quartiere e a tutti quanti sono venuti a questa celebrazione per onorare nostro Signore Gesù Cristo nel sacramento eucaristico: grazie a voi tutti della vostra presenza, che non sarà senza copiose benedizioni del Signore.
Ancora altri saluti speciali: alla Gioventù, che sappiamo qui assistita ed animata dallo spirito di San Giovanni Bosco; Giovani! Un grande saluto a voi: vi portiamo nel cuore e oggi nella Nostra preghiera di questa Messa speciale; abbiamo fiducia nella vostra fede a Cristo, nella vostra fedeltà alla Chiesa, nel vostro senso di carità sociale per il bene di tutta questa nascente e fiorente comunità parrocchiale. Poi il pensiero va a tutti quelli che hanno bisogno di conforto e di aiuto: ai sofferenti, ai poveri, ai forestieri, ai bambini, agli infelici; per tutti invochiamo dalla Madonna della Speranza, da Cristo amico di tutti i tribolati la consolazione del cuore e l’assistenza della carità dei fratelli, che qui, Noi speriamo, non lascerà loro mancare.
Un grande saluto rivolgiamo all’Ateneo Salesiano qui vicino, che alle sue benemerenze aggiunge quella di ospitare la Parrocchia, in attesa che anch’essa abbia la sua chiesa. E a tutte le istituzioni, che fanno capo a questo nuovo e già famoso Ateneo, e specialmente al suo degno Rettore Don Luigi Colonghi e a tutto l’insigne corpo universitario, Professori e Studenti, un vivo augurio di prosperità e di particolare assistenza della divina Sapienza.
Infine salutiamo con devota cordialità il Cardinale Carlo Wojtyla, Arcivescovo di Cracovia, e con lui i Venerati Fratelli Vescovi Polacchi, che lo accompagnano, e che guidano insieme a lui il numeroso e carissimo gruppo di Sacerdoti Polacchi, pellegrini a Roma, e oggi qui presenti. La loro presenza ci ricorda l’anniversario, che essi celebrano, della loro ordinazione sacerdotale; ci ricorda la grande sofferenza, che non pochi di essi, prigionieri e deportati durante la guerra, hanno sopportato con invitta fortezza e cristiana pazienza; ci ricorda la loro patria, la cattolica Polonia, Nazione a Noi carissima, per la cui prosperità civile e religiosa, Noi oggi sinceramente pregheremo, sinceramente grati d’avere con Noi oggi una così cospicua rappresentanza di quell’eroico e cristiano Paese.
Per celebrare bene la festa, che qui ci riunisce, la festa del «Corpus Domini», la festa del sacramento eucaristico, occorre un momento di riflessione, come noi ora stiamo facendo.
COMUNITÀ VIVA
Un momento di riflessione. Cominciamo così: chi siamo noi? Noi siamo Chiesa; una porzione della Chiesa cattolica, una comunità di credenti uniti nella stessa fede, nella stessa speranza, nella stessa carità, una comunità viva in virtù di un’animazione, che ci viene dal Signore, da Cristo stesso e che il suo Spirito alimenta; siamo così parte del suo Corpo mistico.
Ora la Chiesa possiede dentro di sé un segreto, un tesoro nascosto, un mistero. Come un cuore interiore. Possiede Gesù Cristo stesso, suo fondatore, suo maestro, suo redentore. State attenti: lo possiede presente. Presente? Sì. Con l’eredità della sua Parola? Sì, ma anche con un’altra presenza. Quella dei suoi ministri? dei suoi apostoli, dei suoi rappresentanti? dei suoi sacerdoti? cioè della sua tradizione ministeriale? Sì; ma vi è di più. Il Signore ha dato ai suoi sacerdoti, a questi suoi ministri qualificati un potere straordinario e meraviglioso: quello di renderlo realmente, personalmente presente. Vivo ? Sì. Proprio Lui? Sì, proprio Lui. Ma dov’è, se non si vede? Ecco il segreto, ecco il mistero: la presenza di Cristo è vera e reale, ma sacramentale. Cioè nascosta, ma nello stesso tempo identificabile. Si tratta d’una presenza rivestita di segni speciali, che non lasciano vedere la sua divina ed umana figura, ma solo ci assicurano che Egli, Gesù del Vangelo ed ora Gesù vivente nella gloria del cielo, è qui, è nell’Eucaristia.
Dunque, si tratta d’un miracolo? Sì, d’un miracolo, che Egli, Gesù Cristo, diede il potere di compiere, di ripetere, di moltiplicare, di perpetuare ai suoi Apostoli, facendoli Sacerdoti, e dando a loro questo potere di rendere presente tutto il suo Essere, divino ed umano, in questo Sacramento, che chiamiamo Eucaristia, e che sotto le apparenze di pane e di vino contiene il Corpo, il Sangue, l’anima e la divinità di Gesù Cristo. È un mistero, ma è la verità. Ed è questa verità miracolosa, posseduta dalla Chiesa Cattolica, e custodita con gelosa e silenziosa coscienza, che noi oggi celebriamo, e vogliamo, in un certo senso, pubblicare, manifestare, fare vedere, fare comprendere, esaltare. La Chiesa, Corpo mistico di Cristo, oggi celebra il Corpo reale di Cristo, presente e nascosto nel Sacramento dell’Eucaristia.
VERITÀ MIRACOLOSA
Ma è difficile capire? Sì, è difficile; perché si tratta d’un fatto reale e singolarissimo, compiuto dalla potenza divina, e che sorpassa la nostra normale e naturale capacità di comprendere. Bisogna credervi, sulla parola di Cristo; è il «mistero della fede» per eccellenza.
Ma stiamo attenti. Il Signore ci si presenta, in questo Sacramento, non come Egli è, ma come Egli vuole che noi lo consideriamo; come Egli vuole che noi lo avviciniamo. Egli ci si presenta sotto l’aspetto di segni, di segni speciali, di segni espressivi, scelti da Lui, come se dicesse: guardatemi così, conoscetemi così; i segni del pane e del vino vi dicano ciò che Io voglio essere per voi. Egli ci parla per via di questi segni, e ci dice: così io ora sono tra voi.
PRESENZA REALE
Perciò, se noi non possiamo godere della presenza sensibile, noi possiamo e dobbiamo godere della sua reale presenza, ma sotto il suo aspetto intenzionale. Qual è l’intenzione di Gesù, che si dà a noi nell’Eucaristia? Oh! questa intenzione, se bene riflettiamo, ci è apertissima, e ci dice molte, molte cose di Gesù; ci dice soprattutto il suo amore. Ci dice che Egli, Gesù, mentre nell’Eucaristia si nasconde, nell’Eucaristia si rivela; si rivela in amore.
Il «mistero di fede» si apre in «mistero di amore». Pensate: ecco la veste sacramentale, che al tempo stesso nasconde e presenta Gesù; pane e vino, dato per noi.
Gesù si dà, si dona. Ora questo è il centro, il punto focale di tutto il Vangelo, dell’Incarnazione, della Redenzione: Nobis natus, nobis datus: nato per noi, dato per noi.
Per ciascuno di noi? Sì, per ciascuno di noi. Gesù ha moltiplicato la sua presenza reale ma sacramentale, nel tempo e nel numero, per potere offrire a ciascuno di noi, diciamo proprio a ciascuno di noi, la fortuna, la gioia di avvicinarlo, di poter dire: è per me, è mio. «Mi amò, dice S. Paolo, e diede Se stesso – per me!» (Gal. 2. 20).
E per tutti, anche? Sì, per tutti. Altro aspetto dell’amore di Gesù, espresso nell’Eucaristia. Conoscete le parole, con le quali Gesù istituì questo Sacramento, e che il Sacerdote ripete alla Messa, nella consacrazione: «. . . mangiatene tutti; . . . bevetene tutti». Tanto che questo stesso Sacramento è istituito durante una cena, modo e momento, familiare e ordinario, di incontro, di unione. L’Eucaristia è il sacramento che raffigura e produce l’unità dei cristiani; è questo un aspetto caratteristico della Eucaristia, molto caro alla Chiesa, ed oggi molto considerato. Dice, ad esempio, il Concilio recente, con parole estremamente dense di significato: Cristo «istituì nella sua Chiesa il mirabile sacramento della Eucaristia, dal quale l’unità della Chiesa è significata ed attuata» (Unitatis redintegratio, 2). L’aveva già detto S. Paolo, primo storico e primo teologo dell’Eucaristia: «Noi formiamo un solo corpo, noi tutti che partecipiamo dello stesso pane» (1 Cor. 10, 17). Bisogna proprio esclamare, con S. Agostino: «O Sacramento di bontà! o segno di unità! o vincolo di carità!» (S. AUG., In Io. Tr., 26; PL 15, 1613). Ecco: dalla reale presenza, così simbolicamente espressa nell’Eucaristia un’infinita irradiazione si effonde, un’irradiazione d’amore. D’amore permanente. D’amore universale. Né tempo, né spazio gli impongono limiti.
Ancora una domanda: ma perché questo simbolismo espresso mediante le specie degli alimenti: pane e vino? Anche qui l’intenzione è chiara: l’alimento entra in colui che se ne nutre, viene in comunione con lui. Gesù vuol venire in comunione con il fedele che assume l’Eucaristia, tanto che noi siamo soliti a dire che assumendo questo sacramento facciamo la «comunione». Gesù vuol essere non solo vicino, ma in comunione con noi: poteva amarci di più? E questo perché? perché vuol essere, come l’alimento per il corpo, principio di vita, di vita nuova; Lui lo ha detto: «Chi mangia, vivrà; vivrà di me; vivrà per l’eternità» (Cfr. Io. 6. 48-58). Dove arriva l’amore di Cristo!
SACRIFICIO E SALVEZZA
E vi sarebbe un altro aspetto da considerare: perché due alimenti, pane e vino? Per dare all’Eucaristia il significato e la realtà di carne e di sangue, cioè di sacrificio, di figura e di rinnovazione della morte di Gesù sulla croce. Parola ancora dell’Apostolo: «Tutte le volte che voi mangerete di questo pane e berrete di questo calice, voi rinnoverete l’annuncio della morte del Signore, fino a che Egli non venga» (1 Cor. 11, 26).
Estremo amore di Gesù! Il suo sacrificio per la nostra redenzione si rappresenta nell’Eucaristia, affinché a noi ne sia esteso il frutto di salvezza.
Amore di Cristo per noi; ecco l’Eucaristia. Amore che si dona, amore che rimane, amore che si comunica, amore che si moltiplica, amore che si sacrifica, amore che ci unisce, amore che ci salva.
Ascoltiamo, Fratelli e Figli carissimi, questa grande lezione. Il Sacramento non è soltanto questo denso mistero di divine verità, di cui ci parla il nostro catechismo; è un insegnamento, è un esempio, è un testamento, è un comandamento.
Proprio nella notte fatale dell’ultima cena Gesù tradusse in parole indimenticabili questa lezione di amore: «Amatevi gli uni gli altri come Io vi ho amato» (Io. 13, 34). Quel «come» è tremendo! Dobbiamo amare come Lui ci ha amati! né la forma, né la misura, né la forza dell’amore di Cristo, espresso nell’Eucaristia, saranno a noi possibili! ma non per questo il suo comandamento, che emana dall’Eucaristia, è per noi meno impegnativo: se siamo cristiani, dobbiamo amare: «Da questo conosceranno tutti che siete miei discepoli, se avrete amore scambievole» (ibid. 35).
Noi celebriamo il «Corpus Domini». Pensiamo: noi celebriamo la festa dell’Amore. Dell’Amore di Cristo per noi, che spiega tutto il Vangelo. Essa deve diventare festa dell’Amore nostro per Cristo e da Cristo a Dio, ch’è tutto ciò che dobbiamo fare di più indispensabile e di più importante in questa nostra vita, destinata appunto all’amore di Dio. Festa poi dell’amore nostro fra di noi, dell’amore nostro per i fratelli – e sono tutti gli uomini, dai più vicini ai più lontani; ai più piccoli, ai più poveri, ai più bisognosi, fino a quelli che ci fossero antipatici o nemici. Questa è la fonte della nostra sociologia, questa è la Chiesa, la società dell’amore. E perciò di tutte le virtù religiose ed umane che l’amore di Cristo comporta, del dono di sé per gli altri, della bontà, della giustizia, della pace, specialmente.
Forse, tanto si parla d’amore – ahimé! di quale amore? -, che noi crediamo di conoscere il significato e la forza di questa parola. Ma solo Gesù, solo l’Eucaristia, ce ne può insegnare il senso totale, vero e profondo. E perciò eccoci a celebrare, umili, raccolti, esultanti, la festa del «Corpus Domini».
Homilía en Italiano (21-06-1973)
La riverenza al mistero eucaristico, che stiamo celebrando, assorbe la nostra attenzione, e certamente la vostra; e ci impedisce di esprimere a voi tutti, presenti a questo rito, al Parroco di questa comunità raccolta intorno alla Chiesa di Santa Silvia, ai Confratelli, ai fedeli qui dimoranti, ed anche alle Autorità civili che sappiamo convenute a questa celebrazione con grande nostra riconoscenza, di esprimere, diciamo, il saluto che abbiamo nel cuore per tutti e per ciascuno, la gioia d’essere tra voi e di potere con voi e per voi compiere la solenne cerimonia del «Corpus Domini», i voti che davanti al Signore formuliamo per voi, per gli assenti anche, per quelli che vorremmo chiamare a questo raduno di fede comune, per gli ammalati specialmente, per i bambini, i ragazzi, i giovani, i lavoratori, i genitori d’ogni famiglia di questo quartiere, e gli abitanti di tutta la nostra Roma, che vogliamo considerare spiritualmente presenti, e da voi, che ne siete una eletta porzione, degnamente rappresentata. Ma ciò che non possiamo in questo momento esprimere con le dovute parole, lo esprimiamo con la nostra presenza, con la nostra tacita preghiera.
L’Eucaristia ci assorbe, e ci obbliga a concentrare in lei ogni nostro atto, ogni nostro pensiero. Essa è ora il punto focale del nostro animo, e noi vogliamo supporre che così sia anche per i vostri animi. Noi tutti crediamo, noi tutti sappiamo, che qui, ora, in mezzo a noi, Gesù Cristo è presente. Vivo e vero, il nostro Signore, il nostro Salvatore, il nostro Maestro, Gesù Cristo è presente. Il solo tema di questa misteriosa, ma reale presenza trattenga per questi brevi istanti il nostro pensiero.
Per essere semplici noi lo classifichiamo sotto due congiunzioni grammaticali: dunque e perciò.
Dunque è presente il Signore nostro Gesù Cristo; questo dice che la celebrazione del «Corpus Domini», anzi ora meglio formulata dal titolo di «festività del Corpo e del Sangue di Cristo», è festività dell’Eucaristia.
A ben riflettere, questa festività noi l’abbiamo già celebrata; e ciò fu nel Giovedì Santo. Ricordiamo tutto di quella liturgia, estremamente realista per la sua aderenza presso che testuale al racconto evangelico commemorato; la cena, ultima del Signore con i suoi discepoli, tutta pervasa dalla memoria dell’immolazione rituale dell’Agnello pasquale e dal presentimento dell’imminente tragedia che pende sulla vita temporale del Maestro, per farne la vera vittima d’una Pasqua redentrice; e tutta tessuta sul filo di discorsi, pronunciati da Gesù quasi a monologo, in una incomparabile tensione di sentimenti, di sentenze, di precetti, di atti profondi e definitivi, che solo la sua divina consapevolezza d’una celebrazione testamentaria, sacramentale e sacrificale, poteva dominare e riempire di smisurati significati. Che cosa accadde in quell’ora fatidica? Ricordate? La cena diventò un memoriale: «fate questo in memoria di me» (Luc. 22, 19; 1 Cor. 11, 24). Memoriale di che cosa? del sacrificio che Gesù, vero agnello di Dio immolato per la salvezza del mondo, stava per consumare nel dolore, nel disonore, nel sangue della sua oblazione sulla Croce; memoriale della sua identica, se pur diversamente figurata presenza, rievocabile mediante l’incarico, l’investitura, la potestà, in quello stesso istante conferita agli apostoli commensali, di rinnovare in modo reale, ma incruento, il sacrificio che faceva della vittima divina, espressa nei segni sacramentali del pane e del vino, l’alimento del corpo e del sangue di Gesù, dati al vertice dell’amore per la vita del mondo. È troppo! è troppo! come comprendere? come comportarci? come corrispondere?
Noi rimanemmo, nella celebrazione rievocatrice del Giovedì Santo, quasi storditi e sopraffatti dall’intreccio immensamente drammatico del racconto evangelico di quella sera suprema e dai traboccanti misteri, concentrati nel rito, che si attestava non solo come immagine, ma come sublime realtà. Ci parve di intravedere qualche cosa di eccessivamente straordinario in quella liturgia per eccellenza, perché non ci bastò di assistere alla sua immediata celebrazione, ma ci parve doveroso d’andare subito dopo pellegrinando ai così detti «sepolcri», cioè agli altari dove l’Eucaristia era custodita e onorata, in un’atmosfera di tenace memoria, di desolante passione, di atteso epilogo risolutivo d’un tanto incomportabile dramma. Come avviene alla veglia di qualche nostro defunto, rimanemmo assorti in un’indefinibile e pur tenera e dolce tristezza, che presagisce e indovina il sopravvento dell’amore e della vita sopra la morte e la disperazione.
E così il Giovedì Santo passò lasciando in noi l’impressione che noi non avevamo né tutto capito, né tutto raccolto della sua ineffabile eredità. Ed ecco allora la festività presente, il «Corpus Domini», la quale ben si può considerare un ripensamento, un ritorno a quell’ultima cena, a quella misteriosa notte, a quella non bene valutata eredità.
Abbiamo perduto la presenza sensibile di Gesù, ma Egli ci ha lasciato la sua presenza sacramentale. Come sono vere le parole di Lui, pronunciate proprio in quella notte di commiato: «Io non vi lascerò orfani; Io verrò a voi» (Io. 14, 18). Parole convalidate dalle ultime pronunciate da Gesù risorto, prima della sua scomparsa dalla scena temporale di questo mondo: «Ecco Io sono con voi, tutti i giorni, fino alla fine del mondo» (Matth. 28, 20).
Dunque Gesù è con noi! Ecco la nostra conclusione, che dà ragione di questa nostra celebrazione, come di tutte quelle che il «Corpus Domini» suscita nella Chiesa cattolica.
Dunque Gesù è con noi! L’aveva detto l’Angelo in sogno a S. Giuseppe (Ibid. 1, 23), ripetendo la profezia d’Isaia: «. . . la Vergine darà alla luce un Figlio, che sarà chiamato Emmanuele, che vuol dire: Dio con noi». Gesù è rimasto fra noi uomini! Noi, suoi seguaci e credenti, noi lo sappiamo: Gesù è ancora presente! Finché un Sacerdote celebrerà una Messa su questa terra, Gesù, quel Gesù del Vangelo e quello stesso Gesù che ora è in cielo, e siede nella gloria alla destra del Padre, è presente, è qui.
Dobbiamo ravvivare in noi stessi il senso di questa meravigliosa presenza. Gesù è con noi. Dove, come? ora non diciamo. Ci basta affermare e quasi sentire questa presenza: una presenza che i nostri sensi non possono avvertire, ma, per via di fede, l’anima sì. È il «mistero della fede» che ci obbliga a esercitare con convinta energia questa virtù fondamentale di tutto il nostro sistema religioso. Crediamo sulla Parola di Cristo: «questo è il mio Corpo, questo è il mio Sangue». Trepidiamo ed esultiamo: è presente.
Un altro ordine di conseguenze scaturisce allora da questa misteriosa realtà. È presente: perciò? perciò io lo cerco, io lo trovo, io lo adoro, io lo amo. La nostra religione personale e comunitaria prende fuoco da questa scoperta eucaristica. Se Cristo ci invita personalmente alla sua mensa, come potremo rifiutare la sua bontà? accogliere l’invito vuol dire partecipare al rito sommo e centrale della nostra fede, vuol dire partecipare alla santa Messa. L’obbligo diventa un diritto. Un diritto che ci deve incantare: noi acquistiamo la possibilità di fare di Cristo non solo nostro commensale, ma – chi lo direbbe? – nostro alimento: chi ne mangia, è detto, vivrà; vivrà per la vita eterna.
Perciò – ecco la logica dell’Eucaristia che continua – perciò ciascuno di noi deve sentire la fame d’un tale sacramento, principio vero ed operante di vita, la quale, nutrita da Cristo stesso, non indarno potrà dirsi vita cristiana.
Perciò ancora le conseguenze dell’Eucaristia sono immense per l’esistenza spirituale d’ogni individuo, come per l’esistenza spirituale d’una vera comunità cristiana e cattolica. Si forma così il Popolo di Dio, dapprima nella sua unità interiore, poi nella sua carità sociale. L’unità del Corpo mistico di Cristo, ch’è la Chiesa, è la grazia specifica – la res – dell’Eucaristia (Cfr. S. TH. III, 73, 3). Nessun senso di solidarietà, e quindi di progresso civile, potrebbe essere più autentico, più pieno e più operante di quello che nascesse dalla coscienza comunitaria dell’Eucaristia. Il mistero diventa luce, diventa forza. E quanto ancora potremmo dirvi continuando il discorso della fecondità vitale dell’Eucaristia presente fra noi: quale sorgente di bontà collettiva, quale conforto per le comuni sofferenze, quale splendore per il costume pubblico, quale speranza per la nostra giustizia e per la nostra pace!
Se Egli è presente, così deve essere! così può essere! Ecco perché celebriamo la festa del «Corpus Domini» fuori delle nostre Chiese: ne ha diritto la sua carità; ne ha bisogno la nostra umanità. Ricordiamolo. Amen.
Homilía en Italiano (17-06-1976)
Noi ci sentiamo obbligati a salutare il nostro singolare uditorio, prima di rivolgergli la parola religiosa, per annunciare e celebrare la quale siamo oggi venuti a questa cittadella di studi sanitari, di cure proprie della scienza medica, di umane sofferenze qui raccolte nell’esperienza comunissima dell’umano dolore e nella speranza di trovarvi senso e rimedio.
Sì, salutare questa comunità, estremamente significativa, alla quale oggi fa corona una numerosa e cara folla di popolo, parenti e fedeli. Il cuore si allarga; e le nostre intenzioni superano la misura concessa al tempo della nostra espressione. Ma non sappiamo del tutto rinunciare a comporre in comunità di fratelli e di figli, di defunti e di viventi, di maestri e di studenti, di sanitari e di infermi, di ministri di questa dimora e di ospiti quanti ci circondano; e noi pensiamo di non venir meno né allo stile, né allo spirito di questa celebrazione se proprio essa vuoi rievocare il mistero dell’Eucaristia, che ebbe il quadro d’una cena rituale e fraterna per la sua originaria istituzione. Noi rivolgiamo il nostro riverente e riconoscente pensiero al sempre compianto Padre Gemelli, al cui genio quest’opera deve la sua origine ed alla cui memoria è dedicata. Così avremo nel cuore e nella preghiera quanti all’opera stessa hanno dato idea, tempo, mezzi, fatiche, strutture, ed ora dormono nel segno della fede e nel sonno della pace.
Ma questo fidente omaggio alla comunione dei santi passati all’altra vita ci induce tanto di più a salutare quelli qua convenuti che questa vita attuale con noi condividono, innanzi tutti il magnifico Rettore dell’Università Cattolica, il chiarissimo e a noi carissimo Professore Giuseppe Lazzati, qui presente, e con lui l’illustre Preside della Facoltà di Medicina Professor Antonio Sanna, e con lui il Professore Luigi Ortona, Direttore Sanitario del Policlinico.
E siano salutati tutti i membri del corpo docente e del corpo sanitario, che qui prestano la loro preziosa attività; così salutiamo quanti in questa complessa istituzione scientifica e sanitaria operano e vivono; fra loro noi ricordiamo in modo particolare gli Studenti, ai quali si rivolge la nostra stima e la nostra affezione, con l’antica amicizia degli anni della nostra assistenza spirituale al mondo studentesco. Ma a voi degenti, a voi ammalati, ospiti di questo Policlinico, il nostro augurale e benedicente saluto, quasi a caratterizzare con questa speciale menzione un aspetto non secondario del rito che ora celebriamo: il rapporto cioè fra la Passione di Cristo e l’Eucaristia.
E poi siano i benvenuti a questo diocesano incontro i Prelati qua convenuti della Curia Romana e del Vicariato, e con loro i venerati e carissimi Parroci e Sacerdoti del Clero di Roma, con tutti i fervorosi Fedeli e Pellegrini, docili al richiamo, quest’anno qui stabilito, della nostra festa Romana del «Corpus Domini».
Vogliamo aggiungere un rispettoso e grato saluto anche alle Autorità Civili presenti a questa cerimonia: al Signor Prefetto di Roma ed al Rappresentante-Sindaco del Comune dell’Urbe, e ad altre Personalità che con la loro presenza onorano questa sacra cerimonia; noi vogliamo assicurare queste illustri persone della nostra riconoscenza e della nostra compiacenza, come vogliamo confermare l’ossequio della Chiesa alla loro alta funzione, che auguriamo provvida per l’ordine e la prosperità civile della popolazione e che noi faremo oggetto anche in questo religioso momento del nostro spirituale ricordo.
Noi dunque qui celebriamo la festa del «Corpus Domini».
Essa, per sé, è già stata celebrata, il Giovedì Santo, con riti d’intensa pietà e di particolare commozione; ma la successione liturgica ci ha subito portati alla memoria drammatica e straziante del Venerdì Santo, poi a quella esultante e gloriosa della Pasqua di risurrezione. La Chiesa si è accorta che il Giovedì Santo ci ha lasciato una meravigliosa e misteriosa realtà sacramentale, collegata con la nostra vita nel tempo, e perciò in un certo senso, permanente, sempre presente, e non mai abbastanza meditata, apprezzata, celebrata. Allora la Chiesa ha stabilito questa festività, come un ripensamento del Giovedì Santo, convinta com’è che ella non riuscirà mai ad esaurire la ricchezza, la comprensibilità di questo mistero eucaristico. Perciò ella lo ricorda di nuovo; perciò lo onora con nuovi riti e lo esplora con nuova attenzione.
Noi tuttavia nulla diremo di nuovo. Ma ciò che oggi scegliamo per la nostra riflessione sull’Eucaristia non solo può bastare all’animazione del nostro pensiero e della nostra devozione, ma sorpassa così la misura della nostra capacità teologica e della nostra virtù cultuale da riempire i nostri animi di gioiosa meraviglia e da accrescerne il desiderio di capire di più. Perché l’Eucaristia è sacrificio.
Tutto qui; ma quale trascendente e straripante verità abbiamo noi annunciato! L’Eucaristia è il sacrificio di Cristo sulla croce, riflesso, riprodotto, perpetuato in modo incruento, ma nella sua originaria realtà, nella Messa (Cfr. DENZ.-SCHÖN., 802, 1740-1741).
La mentalità di molta gente del nostro tempo non è preparata a comprendere qualche cosa di stupendo, di sempre vero e di sempre vivo, circa questo cosmo di realtà religiose. Bisogna essere iniziati ai segreti della carità divina per essere in grado di capire come lo possono i santi, cioè i fedeli cristiani, quale sia l’ampiezza, l’estensione, l’altezza e la profondità . . . (noi diremmo le incommensurabili dimensioni) dell’amore di Cristo, che sorpassa ogni conoscenza, come scrive S. Paolo (Eph. 3 , 17-19). E la carità, qual è? La carità è quel Dio stesso, di cui la nostra debolezza speculativa mette perfino in dubbio l’esistenza; mentre è il Principio d’ogni cosa, e tale Principio da chiamarsi Padre; e tale Padre d’aver così amato il mondo, l’umanità, ciascuno di noi, da dare il suo Figlio unigenito (Io. 3, 16). Il quale Figlio unigenito, il Verbo eterno di Dio, appunto si è fatto uomo per salvarci . . . Ma chi pensa oggi seriamente che l’uomo ha bisogno d’essere salvato? Eppure, così è; e il Figlio del Dio vivente «proprio per noi e per la nostra salvezza» si è fatto carne nostra, come dice il nostro atto di fede; e Cristo Gesù, Figlio di Dio e Figlio dell’uomo, a sua volta, ancora c’insegna S. Paolo «ha amato me e si è sacrificato per me» (Gal. 2, 20). Si è sacrificato? Ma esiste ancora una religione, che si esprime in sacrifici? No, i sacrifici dell’antica legge e delle religioni pagane non hanno più ragione di essere; ma di un sacrificio, un sacrificio valido, unico e perenne, sì, sempre il mondo ha bisogno per la Redenzione del peccato umano (altra verità, e quanto triste e reale che l’incredulità moderna vorrebbe trascurare); ed è il sacrificio di Cristo sulla croce, che cancella il peccato del mondo; sacrificio che l’Eucaristia attualizza nel tempo, e rende possibile agli uomini di questa terra di parteciparvi. «Ecco l’Agnello di Dio, ecco Colui che toglie il peccato del mondo» (Io. 1, 29) grida ancora dal deserto il Profeta Precursore, all’arrivo di Gesù di Nazareth.
Ripetiamo: è un cosmo questo di verità religiose, che solo la finestra della fede spalanca davanti al contemplativo più penetrante, e al fanciullo più semplice e innocente (Cfr. Matth. 11, 25). Mistero della fede! Gesù, rivestendosi delle apparenze di pane e di vino, si è reso presente come corpo e sangue di Vittima sacrificata; crocifissa a morte non solo da noi peccatori, ma per noi resi commensali del suo sacrificio reso sacramento di vita.
Mistero di fede, sì, abbagliante, ma illuminante i profondi, gli essenziali destini della nostra vita. E qui una nuova rivelazione si apre. Si apre specialmente per quanti davanti o sotto la sofferenza fisica sono tormentati dalla sofferenza spirituale d’un atroce pessimismo; la quale così raddoppia il dolore del pensatore, dell’ammalato, del ferito: perché si soffre? a che serve il patire? Il dolore è assurdo, si è tentati di gridare; il dolore è inutile, il dolore è insopportabile. Si apre, ecco, fratelli, una nuova rivelazione per lasciarci vedere in Cristo Ia trasfigurazione della sofferenza, quando è valorizzata come sacrificio; questa intenzionalità sacrificale che Cristo ha conferito alla sua Passione ne ha fatto una sorgente di salvezza, un’apoteosi d’amore.
Non può avvenire qualche cosa di simile per le nostre sofferenze? e non avviene così di fatto, quando la fede e l’amore le sostengono e le sublimano? Non potremo noi pure dare al dolore un senso, uno scopo, un’utilità, al fine un amore, che ne mitiga l’asprezza e gli conferisce un valore imprevisto? un valore di espiazione, di redenzione, come Io ebbe la Croce di Cristo? San Paolo ci dà la ben nota risposta: «Io sono lieto – egli scrive ai Colossesi (Col. 1, 24) – delle sofferenze ch’io sopporto per voi, e completo nella mia carne quello che manca ai patimenti di Cristo, a favore del suo corpo che è la Chiesa». E il sapere che l’Eucaristia è il sacramento della Passione di Cristo non fa forse di essa il conforto soggettivo migliore e il valore oggettivo maggiore dei nostri dolori? Non stabilisce forse una comunione fra la nostra sofferenza umana e quella umano-divina di Cristo? Non infonde forse al nostro dolore qualche cosa di sublime, di divino? un’utilità trasmissibile alla comunione propria degli uomini e dei santi? Essa acquista così un significato ed un merito che annulla per noi, scompaginati con Cristo eucaristico, la sentenza di Agostino verso i pagani: perdidistis utilitatem calamitatis, et miserrimi facti estis (S. AUGUSTINI De Civitate Dei, 1, 33), avete disconosciuto l’utilità de1 soffrire, e siete diventati miserabili.
E qui il nostro discorso finisce per lasciare a voi tutti, Fratelli, questo messaggio eucaristico: la possibile utilità redentrice del dolore nella comunione intenzionale e sacramentale con la Passione di Cristo, rispecchiata tuttora per noi dal Cristo glorioso nel Cristo sacrificato dell’Eucaristia, a nostro insegnamento, a nostro esempio, a nostro conforto, a nostro nutrimento, a nostro pegno di vita eterna: «Io sono il pane della vita . . . Io sono il pane vivo disceso dal cielo . . . Chi mangia la mia carne e beve il mio sangue, ha la vita eterna, ed Io lo risusciterò all’ultimo giorno» (Io. 6, 48. 51. 54); ha detto il Signore.
Così sia, così sia, per tutti noi! così sia!
San Juan Pablo II, papa: En Italiano
Homilía en Italiano (14-06-1979)
Carissimi bambini e bambine!
Grande è la mia gioia nel vedervi qui, così numerosi e così pieni di fervore, per celebrare col Papa la Solennità liturgica del Corpo e del Sangue del Signore!
Vi saluto tutti e ognuno in particolare con la più profonda tenerezza, e vi ringrazio di cuore per essere venuti a rinnovare la vostra Santa Comunione con il Papa e per il Papa; e così pure ringrazio i vostri parroci, sempre dinamici e zelanti, e i vostri genitori e parenti, che vi hanno preparati e accompagnati.
Ho ancora negli occhi lo spettacolo impressionante delle moltitudini immense incontrate nel mio viaggio in Polonia; ed ecco ora lo spettacolo dei bambini di Roma, ecco la vostra meravigliosa innocenza, i vostri occhi sfavillanti, i vostri irrequieti sorrisi!
Voi siete i prediletti di Gesù: “Lasciate che i fanciulli vengano a me! – diceva il Divin Maestro – Non glielo impedite (Lc 18,16).
Voi siete anche i miei prediletti!
Cari bambini e bambine! Vi siete preparati alla vostra Prima Comunione con tanto impegno e tanta diligenza, e il vostro primo incontro con Gesù è stato un momento di intensa commozione e di profonda felicità. Ricordate per sempre questo giorno benedetto della Prima Comunione! Ricordate per sempre il vostro fervore e la vostra gioia purissima!
Ora poi siete venuti qui, per rinnovare il vostro incontro con Gesù. Non potevate farmi un dono più bello e più prezioso!
Molti bambini avevano espresso il desiderio di ricevere la Prima Comunione dalle mani del Papa. Certo sarebbe stata per me una grande consolazione pastorale donare Gesù per la prima volta ai bambini e alle bambine di Roma. Ma ciò non è possibile; e poi è meglio che ogni bambino riceva la sua Prima Comunione nella propria Parrocchia, dal proprio parroco. Ma almeno mi è possibile oggi dare la santa Comunione a una rappresentanza di voi, tenendo presente nel mio amore tutti gli altri, in questo vasto e magnifico Cenacolo! Ed è questa per me e per voi una gioia immensa, che non dimenticheremo mai più! Nello stesso tempo voglio lasciarvi alcuni pensieri, che vi possano servire per mantenere sempre limpida la vostra fede, fervoroso il vostro amore a Gesù Eucaristico, innocente la vostra vita.
1. Gesù è presente con noi. Ecco il primo pensiero.
Gesù è risorto, è asceso al cielo; ma ha voluto rimanere con noi e per noi, in tutti i luoghi della terra. L’Eucaristia è davvero un’invenzione divina!
Prima di morire in Croce, offrendo la sua vita al Padre in sacrificio di adorazione e di amore, Gesù istituì l’Eucaristia, trasformando il pane e il vino nella sua stessa Persona e dando agli Apostoli e ai loro successori, i Vescovi e i Sacerdoti, il potere di renderlo presente nella Santa Messa.
Gesù quindi ha voluto rimanere con noi per sempre! Gesù ha voluto unirsi intimamente a noi nella Santa Comunione, per dimostrarci il suo amore direttamente e personalmente. Ognuno può dire: “Gesù mi ama! Io amo Gesù”.
Santa Teresa di Gesù Bambino, ricordando il giorno della sua Prima Comunione, scriveva: “Oh, come fu dolce il primo bacio che Gesù diede alla mia anima!… fu un bacio d’amore, io mi sentivo amata e dicevo a mia volta: “Vi amo, mi dono a voi per sempre”… Teresa era sparita come la goccia d’acqua che si perde in seno all’oceano. Restava solo Gesù: il maestro, il Re” (Teresa di Lisieux, Storia di un’anima, Queriniana 1974, Man. A, cap. IV, p. 75). E si mise a piangere di gioia e di consolazione, tra lo stupore delle compagne.
Gesù è presente nell’Eucaristia per essere incontrato, amato, ricevuto, consolato. Dovunque c’è il sacerdote, lì è presente Gesù, perché la missione e la grandezza del Sacerdote è proprio la celebrazione della Santa Messa.
Gesù è presente nelle grandi città e nei piccoli paesi, nelle chiese di montagna e nelle lontane capanne dell’Africa e dell’Asia, negli ospedali e nelle carceri; perfino nei campi di concentramento era presente Gesù Eucaristico!
Cari bambini! Ricevete spesso Gesù! Rimanete in lui; lasciatevi trasformare da lui!
2. Gesù è il vostro più grande Amico. Ecco il secondo pensiero.
Non dimenticatelo mai! Gesù vuole essere il nostro amico più intimo, il nostro compagno di strada.
Certamente avete tanti amici; ma non potete stare sempre con loro e non sempre essi possono aiutarvi, ascoltarvi, consolarvi. Gesù invece è l’amico che non vi abbandona mai; Gesù vi conosce uno per uno, personalmente; conosce il vostro nome, vi segue, vi accompagna, cammina con voi ogni giorno; partecipa alle vostre gioie e vi consola nei momenti del dolore e della tristezza. Gesù è l’amico di cui non si può più fare a meno, quando lo si è incontrato e si è capito che ci ama e vuole il nostro amore.
Con lui potete parlare, confidare; a lui potete rivolgervi con affetto e fiducia. Gesù è morto addirittura in Croce per nostro amore! fate un patto di amicizia con Gesù e non rompetelo mai! In tutte le situazioni della vostra vita, rivolgetevi all’Amico Divino, presente in noi con la sua “grazia”, presente con noi e in noi nell’Eucaristia.
E siate anche i messaggeri e i testimoni gioiosi dell’Amico Gesù nelle vostre famiglie, tra i vostri compagni, nei luoghi dei vostri giochi e delle vostre vacanze, in questa società moderna, tante volte così triste e insoddisfatta.
3. Gesù ci attende. Ecco l’ultimo pensiero.
La vita, lunga o breve, è un viaggio verso il paradiso: là è la nostra Patria, là è la nostra vera casa; là è il nostro appuntamento!
Gesù ci attende in paradiso! Non dimenticate mai questa verità suprema e confortante. E che cos’è la Santa Comunione se non un paradiso anticipato? Infatti nell’Eucaristia è lo stesso Gesù che ci attende e che incontreremo un giorno apertamente in cielo.
Ricevete spesso Gesù per non dimenticare mai il paradiso, per essere sempre in marcia verso la casa del Padre Celeste, per gustare già un poco il paradiso!
Questo aveva capito Domenico Savio, che a sette anni ebbe il permesso di ricevere la Prima Comunione, e in quel giorno scrisse i suoi propositi: “Primo: mi confesserò molto sovente e farò la Comunione tutte le volte che il confessore mi darà licenza. Secondo: voglio santificare i giorni festivi. Terzo: i miei amici saranno Gesù e Maria. Quarto: la morte ma non peccati”.
Ciò che il piccolo Domenico scriveva tanti anni fa (nel 1849) vale ancora adesso e varrà per sempre.
Carissimi, concludo dicendo a voi, bambini e bambine, mantenetevi degni di Gesù che ricevete! Siate innocenti e generosi! Impegnatevi a rendere bella la vita a tutti con l’obbedienza, con la gentilezza, con la buona educazione! Il segreto della gioia è la bontà!
E a voi, genitori e parenti, dico con ansia e con fiducia: amate i vostri bambini, rispettateli, edificateli! Siate degni della loro innocenza e del mistero racchiuso nella loro anima, creata direttamente da Dio! Essi hanno bisogno di amore, di delicatezza, di buon esempio, di maturità! Non trascurateli! Non traditeli!
Tutti vi affido a Maria Santissima, la nostra Madre del cielo, la Stella del mare della nostra vita: pregatela ogni giorno voi, fanciulli! Date a lei, a Maria Santissima, la vostra mano perché vi conduca a ricevere santamente Gesù.
E rivolgiamo anche un pensiero di affetto e di solidarietà a tutti i fanciulli sofferenti, a tutti i bambini che non possono ricevere Gesù perché non lo conoscono, a tutti i genitori che sono stati dolorosamente privati dei loro figli o sono delusi e amareggiati nelle loro aspettative.
Nel vostro incontro con Gesù pregate per tutti, raccomandate tutti, invocate grazie e aiuti per tutti!
E pregate anche per me, voi che siete i miei prediletti!
Homilía en Italiano (10-06-1982)
1. “E dopo aver cantato l’inno, uscirono verso il monte degli Ulivi” (Mc 14,26).
Con questa frase termina l’odierna lettura del Vangelo di san Marco. Essa contiene la descrizione dell’ultima Cena, in primo luogo i preparativi ad essa, poi l’istituzione dell’Eucaristia.
“Mentre mangiavano prese il pane e, pronunciata la benedizione, lo spezzò e lo diede loro, dicendo: «Prendete, questo è il mio corpo». Poi prese il calice e rese grazie, lo diede loro e ne bevvero tutti” (Mc 14,22-23).
Tutto si svolge nel più grande raccoglimento e silenzio. Nel sacramento che Gesù istituisce durante l’ultima Cena, egli dà ai discepoli se stesso: il suo Corpo e Sangue sotto le specie del pane e del vino. Fa ciò che un giorno aveva preannunciato nei pressi di Cafarnao – e che allora aveva provocato la defezione di molti. Così difficili erano da accettare le parole: “Io sono il pane vivo, disceso dal cielo. Se uno mangerà di questo pane vivrà in eterno” (Gv 6,51).
Oggi lo realizza. E gli Apostoli ricevono, mangiano il pane-Corpo, bevono il vino-Sangue.
Sul calice Gesù dice: “Questo è il mio sangue, il sangue dell’alleanza, versato per molti” (Mc 14,24).
Ricevono il Corpo e il Sangue come il cibo e la bevanda di quest’ultima Cena. E diventano partecipi dell’alleanza: dell’Alleanza Nuova ed Eterna, che, mediante questo Corpo dato sulla Croce, mediante il Sangue versato durante la Passione, viene conclusa.
Cristo aggiunge ancora: “In verità vi dico che io non berrò più del frutto della vite fino al giorno in cui lo berrò di nuovo nel Regno di Dio” (Mc 14,25).
Questa è quindi verbalmente l’Ultima Cena.
Il Regno di Dio, Regno del tempo venturo, è iniziato nell’Eucaristia, e da essa si svilupperà fino alla fine del mondo.
2. Quando gli Apostoli escono, dopo l’Ultima Cena, verso il monte degli Ulivi, tutti portano in sé questo grande Mistero compiutosi nel Cenacolo.
Li accompagna Cristo: il Cristo-vivente in terra. E nello stesso tempo essi portano in sé Cristo: il Cristo-Eucaristia.
Essi sono i primi tra coloro che più tardi verranno chiamati “christoforoi” (Theo-foroi).
Proprio così erano chiamati i partecipanti all’Eucaristia. Uscivano dalla partecipazione a questo Sacramento, portando in sé il Dio incarnato. Con lui nel cuore andavano tra gli uomini nella vita quotidiana.
L’Eucaristia è il Sacramento del più profondo nascondersi di Dio: egli si nasconde sotto le specie del cibo e della bevanda, e in tale modo si nasconde nell’uomo. E contemporaneamente, la stessa Eucaristia è, per questo fatto, per quel nascondersi nell’uomo, il Sacramento di un particolare uscire nel mondo – e dell’entrare tra gli uomini e in mezzo a tutto ciò di cui si compone la loro vita quotidiana.
Ecco la genesi della solennità del Santissimo Corpo e Sangue di Cristo.
Sappiamo che questa festa, nella sua forma storica, è sorta nel secolo XIII e si è sviluppata ampiamente nelle Comunità cattoliche in tutto il mondo. Tuttavia l’inizio di questa festa può essere visto già in quella prima “processione” composta dagli apostoli, che circondavano Cristo e nello stesso tempo portandolo nei loro cuori come Eucaristia, uscirono dal cenacolo verso il monte degli Ulivi.
Noi oggi adempiamo le stessa antica tradizione. Celebriamo l’Eucaristia sull’altare, la accogliamo nei nostri cuori per portarla come “Christoforoi” per le vie di Roma nella processione incontro a tutto ciò che qui ci circonda, per testimoniare dinanzi a tutto e a tutti la Nuova ed Eterna Alleanza.
3. “Che cosa renderò al Signore / per quanto mi ha dato? / Alzerò il calice della salvezza / e invocherò il nome del Signore” (Sal 115 [116],12-13). Sono parole del Salmista.
Desideriamo fare ciò che esse esprimono. Desideriamo – noi tutti che portiamo Cristo nei nostri cuori, forse perfino quotidianamente, noi tutti: “Christo-foroi”… – desideriamo ripagare il Signore per tutto ciò che ci ha fatto e sempre fa, a ciascuno e a tutti.
Desideriamo alzare il calice della salvezza, il calice dell’Eucaristia, e invocare pubblicamente il nome del Signore dinanzi a tutti gli uomini, dinanzi a tutta la città e al mondo.
Non si compiono forse, proprio dinanzi a questa città, Roma, in modo particolarmente testuale le ulteriori parole del Salmo:
“Preziosa agli occhi del Signore / è la morte dei suoi fedeli” (Sal 115 [116],15)?
Roma degli apostoli, dei martiri e dei santi, rende onore all’Eucaristia che è diventata per tutti il Pane della Vita e il Sangue della libertà spirituale:
“Io sono tuo servo, figlio della tua ancella; / hai spezzato le mie catene” (Sal 115 [116],16).
Così parla di se il Salmista. E così pensa ciascun “Christoforos”, il quale sa che mediante la penitenza e l’Eucaristia la via conduce dal peccato e dalla schiavitù del diavolo e del mondo – alla libertà nello Spirito.
Camminando nella processione del santissimo Corpo e Sangue di Cristo, desideriamo rendere proprio di ciò testimonianza all’Urbe e al Mondo. Questa è la nostra liturgia di lode e di rendimento di grazie, che non possiamo trascurare dinanzi a Dio e agli uomini.
“A te offrirò sacrifici di lode / e invocherò il nome del Signore. / Adempirò i miei voti al Signore / davanti a tutto il suo popolo” (Sal 115 [116],17-18).
Cristo! Dio Nascosto! accetta questo nostro sacrificio di lode! Accetta il rendimento di grazie e la gioia di questo popolo che, dopo tanti secoli e generazioni, porta nel suo cuore il mistero della Nuova ed Eterna Alleanza!
Homilía en Italiano (29-05-1997)
1. «Questo è il mio corpo, che è per voi . . . questo calice è la nuova alleanza nel mio sangue . . . fate questo in memoria di me» (1 Cor 11, 24-25).
L’odierna Liturgia commemora il grande mistero dell’Eucaristia con un chiaro riferimento al Giovedì Santo. Lo scorso Giovedì Santo eravamo qui, nella Basilica lateranense, come ogni anno, per fare memoria della Cena del Signore. Al termine della Santa Messa in «Caena Domini» si è snodata la breve processione che accompagna il Santissimo Sacramento nella Cappella della riposizione, dove è rimasto sino alla solenne Veglia pasquale. Oggi ci apprestiamo ad una processione ben più solenne, che ci porterà per le vie della Città.
Nella festa di oggi, ci aiutano a rivivere gli stessi sentimenti del Giovedì Santo le parole di Gesù pronunciate nel Cenacolo: «Prendete, questo è il mio Corpo», «Questo è il mio sangue, il sangue dell’alleanza, versato per molti» (Mc 14, 22.24). Queste parole, poc’anzi proclamate, ci fanno entrare ancor più nel mistero del Verbo di Dio incarnato che, sotto le specie del pane e del vino, si dona ad ogni uomo, come cibo e bevanda di salvezza.
2. Giovanni, nel canto al Vangelo, offre una significativa chiave di lettura delle parole del divin Maestro, riferendo quanto Egli stesso ebbe a dire di sé nei pressi di Cafarnao: «Io sono il pane vivo disceso dal cielo. Se uno mangia di questo pane, vivrà in eterno» (Gv 6, 51).
Troviamo così nelle Letture di oggi il senso pieno del mistero della salvezza. Se la prima, tratta dall’Esodo (cfr Es 24, 3-8), ci rimanda all’Antica Alleanza stipulata tra Dio e Mosè, mediante il sangue di animali sacrificati, nella Lettera agli Ebrei viene ricordato che Cristo «non con sangue di capri e di vitelli, ma col proprio sangue entrò una volta per sempre nel santuario» (Eb 9, 11-15).
La solennità di oggi ci aiuta, pertanto, a dare a Cristo la centralità che gli spetta nel disegno divino per l’umanità, e ci sprona a configurare sempre più la nostra vita a Lui, Sommo ed Eterno Sacerdote.
3. Mistero della fede! L’odierna solennità è stata, nei secoli, oggetto di attenzione particolare nelle diverse tradizioni del popolo cristiano. Quante manifestazioni religiose sono sorte attorno al culto eucaristico! Teologi e pastori si sono sforzati di far comprendere con la lingua degli uomini il mistero ineffabile dell’Amore divino.
Tra queste autorevoli voci, un posto speciale occupa il grande Dottore della Chiesa, san Tommaso d’Aquino, che, nelle composizioni poetiche, canta con ispirato trasporto i sentimenti di adorazione e di amore del credente di fronte al mistero del Corpo e Sangue del Signore. Basti pensare al noto «Pange, lingua«, che costituisce una profonda meditazione sul mistero eucaristico, mistero del corpo e del sangue del Signore – «gloriosi Corporis misterium, Sanguinisque pretiosi«.
Ed ancora, il cantico «Adoro te, devote«, che è invito ad adorare il Dio nascosto sotto le specie eucaristiche: Latens Deitas, quae sub his figuris vere latitas: Tibi se cor meum totum subjicit! Sì, tutto il nostro cuore si abbandona a Te, o Cristo, perché chi accoglie la tua parola, scopre il senso pieno della vita e trova la vera pace – . . . quia te contemplans totum deficit.
4. Sgorga spontaneo dal cuore il ringraziamento per così straordinario dono. «Che cosa renderò al Signore per quanto mi ha dato? Quid retribuam Domino pro omnibus, quae retribuit mihi?» (Sal 115[116], 12). Le parole del salmista possono essere pronunciate da ciascuno di noi, nella consapevolezza dell’inestimabile dono che il Signore ci ha fatto con il Sacramento eucaristico.
«Alziamo il calice della salvezza ed invochiamo il nome del Signore»: questo atteggiamento di lode e di adorazione risuona, oggi, nelle preghiere e nei canti della Chiesa in ogni angolo della terra.
Risuona questa sera qui a Roma, dove è viva l’eredità spirituale degli Apostoli Pietro e Paolo. Intoneremo ancora una volta, tra poco, l’antico cantico di adorazione e di lode, camminando per le vie della Città, dirigendoci da questa Basilica verso quella di Santa Maria Maggiore. Ripeteremo con devozione:
Pange, lingua, gloriosi . . .
Genti tutte, proclamate
il mistero del Signore!
Ed ancora:
Nobis datus, nobis natus
Ex intacta Virgine…
Dato a noi da madre pura
per noi tutti si incarnò . . .
In supremae nocte coenae
Recumbens cum fratribus . . .
Nella notte della cena
coi fratelli si trovò . . .
Cibum turbae duodenae
Se dat suis manibus.
agli Apostoli ammirati
come cibo di donò.
5. Sacramento del dono, sacramento dell’amore di Cristo spinto fino all’estremo: «in finem dilexit» (Gv 13, 1). Il Figlio di Dio dona se stesso. Sotto le specie del pane e del vino, dona il Corpo e il Sangue, assunti da Maria, Madre verginale. Dona la sua divinità e la sua umanità, per arricchirci in modo inesprimibile.
Tantum ergo Sacramentum
Veneremur cernui . . .
Adoriamo il Sacramento
che Dio Padre ci donò.
Amen.