Solemnidad de la Ascensión del Señor (A) – Homilías
/ 30 abril, 2016 / Tiempo de PascuaLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Hch 1, 1-11: Se elevó a la vista de ellos
Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9: Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas
Ef 1, 17-23: Lo sentó a su derecha en el cielo
Mt 28, 16-20: Bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Agustín, obispo
Sobre la Primera Carta de San Juan: Últimas palabras de Cristo antes de subir al cielo
Nuestro Señor Jesucristo, al subir al cielo a los cuarenta días de su resurrección, nos recomendó su cuerpo que debía permanecer aquí abajo. Lo hizo porque previó que muchos iban a rendirle honores por haber ascendido al cielo, y vio también que este honor sería inútil, si pisoteaban sus miembros en la tierra. Y para que nadie fuera inducido a error, conculcando los pies en la tierra mientras adora a la cabeza en el cielo, declaró dónde se hallaban sus miembros.
Estando, pues, para subir al cielo pronunció sus últimas palabras; después de estas palabras no volvió a hablar ya en la tierra. Estando para ascender la cabeza al cielo, recomendó a los miembros en la tierra. Y desapareció. Ya no encuentras a Cristo hablando en la tierra: le encuentras hablando, pero en el cielo. ¿Y por qué desde el cielo? Porque sus miembros eran pisoteados en la tierra. A Saulo, el perseguidor, le dijo desde lo alto: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Subí al cielo, pero permanezco aún en la tierra; aquí estoy sentado a la derecha del Padre, allí padezco todavía hambre y sed, y soy peregrino.
¿Y de qué modo nos recomendó su cuerpo en la tierra cuando estaba para subir al cielo? Como le preguntasen sus discípulos: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?, les respondió a punto de partir: No os toca a vosotros conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros, recibiréis fuerza para ser mis testigos. Ved ahora por dónde va a difundir su cuerpo, ved dónde no quiere ser pisoteado: Recibiréis fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Ved dónde permanezco, yo que asciendo.
Asciendo porque soy cabeza; permanece todavía mi cuerpo. ¿Dónde permanece? Por toda la tierra. Cuida de no herirlo, cuida de no violarlo, cuida de no pisotearlo: éstas son las últimas palabras de Cristo antes de partir para el cielo.
Reflexionad, hermanos, con entrañas cristianas: si para los herederos son tan dulces, tan gratas, de tanto peso las palabras del que está al borde del sepulcro, ¡cuáles no deberán ser para los herederos de Cristo las últimas palabras no del que está para bajar al sepulcro, sino del que está a punto de subir al cielos.
El alma de quien vivió y murió es transportada a otras regiones, mientras que su cuerpo se deposita en la tierra: que se cumplan o no sus últimas disposiciones, es algo que a él no le incumbe; otras son ya sus ocupaciones o sus sufrimientos; en su sepulcro yace un cadáver sin sentido. Y sin embargo, se respetan las últimas voluntades del finado. ¿Qué es lo que esperan los que no respetan las últimas palabras del que está sentado en el cielo, del que observa desde arriba si se aprecian o se desprecian?, ¿del que dijo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?, ¿del que reserva para el juicio lo que ve que sus miembros padecen?
Francisco, papa
Regina Caeli (01-06-2014): La palabra clave de la Ascensión
domingo 1 de junio de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que tuvo lugar cuarenta días después de la Pascua. Los Hechos de los apóstoles relatan este episodio, la separación final del Señor Jesús de sus discípulos y de este mundo (cf. Hch 1, 2.9). El Evangelio de Mateo, en cambio, presenta el mandato de Jesús a los discípulos: la invitación a ir, a salir para anunciar a todos los pueblos su mensaje de salvación (cf. Mt 28, 16-20). «Ir», o mejor, «salir» se convierte en la palabra clave de la fiesta de hoy: Jesús sale hacia el Padre y ordena a los discípulos que salgan hacia el mundo.
Jesús sale , asciende al cielo, es decir, vuelve al Padre, que lo había mandado al mundo. Hizo su trabajo, por lo tanto, vuelve al Padre. Pero no se trata de una separación, porque Él permanece para siempre con nosotros, de una forma nueva. Con su ascensión, el Señor resucitado atrae la mirada de los Apóstoles —y también nuestra mirada— a las alturas del cielo para mostrarnos que la meta de nuestro camino es el Padre. Él mismo había dicho que se marcharía para prepararnos un lugar en el cielo. Sin embargo, Jesús permanece presente y activo en las vicisitudes de la historia humana con el poder y los dones de su Espíritu; está junto a cada uno de nosotros: aunque no lo veamos con los ojos, Él está. Nos acompaña, nos guía, nos toma de la mano y nos levanta cuando caemos. Jesús resucitado está cerca de los cristianos perseguidos y discriminados; está cerca de cada hombre y cada mujer que sufre. Está cerca de todos nosotros, también hoy está aquí con nosotros en la plaza; el Señor está con nosotros. ¿Vosotros creéis esto? Entonces lo decimos juntos: ¡El Señor está con nosotros!
Jesús, cuando vuelve al cielo, lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: «Mira Padre, este es el precio del perdón que tú das». Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús nos perdona siempre, no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros. Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace más misericordioso. Este es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: mostrar al Padre el precio del perdón, sus llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y lo perdona.
Pero Jesús está presente también mediante la Iglesia, a quien Él envió a prolongar su misión. La última palabra de Jesús a los discípulos es la orden de partir: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos» ( Mt 28, 19). Es un mandato preciso, no es facultativo. La comunidad cristiana es una comunidad «en salida». Es más: la Iglesia nació «en salida». Y vosotros me diréis: ¿y las comunidades de clausura? Sí, también ellas, porque están siempre «en salida» con la oración, con el corazón abierto al mundo, a los horizontes de Dios. ¿Y los ancianos, los enfermos? También ellos, con la oración y la unión a las llagas de Jesús.
A sus discípulos misioneros Jesús dice: «Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (v. 20). Solos, sin Jesús, no podemos hacer nada. En la obra apostólica no bastan nuestras fuerzas, nuestros recursos, nuestras estructuras, incluso siendo necesarias. Sin la presencia del Señor y la fuerza de su Espíritu nuestro trabajo, incluso bien organizado, resulta ineficaz. Y así vamos a decir a la gente quién es Jesús.
Y junto con Jesús nos acompaña María nuestra Madre. Ella ya está en la casa del Padre, es Reina del cielo y así la invocamos en este tiempo; pero como Jesús está con nosotros, camina con nosotros, es la Madre de nuestra esperanza.
Homilía (27-05-2017): El poder de Dios
sábado 27 de mayo de 2017Hemos escuchado lo que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» ( Mateo 28, 18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las Lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no corresponde a los discípulos conocer «el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad», pero les promete a ellos la «fuerza del Espíritu Santo» (Hechos de los Apóstoles 1, 7-8); en la segunda san Pablo habla de la «soberana grandeza de su poder para con nosotros» y de la «eficacia de su fuerza poderosa» ( Efesios 1, 19). Pero, ¿en qué consiste esta fuerza, este poder de Dios?
Jesús afirma que es un poder «en el cielo y en la tierra». Es sobre todo el poder de unir el cielo y la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús subió al Padre nuestra carne humana cruzó el umbral del cielo: nuestra humanidad está allí, en Dios, para siempre. Allí está nuestra confianza, porque Dios no se separará nunca del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, está preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale realmente la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allí arriba donde se encuentra nuestro Señor (cf. Colosenses 3, 1-2). Esto es lo que ha hecho Jesús, con su poder de unir para nosotros la tierra y el cielo.
Pero este poder suyo no terminó una vez que subió al cielo; continúa también hoy y dura para siempre. De hecho, precisamente antes de subir al Padre, Jesús dijo: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» ( Mateo 28, 20). No es una forma de hablar, una simple tranquilización, como cuando antes de salir hacia un largo viaje se dice a los amigos: «pensaré en vosotros». No, Jesús está realmente con nosotros y por nosotros: en el cielo muestra al Padre su humanidad, nuestra humanidad; muestra al Padre sus llagas, el precio que ha pagado por nosotros; y así «está siempre vivo para interceder» ( Hebreos 7, 25) a nuestro favor. Esta es la palabra-clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús tomado por el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada petición nuestra de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida —lo he dicho—, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. Él es nuestro «abogado» (cf. 1 Juan 2, 1) y, cuando tenemos alguna «causa» importante, hacemos bien en encomendársela, en decirle: «Señor Jesús, intercede por mí, intercede por nosotros, intercede por esa persona, intercede por esa situación...».
Esta capacidad de intercesión, Jesús nos la ha donado también a nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos, cada uno de nosotros puede preguntarse: «¿Yo rezo? Y todos, como Iglesia, como cristianos, ¿ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?». El mundo lo necesita. Nosotros mismos lo necesitamos. En nuestras jornadas corremos y trabajamos mucho, nos comprometemos con muchas cosas; pero corremos el riesgo de llegar a la noche cansados y con el alma cargada, parecidos a un barco cargado de mercancía que después de un viaje cansado regresa al puerto con ganas solo de atracar y de apagar las luces. Viviendo siempre entre tantas carreras y cosas que hacer, nos podemos perder, encerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por nada. Para no dejarnos sumergir por este «dolor de vivir», recordemos cada día «lanzar el ancla a Dios»: llevemos a Él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Esta es la fuerza de la oración, que une cielo y tierra, que permite a Dios entrar en nuestro tiempo.
La oración cristiana no es una forma para estar un poco más en paz con uno mismo o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para encomendarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cf. Mateo 7, 7). Es involucrarse para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cf. Hechos de los Apóstoles 1, 14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante al mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo supone cansancio y dona paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, sino ejercitar la fuerza mansa de la oración, con la cual se pueden también parar las guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos no nos cansemos nunca de rezar para acercar la tierra y el cielo.
Después de la intercesión emerge, del Evangelio, una segunda palabra-clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El Señor envía a los suyos a anunciarlo con el único poder del Espíritu Santo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes» ( Mateo 28, 19). ¡Id! Es un acto de extrema confianza en los suyos: ¡Jesús se fía de nosotros, cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestras faltas; sabe que no seremos nunca perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no empezaremos nunca.
Para Jesús es importante que desde enseguida superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede estar encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos. Para anunciar, entonces, es necesario ir, salir de sí mismo. Con el Señor no se puede estar quietos, acomodados en el propio mundo y en los recuerdos nostálgicos del pasado; con Él está prohibido acomodarse en las seguridades adquiridas. La seguridad para Jesús está en el ir, con confianza: allí se revela su fuerza. Porque el Señor no aprecia las comodidades y el confort, sino que incomoda y relanza siempre. Nos quiere en salida, libres de las tentaciones de conformarse cuando estamos bien y tenemos todo bajo control.
«Id», nos dice también hoy Jesús, que en el Bautismo ha concedido a cada uno de nosotros el poder del anuncio. Por eso ir en el mundo con el Señor pertenece a la identidad del cristiano. No es solo para los sacerdotes, las monjas, los consagrados: es de todos los cristianos, es nuestra identidad. Ir en el mundo con el Señor: esta es nuestra identidad. El cristiano no está quieto, sino en camino: con el Señor hacia los otros. Pero el cristiano no es un velocista que corre locamente o un conquistador que debe llegar antes que los otros. Es un peregrino, un misionero, un «maratonista con esperanza»: manso pero decidido en el caminar; confiado y al mismo tiempo activo; creativo pero siempre respetuoso; ingenioso y abierto, trabajador y solidario. ¡Con este estilo recorremos las calles del mundo!
Como para los discípulos de los orígenes, nuestros lugares de anuncio son las calles del mundo: es sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes, desea que el anuncio sea llevado no con la nuestra, sino con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y mansa del testimonio alegre. Y esto es urgente, ¡hermanos y hermanas! Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarnos en cuestiones no centrales, sino dedicarnos plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros los chismorreos y las falsas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo, y trabajemos concretamente por el bien común y por la paz; arriesguémonos con valentía, convencidos de que hay más alegría en el dar que en el recibir (cf. Hechos de los Apóstoles 20, 35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros, sea la fuerza de nuestro ir, la valentía de nuestro caminar.
Regina Caeli (28-05-2017): ¿Por qué existe la Iglesia?
domingo 28 de mayo de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, que sucedió cuarenta días después de la Pascua. La página evangélica (cf Mateo 28, 16-20), la que concluye con el Evangelio de Mateo, nos presenta el momento de la despedida definitiva del Resucitado de sus discípulos. La escena está ambientada en Galilea, el lugar donde Jesús les había llamado para seguirle y para formar el primer núcleo de su nueva comunidad. Ahora esos discípulos han pasado a través del «fuego» de la pasión y de la resurrección; al ver al Señor resucitado se postrarán delante, pero algunos todavía tienen dudas. A esta comunidad con miedo, Jesús deja la gran tarea de evangelizar al mundo; y concreta este encargo con la orden de enseñar y bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (cf v. 19).
La Ascensión de Jesús al cielo constituye por eso el final de la misión que el Hijo ha recibido del Padre y el inicio de la continuación de tal misión por parte de la Iglesia. Desde este momento, desde el momento de la Ascensión, de hecho, la presencia de Cristo en el mundo es mediada por sus discípulos, por aquellos que creen en Él y lo anuncian. Esta misión durará hasta el final de la historia y gozará cada día de la asistencia del Señor resucitado, el cual asegura: «Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (v. 20). Y su presencia lleva fortaleza ante las persecuciones, consuelo en las tribulaciones, apoyo en las situaciones de dificultad que encuentran la misión y el anuncio del Evangelio.
La Ascensión nos recuerda esta asistencia de Jesús y de su Espíritu que da confianza, da seguridad a nuestro testimonio cristiano en el mundo. Nos desvela por qué existe la Iglesia: la Iglesia existe para anunciar el Evangelio. ¡Solo para eso! Y también, la alegría de la Iglesia es anunciar el Evangelio. La Iglesia somos todos nosotros bautizados. Hoy somos invitados a comprender mejor que Dios nos ha dado la gran dignidad y la responsabilidad de anunciarlo al mundo, de hacerlo accesible a la humanidad. Esta es nuestra dignidad, este es el honor más grande para cada uno de nosotros, ¡de todos los bautizados!
En esta fiesta de la Ascensión, mientras dirigimos la mirada al cielo, donde Cristo ha ascendido y está sentado a la derecha del Padre, reforcemos nuestros pasos en la tierra para proseguir con entusiasmo y valentía nuestro camino, nuestra misión de testimoniar y vivir el Evangelio en todo ambiente. Somos muy conscientes de que esta no depende en primer lugar de nuestras fuerzas, de capacidades organizativas o recursos humanos. Solamente con la luz y la fuerza del Espíritu Santo nosotros podemos cumplir eficazmente nuestra misión de hacer conocer y experimentar cada vez más a los otros el amor y la ternura de Jesús. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a contemplar los bienes celestes, que el Señor nos promete, y a convertirnos en testigos cada vez más creíbles de su Resurrección, de la verdadera Vida.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
El Señorío de Cristo.
El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es el Señor. En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la eficacia de la fuerza poderosa de Dios» por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la fiesta de Cristo glorificado, exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de esta majestad infinita de Cristo.
Pero la Ascensión es también la fiesta de la Iglesia. Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estaré con vosotros todos los días».
«Id y haced discípulos de todos los pueblos». La Ascensión es también fiesta y compromiso de evangelización. Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice –«se me ha dado pleno poder» – «yo estaré con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento de un Cristo presente y todopoderoso que quiere servirse de nosotros para extender su señorío en el mundo. El que actúa es Él y la eficacia es suya (Mc 16,20); de lo contrario, no hay eficacia alguna.