Domingo XXXII Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 7 noviembre, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Sab 6, 12-16: Quienes buscan la sabiduría la encuentran
Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 7-8: Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío
1 Tes 4, 13-18: Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto
1 Tes 4, 13-14: Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto
Mt 25, 1-13: ¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (06-11-2011): Un aceite que no se puede comprar
domingo 6 de noviembre de 2011Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la liturgia de este domingo nos invitan a prolongar la reflexión sobre la vida eterna, iniciada con ocasión de la Conmemoración de todos los fieles difuntos. Sobre este punto es neta la diferencia entre quien cree y quien no cree, o —se podría igualmente decir— entre quien espera y quien no espera. San Pablo escribe a los Tesalonicenses: «No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13). La fe en la muerte y resurrección de Jesucristo marca, también en este campo, un momento decisivo. Asimismo, san Pablo recuerda a los cristianos de Éfeso que, antes de acoger la Buena Nueva, estaban «sin esperanza y sin Dios en el mundo» (Ef 2, 12). De hecho, la religión de los griegos, los cultos y los mitos paganos no podían iluminar el misterio de la muerte, hasta el punto de que una antigua inscripción decía: «In nihil ab nihilo quam cito recidimus», que significa: «¡Qué pronto volvemos a caer de la nada a la nada!». Si quitamos a Dios, si quitamos a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en la oscuridad. Y esto se puede constatar también en las expresiones del nihilismo contemporáneo, un nihilismo a menudo inconsciente que lamentablemente contagia a muchos jóvenes.
El Evangelio de hoy es una célebre parábola, que habla de diez muchachas invitadas a una fiesta de bodas, símbolo del reino de los cielos, de la vida eterna (cf. Mt 25, 1-13). Es una imagen feliz, con la que sin embargo Jesús enseña una verdad que nos hace reflexionar; de hecho, de aquellas diez muchachas, cinco entran en la fiesta, porque, a la llegada del esposo, tienen aceite para encender sus lámparas; mientras que las otras cinco se quedan fuera, porque, necias, no han llevado aceite. ¿Qué representa este «aceite», indispensable para ser admitidos al banquete nupcial? San Agustín (cf. Discursos 93, 4) y otros autores antiguos leen en él un símbolo del amor, que no se puede comprar, sino que se recibe como don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Aprovechar la vida mortal para realizar obras de misericordia es verdadera sabiduría, porque, después de la muerte, eso ya no será posible. Cuando nos despierten para el juicio final, este se realizará según el amor practicado en la vida terrena (cf. Mt 25, 31-46). Y este amor es don de Cristo, derramado en nosotros por el Espíritu Santo. Quien cree en Dios-Amor lleva en sí una esperanza invencible, como una lámpara para atravesar la noche más allá de la muerte, y llegar a la gran fiesta de la vida.
A María, Sedes Sapientiae, pidamos que nos enseñe la verdadera sabiduría, la que se hizo carne en Jesús. Él es el camino que conduce de esta vida a Dios, al Eterno. Él nos ha dado a conocer el rostro del Padre, y así nos ha donado una esperanza llena de amor. Por esto, la Iglesia se dirige a la Madre del Señor con estas palabras: «Vita, dulcedo, et spes nostra». Aprendamos de ella a vivir y morir en la esperanza que no defrauda.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Morir en el Señor
1Tes 4,12-17
«No os aflijáis como los hombres sin esperanza». Hay un dolor por la muerte de los seres queridos que es natural y totalmente normal. Pero hay una tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja una falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán (1 Cor 15,20-21). Más aún, puede sentir una profunda alegría, porque sabe que el «muerto» no está en realidad muerto, sino «dormido» (Lc 8,52), esperando ser despertado por Cristo, y que mientras tanto ya «está con el Señor», gozando de su presencia, de su vida y de su felicidad.
«A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él». En esto se juega todo: en «morir en Jesús». La verdadera tristeza no consiste en el hecho de morir, sino en morir fuera de Jesús, porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda» (Ap 20,6), la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a «verdes praderas» para hacerlos descansar (Sal 23,2). El que muere en Jesús no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo» (Lc 9,25).
«Y así estaremos siempre con el Señor». Eso es el cielo: no un lugar, sino una persona. Es estar por toda la eternidad en compañía de Aquel «que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados» (Ap 1,5), «que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa» (2 Tes 2,16). Empezaremos a entender –y a desear– el cielo en la medida en que ya en este mundo vayamos conociendo y tratando a Cristo, en la medida en que vayamos calando «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad» del «amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3,18-19).
Esperando al Esposo
Mt 25,1-13
En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como venida del Esposo.
El título de Esposo, que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento (por ejemplo Os 2,18), Jesús lo toma para sí (por ejemplo Mt 9,15; Jn 3,29). Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad que Cristo establece con la Iglesia, su Esposa, y en ella con cada hombre.
El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor. Por tanto, es una espera amorosa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro... Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante a Cristo que viene, para estar preparado, con vestido de bodas (Mt 22,11-14). Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa desea la vuelta del marido que marchó de viaje. El cristiano no se entristece por la muerte «como los hombres sin esperanza» (1 Tes 4,13). La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de «estar siempre con el Señor» (1 Tes 4,17). Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive «aguardando la vuelta de Jesús desde el cielo» (1Tes 1,10).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
En la primera lectura se nos exhorta a consagrar las jornadas y las vigilias de la noche a buscar la Sabiduría que procede de Dios. El Evangelio nos manda que estemos vigilantes y atentos, siempre preparados para la venida del Señor. Y San Pablo en la segunda lectura nos afirma que todos aquellos que hayan creído en Jesús entrarán, cuando Él vuelva, en el mundo de la resurrección, donde vivirán para siempre en su Reino.
La Iglesia, según el Vaticano II, es «el sacramento universal de salvación» (LG 1). Pero la salvación de los hombres, que es una invitación gratuita y amorosa de iniciativa divina, está siempre condicionada por la respuesta de los mismos hombres ante el llamamiento de Dios. Por eso necesitamos preocuparnos más del gran problema de nuestra vida: la santificación y la salvación. De ahí la necesidad urgente de una vigilancia constante.
?Sabiduría 6,13-17: Encuentran la Sabiduría los que la buscan. Por Sabiduría entendemos aquí el designio amoroso de Dios de poner a nuestro alcance su invitación generosa de salvación, que es encontrada por los que la buscan sinceramente. La salvación del Dios es un tema hondamente arraigado en la Sagrada Escritura: Dios salva a los hombres, Cristo es nuestro Salvador. El Evangelio aporta la salvación a todo creyente. Es, por lo mismo, un término clave en el lenguaje bíblico, pero su proceso de elaboración ha sido lento. Toda la historia de Israel es una «historia de salvación» que llega a su culmen en Cristo Jesús, que precisamente significa: «Dios salva». En Él Dios re-capitula toda la historia de la salvación en favor de los hombres.
Dios salva del pecado. Solo Dios puede perdonarlo, absolverlo, eliminarlo. Por eso es por lo que Israel, tomando más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar otra salvación que la que viene de invocar el nombre de Dios Redentor. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo, hecho hombre para la redención universal y definitiva del pecado. Él es «el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29).
?Por eso con el Salmo 62 decimos que nuestra alma está sedienta de Dios. Nuestra carne tiene ansia de Él, como tierra reseca, agostada y sin agua. Solo Él puede salvarnos. Su gracia vale más que la vida, solo en Él podemos encontrar la saciedad de nuestra alma. Él es nuestro auxilio y «a la sombra de sus alas» cantamos con júbilo.
?1 Tesalonicenses 4,12-37: A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él. Hemos sido creados y redimidos para la eternidad. Toda nuestra vida temporal lleva en sí una responsabilidad permanente para el «día» del encuentro con el que ha de venir.
El punto central de esta lectura es la unión constante con el Señor. Nuestra fe en el retorno del Señor ha de ir a lo esencial: «¡estaremos siempre con Él!» Ésta ha de ser nuestra alegría constante, nuestra gran solicitud: no separarnos de Cristo. Y lo único que nos aparta de Él es el pecado. De ahí la gran vigilancia que hemos de tener para no dejarnos atrapar por el pecado. Con la gracia divina nosotros siempre podemos salir victoriosos en las dificultades y tentaciones que podamos encontrar en nuestro camino hacia el Padre. La Iglesia, «Sacramento universal de salvación», con todos los medios que tiene, es la gran ayuda que nosotros tenemos y necesitamos.
La esperanza firme en la vida eterna, lograda por la misericordia de Dios, que es fiel a sus promesas, da a los cristianos paz en la vida y paz en la muerte. Oigamos a San Agustín:
«Nos amonesta el Apóstol a ?no entristecernos? por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, ?como hacen los que no tienen esperanza? en la resurrección e incorrupción eterna. También la costumbre de la Escritura los denomina en verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos la esperanza de que hemos de volver al estado de vigilia. Por ello canta también en el salmo: ?¿acaso no volverá a levantarse el que duerme??? (Sal 40,9). Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Pero la muerte no habría llegado al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena» (Sermón 172,1).
?Mateo 25,1-13: ¡Que llega el Esposo, salid a su encuentro! La vigilancia responsable o la irresponsabilidad paralizante son dos modos de vivir la fe cristiana ante el misterio de la salvación. Pero su desenlace final es irreversible. La salvación no se improvisa.
La vocación cristiana es irrenunciable-mente una vivencia profunda, personal y colectiva de la esperanza escatológica. Sin estas vivencias careceremos del sentido auténtico de la misión redentora de Cristo. El santo temor de Dios nos libra de la presunción vana ante la salvación y nos comunica la confianza filial, que quita de nosotros toda desesperanza paralizante. Es en el tiempo y en nuestro quehacer diario donde hemos de ser y permanecer vigilantes, esperando el retorno del Señor con las lámparas encendidas, alimentadas con el aceite de nuestras buenas obras. La eternidad nos la jugamos a diario en este tiempo que Dios nos concede para colaborar con su gracia divina realizando bajo su influjo obras buenas y salvíficas. Oigamos a San Agustín:
«Aquellas vírgenes simbolizan a las almas. En realidad no son solo cinco, pues simbolizan a muchas. Y además, ese número de cinco comprende tanto varones como mujeres, pues ambos sexos están representados por una mujer, es decir, por la Iglesia. A ambos sexos, esto es, a la Iglesia, se la llama Virgen (2 Cor 11,2). Y si pocos poseen la virginidad de la carne, todos deben poseer la virginidad del corazón...
«¿Y quiénes son las vírgenes necias? También ellas son cinco. Son las almas que conservan la continencia de la carne, evitando toda corrupción, procedente de los sentidos... Evitan ciertamente la corrupción, venga de donde venga, pero no presentan el bien que hacen a los ojos de Dios en la propia conciencia, sino que intentan agradar con él a los hombres, siguiendo el parecer ajeno... Evidentemente no llevan el aceite consigo... Las necias encienden ciertamente sus lámparas; parece que lucen sus obras, pero decaen en su llama y se apagan, porque no se alimentan del aceite interior... Faltarán las obras a las vírgenes necias, por no tener el aceite de la buena conciencia» (Comentario al Salmo 147,10-11).