Domingo XXX Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 24 octubre, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
Para ver el texto completo de las lecturas haz clic aquí.
Ex 22, 20-26: Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá mi ira contra vosotros
Sal 17, 2-3a. 3bc-4. 47 y 51ab: Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza
1 Tes 1, 5c-10: Os convertisteis, abandonando los ídolos, para servir a Dios y vivir aguardando la vuelta de su Hijo
Mt 22, 34-40: Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía: El amor es fundamento de la moral
Hoy, en la primera lectura del libro del Éxodo escuchamos las llamadas que el autor del texto dirige, de parte de Dios, a los hombres de la Antigua Alianza, y que no pierden su actualidad en ninguna época:
"No vejarás...", "no oprimirás...", "no explotarás a viudas ni a huérfanos", "no serás... usurero", "si tomas en prenda... lo devolverás".
El autor del libro del Éxodo, con estas órdenes tan fuertes y perentorias, quiere hacernos reflexionar sobre la realidad fundamental de la existencia de una "ley moral natural", ingénita en la misma estructura del hombre, ser inteligente y volitivo. Dios no ha creado al hombre por casualidad, sino según un proyecto de amor y de salvación. Por el hecho mismo de que una persona es viviente y consciente, no puede dejarse llevar y dominar por el arbitrio, por la autonomía, por el impulso de los instintos y de las pasiones. Desgraciadamente hoy se enseña y se propala por los medios de comunicación, especialmente por los audiovisuales, un "humanismo del instinto", que exalta el valor arbitrario de la espontaneidad instintiva, del hedonismo, de la agresividad. Pero no es así: hay una ley moral inscrita en la conciencia misma del hombre que impone respetar los derechos del Creador y del prójimo y la dignidad de la propia persona; ley que se expresa prácticamente con los "Diez Mandamientos".
Transgredir la ley moral natural es fuente de consecuencias terribles y ya lo hacía ver San Pablo en la Carta a los Romanos: "Tribulación y angustia sobre todo el que hace el mal...; pero gloria, honor y paz para todo el que hace el bien" (Rom 2, 9-10). Lo que San Pablo decía a los pueblos paganos, que no habían actuado en conformidad con el conocimiento racional de Dios, único Creador y Señor, y habían despreciado la ley moral natural, se constata de forma impresionante en todos los tiempos, y por lo tanto también en nuestra época: "Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad..." (Rom 1, 28-29). El descenso de la moral, tanto en el campo social como en el ámbito personal, causado por la desobediencia a la ley de Dios inscrita en el corazón del hombre, es la amenaza más terrible a cada persona y a toda la humanidad.
Esta dramática situación ya existía en los tiempos de la Encíclica "Rerum novarum"; y, por desgracia, después de 90 años, aún somos testigos de ella con la caída de la moral y la consiguiente gran amenaza para el hombre.
En el Evangelio de hoy un doctor de la ley pregunta a Jesús: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?" (Mt 22, 36). Cristo responde: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los Profetas" (Mt 22, 37-40).
Con estas palabras Cristo define cuál es el fundamento último de toda la moral humana, esto es, aquello sobre lo que se apoya toda la construcción de esta moral. Cristo afirma que se apoya en definitiva sobre estos dos mandamientos. Si amas a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo, si amas verdadera y realmente, entonces sin duda "no vejarás", ni "oprimirás", "no explotarás a ninguno, en particular a la viuda y al huérfano", "no serás tampoco usurero" y si "tomas en prenda... lo devolverás" (Ex 22, 20-25).
La liturgia de la Palabra de hoy nos enseña de qué modo se construye el edificio de la moral humana desde sus mismos fundamentos y, al mismo tiempo, nos invita a construir este edificio precisamente así. Del mismo modo en cada uno como en todos: en el hombre que es sujeto consciente de sus actos, en la familia y en toda la sociedad.
Puesto que debemos aprovecharnos honestamente de la participación en la liturgia de hoy, debemos pensar si y cómo construimos el edificio de nuestra moral. Y si la conciencia comienza a reprobar nuestras obras, reflexionemos si a esta moral no le falta el fundamento del amor.
[...] "Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte" (Sal 17 [18], 3).
El hombre, en diversas situaciones de la vida, se dirige a Dios para encontrar en El la ayuda, por ejemplo con las palabras del Salmo responsorial de hoy. Se dirige a El en las dificultades y en los peligros.
Los peligros más amenazadores son los de naturaleza moral, tanto por lo que respecta a los individuos, como también a las familias y a toda la sociedad.
Y entonces es necesario un esfuerzo más grande y una cooperación más ferviente con Dios para construir sobre roca sólida, sobre el fundamento de sus mandamientos y sobre la potencia de su gracia. Este fundamento perdura incesantemente. Y Dios no niega la gracia a los que sinceramente aspiran a ella.
A todos vosotros... os deseo de todo corazón que construyáis sobre este fundamento, que aspiréis a la gracia de Cristo.
Que se cumplan en vosotros estas palabras: "Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador" (Sal 17 [18] 2).
Benedicto XVI, papa
Homilía (26-10-2008): ¡Shemá!: amor íntegro y total a Dios
domingo 26 de octubre de 2008La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina. El evangelista san Mateo narra que los fariseos, después de que Jesús respondiera a los saduceos dejándolos sin palabras, se reunieron para ponerlo a prueba (cf. Mt 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le preguntó: "Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?" (Mt 22, 36). La pregunta deja adivinar la preocupación, presente en la antigua tradición judaica, por encontrar un principio unificador de las diversas formulaciones de la voluntad de Dios. No era una pregunta fácil, si tenemos en cuenta que en la Ley de Moisés se contemplan 613 preceptos y prohibiciones. ¿Cómo discernir, entre todos ellos, el mayor? Pero Jesús no titubea y responde con prontitud: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento" (Mt 22, 37-38).
En su respuesta, Jesús cita el Shemá, la oración que el israelita piadoso reza varias veces al día, sobre todo por la mañana y por la tarde (cf. Dt 6, 4-9; 11, 13-21; Nm 15, 37-41): la proclamación del amor íntegro y total que se debe a Dios, como único Señor. Con la enumeración de las tres facultades que definen al hombre en sus estructuras psicológicas profundas: corazón, alma y mente, se pone el acento en la totalidad de esta entrega a Dios. El término mente, diánoia, contiene el elemento racional. Dios no es solamente objeto del amor, del compromiso, de la voluntad y del sentimiento, sino también del intelecto, que por tanto no debe ser excluido de este ámbito. Más aún, es precisamente nuestro pensamiento el que debe conformarse al pensamiento de Dios.
Sin embargo, Jesús añade luego algo que, en verdad, el doctor de la ley no había pedido: "El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). El aspecto sorprendente de la respuesta de Jesús consiste en el hecho de que establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: "De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas" (Mt 22, 40).
La página evangélica sobre la que estamos meditando subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También la primera Lectura, tomada del libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún "defensor". El autor sagrado se detiene en detalles particulares, como en el caso del objeto dado en prenda por uno de estos pobres (cf. Ex 22, 25-26). En este caso es Dios mismo quien se hace cargo de la situación de este prójimo.
En la segunda Lectura podemos ver una aplicación concreta del mandamiento supremo del amor en una de las primeras comunidades cristianas. San Pablo, escribiendo a los Tesalonicenses, les da a entender que, aunque los conozca desde hace poco, los aprecia y los lleva con cariño en su corazón. Por este motivo los señala como "modelo para todos los creyentes de Macedonia y de Acaya" (1 Ts 1, 7). Por supuesto, no faltan debilidades y dificultades en aquella comunidad fundada hacía poco tiempo, pero el amor todo lo supera, todo lo renueva, todo lo vence: el amor de quien, consciente de sus propios límites, sigue dócilmente las palabras de Cristo, divino Maestro, transmitidas a través de un fiel discípulo suyo.
"Vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor —escribe san Pablo—, acogiendo la Palabra en medio de grandes pruebas". "Partiendo de vosotros —prosigue el Apóstol—, ha resonado la Palabra del Señor y vuestra fe en Dios se ha difundido no sólo en Macedonia y en Acaya, sino por todas partes" (1 Ts 1, 6.8). La lección que sacamos de la experiencia de los Tesalonicenses, experiencia que en verdad se realiza en toda auténtica comunidad cristiana, es que el amor al prójimo nace de la escucha dócil de la Palabra divina. Es un amor que acepta también pruebas duras por la verdad de la Palabra divina; y precisamente así crece el amor verdadero y la verdad brilla con todo su esplendor. ¡Qué importante es, por tanto, escuchar la Palabra y encarnarla en la existencia personal y comunitaria!
[...] Advertimos de manera singular el especial vínculo que existe entre la escucha amorosa de la Palabra de Dios y el servicio desinteresado a los hermanos. [Hoy es cada vez mayor] la necesidad de escuchar más íntimamente a Dios, de conocer más profundamente su Palabra de salvación, de compartir más sinceramente la fe que se alimenta constantemente en la mesa de la Palabra divina!
[...] La tarea prioritaria de la Iglesia, al inicio de este nuevo milenio, consiste ante todo en alimentarse de la Palabra de Dios, para hacer eficaz el compromiso de la nueva evangelización, del anuncio en nuestro tiempo. [...] Es preciso que se comprenda la necesidad de traducir en gestos de amor la Palabra escuchada, porque sólo así se vuelve creíble el anuncio del Evangelio, a pesar de las fragilidades humanas que marcan a las personas. Esto exige, en primer lugar, un conocimiento más íntimo de Cristo y una escucha siempre dócil de su Palabra.
[...] Haciendo nuestras las palabras del Apóstol: "Ay de mí si no predicara el Evangelio" (1 Co 9, 16), deseo de corazón que en cada comunidad se sienta con una convicción más fuerte este anhelo de san Pablo como vocación al servicio del Evangelio para el mundo. Al inicio de los trabajos sinodales recordé la llamada de Jesús: "La mies es mucha" (Mt 9, 37), llamada a la cual nunca debemos cansarnos de responder, a pesar de las dificultades que podamos encontrar. Mucha gente está buscando, a veces incluso sin darse cuenta, el encuentro con Cristo y con su Evangelio; muchos sienten la necesidad de encontrar en él el sentido de su vida. Por tanto, dar un testimonio claro y compartido de una vida según la Palabra de Dios, atestiguada por Jesús, se convierte en un criterio indispensable de verificación de la misión de la Iglesia.
Las lecturas que la liturgia ofrece hoy a nuestra meditación nos recuerdan que la plenitud de la Ley, como la de todas las Escrituras divinas, es el amor. Por eso, quien cree haber comprendido las Escrituras, o por lo menos alguna parte de ellas, sin comprometerse a construir, mediante su inteligencia, el doble amor a Dios y al prójimo, demuestra en realidad que está todavía lejos de haber captado su sentido profundo. Pero, ¿cómo poner en práctica este mandamiento?, ¿cómo vivir el amor a Dios y a los hermanos sin un contacto vivo e intenso con las Sagradas Escrituras?
El concilio Vaticano II afirma que "los fieles han de tener fácil acceso a la Sagrada Escritura" (Dei Verbum, 22) para que las personas, cuando encuentren la verdad, puedan crecer en el amor auténtico. Se trata de un requisito que hoy es indispensable para la evangelización. Y, ya que el encuentro con la Escritura a menudo corre el riesgo de no ser "un hecho" de Iglesia, sino que está expuesto al subjetivismo y a la arbitrariedad, resulta indispensable una promoción pastoral intensa y creíble del conocimiento de la Sagrada Escritura, para anunciar, celebrar y vivir la Palabra en la comunidad cristiana, dialogando con las culturas de nuestro tiempo, poniéndose al servicio de la verdad y no de las ideologías del momento e incrementando el diálogo que Dios quiere tener con todos los hombres (cf. ib., 21).
Con esta finalidad es preciso prestar atención especial a la preparación de los pastores, que luego dirigirán la necesaria acción de difundir la práctica bíblica con los subsidios oportunos. Es preciso estimular los esfuerzos que se están llevando a cabo para suscitar el movimiento bíblico entre los laicos, la formación de animadores de grupos, con especial atención hacia los jóvenes. Debe sostenerse el esfuerzo por dar a conocer la fe a través de la Palabra de Dios, también a los "alejados" y especialmente a los que buscan con sinceridad el sentido de la vida.
Se podrían añadir otras muchas reflexiones, pero me limito, por último, a destacar que el lugar privilegiado en el que resuena la Palabra de Dios, que edifica la Iglesia, como se dijo en el Sínodo, es sin duda la liturgia. En la liturgia se pone de manifiesto que la Biblia es el libro de un pueblo y para un pueblo; una herencia, un testamento entregado a los lectores, para que actualicen en su vida la historia de la salvación testimoniada en lo escrito. Existe, por tanto, una relación de recíproca y vital dependencia entre pueblo y Libro: la Biblia es un Libro vivo con el pueblo, su sujeto, que lo lee; el pueblo no subsiste sin el Libro, porque en él encuentra su razón de ser, su vocación, su identidad. Esta mutua dependencia entre pueblo y Sagrada Escritura se celebra en cada asamblea litúrgica, la cual, gracias al Espíritu Santo, escucha a Cristo, ya que es él quien habla cuando en la Iglesia se lee la Escritura y se acoge la alianza que Dios renueva con su pueblo. Así pues, Escritura y liturgia convergen en el único fin de llevar al pueblo al diálogo con el Señor y a la obediencia a su voluntad. La Palabra que sale de la boca de Dios y que testimonian las Escrituras regresa a él en forma de respuesta orante, de respuesta vivida, de respuesta que brota del amor (cf. Is 55, 10-11).
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que de la escucha renovada de la Palabra de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo, brote una auténtica renovación de la Iglesia universal en todas las comunidades cristianas... María santísima, que ofreció su vida como "esclava del Señor" para que todo se cumpliera en conformidad con la divina voluntad (cf. Lc1, 38) y que exhortó a hacer todo lo que dijera Jesús (cf. Jn 2, 5), nos enseñe a reconocer en nuestra vida el primado de la Palabra, la única que nos puede dar la salvación. Así sea.
Francisco, papa
Ángelus (26-10-2014): El criterio fundamental sobre el cual edificar nuestra vida
domingo 26 de octubre de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor a Dios y al prójimo. El evangelista Mateo relata que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para poner a prueba a Jesús (cf. 22, 34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le hizo esta pregunta: «Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?» (v. 36). Jesús, citando el libro del Deuteronomio, le dijo: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero» (vv. 37-38). Y hubiese podido detenerse aquí. En cambio, Jesús añadió algo que no le había preguntado el doctor de la ley. Dijo: «El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39). Tampoco este segundo mandamiento Jesús lo inventa, sino que lo toma del libro del Levítico. Su novedad consiste precisamente en poner juntos estos dos mandamientos —el amor a Dios y el amor al prójimo— revelando que ellos son inseparables y complementarios, son las dos caras de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios. El Papa Benedicto nos dejó un bellísimo comentario al respecto en su primera encíclica Deus caritas est, (nn. 16-18).
En efecto, el signo visible que el cristiano puede mostrar para testimoniar al mundo y a los demás, a su familia, el amor de Dios es el amor a los hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el primero no porque está en la cima de la lista de los mandamientos. Jesús no lo puso en el vértice, sino en el centro, porque es el corazón desde el cual todo debe partir y al cual todo debe regresar y hacer referencia.
Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, comprendía también el deber de hacerse cargo de las personas más débiles, como el extranjero, el huérfano, la viuda (cf. Ex 22, 20-26). Jesús conduce hacia su realización esta ley de alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor.
Ahora, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. Ya no podemos separar la vida religiosa, la vida de piedad del servicio a los hermanos, a aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos ya dividir la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la proximidad a su vida, especialmente a sus heridas. Recordad esto: el amor es la medida de la fe. ¿Cuánto amas tú? Y cada uno se da la respuesta. ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor.
En medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones —a los legalismos de ayer y de hoy— Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros: el rostro del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega dos rostros, es más, un solo rostro, el de Dios que se refleja en muchos rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. Y deberíamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos hermanos, si somos capaces de reconocer en él el rostro de Dios: ¿somos capaces de hacer esto?
De este modo Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre el cual edificar la propia vida. Pero Él, sobre todo, nos donó el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios y al prójimo como Él, con corazón libre y generoso. Por intercesión de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don del amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros, que son un rostro solo: la ley del amor.
Congregación para el Clero
Homilía
En la primera Lectura se lee: «No maltratarás al extranjero, ni lo oprimirás, porque vosotros fuisteis extranjeros en Egipto» (Ex 22,20). Es bien natural que, antes de la venida de Cristo, la Escritura invitara a esta clase de acogida. Pero con Cristo, y en su Cuerpo que es la Iglesia, ninguno es extranjero. Cada uno, tomado por Cristo y hecho, en Cristo, hijo del Padre y hermano entre los hermanos, es a pleno título miembro de la Civitas Dei y, por lo tanto, ciudadano de la Iglesia.
Así como ninguno es extranjero en la Iglesia, así cada uno de nosotros, cada día, experimenta una «extranjería» respecto a todo lo que existe, incluso a sí mismo.
Podemos decir que existe una «extranjería», un «ser extranjero» que es consecuencia del pecado de los hombres – y contra este debemos luchar constantemente, con la ayuda de la gracia, para limar las asperezas de nuestra humanidad- y existe una «extranjería», un «ser extranjero» que es constitutivo de la existencia humana y proporcional a la profundidad de nuestra vida espiritual.
El cristiano es necesariamente extranjero en un mundo que no reconoce a Dios; es extranjero en un mundo que no ama la vida y está inmerso en la cultura de la muerte; es extranjero en un mundo que ignora el orden natural y olvida las leyes de la creación; es extranjero en un mundo donde n hay lugar para la persona, para el último y para el pobre, sino sólo para los individuos, el poder, el dinero.
El cristiano, y más aún el sacerdote, es necesariamente extranjero en un mundo inmerso en el relativismo, en el hedonismo, en una cultura del placer que, en realidad, se anega en una anestesia general de la razón, la cual tiene como único resultado una profunda lejanía de los hombres.
En un contexto tal, «ser extranjeros» no es un mal, sino el indicador de nuestra fidelidad a Cristo y al Evangelio, y es el presupuesto de la fuerza profética del ministerio al que hemos sido llamados.
Los dos grandes mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo, referidos en el pasaje evangélico, representan la síntesis suprema del camino correcto: reconociendo la primacía de Dios, somos capaces de amar a los hermanos.
Es necesario superar todas las formas de antropocentrismo, tan difundido en las décadas pasadas, que imaginaban una propedéutica de la promoción humana en cualquier forma de evangelización. Decían: «Primero démosles de comer y después anunciaremos a Cristo».
La Doctrina social de la Iglesia, en cambio, enseña que la evangelización y la promoción humana constituyen una unidad inseparable que en ningún caso se puede dividir. Justamente, es anunciando el Evangelio como se dilata la posibilidad de una auténtica promoción humana y, en definitiva, no hay mejor promoción humana que ayudar a nuestros hermanos a que encuentren a Cristo, introduciéndolos progresivamente y eficazmente en el misterio de la relación con Él y en la comunión de la Iglesia.
En cualquier parte donde nos encontremos, en cualquier circunstancia de la vida, podemos extender el buen aroma de Cristo, que es, esencialmente, fruto de nuestra identidad de cristianos y de la comunión auténticamente vivida. Que nos proteja la Santísima Virgen María, Esclava del Señor, Tabernáculo de Dios y Estrella refulgente de la Caridad. Quien vive con María no puede nunca extraviarse, porque en ninguna parte del mundo es extranjero.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Entusiasmados por Cristo
1Tes 1,5-10
El texto de la segunda lectura de hoy es continuación del proclamado el domingo pasado.
«Acogisteis la Palabra entre tanta lucha con la alegría del Espíritu Santo». He aquí el milagro de la gracia que subrayábamos el día anterior. La fuerza del Espíritu Santo se manifestó en que acogieron la Palabra llenos de alegría a pesar de las contradicciones y persecuciones. Algo humanamente inexplicable y que testimonia la acción de Dios: sin ventajas humanas, dispuestos a perderlo todo, aceptan a Cristo sin condiciones. Y es que nuestra fe no es firme mientras no ha sido probada, mientras no hemos sufrido por Cristo y por el evangelio (cfr. Mt 13,20-21).
«Así llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes...» Una comunidad no es ejemplo por lo que dice, ni siquiera por lo que hace, sino por lo que es y por lo que vive. La conversión de los tesalonicenses –todavía unos pocos centenares cuando escribe san Pablo– ha sido tan significativa que ha hecho que el evangelio se extienda por los alrededores: «Vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca, de modo que nosotros no teníamos necesidad de explicar nada». Es el milagro de la gracia, no el esfuerzo o los medios humanos. Un puñado de hombres transformados por Cristo, entusiasmados y locos por Él, gozosos de sufrir por Él: ese es el signo necesario para que el evangelio prenda en muchos corazones y se propague por todas partes. El evangelio es una vida y sólo se difunde viviéndolo.
«Abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios...» Los últimos versículos resumen el milagro realizado en esta comunidad: Dar la espalda a los ídolos y volverse a Dios para dedicarse a servirle. La vida de unos cristianos que viven entregados al Señor, con gozo y sin complejos, es atrayente y contagiosa frente a un mundo que apenas ofrece valores que valgan la pena. Servir a Dios... y «vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús»: también la «dichosa esperanza» del encuentro pleno con Cristo es en el fondo atractiva para un mundo que no espera nada.
Amar con totalidad
Mt 22, 34-40
Hermosa ocasión para ver si realmente estamos en el buen camino. Porque este doble mandamiento es el principal: no sólo el más importante, sino el que está en la base de todo lo demás. El que lo cumple, también cumple –o acaba cumpliendo– el resto, pues todo brota del amor a Dios y del amor al prójimo como de su fuente (Rom 13,8-10). Pero el que no vive esto, no ha hecho nada, aunque sea perfectamente cumplidor de los detalles –es el drama de los fariseos, «sepulcros blanqueados»–.
El amor a Dios está marcado por la totalidad. Siendo Dios el Único y el Absoluto, no se le puede amar más que con toda la persona. El hombre entero, con todas sus capacidades, con todo su tiempo, con todos sus bienes... ha de emplearse en este amor a Dios. No se trata de darle a Dios algo de lo nuestro de vez en cuando. Como todo es suyo, hay que darle todo y siempre. Pero ¡atención! El amor a Dios no es un simple sentimiento: «En esto consiste el amor a Dios, en que guardemos sus mandamientos» (1 Jn 5,3). Amar a Dios es hacer su voluntad en cada instante.
Y el segundo es «semejante» a este. El punto de referencia es «como a mí mismo» ¿Cómo me amo a mí mismo? Por des-gracia, el contraste entre las atenciones para con el prójimo y para con uno mismo suele ser brutal. Porque amar al prójimo no es sólo no hacerle mal, sino hacerle todo el bien posible, como el buen samaritano (Lc 10,29-37). Y amar al prójimo como a uno mismo es todavía un mandamiento del Antiguo Testamento (Lev 19,18); Cristo va más allá: «Amaos unos a otros como yo os he amado» (Jn 13,34), es decir, «hasta el extremo» (Jn 13,1).
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Toda la ley descansa en el amor a Dios y al prójimo. Es lo que nos proclaman las lecturas primera y tercera. San Pablo en la segunda lectura nos invita a acoger la Palabra de Dios y a difundirla en torno de nosotros con la alegría del Espíritu Santo, y esperando siempre la segunda venida del Señor.
En la revisión de nuestra vida cristianas tiene especial relieve en este Domingo 30 del Tiempo Ordinario el tema de la caridad, como signo de nuestra identidad y de nuestra fidelidad al Evangelio, como mandato peculiar del Señor y como vínculo eclesial que nos une a Cristo y a los hermanos.
?Éxodo 22,21-27: Si explotáis a viudas y a huérfanos, se encenderá contra vosotros mi cólera. La autenticidad de nuestra fidelidad a Dios no se mide solo por la piedad; se evidencia, además, en nuestra responsabilidad o irresponsabilidad frente a la indigencia cotidiana o la debilidad de nuestro prójimo.
El texto normativo de la primera lectura se comprende mejor a la luz de la palabra evangélica, que sintetiza la legislación bíblica en un solo mandamiento referido a Dios y al prójimo.
La legislación bíblica tiene su fundamento en la actitud de bondad de Yahvé y en su constante predisposición magnánima, benévola y clemente, que Israel y todos nosotros hemos de hacer patente en toda nuestra conducta.
?Con el Salmo 17 decimos al Señor con todo el corazón: «Yo te amo, tú eres mi fortaleza, mi Roca, mi alcázar, mi baluarte, mi peña, mi refugio, mi escudo, mi fuerza salvadora, mi baluarte». Por eso lo invocamos y lo alabamos con todo entusiasmo: «viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador».
?1 Tesalonicenses 1,5-10: Abandonásteis los ídolos para servir a Dios, esperando la vuelta de su Hijo. Por la auténtica caridad cristiana el creyente tiene que testificar su fe evangélica ante Dios y ante el prójimo. San Juan Crisóstomo, poniéndose en lugar de San Pablo, dice:
«Es verdad que os he predicado el Evangelio para obedecer un mandato de Dios, ¡pero os amo con un amor tan grande que habría deseado poder morir por vosotros! Tal es el modelo acabado de un amor sincero y auténtico. El cristiano que ama a su prójimo debe estar animado por esos sentimientos. Que no espere a que se le pida entregar su vida por su hermano; antes bien ha de ofrecerla él mismo» (Homilía 2 sobre San Pablo, 3).
?Mateo 22,34-40: Amarás al Señor, tu Dios, y al prójimo como a ti mismo. El Evangelio ha fundido en uno los dos mandamientos supremos. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, ni se puede amar cristianamente al prójimo sin verdadero amor a Dios. Santa Catalina de Siena decía: «Ahí está tu prójimo, manifiéstale el amor que tienes a Dios». Ante una casuística rabínica, muy compleja, y una innecesaria multiplicación de prescripciones, Jesucristo simplifica y sintetiza el comportamiento del hombre en el amor a Dios y al prójimo.
El amor al prójimo no está desvinculado de las situaciones reales de la vida humana. Amar a Dios y al prójimo con todo el corazón significa amar con la totalidad de nuestra persona y de nuestra actividad, y dentro de la comunidad de la que formamos parte. San Agustín comenta este pasaje evangélico:
«Un ala es ?amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente?. Pero no te quedes con un ala; pues si crees tener un ala sola, no tienes ninguna. ?Amarás a tu prójimo como a ti mismo?. ?Si no amas a tu hermano a quien ves, ¿cómo puedes amar a Dios a quien no ves?? (1 Jn 4,20). Busca, pues, otra ala, y así volarás, así te despegarás de la codicia de lo terreno y fijarás tu amor en lo celeste. Y mientras te apoyas en ambas alas, tendrás arriba el corazón, para que el corazón elevado arrastre arriba a su carne a su debido tiempo» (Sermón 68,13).