Domingo XXVII Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 1 octubre, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 5, 1-7: La viña del Señor del universo es la casa de Israel
Sal 79, 9 y 12. 13-14. 15-16. 19-20: La viña del Señor es la casa de Israel
Flp 4, 6-9: Ponedlo por obra, y el Dios de la paz estará con vosotros
Mt 21, 33-43: Arrendará la viña a otros labradores
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Homilía (05-10-2008): Interpela el anuncio que hemos recibido
domingo 5 de octubre de 2008La primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, así como la página del evangelio según san Mateo, han propuesto a nuestra asamblea litúrgica una sugestiva imagen alegórica de la Sagrada Escritura: la imagen de la viña, de la que ya hemos oído hablar los domingos precedentes. El pasaje inicial del relato evangélico hace referencia al "cántico de la viña", que encontramos en Isaías. Se trata de un canto ambientado en el contexto otoñal de la vendimia: una pequeña obra maestra de la poesía judía, que debía resultar muy familiar a los oyentes de Jesús y gracias a la cual, como gracias a otras referencias de los profetas (cf. Os 10, 1; Jr 2, 21;Ez 17, 3-10; 19, 10-14; Sal 79, 9-17), se comprendía bien que la viña indicaba a Israel. Dios dedica a su viña, al pueblo que ha elegido, los mismos cuidados que un esposo fiel reserva a su esposa (cf. Ez 16, 1-14; Ef 5, 25-33).
Por tanto, la imagen de la viña, junto con la de las bodas, describe el proyecto divino de la salvación y se presenta como una conmovedora alegoría de la alianza de Dios con su pueblo. En el evangelio, Jesús retoma el cántico de Isaías, pero lo adapta a sus oyentes y a la nueva hora de la historia de la salvación. Más que en la viña pone el acento en los viñadores, a quienes los "servidores" del propietario piden, en su nombre, el fruto del arrendamiento. Pero los servidores son maltratados e incluso asesinados.
¿Cómo no pensar en las vicisitudes del pueblo elegido y en la suerte reservada a los profetas enviados por Dios? Al final, el propietario de la viña hace un último intento: manda a su propio hijo, convencido de que al menos a él lo escucharán. En cambio, sucede lo contrario: los viñadores lo asesinan precisamente porque es el hijo, es decir, el heredero, convencidos de quedarse fácilmente con la viña. Por tanto, se trata de un salto de calidad con respecto a la acusación de violación de la justicia social, como aparece en el cántico de Isaías. Aquí vemos claramente cómo el desprecio de la orden impartida por el propietario se transforma en desprecio de él: no es una simple desobediencia de un precepto divino, es un verdadero rechazo de Dios: aparece el misterio de la cruz.
Lo que denuncia esta página evangélica interpela nuestro modo de pensar y de actuar. No habla sólo de la "hora" de Cristo, del misterio de la cruz en aquel momento, sino de la presencia de la cruz en todos los tiempos. De modo especial, interpela a los pueblos que han recibido el anuncio del Evangelio. Si contemplamos la historia, nos vemos obligados a constatar a menudo la frialdad y la rebelión de cristianos incoherentes. Como consecuencia de esto, Dios, aun sin faltar jamás a su promesa de salvación, ha tenido que recurrir con frecuencia al castigo.
En este contexto resulta espontáneo pensar en el primer anuncio del Evangelio, del que surgieron comunidades cristianas inicialmente florecientes, que después desaparecieron y hoy sólo se las recuerda en los libros de historia. ¿No podría suceder lo mismo en nuestra época? Naciones que en otro tiempo eran ricas en fe y en vocaciones ahora están perdiendo su identidad bajo el influjo deletéreo y destructor de una cierta cultura moderna. Hay quien, habiendo decidido que "Dios ha muerto", se declara a sí mismo "dios", considerándose el único artífice de su destino, el propietario absoluto del mundo.
Desembarazándose de Dios, y sin esperar de él la salvación, el hombre cree que puede hacer lo que se le antoje y que puede ponerse como la única medida de sí mismo y de su obrar. Pero cuando el hombre elimina a Dios de su horizonte, cuando declara "muerto" a Dios, ¿es verdaderamente más feliz? ¿Se hace verdaderamente más libre? Cuando los hombres se proclaman propietarios absolutos de sí mismos y dueños únicos de la creación, ¿pueden construir de verdad una sociedad donde reinen la libertad, la justicia y la paz? ¿No sucede más bien —como lo demuestra ampliamente la crónica diaria— que se difunden el arbitrio del poder, los intereses egoístas, la injusticia y la explotación, la violencia en todas sus manifestaciones? Al final, el hombre se encuentra más solo y la sociedad más dividida y confundida.
Pero en las palabras de Jesús hay una promesa: la viña no será destruida. Mientras abandona a su suerte a los viñadores infieles, el propietario no renuncia a su viña y la confía a otros servidores fieles. Esto indica que, si en algunas regiones la fe se debilita hasta extinguirse, siempre habrá otros pueblos dispuestos a acogerla. Precisamente por eso Jesús, citando el salmo 117: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (v. 22), asegura que su muerte no será la derrota de Dios. Tras su muerte no permanecerá en la tumba; más aún, precisamente lo que parecerá ser una derrota total marcará el inicio de una victoria definitiva. A su dolorosa pasión y muerte en la cruz seguirá la gloria de la resurrección. Entonces, la viña continuará produciendo uva y el dueño la arrendará "a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo" (Mt 21, 41).
La imagen de la viña, con sus implicaciones morales, doctrinales y espirituales aparecerá de nuevo en el discurso de la última Cena, cuando, al despedirse de los Apóstoles, el Señor dirá: "Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta; y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto" (Jn 15, 1-2). Por consiguiente, a partir del acontecimiento pascual la historia de la salvación experimentará un viraje decisivo, y sus protagonistas serán los "otros labradores" que, injertados como brotes elegidos en Cristo, verdadera vid, darán frutos abundantes de vida eterna (cf. Oración colecta). Entre estos "labradores" estamos también nosotros, injertados en Cristo, que quiso convertirse él mismo en la "verdadera vid". Pidamos al Señor, que nos da su sangre, que se nos da a sí mismo en la Eucaristía, que nos ayude a "dar fruto" para la vida eterna y para nuestro tiempo.
El mensaje consolador que recogemos de estos textos bíblicos es la certeza de que el mal y la muerte no tienen la última palabra, sino que al final vence Cristo. ¡Siempre! La Iglesia no se cansa de proclamar esta buena nueva, como sucede también hoy, en esta basílica dedicada al Apóstol de los gentiles, el primero en difundir el Evangelio en vastas regiones de Asia menor y Europa. Renovaremos de modo significativo este anuncio durante la XII Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos, que tiene como tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia".
Aquí quiero saludaros con afecto cordial a todos vosotros, venerados padres sinodales, y a quienes participáis en este encuentro como expertos, auditores e invitados especiales. Además, me alegra acoger a los delegados fraternos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Al secretario general del Sínodo de los obispos y a sus colaboradores les expreso la gratitud de todos nosotros por el arduo trabajo que han realizado durante estos meses, así como nuestros buenos deseos ante las fatigas que les esperan en las próximas semanas.
Cuando Dios habla, siempre pide una respuesta; su acción de salvación requiere la cooperación humana; su amor espera correspondencia. Que no suceda jamás, queridos hermanos y hermanas, lo que relata el texto bíblico apropósito de la viña: "Esperó que diese uvas, pero dio agrazones" (Is 5, 2). Sólo la Palabra de Dios puede cambiar en profundidad el corazón del hombre; por eso, es importante que tanto los creyentes como las comunidades entren en una intimidad cada vez mayor con ella. La Asamblea sinodal dirigirá su atención a esta verdad fundamental para la vida y la misión de la Iglesia. Alimentarse con la palabra de Dios es para ella la tarea primera y fundamental. En efecto, si el anuncio del Evangelio constituye su razón de ser y su misión, es indispensable que la Iglesia conozca y viva lo que anuncia, para que su predicación sea creíble, a pesar de las debilidades y las pobrezas de los hombres que la componen. Sabemos, además, que el anuncio de la Palabra, siguiendo a Cristo, tiene como contenido el reino de Dios (cf. Mc 1, 14-15), pero el reino de Dios es la persona misma de Jesús, que con sus palabras y sus obras ofrece la salvación a los hombres de todas las épocas. Es interesante al respecto la consideración de san Jerónimo: "El que no conoce las Escrituras no conoce la fuerza de Dios ni su sabiduría. Ignorar las Escrituras significa ignorar a Cristo" (Prólogo al comentario del profeta Isaías: PL 24, 17).
[...] Todos comprobamos cuán necesario es poner en el centro de nuestra vida la Palabra de Dios, acoger a Cristo como nuestro único Redentor, como Reino de Dios en persona, para hacer que su luz ilumine todos los ámbitos de la humanidad: la familia, la escuela, la cultura, el trabajo, el tiempo libre y los demás sectores de la sociedad y de nuestra vida.
Al participar en la celebración eucarística, experimentamos siempre el íntimo vínculo que existe entre el anuncio de la Palabra de Dios y el sacrificio eucarístico: es el mismo Misterio que se ofrece a nuestra contemplación. Por eso "la Iglesia —como puso de relieve el concilio Vaticano II— siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, sobre todo en la sagrada liturgia, y nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo" (Dei Verbum,21). El Concilio concluye con razón: "Como la vida de la Iglesia se desarrolla por la participación asidua del misterio eucarístico, así es de esperar que recibirá nuevo impulso de vida espiritual con la redoblada devoción a la Palabra de Dios, "que dura para siempre"" (ib.,26).
Que el Señor nos conceda acercarnos con fe a la doble mesa de la Palabra y del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Que nos obtenga este don María santísima, que "guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Lc 2, 19). Que ella nos enseñe a escuchar las Escrituras y a meditarlas en un proceso interior de maduración, que jamás separe la inteligencia del corazón. Que también nos ayuden los santos, en particular el apóstol san Pablo, a quien durante este año estamos descubriendo cada vez más como intrépido testigo y heraldo de la Palabra de Dios. Amén.
Ángelus (02-10-2011): Anclados en la verdad
domingo 2 de octubre de 2011El Evangelio de este domingo concluye con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos» (Mt 21, 43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es «la piedra que desecharon los constructores», (cf. Mt21, 42), porque lo consideraron enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero él mismo, rechazado y crucificado, resucitó, convirtiéndose en la «piedra angular» en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de toda existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los que un hombre confió su viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras que la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que él nos da para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que «Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores» (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre a menudo se orienta a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. En efecto, cuando «les mandó a su hijo —escribe el evangelista Mateo— ... [los labradores] agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21, 37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también el justo castigo para los malvados (cf. Mt 21, 41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en él, por él y con él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el siervo de Dios Pablo VI: «El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su relación vital con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada». (Enc. Ecclesiam suam, 6 de agosto de 1964: AAS 56 [1964], 622).
Congregación para el Clero
Homilía: Interpela el anuncio que hemos recibido
«La viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel; los habitantes de Judá son su plantación preferida». Con estas palabras, el profeta Isaías nos ofrece el horizonte interpretativo de la parábola de Jesús. Él es el Hijo enviado por el Dueño de la viña a recoger los frutos. Algunos elementos asumen un relieve particular, sobre todo para nuestro tiempo actual.
Antes que nada, la Viña no es de los viñadores. La experiencia fundamental de la vida humana se encuentra en que nos es «dada». Nadie es dueño de la vida, porque ninguno es autor de la vida. La vida es un don y, con ella, el cosmos en el cual estamos nos es dado.
Esta experiencia universal, tan evidente como oscurecida por la cultura dominante y por una idea restringida de la razón, es el horizonte en el cual se vive y se actúa. Todos estamos trabajando en la viña del Señor: hombres y mujeres que viven y actúan en un contexto que les es dado, del cual de ninguna manera pueden adueñarse plenamente y que un día, inevitablemente, les será quitado. Esta experiencia, lejos de entristecer la vida, la hace más fascinante, llena de significado y responsabilidad, justa y cierta, porque no es una vida huérfana sino que está totalmente «en relación» con el gran diseño de Dios.
Para llamar constantemente a los hombres a esta realidad, el Señor ha elegido un pueblo en la historia para que fuese luz para todas las naciones, y ha enviado a muchos profetas para que recondujeran a ese pueblo, y en él a toda la humanidad, a la verdad de la relación entre los hombres y el cosmos, entre los hombres y Dios.
El don más grande que el «dueño de la viña» podía hacer a los «viñadores», para reconducirlos al deber de «dar fruto», era enviar «a su propio Hijo».
Aquí se inserta de manera dramática, en la parábola y en la historia, el mentiroso, el cual consigue hacer creer a los hombres que eliminando al Hijo de Dios, proximidad última en la carne, del Misterio, podrán llegar a ser «dueños» de sí mismos y de la realidad. ¡Nunca una mentira más grande se insinuó en el corazón humano! Eliminar a Dios significa ir al encuentro de la propia destrucción, a la pérdida del centro y del significado; significa perderlo todo, ser expulsados de la viña y no poder más, en ningún caso, dar fruto.
La condición para poder continuar «trabajando en la viña», para ser partícipes de la obra del Reino, es dar fruto. Si como cristianos no damos fruto y no reconocemos humildemente que cada fruto deriva de la gracia de Dios, con la que cooperamos libremente, nos autoexcluimos de la viña.
Misteriosamente, el rechazo y el darle muerte al Hijo ha dilatado los confines del Reino, haciéndolo universal, es decir, católico, como constitución y como vocación: efectivamente, todos los hombres están ordenados hacia la Iglesia.
Agradecidos por este grandioso proyecto en el cual, sin mérito nuestro, somos introducidos, vivamos la exhortación del Apóstol: «Todo lo que es verdadero, todo lo que es noble, lo que es justo, lo que es puro, lo que es amable, lo que es honrado, lo que es virtuoso y merece alabanza, sea objeto de vuestros pensamientos» (Fil 4,8).
La Santísima Virgen María, Viña mística en la cual ha germinado el fruto más hermoso de la historia, nos sostenga en el camino de la vida y nos haga capaces de dar los frutos que Dios espera de nosotros.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Imitadores de Cristo
Fil 4,6-9
«En toda ocasión, en la oración y súplica con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios». El pecado rompe la relación y el diálogo familiar con Dios. Adán y Eva, creados para este trato y para esta intimidad con Dios, huyen de Él cuando han pecado (Gén 3,8); más aún, se produce –como consecuencia del pecado– un distanciamiento y una imposibilidad de diálogo con Dios (Gén 3,23-24). Por el contrario, en la medida en que somos arrancados del dominio del pecado, surge de nuevo la posibilidad y el deseo del diálogo con Dios en la oración. Una oración de súplica y petición, porque somos criaturas indigentes y necesitadas. Una oración de acción de gracias, porque «todo don perfecto viene de arriba» (St 1,17). Una oración «en toda ocasión», pues no debe reducirse a algunos tiempos y lugares, sino que el diálogo con Dios tiende a impregnarlo todo.
«Todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable... tenedlo en cuenta». El cristiano no es alguien retraído frente a los valores que descubre en el mundo. Por el contrario, si alguien sabe apreciarlos de verdad es él, pues reconoce que todo lo bueno, todo lo verdadero, todo lo bello, todo lo realmente valioso, procede del Creador. Es cierto que no debe ser ingenuo, sino practicar un sano discernimiento: «Examinadlo todo y quedáos con lo bueno» (1 Tes 5,21). Pero tampoco debe cerrarse por principio, despreciando la creación buena de Dios. Debe «tener en cuenta» todo lo bueno para juzgar con sabiduría sobrenatural y elegir lo que es voluntad de Dios.
«Lo que aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra». A primera vista parecería arrogante esta indicación de san Pablo. Sin embargo, él es perfecto maestro y perfecto modelo, porque es perfecto discípulo y perfecto aprendiz: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1). Su autoridad le viene de su sumisión a Cristo.
¿Qué más pude hacer por ti?
Mt 21,33-42
El acento de la parábola –sobre todo a la luz de la canción de la viña que leemos en la primera lectura– está puesto en el amor de Dios por su viña: la cavó, le quitó las piedras, la planta de cepa exquisita, la rodeo de una cerca... Todas ellas son expresiones que indican el cuidado delicado y amoroso que Dios ha tenido para con su pueblo y para con cada uno de nosotros. Para darnos cuenta de ello hace falta pararnos a contemplar la historia de la salvación entera y la historia de la vida de cada uno: cómo Dios se ha volcado incluso con mimo de manera sobreabundante. De ahí el grito dolido del corazón de Dios: «¿Qué más pude hacer por mi viña que no haya hecho?»
Ante tanto cuidado y tanto amor se entiende mejor la gravedad de esa falta de respuesta. Dios ha «arrendado» la viña, la ha puesto en nuestras manos haciendo alianza con nosotros. Y he aquí lo absurdo del pecado: esa viña tan cuidada por parte de Dios no da el fruto que le correspondía.
Pero lo peor, lo que es realmente monstruoso, es que los viñadores se toman la viña por suya, despreciando al dueño. Esto es lo que ocurre en todo pecado: en vez de vivir como hijo, recibiendo todo de Dios, en dependencia de Él, el que peca se siente dueño, disponiendo de los dones de Dios a su antojo, hasta el punto de ponerse a sí mismo en lugar de Dios. He aquí la atrocidad de todo pecado. Por eso también a nosotros se dirige la amenaza de Jesús de quitarnos la viña y entregarla a otros que den fruto.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La viña del Señor es aludida en las lecturas primera y tercera. San Pablo invita a los cristianos a vivir intensamente bajo la mirada de Dios y a cultivar todas las virtudes.
En esta celebración se nos invita a examinar humildemente nuestra vida cristiana y a considerar sinceramente los frutos de santidad que ha logrado en nosotros la gracia de Cristo.
?Isaías 5,1-7: La viña del Señor de los ejércitos es la Casa de Israel. El cántico de Isaías contra la viña estéril, a pesar de ser tan cuidada por el Señor, es anuncio de la reprobación del «Israel de la carne» (Rom 9,30ss), que se resiste a la voluntad de Dios. San Basilio comenta:
«Él no cesa en toda ocasión de explicar esta analogía de las almas humanas con la viña. ?Mi amigo, dice, tenía una viña... Yo planté una viña?... (Is 5,1; Mt 21,33). Son evidentemente las almas de los hombres a los que llama su viña; aquellas que Él ha rodeado de una cerca, la seguridad que dan sus preceptos y la guarda de sus ángeles... Y después, como una empalizada plantada a nuestro alrededor, en primer término a los apóstoles, en segundo lugar a los profetas y luego a los doctores. Por los ejemplos de los hombres santos antiguos ha elevado nuestros pensamientos a lo alto, sin dejar que caigan por tierra ni sean pisoteados. Quiere que los abrazos de la caridad, como los sarmientos de la vid, nos unan al prójimo y nos hagan descansar en él, a fin de que nuestros continuos esfuerzos hacia el cielo, como sarmientos trepadores, se eleven hasta las cimas más elevadas. Nos manda que nos dejemos labrar. Un alma está escardada cuando echa de sí las preocupaciones mundanas, que son un peso para nuestro corazón. Consecuentemente, quien echa de sí el amor carnal, el apego a las riquezas, y tiene como odioso y despreciable el deseo apasionado de esta gloria miserable, está como labrado y respira libre del peso vano de los pensamientos terrenos»... (Homilía 5,6 sobre el Hexamerón).
?El Salmo 79 medita el mismo tema: «Sacaste, Señor, una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles y la transplantaste. Extendió sus sarmientos en el mar y sus brotes hasta el Gran Río. ¿Por qué has derribado su cerca para que la saqueen los viandantes, la pisoteen los jabalíes y se la coman las alimañas?» Es necesario el arrepentimiento y la petición de perdón: «Dios de los Ejércitos, vuélvete: mira desde el cielo, fíjate, ven a visitar tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa. No nos alejaremos de ti, danos vida, para que invoquemos tu nombre. Señor, Dios de los Ejércitos, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve».
?Filipenses 4,6-9: El Dios de la paz estará con vosotros. El Nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, ha de evidenciar su amorosa fidelidad a Cristo y a su Evangelio por la santidad de vida de sus miembros. San Agustín escribe:
«Pero a ciertas horas sustraemos la atención a las preocupaciones y negocios, que nos entibian en cierto modo el deseo, y nos entregamos al negocio de orar; y nos excitamos con las mismas palabras de la oración a atender mejor el bien que deseamos, no sea que lo que comenzó a entibiarse se enfríe del todo y se extinga por no renovar el fervor con frecuencia. Por lo cual dijo el mismo Apóstol: ?vuestras peticiones sean patentes a Dios? (Flp 4,6). Eso no hay que entenderlo como si tales peticiones tuvieran que mostrarse a Dios, pues ya las conocía antes de que se formulasen; han de mostrarse a nosotros en presencia de Dios por la perseverancia, y no ante los hombres por la jactancia» (Carta 130, a Proba 18).
San Jerónimo comenta:
«También la paz será obra de la justicia; ?aquella paz que, según el apóstol, supera todo sentido? (Flp 4,7). Y el culto de la justicia, el silencio, para que adores al Señor no con muchas palabras de los judíos, sino en la brevedad de la fe; y descansen seguros con la paz eterna y sus riquezas esté en sus tabernáculos» (Comentario sobre el profeta Isaías).
?Mateo 21,33-43: Arrendará la viña a otros labradores. La parábola de los viña-dores presuntuosos es una condenación evangélica de todo engreimiento, que siempre es estéril, rebelde y presuntuoso ante los designios divinos de salvación, realizados en el misterio de Cristo Redentor. Oigamos a San Juan Crisóstomo:
«Y justamente se les propuso una parábola, fue porque ellos mismos pronunciaran su sentencia. Lo mismo sucedió con David, cuando él mismo sentenció en la parábola del profeta Natán (2 Re 12,6). Mas considerad, os ruego, cuán justa es la sentencia aun por el solo hecho de que los mismos que han de ser castigados se condenan a sí mismos. Luego, para hacerles ver que no solo la justicia pedía su castigo, sino que de antiguo lo había predicho la gracia del Espíritu Santo, y era, por lo mismo, sentencia de Dios, el Señor les alega la profecía y vivamente los reprende diciendo: ??¿Nunca habéis leído que la piedra que los constructores rechazaron???... Modos todos de manifestarles que ellos, por su incredulidad, habían de ser rechazados e introducidas en su lugar las naciones» (Homilía 68,2 sobre San Mateo).