Domingo XXIV Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 4 septiembre, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Si 27, 30 – 28, 7: Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados
Sal 102, 1bc-2. 3-4. 9-10. 11-12: El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia
Rm 14, 7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor
Mt 18, 21-35: No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Somos del Señor
Rom 14,7-9
«Ninguno de nosotros vive para sí mismo». Uno de los males más tristes de nuestro mundo es esa situación de egocentrismo absoluto en que cada uno sólo vive para sí mismo, sólo piensa en sí mismo, está centrado exclusivamente en sus propios intereses. Frente a esto, san Pablo puede gritar con fuerza que entre nosotros los cristianos «ninguno vive para sí mismo». Puesto a liberarnos, Cristo nos arranca ante todo de la cárcel de nuestro egocentrismo, nos despoja de la esclavitud del culto al propio yo. Debemos preguntarnos: de hecho ¿es así en mi caso?
«Si vivimos, vivimos para el Señor». El egocentrismo sólo se rompe en la medida en que vivimos para Cristo. Si la vida vale la pena vivirse es perteneciendo al Señor. Si no vivimos para nosotros mismos es porque «no nos pertenecemos» (1 Cor 6,19). Pertenecemos a Cristo y esta es nuestra identidad. Pertenecer a Cristo es en realidad la única manera de ser verdaderamente libres.
«Si morimos, morimos para el Señor». Cristo ha venido a «liberar a los que por miedo a la muerte pasaban la vida como esclavos» (Hb 2,15). Para un cristiano la muerte no es motivo de temor. Cristo es también señor de la muerte, que será el último enemigo aniquilado (1 Cor 15,26). Para un cristiano la muerte es un acto de entrega al Señor, el acto de la entrega definitiva y total a Cristo. El cristiano muere para Cristo.
«Somos del Señor». Esta es nuestra certeza, nuestra seguridad, nuestro gozo. Este es nuestro punto de referencia. Pertenecemos a Cristo. Esta es nuestra identidad. El que vive como posesión de Cristo tampoco tiene miedo a los hombres, ni al mundo. La pertenencia a Cristo nos libera del servilismo. Es a Él a quien hemos de dar cuentas de nuestra vida.
Contradicción brutal
Mt 18,21-36
Nuestro Dios es el Dios del perdón y la misericordia. Perdona siempre a aquel que se arrepiente de verdad. Y nosotros, como hijos suyos, nos parecemos a Él. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». No puede ser de otra manera. Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces siete», es decir, siempre.
La parábola expresa la contradicción brutal en ese hombre a quien le ha sido perdonada una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos dibujados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo, las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.
El perdón de Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y es incapaz de recibir el perdón de Dios.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La primera y tercera lecturas nos hablan del perdón de los pecados. En la segunda San Pablo desea que no vivamos para nosotros mismos, sino para el Señor.
En la Iglesia, comunidad de redimidos y reconciliados con el Padre en el Corazón de su Hijo muy amado, se nos garantiza el perdón divino y se nos impone amorosamente el perdón recíproco entre todos. Nada más exigente para la genuina convivencia cristiana en el Misterio de la Iglesia, que el acontecimiento mismo de nuestra Pascua: nuestra reconciliación con Dios y con los hermanos.
–Eclesiástico 27,33–28,9: Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. Ya la revelación profética del Antiguo Testamento preparaba el mandato divino del perdón de las injurias, como una expresión de la humilde y perpetua necesidad que también nosotros tenemos del perdón divino.
Es evidente que quien no quiere perdonar no puede presentarse ante nadie para ser perdonado y, menos ante Dios. No está en buenas disposiciones de alma para obtener el perdón. Con la medida con que medimos seremos medidos. Para este perdón mutuo necesitamos estar despojados de nuestro amor propio, que es el gran enemigo de nuestra felicidad, de nuestra paz, de nuestra santidad. Sólo con amor divino podemos amar al prójimo como Dios quiere. Ante todo y sobre todo abnegación propia. Esto es lo que prepara el camino que nos lleva a la reconciliación con Dios y con los hermanos, que son todos los hombres.
–Bien nos lo muestra el Salmo 102: «El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia... Él perdona todas nuestras culpas y cura nuestras enfermedades, rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestra culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso así aleja de nosotros nuestros delitos». Nosotros, dentro de nuestras limitaciones, hemos de hacer lo mismo con los que nos ofenden. Así estaremos dispuestos para bendecir al Señor con todo nuestro ser y no olvidar sus beneficios».
–Romanos 14,7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor. Porque hemos sido perdonados para Cristo y redimidos por su amor, el perdón fraterno es, entre nosotros, una exigencia de nuestra pertenencia a Cristo, el Señor. El vivir y morir para el Señor tiene habitualmente un sentido sacrificial, cultual. El cristiano está invitado a renunciarse a sí mismo, a la propia afirmación, exaltación y gloria para afirmar con toda su vida el dominio de Dios. Comenta San Cirilo de Alejandría:
«Se ha dicho que Cristo tuvo hambre, que soportó la fatiga de largas caminatas, la ansiedad, el terror, la tristeza, la agonía y la muerte en la cruz. Sin ser presionado por nadie, por sí mismo ha entregado su propia alma por nosotros, para ser Señor de vivos y muertos (Rom 14,9). Con su propia carne ha pagado un rescate justo por la carne de todos, con su alma ha llevado a cabo la redención de todas las almas, aunque si Él ha vuelto a tomar su vida, es porque, como Dios, Él es viviente por naturaleza» (Sobre la Encarnación del Unigénito 4).
–Mateo 18,21-35: «Perdonar hasta setenta veces siete», esto es, siempre. El Evangelio nos exige un corazón perdonado por el Padre y hecho a descubrir a Dios y perdonar a todos, incluso a los propios enemigos. Se terminó con el Evangelio la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. San Juan Crisóstomo dice:
«De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre. Esto por lo menos declaró por la parábola puesta seguidamente. No quería que nadie pensara que era algo extraordinario y pesado lo que Él mandaba de perdonar hasta setenta veces siete. De ahí añadir esta parábola con la que intenta justamente llevarnos al cumplimiento de su mandato, reprimir un poco de orgullo de Pedro y demostrar que el perdón no es cosa difícil, sino extraordinariamente fácil.
«En ella nos puso delante un propia benignidad a fin de que nos demos cuenta, por contraste, de que, aun cuando perdonemos setenta veces siete, aun cuando perdonemos continuamente todos los pecados absolutamente de nuestro prójimo, nuestra misericordia al lado de la suya, es como una gota de agua junto al océano infinito. O, por mejor decir, mucho más atrás se queda nuestra misericordia junto a la bondad infinita de Dios, de la que, por otra parte, nos hallamos necesitados, puesto que tenemos que ser juzgados y rendirle cuenta» (Homilía 61,1, sobre San Mateo).