Domingo XX Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 16 agosto, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 56, 1. 6-7: A los extranjeros los traeré a mi Monte Santo
Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8: Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben
Rm 11, 13-15. 29-32: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables para Israel
Mt 15, 21-28: Mujer, qué grande es tu fe
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (14-08-2005): No te desalientes jamás
domingo 14 de agosto de 2005En este XX domingo del tiempo ordinario la liturgia nos presenta un singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que "tenía un demonio muy malo". El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella, como refiere el evangelista san Mateo. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: "Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas" (Mt 15, 21-28).
"Mujer, ¡qué grande es tu fe!". Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe.
Este es el testimonio de los santos; este es, especialmente, el testimonio de los mártires, asociados de modo más íntimo al sacrificio redentor de Cristo. En los días pasados hemos conmemorado a varios: los Papas Ponciano y Sixto II, el sacerdote Hipólito y el diácono Lorenzo, con sus compañeros, que murieron en Roma en los albores del cristianismo. Además, hemos recordado a una mártir de nuestro tiempo, santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein, copatrona de Europa, que murió en un campo de concentración; y precisamente hoy la liturgia nos presenta a un mártir de la caridad, que selló su testimonio de amor a Cristo en el búnker del hambre de Auschwitz: san Maximiliano María Kolbe, que se inmoló voluntariamente en lugar de un padre de familia.
Invito a todos los bautizados, y de modo especial a los jóvenes que participan en la Jornada mundial de la juventud, a contemplar estos resplandecientes ejemplos de heroísmo evangélico. Invoco sobre todos su protección y en particular la de santa Teresa Benedicta de la Cruz, que pasó algunos años de su vida precisamente en el Carmelo de Colonia. Que sobre cada uno de vosotros vele con amor materno María, la Reina de los mártires, a quien mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo.
Ángelus (14-08-2011): Cuando Dios hace silencio
domingo 14 de agosto de 2011El pasaje evangélico de este domingo comienza con la indicación de la región a donde Jesús se estaba retirando: Tiro y Sidón, al noroeste de Galilea, tierra pagana. Allí se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a él pidiéndole que cure a su hija atormentada por un demonio (cf.Mt 15, 22). Ya en esta petición podemos descubrir un inicio del camino de fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritar a Jesús: «Ten compasión de mí», una expresión recurrente en los Salmos (cf. 50, 1); lo llama «Señor» e «Hijo de David» (cf. Mt 15, 22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente a este grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, hasta el punto de que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de insensibilidad ante el dolor de aquella mujer. San Agustín comenta con razón: «Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no por rechazarle la misericordia, sino para inflamar su deseo» (Sermo 77, 1: PL 38, 483). El aparente desinterés de Jesús, que dice: «Sólo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel» (v. 24), no desalienta a la cananea, que insiste: «¡Señor, ayúdame!» (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece cerrar toda esperanza —«No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (v. 26)—, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migajas, le basta sólo una mirada, una buena palabra del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por una respuesta de fe tan grande y le dice: «Que se cumpla lo que deseas» (v. 28).
Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar asimismo a Jesús: «¡Danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!». Es el camino que Jesús pidió que recorrieran sus discípulos, la cananea y los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, cada uno de nosotros. La fe nos abre a conocer y acoger la identidad real de Jesús, su novedad y unicidad, su Palabra, como fuente de vida, para vivir una relación personal con él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y en definitiva es un don de Dios, que se revela a nosotros no como una cosa abstracta, sin rostro y sin nombre; la fe responde, más bien, a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros y comprometer toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe vernos pasar del hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cf. 1 Co 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre su propia vida a su Amor.
Queridos hermanos y hermanas, alimentemos por tanto cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como «grito» dirigido a él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, a la que mañana contemplaremos en su gloriosa asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida la alegría de haber encontrado al Señor.
Congregación para el Clero
Homilía
Al grito de Pedro: «Señor, sálvame», del domingo pasado; y a la súplica llena de fe de la mujer pagana: «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David», responde el corazón de Dios que se dona como Salvador y Salvación a sus hijos.
Todavía, una vez más la liturgia nos invita a contemplar no tanto el «Evangelio de los méritos», si no más bien aquel evangelio de la Gracia y del deseo de salvación. Oramos en la Colecta: «Infunde en nosotros la dulzura de tu amor, para que amándote en todas las cosas, obtengamos los bienes por ti prometidos y que superan todos los deseos».
Estamos así puestos en el horizonte infinito del amor de Dios por nosotros; amor que nos conduce hacia «el monte santo» y nos «colmará de alegría en su casa».
En esta lógica del amor infinito de Dios se inserta y se comprende la escena narrada por el Evangelista San Mateo: se lleva a cabo «en tierra extranjera», la mujer, que es una madre oprimida por el dolor vivo y angustiante («Mi hija es muy atormentada por un demonio»), es una cananea, sin ningún derecho de acercarse al Señor a pedirle su intervención. Y a pesar de todo, viendo al Maestro, no se calló el grito del propio sufrimiento, expresando en tal modo el materno deseo de salvación y de liberación para la propia hija: un amor natural capaz de ir más allá de los obstáculos, permaneciendo en una mendigante imploración. La mujer no pretende la intervención del Señor como un derecho, si no que lo pide como un don a Aquel que es Don total, reconociendo en el Señor al Mesías. Su fe se encierra toda en la expresión «Ten compasión de mí, Señor, Hijo de David».
Surge así un diálogo cercano y dramático entre Jesús y la mujer cananea. Es el diálogo que abre aquel corazón de madre, adolorido pero lleno de fe, y se abre al horizonte de la salvación que Cristo trae a toda la humanidad. Y así toma forma la historia de un dolor abierto a la fe y de una fe convertida en milagro y liberación: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas».
Por la fe, creída y profesada en las palabras y en las obras, se cumple el deseo del corazón del hombre; la felicidad y la salvación se realizan en el encuentro con el Señor y Su potencia.
Como conclusión San Mateo señala que «en aquel momento quedó curada su hija». Existe una extraordinaria y sobrenatural sincronía entre «la hora de la fe» y «la hora de la salvación»; seguir a Cristo es garantía cierta de salvación, mientras que el trágico rechazo a la Verdad y a la Gracia es camino a la desesperación.
La Santísima Virgen, que en estos días contemplamos Asunta al Cielo y Reina del Universo, nos ayude en el camino de la vida para que sepamos desear y caminar activamente hacia la Salvación que Cristo gratuitamente nos dona, para ser «herederos de la gloria de los cielos». (Oración después de la Comunión).
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Todo es gracia
Mt 15,21-28
Impresiona ante todo de esta mujer cananea su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos ...– más que en la disposición del pobre que mendiga esta gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».
Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?
Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Las tres lecturas convergen en un mismo tema: Dios llama a todos los hombres a la salvación. Esta universalidad del designio de salvación y del misterio redentor de Cristo Jesús constituye la razón de ser más profunda de la Iglesia y debería constituir también una inquietud permanente en quienes, por un don gratuito y electivo, hemos sido incorporados ya al Misterio de Cristo y de la Iglesia.
–Isaías 56,1.6-7: A los extranjeros los traeré a mi monte santo. En el Nuevo Testamento Dios mismo ha roto los exclusivismos de Israel, para abrir el evangelio y la obra redentora de Cristo a todos los hombres, mediante el don de la fe.
La condición del sábado y de la alianza manifiestan el empeño total del hombre con Dios. Esto se llama también servicioy amor. Dios ofrece a los paganos la participación plena del culto.
En el nuevo régimen, el templo, centro y corazón del judaísmo, será ante todo «casa de oración» y, como tal, estará abierta a todos los pueblos: es una expresión típica del universalismo profético del Antiguo Testamento. Jesucristo mismo dirá un día ese texto: «Mi casa es casa de oración para todos los pueblos» (Mt 21,13). Dios reunirá no solo a los dispersos de Israel, sino a otros muchos hombres.
–Sigue esa idea en el Salmo 66, cuyo tema central se repite en cada una de sus partes: «Oh Dios, que te alaben todos los pueblos, que todos los pueblos te alaben», con lo cual se quiere expresar el anhelo ardiente de que Dios sea, finalmente, reconocido como Señor universal de toda la tierra.
–Romanos 11,13-15.29-32: Los dones y la llamada de Dios son irrevocables para Israel. Este fue el pueblo elegido para Cristo. Por su infidelidad, permaneció fuera del Evangelio y rechazó a Cristo. Pero en los designios divinos del Padre siempre es posible su salvación. El amor de Dios es irrevocable. Escribe San Ireneo:
«La gloria del hombre es Dios; pero el receptáculo de toda acción de Dios, de su sabiduría y de su poder, es el hombre. Y así como el médico se prueba que es tal en los enfermos, así Dios se manifiesta en los hombres. Por eso dice San Pablo: ‘‘Incluyó a todos los hombres en la incredulidad, a fin de que todos alcanzaran su misericordia’’ (Rom 11,32). Esto dice del hombre, que desobedeció a Dios y fue privado de la inmortalidad, pero después alcanzó misericordia y, gracias al Hijo de Dios, recibió la filiación, propia de Éste» (Contra las herejías 3,20,2).
–Mateo 15, 21-28: Mujer, grande es tu fe. San Juan Crisóstomo comenta este lugar evangélico:
«Porque, ¿qué le respondió Cristo?: «¡Oh mujer, grande es tu fe!» He ahí explicadas todas las dilaciones: quería el Señor pronunciar esa palabra, quería coronar a la mujer. Como si dijera: «tu fe es capaz de lograr cosas mayores que ésa; pues hágase como tú quieres». Semejante es esa expresión a aquella otra: «hágase el cielo y el cielo fue hecho» (Gen 1,1). Y a partir de aquel momento quedó sana su hija. Mirad cuán grande parte tuvo la mujer en la curación de su hija. Porque por eso no le dijo Cristo: «quede curada tu hija», sino: «grande es tu fe; hágase como tú quieres». Con lo cual nos da a entender que sus palabras no se decían sin motivo, ni para adular a la mujer, sino para indicarnos la fuerza de la fe. Y la prueba y la demostración de esa fuerza dejóla el Señor al resultado mismo de las cosas. Desde aquel momento, dice el evangelista, su hija quedó sana.
«Mas considerad también, os ruego, cómo, vencidos los apóstoles y fracasados en su intento, la mujer consiguió su pretensión. Tanto puede la perseverancia en la oración. De verdad Dios prefiere que seamos nosotros quienes le pidamos en nuestros asuntos, que no los demás por nosotros. Cierto que los apóstoles tenían más confianza con el Señor; pero la mujer demostró más constancia. Y por el resultado de su oración, el Señor se justificó también ante sus discípulos de todas sus dilaciones y les hizo ver que con razón no hizo caso de sus pretensiones (Homilía 52,2-3 sobre San Mateo).