Domingo XIX Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 12 agosto, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 R 19, 9a. 11-13a: Permanece de pie en el monte ante el Señor
Sal 84, 9abc y 10. 11-12. 13-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación
Rm 9, 1-5: Desearía ser un proscrito por el bien de mis hermanos
Mt 14, 22-33: Mándame ir a ti sobre el agua
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Congregación para el Clero
Homilía
Después del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces con los cuales había alimentado a la multitud, Jesús nos invita a nosotros, sus discípulos, a verificar nuestra fe. En cada circunstancia estamos llamados a confiar y a dirigir la mirada hacia Él, el Salvador que responde al grito del hombre.
El contexto de la narración evangélica se presenta como limitado en el contraste entre la paz que Jesús vive en oración en el monte y el escenario del lago en el cual navegan los discípulos, acompañados por un viento contrario que pone en peligro la travesía. Viento contrario, signo de un aparente fin, que provoca miedo en el corazón de los discípulos. Un miedo que hace dramática y trágica la travesía: las aguas turbulentas, la figura de Jesús confundido con un fantasma, el terror de Pedro de ahogarse cuando camina sobre las aguas hacia su Señor.
En la noche, especialmente cuando es trágica, estamos llamados a hacer un camino que va de la perturbación al valor de la fe, probada por las dudas y las caídas; del miedo a la tranquilidad de la oración, camino que se lleva a cabo en la experiencia de la salvación.
Pedro representa a cada hombre: cuando la mirada esta fija en Cristo y la fe es obediente abandono, entonces en la confianza se puede avanzar. Por el contrario, la mirada encerrada en sí misma y en las dificultades, en la presunción de bastarse a sí mismos, determina la prevalencia del miedo y, nos podemos ahogar.
Es por la fe que tenemos que estar seguros de que el Señor está cerca, está presente, está con nosotros y nos repite: «¡Ánimo!, soy yo; no temáis». Estas palabras de Jesús deberían ser suficientes para avanzar en el camino de la vida con seguridad y decisión.
Pero el miedo, en Pedro como en nosotros, se convierte en duda: «Señor, si eres Tú...» Y la condición que se plantea con la propuesta de Dios, se transforma durante la prueba y el fortalecimiento de la fe: «¡Ven!».
¿Qué es lo que salva a Pedro y con él a todos los hombres?
No es la frenética búsqueda de certezas humanas, no la confianza en sí mismo, incapaz de soportar el peso del mundo y sus olas, sino la respuesta de Cristo al grito de Pedro: «¡Señor, sálvame!».
Es un grito de oración al cual responde la potencia de Dios que salva. El ingenio del hombre no es suficiente para encontrar al Señor, el miedo ahoga al hombre, la ilusión de tener todo en sus manos se derrumba miserablemente; sólo la humildad de la fe puede salvar, y, de hecho, salva.
El viaje de la perturbación al valor de la fe se lleva a cabo en aquella mano que salva de los frutos agitados por el viento: es la experiencia que lleva a reconocer quien es Aquel que se nos revela: «Verdaderamente tú eres Hijo de Dios». La salvación que Cristo ofrece es la única certeza para poder continuar creyendo aunque nos cerque la angustia; reconocer, como los discípulos, que Él es Señor de la creación y de todas las cosas es una garantía de la victoria en la lucha contra el mal. «Jesucristo tiene un significado y un valor para el género humano y su historia, singular y único, sólo de él propio, exclusivo, universal y absoluto». (Declaración Dominus Iesus, 15).
En este tiempo, para muchos de reposo y tranquilidad de las fatigas cotidianas, pidámosle al Señor un corazón que sea capaz de una auténtica fe en Él, capaz de reconocerlo y seguirlo, porque Él es la Verdad de nuestras vidas; en la celebración de los Sacramentos, encontramos la salvación de Dios para nosotros .
La Santísima Virgen María, mujer de fe y abandono total de confianza, nos obtenga «un corazón sencillo, que no disfrute de sus penas, un corazón magnánimo, lleno de compasión, un corazón fiel y generoso, que no se olvide de ningún bien y no conserve rencor de ningún mal» (Oración del Padre de Grandmaison).
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Echar raíces en Dios
Mt 14,22-33
Son numerosas las ocasiones en que los evangelistas nos repiten que Jesús se retiraba a solas a orar. Un gesto vale más que mil palabras. Con ello nos enseña también a nosotros la necesidad que tenemos de esa oración silenciosa, de ese estar con el Padre a solas, sabiendo que nos ama y nos cuida. Sin una vida profunda de oración, nuestra existencia será como esa barca zarandeada por las olas, alborotada por cualquier dificultad, sin raíces, sin estabilidad.
El que ora de verdad va alimentando su vida de fe, va echando raíces en Dios. La oración le da ojos para conocer a Jesús y descubrirle en todo, incluso en medio de las dificultades, del sufrimiento y de las pruebas: «Verdaderamente eres Hijo de Dios». La falta de oración, en cambio, hace que se sienta a Jesús como un «fantasma», como algo irreal; el que no ora es un hombre de poca fe, duda y hasta acaba perdiendo la fe.
El que trata de manera íntima y familiar con Dios experimenta la seguridad de saberse acompañado, de saberse protegido por un amor que es más fuerte que el dolor y que la muerte. El que no ora se siente solo. El que ora convive con Cristo y experimenta la fuerza de sus palabras: «¡Ánimo! Soy yo, no temáis». Es necesario volver a descubrir entre los cristianos la dicha de la oración. Cristo no quiere siervos, sino amigos que vivan en íntima familiaridad con Él.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Se subraya en este Domingo la presencia de Dios, que actúa en medio de los hombres. Esa presencia divina culminó en la encarnación del Verbo, el Emmanuel, Dios con nosotros. Solo con una conciencia viva y constantemente renovada de esta presencia personal divina, el cristiano puede conjurar el mayor riesgo que amenaza al hombre en su paso por la vida: el vacío o la ignorancia de Dios en su quehacer de cada día. Solo la cercanía de Dios, amorosamente vivida en el misterio de Cristo, puede dar trascendencia a nuestra existencia temporal en ruta hacia la eternidad.
El pavor de los discípulos de Jesús al verle andar sobre las aguas del mar es similar al del profeta Elías, en la primera lectura, cuando se encontró con el Señor en el monte santo. San Pablo explica que el pueblo judío, aunque oficialmente no acogió el mensaje de Cristo, es el pueblo que recibió de Dios las promesas y en su seno nació Cristo. Al final de la historia, Israel entrará por la fe en Cristo en el Reino de Dios (cf. Rom 11,5.12.26; Catecismo 674).
–1 Reyes 19,9.11-13: Aguarda al Señor en el monte. Elías, el varón de Dios, en medio de hombres idólatras e increyentes, encarna la semblanza del hombre que busca conscientemente la presencia de Dios y su intimidad amorosa, con humilde y profunda sinceridad. Dios es trascendente: no se encuentra en los elementos de la naturaleza ni en las potencias de la historia, sino más allá del ser. Dios es fiel. No abandona a sí mismo a Elías, cuando todo parece perdido y toda esperanza desaparecida. En el mismo lugar en que se manifestó a Moisés, muestra ahora su continuidad en las promesas y la indefectible estabilidad de sus intenciones. Se da a Elías una misión y una nueva fuerza. Dios sigue actuando en la Iglesia con su poder y sus dones de santificación por medio de los sacramentos instituidos por Cristo y con su asistencia peculiar, con una providencia especial en muchos órdenes. San Jerónimo dice:
«Por eso, de pie, como Elías en el hueco de la peña, podían pasar por el ojo de la aguja (1 Re 19,1ss) y contemplar el dorso del Señor. Nosotros en cambio nos abrasamos de avaricia, y mientras hablamos contra el dinero abrimos el seno al oro y nada nos parece bastante... Obramos así porque no creemos en las palabras del Señor. Y porque la edad que soñamos nos halaga a todos no con la proximidad de la muerte, que por ley de la naturaleza es lo propio de los mortales, sino con la vana esperanza de una larga serie de años» (Carta 125,14, a Geruquia).
–Sigue la misma idea en el Salmo 84: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación... Dios anuncia la paz, la salvación está ya cerca de sus fieles y la gloria habitará en nuestra tierra...». La salvación de Cristo está cerca de los que lo temen. Viviendo según la verdad en la caridad, procuremos en todo caso crecer en Él, que es la Cabeza del Cuerpo Místico. «Sed luz en el Señor, el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,8-9).
–Romanos 9,1-5: Quisiera ser un proscrito en bien de mis hermanos. Jesús, Hijo de Dios encarnado entre los hombres, fue para su propio pueblo el gran desconocido. Este hecho constituyó la más profunda tragedia para el Pueblo de Dios en la historia de la salvación. San Juan Crisóstomo anima al seguimiento de Dios:
«Acaso te parezca por encima de tus fuerzas el imitar a Dios. A la verdad, para quien vive vigilante, ello no es difícil. Pero en fin, si te parece superior a tus fuerzas, yo te pondré ejemplos de hombres como tú. Ahí tienes a José, ahí tienes a Moisés, ahí tienes a Pablo que, no obstante no poder contar cuánto sufrió de parte de los judíos, aún pedía ser anatema por su salvación (Rom 9,3)... Considerando nosotros estos ejemplos, desechemos de nosotros toda ira, a fin de que también a nosotros nos perdone Dios nuestros pecados» (Homilía 61,5, sobre San Mateo).
–Mateo 14,22-33: Mándame ir a Ti andando sobre las aguas. El Corazón de Jesucristo, presencia viviente y cercanía plena de Dios en medio de los suyos, es siempre la garantía definitiva de salvación para los hombres. Comenta San Agustín:
«Y el Señor dijo: «ven». Y bajo la palabra del que mandaba, bajo la presencia del que sostenía, bajo la presencia del que disponía, Pedro, sin vacilar y sin demora saltó al agua y comenzó a caminar. Pudo lo mismo que el Señor, no por sí, sino por el Señor. Lo que nadie puede hacer en Pedro, o en Pablo, o en cualquier otro de los Apóstoles, puede hacerlo en el Señor... Pedro caminó sobre las aguas por mandato del Señor, sabiendo que por sí mismo no podía hacerlo. Por la fe pudo lo que la debilidad humana no podía.
«Estos son los fuertes en la Iglesia. Atended, escuchad, entended, obrad. Porque no hay que tratar aquí con los fuertes, para que sean débiles, sino con los débiles para que sean fuertes. A muchos les impide ser fuertes su presunción de firmeza. Nadie logra de Dios la firmeza, sino quien en sí mismo reconoce su flaqueza... Contemplad el siglo como un mar, lo que cae bajo tus pies. Si amas al siglo, te engullirá. Sabe devorar a sus amadores, no soportarlos. Pero, cuando tu corazón fluctúa invoca la divinidad de Cristo... Dí: «¡Señor, perezco, sálvame!». Dí: «perezco», para que no perezcas. Porque solo te libra de la carne quien murió por ti en la carne» (Sermón 76,5-6).
Iluminados por Dios y vinculados en intimidad con el Corazón de Jesucristo, hemos de tener siempre firme fe en Cristo, nuestra verdadera fortaleza en todas las dificultades de la vida.