Domingo XVII Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 18 julio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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1 R 3, 5. 7-12: Pediste para ti discernimiento
Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-128. 129-130: ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Rm 8, 28-30: Nos predestinó a reproducir la imagen de su Hijo
Mt 13, 44-52: Vende todo lo que tiene y compra el campo
Mt 13, 44-46: Vende todo lo que tiene y compra el campo
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (24-07-2011): Un corazón atento.
domingo 24 de julio de 2011Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, en la liturgia, la lectura del Antiguo Testamento nos presenta la figura del rey Salomón, hijo y sucesor de David. Nos lo presenta al principio de su reinado, cuando era aún jovencísimo. Salomón heredó una tarea muy ardua, y la responsabilidad que pesaba sobre sus hombros era grande para un joven soberano. Lo primero que hizo fue ofrecer a Dios un solemne sacrificio —«mil holocaustos», dice la Biblia—. Entonces el Señor se le apareció en una visión nocturna y prometió concederle lo que pidiera en la oración. Y aquí se ve la grandeza de alma de Salomón: no pide larga vida, ni riquezas, ni la eliminación de sus enemigos; dice, en cambio, al Señor: «Concede, pues, a tu siervo un corazón atento para juzgar a tu pueblo y discernir entre el bien y el mal» (1 R 3, 9). Y el Señor lo escuchó, de modo que Salomón llegó a ser célebre en todo el mundo por su sabiduría y sus rectos juicios.
Por tanto, pidió a Dios que le concediera «un corazón atento» ¿Qué significa esta expresión? Sabemos que el «corazón» en la Biblia no indica sólo una parte del cuerpo, sino el centro de la persona, la sede se sus intenciones y de sus juicios. Podríamos decir: la conciencia. «Corazón atento» significa entonces una conciencia que sabe escuchar, que es sensible a la voz de la verdad y, por eso, es capaz de discernir el bien del mal. En el caso de Salomón, la petición está motivada por la responsabilidad de guiar una nación, Israel, el pueblo que Dios eligió para manifestar al mundo su designio de salvación. El rey de Israel, por consiguiente, debe tratar de estar siempre en sintonía con Dios, a la escucha de su Palabra, para guiar al pueblo por los caminos del Señor, el camino de la justicia y de la paz. Pero el ejemplo de Salomón vale para todo hombre. Cada uno de nosotros tiene una conciencia para ser en cierto sentido «rey», es decir, para ejercitar la gran dignidad humana de actuar según la recta conciencia, obrando el bien y evitando el mal. La conciencia moral presupone la capacidad de escuchar la voz de la verdad, de ser dóciles a sus indicaciones. Las personas llamadas a tareas de gobierno tienen, naturalmente, una responsabilidad ulterior, y por lo tanto —como enseña Salomón— tienen aún más necesidad de la ayuda de Dios. Pero cada uno tiene que hacer su propia parte, en la situación concreta en que se encuentra. Una mentalidad equivocada nos sugiere pedir a Dios cosas o condiciones favorables; en realidad, la verdadera calidad de nuestra vida y de la vida social depende de la recta conciencia de cada uno, de la capacidad de todos y de cada uno de reconocer el bien, separándolo del mal, y de tratar de llevarlo a cabo con paciencia, contribuyendo así a la justicia y a la paz.
Pidamos por eso la ayuda de la Virgen María, Sede de la Sabiduría. Su «corazón» está perfectamente «atento» a la voluntad del Señor. Aun siendo una persona humilde y sencilla, María es una reina a los ojos de Dios, y como tal nosotros la veneramos. Que la Virgen santísima nos ayude también a nosotros a formarnos, con la gracia de Dios, una conciencia siempre abierta a la verdad y sensible a la justicia, para servir al reino de Dios.
Francisco, papa
Ángelus (27-07-2014): ¿Cuál es el tesoro?
domingo 27 de julio de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las breves semejanzas propuestas por la liturgia de hoy son la conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del reino de Dios (13, 44-52). Entre ellas hay dos pequeñas obras maestras: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del reino de Dios puede llegar improvisamente como sucedió al campesino, que arando encontró el tesoro inesperado; o bien después de una larga búsqueda , como ocurrió al comerciante de perlas, que al final encontró la perla preciosísima que soñaba desde hacía tiempo. Pero en un caso y en el otro permanece el dato primario de que el tesoro y la perla valen más que todos lo demás bienes, y, por lo tanto, el campesino y el comerciante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder adquirirlos. No tienen necesidad de hacer razonamientos, o de pensar en ello, de reflexionar: inmediatamente se dan cuenta del valor incomparable de aquello que han encontrado, y están dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.
Así es para el reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente que es eso que buscaba, que esperaba y que responde a sus aspiraciones más auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra personalmente, queda fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad, tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez. Buscar a Jesús, encontrar a Jesús: ¡este es el gran tesoro!
Cuántas personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, quedaron tan conmovidos por Jesús que se convirtieron a Él. Pensemos en san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano «al agua de rosas». Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud, encontró a Jesús y descubrió el reino de Dios, y entonces todos sus sueños de gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te permite conocer al verdadero Jesús, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la vida. Y entonces sí lo dejas todo. Puedes cambiar efectivamente de tipo de vida, o bien seguir haciendo lo que hacías antes pero tú eres otro, has renacido: has encontrado lo que da sentido, lo que da sabor, lo que da luz a todo, incluso a las fatigas, al sufrimiento y también a la muerte.
Leer el Evangelio. Leer el Evangelio. Ya hemos hablado de esto, ¿lo recordáis? Cada día leer un pasaje del Evangelio; y también llevar un pequeño Evangelio con nosotros, en el bolsillo, en la cartera, al alcance de la mano. Y allí, leyendo un pasaje encontraremos a Jesús. Todo adquiere sentido allí, en el Evangelio, donde encuentras este tesoro, que Jesús llama «el reino de Dios», es decir, Dios que reina en tu vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en cada hombre y en todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, y esto es por lo que Jesús entregó su vida hasta morir en una cruz, para liberarnos del poder de las tinieblas y llevarnos al reino de la vida, de la belleza, de la bondad, de la alegría. Leer el Evangelio es encontrar a Jesús y tener esta alegría cristiana, que es un don del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro del reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede mantener oculta su fe, porque se transparenta en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más sencillos y cotidianos: se trasluce el amor que Dios nos ha donado a través de Jesús. Oremos, por intercesión de la Virgen María, para que venga a nosotros y a todo el mundo su reino de amor, justicia y paz.
Ángelus (30-07-2017): Búsqueda y sacrificio.
domingo 30 de julio de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El discurso de las parábolas de Jesús, que reúne siete parábolas en el capítulo 13 del Evangelio de Mateo, se concluye con las tres similares de hoy: el tesoro escondido (v. 44), la perla preciosa (v. 45-46) y la red de pesca (v. 47-48). Me detengo en las dos primeras que subrayan la decisión de los protagonistas de vender cualquier cosa para obtener eso que han descubierto. En el primer caso se trata de un campesino que casualmente tropieza con un tesoro escondido en el campo donde está trabajando. No siendo el campo de su propiedad debe adquirirlo si quiere poseer el tesoro: por tanto decide arriesgar todos sus bienes para no perder esa ocasión realmente excepcional. En el segundo caso encontramos un mercader de perlas preciosas; él, experto conocedor, ha identificado una perla de gran valor. También él decide apostar todo a esa perla, hasta el punto de vender todas las demás.
Estas similitudes destacan dos características respecto a la posesión del Reino de Dios: la búsqueda y el sacrificio. Es verdad que el Reino de Dios es ofrecido a todos —es un don, es un regalo, es una gracia— pero no está puesto a disposición en un plato de plata, requiere dinamismo: se trata de buscar, caminar, trabajar. La actitud de la búsqueda es la condición esencial para encontrar; es necesario que el corazón queme desde el deseo de alcanzar el bien precioso, es decir el Reino de Dios que se hace presente en la persona de Jesús. Es Él el tesoro escondido, es Él la perla de gran valor. Él es el descubrimiento fundamental, que puede dar un giro decisivo a nuestra vida, llenándola de significado.
Frente al descubrimiento inesperado, tanto el campesino como el mercader se dan cuenta de que tienen delante una ocasión única que no pueden dejar escapar, por lo tanto venden todo lo que poseen. La valoración del valor inestimable del tesoro, lleva a una decisión que implica también sacrificio , desapegos y renuncias. Cuando el tesoro y la perla son descubiertos, es decir cuando hemos encontrado al Señor, es necesario no dejar estéril este descubrimiento, sino sacrificar por ello cualquier otra cosa. No se trata de despreciar el resto, sino de subordinarlo a Jesús, poniéndole a Él en el primer lugar. La gracia en el primer lugar. El discípulo de Cristo no es uno que se ha privado de algo esencial; es uno que ha encontrado mucho más: ha encontrado la alegría plena que solo el Señor puede donar. Es la alegría evangélica de los enfermos sanados; de los pecadores perdonados; del ladrón al que se le abre la puerta al paraíso.
La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de aquellos que se encuentran con Jesús. Aquellos que se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría (cf. Exort. ap. Evangelii gaudium , 1). Hoy somos exhortados a contemplar la alegría del campesino y del mercader de las parábolas. Es la alegría de cada uno de nosotros cuando descubrimos la cercanía y la presencia consoladora de Jesús en nuestra vida. Una presencia que transforma el corazón y nos abre a la necesidad y a la acogida de los hermanos, especialmente de aquellos más débiles.
Rezamos, por intercesión de la Virgen María, para que cada uno de nosotros sepa testimoniar, con las palabras y los gestos cotidianos, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios, es decir el amor que el Padre nos ha donado mediante Jesús.
Congregación para el Clero
Homilía
Las cuatro breves parábolas de este Domingo concluyen el ciclo sobre el «Reino de los Cielos», y el Señor Jesús las narra para suscitar en el corazón de los discípulos de entonces, como en los de ahora, el deseo del encuentro con Dios. Estas parábolas representan una exhortación de Jesús a la decisión y a la responsabilidad, en pocas palabras, a aquel seguimiento decisivo que implica el corazón y la libertad, la vida entera del hombre.
Las primeras dos parábolas enfatizan la importancia del «decidirse por aquello que de verdad tiene valor». El verbo «encontrar» es acompañado por la alegría de aquel que vende todo, que renuncia a todo por algo que es más grande.
¿Qué es lo que realmente buscamos?
¡El tesoro de la vida es Cristo! ¿Cuánto lo buscamos? No hay alegría verdadera y que nos hace libres si no nos decidimos por Él; y es muy grande el valor autobiográfico de la parábola de Mateo: es la experiencia del evangelista después de haber encontrado a Jesús.
La alegría es la fuente de la fuerza necesaria para decidirse por el Reino y surge de seguir a Aquel que responde a todo el deseo de felicidad custodiado en el corazón. El drama de cada tiempo, y particularmente del nuestro, es que el hombre no reconoce ya en sí mismo este deseo o, dramáticamente, lo confunde con el el efímero gozo narcisista.
Las dos parábolas sucesivas llaman a la responsabilidad del hombre frente a la propuesta de Cristo. La imagen de la red y de los diferentes tipos de peces, que son después separados, en su conclusión propone la parábola del trigo y de la cizaña, pero pide también un comportamiento de prudente vigilancia, por parte de quien siguiendo al Señor Jesús, ve toda la realidad con los ojos de Dios y reconoce su presencia.
Así como aquel escriba que «trae cosas nuevas y cosas antiguas» del tesoro. La oración de Salomón, que deseoso de ejercitar la propia autoridad según Dios, pide un corazón capaz de discernir y juzgar rectamente, es la oración de quien ha decidido resueltamente seguir al Señor.
Quien se decide por Cristo lo sigue y siguiéndolo vive por Él, o sea, le pertenece totalmente.
Es el testimonio de lo que escribió en 1238, Santa Clara a Inés, princesa de Bohemia, Clarisa en Praga: «Admiro estrechar hacia ti, mediante la humildad, con la fuerza de la fe y los brazos de la pobreza, el tesoro incomparable escondido en el campo del mundo y de los corazones humanos, con el cual se compra Aquel que de la nada formó todas las cosas.
Coloca tu mente frente al espejo de la eternidad, tu alma en el esplendor de la gloria, tu corazón en Aquel que es figura de la divina sustancia y transfórmate enteramente por la vía de la contemplación, en la imagen de la divinidad de Él: y también tu probarás entonces lo que sienten sus amigos, gustando la secreta dulzura que Dios mismo ha reservado desde el principio a aquellos que lo aman».
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: Verdadero tesoro
El verdadero tesoro
Mt 13,44-52
Con el evangelio en la mano, no entiendo cómo se puede hablar de que ser cristiano es difícil y costoso. Es verdad que hay que dejar cosas –muchas más de las que dejamos–, es verdad que hay que morir al pecado que todavía reside en nosotros, pero todo esto se hace con facilidad, porque hemos encontrado un Tesoro que vale mucho más sin comparación. Más aún, las renuncias se realizan «con alegría», como el hombre de la parábola, con la alegría de haber encontrado el tesoro, es decir, sin costar, sin esfuerzo, de buen humor y con entusiasmo.
Si todavía vemos el cristianismo como una carga, ¿no será que no hemos encontrado aún el Tesoro? ¿No será que no nos hemos dejado deslumbrar lo suficiente por la Persona de Cristo? ¿No será que le conocemos poco, que le tratamos poco? ¿No será que no oramos bastante? El que ama la salud hace cualquier sacrificio por cuidarla y el que ama a Cristo está dispuesto a cualquier sacrificio por Él. Cristo de suyo es infinitamente atractivo, como para llenar nuestro corazón y hacernos fácil toda renuncia.
El mejor comentario a este evangelio son las palabras de san Pablo: «Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo; más aún, todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús mi Señor. Por Él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). El que de verdad ha encontrado a Cristo está dispuesto a perderlo todo por Él, pues todo lo estima basura comparado con la alegría de haber encontrado el verdadero Tesoro.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
Parábola del tesoro escondido. Todo se sacrifica a fin de conseguirlo. Nada supera a la Sabiduría que procede de Dios. San Pablo nos inculca el plan de Dios sobre nosotros que no es otro que el amor que Dios nos tiene y quiere que reproduzcamos en nosotros la imagen de su Hijo bien amado para compartir su gloria.
Sólo así es posible entrar en el Reino de Dios y aquí en la tierra. Esto nos prepara, a su vez, para la santidad de vida y para la liberación y santificación consumada en la eternidad.
Dichosos los que por la oración y disponibilidad humilde saben descubrir en el tiempo las posibilidades de la eternidad bienaventurada que nos ofrece el misterio de Cristo, revelación de la plenitud de la Sabiduría divina.
–1 Reyes 3, 5.7-12: Pediste discernimiento. Salomón es en la historia de la salvación un símbolo típico de la exaltación de la sabiduría como actitud religiosa, como don gratuito y como responsabilidad bienhechora entre los hombres.
El don del juicio a Salomón señala un momento importante en la historia del movimiento sapiencial de Israel. El carisma consiste en una especial prerrogativa del soberano para gobernar al pueblo con rectitud, en el contexto no de una justicia humana, sino en el de la elección de Israel y de la fidelidad a la Alianza, es decir, en un sentido religioso y mesiánico. Esto es un carisma concedido de lo alto para bien del pueblo, un don del Espíritu que ha aparecido en otros personajes como Moisés y, sobre todo, aparecerá en el Rey-Mesías.
Las inevitables deficiencias de varios reyes de Israel en el gobierno, en la administración de la justicia y en la fidelidad a la Alianza, conducirá a una espera cada vez más apremiante del futuro Rey ideal, el que sólo ejercerá plena y perfectamente la justicia, sueño de todos los hombres. Esto sucederá en el Nuevo Testamento, más aún será propio del Mesías «la justicia de Dios» (Jer 23,5): Cristo, más que Salomón (Mt 12,42).
–Unos versos del Salmo 118 nos ofrecen materia de reflexión y meditación, como Salmo responsorial: «¡Cuánto amo tu voluntad, Señor! Mi porción es el Señor, he resuelto guardar tus palabras. Más estimo yo los preceptos del Señor que miles de monedas de oro y plata. Que tu voluntad me consuele, según la promesa hecha a tu siervo; cuando me alcance tu compasión, viviré, y mis delicias será tu voluntad. Yo amo tus mandatos, más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos, y detesto el camino de la mentira. Tus preceptos son admirables, por eso los guarda mi alma; la explicación de tus palabras ilumina, da inteligencia a los ignorantes».
–Romanos 8, 28-30: Nos predestinó a ser imagen de su Hijo. La sabiduría salvífica de Dios ha culminado su revelación en Cristo. Y nos ofrece el don de descubrir en Él la Sabiduría divina que nos ilumina y santifica. Su Corazón es el diseño perfecto que nos ha trazado el Padre.
Es conocida la distinción evangélica de «llamados» y «elegidos» (Mt 22,14). Los israelitas estaban todos llamados al Reino, pero no todos fueron elegidos, es decir, miembros efectivos del Reino de Dios. El Apóstol insiste aquí en el don inefable de la vocación divina, pero esto no excluye la responsabilidad de la colaboración activa y total al don de Dios. Comenta San Agustín:
«Me dirá alguno: Entonces no obramos nosotros, sino que otro obra en nosotros. Le respondo: Es más acertado decir que obras tú y que otro obra en ti; y sólo obras bien cuando actúa en ti el que es bueno. El Espíritu de Dios que obra en ti, te ayuda cuando obras tú. Su mismo apelativo de auxiliador te indica que también tú haces algo. Reconoce lo que pides, reconoce lo que proclamas cuando dices: «sé mi auxiliador, no me abandones» (Sal 26,9). Invocas ciertamente a Dios como auxiliador, pero nadie recibe ayuda si él nada hace. Quienes son movidos por el Espíritu de Dios, dice, esos son hijos de Dios; movidos no por la letra, sino por el Espíritu, no por la ley que ordena, amenaza y promete, sino por el Espíritu que exhorta, ilumina y ayuda. «Sabemos, dice el Apóstol, que todo coopera para el bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28). Si tú no hicieres nada, él no sería tu colaborador» (Sermón 156,11).
–Mateo 13, 44-52: Vende todo lo que tiene y compra el campo. La genuina sabiduría evangélica consiste en la apertura humilde y decidida a la gracia divina y a los dones salvíficos que el Padre nos ofrece amorosamente en Cristo y que transforman nuestras vidas. El anuncio del Reino de Dios es el punto principal del mensaje de Cristo (Mc 1,15) realidad o una situación espiritual, en la cual el hombre reconoce, en espíritu de amor y de temor filial, la soberanía o el primado absoluto de Dios y cumple lo más perfectamente posible su Voluntad (Mt 6,10). San Jerónimo explica:
«Este tesoro en el cual están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2,3), es el Verbo de Dios que parece escondido en la carne de Cristo, o bien las sagradas Escrituras en las que está guardado el conocimiento del Salvador. Cuando alguien lo descubre en ellas, debe despreciar todas las ganancias de este mundo para poder poseer a aquel a quien ha encontrado. Lo que sigue: el hombre que lo encuentra, lo vuelve a esconder, no significa que lo hace por maldad sino por temor y como no quiere perder ese bien, esconde en su corazón el tesoro que ha preferido a sus antiguas riquezas» (Comentario al Evangelio de San Mateo 44).
«Las perlas finas que busca el mercader son la ley y los profetas, el conocimiento del Antiguo Testamento. Pero hay una perla única, la más valiosa: el conocimiento del Salvador, el misterio de su pasión, el secreto de su resurrección. Cuando un mercader la encuentra, como el Apóstol Pablo, desprecia todos los misterios de la ley y de los profetas y las antiguas observancias en las que vivía irreprochablemente; las considera como inmundicias y basura, para ganar a Cristo (Flp 3,8). No es que el descubrimiento de la nueva perla sea condenación de las perlas antiguas, sino que en comparación con aquélla, todas las otras joyas son menos valiosas» (ib. 45,46).