Domingo XV Tiempo Ordinario (Ciclo A) – Homilías
/ 12 julio, 2014 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Is 55, 10-11: La lluvia hace germinar la tierra
Sal 64, 10abcd. 10e-11. 12-13. 14: La semilla cayó en tierra buena, y dio fruto
Rm 8, 18-23: La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios
Mt 13, 1-23: Salió el sembrador a sembrar
Mt 13, 1-9: Salió el sembrador a sembrar
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
San Juan Pablo II, papa
Homilía (15-07-1990): El fruto depende de nuestra respuesta.
domingo 15 de julio de 1990«La palabra que sale de mi boca no volverá sin haber cumplido mi encargo» (Is 55, 11).
1. Así como la lluvia empapa la tierra, así con su gracia Dios da fuerza al hombre aplastado por el peso del pecado y la muerte. Es fiel y siempre cumple su palabra. Ningún poder podrá frenar la fuerza irresistible de su misericordia.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Deutero-Isaías, que escuchamos en la primera lectura, subrayan significativamente la promesa de que Yahweh renueva a Israel su pueblo, que se encuentra angustiado y desorientado. Son palabras también dirigidas a nosotros como un llamado a la esperanza y como un estímulo para confiar. Se dirigen al hombre de nuestro tiempo, sediento de felicidad y bienestar, que busca la verdad y la paz, pero que, desafortunadamente, experimenta la desilusión del fracaso.
Las palabras del profeta son una invitación a creer que Dios puede dar un vuelco a todas las situaciones, incluso las más dramáticas y complejas. ¿Quién, de hecho, puede frustrar sus acciones? ¿Acaso Él, que es omnipotente y bueno, nos abandonará en nuestra fragilidad o nos dejará vagar a merced de nuestra infidelidad?
2. En los textos bíblicos de este decimoquinto domingo del tiempo ordinario, el Todopoderoso se nos presenta lleno de ternura y atención, prodigando a la humanidad los dones de la salvación. Acompaña pacientemente a las personas que ha elegido; guía fielmente a la Iglesia «el nuevo Israel de la era actual, que camina en busca de la ciudad futura y permanente» a lo largo de los siglos (Lumen gentium, 9). Él habla y actúa, da sin medida y sin arrepentimiento, interviene en nuestros asuntos diarios incluso cuando somos débiles y no correspondemos a su amor libre y generoso.
Sin embargo, el hombre tiene la tremenda posibilidad de hacer vana la iniciativa divina y de rechazar su amor. Nuestro «sí», que debería ser una adhesión libre a su propuesta de vida, es indispensable para que el plan de salvación se cumpla en nosotros.
3. Reflexionemos sobre la parábola del sembrador. Nos ayuda a comprender mejor esta realidad providencial y a sopesar sabiamente el peso de la responsabilidad que recae sobre todos al madurar la semilla de la Palabra, ampliamente difundida en nuestros corazones. La semilla de la que estamos hablando es la palabra de Dios; es Cristo, la Palabra del Dios viviente. Es una semilla fructífera y efectiva en sí misma, que brota de una fuente inagotable que es el Amor trinitario. Sin embargo, hacer que esta semilla fructifique depende de nosotros, depende de la acogida que dispensemos a esa semilla en nosotros. A menudo el hombre se distrae con demasiados intereses; es solicitado por llamadas de todas partes y es difícil distinguir, entre tantas voces, la de la única Verdad que nos libera.
Queridos hermanos, es necesario que seamos tierra disponible sin espinas ni piedras, pero cuidadosamente labrada y sin maleza. Depende de nosotros ser esa buena tierra, en la cual «la semilla da fruto y produce ahora cien, ahora sesenta, ahora treinta» (Mt 12, 23). ¡Cuán grande es la responsabilidad del creyente entonces! ¡Cuántas oportunidades se ofrecen a quienes acogen y conservan este misterio! ¡Bendito el que se abre completamente a Cristo, la semilla que fecunda la vida!
Queridos hermanos y hermanas, les insto a crecer en el deseo de Dios, los aliento a aceptar generosamente la invitación que nos dirige la liturgia de hoy. Que siempre correspondáis a los impulsos de la gracia y deis abundantes frutos de santidad.
4. Agradezco a todos los que han hecho posible la celebración de la Eucaristía en este santuario de Barmasc... Este encantador valle alpino en el Valle de Ayas es el telón de fondo de nuestro encuentro, atravesado por la corriente que fluye desde los majestuosos glaciares del Monte Rosa. La Madonna del Monte Zerbion nos mira con bendición...
Aquí todo nos lleva a elevar la mirada al cielo, todo nos anima a invocar a María, la Madre de Dios, que ha correspondido fielmente a la voluntad del Altísimo. En este sugerente santuario, construido antes del siglo XVII, la Virgen es venerada bajo el título de «Bon Secours». Desde la antigüedad, muchos fieles han comenzado a acudir a ella para implorar el regalo de la lluvia y el clima favorable para el campo, movidos por la certeza de ser escuchados. Nosotros también hoy compartimos esa misma confianza. Pero además de la lluvia que restaura la tierra, necesitamos otra lluvia más importante «una fuente de agua que brote por la vida eterna» (Jn 4, 14).
Si falta esta agua sobrenatural, el corazón humano se convierte en un desierto, árido y estéril. Luego está el riesgo de la muerte del espíritu.
5. El mundo, «sujeto a la transitoriedad» (Rom 8, 20), grita que tiene sed de Cristo. Él pide paz, pero no sabe dónde encontrarla por completo. ¿Quién será capaz de transformar este suelo pedregoso y revuelto en un campo fértil, si no es Aquel que hace caer la lluvia y la nieve desde arriba?
«Virgo potens, erige pauperem - Virgen poderosa, exalta a los pobres». Este fue el lema de Mons. Giuseppe Obert, misionero y luego obispo en India, de cuyo nacimiento celebramos el centenario este año y cuyo modesto hogar se encuentra a pocos metros de aquí.
Es cierto: la Virgen apoya al pobre hombre que confía en ella. Ayuda al cristiano, día tras día, a seguir los pasos de Jesús, a gastar todos los recursos físicos y espirituales para él, realizando así la misión que le fue confiada con el bautismo. El creyente se convierte así, a su vez, en una semilla de vida ofrecida, junto con Cristo, para la salvación de los hermanos.
6. «La creación misma espera ansiosamente la revelación de los hijos de Dios» (Rom 8, 19). La humanidad pide ayuda y busca seguridad. Todos necesitamos la lluvia de la misericordia, todos aspiramos a los frutos del amor.
Dios continúa visitando la tierra bendiciendo sus brotes y seguramente completará el trabajo iniciado. El maravilloso panorama que contemplamos aquí nos habla de su eterna lealtad. También nos habla de la riqueza de sus dones. En el silencio de estos picos, Dios se manifiesta desde arriba y «muestra a los vagabundos la luz de su verdad para que puedan regresar al camino correcto» (Oración Colecta). Nos muestra a Jesucristo, su Palabra eterna. Lo muestra y nos lo ofrece en la Eucaristía; nos lo ofrece a través de las manos de María, su Madre, nuestra Madre.
Virgen de Bon Secours, intercede por nosotros. Amén.
Homilía (11-07-1993): ¿Por qué habla en parábolas?
domingo 11 de julio de 19931. «Salió de la casa y se sentó junto al mar» (Mt 13, 1).
Jesús es el maestro; también lo es en la forma de mirar la naturaleza. En los Evangelios hay numerosos pasajes que lo presentan inmerso en el entorno natural y, si prestáis atención, podréis percibir en su comportamiento una invitación clara a una actitud contemplativa hacia las maravillas de la creación. Este es el caso, por ejemplo, en el Evangelio de este domingo. Vemos a Jesús sentado en la orilla del lago Tiberíades, casi absorto en la meditación.
Al divino Maestro, antes del amanecer o después del atardecer, y en otros momentos decisivos de su misión, le encantaba retirarse a un lugar solitario y silencioso, al margen (cf. Mt 14, 23; Mc 1, 35; Lc 5, 16 ), para permanecer cara a cara con el Padre Celestial y dialogar con él. En esos momentos, ciertamente no dejó de contemplar la creación también, para reunir en ella un reflejo de la belleza divina.
2. Sus discípulos y muchas otras personas se unen a él en la orilla del lago. «Les habló de muchas cosas en parábolas» (Mt 13, 3). Jesús habla «en parábolas», es decir, usando acontecimientos de la experiencia diaria y elementos extraídos de la contemplación de la creación.
¿Pero por qué Jesús habla «en parábolas»? Esto es lo que los discípulos preguntan, y nosotros con ellos. El Maestro responde, haciéndose eco de Isaías: «Para que viendo, no vean, escuchando no entiendan» (cf. Mt 13, 13-15). ¿Qué significa todo esto? ¿Por qué hablar en parábolas y no más bien «abiertamente» (cf. Jn 16, 29)?
3. ¡Queridos hermanos y hermanas! En realidad, la creación misma es como una gran parábola. ¿Acaso todo cuánto existe —el cosmos, la tierra, los vivos, el hombre— no constituye una sola parábola inmensa? ¿Y quién es el Autor, si no Dios Padre, con quien Jesús conversa en el silencio de la naturaleza? Jesús habla en parábolas porque este es el «estilo» de Dios. El Hijo unigénito tiene la misma manera de hacer y hablar que su Padre Celestial. Quien lo ve, ve al padre (cf. Jn 14, 9), quien lo escucha a él, escucha al padre. Y esto concierne no solo a los contenidos, sino también a las formas; no solo lo que dice, sino también cómo lo dice.
Sí, el «cómo» es importante, porque manifiesta la profunda intención del hablante. Si la relación pretende ser dialógica, la forma de hablar debe respetar y promover la libertad del interlocutor. Aquí está la razón por la cual el Señor habla en parábolas: para que el oyente sea libre de aceptar su mensaje; libre no solo para escucharlo, sino sobre todo para entenderlo, interpretarlo y reconocer la intención de Aquel que habla. Dios se dirige al hombre para que sea posible encontrarse con él en libertad.
4. La creación es, por así decirlo, la gran historia divina. Sin embargo, el significado profundo de este maravilloso libro de la creación nos habría sido difícil de descifrar si Jesús, la Palabra hecha hombre, no hubiera venido a «explicárnoslo», haciendo que nuestros ojos puedan reconocer más fácilmente la huella del Creador en las criaturas.
Jesús es la Palabra que guarda el significado de todo lo que existe. Es la Palabra en la que descansa el «nombre» de todo, desde la partícula infinitesimal hasta las inmensas galaxias. Él mismo es entonces la «Parábola» llena de gracia y verdad (cf. Jn 1, 14), con la cual el Padre se revela a sí mismo y su voluntad, su misterioso plan de amor y el significado último de la historia ( cf. Ef 1, 9-10). En Jesús, Dios nos contó todo lo que tenía que contarnos.
5. «He aquí, que el sembrador salió a sembrar» (Mt 13, 3).
La Encarnación de la Palabra es la «siembra» más grande y verdadera del Padre. Al final de los tiempos tendrá lugar la cosecha: el hombre será sometido al juicio de Dios. Habiendo recibido mucho, se le pedirá mucho.
El hombre es responsable no solo de sí mismo, sino también de las otras criaturas. Es así en un sentido global: su destino está vinculado a los otros en el tiempo y más allá del tiempo. Si obedece y se ajusta al plan del Creador, lleva a toda la creación al reino de la libertad, así como la arrastró con él al reino de la corrupción, debido a la desobediencia original. Esto es lo que San Pablo ha querido decirnos hoy en la segunda lectura.
Su discurso es misterioso, pero fascinante. Acogiendo a Cristo, la humanidad puede introducir un flujo de vida nueva en la creación. Sin Cristo, el cosmos mismo paga las consecuencias del rechazo humano a adherirse libremente al plan de salvación divina. Para nuestra esperanza y para todas las criaturas, Cristo sembró una semilla de vida nueva e inmortal en el corazón del hombre. Germen de salvación que da una nueva orientación a la creación: la gloria del Reino de Dios.
6. Así como la lluvia y la nieve - escuchamos en la primera lectura del libro del Profeta Isaías - descienden del cielo y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, así la Palabra del Señor no volverá a Él sin haber cumplido su encargo» (Is 55, 11).
Por lo tanto, corresponde a cada uno la responsabilidad de ser una «buena tierra» y de acoger a Cristo, para que el Evangelio pueda dar frutos de vida nueva tanto en este mundo, como para la vida eterna.
El cristiano debe tener cuidado de no caer en la superficialidad o la inconstancia, no debe dejarse abrumar por las preocupaciones del mundo y el engaño de la riqueza (cf. Mt 13, 19-22).
Correspondiendo a las solicitudes de la gracia, tiene la tarea de hacerse «una buena tierra», capaz no solo de acoger la Palabra, sino también de hacerla fructificar abundantemente.
7. ¡Queridos hermanos y hermanas de Santo Stefano di Cadore!
El entorno natural encantador en el que transcurre vuestra vida os ayuda a comprender mejor vuestra vocación de creyentes. Reconociendo en él la impronta del Padre Celestial, sabed cómo alabar su grandeza con un alma agradecida y empeñaos a responder a tal generosidad con el testimonio de una vida verdaderamente cristiana. Aquí, en estos valles vuestros, verdaderamente «todo canta y exulta de alegría» (Salmo Responsorial). Haced que toda vuestra vida, haciéndose eco del mensaje que surge de la naturaleza, se convierta en alabanza al Señor que visita la tierra y apaga su sed al colmarla de sus dones.
[...]
¡Queridos! Esforzaos por hacer fructíferas las semillas de la vocación esparcidas por el Sembrador divino a manos llenas: pienso en las familias que buscan vivir el camino del amor conyugal y la paternidad y maternidad responsables con alegría y compromiso; pienso en los sacerdotes, religiosos y religiosas, consagrados al servicio del reino de Dios en la Iglesia; finalmente, pienso en los laicos, llamados a ser testigos valientes en los diversos entornos de la vida y el trabajo.
8. Sobre todo, con mucho gusto aliento vuestro compromiso con la formación cristiana de las familias. Como «iglesia doméstica», porque la familia constituye una parábola singular del Amor, capaz de garantizar un auténtico sentido de valores para la sociedad en su conjunto.
Encomiendo todos sus proyectos apostólicos y pastorales a la intercesión de los santos patronos de Comelico, llamados patronos de las «Reglas» o «Comuniones Familiares». Que velen siempre sobre los ritmos de oración y el trabajo de sus comunidades, garantizándoles un recuerdo constante de esas raíces profundas, que se alimentan de las tradiciones saludables de los padres.
Hay una cadena singular de «puestos de guardia» para proteger su hermosa tierra: está compuesta por capiteles marianos ubicados en la cima de las montañas. Pienso, en particular, en la Madonna ubicada en Monte Col, justo por encima de Santo Stefano. Que María Santísima siempre proteja a las comunidades de Comelico, bendiga a Cadore y a toda su familia diocesana. Siempre esté a su lado, para prepararse a caminar fielmente por el camino correcto.
9. «Concede, oh Dios, - oramos al comienzo de la celebración eucarística - a todos aquellos que se profesan cristianos, rechazar lo que es contrario a este nombre y cumplir cuanto en él se significa». El compromiso que nos sugirió la reflexión sobre la liturgia de hoy se convierte aquí en oración.
La palabra de Dios sembrada en nuestros corazones produzca en nosotros frutos de salvación eterna: esta es la invocación que te dirigimos hoy, oh Señor.
Te damos gracias, Señor Jesús, parábola del Padre.
Tú visitas nuestra tierra
y bendices sus brotes.
Haznos una tierra fértil donde pueda brotar una cosecha abundante
para la vida eterna.
¡Amén!
Benedicto XVI, papa
Ángelus (10-07-2011): Cristo, verdadera «Parábola» de Dios.
domingo 10 de julio de 2011En el Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23), Jesús se dirige a la multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún modo «autobiográfica», porque refleja la experiencia misma de Jesús, de su predicación: él se identifica con el sembrador, que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en un primer momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien queda abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el «método» de la predicación de Jesús, es decir, precisamente, en el uso de las parábolas. «¿Por qué les hablas en parábolas?», preguntan los discípulos (Mt 13, 10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los discípulos, es decir, a los que ya se han decidido por él, les puede hablar del reino de Dios abiertamente; en cambio, a los demás debe anunciarlo en parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; de hecho, las parábolas, por su naturaleza, requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan la inteligencia pero también la libertad. Explica san Juan Crisóstomo: «Jesús pronunció estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y solicitarlos asegurando que, si se dirigen a él, los sanará» (Com. al Evang. de Mat., 45, 1-2). En el fondo, la verdadera «Parábola» de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, oculta y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en él, sino que nos atrae hacia sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: de hecho, el amor respeta siempre la libertad.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san Benito, abad y patrono de Europa. A la luz de este Evangelio, contemplémoslo como maestro de la escucha de la Palabra de Dios, una escucha profunda y perseverante. Debemos aprender siempre del gran patriarca del monaquismo occidental a dar a Dios el lugar que le corresponde, el primer lugar, ofreciéndole, con la oración de la mañana y de la tarde, las actividades de cada día. Que la Virgen María nos ayude a ser, según su modelo, «tierra buena» donde la semilla de la Palabra pueda dar mucho fruto.
Francisco, papa
Ángelus (13-07-2014): Somos terreno y somos sembradores.
domingo 13 de julio de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Mt 13, 1-23) nos presenta a Jesús predicando a orillas del lago de Galilea, y dado que lo rodeaba una gran multitud, subió a una barca, se alejó un poco de la orilla y predicaba desde allí. Cuando habla al pueblo, Jesús usa muchas parábolas: un lenguaje comprensible a todos, con imágenes tomadas de la naturaleza y de las situaciones de la vida cotidiana.
La primera que relata es una introducción a todas las parábolas: es la parábola del sembrador, que sin guardarse nada arroja su semilla en todo tipo de terreno. Y la verdadera protagonista de esta parábola es precisamente la semilla, que produce mayor o menor fruto según el terreno donde cae. Los primeros tres terrenos son improductivos: a lo largo del camino los pájaros se comen la semilla; en el terreno pedregoso los brotes se secan rápidamente porque no tienen raíz; en medio de las zarzas las espinas ahogan la semilla. El cuarto terreno es el terreno bueno, y sólo allí la semilla prende y da fruto.
En este caso, Jesús no se limitó a presentar la parábola, también la explicó a sus discípulos. La semilla que cayó en el camino indica a quienes escuchan el anuncio del reino de Dios pero no lo acogen; así llega el Maligno y se lo lleva. El Maligno, en efecto, no quiere que la semilla del Evangelio germine en el corazón de los hombres. Esta es la primera comparación. La segunda es la de la semilla que cayó sobre las piedras: ella representa a las personas que escuchan la Palabra de Dios y la acogen inmediatamente, pero con superficialidad, porque no tienen raíces y son inconstantes; y cuando llegan las dificultades y las tribulaciones, estas personas se desaniman enseguida. El tercer caso es el de la semilla que cayó entre las zarzas: Jesús explica que se refiere a las personas que escuchan la Palabra pero, a causa de las preocupaciones mundanas y de la seducción de la riqueza, se ahoga. Por último, la semilla que cayó en terreno fértil representa a quienes escuchan la Palabra, la acogen, la custodian y la comprenden, y la semilla da fruto. El modelo perfecto de esta tierra buena es la Virgen María.
Esta parábola habla hoy a cada uno de nosotros, como hablaba a quienes escuchaban a Jesús hace dos mil años. Nos recuerda que nosotros somos el terreno donde el Señor arroja incansablemente la semilla de su Palabra y de su amor. ¿Con qué disposición la acogemos? Y podemos plantearnos la pregunta: ¿cómo es nuestro corazón? ¿A qué terreno se parece: a un camino, a un pedregal, a una zarza? Depende de nosotros convertirnos en terreno bueno sin espinas ni piedras, pero trabajado y cultivado con cuidado, a fin de que pueda dar buenos frutos para nosotros y para nuestros hermanos.
Y nos hará bien no olvidar que también nosotros somos sembradores. Dios siembra semilla buena, y también aquí podemos plantearnos la pregunta: ¿qué tipo de semilla sale de nuestro corazón y de nuestra boca? Nuestras palabras pueden hacer mucho bien y también mucho mal; pueden curar y pueden herir; pueden alentar y pueden deprimir. Recordadlo: lo que cuenta no es lo que entra, sino lo que sale de la boca y del corazón.
Que la Virgen nos enseñe, con su ejemplo, a acoger la Palabra, custodiarla y hacerla fructificar en nosotros y en los demás.
Ángelus (16-07-2017): ¿Cómo está tu corazón?
domingo 16 de julio de 2017Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Jesús, cuando hablaba, usaba un lenguaje simple y usaba también imágenes, que eran ejemplos tomados de la vida cotidiana, para poder ser comprendidos fácilmente por todos. Por esto le escuchaban encantados y apreciaban su mensaje que llegaba directo a su corazón; y no era ese lenguaje complicado de entender, el que usaban los doctores de la ley de la época, que no se entendía bien pero que estaba lleno de rigidez y alejaba a la gente.
Y con este lenguaje Jesús hacía entender el misterio del Reino de Dios; no era una teología complicada. Y un ejemplo es el que hoy lleva el Evangelio: la parábola del sembrador (Mateo 13, 1-23).
El sembrador es Jesús. Notamos que, con esta imagen, Él se presenta como uno que no se impone, sino que se propone; no nos atrae conquistándonos, sino donándose: echa la semilla. Él esparce con paciencia y generosidad su Palabra, que no es una jaula o una trampa, sino una semilla que puede dar fruto. ¿Y cómo puede dar fruto? Si nosotros lo acogemos.
Por ello la parábola se refiere sobre todo a nosotros: habla efectivamente del terreno más que del sembrador. Jesús efectúa, por así decir una «radiografía espiritual» de nuestro corazón, que es el terreno sobre el cual cae la semilla de la Palabra.
Nuestro corazón, como un terreno, puede ser bueno y entonces la Palabra da fruto —y mucho— pero puede ser también duro, impermeable. Ello ocurre cuando oímos la Palabra, pero nos es indiferente, precisamente como en una calle: no entra.
Entre el terreno bueno y la calle, el asfalto —si nosotros echamos una semilla sobre los «sanpietrini» no crece nada— sin embargo hay dos terrenos intermedios que, en distinta medida, podemos tener en nosotros. El primero, dice Jesús, es el pedregoso.
Intentemos imaginarlo: un terreno pedregoso es un terreno «donde no hay mucha tierra» (cf v. 5), por lo que la semilla germina, pero no consigue echar raíces profundas. Así es el corazón superficial, que acoge al Señor, quiere rezar, amar y dar testimonio, pero no persevera, se cansa y no «despega» nunca. Es un corazón sin profundidad, donde las piedras de la pereza prevalecen sobre la tierra buena, donde el amor es inconstante y pasajero. Pero quien acoge al Señor solo cuando le apetece, no da fruto.
Está luego el último terreno, el espinoso, lleno de zarzas que asfixian a las plantas buenas. ¿Qué representan estas zarzas? «La preocupación del mundo y la seducción de la riqueza» (v. 22), así dice Jesús, explícitamente. Las zarzas son los vicios que se pelean con Dios, que asfixian su presencia: sobre todo los ídolos de la riqueza mundana, el vivir ávidamente, para sí mismos, por el tener y por el poder. Si cultivamos estas zarzas, asfixiamos el crecimiento de Dios en nosotros. Cada uno puede reconocer a sus pequeñas o grandes zarzas, los vicios que habitan en su corazón, los arbustos más o menos radicados que no gustan a Dios e impiden tener el corazón limpio. Hay que arrancarlos, o la Palabra no dará fruto, la semilla no se desarrollará.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús nos invita hoy a mirarnos por dentro: a dar las gracias por nuestro terreno bueno y a seguir trabajando sobre los terrenos que todavía no son buenos.
Preguntémonos si nuestro corazón está abierto a acoger con fe la semilla de la Palabra de Dios. Preguntémonos si nuestras piedras de la pereza son todavía numerosas y grandes; individuemos y llamemos por nombre a las zarzas de los vicios. Encontremos el valor de hacer una buena recuperación del suelo, una bonita recuperación de nuestro corazón, llevando al Señor en la Confesión y en la oración nuestras piedras y nuestras zarzas.
Haciendo así, Jesús, buen sembrador, estará feliz de cumplir un trabajo adicional: purificar nuestro corazón, quitando las piedras y espinas que asfixian la Palabra.
La Madre de Dios, que hoy recordamos con el título de Beata Virgen del Monte Carmelo, insuperable en el acoger la Palabra de Dios y en ponerla en práctica (cf. Lucas 8, 21), nos ayude a purificar el corazón y a custodiar la presencia del Señor.
Congregación para el Clero
Homilía
Toda la Liturgia de la Palabra de este domingo es una invitación a una justa relación con la Palabra, con el Verbo hecho carne. La comparación que hace el profeta Isaías en la narración de la lluvia y de la nieve que bajan para fecundar la tierra para que de buenos frutos, es el anuncio profético de la acción Divina en la historia: «así sucede con la palabra que sale de mi boca», dice Dios.
La Palabra es enviada para que obre y cumpla lo que esta en el corazón de Dios, no es simplemente una palabra dicha, si no más bien es una Palabra que da vida, una Palabra que nos es dada para que vivamos. Los dos verbos «obrar» y «cumplir», corresponden en la comparación de la lluvia y de la nieve a los verbos: «empapar» y «germinar».
Es siempre un deber preguntarse: ¿Qué cosa es esta palabra de Dios?, ¿Qué cosa es para mi y para nuestra vida?
No es una palabra simplemente pronunciada, si no generada por Dios mismo; es una palabra para encontrar en la vida; no es simplemente un libro para leer, si no una Persona con la cual aprender progresivamente pero realmente a vivir.
Es Cristo Señor la Palabra de Dios. Es la Palabra que obra y cumple todas las cosas: «La Palabra divina, por tanto, se expresa a lo largo de toda la historia de la salvación, y llega a su plenitud en el misterio de la encarnación, muerte y resurrección del Hijo de Dios» (Ex. Apost. Verbum Domini, n. 7).
Podemos entonces leer en esta óptica la parábola del sembrador, según la cual, la semilla da fruto según el terreno que la recibe. Si es Cristo la Palabra por recibir, entonces es el corazón del hombre aquel terreno a veces fértil, a veces árido o pedregoso, que siendo inundado por Su presencia, es llamado constantemente a transformarse.
Lo que la presencia de Jesús «cumple» en el corazón del hombre, está en constante relación con el grande misterio de la libertad creada. Es una tarea en la medida con la cual el hombre vive la profundidad de la vida.
El Papa Benedicto XVI afirma que: «Es precisamente mirándonos a nosotros mismos con verdad, con sinceridad y con valentía como intuimos la belleza, pero también la precariedad de la vida y sentimos una insatisfacción, una inquietud que ninguna realidad concreta logra colmar. Con frecuencia, al final todas las promesas se muestran insuficientes.
Queridos amigos, los invito a tomar conciencia de esta sana y positiva inquietud; a no tener miedo de plantearse las preguntas fundamentales sobre el sentido y sobre el valor de la vida. No se queden en las respuestas parciales, inmediatas, ciertamente más fáciles en un primer momento y más cómodas, que pueden dar algunos ratos de felicidad, de exaltación, de embriaguez, pero que no los llevan a la verdadera alegría de vivir, la que nace de quien construye —como dice Jesús— no sobre arena, sino sobre sólida roca» (encuentro con los jóvenes de la diócesis de san marino-montefeltro 19 de Junio de 2011).
Invoquemos con mucha fe a la Santa Virgen María, custodia de la Palabra y ejemplo sublime del más real recibimiento del Verbo en la propia existencia, que ningún otra creatura haya jamás realizado, para que nos guíe a ser «terreno fértil», continuamente, capaces de sorprendernos de frente al divino Sembrador, que, enamorado de sus creaturas, no se contiene, si no que confía y espera con fe el esfuerzo de nuestra frágil libertad.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico: ¿Por qué no hay fruto?
¿Por qué no hay fruto?
Mt 13, 1-23
Cristo es el sembrador que siembra su palabra en nosotros. Y la semilla tiene fuerza para dar fruto abundante –¡el ciento por uno! Por malo que venga el año, la semilla da fruto..., a no ser que algo lo impida.
Si nosotros estamos recibiendo continuamente la semilla de la palabra de Cristo, ¿a qué se debe que no demos fruto o que no demos todo lo que teníamos que dar? La culpa no es del sembrador –Cristo no puede fallar al sembrar–, ni de la semilla –que tiene poder de germinar–, sino de la tierra en que cae esa semilla. ¿Qué hay en nosotros que nos impide dar fruto? Jesús mismo lo explica claramente. Es, en primer lugar, el no entender la Palabra, el no pararnos a asimilarla, a meditarla, a orarla; la superficialidad hace que el Maligno se lleve lo que ese tal ha recibido. Y este no tener raíces hondas hace también que cualquier dificultad acabe con todo.
Otra causa de no dar fruto es el tener miedo a los desprecios y burlas; el que busca quedar bien ante todos y ser aceptado por todos y no está dispuesto a ser despreciado por causa de Cristo y de su Evangelio, ese tal no puede agradar a Cristo ni acoger su Palabra.
Y la otra causa son las preocupaciones y afanes de la vida y el apego a las cosas de este mundo; sin un mínimo de sosiego para escuchar a Cristo y sin un mínimo de desprendimiento, de austeridad y de pobreza, la palabra sembrada se ahoga y queda estéril. El que no da fruto es el único culpable de su propia esterilidad. Al que no quiere escuchar porque endurece su corazón, Jesús no se molesta en explicarle. Es inútil intentar aclarar al que no es dócil, pues oye sin entender: «El que tenga oídos que oiga».
Una tierra nueva
Rom 8,1-23
«Los sufrimientos del tiempo presente no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá». El creyente lo ve todo a la luz de la eternidad. De manera particular las tribulaciones y sufrimientos de esta vida, sobre todo los padecidos a causa de Cristo y del Evangelio. Si a nivel humano vale la pena el esfuerzo para conseguir algo que nos importa, ¡cuánto más el sufrimiento pasajero que nos reporta un caudal inmenso de gloria eterna! (2 Cor 4,17). El secreto está en una fe firme y robusta que traspasa las apariencias para quedar fija en lo definitivo. «Nosotros no nos fijamos en lo que se ve, sino en lo que no se ve; pues lo que se ve es pasajero, pero lo que no se ve es eterno» (2 Cor 4,18).
«La creación, expectante, está aguar-dando la plena manifestación de los hijos de Dios». En su plan creador, Dios somete al hombre toda la creación –Gén 1,28–, le constituye dueño y señor de ella –Sal 8– para que a través del hombre –como criatura inteligente y libre– la creación pueda cumplir su finalidad de glorificar a Dios. Pero el hombre, al pecar, frustra la creación, la esclaviza, le impide realizar aquello para lo que fue creada; por culpa del hombre el suelo queda maldito (Gén 3,17).
Por eso la creación está expectante aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. Sólo el hombre nuevo, redimido del pecado por Cristo, puede lograr que la creación alcance su meta. Sólo el que es hijo de Dios y vive como hijo sabe recibir toda la creación como don amoroso del Padre, la emplea según el plan de Dios y la hace volver a Él en un himno de gratitud y alabanza. En las manos del hombre nuevo comienzan los cielos nuevos y la tierra nueva. Entre las manos del hombre nuevo la creación glorifica por fin a su Creador.
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
La primera lectura nos prepara a recibir las enseñanzas del Evangelio: el Sembrador difunde su doctrina. San Pablo exalta la dimensión cósmica de la Redención.
Dios es el Sembrador que realiza en nosotros su obra. A nosotros nos queda la enorme responsabilidad de no hacer infructuosa la gracia santificante y los medios que Él nos da en su Palabra y en los Sacramentos, especialmente en la Eucaristía.
–Isaías 55, 10-11: La lluvia hace germinar la tierra. La palabra de Dios, semilla de salvación, lleva en sí toda la eficacia de la iniciativa divina y de su amor santificador.
El profeta usa sus grandes cualidades literarias y una gran intuición teológica para infundir la firme adhesión a Yavé, Dios de los padres que, contrariamente a la desconfianza general de los exiliados, está salvíficamente presente entre ellos. El dirige la historia y los acontecimientos para que el universo y el hombre, que han sido creados por Él, de Él dependan y con Él se desarrollen.
La semejanza de la lluvia y de la nieve que fecundan y hacen germinar la tierra nos debe hacer comprender que la potencia creadora y transformadora de la palabra de Dios ha de dar fruto, si la acogemos con fe, pues Dios que nos creó sin nosotros no nos salvará sin nosotros.
Es un texto muy profundo y eficaz para comprender la Sagrada Escritura como palabra de Dios al hombre. Nos pone en contacto directo con Él que nos invita a que recibamos su mensaje salvífico para otorgarnos su comunión de vida realizando en nosotros su salvación.
–Muy acertadamente se ha escogido como responsorio el Salmo 64 : «Tú cuidas de la tierra, la riegas... Tú preparas los trigales... La semilla cayó en buena tierra y dio su fruto». En realidad ese Salmo es un himno a Dios providente con su pueblo. Los versículos 10-14, que son los que se han tomado aquí, nos hacen revivir la primavera de Palestina, cuando el mismo desierto florece, los rebaños pastan sobre verdes colinas y el trigo germina sus espigas en la llanura. Los santos han usado esos dones de la creación para elevarse hasta Dios y cantar su magnificencia. Son bien conocidos los versos de San Juan de la Cruz, ya expuestos por nosotros en otra ocasión.
–Romanos 8, 18-23: La creación expectante está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios. En medio de la creación el cristiano auténtico es como una semilla viva de Dios, que restaura la obra del Creador y la libera de la degradación del pecado.
Para San Pablo y para todo el Nuevo Testamento el sufrimiento es esencial en la economía salvífica: Cristo murió en una cruz para la redención de la humanidad. El cristiano, como discípulo de Cristo, se encuentra en el mismo camino de la cruz: «El que quiera ser mi discípulo que se renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34;Mt 16.24;Lc 9,23).
Esto no debe ser motivo de tristeza. Muere con Cristo para resucitar con Él. Este destino no está fundado en la palabra del hombre, sino en la palabra de Dios que es viva y eficaz. Comenta san Agustín:
«Estáis viendo, amadísimos, qué se les pide en esta vida a los siervos de Dios en cambio a la vida futura que se revelará en nosotros. Frente a esa gloria, carece de significado cualquier tribulación temporal, sea la que sea. «Los sufrimientos de este tiempo, dice el Apóstol, no son equiparables con la futura gloria que se revelará en nosotros» (Rom 8,18). Si las cosas son así, nadie piense ahora carnalmente; no hay tiempo: el mundo se conmueve, el hombre viejo es echado fuera, la carne siente la operación, aniquílese el espíritu. El cuerpo de Pedro yace en Roma, dicen los hombres; en Roma yacen los cuerpos de Pablo, de Lorenzo y de otros santos mártires; sin embargo, Roma está asolada: es afligida, pisoteada e incendiada... ¿Dónde están las memorias de los Apóstoles? Allí están, allí están, pero no en ti. ¡Ojalá estuvieran en ti!... Ojalá estuviesen en ti las memorias de los Apóstoles; ojalá pensaras en ellos. Verías qué felicidad les fue prometida, si la terrena o la eterna» (Sermón 296,6).
–Mateo 13, 1-23: Salió el Sembrador a sembrar. La palabra de Dios y toda su obra de santificación pueden quedar infructuosas por el modo de ser y de vivir de los hombres.
La parábola explica plásticamente la proclamación del Reino, que constituye su tema fundamental. Aunque aparentemente podamos ver un aspecto negativo, sin embargo, el tema esencial es un sereno optimismo sobre el fruto que tendrá el mensaje predicado por el Señor. Comenta San Agustín:
«Dice Pablo en sus escritos que fue enviado a predicar el Evangelio allí donde Cristo aún no había sido anunciado. Pero, como aquella otra siega ya tuvo lugar y los judíos que quedaron eran paja, prestemos atención a la mies que somos nosotros. Sembraron los apóstoles y los profetas. Sembró el mismo Señor; Él estaba, en efecto, en los apóstoles, pues también Él cosechó; nada hicieron ellos sin Él; Él sin ellos es perfecto, y a ellos dice: «sin Mí nada podéis hacer» (Jn 15,5). ¿Qué dice Cristo, sembrando entre los gentiles? «Ved que salió el Sembrador a sembrar» (Mt 13,3). Allí se envían segadores a cosechar; aquí sale a sembrar el sembrador no perezoso. Pero, ¿qué tuvo que ver con esto el que parte cayera en el camino, parte en tierra pedregosa, parte entre espinas? Si hubiera temido a esas tierras malas, no hubiera venido tampoco a la tierra buena.
«Por lo que toca a nosotros, ¿qué nos importa? ¿Qué nos interesa hablar ya de judíos y de la paja? Lo único que nos atañe es no ser camino, no ser piedras, no ser espinas, sino tierra buena. –¡Oh Dios! Mi corazón está preparado– (Sal 56,8) para dar el treinta, el sesenta, el ciento, el mil por uno. Sea más, sea menos, pero siempre es trigo» (Sermón 101,3).