Domingo XIV Tiempo Ordinario (A) – Homilías
/ 8 julio, 2017 / Tiempo OrdinarioLecturas
Aparte de las homilías, podrá ver comentarios de los padres de la Iglesia desglosados por versículos de aquellos textos que tengan enlaces disponibles, sobre todo de los Evangelios.
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Zac 9, 9-10: Mira a tu rey que viene a ti pobre
Sal 144, 1bc-2. 8-9. 10-11. 13cd-14: Bendeciré tu nombre por siempre, Dios mío, mi rey
Rm 8, 9. 11-13: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis
Mt 11, 25-30: Soy manso y humilde de corazón
Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia
Benedicto XVI, papa
Ángelus (03-07-2011): ¿Cuál Su yugo?
domingo 3 de julio de 2011Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en el Evangelio el Señor Jesús nos repite unas palabras que conocemos muy bien, pero que siempre nos conmueven: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y encontraréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11, 28-30). Cuando Jesús recorría los caminos de Galilea anunciando el reino de Dios y curando a muchos enfermos, sentía compasión de las muchedumbres, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36). Esa mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo. También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida difíciles y también desprovista de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas se encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y también en los países más ricos son numerosos los hombres y las mujeres insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos en los innumerables desplazados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, más aún, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y repite: «Venid a mí todos...».
Jesús promete que dará a todos «descanso», pero pone una condición: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». ¿En qué consiste este «yugo», que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar alivia? El «yugo» de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Jn 13, 34; 15, 12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad —sea las materiales, como el hambre y las injusticias, sea las psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar— es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para ganar posiciones de poder cada vez mayor, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto al medio ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable «mansedumbre». Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la norma del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, es la que puede asegurar un futuro digno del hombre.
Queridos amigos, [ayer celebramos una particular memoria litúrgica de María santísima, alabando a Dios por su Corazón Inmaculado]. Que la Virgen nos ayude a «aprender» de Jesús la humildad verdadera, a tomar con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser, a nuestra vez, capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que recorren con fatiga el camino de la vida.
Francisco, papa
Ángelus (06-07-2014): Descansar en Jesús y ser descanso para otros.
domingo 6 de julio de 2014Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de este domingo encontramos la invitación de Jesús. Dice así: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» ( Mt 11, 28). Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos a las personas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gente sencilla, pobres, enfermos, pecadores, marginados... Esta gente lo ha seguido siempre para escuchar su palabra —¡una palabra que daba esperanza! Las palabras de Jesús dan siempre esperanza— y también para tocar incluso sólo un borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitudes cansadas y agobiadas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36) y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para curar a muchos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: «Venid a mí», y les promete alivio y consuelo.
Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vida, por situaciones existenciales difíciles y a veces privados de válidos puntos de referencia. En los países más pobres, pero también en las periferias de los países más ricos, se encuentran muchas personas cansadas y agobiadas bajo el peso insoportable del abandono y la indiferencia. La indiferencia: ¡cuánto mal hace a los necesitados la indiferencia humana! Y peor, ¡la indiferencia de los cristianos! En los márgenes de la sociedad son muchos los hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por la insatisfacción de la vida y la frustración. Muchos se ven obligados a emigrar de su patria, poniendo en riesgo su propia vida. Muchos más cargan cada día el peso de un sistema económico que explota al hombre, le impone un «yugo» insoportable, que los pocos privilegiados no quieren llevar. A cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, Jesús repite: «Venid a mí, todos vosotros». Lo dice también a quienes poseen todo, pero su corazón está vacío y sin Dios. También a ellos Jesús dirige esta invitación: «Venid a mí». La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.
Jesús promete dar alivio a todos, pero nos hace también una invitación, que es como un mandamiento: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» ( Mt 11, 29). El «yugo» del Señor consiste en cargar con el peso de los demás con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y el consuelo de Cristo, estamos llamados a su vez a convertirnos en descanso y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humildad del corazón nos ayudan no sólo a cargar con el peso de los demás, sino también a no cargar sobre ellos nuestros puntos de vista personales, y nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.
Invoquemos a María santísima, que acoge bajo su manto a todas las personas cansadas y agobiadas, para que a través de una fe iluminada, testimoniada en la vida, podamos ser alivio para cuantos tienen necesidad de ayuda, de ternura, de esperanza.
Ángelus (09-07-2017): No sustituir a Jesús por los «expertos».
domingo 9 de julio de 2017Queridos hermanos y hermanas:
¡Buenos días!
En el Evangelio de hoy Jesús dice: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» ( Mateo 11, 28). El Señor no reserva esta frase para alguien, sino que la dirige a «todos» los que están cansados y oprimidos por la vida. ¿Y quién puede sentirse excluido en esta invitación? Jesús sabe cuánto puede pesar la vida. Sabe que muchas cosas cansan al corazón: desilusiones y heridas del pasado, pesos que hay que cargar e injusticias que hay que soportar en el presente, incertidumbres y preocupaciones por el futuro.
Ante todo esto, la primera palabra de Jesús es una invitación a moverse y reaccionar: «venid». El error, cuando las cosas van mal, es permanecer donde se está, tumbado ahí. Parece evidente, pero ¡qué difícil es reaccionar y abrirse! No es fácil. En los momentos oscuros surge de manera natural estar con uno mismo, pensar en cuánto sea injusta la vida, en cuánto son ingratos los demás y qué malo es el mundo y demás. Algunas veces hemos padecido esta fea experiencia. Pero así, cerrados dentro de nosotros, vemos todo negro. Entonces incluso llega a familiarizarse con la tristeza, que se hace de casa: esa tristeza que nos postra, es una cosa fea esta tristeza. Jesús en cambio quiere sacarnos fuera de estas «arenas movedizas» y por eso dice a cada uno: «¡ven!» —«¿Quién?»— «tú, tú, tú...». La vía de salida está en la relación, en tender la mano y en levantar la mirada hacia quien nos ama de verdad.
Efectivamente salir solo no basta, es necesario saber dónde ir. Porque muchas metas son ilusorias: prometen descanso y distraen solo un poco, aseguran paz y dan diversión, dejando luego en la soledad de antes, son «fuegos artificiales». Por eso Jesús indica dónde ir: «venid a mí». Muchas veces, ante un peso de la vida o una situación que nos duele, intentamos hablar con alguien que nos escuche, con un amigo, con un experto... Es un gran bien hacer esto, ¡pero no olvidemos a Jesús! No nos olvidemos de abrirnos a Él y contarle la vida, encomendarle personas y situaciones. Quizás hay «zonas» de nuestra vida que nunca le hemos abierto a Él y que han permanecido oscuras, porque no han visto nunca la luz del Señor. Cada uno de nosotros tiene la propia historia. Y si alguien tiene esta zona oscura, buscad a Jesús, id a un misionero de la misericordia, id a un sacerdote, id... Pero id a Jesús, y contadle esto a Jesús. Hoy Él dice a cada uno: «¡Ánimo, no te rindas ante los pesos de la vida, no te cierres ante los miedos y los pecados, sino ven a mí!». Él nos espera, nos espera siempre, no para resolvernos mágicamente los problemas, sino para hacernos fuertes en nuestros problemas. Jesús no nos quita los pesos de la vida, sino la angustia del corazón; no nos quita la cruz, sino que la lleva con nosotros. Y con Él cada peso se hace ligero (cf. v. 30) porque Él es el descanso que buscamos. Cuando en la vida entra Jesús, llega la paz, la que permanece en las pruebas, en los sufrimientos. Vayamos a Jesús, démosle nuestro tiempo, encontrémosle cada día en la oración, en un diálogo confiado y personal; familiaricemos con su Palabra, redescubramos sin miedo su perdón, saciémonos con su Pan de vida: nos sentiremos amados y consolados por Él. Es Él mismo quien lo pide, casi insistiendo. Lo repite una vez más al final del Evangelio de hoy: «Aprended de mí [...] y hallaréis descanso para vuestras almas» (v. 29). Aprendamos a ir hacia Jesús y, mientras que en los meses estivales buscamos un poco de descanso de lo que cansa al cuerpo, no olvidemos encontrar el verdadero descanso en el Señor. Nos ayude en esto la Virgen María nuestra Madre, que siempre cuida de nosotros cuando estamos cansados y oprimidos y nos acompaña a Jesús.
Julio Alonso Ampuero
Meditaciones Bíblicas sobre el Año Litúrgico
Dóciles al Espíritu
Rom 8,9.11-13
«Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu». San Pablo quiere inculcarnos la certeza de esta nueva vida que ha sido depositada en nuestra alma por el bautismo. No estamos en la carne, es decir, no estamos abandonados a nuestras fuerzas naturales y a nuestra debilidad pecaminosa. Por tanto, no tiene sentido seguir lamentándonos y apelando a nuestra debilidad cuando estamos en el Espíritu, cuando tenemos en nosotros la fuerza del Espíritu que nos hace capaces de una vida santa. «Estamos en deuda, pero no con la carne para vivir carnalmente».
«El Espíritu de Dios habita en vosotros». Somos templo del Espíritu Santo. Estamos consagrados. Somos lugar donde Dios mora y donde ha de ser glorificado. Pero el Espíritu Santo no está en nosotros inmóvil. Permanece en nosotros como Ley nueva, como impulso de vida. Su acción omnipotente se vuelca sobre nosotros para hacernos santos, para vivir según Cristo. Ser santo ni es imposible ni es difícil. Se trata de acoger dócilmente la acción del Espíritu, secundando su impulso poderoso, dando muerte con la fuerza del Espíritu a las obras de la carne para que se manifieste en nosotros el fruto del Espíritu (Gal 5,22-23).
«Vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu». Hay una «primera resurrección»: cuando el hombre es arrancado del dominio del pecado y comienza a caminar en novedad de vida por la acción del Espíritu. Pero habrá una «segunda resurrección»: también nuestro cuerpo mortal se beneficiará de esta vida nueva suscitada por Dios en nosotros. El Espíritu Santo tiene por característica propia el ser Creador y desea vivificar nuestra persona entera, alma y cuerpo.
Cristo, nuestro descanso
Mt 11,25-30
Ante la humildad de Cristo, el cristiano aprende también a ser humilde. El Hijo de Dios no ha venido con triunfalismos, sino sumamente humilde y modesto, montado en un asno. A Jesús le gusta la humildad. Es el estilo de Dios. Y el cristiano no tiene otro camino. Dios no se da a conocer a los que se creen sabios y entendidos, a los arrogantes y autosuficientes, a los que creen saberlo todo, sino al que humildemente se pone ante Dios reconociendo su pequeñez y su ceguera.
Al que es humilde de veras, Dios le concede entrar en su intimidad y conocer los misterios de su vida trinitaria, la relación entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo. Esto no es sólo para algunos pocos privilegiados, sino para todo bautizado, para todo el que es «sencillo» y se deja conducir por Dios. Pues precisamente «esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo» (Jn 17,3). Y conocer no es sólo saber con la cabeza, sino tratar con Dios con familiaridad. ¿Mi vida como cristiano va dirigida a crecer en este trato familiar con el Dios que vive en mí o me quedo en unas simples formas de comportamiento?
Cristo se nos presenta como nuestro descanso. Frente a los cansancios y agobios que nos procuramos a nosotros mismos y frente a las cargas inútiles e insoportables que ponemos en nuestros hombros, Cristo es el verdadero descanso y su ley un alivio. El pecado cansa y agobia. El trato y la familiaridad con Cristo descansan. ¿Me decido a fiarme de Cristo y de su palabra?
Manuel Garrido Bonaño
Año Litúrgico Patrístico
El Señor se nos presenta en el Evangelio con su Corazón manso y humilde; a Él corresponde la profecía de Zacarías en la que ve al Señor «justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno», como así sucedió en su entrada triunfal en Jerusalén. San Pablo nos recuerda que por el bautismo hemos participado en el Misterio Pascual del Señor. Por lo mismo hemos de vivir, según el Espíritu de Cristo que habita en nosotros.
La figura mesiánica del Redentor, manso y humilde de Corazón, con la que hoy la liturgia nos invita a identificarnos, encarna el designio de Dios de ofrecernos el modelo viviente para la regeneración del hombre degradado por la violencia del mal y del pecado.
Es difícil para un corazón humano siempre dispuesto a la venganza, al rencor, a la violencia, al egoísmo y al odio todo lo que significa el mensaje que nos da el Corazón de Jesucristo. A Él hemos de mirar y aprender de Él la mansedumbre, la humildad y el amor.
–Zacarías 9,9-10: Tu Rey viene pobre a ti. Frente las esperanzas mesiánicas de Israel, cifradas en el triunfo violento de la fuerza y del poderío político, el profeta Zacarías anunció el verdadero Mesías, lleno de bondadosa y humilde mansedumbre.
Pablo VI dijo en la clausura del Concilio Vaticano II:
«La religión del Dios que se ha hecho hombre se ha encontrado con la religión –porque así es– del hombre que se hace dios.
«Este endiosamiento del hombre moderno representa una de las crisis más graves de la humanidad actual. De ahí el ateísmo; de ahí el temporalismo absoluto; de ahí la fobia a las llamadas virtudes pasivas tan queridas en el Evangelio; de ahí la repulsa obsesiva contra la moral y la ascética evangélica. Hemos de seguir a nuestro Rey que viene a nosotros justo y victorioso, modesto y cabalgando en un asno».
–Como Salmo responsorial se ha escogido el Salmo 144 que aclama a Dios como Rey y bendice su nombre por siempre jamás, y es un himno a la grandeza y a la bondad de Dios. El objeto directo de la alabanza es Yavé, pero no de un modo didáctico, sino vivido y paladeado con la fruición del que contempla extasiado el ser y el obrar de Dios. Así van apareciendo los atributos divinos, vivos y operantes, excitando por sí mismos la admiración y la alabanza del orante: su majestad, su grandeza, su fidelidad protectora, su providencia generosa, sus cuidados paternales y su delicadeza.
–Romanos 8,9,11-13: Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo viviréis. Cuando se vive al impulso de las pasiones humanas y del espíritu del mundo, resulta imposible vivir una genuina imitación de Cristo y alcanzar la santidad cristiana. San Jerónimo explica:
«Y no sólo ellos (Timoteo y Silvano), sino todo aquél que en el conocimiento y en la conducta es semejante a Pablo, puede decir: «Nosotros, los que vivimos». Su cuerpo puede estar muerto a causa del pecado, pero su espíritu vive a causa de la justicia (Rom 8,10), y sus miembros han sido mortificados sobre la tierra, de modo que la carne no tenga deseos contrarios al espíritu. Pues si la carne aún codicia, es que vive, y porque vive, codicia. Sus miembros aún no han sido mortificados sobre la tierra. Porque si estuvieran mortificados no desearían contra el espíritu, pues por la fuerza de la mortificación hubieran perdido esa especie de pasión. Del mismo modo que quienes han abandonado la vida presente y han pasado a cosas mejores viven más cabalmente por haber depuesto este cuerpo mortal y los incentivos de todos los vicios, así los que llevan en su cuerpo la mortificación de Jesús y no viven según la carne, sino según el espíritu, éstos viven en Aquél que es la Vida y en ellos vive Cristo» (Carta 119,9, A Minervio y Alejandro).
–Mateo 11,25-30: Soy manso y humilde de corazón. San Hilario de Poitiers explica:
«Llama a Sí a cuantos están probados por las dificultades de la ley y oprimido por los pecados del mundo (Mt 11,28-29)? Promete librarlos de las fatigas y de su peso sólo con que ellos tomen su yugo, esto es, acepten las prescripciones de sus mandatos. Acercándose a Él por el misterio de su Cruz, ya que Él es manso y humilde de Corazón, encontrarán descanso para sus almas. Él ofrece la suavidad de su yugo y su carga ligera (Mt. 11,30) para dar a los creyentes la ciencia del bien, que sólo Él conoce en el Padre. ¿Y qué hay más suave que su yugo y más ligero que su carga, que consiste en ser dignos de aprobación, abstenerse del mal, amar a todos los hombres, no odiar a ninguno, conseguir la eternidad, no dejarse dominar por el tiempo presente, ni querer devolver a nadie el daño que no se hubiera querido recibir? (Comentario al Evangelio de San Mateo 11,13).